Manuscrito Encontrado en Zaragoza - Jan Potocki
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Jan Potocki
MANUSCRITO ENCONTRADO EN
ZARAGOZA
ePUB v1.0
hermes10 03.08.12
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Título original: Manuscrito encontrado en Zaragoza
Jan Potocki, 1.ª parte editada en 1804 y 1805; 2.ª parte editada en 1813.
Traducción: J. B.
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PREFACIO DE ROGER CAILLOIS
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jornadas de la vida de Alfonso van Worden reproducen el texto impreso en San
Petersburgo, con excepción de algunas enmiendas sobre las cuales volveré: faltan en
la obra, sin embargo, las jornadas 12 y 13, que acababan de ser reimpresas en
Avadoro, y la jornada 11 que se omitió, sin duda, porque sólo contiene dos historias
conocidas, una de ellas tomada a Filostrato, la otra a Plinio el joven. En cambio, la
otra termina con un episodio hasta entonces inédito, la Historia de Rebeca, que
corresponde a la jornada 14 del texto integral. Este episodio se halla ahora ligado por
una corta transición a la jornada 11. En realidad, continúa el texto de San
Petersburgo, en el lugar mismo en que aquél se interrumpe.
La Biblioteca Nacional posee los tres volúmenes de Van Worden, los cuatro
volúmenes de Avadoro y el primer volumen del Manuscrito encontrado en Zaragoza
editado en San Petersburgo, si es que puede llamarse volumen a lo que parece más
bien un juego de pruebas. Encuadernado en marroquí rojo, lleva en el canto la
indicación: Primer decamerón; la anotación es 4.0 Y 2 3059; el título está escrito con
tinta, en la guarda: [Historia de] Alfonso van Worden [o] [tomada de un] manuscrito
encontrado en Zaragoza. Abajo, con lápiz, figura el nombre del autor: Potocki Jan. A
un lado, un sello rojo con la mención: donación n.° 2693. El texto impreso es de 156
páginas. Las dos últimas están recopiladas con tinta. En el texto abundan las
correcciones a lápiz, casi todas estrictamente tipográficas; unas cuantas proponen
verdaderas mejoras estilísticas.
En la guarda está pegado un fragmento de prueba de imprenta, en el cual se
descifra la siguiente nota manuscrita (las palabras entre corchetes han sido tachadas
en el original): Puede suponerse que [el conde P.] [es Nodier q] que [el] es Nodier
quien Klaproth quiso designar, en 1829, como la persona [en cuyas manos] encargada
de rever, antes de que se imprimiera, el Manuscrito encontrado en Zaragoza y en
cuyas manos ha quedado la copia del manuscrito. Y [no es acaso Nodier que con el
consen…] es probable que [como detentor] teniendo en sus manos [un man…] el
trabajo del conde Potocki, haya pensado en aprovecharlo de la mejor manera posible,
literaria y financieramente hablando. Pero no es menos asombroso que se haya creído
en el deber de guardar silencio cuando el escandaloso proceso que se le hizo al conde
de Worchamps, quien [dos palabras tachadas: ilegibles] creyó posible publicar en
el… el diar. La Presse en 1841-1842, al principio con el título de El valle funesto,
después con el de la Historia de don Benito de Almusenar, pretendidos extractos de
las Memorias inéditas de Cagliostro: éstos no eran sino la reproducción de Avadoro y
de las Jornadas de la vida de Alfonso van Worden. [Era este] Ese Valle funesto era un
robo manifiesto. Nodier que no murió hasta 1844 [que] habría podido instruir a la
justicia a ese respecto y no dijo una palabra. [Hay cuatro palabras tachadas, ilegibles.]
El n.° 2693 corresponde a una donación hecha el 6 de agosto de 1889 por la
señora Bourgeois, cuyo apellido de soltera es Barbier. En este caso, es harto probable
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que el acusador de Nodier sea Ant. Alex Barbier, autor del Diccionario de los
anónimos, el cual atribuye precisamente a Potocki Avadoro y Van Worden.
Pronunciarse sobre estas insinuaciones corresponderá a los biógrafos de Nodier. De
todos modos, esas pocas líneas tienen la ventaja de permitirnos comprender el plagio
de Washington Irving y el que éste haya podido ampararse en la autoridad, muy
problemática, por lo demás, del famoso Cagliostro. En el diario La Presse, en 1841-
1842, aquél encontró la reproducción que hizo Courchamps del relato de Potocki y
que incluyó en su selección Wolfert's Roost de 1855. Quizá nunca supo, al proceder
así, que había plagiado a un gran señor polaco muerto muchos años antes. Es lícito
perdonar a Irving por una traducción que presenta como tal, aunque deje suponer a
sus lectores que se ha valido de un artificio literario que tiene por objeto acreditar una
ficción. La indulgencia se impone tanto más cuanto que él mismo ha sido víctima de
un plagio idéntico. En efecto, uno de sus Cuentos del viajero (1824), Aventura de un
estudiante alemán, fue traducido y adaptado de igual manera por Petrus Borel, en
1843, con el título de Gottfried Wolgang. Para colmo, también en este caso, el plagio
ha sido confesado a medias, disimulado a medias, por una ingeniosa y equívoca
presentación. Aquí terminan las vicisitudes del original francés. En 1847, Edmund
Chojecki, basándose en un manuscrito autógrafo en la actualidad perdido, dio de la
obra entera, en Lipsk-Leipzig, una versión polaca en seis volúmenes bajo el título de
Rekopis Znaleziony w Saragossie. Su traducción fue reeditada varias veces (en 1857,
1863, 1917 y 1950). Por último, una edición crítica, debida a Leszek Kukulski,
apareció en Varsovia en 1956. Casi de inmediato se descubrió en los archivos de la
familia Potocki, en Krzeszowice, cerca de Cracovia, dos importantes fragmentos del
texto primitivo francés: a) una copia intitulada Cuarto decamerón, revisada y
corregida por el autor y que incluye las Jornadas 31 a 40; b) un borrador de las
Jornadas 40 a 44 y fragmentos de las jornadas 19, 22, 23, 24, 25, 29, 33, 39 y 45.
El señor Kukulski, a cuya gentileza debo estas últimas precisiones, se esfuerza
actualmente en reconstituir el texto francés integral del Manuscrito encontrado en
Zaragoza. Ha utilizado las cinco fuentes pre citadas: 1) los dos volúmenes de San
Petersburgo para las jornadas 1 a 12 y para una parte de la jornada 13; 2) Alfonso van
Worden (1814) para la Jornada 14 y para la advertencia general que no aparece en la
edición de San Petersburgo; 3) Avadoro (1813) para las Jornadas 15 a 18, 20, 26 a 29,
47 a 56; 4) la copia corregida de los archivos Potocki para las Jornadas 31 a 40; 5) el
borrador de los mismos archivos para las Jornadas 19, 22 a 25, 29 y 41 a 45. Para el
resto de la obra, es decir, para un poco menos de su quinta parte, habrá que retraducir
al francés la versión polaca que hizo Edmund Chojecki en 1847. Le deseo un éxito
rápido y completo. Los historiadores de la literatura francesa deben, en efecto, poder
apreciar en su conjunto, sin tardanza, una obra cuyos fragmentos accesibles prueban
desde ahora su importancia y calidad. Entretanto, tomo la iniciativa de reeditar la
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parte principal de las páginas publicadas en francés en vida del autor, reconocidas y
ordenadas por él. Como el ejemplar de la Biblioteca Nacional sólo incluye la primera
parte del texto impreso en San Petersburgo, he debido pedir copia del que se conserva
en la Biblioteca de Leningrado. Lleva la anotación 6.11.224, y se compone de dos
series de pliegos encuadernados juntos. En el lomo de la encuadernación, una sola
palabra en dos líneas: Potockiana. Adentro, en el dorso de la cubierta, está pegada
una faja de papel con la siguiente indicación manuscrita:
El conde Jan Potocki ha hecho imprimir estos pliegos en San Petersburgo en
1805, poco antes de su partida a Mongolia (en una embajada a China de la cual forma
parte), sin darles título ni ponerles fin, reservándose el derecho de continuarlos o no
más adelante, cuando su imaginación, a la cual ha dado rienda suelta en esta obra, lo
invite a ello. La primera serie de los pliegos termina en la página 158, al pie de la
cual se lee: Fin del primer decamerón, y abajo: Copiado en 100 ejemplares. El texto
de la segunda parte termina bruscamente en medio de una frase, al final de la página
48. La frase debía continuar en la página 49, en la cual comenzaba el pliego
decimotercero, que sin duda no fue nunca impreso, ni tampoco los siguientes. He
reproducido escrupulosamente ese texto, y lo completo con la especie de conclusión
provisional que da fin a las Diez jornadas. Por lo contrario, sólo reimprimo extractos
de Avadoro.
Para no publicar por entero lo que el autor mismo ha dado a publicidad, tengo dos
razones principales. En primer lugar, el texto de Avadoro es fragmentario y poco
seguro. Más vale esperar a que el señor Kukulski haya podido procurarse una versión
menos discutible, basándose en los manuscritos de Krzeszowice y ayudándose con la
traducción de Chojecki. En segundo lugar, deseo destacar sobre todo el aporte de la
obra de Potocki a la literatura fantástica. Ahora bien, es en las primeras jornadas del
Manuscrito encontrado en Zaragoza donde lo sobrenatural desempeña precisamente
un papel de gran importancia. De ahí mi decisión.
La obra ha permanecido desconocida en Francia. Y como estaba escrita en
francés, parece no haber alcanzado sino muy lentamente un mejor destino en la patria
del autor, aunque éste perteneciera a una de las más ilustres familias de Polonia. Sus
compatriotas, a lo menos, consideraron siempre a Potocki como a uno de los
fundadores de la arqueología eslava. El personaje, por lo demás, merecería ser
estudiado a fondo.' Nace en 1761; adquiere primero en Polonia, después en Ginebra y
Lausana, una sólida educación. Muy joven aún, visita Italia, Sicilia, Malta, Túnez,
Constantinopla, Egipto. En 1788 nos da cuenta de su recorrido en un libro publicado
en París con el título de Viaje a Turquía y a Egipto hecho en el año 1784,2 que
reeditará en su imprenta privada en 1789. Entretanto, de vuelta a su país, se hace de
golpe célebre subiendo en globo con François Blanchard. En 1789, después de
querellarse con los Estados de Polonia a propósito de la libertad de prensa, instala en
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su casa una imprenta libre (Wolny Drukarnia) en la que edita los dos volúmenes de su
Ensayo sobre la historia universal e indagaciones sobre Sarmacia. En 1791 viaja por
Inglaterra, España y Marruecos. Participa en la campaña de 1792 como capitán
ingeniero. En adelante se consagra a la prehistoria y a la arqueología. En 1795
publica en Hamburgo el Viaje por algunas partes de la Baja Sajonia para la busca de
antigüedades eslavas o vendas, hecho en 1794 por el conde Jan Potocki. En Viena, en
1796, nos da una Memoria sobre un nuevo periplo del Ponto Euxino, así como sobre
la más antigua historia de los pueblos del Taunus, del Cáucaso y de Escitia. Ese
mismo año, en Brunswick, edita en cuatro volúmenes los Fragmentos históricos y
geográficos sobre Escitia, Sarmacia y los eslavos. Arqueólogo y etnólogo ilustre,
consejero privado del zar Alejandro Primero, viaja al Cáucaso en 1798. En 1802 hace
editar en San Petersburgo, en la Academia Nacional de Ciencias, una Historia
primitiva de los pueblos de Rusia, con una exposición completa de todas las nociones
locales, nacionales y tradicionales necesarias para comprender el cuarto Libro de
Heródoto; después, en 1805, una Cronología de los dos primeros libros de Manetón.
Al mismo tiempo, hace tirar discretamente las cien copias del Manuscrito encontrado
en Zaragoza. El zar lo designa jefe de la misión científica adjunta a la embajada del
conde Golovkin. Esta no logra llegar a Pekín, a donde se dirigía, y es reenviada
desdeñosamente al campamento del virrey de Mongolia. Decepcionado, Potocki
vuelve a San Petersburgo, donde publica, en 1810, los Principios de cronología para
los tiempos anteriores a las olimpíadas; después un Atlas arqueológico de la Rusia
europea; por último, en 1811, una Descripción de la nueva máquina para batir
moneda. En 1812 se retira a sus tierras. Deprimido, neurasténico, se suicida el 2 de
diciembre de 1815.
Ignoro si atribuía mucha importancia a la única obra novelesca que escribió. Sin
embargo, la publicación en sus tres cuartas partes clandestina de San Petersburgo en
1804,1805, la publicación semiconfesada de París en 1813,1814, me persuaden de
que no la consideraba un mero entretenimiento.
En 1892 una selección de sus obras doctas fue publicada en París, en dos
volúmenes, al cuidado y con notas de Klaproth, «Miembro de las sociedades asiáticas
de París, Londres y Bombay», el mismo a quien se nombra en la nota manuscrita
agregada al juego de pruebas de la Biblioteca Nacional. Esta publicación contiene
una bibliografía de los trabajos eruditos de Potocki. Klaproth menciona al final el
Manuscrito encontrado en Zaragoza, Avadoro y Alfonso van Worden, haciendo sobre
ellos la siguiente apreciación:
«Además de sus obras doctas, el conde Jan Potocki ha escrito una novela muy
interesante, de la cual sólo algunas partes han sido publicadas; su tema son las
aventuras de un gentilhombre español descendiente de la casa de Gomélez, y por
consecuencia de extracción morisca. El autor describe perfectamente en esta obra las
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costumbres de los españoles, de los musulmanes y de los sicilianos, y los caracteres
están trazados en ella con gran verdad; en suma, es uno de los libros más atractivos
que se hayan escrito. Por desgracia, sólo existen de él algunas copias manuscritas. La
que fue enviada a París, para ser allí publicada, ha quedado en manos de la persona
encargada de reverla antes de la impresión. Esperemos que una de las cinco copias,
que hay en Rusia y en Polonia, saldrá a luz tarde o temprano porque, a semejanza de
Don Quijote y de Gil Blas, es un libro que no envejecerá jamás».
Aquí no habremos de ocuparnos de los descubrimientos del viajero y del
arqueólogo, sino de aquella curiosa y casi secreta parte de su obra que prolonga las
hechicerías de Cazotte y anuncia los espectros de Hoffmann. Por muchos de sus
rasgos, el Manuscrito encontrado en Zaragoza pertenece aún al siglo XVIII: las
escenas galantes, la afición al ocultismo, la inmoralidad sonriente e inteligente, el
estilo, en fin, de una elegante sequedad, fácil, sobrio y preciso, sin resalto ni excesos.
Por otros de sus caracteres, anticipa el romanticismo: nos da un pregusto de los
estremecimientos inéditos que una nueva sensibilidad pedirá bien pronto a la
fascinación de lo horrible y de lo macabro. Esta obra marca, pues, una etapa decisiva
en la evolución del género. Su originalidad, sin embargo, le confiere títulos más
notables aún. Para ello me atengo casi exclusivamente a los relatos publicados en San
Petersburgo durante los años 1804 y 1805. ¿Cómo no sentir la extremada
singularidad de una estructura novelesca fundada en la repetición de una misma
peripecia? Porque siempre se cuenta la misma historia en los diferentes relatos
encajados unos en los otros que se hacen mutuamente los personajes del nuevo
Decamerón, a medida que sus aventuras les permiten conocerse. La misma situación
se reproduce y multiplica sin cesar, como si espejos maléficos la reflejaran
incansablemente. La historia, muy variada en la anécdota, relata siempre los
encuentros y los amores de un viajero con dos hermanas que lo arrastran al lecho
común, a veces solo, a veces en compañía de la propia madre de las muchachas.
Después sobrevienen las apariciones, los esqueletos, los castigos sobrenaturales. El
carácter harto singular de estos episodios sucesivos está muy edulcorado en la edición
de 1814, pero surge con gran nitidez en la versión confidencial de San Petersburgo.
Se trata, por lo demás, de relatos perfectamente discretos, como sabían escribirse en
el siglo XVIII: los gestos más turbios están velados, pero no disimulados. Las dos
muchachas son musulmanas, lo que permite atribuir a la costumbre del harén el que
les parezca tan natural compartir al mismo hombre, a la vez que gozan entre sí. Su
naturaleza verdadera se revela poco a poco y entonces aparece lo que son, es decir,
criaturas demoníacas, súcubos o entidades astrológicas ligadas a la constelación de
Géminis.
El autor ha variado el tema con admirable ingeniosidad. La obsesión producida en
los personajes mismos, después en el lector, por la repetición de aventuras análogas
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distribuidas en el tiempo y en el espacio, es un efecto literario de una eficacia tanto
más sostenida cuanto que agrega la angustia de una duplicación infinita a la que se
deduce normalmente de una súbita intervención de lo sobrenatural en la existencia
hasta entonces opaca de un héroe intercambiable.
El idéntico regreso de un mismo acontecer en el irreversible tiempo humano
representa por sí solo un recurso empleado con frecuencia en la literatura fantástica.
Pero no se han empleado, que yo sepa, combinaciones tan osadas, deliberadas y
sistemáticas de los dos polos de lo Inadmisible —la irrupción de lo insólito absoluto
y la repetición de lo único por antonomasia— para llegar al colmo del espanto: el
prodigio implacable, cíclico, que se encarniza con la estabilidad del mundo utilizando
sus propias armas, y que bien pronto no es ya un milagro escandaloso sino la
amenaza de una ley imposible de la cual conviene temer en adelante sus efectos
recurrentes, a la vez inconcebibles y monótonos. Lo que no puede ocurrir se produce;
lo que sólo puede ocurrir una vez, se repite. Ambos se conciertan e inauguran una
especie terrible de regularidad.
Si hubiera seguido el principio de que para establecer un texto debemos elegir la
última edición publicada en vida del autor, habría escogido en este caso las Diez
jornadas de la vida de Alfonso van Worden (1814). Sin embargo, muy serios motivos
me disuadieron de ello. El texto de San Petersburgo es superior desde todo punto de
vista: es más correcto y más completo. Muchos descuidos desacreditan la edición
parisiense, en la cual, por otra parte, los intermedios sensuales, tan característicos de
la obra, desaparecen casi completamente. Por eso he reproducido la edición de 1804-
1805, completada por la Historia de Rebeca, que termina el texto publicado por Gide
hijo, en 1814. De tal manera creo procurar, en su versión integral y auténtica, toda la
primera parte de la obra. Esta parte corresponde, como ya tuve ocasión de indicarlo, a
la inspiración más fantástica del conjunto. Avadoro es más picaresco que
sobrenatural, y la Historia de Giulio Romati y de la princesa de Monte Salerno sólo
figura allí por un artificio de distribución, si no de compaginación. Este relato se
emparienta por el tema y la atmósfera al ciclo de las hermanas diabólicas, y estaba
perfectamente en su sitio en la versión primitiva de San Petersburgo, que después, por
necesidades de puro éxito, se repartió en dos obras presentadas como distintas. El
equívoco constantemente mantenido entre la princesa y su dama de honor, gracias al
cual nunca podemos saber si se trata de una o dos personas, las espléndidas criadas
que esta criatura, a la vez simple y doble, acoge en sus lechos simétricos, nos fuerzan
a ver en la aventura una variante de los episodios precedentes en que los principales
papeles estaban reservados a Emina y a Zebedea, primas del héroe. Llevado por el
mismo espíritu he creído que debía extraer de Avadoro la Historia del terrible
peregrino Hervás, incluye la Historia del comendador de Toralva y es el único relato
fantástico de Avadoro (junto con el de la princesa de Monte Salerno); por añadidura,
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las dos hermanas que acogen tan amablemente al héroe son avatares evidentes de los
mismos súcubos; también señalaremos que en esta ocasión se definen más
nítidamente las relaciones escabrosas de las dos muchachas, «más inspiradas por la
emulación que por los celos», de su madre «más sabia pero no menos apasionada» y
de un héroe colmado y condenado a la vez, a quien comparten en un mismo lecho
voluptuosidades concertadas. No hay ningún elemento sobrenatural en la Historia de
Leonor y de la duquesa de Ávila, por su asunto, sin embargo, pertenece sin lugar a
dudas a la serie precedente. Una mujer se inventa una hermana de la cual se disfraza
y con la cual casa a su pretendiente, de modo que éste la conoce bajo dos apariencias
entre las cuales se extravía su pasión. Hay aquí como un desquite inesperado de los
episodios habituales en que las dos hermanas son una y otra bien reales y tienen dos
cuerpos bien distintos. Esta vez, dos encarnaciones alternadas de una personalidad
única terminan por confundirse para la dicha de un amante dividido hasta entonces.
Me ha parecido que la serie de variantes en que Potocki ha multiplicado
obstinadamente una situación análoga habría quedado in completa si no hubiera
incluido esta última e inversa posibilidad. Además, por los disfraces que saca a
relucir, por lo «sobrenatural explicado» de que se vale, ofrece una fiel ilustración de
la atmósfera de Avadoro, donde, como ya dije, lo fantástico cede su lugar a lo
pintoresco y el espanto a la malicia.
El texto. Diré por último algunas palabras acerca del texto escogido. La
Advertencia no figura en la edición de San Petersburgo. Lo extraigo de la edición
parisiense de 1814. Para lo esencial, reproduzco el texto impreso en San Petersburgo
en 1804-1805. No he tenido en cuenta las correcciones manuscritas del ejemplar de la
Biblioteca Nacional, con excepción de aquellos errores manifiestos, tipográficos o de
otra índole. He señalado estos últimos con una nota al pie de página. He mantenido,
en lo esencial, la grafía de 1804, salvo haber modernizado la ortografía y la
puntuación cada vez que una simple enmienda automática bastaba para ello.
He conservado, desde luego, la distribución de los relatos entre las Jornadas como
aparece en la versión de 1804. Difiere ligeramente de la de 1814. En su casi totalidad,
el texto presentado puede considerarse auténtico y definitivo. Hay que exceptuar, por
desgracia, aquellas partes tomadas de las ediciones parisienses: son la Historia de
Rebeca y los relatos extraídos de Avadoro.
La Historia de Rebeca ocupa el final del tomo III de las Diez jornadas (págs. 72 a
122). Los relatos de Avadoro ocupan en la edición parisiense de 1813 las páginas
siguientes:
Historia del terrible peregrino Hervás (seguida de la del Comendador de Toralva):
tomo III, desde la página 207 hasta el fin; tomo IV, desde la página 3 hasta la página
120 (salvo algunas líneas en las páginas 69-70 que marcan un corte en el relato).
Historia de Leonor y de la duquesa de Ávila: tomo IV, desde la página 165 hasta el
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fin. El texto de 1813 se ha reproducido sin ninguna modificación, aunque su
autoridad no sea absoluta pues ha podido sufrir por parte del editor la misma clase de
retoques que sufrieron, al año siguiente, las Diez jornadas. No deja de ser por ello el
único texto actualmente disponible en el original francés. Me creo en el deber de
darlo a la espera de uno mejor, a los fines de presentar desde ahora una imagen más
completa de lo fantástico en Potocki. Habrá de perdonárseme, supongo, esta
anticipación: me parece que el interés de la obra la merece ampliamente.
Sólo me queda agradecer muy calurosamente al señor St. Wedkiewicz, director
del Centro Polaco de Investigaciones Científicas de París, que tuvo la gentileza de
escribir de mi parte al señor Lescek Kukulski, y al mismo señor Kukulski, que me ha
instruido muy amablemente acerca del presente estado de sus trabajos que se
proponen la reconstitución integral del texto original francés de Potocki.
También expreso mi muy viva gratitud a la señora Tatiana Beliaeva, encargada de
la Biblioteca de la Unesco en París, y al señor Barasenkov, director de la
Gosudarstvennaja Publicnaja Biblioteca imeni Saltukova-Scedrina de Leningrado.
Gracias a su comprensión he podido conocer el juego completo de los cuadernos
impresos en 1804-1805 en San Petersburgo. Sin ese texto la presente edición habría
resultado aproximativa hasta en la parte que hoy propone al público.
En 1814, las Diez jornadas, última publicación del autor que habría de morir al
año siguiente, terminaban con el anhelo de que el lector conociera las nuevas
aventuras del héroe. Hoy formulo el mismo deseo para la próxima y primera
publicación completa de una obra que ha permanecido, a causa de una rara conjura de
azares excepcionales, inédita en sus tres cuartas partes y casi totalmente desconocida
en la lengua en que fue escrita. Ya es hora de que esta obra, después de esperar un
siglo y medio, encuentre en la literatura francesa, así como en la literatura fantástica
europea, el lugar envidiable que le corresponde ocupar.
ROGER CAILLOIS.
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Ad calculum periculum bonum
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NOTA DEL TRADUCTOR
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ADVERTENCIA
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PRIMERA PARTE
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JORNADA PRIMERA
El conde de Olavídez no había establecido aún colonias de extranjeros en Sierra
Morena; esta elevada cadena que separa Andalucía de la Mancha no estaba entonces
habitada sino por contrabandistas, por bandidos, y por algunos gitanos que tenían
fama de comer a los viajeros que habían asesinado. De allí el refrán español: Devoran
a los hombres las gitanas de Sierra Morena. Y eso no es todo. Al viajero que se
aventuraba en aquella salvaje comarca también lo asaltaban, se decía, infinidad de
terrores muy capaces de helar la sangre en las venas del más esforzado. Oía voces
plañideras mezclarse al ruido de los torrentes y a los silbidos de la tempestad;
destellos engañadores lo extraviaban, manos invisibles lo empujaban hacia abismos
sin fondo.
A decir verdad, no faltaban algunas ventas o posadas dispersas en aquella ruta
desastrosa, pero los aparecidos, más diablos que los venteros mismos, los habían
forzado a cederles el lugar y a retirarse a comarcas donde no les fuera turbado el
reposo sino por los reproches de su conciencia, fantasmas estos con los cuales los
venteros suelen entrar en componendas; el del mesón de Andújar invocaba al apóstol
Santiago de Compostela para atestiguar la verdad de sus relatos maravillosos;
agregaba, por último, que los arqueros de la Santa Hermandad se habían negado a
responsabilizarse de ninguna expedición por Sierra Morena, y que los viajeros
tomaban la ruta de Jaén o la de Extremadura. Le respondí que esa opción podía
convenir a viajeros ordinarios, pero que habiéndome el rey, don Felipe Quinto,
concedido la gracia de honrarme con una comisión de capitán en las guardias
valonas, las leyes sagradas del honor me prescribían presentarme en Madrid por el
camino más corto, sin preguntarme si era el más peligroso.
—Mi joven señor —replicó el huésped—, vuestra merced me permitirá
observarle que si el rey lo ha honrado con una compañía en las guardias, y antes de
que a vuestra merced le apunte la barba en el mentón, honra que los años no le han
concedido todavía, será bueno que dé muestras de prudencia. Pues bien, yo digo que
cuando los demonios se apoderan de una comarca…
Hubiera dicho más, pero salí disparado y sólo me detuve cuando creí estar fuera
del alcance de sus advertencias; entonces, al volverme, aún lo vi gesticular y
mostrarme la ruta de Extremadura. López, mi escudero, y Mosquito, mi zagal, me
miraban con un aire lastimoso que quería decir más o menos lo mismo. No me di por
enterado y proseguí adelante, internándome en los matorrales donde después han
levantado una colonia llamada La Carlota.
En el lugar mismo donde hoy está la posta, había entonces un paraje que los
arrieros llamaban Los Alcornoques, o Encinas Verdes, porque dos hermosos árboles
de esta especie sombreaban un abundante manantial contenido por un abrevadero de
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mármol. Era la única fuente y la única umbría que se encontraba desde Andújar hasta
Venta Quemada. Este albergue grande, espacioso, construido en medio del desierto,
había sido un antiguo castillo de los moros que el marqués de Peña Quemada hizo
reparar, y de allí le venía el nombre de Venta Quemada. El marqués lo había
alquilado a un vecino de Murcia, que estableció en él la posada más considerable que
hubiera en la ruta. Los viajeros partían, pues, por la mañana de Andújar, comían en
Los Alcornoques las provisiones que trajeran consigo, y pasaban la noche en Venta
Quemada; a menudo se quedaban durante el día siguiente, preparándose allí a pasar
las montañas y haciendo nuevas provisiones; tal era, asimismo, el plan de mi viaje.
Pero como nos acercáramos a Encinas Verdes, y yo le dijera a López que allí
había resuelto apearnos para nuestra frugal comida, advertí que Mosquito no estaba
con nosotros, ni tampoco la mula cargada con las provisiones. López dijo que el
muchacho se había quedado a la zaga, arreglando las albardas de su caballería. Lo
esperamos, luego seguimos adelante, luego nos detuvimos para esperarlo aún, luego
dimos voces, luego volvimos sobre nuestros pasos para buscarlo. Vanamente.
Mosquito había desaparecido llevándose con él nuestras más caras esperanzas, es
decir nuestra comida. Yo era el único en ayunas, porque López no había dejado de
roer un queso del Toboso, del cual tuvo la precaución de muñirse, pero no por ello
estaba más alegre y refunfuñaba entre dientes que «bien lo dijo el mesonero de
Andújar y que con toda seguridad los demonios habían arrebatado al infeliz
Mosquito».
Cuando llegamos a Los Alcornoques encontré sobre el abrevadero una canasta
cubierta de hojas de viña; parecía haber estado llena de frutas y haber sido olvidada
por algún viajero. La hurgué con ansiedad y tuve el placer de hallar en ella cuatro
hermosos higos y una naranja. Le ofrecí dos higos a López, pero los rechazó diciendo
que podía aguardar hasta la noche; comí pues todas las frutas, después de lo cual
quise apagar mi sed en el manantial vecino. López me lo impidió, alegando que el
agua me caería mal después de la fruta, y que tenía para ofrecerme un resto de vino
de Alicante. Acepté su ofrecimiento, pero apenas llegó el vino a mi estómago sentí
que se me apretaba el corazón. Cielo y tierra giraron sobre mi cabeza y me habría
desmayado qué duda cabe, si López no se hubiera dado prisa en socorrerme; me hizo
volver del desfallecimiento y me dijo que no debía preocuparme: era motivado por el
cansancio y la inanición. En efecto, no sólo me sentí restablecido, sino también en un
estado de impetuosidad y agitación extraordinarias. La campiña me pareció esmaltada
de los colores más vivos; los objetos resplandecían ante mis ojos como los astros en
las noches de verano, y me latían las arterias en las sienes y López, al ver que mi
molestia no había tenido consecuencias, no pudo menos que comenzar de nuevo con
sus quejas:
—¡Ay!, por qué no habré hecho caso a Fray Jerónimo de la Trinidad, monje,
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predicador, confesor y oráculo de nuestra familia. Es cuñado del yerno de la cuñada
del suegro de mi suegra, y siendo de tal modo el pariente más cercano que tenemos,
nada se hace en nuestra casa sin consultarlo. No he querido seguir sus consejos y
estoy por ello justamente castigado. Bien me dijo que los oficiales en las guardias
valonas eran heréticos, que se los reconocía fácilmente por sus cabellos rubios, sus
ojos azules y sus mejillas bermejas, contrariamente a los viejos cristianos que tienen
la color de Nuestra Señora de Atocha, pintada por San Lucas.
Detuve ese torrente de impertinencias ordenándole que me diera mi fusil y
cuidara de los caballos, mientras yo subía a algún peñasco de los alrededores para
intentar descubrir a Mosquito, o a lo menos sus huellas. Ante mi proposición, López
se deshizo en lágrimas y, echándose a mis pies, me conjuró en nombre de todos los
santos a que no lo dejara solo en lugar tan peligroso. Le ofrecí permanecer junto a los
caballos, mientras él buscaba al muchacho, pero esta sugerencia le pareció más
aterradora aún. Entonces le hice razonamientos tan sensatos para ir en pos de
Mosquito que me dejó partir. Después sacó un rosario del bolsillo y se puso a rezar
junto al abrevadero.
Las cumbres que pensaba alcanzar estaban más lejos de lo que me parecieron;
demoré casi una hora en subir a ellas y, cuando llegué, no vi más que la llanura
desierta y salvaje: ni el menor rastro de hombres, de animales o de casas, ninguna
ruta fuera del gran camino que habíamos seguido, y nadie que pasara por él. Por
todos lados me rodeaba un gran silencio. Lo interrumpí con mis gritos, que los ecos
repitieron a lo lejos. Por último retomé el camino del abrevadero, y allí encontré mi
caballo atado a un árbol, pero López… López había desaparecido.
Me quedaba la siguiente alternativa: volver a Andújar, o continuar mi viaje. Lo
primero no se me pasó por la cabeza. Subí al caballo, le di de espuelas y al cabo de
dos horas, galopando a toda prisa, llegué a las orillas del Guadalquivir, que no es allí
el río tranquilo y soberbio cuyo majestuoso curso rodea los muros de Sevilla. Al salir
de las montañas, el Guadalquivir es un torrente sin riberas ni fondo, siempre
bramando contra los peñascos que contienen sus esfuerzos.
El valle de Los Hermanos comienza donde el Guadalquivir se derrama sobre la
llanura; lo llamaban así porque tres hermanos, unidos, más que por los lazos de
sangre, por la afición al bandolerismo; hicieron del lugar, durante muchos años, el
teatro de sus hazañas. De los tres hermanos, dos cayeron en poder de las autoridades,
y sus cuerpos se veían colgados de una horca a la entrada del valle, pero el mayor,
llamado Soto, logró escapar de las prisiones de Córdoba y se refugió, según decían,
en la cadena de Las Alpujarras.
Cosas muy extrañas contaban de los dos hermanos que fueron colgados; no se
hablaba de ellos como de aparecidos, pero se pretendía que sus cuerpos, animados
por vaya a saberse qué demonios, abandonaban la horca durante la noche para
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angustiar a los vivos. De tal modo se dio el hecho por cierto que un teólogo de
Salamanca probó en una disertación que los dos ahorcados, a cada cual más
extraordinario, eran vampiros de una rara especie, cosa que los más incrédulos no
vacilaban en afirmar. También corría el rumor de que los dos hombres eran inocentes
y que habiendo sido injustamente condenados se vengaban de ello, con el permiso del
cielo, en los viajeros y otros viandantes. Como de esa historia me hablaron a menudo
en Córdoba, tuve la curiosidad de acercarme a la horca. El espectáculo era tanto más
repulsivo cuanto que los horribles cadáveres, agitados por el viento, se balanceaban
de manera fantástica, mientras buitres atroces los tironeaban para arrancarles jirones
de carne; apartando los ojos con espanto, me hundí en el camino de las montañas.
Hay que convenir en que el valle de Los Hermanos parecía muy apropiado para
favorecer las empresas de los bandidos y servirles de refugio. Rocas desprendidas de
lo alto de los montes, árboles derribados por la tormenta, interceptaban el camino, y
en muchos lugares era menester atravesar el lecho del torrente, o pasar delante de
cavernas profundas cuyo aspecto malhadado inspiraba desconfianza.
Al salir de este valle y entrar en otro, descubrí desde lejos la venta que debía
albergarme, y no auguré de ella nada bueno. Observé que no tenía ventanas ni
celosías; no humeaban las chimeneas; no había gente en los alrededores, y los
aullidos de los perros no anunciaban mi llegada. Deduje que sería una de aquellas
ventas abandonadas por sus dueños, como había dicho el mesonero de Andújar.
Cuanto más me acercaba, más profundo me parecía el silencio. En la puerta de la
venta, vi un cepillo para echar limosnas, acompañado por la siguiente inscripción:
«Señores viajeros, sed caritativos y rogad por el alma de González de Murcia, que
en otros tiempos fue mesonero de Venta Quemada. Después seguid vuestro camino y
en ningún instante, bajo ningún pretexto, se os ocurra pasar aquí la noche».
Inmediatamente resolví desafiar los peligros con los cuales me amenazaba la
inscripción. No tenía el convencimiento de que en la venta no hubiera aparecidos,
pero desde niño me enseñaron, como se verá más adelante, a poner el honor por
encima de todo, y lo hacía consistir en no dar jamás señales de miedo.
Como el sol se ponía, quise aprovechar la luz menguante para recorrer de punta a
punta la morada. Más que luchar con las potencias infernales que se habían
posesionado de ella, esperaba encontrar algunas viandas, pues las frutas de Los
Alcornoques habían podido suspender, pero no satisfacer, mi necesidad imperiosa de
comida. Atravesé muchos aposentos y salas. La mayoría estaban revestidos de
mosaicos hasta la altura de un hombre, y en los techos había esos bellos artesones en
los cuales resplandece la magnificencia de los moros. Visité las cocinas, los graneros,
los sótanos; estos últimos estaban cavados en la roca, y algunos comunicaban con
rutas subterráneas que parecían penetrar muy adentro en la montaña; pero no
encontré de comer en ninguna parte. Por último, como era ya de noche, busqué mi
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caballo, atado en el patio, lo llevé a un establo donde había visto un poco de heno, y
fui a un aposento a tenderme en un jergón, el único que hubieran dejado en todo el
albergue. También hubiese querido una candela, pero el hambre que me atormentaba
tenía su lado bueno, pues me impedía dormir. Sin embargo, mientras más oscura se
hacía la noche, más sombrías eran mis reflexiones. Ya pensaba en la desaparición de
mis dos servidores, ya en los medios de procurarme comida. Quizá los bandidos,
irrumpiendo de algún matorral o de alguna trampa subterránea, habían atacado
sucesivamente a López y a Mosquito cuando estaban solos, e hicieron una excepción
conmigo en razón de mis armas, que no les prometían una victoria tan fácil. Más que
todo me preocupaba el hambre, pero había visto en la montaña algunas cabras; debía
de guardarlas algún pastor, y a éste no le faltaría un poco de pan para comer con la
leche. Por añadidura, yo contaba con mi fusil. Sea como fuere, estaba resuelto a todo
menos a volver sobre mis pasos y a exponerme a los sarcasmos del mesonero de
Andújar. Antes bien, había decidido firmemente continuar mi ruta. Agotadas estas
reflexiones, no podía menos de rumiar viejas historias de monederos falsos y otras de
la misma especie con las que habían acunado mi infancia. Pensaba también en la
inscripción sobre el cepillo de las limosnas. Aunque no creía que el demonio hubiese
estrangulado al mesonero, nada comprendía de su trágico fin. Pasaban las horas en un
silencio profundo cuando el son inesperado de una campana me estremeció de
sorpresa. Tocó doce veces, y es fama que los aparecidos no tienen poder sino después
de medianoche hasta el primer canto del gallo. Digo que me sorprendí, y no me
faltaban motivos para ello, pues la campana no había dado las otras horas; me pareció
lúgubre su tañido. Un instante después se abrió la puerta del aposento, y vi entrar a
una persona completamente oscura pero en modo alguno pavorosa, pues era una
hermosa negra, semidesnuda, que llevaba una antorcha en cada mano.
La negra se llegó a mí, hizo una profunda reverencia y me dijo en un muy buen
español:
—Señor caballero, unas damas extranjeras que pasan la noche en este albergue os
ruegan compartir su cena. Tened la bondad de seguirme.
Seguí a la negra de corredor en corredor hasta una sala bien iluminada en medio
de la cual había una mesa con tres cubiertos, vajilla de porcelana japonesa y jarras de
cristal de roca. En el fondo de la sala pude ver un lecho magnífico. Muchas negras
parecían atareadas en servir, pero se alinearon con respeto no bien entraron dos
damas cuya tez de azucenas y rosas contrastaba perfectamente con el ébano de sus
criadas. Las dos damas, tomadas de la mano, vestían de una manera extravagante, o
que a lo menos me pareció tal, pero que es frecuente en muchos pueblos de Berbería,
como después lo he comprobado durante mis viajes. Su vestido no consistía sino en
una camisa y un justillo. La camisa era de tela hasta la cintura, y más abajo de una
gasa de Mequínez, especie de género que sería del todo transparente si anchas cintas
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de seda, mezcladas a la trama del tejido, no lo hicieran apto para velar en, cantos que
ganan en adivinarse. El justillo, ricamente bordado de perlas y guarnecido de broches
de diamantes, les cubría escasamente los senos; no tenía mangas; las de la camisa,
también de gasa, estaban recogidas y anudadas detrás del cuello. Brazaletes
adornaban sus brazos desnudos, tanto en las muñecas como encima de los codos.
Aunque las damas fueran diablesas, sus pies no estaban hendidos ni provistos de
garras; desnudos, en pequeñas babuchas bordadas, llevaban en el tobillo una ajorca
de gruesos brillantes.
Las desconocidas avanzaron hacia mí con semblante despejado y afable. Eran dos
bellezas perfectas; una de ellas, alta, esbelta, deslumbrante; la otra, enternecedora y
tímida; una, majestuosa, con un busto de nobles proporciones y una cara de facciones
admirables; la otra, menuda, con los labios un poco prominentes y los ojos
entrecerrados por los cuales asomaba el brillo de sus pupilas ocultas bajo larguísimas
pestañas. La mayor me dirigió la palabra en castellano y me dijo:
—Señor caballero, os agradecemos la bondad que habéis tenido de aceptar esta
modesta colación. Creo que debéis necesitarla.
Dijo esta última frase con expresión tan maliciosa que la sospeché muy capaz de
haber hecho robar la mula cargada con nuestras provisiones, pero tan bien las
reemplazaba que no pude guardarle rencor.
Nos sentamos a la mesa, y la misma dama, alcanzándome una fuente de porcelana
del Japón, me dijo:
—Señor caballero, encontraréis aquí una olla podrida donde se mezclan toda
clase de carnes, exceptuando una sola, porque somos fieles, quiero decir musulmanas.
—Bella desconocida —le respondí—, me parece que bien lo habéis dicho. Sois
fieles, sin duda, y vuestra religión es el amor. Pero dignaos satisfacer mi curiosidad
antes que mi apetito: decidme quiénes sois.
—No dejéis de comer por ello, señor caballero —replicó la bella morisca—. No
guardaremos con vos el incógnito. Me llamo Emina, y ésta es mi hermana Zebedea.
Aunque establecidas en Túnez, nuestra familia es oriunda de Granada, y algunos de
nuestros parientes viven en España, donde profesan en secreto la ley de sus padres.
Hace ocho días abandonamos Túnez; desembarcamos cerca de Málaga en una playa
desierta; después hemos pasado por las montañas, entre Soja y Antequera; después
hemos venido a este lugar solitario para cambiarnos de ropa y tomar todas las
medidas necesarias para vivir seguras. Podéis ver, señor caballero, que nuestro viaje
es un secreto importante que confiamos a vuestra lealtad.
Aseguré a las bellas que no debían temer de mi parte ninguna indiscreción y me
puse a comer con un poco de voracidad, sin duda, pero también con esa graciosa
cortedad que un joven demuestra necesariamente cuando es el único de su sexo en
una sociedad de mujeres.
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Se apaciguó mi hambre y comencé lo que en España llaman los dulces; Emina lo
advirtió, y entonces ordenó a las negras que me mostraran cómo se baila en sus
comarcas. Ninguna orden pudo serles más agradable, y obedecieron con una
vivacidad que rayaba en la licencia. Hasta creo que hubiese sido difícil que
terminaran de bailar, pero yo les pregunté a sus hermosas señoras si ellas también
solían hacerlo. Por toda respuesta se pusieron de pie y pidieron castañuelas. ¿Cómo
dar una idea de su danza? Hacía pensar en el bolero de Murcia y en el fandango de
los Algarbes, y quienes han estado en aquellas provincias podrán imaginarla, pero
nunca podrán imaginar el encanto que añadían a sus pasos las gracias naturales de las
dos africanas, realzadas por sus diáfanas vestiduras. Durante algún tiempo las
contemplé guardando una especie de sangre fría, pero sus movimientos acelerados
por una cadencia más viva, el ruido perturbador de la música morisca, mi vitalidad
exaltada por la súbita comida, en mí, fuera de mí, todo se concertaba para hacerme
perder la razón. No sabía ya si estaba con dos mujeres o con dos súcubos insidiosos.
No me atrevía a ver, no quería mirar. Me cubrí los ojos con la mano y me sentí
desfallecer.
Las dos hermanas se me acercaron y cada una me tomó una mano. Emina me
preguntó si me sentía mal. La tranquilicé. Zebedea me preguntó por un relicario que
llevaba yo colgado del pecho. ¿Guardaba en él el retrato de mi amada?
—Es —le respondí— una alhaja que me dio mi madre y que le prometí llevar
siempre conmigo; contiene un trozo de la verdadera cruz.
Zebedea retrocedió, palideciendo.
—Os turbáis —le dije—; sin embargo, la cruz sólo puede espantar al espíritu de
las tinieblas.
Emina respondió por su hermana.
—Señor caballero —me dijo—, sabéis que somos musulmanas, y no debería
sorprenderos la tristeza que mi hermana os ha demostrado. Yo la comparto.
Lamentamos encontrar un cristiano en vos, que sois nuestro pariente más próximo.
Mis palabras os asombran, pero ¿no era vuestra madre una Gomélez? Somos de la
misma familia, que no es más que una rama de la de los Abencerrajes; pero
sentémonos en este sofá y os diré otras cosas aún.
Las negras se retiraron. Emina me ofreció un extremo del sofá y se puso a mi
lado, sentándose sobre las piernas cruzadas. Zebedea, sentándose del otro lado, se
apoyó sobre mi almohadón, y los tres estábamos tan cerca que nuestros alientos se
mezclaban. Emina pareció reflexionar; después, mirándome con el más vivo interés,
me tomó la mano y me dijo:
—Querido Alfonso, es inútil ocultarlo: no fue el azar quien nos trajo aquí. Os
esperábamos; si el temor os hubiera hecho tomar otro camino, habríais perdido para
siempre nuestra estima.
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—Me halagáis, Emina —le respondí—, y no sé en qué podría interesaros mi
valor.
—Nos interesáis mucho —replicó la bella mora—, pero quizá os halagaría menos
saber que por poco sois el primer hombre que hemos visto. Lo que digo os asombra,
y parecéis ponerlo en duda. Os había prometido contaros la historia de nuestros
antepasados, pero quizá sea mejor que comience por la nuestra.
—Somos hijas de Gasir Gomélez, tío materno del rey de Túnez que se halla
actualmente en el poder. No hemos tenido hermanos, ni hemos conocido a nuestro
padre, de modo que, encerradas entre las paredes del serrallo, ignorábamos por
completo al otro sexo. Sin embargo, como ambas nacimos con una extrema
propensión a la ternura, nos amamos una a la otra con gran pasión. Llorábamos desde
que querían separarnos, aunque fuese por pocos instantes. Si reprendían a una, la otra
se deshacía en lágrimas. Pasábamos los días jugando a la misma mesa, y dormíamos
en la misma cama. Un sentimiento tan vivo parecía crecer con nosotras, y adquirió
nuevas fuerzas por una circunstancia que paso a contar. Yo tenía entonces dieciséis
años, y mi hermana catorce. Desde hacía mucho habíamos observado algunos libros
que mi madre nos escondía cuidadosamente. Al principio no les prestamos atención,
harto aburridas de los libros en que nos enseñaban a leer. Pero la curiosidad nos vino
con la edad. Aprovechamos el instante en que el armario prohibido estaba abierto, y
sacamos a toda prisa un librito que resultó ser Los amores de Medgenún y de Leila,
traducido del persa por Ben-Omrí. Esta obra divina, que pinta ardorosamente todas
las delicias del amor, inflamó nuestros sentidos. No podíamos comprenderla bien,
porque no habíamos visto a personas de vuestro sexo, pero repetíamos sus
expresiones. Hablábamos el lenguaje de los amantes; por último, quisimos amarnos a
su manera. Yo adopté el papel de Medgenún, mi hermana el de Leila. Ante todo, le
declaré mi pasión mediante el arreglo de algunas flores, suerte de clave misteriosa
muy en uso en toda Asia. Después hice hablar a mis miradas, me prosterné ante ella,
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besé la huella de sus pasos, conjuré a los céfiros para que le llevaran mis tiernas
quejas, y con el fuego de mis suspiros creí encender su aliento. Zebedea, fiel a las
lecciones de su autor, me concedió una cita. Me arrodillé, besé sus manos, bañé sus
pies con mis lágrimas; mi amada me opuso al principio una suave resistencia,
después me permitió que le robara algunos favores; al final, terminó por abandonarse
a mi ardiente impaciencia. Nuestras almas, en verdad, parecían confundirse en una
sola, y todavía ignoro lo que podría hacernos más dichosas de lo que lo éramos
entonces.
No sé por cuánto tiempo nos divertimos en representar esas apasionadas escenas,
pero al fin las reemplazamos por sentimientos más apacibles. Nos aficionamos al
estudio de la ciencia, sobre todo al conocimiento de las plantas, que estudiamos en
los escritos del célebre Averroes.
Mi madre, según la cual nada era bastante para armarse contra el tedio de los
serrallos, miró nuestras ocupaciones con placer. Hizo venir de la Meca a una santa
llamada Hazereta, o la santa por antonomasia. Hazereta nos enseñó la ley del profeta;
nos daba sus lecciones en ese lenguaje tan puro y armonioso que se habla en la tribu
de los Koreisch. No nos cansábamos de escucharla, y sabíamos de memoria casi todo
el Corán. Después mi madre nos instruyó ella misma en la historia de nuestra casa y
puso en nuestras manos un gran número de memorias, algunas en árabe, otras en
español. ¡Ah, querido Alfonso, hasta qué punto vuestra ley nos pareció odiosa! ¡Hasta
qué punto odiamos a vuestros tenaces sacerdotes! Por el contrario, ¡cuánto interés
prestamos a tantos ilustres infortunados, cuya sangre corría por nuestras venas!
Ya nos inflamábamos por Said Gomélez, que padeció martirio en las prisiones de
la Inquisición, ya por su sobrino Leis, que llevó durante mucho tiempo en las
montañas una vida salvaje y poco diferente de la que llevan los animales feroces.
Caracteres semejantes nos hicieron amar a los hombres; hubiésemos querido verlos, y
a menudo subíamos a nuestra terraza para divisar a las gentes que se embarcaban en
el lago de la goleta, o a aquellos que iban a los baños de Hamán. Si bien no habíamos
olvidado del todo las lecciones del amoroso Medgenún, al menos ya no las
repetíamos juntas. Hasta llegó a parecerme que mi ternura por mi hermana no tenía el
carácter de una pasión, pero un nuevo incidente me probó lo contrario.
Un día mi madre condujo a casa a una princesa de Tafilete, mujer de cierta edad;
la recibimos con gran cortesía. Cuando se fue, mi madre me dijo que había pedido mi
mano para su hijo, y que mi hermana casaría con un Gomélez. Esta noticia cayó sobre
nosotras como el rayo; al principio nos turbó hasta hacernos perder el uso de la
palabra. Después, la desdicha de vivir la una sin la otra adquirió tal fuerza a nuestros
ojos que nos abandonamos a la más atroz desesperación. Nos mesamos los cabellos,
llenamos el serrallo con nuestros gritos. En fin, las demostraciones de nuestro dolor
llegaron a la extravagancia. Mi madre, asustada, prometió no contrariar nuestras
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inclinaciones; nos aseguró que nos permitiría quedar solteras, o casarnos con el
mismo hombre. Sus promesas nos calmaron un poco.
Algún tiempo después vino a decirnos que había hablado al jefe de nuestra
familia, y que éste había permitido que tuviésemos el mismo marido, a condición de
que fuese de la sangre de los Gomélez.
Al principio no respondimos, pero la idea de compartir un marido nos placía cada
vez más. Nunca habíamos visto a un hombre, ni joven ni viejo, sino de lejos, pero así
como las mujeres jóvenes nos parecían más agradables que las viejas, queríamos que
nuestro esposo fuera joven. Esperábamos también que nos explicara algunos pasajes
del libro de Ben-Omrí, cuyo sentido no habíamos comprendido bien.
Al llegar aquí, Zebedea interrumpió a su hermana y, estrechándome en sus brazos,
me dijo:
—Querido Alfonso, ¡lástima que no seáis musulmán! Cuál no sería mi felicidad si
al veros en los brazos de Emina pudiera aumentar vuestras delicias, unirme a vuestros
transportes, pues en fin, querido Alfonso, en nuestra casa, como en la del profeta, el
hijo de una hija tiene los mismos derechos que la rama masculina. Quizá sólo
dependiera de vos ser el jefe de nuestra casa, que está próxima a extinguirse. Para ello
sólo os bastará abrir vuestros ojos a las santas verdades de nuestra ley. A tal punto sus
palabras me parecieron una insinuación de Satán, que me figuré ver cuernos
asomando en la bonita frente de Zebedea. Balbuceé algunas frases sobre la religión.
Las dos hermanas retrocedieron un poco. Emina, tomando un continente más severo,
continuó en estos términos:
—Señor Alfonso, os he hablado demasiado de mi hermana y de mí. Tal no era mi
intención. Me he sentado a vuestro lado para contaros la historia de los Gomélez, de
quienes descendéis por las mujeres. He aquí lo que tenía que deciros.
—El primer autor de nuestra raza fue Masú ben Taher, hermano de Yusuf ben-
Taher, que entró en España a la cabeza de los árabes y dio su nombre a la montaña de
GebalTaher, que vosotros pronunciáis Gibraltar. Masú, que mucho había contribuido
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al éxito de los árabes, obtuvo del califa de Bagdad el gobierno de Granada, donde
permaneció hasta la muerte de su hermano. Habríase quedado más tiempo aún,
porque era igualmente querido por los musulmanes y por los mozárabes, como
llamáis vosotros a los cristianos que han permanecido bajo la dominación de los
árabes, pero sus enemigos de Bag dad lo malquistaron con el califa. Cuando supo que
se había resuelto su pérdida, tomó el partido de alejarse. Reunió pues a los suyos y se
retiró a Las Alpujarras, que son, como sabéis, una continuación de las montañas de
Sierra Morena, y esta cadena separa al reino de Granada del de Valencia.
Los visigodos, a los cuales conquistamos España, no habían penetrado en Las
Alpujarras. Casi todos sus valles estaban desiertos. En sólo tres de ellos habitaban los
descendientes de un antiguo pueblo español. Se los llamaba los turdules: no
reconocían ni a Mahoma, ni a vuestro profeta nazareno; sus opiniones religiosas y sus
leyes estaban contenidas en canciones que se enseñaban de padres a hijos; tuvieron
leyes que se habían perdido.
Más que por la fuerza, Masú sometió a los turdules por la persuasión: aprendió su
lengua y les enseñó la ley musulmana. Sucesivos matrimonios confundieron la sangre
de ambos pueblos: a esa mezcla y al aire de las montañas debemos nuestra tez
sonrosada, que distingue a los hijos de los Gomélez. Entre los moros suelen verse
mujeres muy blancas, pero son siempre pálidas.
Masú tomó el título de jeque e hizo construir un gran castillo que llamó Casar
Gomélez. Antes juez que soberano de su tribu, era accesible en todo momento y hacía
de ello su deber, pero el último viernes de cada luna se despedía de su familia, se
encerraba en un subterráneo del castillo y permanecía en él hasta el viernes siguiente.
Sus desapariciones dieron motivo a diferentes conjeturas: algunos decían que nuestro
jeque celebraba entrevistas con el duodécimo Imán, que debe aparecer sobre la faz de
la tierra al final de los siglos. Otros creían que el Anticristo estaba encadenado en
nuestro subterráneo. Otros pensaban que los siete durmientes reposaban allí con su
perro Caleb. Masú no hizo caso de esos rumores; continuó gobernando su pequeño
pueblo en tanto sus fuerzas se lo permitieron. Por último, eligió al hombre más
prudente de la tribu, lo nombró su sucesor, le dio la llave del subterráneo y se retiró a
una ermita, en la que continuó viviendo muchos años aún.
El nuevo jeque gobernó como lo había hecho su predecesor y como él
desapareció todos los últimos viernes de cada luna. Todo subsistía como entonces
hasta que Córdoba tuvo sus califas particulares, independientes de los de Bagdad. Fue
cuando los montañeses de Las Alpujarras, que habían tomado parte en esta
revolución, empezaron a establecerse en las llanuras, donde se los conoció con el
nombre de Abencerrajes, en tanto que conservaron el nombre de Gomélez aquellos
que permanecieron unidos al jeque de Casar Gomélez.
Sin embargo, los Abencerrajes compraron las más hermosas tierras del reino de
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Granada y las más hermosas casas de la ciudad. Su lujo llamó la atención de la gente
y se supuso que el subterráneo del jeque encerraba un tesoro inmenso, pero nada
podía saberse a punto fijo porque los mismos Abencerrajes ignoraban la fuente de sus
riquezas. Por último, esos hermosos reinos, como atrajeran sobre ellos las venganzas
celestes, fueron librados a los infieles. Se tomó Granada, y ocho días después, a la
cabeza de tres mil hombres, llegó a Las Alpujarras el célebre Gonzálvez de Córdoba.
Hatén Gomélez era entonces nuestro jeque; se adelantó a Gonzálvez y le ofreció las
llaves del castillo; el español le pidió las del subterráneo. También nuestro jeque se
las dio sin oponer dificultades. Gonzálvez quiso bajar él mismo, y sólo encontró una
tumba y libros. Entonces hizo burla de todas las historias que le habían á contado y se
apresuró en volver a Valladolid, donde lo aguardaban el amor y la galantería.
Después la paz reinó en nuestras montañas hasta que Carlos subió al trono. Por
entonces nuestro jeque era Sefí Gomélez. Este hombre, por motivos que nunca se
conocieron bien, hizo saber al nuevo emperador que le revelaría un secreto
importante si quería enviar a Las Alpujarras a algún señor que le mereciera
confianza. No pasaron quince días antes que don Ruiz de Toledo se presentara a los
Gomélez de parte de su majestad, pero se encontró con que el jeque había sido
asesinado la víspera de su llegada. Don Ruiz persiguió a algunos individuos, se cansó
bien pronto de ello y volvió a la corte. Entretanto, los secretos de los jeques habían
quedado en poder del asesino de Sefí. Este hombre, que se llamaba Bilaj Gomélez,
reunió a los ancianos de la tribu y les demostró la necesidad de tomar nuevas
precauciones para guardar un secreto de tanta importancia. Se decidió instruir a
varios miembros de la familia de los Gomélez, pero cada uno de ellos sólo sería
iniciado en una parte del misterio, y sólo después de haber dado tantas pruebas de
valor, prudencia y fidelidad.
Aquí Zebedea interrumpió a su hermana:
—Querida Emina, ¿no creéis que Alfonso hubiera resistido a todas las pruebas?
¡Ah, quién podría dudarlo! Querido Alfonso, ¡lástima que no seáis musulmán! Quizá
inmensos tesoros estarían en vuestro poder.
También sus palabras me hicieron pensar en el espíritu de las tinieblas que, no
habiendo podido inducirme en tentación por la voluptuosidad, trataba de hacerme
sucumbir por la codicia. Pero las dos hermanas se llegaron a mí, y me pareció que
tocaba cuerpos, y no espíritus. Después de algunos momentos de silencio, Emina
volvió a tomar el hilo de su historia.
—Querido Alfonso —me dijo—, harto conocéis las persecuciones que hemos
sobrellevado bajo el reino de Felipe, hijo de Carlos. Robaban a los niños y los hacían
educar bajo la ley cristiana. A ellos se les daba los bienes de sus padres que habían
continuado fieles. Fue entonces cuando un Gomélez fue recibido en el Teket de los
derviches de santo Domingo y obtuvo el cargo de gran Inquisidor. Oímos el canto del
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gallo, y Emina dejó de hablar. Un hombre supersticioso habría esperado que las dos
bellas desaparecieran por el hueco de la chimenea. No, continuaron a mi lado, pero
parecieron soñadoras y preocupadas.
Emina fue la primera en romper el silencio.
—Amable Alfonso —me dijo—, va a despuntar el día, y las horas que tenemos
para pasarlas juntas son demasiado preciosas. No vale la pena emplearlas en contar
historias. No podemos ser vuestras esposas, a menos que abracéis nuestra ley. Pero si
os fuera permitido vernos en sueños, ¿consentiríais en ello?
A todo consentí.
—No es bastante —replicó Emina con aire de gran dignidad—, no es bastante,
querido Alfonso; aún es menester que os comprometáis por las leyes sagradas del
honor a no traicionar jamás nuestros nombres, nuestra existencia y todo lo que sabéis
de nosotras.
¿Osaréis comprometeros a ello solemnemente?
Prometí todo lo que quisieron.
—Es bastante —dijo Emina—; hermana mía, traed la copa consagrada por Masú,
nuestro primer jeque.
Mientras Zebedea fue a buscar el vaso encantado, Emina se prosternó y recitó
plegarias en lengua árabe. Reapareció Zebedea, con una copa que me pareció tallada
en una sola esmeralda, y mojó en ella los' labios. Emina hizo otro tanto y me ordenó
beber, de un solo trago, el resto del licor.
Obedecí.
Emina me dio las gracias por mi docilidad y me besó con gran ternura. Después
Zebedea apretó su boca contra la mía y pareció no poder despegarla. Por último,
ambas me abandonaron diciéndome que las volvería a ver y que me aconsejaban que
me durmiera lo antes posible.
Tantos aconteceres extravagantes, tantos relatos maravillosos y sentimientos
insospechados hubieran debido, qué duda cabe, hacerme reflexionar toda la noche,
pero debo convenir en que los sueños que me habían prometido me interesaron
mucho más. Me apresuré a desnudarme y meterme en el lecho, que habían preparado
para mí. Una vez acostado, observé con placer que mi lecho era muy ancho, y que los
sueños no requieren tanto espacio. Pero no bien hice esta reflexión una necesidad
irresistible de dormir pesó sobre mis párpados y todas las mentiras de la noche se
apoderaron inmediatamente de mis sentidos extraviados por fantásticas ilusiones; mi
pensamiento, arrastrado por las alas del deseo, me transportaba a mi pesar a los
serrallos de África y se apoderaba de los encantos encerrados entre sus muros para
componer con ellos mis quiméricos goces. Me sentía soñar y tenía, sin embargo,
conciencia de no estrechar sombras. Me perdía en la vaguedad de las más locas
ilusiones pero me encontraba siempre junto a mis primas. Me adormecía sobre el
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seno de las bellas, me despertaba entre sus brazos. Ignoro cuántas veces creí pasar
por tan dulces alternativas.
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JORNADA SEGUNDA
Por fin me desperté de verdad. El sol quemaba mis párpados: los alcé con trabajo.
Vi el cielo. Vi que estaba al aire libre. Pero el sueño pesaba aún sobre mis ojos. No
dormía ya, pero todavía no estaba despierto. Imágenes de suplicios se sucedían las
unas a las otras. Quedé espantado. Haciendo un esfuerzo logré incorporarme.
¿Cómo encontrar palabras para expresar el horror que se apoderó de mí? Estaba
acostado bajo la horca de Los Hermanos, y los cadáveres de los dos hermanos de
Soto no colgaban de la horca, sino que yacían a mi lado. Al parecer, había pasado la
noche con ellos. Descansaba sobre pedazos de cuerdas, trozos de hierro, restos de
esqueletos humanos, y sobre los espantosos andrajos que la podredumbre había
separado de ellos. Creí no estar del todo despierto y debatirme en una pesadilla. Volví
a cerrar los ojos y traté de recordar dónde había pasado la víspera… Entonces sentí
unas garras hundiéndose en mis flancos. Un buitre, posado sobre mí, estaba
devorando a uno de mis compañeros de lecho. El dolor que me causó la impresión de
sus uñas terminó de despertarme. Pude ver las ropas que me había quitado y me
apresuré a vestirme. Después quise salir del recinto del cadalso pero encontré la
puerta clavada y en vano traté de romperla. Tuve pues que trepar por esas tristes
murallas. Lo conseguí. Apoyándome en una de las columnas del patíbulo, observé la
comarca que me rodeaba. Me orienté fácilmente. Estaba a la entrada del valle de Los
Hermanos y no lejos de las orillas del Guadalquivir.
Como continuara observando vi cerca del río a dos viajeros; uno preparaba el
almuerzo y el otro tenía de las riendas a los caballos. Ver seres humanos me causó tal
alborozo que no pude menos de gritarles: «¡Hola, hola!». Los viajeros, al observar las
señales que les hacía desde lo alto del cadalso, parecieron por un instante indecisos,
pero después montaron de golpe a sus caballos y tomaron a todo galope el camino de
Los Alcornoques. En vano les grité que se detuvieran; mientras más gritaba, más
espoleaban sus cabalgaduras. Cuando los hube perdido de vista, pensé en dejar mi
puesto. Salté a tierra y me lastimé un pie.
Llegué cojeando a las orillas del Guadalquivir, donde encontré el almuerzo que
los dos viajeros habían abandonado; nada podía ser más oportuno, pues me sentía
extenuado. No faltaba el chocolate ardiente aún, el esponjado empapado en vino de
Alicante, el pan y los huevos. Empecé por reparar mis fuerzas, después de lo cual me
puse a reflexionar sobre lo que me había sucedido durante la noche. Conservaba de
todo ello un recuerdo confuso, pero no había olvidado que me comprometí a guardar
el secreto y estaba firmemente resuelto a cumplir la palabra empeñada. Este punto
una vez decidido, sólo me quedaba por ver cómo saldría del paso, es decir qué
camino debía tomar, y me pareció que las leyes del honor me obligaban más que
nunca a pasar por Sierra Morena. Sorprenderá verme tan ocupado de mi gloria y tan
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poco de los acontecimientos de la víspera, pero esta manera de pensar también era
efecto de la educación que había recibido, lo cual podrá comprobarse más adelante,
cuando prosiga mi relato. Por el momento, vuelvo al de mi viaje.
Tenía gran curiosidad por saber qué habían hecho los diablos con el caballo que
dejé en Venta Quemada, y como estaba por lo demás en mi camino, resolví pasar por
ella. Tuve que recorrer a pie todo el valle de Los Hermanos y el de la venta, lo que no
dejó de fatigarme y de hacerme anhelar más que nunca encontrar mi caballo. Di con
él, en efecto; estaba en el mismo establo donde lo había dejar do y parecía lleno de
bríos, bien cuidado y recién almohazado. Ignoraba quién pudo haberse ocupado de él,
pero había visto tantas cosas extraordinarias que un prodigio más no me llamó la
atención. Me habría puesto en seguida en camino si no hubiese tenido la curiosidad
de recorrer nuevamente la posada. Encontré el aposento donde me había acostado; sin
embargo, a pesar de mis esfuerzos, no pude dar, con aquel en donde había visto a las
bellas africana. Cansado pues de seguir buscando, monté a caballo y continué mi ruta.
Cuando me desperté bajo la horca de Los Hermanos, el sol estaba en su punto
más alto. Después tardé dos horas largas en llegar a la venta. Aún hice un par de
leguas, y entonces fue menester que pensara en un techo. Sin embargo, como no viera
ninguno continué mi marcha. Por fin divisé una capilla gótica, con una cabaña que
parecía ser la morada de un ermitaño. Estaba alejada del camino real, pero como yo
empezaba a tener hambre no vacilé en hacer ese rodeo para procurarme sustento.
Cuando llegué, até mi caballo a un árbol. Después llamé a la puerta de la ermita y vi
salir a un religioso de aspecto venerable. Luego de abrazarme con ternura paterna, me
dijo:
—Entrad, hijo mío; daos prisa. No paséis la noche afuera, temed al tentador. El
señor ha retirado su mano del cielo.
Agradecí al ermitaño la bondad que me demostraba y le dije que sentía una
extremada necesidad de comer.
Me respondió:
—¡Pensad en vuestra alma, hijo mío! Pasad a la capilla, prosterna-os ante la cruz.
Yo pensaré en las necesidades de vuestro cuerpo. Pero haréis una comida frugal, tal
como puede esperarse de un ermitaño.
Pasé a la capilla y recé fervorosamente, pues no era un incrédulo y por entonces
hasta ignoraba que los hubiera. Todo eso era también efecto de mi educación. El
ermitaño vino a buscarme al cabo de un cuarto de hora y me condujo a la cabaña,
donde encontré una comida modesta y sabrosa. Estaba compuesta de excelentes
aceitunas, cardos conservados en vinagre, cebollas dulces en salsa y bizcocho en vez
de pan. Había también una botellita de vino. El ermitaño me dijo que él nunca bebía
vino, pero que lo tenía para el sacrificio de la misa. Entonces, al igual que el
ermitaño, me abstuve de beberlo, pero hice honor al resto de la cena. Mientras yo
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comía, entró en la cabaña un ser más pavoroso que todo lo que había visto hasta
entonces. Era un hombre al parecer joven, pero de una horrible flacura. Tenía el pelo
erizado, le habían saltado un ojo, del cual manaba sangre, y la lengua, que colgaba de
la boca, dejaba caer una espuma babosa. Llevaba un traje negro en buen estado, pero
era su única ropa; no llevaba medias ni camisa.
El atroz personaje no habló una palabra y fue a acurrucarse en un rincón, donde
permaneció inmóvil como una estatua, con su único ojo fijo en un crucifijo que tenía
en la mano. Cuando hube acabado de cenar, le pregunté al ermitaño quién era ese
hombre. El ermitaño me respondió:
—Hijo mío, ese hombre es un poseso al que exorcizo, y su terrible historia bien
nos prueba el fatal poder que el ángel de las tinieblas usurpa en esta desventurada
comarca; su relato puede ser útil a vuestra salvación, y voy a ordenarle que os lo
haga. Entonces, volviéndose hacia el poseso, le dijo:
—Pacheco, Pacheco, en nombre de tu redentor, te ordeno contar tu historia.
Pacheco lanzó un horrible alarido y comenzó en estos términos.
—He nacido en Córdoba, donde mi padre vivía más que holgadamente. Mi madre
murió allí hace tres años. Al principio, mi padre pareció lamentarla mucho, pero al
cabo de unos meses, habiendo tenido ocasión de hacer un viaje a Sevilla, se enamoró
de una joven viuda llamada Camila de Tormes. Esta mujer no gozaba de una
reputación demasiado buena, y muchos amigos de mi padre intentaron disuadirlo de
que la tratara; pero a despecho de los consejos que le dieron, el matrimonio se celebró
dos años después de la muerte de mi madre. La boda tuvo lugar en Sevilla, y mi
padre, algunos días después, volvió a Córdoba en compañía de Camila, su nueva
esposa, y de una hermana de Camila llamada Inesilla.
Mi nueva madrastra respondió perfectamente a la mala opinión que se tenía de
ella, y no bien entró en nuestra casa pretendió seducirme. No lo consiguió. Me
enamoré, sin embargo, pero de su hermana Inesilla. Mi pasión llegó a ser tan
impetuosa que me arrojé a los pies de mi padre y le pedí la mano de su cuñada.
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Mi padre, bondadosamente, me obligó a levantarme. Después me dijo:
—Hijo mío, os prohíbo pensar en ese matrimonio, y os lo prohíbo por tres
razones. Primero: sería ridículo que llegarais a ser en cierto modo el cuñado de
vuestro padre. Segundo: los santos cánones de la Iglesia no aprueban esta clase de
matrimonios. Tercero: no quiero que os caséis con Inesilla.
Habiéndome hecho conocer sus tres razones, me volvió la espalda y se fue. Me
retiré a mi aposento, donde me abandoné a la desesperación. Mi madrastra, a quien
mi padre informó inmediatamente de lo sucedido, vino a buscarme y me dijo que
hacía mal en afligirme; que si no podía ser el marido de Inesilla, podía ser su corte jo,
es decir, su amante, de lo cual ella se ocuparía; pero a la vez me declaró el amor que
sentía por mí, y el sacrificio que llevaba a cabo al cederme a su hermana. Escuché
atentamente este discurso que halagaba mi pasión, pero Inesilla era tan modesta que
me parecía imposible que pudieran comprometerla a ceder a mis sentimientos.
Durante ese tiempo mi padre resolvió hacer un viaje a Madrid, con la intención de
obtener el cargo de corregidor de Córdoba, y llevó con él a su mujer y a su cuñada.
Su ausencia duraría dos meses, pero el tiempo me pareció muy largo porque estaba
alejado de Inesilla.
Pasados escasamente los dos meses, recibí una carta de mi padre en la cual me
ordenaba que fuera a su encuentro y lo esperara en Venta Quemada, a la entrada de
Sierra Morena. Yo no habría accedido fácilmente a pasar por Sierra Morena algunas
semanas antes, pero acababan de colgar a los dos hermanos de Soto. Su banda estaba
dispersa, y los caminos se consideraban bastante seguros.
Partí pues a Córdoba hacia las diez de la maña a iba a pasar la noche en Andújar,
en un albergue cuyo huésped es de los más charlatanes que existan en Andalucía.
Ordené una copiosa cena, comí de ella y guardé el resto para mi viaje. Al día
siguiente comí en Los Alcornoques lo que había reservado la víspera, y llegué por la
tarde a Venta Quemada. No encontré a mi padre, pero como en su carta me ordenaba
que lo aguardase, decidí quedarme de buena gana por cuanto me hallé en un albergue
espacioso y cómodo. El huésped era entonces un tal González de Murcia, hombre
bastante bueno aunque charlatán, que no dejó de prometerme una cena digna de un
Grande de España. En tatas to que se ocupaba de prepararla, fui a pasearme por las
orillas del Guadalquivir, y cuando volví encontré que la cena, en efecto, no era mala.
Cuando acabé de comer, le dije a González que me preparase la cama. Entonces,
turbándose, respondió con algunas insensateces. Por fin me confesó que el albergue
estaba rondado por aparecidos, y que él y su familia pasaban las noches en una
alquería, a la orilla del río; si yo también quería pasar la noche, haría una cama junto
a la suya. Esta proposición me pareció fuera de lugar; le dije que fuera a acostarse
donde le viniera en gana, y que me enviase a mis servidores. González me obedeció y
se fue meneando la cabeza y encogiéndose de hombros.
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Llegaron mis servidores un momento después; también ellos habían oído hablar
de los aparecidos y quisieron convencerme de que pasara la noche en la alquería.
Recibí un poco brutalmente sus consejos y les ordené que me preparasen una cama en
el aposento donde había comido. Me obedecieron a regañadientes y, cuando la cama
estuvo hecha, todavía me exhortaron a dormir en la alquería. Seriamente
impacientado por sus adjuraciones, me permití algunas palabras que los pusieron en
fuga y, como no estaba acostumbrado a que mis servidores me desnudaran, prescindí
fácilmente de ellos para acostarme: sin embargo, habían sido más atentos de lo que
merecía la manera con que los traté. Dejaron junto a la cama un candelero encendido,
una vela de repuesto, dos pistolas y algunos volúmenes cuya lectura podía
mantenerme despierto, pero la verdad es que yo había perdido el sueño.
Pasé un par de horas, ya leyendo, ya dándome vueltas en la cama. Por fin oí el
sonido de un reloj o de un campanario que dio las doce. Me sorprendió porque no
había oído dar las otras horas. Bien pronto se abrió la puerta y vi entrar a mi
madrastra: estaba en camisa de dormir y llevaba una palmatoria en la mano. Se llegó
a mí, de puntillas, y con el dedo sobre los labios como para imponerme silencio.
Después posó su palmatoria en una mesita, sentóse sobre mi cama, me tomó una de
las manos y me habló así:
—Mi querido Pacheco, he aquí el momento en que puedo procuraros los placeres
que os prometí. Hace una hora que hemos llegado a esta posada. Vuestro padre ha ido
a pasar la noche en la alquería, pero yo, como he sabido que estabais aquí he obtenido
que me permita pasar la noche en el albergue con mi hermana mesilla. Ella os espera
y está dispuesta a no negaros sus favores; pero quiero informaros de las condiciones
que he impuesto a vuestra dicha. Amáis a mesilla, y ella os ama. De nosotros, dos no
deben ser felices a expensas de un tercero. Exijo que esta noche ocupemos una sola
cama. Venid. Mi madrastra no me dio tiempo de responder; me tomó de la mano y me
condujo, de corredor en corredor, hasta que llegamos a una puerta junto a la cual se
puso a mirar por el ojo de la cerradura.
Cuando hubo mirado lo suficiente, me dijo:
—Todo va bien. Mirad vos mismo.
Ocupé su lugar y vi en efecto a la encantadora mesilla en su cama. Pero ¡qué lejos
estaba de su acostumbrada modestia! La expresión de sus ojos, su turbada
respiración, su tez coloreada, su actitud, todo demostraba en ella que aguardaba a un
amante. Después de haberme dejado mirar, Camila me dijo:
—Querido Pacheco, permaneced junto a esta puerta; cuando sea el momento, os
vendré a advertir.
Una vez que entró en el aposento, yo volví a mirar por el ojo de la cerradura y vi
mil cosas que me cuesta contar. Ante todo, Camila se quitó la camisa de dormir;
después, metiéndose en la cama de su hermana, le dijo:
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—Pobre mesilla, ¿de verdad quieres tomar un amante? ¡Pobrecita, no sabes el
daño que te hará! Primero, se te echará encima; después te hollará, te aplastará, te
desgarrará. Cuando Camila creyó haber adoctrinado suficientemente a su discípula,
vino a abrirme la puerta, me condujo hasta la cama y se acostó con nosotros.
¿Qué os diré de esa noche fatal? Agoté las delicias y los crímenes. Durante
muchas horas combatí el sueño y la naturaleza para prolongar mis infernales goces.
Por último me dormí y me desperté al día siguiente bajo la horca de los hermanos de
Soto y acostado entre sus infames cadáveres.
Aquí el ermitaño interrumpió al endemoniado y me dijo:
—Pues bien, hijo mío, ¿qué os parece? Creo que no sería poco vuestro espanto si
os vierais acostado entre dos ahorcados.
Le respondí:
—Me ofendéis, padre mío. Un gentilhombre no debe tener nunca miedo, y menos
cuando le cabe el honor de ser capitán en las guardias valonas.
—Pero, hijo mío —replicó el ermitaño—, ¿habéis oído jamás que semejante
aventura le haya sucedido a un ser humano?
Vacilé un instante, después de lo cual respondí:
—Padre mío, si esta aventura le ha ocurrido al señor Pacheco, bien puede
ocurrirle a otros; de ello seré mejor juez si tenéis a bien ordenarle que continúe su
historia. El ermitaño se volvió hacia el poseso, y le dijo:
—¡Pacheco, Pacheco, en nombre de tu redentor te ordeno que continúes tu
historia!
Pacheco lanzó un horrible quejido y continuó en estos términos:
—Estaba medio muerto cuando abandoné el cadalso. Me arrastraba sin saber a
dónde. Por fin encontré a unos viajeros que me tuvieron piedad y me llevaron a Venta
Quemada. Encontré al huésped y a mis servidores muy preocupados por mí. Les
pregunté si mi padre había pasado la noche en la alquería. Me contestaron que nadie
había venido. No resistí quedarme más tiempo en la venta y volví a tomar el camino
de Andújar. Llegué cuando el sol se había puesto. El albergue estaba lleno y me
pusieron una cama en la cocina, donde me acosté. En vano quise dormir: no podía
alejar de mi espíritu los horrores de la noche anterior.
Había dejado una candela encendida sobre el hogar de la cocina. De golpe se
apagó y sentí un escalofrío mortal queme helaba la sangre en las venas. Tiraron de mi
manta, después oí una vocecita que decía:
—Soy Camila, tu madrastra. Tengo frío, corazón. Hazme lugar bajo tu manta.
Después otra voz:
—Soy Inesilla. Déjame entrar en tu cama. Tengo frío, tengo frío. Después sentí
una mano helada que me tiraba del mentón. Juntando todas mis fuerzas dije en voz
alta:
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—¡Satán, retírate!
Entonces las vocecitas me dijeron:
—¿Por qué nos echas? ¿No eres acaso nuestro maridito? Tenemos frío. Haremos
un poco de fuego.
En efecto, muy pronto vi una llama en el atrio de la cocina. Como la llama se
aclarara, no vi a Inesilla y a Camila, sino a los dos hermanos de Soto colgados de la
chimenea. Esta visión me puso fuera de mí. Salí de la cama, salté por la ventana y me
eché a correr por los campos. Por un momento pude jactarme de haber escapado a
tantos horrores, pero al volverme vi que me seguían los dos ahorcados. Entonces corrí
más aún y vi que los ahorcados habían quedado atrás. Pero no duró mucho mi alegría.
Los detestables seres se abalanzaron por los aires y en un instante los tuve sobre mí.
Seguí corriendo. Por último las fuerzas me abandonaron.
Entonces sentí que uno de los ahorcados me apresaba por el tobillo izquierdo.
Quise librarme de él, pero el otro ahorcado me cortó el camino. Se presentó ante mí,
con ojos aterrorizadores y sacando una lengua roja como el hierro que se retira del
fuego. Pedí gracia. Vanamente. Con una mano me aferró de la garganta y con la otra
me arrancó el ojo que me falta. En el lugar del ojo hizo entrar su lengua abrasadora.
Me lamió el cerebro y me hizo rugir de dolor.
Entonces el otro ahorcado, que me había apresado por la pierna izquierda,
empezó a torturarme. Primero me cosquilleó la planta del pie que aferraba con la otra
mano; después le arrancó la piel, separó todos los nervios, los dejó al desnudo y quiso
tocar en ellos como en un instrumento de música, pero como no emitiera yo un
sonido que le causara placer, hundió su espuela en mi pantorrilla, tiró de los tendones
y los torció como se hace para acordar un arpa. Por último se puso a tocar en mi
pierna de la cual había hecho un salterio. Escuché su risa diabólica. A los atroces
bramidos que me arrancaba el dolor, hacían coro los alaridos del infierno. Pero
cuando llegué a oír el crujir de dientes de los condenados, me pareció que
despedazaban cada una de mis fibras. Por fin perdí el conocimiento.
Al día siguiente unos pastores me hallaron en el campo y me trajeron a esta
ermita. Aquí he confesado mis pecados y he encontrado al pie de la cruz algún alivio
a mis dolores.
El endemoniado lanzó un horrible quejido y calló. Entonces el ermitaño tomó la
palabra y me dijo:
—Hijo mío, habéis visto el poder de Satán: debéis rogar a Dios y llorar. Pero se
hace tarde. Es hora de separarnos. No os propongo que os acostéis en mi celda porque
podrían incomodaros los gritos que lanza Pacheco durante la noche. Idos a acostar a
la capilla. Allí estaréis bajo la protección de la cruz que triunfa de los demonios. Le
respondí que me acostaría donde él quisiera. Llevamos a la capilla un catre de tijera.
Me acosté y el ermitaño me deseó buenas noches.
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Al encontrarme solo, me volvió al espíritu el relato de Pacheco. Había entre su
aventura y la mía una gran semejanza, y estaba reflexionando sobre ello cuando oí
dar las doce. No sabía si era el campanario de la ermita o si era cosa de los
aparecidos. Entonces llamaron levemente a la puerta. Me levanté y dije en alta voz:
—¿Quién es?
Una vocecita me respondió:
—Tenemos frío, ábrenos. Somos vuestras mujercitas.
—Ya lo creo, malditos ahorcados —les contesté—. Volved a vuestro cadalso y
dejadme dormir.
Entonces la vocecita me dijo:
—Os burláis de nosotras porque estáis en una capilla. Pero salid un poco afuera.
—Voy al instante —respondí.
Fui a buscar mi espada y quise salir, pero encontré la puerta cerrada. Se lo dije a
los aparecidos, que no respondieron. Entonces me fui a acostar y dormí hasta la
mañana.
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JORNADA TERCERA
Me despertó el ermitaño, que pareció muy contento de verme sano y salvo. Me
abrazó, me bañó las mejillas con sus lágrimas, y me dijo:
—Hijo mío, cosas extrañas han sucedido esta noche. ¿Es verdad que dormisteis
en Venta Quemada? ¿Se apoderaron de vos los demonios? Todavía hay remedio para
ello. Arrodillaos ante el altar. Confesad vuestros pecados. Haced penitencia. El
ermitaño abundó en exhortaciones parecidas. Después calló para esperar mi
respuesta.
Entonces le dije:
—Padre mío, me he confesado al salir de Cádiz. Desde entonces no creo haber
cometido ningún pecado mortal, a no ser, tal vez, soñando. Es verdad que pasé la
noche en Venta Quemada. Pero si allí he visto algo extraño, tengo buenas razones
para callar.
Esta respuesta pareció sorprender al ermitaño. Me acusó de estar poseído por el
demonio del orgullo y quiso persuadirme de que una confesión general me era
necesaria; pero al comprobar lo invencible de mi obstinación, abandonó un poco su
acento apostólico y me dijo, adoptando un tono más natural:
—Hijo mío, vuestro valor me sorprende. Decidme quién eres. ¿Qué educación
habéis recibido? ¿Creéis o no en los aparecidos? No os neguéis a satisfacer mi
curiosidad. Le respondí:
—Padre mío, el deseo que demostráis de conocerme mejor no puede sino
honrarme y lo agradezco como se merece. Permitidme que me levante. Iré a buscaros
a la ermita, donde os informaré de todo lo que queráis saber sobre mí.
El ermitaño me abrazó una vez más y se retiró.
Cuando me hube vestido fui a su encuentro. Calentaba leche de cabra, que me
ofreció con azúcar y pan; él comió algunas raíces cocidas en agua. Una vez que
acabamos nuestro almuerzo, el ermitaño se volvió hacia el endemoniado y le dijo:
—¡Pacheco, Pacheco! En nombre de tu redentor, te ordeno que conduzcas mis
cabras a la montaña.
Pacheco lanzó un horrible aullido y se retiró. Entonces yo comencé mi relato, que
conté en estos términos:
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HISTORIA DE ALFONSO VAN WORDEN
—Soy oriundo de una familia muy antigua, pero que ha tenido poco brillo y
menos bienes aún. Nuestro patrimonio no ha consistido sino en un feudo noble,
llamado Worden, dependiente del círculo de Borgoña, y situado en medio de las
Ardenas.
Como mi padre tenía un hermano mayor, debió contentarse con una muy magra
legítima, que bastaba sin embargo para mantenerlo honradamente en el ejército.
Combatió durante toda la guerra de Sucesión y, cuando se hizo la paz, el rey Felipe V
lo nombró teniente coronel en las guardias valonas.
Reinaba entonces en el ejército español un pundonor llevado hasta la más
excesiva delicadeza y mi padre exageraba aún este exceso, cosa de que no puedo
culparlo, pues el honor es, ciertamente, el alma y la vida de un militar. No se
concertaba en Madrid un solo duelo cuyo ceremonial no ajustara mi padre, y desde
que él decía que las reparaciones eran suficientes, todos se daban por satisfechos. Si
alguien por azar no se mostraba contento, tenía que habérselas con mi padre, quien no
dejaba de sostener sus decisiones con la punta de la espada. Por añadidura, mi padre
llevaba en un libro la historia circunstanciada de cada duelo, lo que le daba en verdad
una gran ventaja para poder pronunciarse con justicia en todos los casos difíciles.
Ocupado casi únicamente en su tribunal de sangre, mi padre se había mostrado
poco sensible a los encantos del amor, pero al fin su corazón fue conmovido por los
atractivos de una señorita, todavía joven, llamada Urraca de Gomélez, hija del oidor
de Granada y por cuyas venas corría la sangre de los antiguos reyes del país. Amigos
comunes acercaron bien pronto a las partes interesadas, y el matrimonio fue
concertado.
Mi padre juzgó conveniente convidar a su boda a todos aquellos con los cuales se
había batido y que, claro está, no habían muerto en el duelo. Ciento veintidós se
sentaron a su mesa. Sólo faltaron trece, ausentes de Madrid, y treinta y tres con los
cuales se había batido en el ejército, pero de los cuales no tenía noticias. Mi madre
me ha dicho a menudo que esta fiesta resultó singularmente alegre y que se había
visto reinar en ella la mayor cordialidad, cosa que no me cuesta creer porque mi
padre tenía, en el fondo, un excelente corazón y era muy querido por todo el mundo.
Por su lado, mi padre estaba muy apegado a España y nunca la hubiera
abandonado. Sin embargo, dos meses después de su matrimonio recibió una carta
firmada por el magistrado de la ciudad de Bouillon. Le anunciaba que su hermano
había muerto sin hijos y que el feudo le tocaba por herencia. Esta noticia causó a mi
padre gran turbación; tan abstraído quedó, me ha contado mi madre, que era
imposible arrancarle una palabra. Por fin abrió su crónica de los duelos, escogió los
doce hombres de Madrid que más se habían batido, los convidó a visitarlo y les hizo
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el siguiente discurso:
—Mis queridos hermanos de armas, sabéis cuántas veces he puesto vuestras
conciencias en paz, en aquellos casos en que vuestro honor me parecía
comprometido. Hoy me veo obligado a remitirme a vuestras luces, pues temo que la
discreción me falte, o más bien temo que la oscurezca un sentimiento de parcialidad.
He aquí la carta que me escriben los magistrados de Bouillon, cuyo testimonio es
respetable aunque no sean nobles. Decidme si el honor me obliga a habitar el castillo
de mis padres, o si debo continuar sirviendo al rey don Felipe, que me ha colmado de
beneficios, y que acaba de ascenderme al rango de brigadier general. Dejo la carta
sobre la mesa y me retiro. Volveré dentro de media hora para saber qué habéis
decidido.
Mi padre salió, en efecto, después de haber hablado así. Al cabo de media hora
volvió para saber qué habían resuelto sus amigos. Cinco eran partidarios de que
permaneciera en el servicio y siete de que fuera a vivir a las Ardenas. Mi padre, sin
murmurar, se sometió al voto de la mayoría.
Mi madre hubiese querido quedarse en España, pero estaba tan apegada a su
esposo que éste no pudo siquiera advertir la repugnancia que ella sentía en
expatriarse. Después sólo se ocuparon de los preparativos del viaje y de las personas
que habían de participar en él para representar a España en las Ardenas. Aunque yo
no había nacido todavía, mi padre, que nunca dudó de que viniese a este mundo,
pensó que ya era tiempo de darme un maestro de armas. Para ello puso los ojos en
García Fierro, el mejor preboste de esgrima que hubiera en Madrid. Este joven,
cansado de recibir diarias estocadas en la plaza de la Cebada, no vaciló en venir. Mi
madre, por su parte, no queriendo partir sin un capellán, lo eligió a don Iñigo Vélez,
teólogo graduado en Cuenca. Debía instruirme en la religión católica y en la lengua
castellana. Todas esas disposiciones para mi educación se tomaron un año y medio
antes de mi nacimiento.
Cuando mi padre estuvo pronto a partir, fue a despedirse del rey, y, de acuerdo
con el uso de la corte, puso una rodilla en tierra para besarle la mano, pero se le
apretó tanto el corazón que cayó desfallecido y tuvieron que transportarlo a su casa.
Al día siguiente fue a despedirse de don Fernando de Lara, entonces primer ministro.
Este señor lo recibió con gran comedimiento y le hizo saber que el rey le acordaba
una pensión de doce mil reales, con el grado de brigadier, lo que equivale a mariscal
de campo. Mi padre hubiera dado parte de su sangre por la satisfacción de echarse
una vez más a los pies de su señor, pero, como se había despedido ya, se contentó con
expresar en una carta los sentimientos que colmaban su corazón. Por último
abandonó Madrid derramando muchas lágrimas.
Mi padre eligió la ruta de Cataluña para ver una vez más las comarcas donde
había combatido y despedirse de algunos de sus antiguos camaradas que tenían
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autoridad en la frontera. Después entró en Francia por Perpiñán.
Su viaje hasta Lyon no fue turbado por ningún acontecimiento enojoso, pero al
salir de esta ciudad se le adelantó una silla de posta que, siendo más liviana, llegó
primero al relevo. Mi padre, que llegó un momento después, vio que ataban los
caballos a la silla. En seguida cogió su espada y, llegándose al viajero, le pidió
permiso para hablarle unos instantes en privado. El viajero, que era un coronel
francés, al ver que mi padre llevaba el uniforme de brigadier, trajo también su espada
para rendirle honores. Entraron en el albergue que estaba frente a la posta y pidieron
un aposento. Cuando estuvieron solos, mi padre dijo al viajero:
—Señor caballero, vuestra silla se ha adelantado a mi carroza para llegar a la
posta antes que yo. Hay en vuestro proceder, que en sí mismo no es un insulto, algo
poco amable de lo cual debo pediros cuentas.
El coronel, muy sorprendido, hizo recaer toda la culpa en sus postillones,
asegurándole que no había querido ofenderlo.
—Señor caballero —replicó mi padre—, no pretendo tampoco hacer de este
asunto un caso serio, y me contentaré con la primera herida.
Al decir estas, palabras, sacó su espada.
—Esperad un instante —dijo el francés—. Me parece que no son mis postillones
los que se han adelantado a los vuestros, sino los vuestros quienes, yendo más
lentamente, quedaron atrás.
Mi padre, después de haber reflexionado un poco, dijo al coronel:
—Señor caballero, creo que tenéis razón. Si me hubierais hecho este
razonamiento antes de que yo sacara la espada, pienso que no nos hubiéramos batido,
pero comprenderéis que al punto en que han llegado las cosas hace falta un poco de
sangre. El coronel, que sin duda encontró bastante bueno este último razonamiento,
sacó también su espada. No fue largo el combate. Mi padre, sintiéndose herido, bajó
inmediatamente la punta de su espada y pidió excusas al coronel por el trabajo que le
había causado; éste respondió ofreciendo sus servicios, dio la dirección donde mi
padre podría encontrarlo en París, subió a su silla y partió.
Mi padre juzgó al principio muy leve su herida, pero tenía tantas ya que una
nueva debía por fuerza incidir en alguna antigua cicatriz. En efecto, la espada del
coronel había reabierto una vieja herida de mosquete cuya bala permanecía incrustada
en el cuerpo de mi padre. El plomo hizo nuevos esfuerzos por buscar una salida, la
encontró después de una curación que duró dos meses, y por fin mis padres y su
comitiva pudieron continuar su camino.
En cuanto mi padre llegó a París fue a saludar al coronel, que se llamaba marqués
de Urfé. Era uno de los personajes más importantes de la corte. Recibió a mi padre
con extremada cortesía y se ofreció a presentarlo al ministro, así como a introducirlo
en las mejores casas. Mi padre se lo agradeció, pero le rogó que le presentara
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solamente al duque de Tavennes, que era entonces decano de los mariscales, porque
quería que lo informara de todo lo concerniente al tribunal de honor, de cuya justicia
se había hecho siempre la más alta idea, y del cual había oído hablar a menudo como
de una institución muy sabia, y que bien hubiese querido introducir en el reino. El
mariscal recibió a mi padre con gran cortesía y lo recomendó al caballero de Bélièvre,
primer exento de los señores mariscales y fiscal de aquel tribunal.
Como el caballero viniera a menudo a la casa de mi padre, tuvo oportunidad de
conocer su crónica de duelos. Esta obra le pareció única en su género y pidió permiso
para comunicarla a los señores mariscales, que compartieron la opinión del primer
exento y pidieron permiso a mi padre para sacar una copia y guardarla en el archivo
del tribunal. Mi padre accedió con indecible alegría: ninguna proposición podía
halagarlo más. Semejantes testimonios de estima hicieron muy agradable la
temporada parisiense de mi padre, pero mi madre pensaba de muy otra manera. No
sólo se había impuesto no aprender francés, sino también no escuchar cuando
hablaban esta lengua. Su confesor, Iñigo Vélez, no cesaba de hacer amargas bromas
sobre las libertades de la iglesia galicana, y García Fierro terminaba todas sus
conversaciones afirmando que los franceses eran gabachos.
Por fin abandonaron París y al cabo de cuatro días llegaron a Bouillon. Allí mi
padre se hizo reconocer por el magistrado y tomó posesión de su feudo. El techo de
mis padres, privado de la presencia de sus dueños, lo estaba también de buena parte
de sus tejas, de modo que en todos los aposentos llovía tanto como en el patio, con la
diferencia de que el solado del patio secaba rápidamente, mientras que en los
aposentos el agua formaba charcos que no secaban jamás. Esta inundación doméstica
no desagradó a mi padre porque le recordaba el sitio de Lérida, donde pasó tres
semanas con las piernas en el agua.
Sin embargo, su primer cuidado fue poner en seco el lecho de su esposa. Había en
la sala de recibo una chimenea flamenca, junto a la cual quince personas podían
calentarse a su guisa, y cuya campana formaba como un techo sostenido por dos
columnas a cada lado. Taparon el tubo de la chimenea y, bajo su campana, se pudo
colocar el lecho de mi madre, con su mesa de noche y una silla, y como el atrio de la
chimenea estaba a un pie por encima del piso, todo ello formaba una especie de isla
bastante inabordable. Mi padre se estableció en el otro extremo de la sala, sobre dos
mesas unidas por tablas, y de su lecho al de mi madre se levantó una escollera,
fortificada en el medio por una especie de represa construida con cofres y cajas. La
obra se terminó el mismo día de nuestra llegada al castillo, y yo vine al mundo nueve
meses después, exactamente. Mientras se trabajaba con gran actividad en las
reparaciones más necesarias, mi padre recibió una carta que lo colmó de alegría.
Estaba firmada por el mariscal de Tavennes, quien le pedía su parecer acerca de un
lance de honor que por entonces ocupaba al tribunal. Este auténtico favor pareció a
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mi padre de tal consecuencia que quiso celebrarlo dando una fiesta a toda la
vecindad. Pero como no había vecinos, la fiesta se limitó a un fandango que bailaron
el maestro de armas y la señora Frasca, camarera de mi padre.
Mi padre, al responder a la carta del mariscal, le pidió que tuviera a bien, en
adelante, comunicarle los extractos de todos los procesos llevados ante el tribunal. El
favor le fue concedido, y en los primeros días de cada mes recibía un pliego que
bastaba para alimentar las conversaciones familiares junto a la gran chimenea, en las
tardes de invierno, o bien, durante el verano, en dos bancos colocados a la entrada del
castillo. Durante todo el embarazo de mi madre, mi padre le hablaba siempre del hijo
que tendría, y del padrino que pensaba darme. Mi madre se inclinaba por el mariscal
de Tavennes, o por el marqués de Urfé. Mi padre convenía en que sería mucho honor
para nosotros, pero temió que esos dos señores no creyeran hacerle demasiado honor
y entonces, llevado por un justo sentimiento de delicadeza, decidió que lo fuera el
caballero de Bélièvre, quien, por su parte, aceptó dando muestras de estima y
gratitud. Por fin vine al mundo. A los tres años, ya manejaba un espadín, y a los seis
podía tirar a la pistola sin pestañear… Tendría unos siete años cuando recibimos la
visita de mi padrino. Este caballero se había casado en Tournai, donde ejercía el cargo
de oficial de la condestablía y fiscal de lances de honor, cargos éstos cuya institución
se remonta a la época de los juicios por campeones y que después han caído bajo la
jurisdicción del tribunal de los mariscales de Francia.
La señora de Bélièvre era muy delicada de salud, y su marido la llevaba a tomar
las aguas de Spa. Ambos me cobraron extremado afecto y, como no tenían hijos,
rogaron a mi padre que les confiase mi educación, la cual no podía ser atendida con
esmero en comarca tan solitaria como era la del castillo de Worden. Mi padre
consintió en ello, determinado sobre todo por el cargo de fiscal de lances de honor
que ejercía mi padrino, lo cual le hacía pensar que viviendo yo en la casa de Bélièvre,
no dejaría de estar imbuido desde temprano de todos los principios que en el futuro
habrían de guiar mi conducta. Al principio se trató de hacerme acompañar por García
Fierro, porque mi padre consideraba que la más noble manera de batirse era a la
espada: con el puñal en la mano izquierda. Género de esgrima completamente
desconocido en Francia. Pero como mi padre había tomado la costumbre de tirar a la
espada con Fierro todas las mañanas, junto a la muralla, y este ejercicio se había
hecho necesario a su salud, no creyó oportuno privarse de él.
También se trató de enviar conmigo al teólogo Iñigo Vélez, pero era natural que
mi madre, que sólo hablaba en español, no pudiera prescindir de un confesor que
sabía esta lengua. De modo que no tuve junto a mí a los dos hombres que antes de mi
nacimiento estaban destinados a educarme. Sin embargo, me dieron un lacayo
español para que practicara la lengua española.
Partí para Spa con mi padrino, donde nos quedamos dos meses; de allí hicimos un
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viaje a Holanda y llegamos a Tournai al final del otoño. El caballero de Bélièvre
respondió perfectamente a la confianza que mi padre había depositado en él, y
durante seis años no descuidó nada de lo que pudiera contribuir a hacer de mí en el
futuro un excelente oficial. Al cabo de este tiempo, murió la señora de Bélièvre; su
marido dejó Flandes para establecerse en París, y yo fui llamado a la casa paterna.
Después de un viaje que la avanzada estación hizo bastante enojoso, llegué al
castillo unas dos horas después de haberse puesto el sol, y encontré a todos sus
habitantes reunidos junto a la gran chimenea. Mi padre, aunque encantado de verme,
no se abandonó a demostraciones que hubiesen podido comprometer lo que vosotros,
españoles, llamáis gravedad. Mi madre me bañó con sus lágrimas. El teólogo Iñigo
me dio su bendición y el espadachín Fierro me presentó un florete. Hicimos un asalto,
y me comporté de modo muy superior al que podía esperarse de mis años. Mi padre,
demasiado entendido para no advertirlo, reemplazó su gravedad por la más viva
ternura. Nos sentamos a cenar en medio de una gran alegría.
Después de cenar volvimos a reunirnos junto ala chimenea. Entonces mi padre
dijo al teólogo:
—Reverendo don Iñigo, me daríais gran placer si fueseis a buscar vuestro grueso
volumen que contiene tantas historias maravillosas, y nos leyeseis una de ellas. El
teólogo subió a su aposento y volvió con un infolio encuadernado en pergamino
blanco, al cual el tiempo había comunicado un tono amarillento. Lo abrió al azar y
leyó lo siguiente:
Había una vez, en una ciudad de Italia llamada Rávena, un joven llamado
Trivulzio. Era hermoso, rico, y tenía de sí mismo la más alta opinión. Las muchachas
de Rávena se asomaban a la ventana para verlo pasar, pero ninguna le gustaba, o en
todo caso no demostraba el pequeño placer que podía causarle una u otra por temor a
hacerles demasiado honor. Pero todo ese orgullo no pudo resistir a los encantos de la
joven y hermosa Nina dei Gieraci. Trivulzio dignó declararle su amor. Nina respondió
que el señor Trivulzio la honraba mucho, pero que desde la infancia amaba a su
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primo Tebaldo dei Gieraci, y que con toda seguridad no amaría nunca sino a él. Ante
esta respuesta inesperada, Trivulzio salió dando muestras del más extremado furor.
Un domingo, ocho días después, como todos los ciudadanos de Rávena se
encaminaron a la iglesia metropolitana de San Pedro, Trivulzio distinguió en la
multitud a Tebaldo que daba el brazo a su prima. Se embozó en la capa y los siguió.
Cuando entraron en la iglesia, donde no está permitido embozarse, los dos amantes
hubiesen podido distinguir fácilmente a Trivulzio, que los había seguido, pero sólo
estaban ocupados en su recíproco amor y no pensaban en la misa, lo cual es gran
pecado. Mientras tanto, Trivulzio se había sentado en un banco detrás de la pareja.
Como podía escuchar las palabras que se decían, su rabia iba en aumento. Entonces
un sacerdote subió al púlpito y dijo:
—Hermanos míos, estoy aquí para correr las amonestaciones de Tebaldo y de
Nina dei Gieraci. ¿Es qué alguien se opone a su matrimonio?
—¡Yo me opongo! —exclamó Trivulzio, y al mismo tiempo asestó veinte
puñaladas a los dos amantes. Quisieron detenerlo, pero asestó varias puñaladas más,
salió de la iglesia, después de la ciudad, y alcanzó el estado de Venecia.
Trivulzio era orgulloso, maleado por la fortuna, pero de alma sensible. Sus
remordimientos vengaron a sus víctimas, y arrastró de ciudad en ciudad una
existencia deplorable. Al cabo de unos años, sus padres consiguieron hacerlo
perdonar por la justicia, y volvió a Rávena, pero ya no era el mismo Trivulzio,
radiante de felicidad y orgulloso de sus ventajas. Tan cambiado estaba que su nodriza
no lo reconoció. Desde el primer día de su llegada, Trivulzio preguntó dónde estaba
la tumba de Nina. Le dijeron que estaba enterrada con su primo frente a la plaza, en la
iglesia de San Pedro, allí mismo donde fueron asesinados. Trivulzio entró temblando
y, cuando estuvo junto a la tumba, la abrazó y derramó un torrente de lágrimas.
Sea cual fuere el dolor del desgraciado asesino, éste sintió en aquel momento que
las lágrimas lo habían aliviado. Por eso dio su bolsa al sacristán y obtuvo de él
permiso para entrar en la iglesia cuantas veces quisiera. De modo que acabó por ir
todas las tardes, y el sacristán se acostumbró tanto a verlo que no le prestaba
atención. Una tarde, Trivulzio, que no había dormido la noche antes, se adormeció
junto a la tumba, y al despertar encontró que habían cerrado la iglesia. Tomó
fácilmente el partido de pasar en ella la noche, porque le gustaba prolongar su tristeza
y alimentar su melancolía. Oía sucesivamente dar las horas, y hubiese querido que
llegara la hora de su muerte.
Por fin dieron las doce. Entonces se abrió la puerta de la sacristía y Trivulzio vio
entrar al sacristán con una linterna en una mano y una escoba en la otra. Pero ese
sacristán no era sino un esqueleto. Tenía un poco de piel sobre la cara, y los ojos muy
hundidos, pero la sobrepelliz que se le pegaba a los huesos hacía patente que estaba
desprovisto de carne.
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El atroz sacristán posó su linterna sobre el altar mayor y encendió los cirios como
para vísperas. Después se puso a barrer la iglesia y a sacudir el polvo de los bancos.
Pasó varias veces junto a Trivulzio, pero no pareció verlo.
Por fin fue hasta la puerta de la sacristía e hizo sonar la campanilla que hay
siempre allí. Entonces las tumbas se abrieron y de ellas salieron los muertos
envueltos en sus mortajas, y cantaron las letanías en tono harto melancólico.
Después que así hubieron salmodiado durante algún tiempo, un muerto, revestido
de una sobrepelliz y de una estola, subió al púlpito y dijo:
—Hermanos míos, estoy aquí para correr las amonestaciones de Tebaldo y de
Nina dei Gieraci. Condenado Trivulzio, ¿te opones a su matrimonio?
Aquí mi padre interrumpió al teólogo y, volviéndose hacia mí, me dijo:
—Alfonso, hijo mío, ¿habrías tenido miedo en el lugar de Trivulzio?
—Querido padre —le respondí—, me parece que habría tenido mucho miedo.
Entonces mi padre se puso de pie, furioso, saltó sobre su espada y con ella quiso
atravesarme. Se interpusieron entre nosotros y lograron apaciguarlo un poco. Sin
embargo, cuando hubo vuelto a sentarse, me lanzó una mirada terrible y me dijo:
—Hijo indigno de mí, tu cobardía deshonra de alguna manera el regimiento de las
guardias valonas donde tenía la intención de hacerte entrar.
Después de estos duros reproches, que estuvieron a punto de hacerme morir de
vergüenza, se hizo un gran silencio. García fue el primero en romperlo y, dirigiéndose
a mi padre, le dijo:
—Monseñor, si me atreviera a dar mi opinión a su excelencia, diría que es
menester probar a vuestro señor hijo que no hay aparecidos, ni espectros, ni muertos
que canten letanías, y que no puede haberlos. De esta manera, no tendría seguramente
miedo.
—Señor Fierro —respondió mi padre con un poco de acritud—, olvidáis que he
tenido el honor de mostraron ayer una historia de aparecidos escrita de puño y letra
de mi bisabuelo.
—Monseñor —replicó García—, no estoy dando un desmentido al bisabuelo de
vuestra excelencia.
—¿Qué entendéis —dijo mi padre por no dar un desmentido? ¿Sabéis que esta
expresión supone la posibilidad de un desmentido dado por vos a mi bisabuelo?
—Monseñor —dijo entonces García—, bien sé que soy harto poca cosa para que
vuestro bisabuelo quisiera obtener alguna satisfacción de mí.
Entonces mi padre, tomando un aire aún más terrible, dijo:
—Fierro, que el cielo os preserve de dar excusas, porque ellas supondrían una
ofensa.
—En fin —dijo García—, sólo me queda someterme al castigo que plazca a
vuestra excelencia. Sólo que, por la honra de mi profesión, quisiera que esta pena me
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fuera administrada por nuestro capellán, para que yo pudiera considerarla como
penitencia eclesiástica.
—No me parece mala idea —dijo entonces mi padre, en tono más tranquilo—.
Recuerdo haber escrito en otra época un pequeño tratado sobre las satisfacciones
admisibles en los casos en que un duelo no puede realizarse. Dejadme reflexionar
sobre ello.
Mi padre pareció ensimismarse en su propósito, pero de reflexión en reflexión
terminó por adormecerse en su sillón. Mi madre dormía ya, así como el teólogo, y
García no tardó en seguir su ejemplo. Entonces creí mi deber retirarme, y es así como
transcurrió el primer día de mi regreso a la casa paterna.
Al día siguiente tiré a la espada con García. Fui a cazar. Cenamos, y cuando nos
hubimos levantado de la mesa mi padre volvió a rogar al teólogo que buscara su
grueso volumen. El reverendo obedeció, lo abrió al azar y leyó lo que paso a contar.
En una ciudad de Italia llamada Ferrara, había un joven llamado Landolfo. Era un
libertino sin religión, que causaba espanto a todas las almas piadosas de la comarca.
A este perverso le apasionaba el trato de las cortesanas y había tenido relaciones con
todas las de la ciudad, pero ninguna le placía tanto como Bianca de Rossi, cuya
impureza era mayor aún que la de todas las demás.
No sólo era Bianca una libertina interesada, depravada; quería también que sus
amantes hiciesen por ella acciones que los deshonraran, y exigió de Landolfo que la
condujera todas las noches a la casa donde él vivía, con su madre y su hermana, y que
cenaran los cuatro juntos.
Landolfo se lo propuso inmediatamente a su madre, como lo más decoroso del
mundo. La buena mujer se deshizo en lágrimas y rogó a Landolfo que mirase por la
reputación de su hermana. Landolfo hizo oídos sordos a sus ruegos y sólo prometió
mantener el hecho lo más secreto posible. Después fue a casa de Bianca y la condujo
a donde ella deseaba.
La madre y la hermana de Landolfo recibieron a la cortesana mejor de lo que ésta
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se merecía. Pero entonces, al comprobar cuán bondadosas eran, Bianca redobló su
insolencia; durante la cena mantuvo una conversación inconveniente; la hermana de
Landolfo recibió lecciones de las que habría prescindido de buena gana, y la
cortesana llevó el cinismo hasta significarle, tanto a ella como a su madre, que harían
bien en irse de la casa porque quería quedarse a solas con Landolfo.
Al día siguiente, la cortesana contó lo sucedido por toda la ciudad, y durante
cierto tiempo las gentes no hablaron de otra cosa. A tal punto que los rumores
llegaron muy pronto a Eduardo Zampi, hermano de la madre de Landolfo. Eduardo
era un hombre a quien no se ofendía impunemente. Como se sintió ultrajado en la
persona de su hermana, ese mismo día hizo asesinar a la infame Bianca. Cuando
Landolfo fue a buscar a su querida, la encontró apuñalada y nadando en sangre. Muy
pronto supo que su tío era el culpable. Corrió a casa de éste para castigarlo, pero lo
halló rodeado de todos los valientes de la ciudad, que se burlaron de su resentimiento.
Landolfo, no sabiendo sobre quién ejercer su furia, corrió a casa de su madre con
la intención de agobiarla a ultrajes. La pobre mujer, acompañada de su hija, estaba
por sentarse a la mesa. Cuando vio entrar a su hijo, le preguntó si Bianca vendría a
cenar.
—¡Ojalá pudiera venir —dijo Landolfo— para llevarte al infierno con tu hermano
y toda la familia de los Zampi!
La pobre mujer cayó de rodillas y dijo:
—¡Oh, Dios mío, perdonadle sus blasfemias!
En ese momento la puerta se abrió con estrépito y entró un espectro desencajado,
cosido a puñaladas, y que conservaba aún un atroz parecido con Bianca. La madre y
la hermana de Landolfo empezaron a rezar, y Dios les concedió la gracia de
sobrellevar ese espectáculo sin expirar de horror.
El fantasma avanzó a pasos lentos y se sentó a la mesa. Landolfo, con un valor
que sólo el demonio podía inspirarle, se atrevió a ofrecerle un plato de comida. El
fantasma abrió una boca tan grande que su rostro pareció partirse en dos, y de ella
sacó una lengua rojiza. En seguida extendió una mano quemada, tomó un pedazo de
comida, lo tragó, e inmediatamente se oyó caer el pedazo bajo la mesa. Así comió
todo lo que había en el plato, y los pedazos que tragaba fueron cayendo bajo la mesa.
Cuando el plato quedó vacío, el fantasma, deteniendo sus ojos atroces en Landolfo, le
dijo:
—Landolfo, cuando como aquí, aquí duermo. Vámonos a la cama.
Entonces, interrumpiendo al capellán, mi padre volvióse hacia mí.
—Alfonso, hijo mío —me dijo—, ¿te habrías asustado en el lugar de Landolfo?
—Querido padre —le respondí—, os aseguro que no habría tenido el menor
susto. Mi padre pareció satisfecho de mi respuesta y estuvo muy alegre durante todo
el resto de la velada.
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Así pasaban nuestros días sin que nada alterase su uniformidad, excepto que,
cuando llegaba el buen tiempo, en vez de agruparnos al calor de la chimenea, íbamos
a sentarnos en los bancos que estaban junto a la puerta. En tan dulce calma
transcurrieron seis años, y hoy me parece que fueron seis semanas.
Cumplí diecisiete años, y mi padre pensó en hacerme entrar en el regimiento de
las guardias valonas. Con tal propósito escribió a aquellos de sus antiguos camaradas
que mejor podían interceder por mí. Estos dignos y respetables militares utilizaron su
crédito en mi favor y me obtuvieron una plaza de capitán. Cuando supo la noticia, mi
padre quedó tan enajenado de placer que se temió por sus días. Pero se restableció al
poco tiempo, y entonces sólo pensó en los preparativos de mi viaje. Quería que
hiciera el viaje por mar de manera que pudiese entrar en España por Cádiz y allí me
presentara a don Enrique de Sa, comandante de la provincia, y uno de los que más
había contribuido a obtener mi plaza de capitán.
Cuando estuvo atada la silla de posta en el patio del castillo, mi padre me condujo
a su aposento y, después de haber cerrado la puerta, me dijo:
—Querido Alfonso, voy a confiaros un secreto que me ha legado mi padre, y que
confiaréis a vuestro hijo cuando lo creáis digno.
Como no dudaba de que se trataría de algún tesoro escondido, le respondí que
nunca había considerado el oro sino como un medio de socorrer a los desventurados.
Mi padre me respondió:
—No, querido Alfonso, no se trata de oro, ni de plata. Quiero enseñaros una
estocada secreta con la cual, parando en oposición y marcando la flanconada, podéis
estar seguro de desarmar a vuestro enemigo.
Entonces, cogiendo los floretes, me enseñó la estocada secreta, me dio su
bendición y me condujo a mi silla. Besé la mano de mi madre y partí.
Fui en posta hasta Flessingue, donde me embarqué para Cádiz. Don Enrique de
Sa me recibió como si fuera su propio hijo; se ocupó de mi equipaje y me recomendó
a dos servidores, uno de los cuales se llamaba López y el otro Mosquito. De Cádiz fui
a Sevilla, y de Sevilla a Córdoba; después he venido a Andújar, donde tomé el
camino de Sierra Morena. He tenido la desgracia de verme separado de mis
servidores cerca del abrevadero de Los Alcornoques. Sin embargo, llegué el mismo
día a Venta Quemada y, ayer por la noche, a vuestra ermita.
—Hijo querido —me dijo el ermitaño—, vuestra historia me ha interesado
vivamente y os agradezco mucho que me la hayáis contado. Bien comprendo ahora,
por la manera en que os han educado, que el temor es un sentimiento que debe seros
desconocido. Pero, puesto que habéis dormido en Venta Quemada, mucho me temo
que estéis expuesto a las obsesiones de los dos ahorcados, y corráis la triste suerte del
endemoniado Pacheco.
—Padre mío —respondí al anacoreta—, mucho he reflexionado esta noche sobre
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el relato del señor Pacheco. Aunque tenga el demonio en el cuerpo, no por ello es
menos gentilhombre y, a ese título, lo creo incapaz de faltar a la verdad. Pero Iñigo
Vélez, capellán de nuestro castillo, me dijo que si bien hubo posesos en los primeros
siglos de la Iglesia, ya no los hay en el día de hoy, y su testimonio me parece tanto
más respetable cuanto que mi padre me ha ordenado creer a Iñigo en todas aquellas
materias que conciernen a nuestra religión.
—Pero —dijo el ermitaño— ¿acaso no habéis visto el atroz semblante del
poseso?
¿Acaso no habéis visto que los demonios lo han dejado tuerto?
Le respondí:
—Padre mío, el señor Pacheco puede haber perdido el ojo de otra manera. Debo
agregar que en todas estas cosas me atengo a quienes saben más que yo. Me basta con
no temer a los aparecidos, ni a los vampiros. Sin embargo, si queréis darme alguna
santa reliquia para preservarme de sus hazañas, os prometo llevarla siempre con fe y
veneración.
El ermitaño pareció sonreír un poco de mi candor. Después me dijo:
—Veo, hijo mío, que aún tenéis fe, pero me temo que no persistáis en ella. Los
Gomélez, de quienes descendéis por la rama materna, son todos ellos nuevos
cristianos.
Y hasta algunos, según me han dicho, son musulmanes en el fondo de su corazón.
Si os ofrecieran una inmensa fortuna por cambiar de religión, ¿la aceptaríais?
—De ningún modo —le respondí—. Me parece que renunciar a nuestra religión,
o abandonar nuestra bandera, son dos actos igualmente deshonrosos. El ermitaño
pareció sonreír todavía. Después me dijo:
—Veo con tristeza que vuestras virtudes reposan en un pundonor exagerado, y os
advierto que ya no encontraréis un Madrid tan belicoso como en tiempos de vuestro
padre. Las virtudes han de basarse en principios más firmes. Pero no quisiera
deteneros más, porque aún tenéis una pesada jornada antes de llegar a la Venta del
Peñón, o mesón del acantilado. Su huésped ha permanecido en él, a despecho de los
bandidos, porque cuenta con la protección de una banda de gitanos que acampan en
los alrededores. Pasado mañana llegaréis a la Venta de Cardeñas, y ya estaréis fuera
de Sierra Morena. He puesto algunas provisiones en las alforjas de vuestra montura.
Habiendo dicho estas cosas, el ermitaño me abrazó tiernamente, pero no me dio
ninguna reliquia para preservarme de los demonios. No quise referirme nuevamente a
ello, y monté a caballo.
En el camino me puse a reflexionar sobre las máximas que acababa de oír, no
concibiendo para las virtudes una base más sólida que el pundonor, el cual, a mi
juicio, las abarcaba todas. Proseguía entregado a estas reflexiones cuando un
caballero, saliendo súbitamente de atrás de un peñasco, me cortó el camino y dijo:
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—¿Os llamáis Alfonso?
Le respondí que sí.
—Entonces —dijo el caballero os arresto en nombre del rey y de la Santa
Inquisición. Entregadme vuestra espada.
Obedecí sin replicar. Entonces el caballero tocó un silbato, y de todos lados
aparecieron gentes armadas que cayeron sobre mí. Me ataron las manos a la espalda y
tomamos un atajo en las montañas que al cabo de una hora nos condujo a un castillo
feudal. Bajó el puente levadizo y entramos. Como estábamos aún bajo el torreón,
abrieron una puertecita lateral y me arrojaron a un calabozo, sin molestarse siquiera
en deshacer las cuerdas que me tenían agarrotado.
El calabozo estaba en la más absoluta oscuridad; no teniendo yo las manos libres
para extenderlas ante mí, me era imposible caminar sin darme de narices contra las
murallas. Me senté pues en el sitio donde estaba y, como es fácil suponer, me puse a
reflexionar sobre lo que pudo haber motivado mi encarcelamiento. Mi primera y
única idea fue que la Inquisición se había apoderado de mis hermosas primas y que
las negras habían contado lo que sucedió en Venta Quemada. En caso de que me
interrogaran acerca de las bellas africanas, sólo podía optar entre traicionarlas, y
faltar a mi palabra de honor, o negar que las conociera, lo que me habría embarcado
en una serie de vergonzosas mentiras. Después de examinar semejante alternativa, me
decidí por el más absoluto silencio y tomé la firme resolución de no responder con
una sola palabra a todos los interrogatorios.
Una vez disipada esta duda en mi espíritu, medité en los acontecimientos de los
dos días anteriores. Tenía la seguridad de que mis primas eran mujeres de carne y
hueso. Me lo advertía no sé qué sentimiento, más fuerte que todo lo que me habían
dicho sobre el poder de los demonios. Sólo estaba profundamente indignado por la
mala pasada que me habían jugado, al hacerme despertar debajo de la horca.
Entretanto, transcurrían las horas. Empecé a tener hambre; como había oído decir
que a veces no falta en los calabozos un pedazo de pan y un cántaro de agua, busqué
algo semejante con las piernas y los pies. En efecto, bien pronto tropecé con un
cuerpo extraño que resultó ser la mitad de un pan. Me acosté al lado del pan y quise
asirlo con los dientes, pero falto de resistencia donde apoyarlo, el pan se me escapaba
y resbalaba; al fin lo empujé contra el muro; entonces pude comer, porque el pan
estaba partido por la mitad; de haber estado entero, no hubiese podido morderlo.
Encontré también un cántaro, pero me fue imposible beber; apenas humedecía mi
gaznate el agua se derramaba. Continué buscando: encontré paja en un rincón, y me
acosté sobre ella. Tenía las manos artísticamente anudadas, es decir con fuerza, pero
sin que las cuerdas me entraran en las carnes. De modo que no me costó trabajo
adormecerme.
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JORNADA CUARTA
Me parece que había dormido varias horas cuando vinieron a despertarme. Vi
entrar a un monje de Santo Domingo, seguido por varios hombres de muy mala
catadura. Algunos llevaban hachones; otros, instrumentos desconocidos para mí y
que imaginé debían servir para torturas. Recordé mis resoluciones y me afirmé en
ellas. Pensaba en mi padre. Nunca fue torturado, pero ¿acaso no había sufrido mil
operaciones dolorosas entre las manos de los cirujanos? Yo no ignoraba que las había
sobrellevado sin proferir una sola queja. Resolví imitarlo, no decir una palabra y, si
fuera posible, no dejar escapar un suspiro. El inquisidor pidió un sillón, se instaló en
él junto a mí, adoptó un aire dulce y campechano y me hizo, poco más o menos, el
siguiente discurso:
—Niño querido, agradece que el cielo te haya conducido a este calabozo. Pero
dime, ¿por qué estás en él? ¿Qué pecados has cometido? Confiésate, derrama tus
lágrimas en mi seno. ¿No me respondes? ¡Ay, niño mío, haces mal! Nuestro método
es no interrogar. Dejamos al culpable el cuidado de acusarse a sí mismo. Esta
confesión, aunque un poco forzada, no deja de tener algún mérito, sobre todo cuando
el culpable denuncia a sus cómplices. ¿No respondes? Tanto peor para ti. Vamos,
habrá que ponerte sobre la pista.
¿Conoces a dos princesas de Túnez? ¿O, mejor dicho, a dos brujas infames,
vampiros execrables y demonios encarnados? Nada dices. Haced entrar a esas dos
infantas de la corte de Lucifer.
Entonces trajeron a mis dos primas, que estaban, como yo, con las manos atadas a
la espalda. Después el inquisidor continuó en estos términos:
—Pues bien, hijo mío, ¿no las reconoces? ¿Sigues callado? Hijo querido, no te
asustes de lo que voy a decirte. Te haremos sufrir un poco. ¿Ves esas dos tablas? Allí
te haremos poner las piernas, y las apretaremos con una cuerda. Después pondremos
entre tus piernas estas cuñas que puedes observar y las clavaremos a golpes de
martillo. Al principio, se te hincharán los pies. En seguida, te saldrá sangre del dedo
gordo de cada pie, y se te caerán las uñas de los demás dedos. Después se te
reventarán las plantas de los pies, y saldrá de ellas grasa mezclada con las carnes
aplastadas. Eso te hará sufrir mucho.
¿Nada dices? Y sin embargo, hacemos la pregunta ordinaria. ¡Ah, hijo mío,
habrás de desmayarte! Mira estos frascos, llenos de diversos licores, que te harán
recuperar el sentido. Entonces, cuando vuelvas a tus cabales, te quitaremos estas
cuñas y te pondremos estas otras, que son mucho más gruesas. Al primer golpe, se te
romperán las rodillas y los tobillos. Al segundo, se te rajarán las piernas en toda su
longitud. De ellas saldrá médula y goteará sobre esta paja, mezclada con tu sangre.
¿No quieres hablar?… Vamos, que le aprieten los pies.
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Los verdugos me tomaron por las piernas y las ataron entre las maderas.
—¿No quieres hablar?… Colocadle las cuñas… ¿No quieres hablar?… Levantad
los martillos.
En ese instante oímos una descarga de armas de fuego. Emina exclamó:
—¡Oh Mahoma, estamos salvados! ¡Soto ha venido en nuestro auxilio!
Soto entró con su banda, echó a los verdugos y ató al inquisidor a una argolla que
había en la muralla del subterráneo. Después, llegándose a las moriscas y a mí,
deshizo los nudos de las cuerdas que nos tenían agarrotados. El primer uso que ellas
hicieron de la libertad de sus brazos fue echarse en los míos. Nos separaron. Soto me
dijo que montara a caballo y tomase la delantera, asegurándome que él me seguiría
muy pronto con las dos damas.
Cuatro caballeros formaban la vanguardia a la cual me uní. Al despuntar el día,
llegamos a un lugar desierto donde encontramos un relevo. Después seguimos por las
cumbres y crestas de las montañas nevadas.
Hacia las cuatro llegamos a unas grutas de piedra donde debíamos pasar la noche,
pero yo me felicité de haber llegado en pleno día porque la vista era admirable, y
sobre todo a mí, que no conocía sino las Ardenas y la Zelanda, debía parecerme tal.
Tenía a mis pies esa hermosa vega de Granada, que los granadinos llaman Nuestra
Vigilia. La veía íntegramente, con sus seis ciudades y sus cuarenta aldeas. Veía el
curso tortuoso del Genil, los torrentes que se precipitaban desde lo alto de Las
Alpujarras, los bosquecillos, las frescas umbrías, los edificios, los jardines y un
inmenso número de quintas o alquerías. Encantado de que mis ojos pudieran abarcar
tal cantidad de bellas cosas a la vez, me abandoné a la contemplación. Sentí que me
convertía en un amante de la naturaleza. Olvidé a mis primas; éstas llegaron muy
pronto en literas conducidas por caballos. No bien bajaron, se echaron a descansar
sobre cojines en el suelo de la gruta. Al cabo de un momento les dije:
—Señoras mías, no me quejo de la noche que pasé en Venta Quemada, pero os
confieso que acabó de una manera que me ha disgustado infinitamente. Emina me
respondió:
—Alfonso mío, no me acuséis sino de la parte hermosa de vuestros sueños. Pero
¿de qué os quejáis? ¿Acaso no habéis tenido ocasión de dar pruebas de un valor
sobrehumano?
—¿Es que alguien —le respondí— pondría en duda mi valor? Si lo hallara, no
vacilaría en batirme con el embozo terciado.
Emina me respondió:
—No sé qué entendéis por batiros con el embozo terciado, pero hay cosas que no
puedo deciros. Las hay que ni yo misma las sé. Me limito a obedecer las órdenes del
jefe de mi familia, sucesor del jeque Masú, y que conoce el secreto del Casar
Gomélez. Todo lo que puedo deciros es que sois nuestro pariente más cercano. El
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oidor de Granada, padre de vuestra madre, tenía un hijo que fue considerado digno de
ser iniciado. Abrazó la religión musulmana y esposó las cuatro hijas del rey de
Túnez, que estaba entonces en el poder. Sólo la menor tuvo hijos, y es nuestra madre.
Poco tiempo después del nacimiento de Zebedea, mi madre y sus otras tres mujeres
murieron de una peste que, por entonces, desolaba la costa de Berbería… Pero
dejemos de lado estas cosas que quizá algún día llegaréis a saber. Hablemos de vos,
querido primo, del reconocimiento que os debemos y de nuestra admiración por
vuestras virtudes. ¡Con qué indiferencia habéis mirado los preparativos del suplicio!
¡Qué sagrado respeto por la palabra empeñada! Sí, Alfonso, superáis a todos los
héroes de nuestra raza y nos hemos convertido en vuestra propiedad.
Zebedea, que dejaba de buena gana que hablase su hermana cuando la
conversación era seria, readquiría plenamente sus derechos cuando ésta tomaba un
cariz sentimental. Es el caso de que fui halagado, acariciado, y quedé contento de mí
mismo y de los demás. Después llegaron las negras. Nos dieron de cenar, y Soto nos
sirvió él mismo con el más profundo respeto. A continuación las negras armaron para
mis primas una cama bastante buena en una especie de gruta. Fui a acostarme en otra,
y todos gozamos de un reposo del cual teníamos necesidad.
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JORNADA QUINTA
Al día siguiente, temprano, la caravana se puso en marcha. Bajamos las montañas
y dimos la vuelta a dos hondonadas o, mejor dicho, a dos precipicios que parecían
tocar las entrañas de la tierra. Cortaban la cadena de montañas en tantas direcciones
diferentes que era imposible orientarse en ellas ni saber por qué lado andábamos.
Marchamos así durante seis horas hasta llegar a las ruinas de una ciudad abandonada
y desierta. Allí Soto nos hizo apearnos y me llevó al borde de un pozo.
—Señor Alfonso —me dijo—, os ruego que miréis en ese pozo y me digáis qué
pensáis de él.
Le contesté que al mirar veía agua y que pensaba que era un pozo.
—Pues bien —dijo Soto—, os equivocáis, porque es la entrada de mi palacio.
Habiendo hablado así, metió la cabeza en el pozo y gritó de cierta manera. Entonces
vi que de un costado del pozo salieron dos planchas que se unieron a unos pies por
encima del agua. Después un hombre armado salió por la misma abertura, y después
otro. Treparon por el pozo y, cuando estuvieron afuera, Soto me dijo:
—Señor Alfonso, tengo el honor de presentaros a mis dos hermanos, Cicio y
Momo. Quizá recordéis sus cuerpos debajo de cierto cadalso, pero no por ello gozan
de una salud menos buena y os serán siempre devotos pues están, así como yo, al
servicio y a la paga del gran jeque de los Gomélez.
Le respondí que estaba encantado de conocer a los hermanos de un hombre que
me había prestado tan importante servicio.
Hubo que resolverse a bajar al pozo. Trajeron una escala de cuerdas, y las dos
hermanas descendieron con más facilidad de lo que yo hubiese previsto. Luego que
llegamos a las planchas, encontramos una puertecita lateral, por donde sólo podíamos
pasar agachándonos mucho. Pero en seguida encontramos una hermosa escalera,
tallada en la roca, e iluminada por lámparas. Bajamos más de doscientos peldaños.
Por fin entramos en una residencia subterránea compuesta por muchas salas y
aposentos. El suelo y las paredes estaban tapizados de corcho para protegerlos de la
humedad. Después, en Cintra, cerca de Lisboa, he visto un convento, tallado en la
roca, cuyas celdas estaban tapizadas de igual manera y al cual, por ese motivo, se lo
llamaba el convento de corcho. Agregaré que varias chimeneas bien dispuestas, y en
las que ardía un buen fuego, mantenían una temperatura agradable en el subterráneo
de Soto. Los caballos que servían a su caballería estaban dispersos en los alrededores.
Sin embargo, en caso de necesidad, se podía también retirarlos del seno de la tierra
por una abertura que daba a un valle vecino, y había una máquina especial para
izarlos, pero se la usaba rara vez.
—Todas estas maravillas —me dijo Emina— son obra de los Gomélez. Cavaron
este peñasco en los tiempos en que eran los amos de la comarca, es decir, acabaron de
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cavarlo, porque los idólatras, que a su llegada habitaban Las Alpujarras, habían ya
adelantado en mucho el trabajo. Los sabios pretenden que en este lugar estaban las
minas de oro de la Bética, y las antiguas profecías anuncian que toda la comarca
deberá volver un día al poder de los Gomélez. ¿Qué decís de ello, Alfonso? Sería un
espléndido patrimonio. El discurso de Emina me pareció inoportuno. Se lo di a
entender; luego, cambiando de conversación, le pregunté cuáles eran sus proyectos
para el futuro. Emina me respondió que después de lo sucedido, no podrían quedarse
más en España, pero que deseaban descansar un poco hasta que hubiesen acabado los
preparativos de su próximo viaje.
Nos dieron una cena muy abundante, sobre todo en venado y frutas secas. Los
tres hermanos nos servían con la mayor obsequiosidad. Les hice observar a mis
primas que era imposible encontrar ahorcados más honestos. Emina convino en ello
y, dirigiéndose a Soto, le dijo:
—Vos y vuestros hermanos debéis de haber tenido aventuras muy extrañas; si nos
las contarais, nos daríais gran placer.
Soto, después de hacerse de rogar un poco, sentóse junto a nosotros y empezó en
los siguientes términos:
HISTORIA DE SOTO
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hermana. Mi padre nada respondió. Tenía un hermoso fusil de caza, con dos pistolas
y un cuchillo, también de caza, que hacían juego. El fusil tiraba cuatro tiros sin
necesidad de ser vuelto a cargar. Había costado a mi padre el trabajo de cuatro años, y
estimaba su valor en trescientas onzas de oro de Nápoles. Fue a casa de un armador, y
vendió el juego por ochenta onzas. Después compró unas alhajas iguales a las que
deseaba su mujer, y se las regaló.
Mi madre se las mostró ese mismo día a la mujer de Lunardo, y sus pendientes
parecieron un poco más lujosos que los de su hermana, lo cual le causó extremado
placer. Pero al cabo de ocho días la mujer de Lunardo fue a ver a mi madre para
devolverle la visita. Llevaba los cabellos trenzados en forma de caracol y sujetos por
una aguja de oro cuya cabeza era una rosa de filigrana enriquecida por un pequeño
rubí. Esta rosa de oro hundió su cruel espina en el corazón de mi madre. Volvió a caer
en su melancolía anterior y no salió de ella hasta que mi padre le hubo prometido una
aguja parecida a la de su hermana. Sin embargo, como mi padre no tenía dinero ni
medios de procurárselo, y una aguja semejante costaba cuarenta y cinco onzas, muy
pronto se puso tan melancólico como mi madre lo había estado algunos días antes.
Entre tanto, mi padre recibió la visita de uno de sus paisanos, llamado Grillo
Monaldi, que vino a verlo para hacer limpiar sus pistolas. Monaldi, advirtiendo la
tristeza de mi padre, le preguntó por su causa, y mi padre no se la ocultó. Después de
un momento de reflexión, Monaldi le habló en estos términos:
—Señor Soto, os debo más de lo que creéis. El otro día, por azar, encontraron mi
puñal en el cuerpo de un hombre asesinado en el camino de Nápoles. La justicia ha
mostrado ese puñal a todos los armeros, y vos habéis atestiguado generosamente que
no lo conocíais. Sin embargo, habíais forjado esa arma y me la habíais vendido. Si
hubierais dicho la verdad, me habríais causado alguna molestia. He aquí las cuarenta
y cinco onzas de que habéis menester, con el agregado de que mi bolsa os estará
siempre abierta. Mi padre aceptó con gratitud, fue a comprar una aguja de oro,
enriquecida por un rubí, y se la regaló a mi madre, quien ese mismo día se adornó con
ella y fue a lucirse ante los ojos de su orgullosa hermana.
De vuelta a su casa, mi madre no dudaba de que vería muy pronto a la señora
Lunardo adornada con alguna nueva alhaja. Pero eran muy otros los proyectos de su
hermana. Quería ir a la iglesia seguida de un lacayo a jornal, vestido de librea, y se lo
propuso a su marido. Lunardo, que era muy avaro, había consentido en comprar un
pedazo de oro que, en el fondo, le parecía tan seguro en la cabeza de su mujer como
en su propio cofre. Pero no fue lo mismo cuando le propusieron dar a un gandul una
onza de oro para estarse media hora detrás del banco de su mujer. Sin embargo, tan
violentas y frecuentes fueron las persecuciones de la señora Lunardo que al fin se
determinó a seguirla él mismo con librea de lacayo. La señora Lunardo encontró que
su marido era tan bueno como cualquier otro para desempeñar ese papel, y desde el
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domingo siguiente quiso aparecer en la parroquia seguida por lacayo de tan nueva
especie. Los vecinos rieron un poco ante la farsa, pero mi tía atribuyó sus bromas a la
envidia que los devoraba. Cuando llegó a la iglesia, oyó la rechifla de los mendigos:
—¡Mirad a Lunardo que hace de criado de su mujer!
Sin embargo, como los pordioseros no llevaran su audacia más allá de cierto
punto, la señora Lunardo entró libremente en la iglesia, donde le rindieron toda suerte
de homenajes. Le ofrecieron agua bendita y la hicieron sentar en un banco, en tanto
que mi madre permanecía de pie y confundida con las mujeres de la clase más
miserable del pueblo.
De vuelta a su casa, mi madre tomó un traje azul de mi padre y se puso a
adornarle las mangas con los restos de una bandolera amarilla que había pertenecido
a la cartuchera de un miguelete. Sorprendido, mi padre le preguntó qué hacía. Mi
madre le contó toda la historia de su hermana, y cómo su marido tuvo la
complacencia de seguirla con librea de lacayo. Mi padre le aseguró que él no tendría
jamás una complacencia semejante. Pero al domingo siguiente le dio una onza de oro
a un lacayo a jornal, que siguió a mi madre a la iglesia, donde ésta desempeñó un
papel todavía más brillante que el de la señora Lunardo el domingo anterior.
Ese mismo día, inmediatamente después de misa, Monaldi vino a ver a mi padre y
le hizo el siguiente discurso:
—Mi querido Soto, estoy informado de la rivalidad en materia de extravagancias
que existe entre vuestra mujer y su hermana. Si no ponéis coto a ello, seréis
desgraciado toda la vida. Podéis tomar dos partidos: uno, corregir a vuestra mujer; el
otro, abrazar una profesión que os permita satisfacer su afición al derroche. Si tomáis
el primer partido, os ofrezco una varilla de avellano, que he utilizado con mi difunta
mujer mientras ésta vivió. Hay otras varillas de avellano que, tomadas por los
extremos, se hacen girar en la mano y sirven para descubrir fuentes de agua y aun
tesoros. Esta varilla no tiene virtudes semejantes. Pero si la tomáis por un extremo y
la aplicáis por el otro sobre los hombros de vuestra mujer, os aseguro que la
corregiréis fácilmente de sus caprichos. Por el contrario, si tomáis el partido de
satisfacer todas sus fantasías, os ofrezco la amistad de los hombres más valerosos de
Italia. Se reúnen de buena gana en Benevento, porque es una ciudad fronteriza.
Pienso que me entendéis. Reflexionad pues sobre ello. Después de haber hablado de
esta suerte, Monaldi dejó su varita de avellano sobre la mesa del taller de mi padre, y
se fue.
Durante ese tiempo, mi madre había ido después de misa a mostrar su lacayo a
jornal al Corso y a casa de algunas de sus amigas. Por fin volvió, triunfante, pero fue
recibida por mi padre de manera muy distinta de la que ella esperaba. Con la mano
izquierda la cogió del brazo izquierdo, y con la derecha empezó a poner en práctica
los consejos de Monaldi. Su mujer se desmayó. Mi padre maldijo la varilla, pidió
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perdón, lo obtuvo y la paz se hizo entre ellos.
Algunos días después mi padre fue a buscar a Monaldi para decirle que la varilla
de avellano no había surtido buen efecto y que lo relacionara con los hombres
valerosos de que le hablara.
Monaldi respondió:
—Señor Soto, es bastante sorprendente que no teniendo ánimo para infligir el
menor castigo a vuestra mujer, lo tengáis para aguardar a las personas en un rincón
del bosque. Sin embargo, todo es posible, y el corazón humano encierra peores
contradicciones. Bien quiero presentaros a mis amigos, pero es menester que antes
hayáis cometido por lo menos un asesinato. Todas las tardes, cuando hayáis cerrado
vuestro taller, colgaos una espada, poneos un puñal en el cinto, y paseaos con aire un
poco altivo bajo los soportales de la Madona. Tal vez alguien quiera emplearos.
Adiós. Pueda el cielo bendecir vuestras empresas.
Mi padre hizo lo que Monaldi le había aconsejado y muy pronto advirtió que
diversos caballeros de su temple y los esbirros lo saludaban con aire de complicidad.
Al cabo de quince días de caminar todas las tardes bajo los soportales, un hombre
bien vestido lo abordó y le dijo:
—Señor Soto, aquí hay cien onzas para vos. Dentro de media hora veréis pasar a
dos jóvenes con plumas blancas en el sombrero. Os acercaréis a uno de ellos y de
manera confidencial le diréis en voz baja: «¿Cuál de vosotros es el marqués Feltri?».
Uno de ellos os dirá: «Yo». Entonces le asestaréis una puñalada en el corazón. El otro
joven, que es un cobarde, habrá de huir. Entonces ultimaréis a Feltri. Una vez
acabado vuestro cometido, no vayáis a refugiaros en la iglesia. Volved tranquilamente
a vuestra casa, y yo os seguiré de cerca.
Mi padre siguió puntualmente las instrucciones que le dieron y, cuando estuvo de
vuelta en su casa, vio llegar al desconocido cuyo rencor había satisfecho. Este le dijo:
—Señor Soto, os agradezco mucho lo que habéis hecho por mí. He aquí otra
bolsa de cien onzas, que os ruego que aceptéis, y he aquí también otra con la misma
cantidad que presentaréis al primer empleado de la justicia que se aparezca por
vuestra casa. Después de hablar de tal manera, el desconocido se retiró.
Poco después, el jefe de los esbirros se presentó en casa de mi padre, quien le dio
las cien onzas destinadas a la justicia, y aquél lo invitó a su vez a una cena de amigos
que se haría en su casa. Fueron a una residencia adosada a la prisión pública, donde
encontraron por convidados al bargello y al confesor de los presos. Mi padre estaba
un poco conmovido, como suele estarse de ordinario después del primer asesinato.
Advirtiendo su turbación, el eclesiástico le dijo:
—Señor Soto, reprimid vuestra tristeza. Las misas de la catedral están a doce
reales cada una. Se dice que el marqués Feltri ha sido asesinado. Haced aplicar una
veintena de misas por el descanso de su alma, y por añadidura os concederán la
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absolución general. Después de lo cual no se habló más de lo sucedido, y la cena fue
bastante alegre. Al día siguiente Monaldi fue a visitar a mi padre y lo cumplimentó
por su actuación. Mi padre quiso entregarle las cuarenta y cinco onzas que había
recibido en pago, pero Monaldi le dijo:
—Soto, ofendéis mi delicadeza. Si volvéis a hablarme de ese dinero, creeré que
me reprocháis no haber hecho bastante para ayudaros. Habéis adquirido mi amistad, y
mi bolsa está a vuestro servicio. No os ocultaré que yo mismo soy el jefe de la banda
a que aludí. Está compuesta por hombres de honor y de una celosa probidad. Si
queréis formar parte de ella, decid que vais a Brescia a comprar cañones para fusiles,
y reuníos con nosotros en Capua. Parad en la Croce d’oro y no os preocupéis por lo
demás. Mi padre partió al cabo de tres días e hizo una campaña tan honorable como
lucrativa.
Aunque el clima de Benevento sea benigno, mi padre, que aún no estaba
aguerrido en su profesión, no quiso trabajar durante el mal tiempo. Pasó los cuarteles
de invierno en el seno de su familia, y su esposa tuvo un lacayo el domingo, broches
de oro en su justillo negro, y un prendedor de oro en forma de garfio del cual
colgaban sus llaves. Hacia la primavera, sucedió que mi padre fue llamado en la calle
por un servidor desconocido, quien le dijo que lo siguiera hasta la puerta de la ciudad.
Allí encontró a un señor entrado en años y cuatro hombres a caballo. El señor le dijo:
—Señor Soto, he aquí una bolsa con veinte cequíes. Os ruego que me sigáis hasta
un castillo vecino, y que permitáis que os venden los ojos.
Mi padre consintió en todo, y después de un largo trecho y de muchos rodeos
llegaron al castillo del viejo señor. Lo hicieron subir y le quitaron la venda. Entonces
vio a una mujer enmascarada, atada a un sillón y con una mordaza. El viejo señor le
dijo:
—Señor Soto, aquí hay veinte cequíes más. Tened la bondad de apuñalar a mi
mujer. Pero mi padre respondió:
—Señor, os habéis equivocado respecto a mí. Espero a las gentes en una esquina
o las ataco en el bosque, como conviene a un hombre de honor, pero no hago el oficio
de verdugo.
Después de haber hablado de esta guisa, mi padre echó las dos bolsas a los pies
del vindicativo esposo. Éste no insistió más, hizo vendar los ojos de mi padre y
ordenó a sus servidores que lo condujeran a las puertas de la ciudad. Acción tan noble
y generosa honró mucho a mi padre, pero poco después realizó otra que fue más
elogiada aún. Había en Benevento dos señores muy apreciados. Uno se llamaba el
conde Montalto; el otro, el marqués Serra. El conde Montalto hizo llamar a mi padre
y le prometió quinientos cequíes por asesinar a Serra. Mi padre aceptó, mas pidió
cierto tiempo, porque sabía que el marqués estaba muy alerta.
Dos días después, el marqués Serra hizo llamar a mi padre a un lugar retirado, y
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le dijo:
—Soto, he aquí una bolsa con quinientos cequíes. Os pertenece, pero dadme
vuestra palabra de honor de apuñalar a Montalto.
Mi padre cogió la bolsa y le dijo:
—Señor marqués, os doy mi palabra de honor de matar a Montalto, pero debo
confesaros que también le he dado palabra de haceros perecer. El marqués dijo
riendo:
—Espero que no lo haréis.
Mi padre respondió muy seriamente:
—Excusadme, señor marqués, pero lo he prometido y lo haré.
El marqués retrocedió y sacó su espada, pero mi padre sacó una pistola del cinto y
le hizo saltar los sesos. En seguida fue a casa de Montalto y le anunció que su
enemigo había muerto. El conde lo abrazó y le dio los quinientos cequíes prometidos.
Entonces mi padre, un poco turbado, le confesó que el marqués, antes de morir, le
había dado quinientos cequíes para asesinar al conde Montalto. El conde le dijo que
estaba encantado de haberse anticipado a su enemigo.
—Señor conde —replicó mi padre—, de nada os servirá, porque he dado mi
palabra. Al mismo tiempo, le asestó una puñalada. El conde, al caer, lanzó un grito
que atrajo la atención de sus servidores. Mi padre se libró de ellos a puñaladas y huyó
a las montañas, donde encontró a la banda de Monaldi. Todos los valientes que la
componían no tuvieron palabras suficientes para elogiar una tan sagrada lealtad a la
palabra empeñada. Os aseguro que este rasgo todavía está, por así decirlo, en boca de
todos, y que durante mucho tiempo se hablará de él en Benevento.
Habiendo llegado Soto a este punto de su relato, uno de sus hermanos vino a
pedirle órdenes concernientes a nuestra partida. Soto nos dejó, pues, pidiéndonos
permiso para retomar al día siguiente el hilo de su historia. Pero lo que nos había
contado me dio mucho que pensar. No había cesado de alabar el honor, la delicadeza,
la celosa probidad de individuos que hubieran merecido la horca. El abuso de esas
palabras, de las que se servía tan confiadamente, confundía todas mis ideas.
Emina, advirtiendo mi silencio, me preguntó en qué pensaba. Le respondí que la
historia de Soto me recordaba lo que había oído decir, dos días antes, a cierto
ermitaño, o sea que la virtud tiene bases más firmes que el honor. Emina me
respondió:
—Querido Alfonso, respetad a ese ermitaño, y creed lo que os dice. Volveréis a
encontrarlo más de una vez en el curso de vuestra vida.
Después las dos hermanas se levantaron y se retiraron con sus negras al interior
del departamento, es decir a la parte del subterráneo que les estaba destinada.
Volvieron para cenar, y acabada la cena nos fuimos a dormir.
Pero cuando se hizo el silencio en la caverna, vi entrar a Emina que llevaba, como
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Psique, una lámpara en una mano y con la otra conducía a su hermanita, más bella
que el mismo amor. Sentáronse las dos al borde de mi cama. Después Emina me dijo:
—Querido Alfonso, os dije que os pertenecíamos. Que el gran jeque nos perdone
si nos anticipamos un poco a su autorización.
—Hermosa Emina —le respondí—, perdonadme vos misma. Si es ésta una nueva
prueba a que sometéis mi virtud, temo que no salga bien parada de ella.
—Han hecho lo necesario para que pueda resistir —dijo la bella africana, y
pasando mi mano por su cadera me hizo palpar un cinturón que no era en modo
alguno el de Venus, aunque su arte se debiera al genio del esposo de esta diosa. El
cinturón estaba cerrado por un candado cuya llave no estaba en poder de mis primas,
o a lo menos ellas me lo aseguraron.
Así, a cubierto el centro de toda gazmoñería, no pretendieron disputarme los
aledaños. Zebedea recordó el papel de querida que había estudiado en otros tiempos
con su hermana. Ésta veía en mis brazos al objeto de sus antiguos amores y entregaba
sus sentidos a tan dulce contemplar. La menor, flexible, vivaz, ardiente, me devoraba
con el tacto y me penetraba con sus caricias. También llenamos otros momentos con
no sé qué, con proyectos sobre los cuales no nos explicábamos, con todo ese dulce
parloteo de los jóvenes que oscilan entre el recuerdo reciente y la esperanza de una
próxima dicha. Por fin el sueño pesó sobre los hermosos párpados de mis primas, y se
retiraron a su departamento. Cuando me encontré solo, pensé que me sería muy
desagradable despertarme otra vez bajo la horca. No hice más que reír de esta idea,
aunque rondó mi pensamiento hasta el momento en que me dormí.
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JORNADA SEXTA
Fui despertado por Soto, quien me dijo que yo había dormido mucho tiempo y
que la comida estaba lista. Me vestí a prisa y fui al encuentro de mis primas, que me
aguardaban en el comedor. Sus ojos me acariciaban aún, y parecían más ocupadas de
la noche anterior que de la comida que les servían. Cuando hubieron levantado la
mesa, Soto sentóse entre nosotros y volvió a tomar en los siguientes términos el hilo
de su relato:
Cuando mi padre fue a reunirse con la banda de Monaldi, yo podría tener seis
años, y recuerdo que me llevaron a la cárcel con mi madre y mis dos hermanos. El
jefe de los esbirros se ocupó muy especialmente de nosotros durante nuestra
detención, cuyo término abrevió. Mi madre, al salir de la cárcel, fue muy bien
recibida por las vecinas y por todo el barrio, porque en el mediodía de Italia los
bandidos son los héroes del pueblo, así como los contrabandistas lo son en España.
No nos escatimaron una parte de la estima universal, y yo, en particular, fui mirado
como el príncipe de los pilluelos de mi calle.
Hacia esa época, Monaldi fue muerto en un asalto, y mi padre, que tomó el
mando de la banda, quiso iniciarse con una hazaña estrepitosa. Fue a apostarse en el
camino de Salerno para esperar una remesa de dinero que enviaba el virrey de Sicilia.
Triunfó en su empresa pero fue herido en los riñones por un tiro de mosquete que lo
volvió incapaz de continuar trabajando. El momento en que se despidió de la banda
fue extraordinariamente conmovedor. Hasta se dijo que muchos bandidos lloraron, lo
que me costaría creer si yo mismo no hubiese llorado una vez en mi vida, y fue
después de apuñalar a mi querida, como lo explicaré a su debido momento.
La banda no tardó en disolverse; algunos de nuestros valientes fueron a hacerse
ahorcar en Toscana; otros a unirse a Testalunga, que empezaba a adquirir cierta
reputación en Sicilia. Mi padre mismo cruzó el estrecho y fue a Mesina, donde pidió
asilo a los Agustinos del Monte. Puso su modesto peculio en manos de los monjes,
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hizo penitencia pública y se estableció bajo el portal de la iglesia, donde llevaba una
vida muy apacible, pues tenía libertad de pasearse por los jardines y los patios del
convento. Los monjes le daban sopa, y él mandaba buscar un par de platos de un
figón vecino. Por añadidura, el frater del convento le curaba las heridas.
Supongo que por entonces mi padre nos enviaba fuertes remesas de dinero,
porque la abundancia reinaba en nuestra casa. Mi madre participaba en los placeres
del carnaval y para Navidad hacía un pesebre, o presepio, representado por
muñequitos, animales de azúcar y otras niñerías de esta especie que están muy de
moda en todo el reino de Nápoles y son un objeto de lujo para el burgués. Mi tía
Lunardo tenía también su presepio, pero no podía compararse con el de mi madre.
En la medida en que recuerdo a mi madre, me parece que era buena, y a menudo
la hemos visto llorar por los peligros a los cuales se exponía su marido, pero unos
pocos triunfos obtenidos sobre su hermana o sus vecinas secaban muy pronto sus
lágrimas. La satisfacción que le dio su hermoso pesebre fue el último placer que le he
visto gustar. No sé cómo contrajo una pleuresía, de resultas de la cual murió a los
pocos días. Ignoro qué habría sido de nosotros a su muerte si el bargello no nos
hubiese llevado a su casa. Allí pasamos algunos días, después de los cuales nos
confió a un arriero que nos hizo atravesar toda Calabria y al cabo de dos semanas
llegar a Mesina. Mi padre ya estaba informado de la muerte de su esposa. Nos recibió
con gran ternura, nos puso un jergón junto al suyo, y nos presentó a los monjes, que
nos sumaron a las filas de sus monaguillos. Ayudábamos a misa, despabilábamos los
cirios, encendíamos las lámparas y, acabada nuestra tarea, éramos unos pilletes tan
redomados como lo habíamos sido en Benevento. Una vez que comíamos la sopa de
los monjes, mi padre nos daba un real a cada uno, con el cual nos comprábamos
castañas y rosquetes, nos íbamos a jugar al puerto y no volvíamos hasta la noche.
Éramos, en fin, dichosos pilluelos, hasta que un acontecimiento, que hoy mismo no
puedo recordar sin un acceso de rabia, decidió para siempre mi destino. Un domingo,
como fuera a cantarse vísperas, volví al portal de la iglesia con un paquete de
castañas que había comprado para mis hermanos y para mí, y estaba separando las
castañas del paquete en tres porciones cuando se detuvo un soberbio coche, llevado
por seis caballos y precedido por otros dos del mismo color que corrían en libertad,
suerte de lujo que sólo he visto en Sicilia. Se abrió la portezuela y vi salir del coche a
un caballero que dio el brazo a una dama; después salió un abate, y por último un
niñito de mi edad, de rostro encantador y magníficamente vestido a la húngara, como
era frecuente que se vistiera por entonces a los niños. Su capita de terciopelo azul,
bordada en oro y guarnecida de cibelinas, le llegaba hasta la mitad de las piernas, y
por detrás cubría parte de sus botas, que eran de marroquí amarillo. Su gorra, también
guarnecida de cibelinas, era de terciopelo azul y estaba coronada por una borla de
perlas que le caía sobre un hombro. En el cinturón tenía cordones y borlas de oro, y
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su pequeño sable estaba guarnecido de pedrerías. Por último, llevaba en la mano un
libro de oraciones engarzado en oro.
Quedé tan maravillado de ver ropas tan hermosas en un muchacho de mi edad,
que no sabiendo demasiado lo que hacía me llegué hasta él y le ofrecí dos castañas
que tenía en la mano, pero el indigno bribón, en vez de responder a esa amistosa
cortesía de mi parte, me pegó en la nariz con el libro de oraciones, poniendo en ello
toda la fuerza de su brazo. Quedé con el ojo izquierdo casi negro, y como una
abrazadera del libro me entrara en la nariz, la desgarró de tal modo que en un
segundo estuve cubierto de sangre. Entonces me pareció oír al señorito lanzar gritos
atroces, pero yo había, por así decirlo, perdido el conocimiento. Cuando volví en mí,
me encontré junto a la fuente del jardín, rodeado por mi padre y mis hermanos, que
me lavaban la sangre y trataban de parar la hemorragia. Entre tanto, como estuviera
aún cubierto de sangre, vimos volver al señorito, seguido de su abate, del caballero y
de dos lacayos, uno de los cuales llevaba un paquete de vergajos. El caballero explicó
en pocas palabras que la señora princesa de Roccafiorita exigía que yo fuera azotado
hasta que me saliera sangre en reparación del susto que le había dado, así como al
Principino, y acto seguido los lacayos pusieron la sentencia en ejecución. Mi padre,
que temía perder su asilo, al principio no se atrevió a protestar, pero después, al ver
que me lastimaban implacablemente, ya no pudo contenerse. Dirigiéndose al
caballero, y con todo el acento de la furia sofocada, le dijo:
—Haced que acaben de una vez, o recordad que he asesinado a muchos que
valían por diez de vuestra especie.
El caballero, considerando que esas palabras encerraban un profundo sentido,
ordenó que pusieran fin a mi suplicio; sin embargo, como yo estuviera aún echado
sobre el vientre, el Principino se acercó y me dio un puntapié en la cara, diciéndome:
—Managgia la tua faccia de banditu.
Este último insulto colmó mi rabia. A partir de aquel momento puedo decir que
dejé de ser un niño, o a lo menos que dejé de gustar las dulces alegrías de la infancia,
y mucho tiempo después no podía conservar la sangre fría al ver a un hombre
ricamente vestido. Es menester que la venganza sea el pecado original de mi país,
porque, aunque yo no tuviese entonces más que ocho años, sólo pensaba noche y día
en castigar al Principino. Me despertaba sobresaltado, soñando que lo tenía cogido
por el pelo y lo molía a golpes, y durante el día pensaba en lastimarlo desde lejos;
pues sospechaba que no me dejarían acercarme a él. Además, quería huir una vez que
le pegase. Por último, decidí arrojarle una piedra, suerte de ejercicio que me era
familiar, y herirlo en el rostro; sin embargo, para adiestrarme, elegí un blanco contra
el cual me ensayaba todo el día. Una vez mi padre me preguntó qué estaba haciendo.
Le respondí que mi intención era romperle la cara al Principino, luego huir y hacerme
bandido. Mi padre pareció no creer en lo que yo le decía, pero sonrió de una manera
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que confirmó mi proyecto. Llegó por fin el domingo, que debía ser el día de la
venganza. Apareció la carroza, descendieron sus ocupantes. Yo estaba muy
emocionado, pero traté de calmarme. Mi pequeño enemigo me distinguió en la
multitud y me sacó la lengua. Le arrojé la piedra y lo vi caer para atrás.
En seguida eché a correr y no me detuve hasta llegar al otro extremo de la ciudad.
Allí encontré a un pequeño deshollinador amigo que me preguntó a dónde iba. Le
conté lo sucedido, y me presentó a su patrón. Éste me recibió con placer, pues le
faltaban muchachos para un trabajo tan áspero y no sabía dónde hallarlos. Me dijo
que nadie me reconocería una vez que tuviese la cara tiznada de hollín, y que trepar
por las chimeneas podía ser una ciencia muy útil. En eso no me engañó. A menudo he
debido la vida al talento que adquirí entonces.
El polvo de las chimeneas y el olor del hollín me incomodaron al principio, pero
muy pronto me acostumbré a ellos, porque estaba en la edad en que uno se hace a
todo. Después de ejercer mi profesión durante seis meses me ocurrió la aventura que
voy a relatar.
Estaba yo sobre un techo, con el oído atento para saber por qué tubo saldría la voz
del patrón. Me pareció oírlo gritar en la chimenea más próxima a mí. Descendí por
ella, pero encontré que, bajo el techo, el tubo se bifurcaba. Allí hubiera debido
llamar; como buen aturdido no lo hice, y me decidí por una de las dos aberturas. Me
dejé resbalar, me encontré en un hermoso salón, y lo primero que vi fue al Principino
en camisa, jugando al volante.
El muy tonto, aunque sin duda habría visto a otros deshollinadores, me tomó por
el diablo. Se hincó de rodillas, suplicándome que no lo raptara y prometiéndome ser
juicioso. Sus ruegos me habrían conmovido, pero tenía en la mano mi escobilla de
deshollinador, y la tentación de usarla fue muy grande; además, aunque estaba bien
vengado del golpe que me pegó el Principino con el libro de oraciones, y en parte
también por los vergajazos, aún pesaba sobre mi corazón el puntapié que me dio en la
cara, al tiempo que me decía:
—Managgia la tua faccia de banditu.
En fin, un napolitano, llegado el momento de vengarse, prefiere pecar por exceso
que por falta.
Arranqué de mi escobilla un puñado de vergajos. Después desgarré la camisa del
Principino; una vez que su espalda quedó al desnudo, también la desgarré, o a lo
menos la dejé bastante mal parada. Lo más extraño del caso es que el miedo le
impedía gritar. Cuando creí suficiente el castigo, me limpié el tizne de la cara y le
dije:
—Ciuccio, maledetto, io non zuno lu diavolu, io zuno lu piciolu banditu delli
Augustine. Entonces el Principino recuperó el uso de la voz y pidió socorro a gritos,
pero yo, sin esperar que acudieran, subí por donde había bajado.
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Cuando estuve en el techo, oí la voz del patrón que me llamaba, pero no juzgué
conveniente responder.
Corriendo de techo en techo llegué a un establo, ante el cual había un carro con
heno. Me lancé del techo al carro y del carro al suelo. Después llegué corriendo al
portal de los Agustinos, donde conté a mi padre lo que acababa de ocurrirme. Mi
padre me escuchó con mucho interés; después me dijo:
—Soto, Soto! Già vegio che tu sarai banditu.
En seguida, volviéndose hacia un hombre que estaba a su lado, agregó:
—Padron Lettereo, prendetelo chiutosto vui.
Lettereo es un nombre de pila característico de Messina. Proviene de una carta
(lettera) que la Virgen escribió a los habitantes de esta ciudad y que fechó «el año
1452 del nacimiento de mi hijo». Los mesineses tienen tanta devoción por esta carta
como los napolitanos por la sangre de San Genaro. Os cuento este detalle porque un
año y medio después, ante la Madonna della lettera, recé una plegaria que imaginé
fuese la última de mi vida.
Padron Lettereo era capitán de un pingue, armado en apariencia para la pesca de
coral, en realidad para el contrabando y la piratería, según se presentara la ocasión.
Lo cual ocurría pocas veces porque el barco no portaba cañones y era menester
sorprender a los navíos en playas desiertas.
Todo ello se sabía en Mesina, pero Lettereo hacía contrabando por cuenta de los
principales mercaderes de la ciudad. Los empleados de la aduana tenían su parte en el
negocio y, por lo demás, el patrón pasaba por ser muy aficionado a la coltellata, lo
cual imponía respeto a quienes hubiesen podido causarle molestias. Agregaré que la
traza de Lettereo era en verdad imponente. Su altura y el ancho de sus espaldas
hubieran bastado para llamar la atención, pero su aspecto todo era tan hosco que las
personas de carácter apocado no lo veían sin un movimiento de espanto. Su rostro, ya
de por sí muy trigueño, estaba oscurecido por la pólvora de un cañonazo que le había
dejado muchas cicatrices, y diversos y extraños dibujos adornaban su piel morena.
Casi todos los marineros del Mediterráneo tienen la costumbre de hacerse tatuar, en
los brazos y en el pecho, cifras, perfiles de galeras, cruces y otros ornamentos
parecidos. Pero Lettereo había exagerado esta costumbre. En una mejilla llevaba
grabado un crucifijo; en la otra, una madona. De ambas imágenes sólo se veía la parte
de arriba, porque la inferior estaba oculta por una espesa barba que la navaja no
tocaba jamás y que únicamente las tijeras contenían dentro de ciertos límites.
Completad el cuadro con aros de oro en las orejas, un gorro rojo, una chaqueta sin
mangas, pantalones de marinero, brazos y pies desnudos, bolsillos llenos de oro, y
tendréis la estampa aproximada del patrón.
Se pretende que en su juventud había conquistado a mujeres de alta alcurnia;
todavía entonces era el mimado de las mujeres de su condición, y el terror de los
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maridos. Os diré, para acabar de haceros conocer a Lettereo, que había sido el íntimo
amigo de un hombre de verdadero mérito, conocido por el nombre de Pepo, de quien
mucho se ha hablado después. Ambos fueron corsarios de Malta. Pepo, más adelante,
entró al servicio del rey, mientras Lettereo, a quien el honor le importaba menos que
el dinero, había tomado el partido de enriquecerse por todos los medios y se había
convertido, a la vez, en enemigo irreconciliable de su antiguo camarada.
Mi padre, que en su asilo no hacía otra cosa que curarse la herida, de la cual no
esperaba ya sanar, entraba de buena gana en conversación con héroes de su misma
calaña. Esto lo había vinculado a Lettereo y, al recomendarme a él, esperaba que no
habría de rechazarme. No se equivocó. Más aún, Lettereo quedó muy conmovido por
estas muestras de confianza. Prometió a mi padre que mi noviciado sería menos
riguroso de lo que suele ser el de un grumete de barco, asegurándole que yo, puesto
que había sido deshollinador, aprendería en menos de dos días a trepar en las
maniobras.
Yo estaba muy contento. Mi nuevo oficio me parecía más noble que el de rascar
chimeneas. Abracé a mi padre y a mis hermanos y tomé alegremente con Lettereo el
camino de su barco. Cuando estuvimos a bordo, Lettereo reunió a la tripulación,
compuesta por veinte hombres cuyos rostros armonizaban con el suyo. Me presentó a
estos hombres, haciéndoles el siguiente discurso:
—Anime managie, quista criatura é lu filiu de Sotu; se uno de vui li mette la
mano sopra, io li mangio l'anima.
Esta recomendación hizo su debido efecto. Hasta quisieron que comiese en la
mesa común, pero como vi a dos grumetes de mi edad que servían a los marineros y
comían sus restos, obré como ellos. Me dejaron proceder así, y me tomaron más
estima. Pero cuando me vieron subir a la entena, cada cual se apresuró en
manifestarme su aprecio. La entena, en las velas latinas, hace las veces de verga, pero
es mucho menos peligroso sostenerse en las vergas, porque están casi siempre en
posición horizontal.
Largamos velas y al tercer día llegamos al estrecho de San Bonifacio, que separa
Cerdeña de Córcega. Allí encontramos más de sesenta embarcaciones ocupadas en la
pesca de coral. También nosotros nos pusimos a pescar, o más bien a hacer que
pescábamos. En lo que a mí respecta, saqué mucho provecho de ello porque a los
cuatro días nadaba y me sumergía como el más audaz de mis camaradas.
Al cabo de ocho días nuestra flotilla fue dispersada por el gregal, nombre que se
da, en el Mediterráneo, a la ráfaga del nordeste. Cada barco se fue como pudo.
Nosotros llegamos a un ancladero conocido con el nombre de rada de San Pedro. Es
una playa desierta, en la costa de Cerdeña. Allí encontramos una polacra veneciana
que parecía haber sufrido mucho con la tempestad. Nuestro patrón hizo de inmediato
proyectos respecto a ese navío y echó el ancla junto a él. Después hizo bajar una parte
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de la tripulación a la sentina para que se creyera que había poca gente en el barco.
Precaución casi superflua, porque las embarcaciones latinas tienen siempre más
tripulación que las otras.
Lettereo, que no cesaba de observar la tripulación veneciana, vio que sólo estaba
compuesta por el capitán, el contramaestre, seis marineros y un grumete. Observó,
además, que la vela de la cofa estaba desgarrada y que la bajaban para componerla,
porque los navíos cargueros no tienen velas de repuesto. Luego de estas
observaciones, puso en la chalupa ocho fusiles y otros tantos sables, los cubrió con
una tela alquitranada y resolvió esperar el momento favorable.
Cuando se restableció el buen tiempo, los marineros subieron a la gavia para
desplegar la vela, pero como no supieran arreglárselas bien, el contramaestre y el
capitán también subieron. Entonces Lettereo echó la chalupa al mar, se dejó caer en
ella con siete marineros y abordó por atrás a la polacra. El capitán, que estaba
montado en la verga, les gritó:
—Alla larga, ladrone, alla larga!
Pero Lettereo lo apuntó con un fusil, amenazando con matar al primero que
descendiera. El capitán, que parecía un hombre decidido, se echó sobre los obenques
para bajar. Lettereo le tiró al vuelo. El capitán cayó al mar y no volvió a aparecer. Los
marineros pidieron gracia. Lettereo dejó cuatro hombres para vigilarlos y con los
otros tres recorrió el interior del navío. En la cabina del capitán encontró un barril de
aquellos que se usan para guardar aceitunas, pero como pesaba mucho y estaba
cuidadosamente precintado, pensó que debía guardar otra clase de mercaderías. Lo
abrió, y quedó agradablemente sorprendido al encontrar en él varios sacos de oro. No
pidió más y ordenó la retirada. El destacamento volvió a bordo y largamos velas.
Como pasáramos por la popa del barco veneciano, le gritamos en broma:
—Viva San Marco!
Cinco días después llegamos a Livornia. Inmediatamente el capitán fue a ver al
cónsul de Nápoles, acompañado por dos de sus hombres, y declaró que habiéndose
peleado su tripulación con la de una polacra veneciana, el capitán veneciano había
tenido la mala suerte de ser empujado por un marinero, de resultas de lo cual había
caído al mar. Parte del contenido del barril de aceitunas fue empleado en dar mayor
verosimilitud a este relato.
Lettereo, que tenía una decidida afición a la piratería, hubiera sin duda intentado
otras empresas de este género, pero en Livornia le propusieron un nuevo comercio
que mereció su preferencia. Un judío llamado Nathan Levi, habiendo observado que
el Papa y el rey de Nápoles ganaban mucho con sus monedas de cobre, quiso
participar de esta ganancia. Hizo pues fabricar monedas parecidas en una ciudad de
Inglaterra llamada Birmingham. Cuando tuvo cierta cantidad, estableció a uno de sus
agentes en Florida, aldea de pescadores situada en la frontera de los dos estados, y
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Lettereo se encargó de transportar y desembarcar la mercadería.
El provecho fue considerable y durante más de un año, no hicimos más que ir y
venir, siempre cargados con nuestras monedas romanas y napolitanas. Quizá
hubiéramos continuado durante mucho tiempo con nuestros viajes, pero Lettereo, que
tenía genio para especular, propuso al judío que fabricase monedas de oro y de plata.
Éste siguió su consejo y estableció en Livornia una pequeña fábrica de cequíes y de
escudos. Nuestro provecho excitó los celos de las potencias. Un día que Lettereo
estaba en Livornia, pronto a echar las velas, le dijeron que el capitán Pepo tenía orden
del rey de perseguirlo, pero que no podría echarse a la mar antes de fin de mes. Ese
falso aviso no era sino un ardid del mismo Pepo, que ya estaba en alta mar desde
hacía cuatro días. Lettereo cayó en la trampa. Como el viento era favorable, creyó
poder hacer un viaje aún, y alzó velas. Al día siguiente, al despuntar la aurora, nos
encontramos en medio de la escuadrilla de Pepo, compuesta por dos galeones y dos
escampavías. Como estábamos rodeados, no había medio de escapar. Lettereo estaba
decidido a jugarse el todo por el todo. Alzó las velas y enfiló hacia la nave mayor.
Pepo estaba en el puente y daba órdenes para el abordaje. Lettereo le apuntó con un
fusil y le rompió un brazo. Todo ello fue cuestión de segundos.
Muy pronto los cuatro navíos dirigieron sus proas contra nosotros, y escuchamos
de todos lados: Mayna. Mayna ladro managie, can senza fede. Lettereo se puso a
babor, de modo que nuestra banda rozaba la superficie del agua. Después,
dirigiéndose a la tripulación, nos dijo:
—Anime managie, io in galera no ci vado. Pregate per me a la santissima
madonna della lettera.
Todos nos hincamos de rodillas. Lettereo se puso unas balas de cañón en el
bolsillo. Creíamos que quería echarse al mar. Pero eran muy otros los proyectos del
astuto pirata. Amarrado a sotavento había un grueso tonel, lleno de cobre. Lettereo se
armó de un hacha y cortó la amarra. Inmediatamente, el tonel rodó por la otra banda,
y como nosotros estábamos ya muy inclinados, naufragamos por completo. Al
principio, los que estábamos de rodillas caímos sobre las velas cuando el navío se
hundió, éstas, a causa de su elasticidad, nos echaron felizmente a varias toesas del
otro lado. Pepo nos izó a todos, con excepción del capitán, un marinero y un grumete.
A medida que nos sacaba del ala, nos agarrotaba y nos echaba en la nave mayor.
Cuatro días después abordamos Mesina. Pepo había hecho advertir a la justicia que
iba a entregarle a algunos individuos dignos de su atención. Nuestro desembarco no
careció de cierta pompa. Era precisamente la hora del Corso, cuando toda la nobleza
se pasea por la avenida de la Marina. Nosotros marchábamos gravemente, precedidos
y seguidos por esbirros.
El Principino estaba entre los espectadores. No bien aparecí, me reconoció y
gritó:
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—Ecco lu piciolu banditu delli Augustini.
Al mismo tiempo me saltó a los ojos, me cogió por el pelo y me arañó la cara.
Como yo tenía las manos atadas a la espalda, no podía defenderme. Sin embargo,
acordándome de una jugada que vi hacer en Livornia a marineros ingleses, hice un
movimiento y le di un cabezazo en la boca del estómago. El Principino cayó para
atrás. Después, levantándose furioso, sacó del bolsillo un cuchillito y quiso herirme.
Lo evité, tirándole una zancadilla y haciéndolo caer violentamente. En la caída, se
hirió con el cuchillo que tenía en la mano. Entretanto llegó la princesa, que quiso
hacerme pegar por sus servidores, pero los esbirros se opusieron a ello y nos
condujeron a la cárcel.
El proceso de nuestra tripulación duró poco tiempo; casi todos fueron condenados
a recibir la estrapada y pasar el resto de su vida en galeras. Digo casi todos porque el
grumete que se salvó y yo fuimos soltados por ser menores de edad. Cuando me
pusieron en libertad, fui al convento de los agustinos. No encontré a mi padre. El
hermano portero me dijo que había muerto y que mis dos hermanos eran grumetes en
un navío español. Pedí hablar con el hermano capellán. Me hicieron pasar al locutorio
y conté mi pequeña historia, sin olvidar el cabezazo al Principino y la zancadilla que
le tiré. Su reverencia me escuchó bondadosamente. Después me dijo:
—Hijo mío, vuestro padre, al morir, ha dejado al convento una suma
considerable. Es un bien mal adquirido al cual no tenéis ningún derecho. Está en las
manos de Dios y debe emplearse en mantener a sus servidores. Sin embargo, hemos
osado sustraer de él algunos escudos que dimos al capitán español que se ha
encargado de vuestros hermanos. En cuanto a vos, no podremos daros asilo en el
convento por respeto a la señora princesa de Roccafiorito, nuestra ilustre
bienhechora. Pero iréis, hijo mío, a la granja que tenemos al pie del Etna, donde
pasaréis dulcemente los años de vuestra infancia. Después de hablar así, el capellán
llamó a un hermano laico y le dio órdenes relativas a mi suerte.
Al día siguiente partí con el hermano laico. Llegamos a la granja, donde me
instalé. De tiempo en tiempo me enviaban a la ciudad para comisiones que tenían
relación con la economía del convento. Durante esos cortos viajes hice todo lo
posible para evitar al Principino. Una vez, sin embargo, mientras yo compraba
castañas en la calle, me reconoció y me hizo fustigar rudamente por sus lacayos.
Algún tiempo después me introduje disfrazado en su casa y allí, sin duda, me hubiera
sido fácil asesinarlo, cosa que no hice y de lo cual me arrepiento todos los días. Pero
entonces no estaba aún familiarizado con procedimientos de esa especie, y me
contenté con maltratarlo. Durante los primeros años de mi juventud no pasaron seis
meses, ni siquiera cuatro, sin que nos encontráramos con el maldito Principino, quien,
frecuentemente, tenía sobre mí la ventaja del número. Por fin llegué a los quince
años, y era un niño por la edad y la razón, pero casi un hombre por la fuerza y el
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coraje, lo cual no debe sorprender si se considera que el aire de mar y en seguida el
de las montañas habían fortificado mi temperamento.
Tenía pues quince años cuando vi por primera vez al valiente y digno Testalunga,
el más honesto y virtuoso bandido que haya habido en Sicilia. Mañana, si me lo
permitís, os hablaré de este hombre, cuya memoria vivirá eternamente en mi corazón.
Por el momento, me veo obligado a dejaros, porque el gobierno de mi caverna exige
atentos cuidados a los cuales no puedo sustraerme.
Soto nos dejó, y cada uno de nosotros hizo sobre su relato reflexiones parecidas a
su propio carácter. Confesé no poder negar una suerte de estima a hombres tan
valientes como los que acababa de pintarnos. Emina sostuvo que el valor sólo merece
nuestra estima cuando se emplea para hacer respetar la virtud. Zebedea dijo que un
pequeño bandido de dieciséis años era muy capaz de inspirar amor.
Cenamos, y después cada cual se acostó. Las dos hermanas volvieron a mi
departamento a sorprenderme. Emina me dijo:
—Alfonso mío, ¿serías capaz de sacrificar algo por nosotras? Se trata de vuestro
interés, antes que del nuestro.
—Hermosa prima —le respondí—, todos esos preámbulos no son necesarios.
Decidme derechamente lo que deseáis.
—Querido Alfonso —replicó Emina—, estamos molestas, heladas, por la alhaja
que lleváis al cuello, y que decís que es un trozo de la verdadera cruz.
—¡Oh —respondí en seguida—, no me pidáis esta alhaja! He prometido a mi
madre llevarla siempre conmigo y cumplo mis promesas. No es a vosotras a quienes
corresponde dudar de ello.
Mis primas no respondieron, parecieron enojarse un poco, después se suavizaron,
y la noche transcurrió más o menos como la anterior. Es decir, que los cinturones
permanecieron en su sitio.
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JORNADA SÉPTIMA
A la mañana siguiente me desperté más temprano que la víspera. Fui a ver a mis
primas. Emina leía el Corán, Zebedea ensayaba collares de perlas y chales.
Interrumpí esas graves ocupaciones con dulces caricias, que eran tanto muestras de
amistad como de amor. Después comimos. Terminada la comida, Soto volvió a tomar
el hilo de su historia en los términos siguientes:
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con los principales granjeros de las tierras vecinas. Les dijo:
—Robemos en común. Yo vendré, os pediré, y vosotros me daréis lo que queráis,
y por ello no estaréis menos a cubierto ante vuestros amos.
Era siempre robar, pero Testalunga compartía el botín con sus compañeros y no
guardaba para sí más que lo absolutamente necesario. Por el contrario, cuando
atravesaba una aldea, pagaba todo al doble de su valor, de modo que muy pronto se
convirtió en el ídolo del pueblo de las Dos Sicilias.
Os he dicho que muchos bandidos de la banda de mi padre fueron a reunirse con
Testalunga, quien, durante algunos años, se mantuvo en el mediodía del Etna para
hacer sus recorridos en el Val di Noto y en el Val di Mazara. Pero en la época en que
os hablo, es decir cuando cumplí quince años, la banda volvió al Val Demoni, y un
buen día los vimos aparecer en la granja de los monjes.
Todo lo que podáis imaginar de diestro y brillante sería poco tratándose de los
hombres de Testalunga: uniformes de migueletes, pelo envuelto en una redecilla de
seda, y al cinto pistolas y puñales; una larga espada y un fusil, tal era poco más o
menos su uniforme de guerra. Durante tres días comieron nuestras gallinas y bebieron
nuestro vino. Al cuarto, uno de ellos vino a anunciarles que un destacamento de
dragones de Siracusa avanzaba con la intención de rodearlos. La noticia los hizo reír
de buena gana. Se emboscaron en un atajo, atacaron al destacamento y lo dispersaron.
Con relación a los dragones, su proporción era de uno contra diez, pero cada bandido
abundaba en armas, y todas de la mejor calidad.
Después de la victoria, los bandidos volvieron a la granja, y yo, que los había
visto combatir desde lejos, me eché a los pies del jefe para conjurarle que me dejara
unirme a ellos. Testalunga preguntó quién era. Respondí que era el hijo del bandido
Soto. Al oír ese querido nombre, todos aquellos que habían servido bajo las órdenes
de mi padre lanzaron un grito de alegría. Después uno de ellos, tomándome en
brazos, me sentó sobre la mesa y dijo:
—Camaradas míos, el oficial de Testalunga ha sido muerto en combate, y no
encontramos con quién reemplazarlo. Que el pequeño Soto sea nuestro oficial.
¿Acaso no se dan regimientos a los hijos de los duques y los príncipes? Hagamos por
el hijo del valiente Soto lo que se hace por ellos. Yo respondo de que será digno de
este honor. El orador mereció grandes aplausos, y fui proclamado por unanimidad. Al
principio mi grado no era más que una broma, y cada bandido estallaba de risa al
llamarme signor tenente. Pero tuvieron que cambiar de tono. No sólo era yo siempre
el primero en el ataque y el último en cubrir la retirada, sino que ninguno de ellos
sabía tanto como yo cuando se trataba de espiar los movimientos del enemigo o de
asegurar el descanso de la banda. Ya escalaba las cumbres de los peñascos para
divisar una extensión mayor y hacer desde allí las señales convenidas, ya pasaba días
enteros en medio del campo enemigo, bajando sólo de un árbol para trepar a otro.
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Hasta me sucedió, con frecuencia, pasar las noches en los más altos castaños del
Etna. Y, cuando no podía resistir el sueño, me ataba a las ramas con una correa. Todo
ello no era difícil para mí, puesto que había sido grumete y deshollinador.
Tantas fueron mis hazañas que la seguridad común me fue confiada enteramente.
Testalunga me quería como a su hijo, pero yo, si me atrevo a decirlo, adquirí un
renombre que sobrepasaba casi el suyo, y las proezas del pequeño Soto se
convirtieron en el tema de todas las conversaciones de Sicilia. La gloria no me volvió
insensible a las dulces distracciones que me inspiraba mi juventud. Ya os he dicho
que, entre nosotros, los bandidos eran los héroes del pueblo, y bien pensaréis que las
paisanas del Etna no me disputaban su corazón, pero el mío estaba destinado a
rendirse a más delicados encantos, y el amor le reservaba una conquista más
halagadora.
Era oficial desde hacía dos años y tenía diecisiete cumplidos cuando nuestra
banda fue obligada a volver hacia el sur porque una nueva erupción del volcán había
destruido nuestros refugios ordinarios.
Al cabo de cuatro días llegamos a un castillo llamado Roccafiorita, feudo y solar
principal del Principino, mi enemigo.
Ya no pensaba en las injurias que había recibido de él, pero el nombre del lugar
me devolvió intacto mi rencor. Esto no debe sorprenderos: en nuestros climas, los
corazones son implacables. Si el Principino hubiera estado en su castillo, creo que
habría entrado en él a sangre y fuego. Me contenté con hacer todos los estragos
posibles, y mis camaradas, que conocían mis motivos, me secundaron a más y mejor.
Los servidores del castillo, que al principio quisieron oponerse, no resistieron al buen
vino de su amo, que hicimos correr a mares. Fueron de los nuestros. En suma,
convertimos a Roccafiorita en la isla de Jauja. Esta vida duró cinco días. Al sexto,
nuestros espías me advirtieron que íbamos a ser atacados por todo el regimiento de
Siracusa, y que después el Principino llegaría con su madre y varias señoras de
Mesina. Yo hice retirar a mi banda, pero tuve la curiosidad de permanecer e
instalarme en la copa de una encina muy tupida que estaba en el extremo del jardín.
Sin embargo, había tenido la precaución de cavar un agujero en la muralla del jardín
para facilitar mi evasión.
Por último vi llegar al regimiento, que acampó delante de la puerta del castillo,
después de haberlo rodeado con sus postas. Llegó también una fila de literas, en las
cuales estaban las damas, y en la última estaba el Principino mismo, acostado sobre
una pila de almohadones. Descendió con dificultad, sostenido por dos escuderos, y
cuando supo que ninguno de nosotros había quedado en el castillo, entró con las
damas y algunos hidalgos de su séquito.
Al pie de mi árbol había un fresco arroyo, una mesa de mármol y bancos. Era la
parte más adornada del jardín. Supuse que los invitados no demorarían en llegarse
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hasta allí, y decidí esperarlos para verlos de cerca. En efecto, al cabo de media hora
apareció una muchacha de mi edad. Los ángeles no eran más hermosos que ella, y la
impresión que me causó fue tan intensa y súbita que tal vez habría caído de lo alto,
del árbol si no hubiese tenido la precaución de atarme a él con el cinturón, cosa que
hacía en ocasiones para descansar con más seguridad.
La muchacha tenía los ojos bajos y una expresión; de profunda melancolía.
Sentóse en un banco, se apoyó en la mesa de mármol y derramó muchas lágrimas. Sin
saber yo demasiado lo que hacía, me dejé resbalar por el tronco del árbol y me
coloqué de manera de verla y no ser visto. Entonces apareció el Principino, llevando
un ramo de flores en la mano. ; Hacía cerca de tres años que no tenía yo el disgusto
de verlo. Estaba más robusto. Su rostro, aunque hermoso, era insípido.
Cuando la muchacha lo vio, su rostro expresó el desprecio de una manera que me
llenó el corazón de gratitud. El Principino la abordó, sin embargo, irradiando
contento de sí mismo, y le dijo:
—Querida prometida, he aquí el ramo que os daré si me aseguráis no hablarme
nunca más de ese pequeño harapiento de Soto.
La señorita respondió:
—Señor príncipe, me parece que hacéis mal en poner condiciones a vuestros
favores. Por lo demás, aunque yo no os hablara del encantador Soto, toda vuestra casa
seguiría ocupándose de él. Vuestra misma nodriza os ha dicho que nunca había visto
a un muchacho de tan buen parecer, y sin embargo vos estabais allí.
El Principino, harto amoscado, replicó:
—Señorita Silvia, acordaos que sois mi prometida.
Silvia no respondió y se deshizo en lágrimas.
Entonces, furioso, el Principino exclamó:
—Despreciable criatura, puesto que estás enamorada de un bandido, he aquí lo
que te mereces.
Y al mismo tiempo le dio una cachetada. Entonces la señorita exclamó:
—¡Soto, que no puedas castigar a este cobarde!
No había terminado ella sus palabras, cuando aparecí y le dije al príncipe:
—Debes reconocerme. Soy bandido y podría asesinarte. Pero respeto a la señorita
que ha dignado llamarme en su auxilio, y accedo a batirme como vosotros, los nobles.
Llevaba yo dos puñales y cuatro pistolas. Separé tres y tres, coloqué a diez pasos un
grupo de armas y el otro, y dejé al Principino que escogiera. Pero el infeliz había
caído desvanecido en un banco.
Entonces Silvia tomó la palabra y me dijo:
—¡Bravo, Soto! Mañana debía casarme con el príncipe, o entrar al convento. No
haré ni una cosa, ni otra. Quiero ser tuya para toda la vida.
Y se echó en mis brazos.
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Pensaréis bien que no me hice de rogar. Sin embargo, había que impedir que el
príncipe turbase nuestro retiro. Cogí un puñal y, sirviéndome de una piedra a modo de
martillo, le clavé la mano al banco sobre el cual estaba sentado. Lanzó un grito y
volvió a caer desvanecido. Nosotros salimos por el agujero que yo había hecho en el
muro del jardín, y después llegamos hasta la cumbre de los montes.
Mis camaradas tenían todos queridas; les encantó que también yo tuviese una, y
sus hermosas juraron obedecer ciegamente a la mía.
Había pasado cuatro meses con Silvia, cuando me fue forzoso abandonarla para
reconocer los cambios que la última erupción había hecho en el norte. En este viaje
encontré encantos a la naturaleza que antes me pasaron inadvertidos. Observé prados,
grutas, umbrías, en lugares en que antes sólo había visto emboscadas o puestos de
defensa. Por fin Silvia había enternecido mi corazón de bandido. Pero éste no tardó
en recuperar su ferocidad.
Vuelvo a mi viaje al norte de la montaña. Me expreso así porque los sicilianos,
cuando hablan del Etna, dicen siempre Il monte, o el monte por antonomasia. Dirigí
al principio mi marcha hacia lo que nosotros llamamos la torre del filósofo, pero no
pude llegar a ella. Un abismo, abierto en los flancos del volcán, había vomitado un
torrente de lava que, dividiéndose un poco arriba de la torre y uniéndose mil metros
debajo, formaba una isla por completo inabordable.
Comprendí en seguida la importancia de esta posición y, por añadidura, en la torre
misma teníamos un depósito de castañas que yo no quería perder. A fuerza de buscar,
encontré un camino subterráneo por donde había pasado otras veces y que me
condujo hasta el pie o, más bien, a la torre misma. Inmediatamente resolví alojar en
esta isla a toda nuestra población femenina. Hice construir chozas de hojas. Adorné
una de ellas tanto como pude. Después volví al sur, y traje desde allí a toda la colonia,
que se mostró encantada de su nuevo asilo.
Ahora, cuando rememoro el tiempo que pasé en ese lugar dichoso, vuelvo a verlo
como aislado en medio de las crueles agitaciones que han asaltado mi vida.
Estábamos separados de los hombres por torrentes de llamas. Las del amor abrasaban
nuestros sentidos. Allí todo obedecía a mis órdenes y todo estaba sometido a mi
querida Silvia. Por último, para llevar mi felicidad al colmo, mis dos hermanos
vinieron a encontrarme. A los dos les habían ocurrido aventuras interesantes y me
atrevo a asegurar que, si alguna vez queréis oírlas de sus labios, tendréis más
satisfacción que escuchando mi relato. Hay pocos hombres que en su vida no puedan
contar días hermosos, pero no sé si hay hombre alguno que en ella pueda contar
hermosos años. Mi felicidad no alcanzó a durar un año entero. Los valientes de la
banda eran muy honestos entre sí. Ninguno hubiera osado fijar los ojos en la querida
de un camarada, y menos aún en la mía. Los celos estaban pues desterrados de
nuestra isla, o mejor sería decir que por cierto tiempo lo estuvieron, porque esta
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pasión furiosa encuentra demasiado fácilmente el camino de aquellos lugares que
habita el amor.
Un joven bandido llamado Antonino se enamoró de Silvia, y siendo muy fuerte su
pasión, no pudo ocultarla. Yo mismo lo advertí, pero al verlo tan triste, juzgué que mi
querida no respondía a sus requerimientos, y permanecí tranquilo. Sólo que hubiese
querido curar de su amor a Antonino, a quien apreciaba a causa de su valentía. Por el
contrario, y a causa de su cobardía, yo detestaba a otro bandido llamado Moro, y si
Testalunga me hubiese creído, lo habría echado tiempo ha.
Moro supo conquistar la confianza del joven Antonino, y le prometió beneficiar
su amor. También supo hacerse escuchar por Silvia y persuadirla de que yo tenía una
querida en una aldea vecina. Silvia temió explicarse conmigo. Atribuí su humor
contrito a una mudanza de sus sentimientos. A la vez, e instruido por Moro, Antonino
redobló sus asiduidades con Silvia, y tomó un aire satisfecho que me hizo pensar que
ella lo hacía dichoso.
No era yo diestro para desentrañar esa suerte de intrigas. Apuñalé a Silvia y a
Antonino. Éste, que no murió de inmediato, me descubrió la traición de Moro.
Llevando el puñal ensangrentado aún, fui a buscar al malvado. Temeroso, Moro cayó
de rodillas y me confesó que el príncipe de Roccafiorita le había pagado para
hacerme perecer, así como a Silvia, y que sólo se había unido a nuestra banda con el
fin de cumplir ese designio. Lo apuñalé. Después fui a Mesina, valiéndome de un
disfraz me introduje en casa del príncipe, y lo envié al otro mundo a reunirse con su
confidente y con mis otras dos víctimas. Así terminó mi felicidad, y aun mi gloria. Mi
valentía pasó a convertirse en una absoluta indiferencia por la vida, y como por la
seguridad de mis camaradas tenía la misma indiferencia muy pronto perdí su
confianza. Puedo aseguraros que, desde entonces, soy un bandido muy mediocre.
Poco después Testalunga murió de una pleuresía, y toda su banda se dispersó. Mis
hermanos, que conocían bien España, me persuadieron de ir. Me puse a la cabeza de
doce hombres. En la bahía de Taormina me mantuve escondido tres días. Al cuarto,
nos apoderamos de un bergantín, en el cual llegamos a las costas de Andalucía.
Aunque haya en España muchas cadenas de montañas que podían ofrecernos
retiros ventajosos, he dado preferencia a Sierra Morena, y no tengo motivos de
arrepentirme. Asalté dos caravanas que llevaban reales, e hice otros robos de
importancia. Mis éxitos despertaron inquietud en la corte. El gobernador de Cádiz
recibió orden de apresarnos, vivos o muertos, y movilizó varios regimientos. Por otro
lado, el gran jeque de los Gomélez me propuso entrar a su servicio y me ofreció un
retiro en esta caverna. Acepté sin vacilar.
La audiencia de Granada no quiso perder su crédito. Viendo que no podía
encontrarnos, capturó a dos pastores del valle y los hizo colgar con el nombre de los
dos hermanos de Soto.
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Conozco a esos dos hombres y sé que han cometido muchos crímenes. Se dice,
sin embargo, que están irritados por haber sido colgados en nuestro lugar y que, por
la noche, se libran de la horca para cometer mil desmanes. No he sido testigo de ello
y no sé qué deciros. Pero es verdad que muchas noches, bajo el claro de luna, me ha
sucedido pasar junto a la horca, y no estaban los dos ahorcados; por la mañana,
cuando he vuelto a pasar, estaban de nuevo allí.
He aquí, mis queridos amos, el relato que me habéis pedido. Creo que mis dos
hermanos, cuya vida no ha sido tan salvaje como la mía, tendrían cosas más
interesantes que deciros, pero me temo que les falte el tiempo para ello porque deben
ayudarme a preparar nuestro viaje, y he recibido la orden de partir mañana por la
mañana. Soto se retiró, y la hermosa Emina dijo con acento dolorido:
—A este hombre no le falta razón. El tiempo de la dicha ocupa muy poco espacio
en la vida humana. Hemos pasado aquí tres días que quizá no volvamos nunca a
repetir. La cena no fue alegre, y me di prisa en desearles buenas noches a mis primas.
Esperaba verlas de nuevo en mi aposento y entonces disipar su melancolía con mayor
felicidad.
Aparecieron más temprano que de costumbre y, para colmo de mi placer, llevaban
sus cinturones en la mano. No era un emblema difícil de comprender. Sin embargo,
Emina se tomó la molestia de explicármelo:
—Querido Alfonso, no habéis puesto límites a vuestra devoción por nosotras; no
queremos nosotras ponerlos a vuestra gratitud. Quizá pronto estaremos separados
para siempre. Con ese motivo, otras mujeres se mostrarían severas, pero nosotras
queremos vivir en vuestro recuerdo, y si las mujeres que veréis en Madrid nos
vencerán por el encanto de su espíritu y por un exterior más amable, no tendrán al
menos la ventaja de pareceros más tiernas o más apasionadas. Sin embargo, mi
querido Alfonso, es menester que renovéis el juramento que hicisteis de no
traicionarnos, y que una vez más nos prometáis no creer todo lo malo que os dirán de
nosotras.
No pude menos de reír un poco ante la última cláusula, mas prometí lo que
quisieron y fui recompensado por las más dulces caricias. Después Emina me dijo:
—Mi querido Alfonso, esa reliquia que lleváis colgada al cuello nos perturba.
¿No podríais quitárosla un instante?
Me negué, pero Zebedea tenía unas tijeras en la mano. Las pasó por detrás de mi
cuello y cortó la cinta. Emina se apoderó de la reliquia y la arrojó en una grieta del
peñasco.
—La recogeréis mañana —me dijo—. Entretanto, poneos al cuello esta trenza
tejida con mis cabellos y los de mi hermana; el talismán que cuelga de ella preserva
también de la inconstancia, si es que algo puede preservar de la inconstancia a los
amantes. Después Emina sacó un alfiler de oro que retenía sus cabellos y se sirvió de
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él para cerrar cuidadosamente las cortinas de mi lecho.
Haré como ella, y echaré una cortina sobre el resto de la escena. Bastará saber que
mis encantadoras amigas se convirtieron en mis esposas. Hay sin duda casos en que
la violencia no puede esparcir la sangre inocente sin cometer un crimen. Pero hay
otros en que tanta crueldad beneficia a la inocencia haciéndola aparecer en todo su
esplendor. Tal fue lo que nos sucedió, y llegué a la conclusión de que mis primas no
habían desempeñado un papel muy real en mis sueños de Venta Quemada.
Poco a poco nuestros ardores se calmaron y estábamos bastante tranquilos cuando
un campanario fatal dio las doce. No pude menos de estremecerme un poco, y dije a
mis primas que temía que nos amenazara algún acaecer siniestro.
—Lo temo tanto como vos —dijo Emina—, y el peligro está próximo. Pero
escuchad bien lo que os digo: no creáis el mal que os dirán de nosotras. No creáis a
vuestros mismos ojos.
En ese instante las cortinas de mi lecho se abrieron con estrépito, y vi a un
hombre de estatura majestuosa, vestido a la morisca. Tenía el Corán en una mano, y
un sable en la otra. Mis primas se echaron a sus pies, diciendo:
—¡Poderoso jeque de los Gomélez, perdónanos!
El jeque respondió con voz terrible:
—¿Dónde están vuestros cinturones?
Luego, volviéndose hacia mí, me dijo:
—Infausto nazareno, has deshonrado la sangre de los Gomélez. Debes hacerte
mahometano o morir.
Oí un atroz quejido, y vi al endemoniado Pacheco que me hacía señas desde el
fondo del aposento. Mis primas lo vieron también. Se levantaron enfurecidas, se
llegaron hasta Pacheco y lo arrojaron del aposento.
—Infausto nazareno —prosiguió el jeque de los Gomélez—, apura de un trago el
brebaje contenido en esta copa, o perecerás de una vergonzosa muerte, y tu cuerpo,
colgado entre los cuerpos de los hermanos de Soto, será presa de los buitres y juguete
de los espíritus de las tinieblas, que se habrán de servir de él en sus infernales
metamorfosis. Me pareció que en una ocasión semejante la honra me obligaba al
suicidio. Exclamé con dolor:
—¡Oh padre mío, en mi lugar habríais procedido como yo!
Después tomé la copa y la vacié de un trago. Sentí un atroz malestar y perdí el
conocimiento.
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JORNADA OCTAVA
Puesto que tengo el honor de contaros mi historia, comprenderéis que no he
muerto del veneno que había creído tomar. Me limité a caer desfallecido, e ignoro por
cuánto tiempo. Sólo recuerdo que me desperté bajo la horca de Los Hermanos y, por
esta vez, me desperté con una suerte de placer, porque a lo menos tenía la satisfacción
de ver que no estaba muerto. Tampoco me desperté entre los dos ahorcados: estaba a
su izquierda, y vi que a su derecha había otro hombre que tomé, asimismo, por un
ahorcado, pues parecía sin vida y tenía una cuerda al cuello. Sin embargo, comprobé
por su respiración que estaba dormido, y lo desperté. El desconocido, al ver dónde
estaba, se echó a reír y dijo:
—Hay que convenir en que está uno expuesto a enojosas confusiones en el
estudio de la cábala. Los malos espíritus suelen tomar tantas formas diferentes que no
sabe uno cuál es cuál. Pero —agregó—, ¿por qué tengo una cuerda al cuello? Creí
tener una trenza. Después, como me viera, dijo:
—Ah, sois muy joven para ser un cabalista. ¡Pero también tenéis una cuerda al
cuello!
Efectivamente, tenía una. Recordé que Emina me había colgado al cuello una
trenza tejida con sus cabellos y los de su hermana, y no sabía qué pensar. El cabalista
me observó algunos instantes. Después dijo:
—No, no sois de los nuestros. Os llamáis Alfonso, y vuestra madre era una
Gomélez; sois capitán en las guardias valonas, valiente, pero todavía un poco simple.
Bueno, vamos. Hay que salir de aquí. Después veremos qué habrá que hacer.
La puerta del cadalso estaba abierta. Salimos, y vi de nuevo el valle maldito de
Los Hermanos. El cabalista me preguntó a dónde quería ir. Le contesté que estaba
decidido a seguir el camino de Madrid.
—Bueno —me dijo—, yo también voy para ese lado, pero empecemos por comer
algo. Sacó del bolsillo una taza de oro, un pote que contenía una suerte de opiato y
una redoma de cristal con un líquido amarillento. Puso en la taza una cucharada de
opiato, echó en ella algunas gotas de licor y me dijo que apurara la mixtura. No me lo
hice repetir, porque me sentía desfallecer. El elixir era maravilloso. Me sentí hasta tal
punto restaurado que no vacilé en emprender la marcha a pie, lo cual, antes de gustar
el brebaje, me hubiese parecido difícil.
El sol estaba alto ya cuando divisamos la malhadada Venta Quemada. El cabalista
se detuvo y me dijo:
—He aquí una fonda donde por la noche me han jugado una mala pasada. Pero es
menester que entremos. He dejado en ella algunas provisiones que nos servirán.
Entramos en la desastrosa venta y en el comedor encontramos una mesa servida.
Había un pastel de perdiz y dos botellas de vino. El cabalista parecía tener buen
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apetito y su ejemplo me alentó, De otro modo no sé si me hubiese atrevido a comer.
Todo lo que había visto en los últimos días trastornaba por completo mi ánimo. No
sabía ya lo que hacía, y por momentos llegaba a dudar de mi propia existencia.
Cuando acabamos de comer, recorrimos los aposentos y llegamos a aquel donde
me acosté el día de mi partida de Andújar. Reconocí mi jergón y, sentándome en él,
reflexioné sobre todo lo que me había ocurrido desde entonces y, especialmente, en lo
acaecido en la caverna. Recordé que Emina me había advertido de no creer en lo
malo que me dirían de ellas.
Estaba ocupado en estas reflexiones cuando el cabalista me hizo observar algo
brillante que había entre los tablones mal unidos del piso. Miré de cerca y vi que era
la reliquia que las dos hermanas habían quitado de mi cuello. Sabía que lo habían
echado en una grieta del peñasco de la caverna, y ahora la encontraba en una
hendidura del piso. Imaginé que no había salido en verdad de la maldita venta, y que
el ermitaño, el inquisidor y los hermanos de Soto eran otros tantos fantasmas
producidos por fascinaciones mágicas. Sin embargo, con ayuda de mi espada, retiré la
reliquia y volví a colgármela al cuello.
El cabalista se echó a reír y me dijo:
—Veo que eso os pertenece, señor caballero. Si os acostasteis aquí, no me
sorprende que os despertarais debajo de la horca. No importa, debemos ponernos en
camino; esta tarde llegaremos a la ermita.
Reemprendimos la marcha, y ni siquiera estábamos a medio camino cuando
encontramos al ermitaño, que parecía andar con dificultad. No bien nos divisó,
exclamó desde lejos:
—¡Ah, mi joven amigo! Os buscaba, volved a mi ermita. Arrancad vuestra alma
de las garras de Satán, pero empezad por sostenerme. He hecho por vos crueles
esfuerzos. Nos sentamos a descansar, y luego continuamos nuestro camino. El
anciano pudo acompañarnos apoyándose, ya en uno, ya en el otro. Por fin llegamos a
la ermita. Lo primero que vi fue a Pacheco, extendido en medio del cuarto. Parecía
agonizante, o a lo menos le desgarraba el pecho un estertor atroz, pronóstico de una
muerte cercana. Quise hablarle, pero no me reconoció. El ermitaño se mojó los dedos
en agua bendita y roció con ella al endemoniado, diciéndole:
—¡Pacheco, Pacheco, en nombre de tu redentor te ordeno que nos cuentes qué te
ha sucedido esta noche!
Pacheco se estremeció, hizo oír un largo quejido, y empezó en estos términos:
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RELATO DE PACHECO
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caverna, donde encontré al chivo negro. Uno de los ahorcados subió a caballo sobre
el chivo y el otro sobre mi cuello, forzándome a galopar por montes y vallados. El
ahorcado que llevaba al cuello me taloneaba los flancos. Pero considerando que yo no
andaba suficientemente a prisa, mientras corríamos recogió dos escorpiones, se los
puso en los pies a manera de espuelas y empezó a desgarrarme los flancos con la más
extraña barbarie. Por ultimo llegamos a la puerta de la ermita, donde me dejaron. Esta
mañana, padre mío, me habéis encontrado sin conocimiento. Me creí salvado cuando
me vi en vuestros brazos, pero el veneno de los escorpiones ha penetrado en mi
sangre y me desgarra las entrañas. Sé que no sobreviviré.
Aquí el endemoniado lanzó un atroz quejido y calló.
Entonces el ermitaño tomó la palabra y me dijo:
—Hijo mío, lo habéis oído. ¿Es posible que hayáis estado en conjunción carnal
con dos demonios? Venid, confesad vuestra culpa. La clemencia divina es ilimitada.
¿No respondéis? ¿Os habréis endurecido en el pecado?
Después de reflexionar algunos instantes, le respondí:
—Padre mío, ese gentilhombre endemoniado ha visto cosas que no he visto yo.
Uno de nosotros tiene los ojos fascinados, y quizá los dos hayamos visto mal. Pero he
aquí a un gentilhombre cabalista que también ha pasado la noche en Venta Quemada.
Si él quisiera contarnos su aventura, quizá nos diera nuevas luces sobre la naturaleza
de los acaecimientos que nos ocupan desde hace algunos días.
—Señor Alfonso —respondió el cabalista—, las personas que, como yo, se
ocupan de ciencias ocultas no pueden decirlo todo. Intentaré sin embargo contentar
vuestra curiosidad, en la medida en que esté en mi poder, pero no será esta noche. Si
os place, comamos y acostémonos; mañana, nuestro ánimo estará más tranquilo. El
anacoreta nos sirvió una cena frugal, después de la cual cada uno no pensó sino en
acostarse. El cabalista pretendía tener razones para pasar la noche junto al
endemoniado y yo fui, como la otra vez, enviado a la capilla. Todavía estaba mi catre
de tijera. Me acosté en él. El ermitaño me deseó buenas noches y me advirtió que,
para mayor seguridad, cerraría la puerta al irse.
Cuando me vi solo, pensé en el relato de Pacheco. Era cierto que yo lo había visto
en la caverna. Era también cierto que había visto a mis primas precipitarse sobre él y
arrastrarlo fuera del aposento; pero Emina me había advertido que no pensara mal de
ella o de su hermana. Por último, los demonios que se habían apoderado de Pacheco
podían también turbar sus sentidos y asaltarlo con toda suerte de visiones. Estaba
buscando motivos para justificarme y amar a mis primas, cuando un reloj dio las
doce. En seguida oí golpes a la puerta y balidos de una cabra. Cogí mi espada, fui
hasta la puerta y dije en alta voz:
—Si eres el diablo, trata de abrir esta puerta, porque el ermitaño la ha cerrado. La
cabra calló.
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Me fui a acostar y dormí hasta el día siguiente.
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JORNADA NOVENA
El ermitaño vino a despertarme, sentóse sobre mi catre y me dijo:
—Hijo mío, nuevas obsesiones han asaltado esta noche mi desgraciada ermita.
Los solitarios de la Tebaida no han estado más expuestos que nosotros a la malicia de
Satán. No sé tampoco qué pensar del hombre que ha venido con vos y que se dice
cabalista. Se ha propuesto curar a Pacheco y le ha hecho en verdad mucho bien, pero
para ello no se ha servido de los exorcismos prescritos por el ritual de nuestra santa
Iglesia. Venid a mi cabaña, almorzaremos, y después le pediremos que nos cuente su
historia, como ayer por la noche nos lo prometió.
Me levanté y seguí al ermitaño. Encontré, en efecto, que el estado de Pacheco era
más llevadero, y su rostro menos odioso. Estaba siempre tuerto, pero la lengua no le
colgaba ya. Tampoco echaba espuma por la boca, y su único ojo no parecía tan
huraño. Felicité al cabalista, quien me respondió que no era aquello sino una débil
muestra de su sabiduría. Después el ermitaño trajo el almuerzo, que consistía en leche
bien caliente y castañas. Mientras almorzábamos, vimos entrar a un hombre seco y
desencajado, con algo en el rostro que inspiraba miedo, sin que pudiera saberse a
ciencia cierta qué producía el espanto que causaba. El desconocido se hincó de
rodillas ante mí y se quitó el sombrero. Entonces vi que tenía la frente vendada. Me
presentó su sombrero como si pidiera limosna. Yo eché en él una moneda de oro. El
extraordinario mendigo me dio las gracias y agregó:
—Señor Alfonso, no se habrá perdido vuestro óbolo. Os advierto que una carta
importante os espera en Puerto Lápice. No entréis en Castilla sin haberla leído.
Después de darme este aviso, el desconocido se hincó de rodillas ante el ermitaño,
quien le llenó el sombrero de castañas. Después se hincó de rodillas ante el cabalista,
pero incorporándose en seguida, le dijo:
—No quiero nada de ti. Si dices en este lugar quién soy, te arrepentirás de ello.
Después salió de la cabaña.
Cuando el mendigo hubo desaparecido, el cabalista se echó a reír y nos dijo:
—Para que veáis cuán poco caso hago de las amenazas de este hombre, os diré
ante todo quién es: es el judío errante, del cual quizá hayáis oído hablar. Desde hace
mil setecientos años, no se ha sentado, ni acostado, ni ha reposado, ni dormido.
Mientras camina, comerá vuestras castañas, y de aquí a mañana por la mañana habrá
hecho sesenta leguas. De ordinario, recorre en todo sentido los vastos desiertos de
Africa. Se alimenta de frutas silvestres, y los animales feroces no pueden hacerle
daño a causa del signo sagrado de Thau que lleva impreso en la frente y que tapa con
la venda que habéis podido ver. No aparece por lo común en nuestras comarcas, a
menos que lo fuercen a ello las operaciones de algún cabalista. Por lo demás, os
aseguro que no soy yo quien lo ha hecho venir, porque lo aborrezco. Sin embargo,
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admito que está informado de muchas cosas, y no os aconsejo, señor Alfonso, que
descuidéis el aviso que acaba de daros.
—Señor cabalista —le respondí—, el judío me ha dicho que hay en Puerto Lápice
una carta para mí. Espero llegar allí pasado mañana, y no dejaré de pedirla.
—No hace falta esperar tanto tiempo —replicó el cabalista—. Sería menester que
yo tuviera muy poco crédito en el mundo de los genios para no poderos conseguir esa
carta un poco antes.
Entonces se volvió del lado derecho y pronunció algunas palabras en tono
imperativo. Al cabo de cinco minutos cayó sobre la mesa una gruesa carta dirigida a
mí. La abrí y leí lo que sigue:
Señor Alfonso:
De parte de nuestro rey Fernando IV os hago llegar la orden de no entrar todavía
en Castilla. No atribuyáis este rigor sino a la desgracia que habéis tenido de disgustar
al santo tribunal encargado de conservar la pureza de la fe en las Españas. Que no
disminuya vuestro celo en el servicio del rey. Acompaña esta carta una licencia de
tres meses. Pasad ese tiempo en las fronteras de Castilla y Andalucía, sin haceros ver
demasiado en ninguna de esas dos provincias. Hemos tenido el cuidado de
tranquilizar a vuestro respetable padre, haciéndole ver vuestra situación desde un
punto de vista que no lo aflija demasiado. Vuestro afectísimo.
SANCHO de TORRES PEÑAS
Ministro de Guerra
La carta estaba acompañada de una licencia por tres meses, documento en
perfecto estado y revestido de todas las firmas y sellos correspondientes. Felicitamos
al cabalista por la celeridad de sus correos. Después le rogamos que cumpliera su
promesa de contarnos qué le había ocurrido la noche pasada en Venta Quemada. Nos
respondió como la víspera que habría muchas cosas en su relato que no podríamos
comprender, pero, después de haber reflexionado un instante, empezó en los
siguientes términos:
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—Me llaman, en España, don Pedro de Uzeda, y con ese nombre poseo un
hermoso castillo a una legua de aquí. Pero mi verdadero nombre es Rabí Sadok ben
Mamún, y soy judío. Esta confesión es peligrosa de hacer en España, pero, aparte de
que confío en vuestra probidad, os advierto que no será muy sencillo causarme daño.
La influencia de los astros en mi destino comenzó a manifestarse desde el instante de
mi nacimiento, y mi padre, que me hizo el horóscopo, quedó colmado de alegría
cuando vio que yo había venido al mundo precisamente a la entrada del sol en el
signo de Virgo. Había, en verdad, empleado todo su arte para que ocurriera así, pero
no esperaba un triunfo tan certero. No necesito deciros que mi padre, Mamún, era el
primer astrólogo de su tiempo. Pero la ciencia de las constelaciones era una de las
menores que poseía, pues había llevado su conocimiento de la cábala hasta un punto
de perfección que sobrepujaba el de cualquier rabino anterior a él.
Cuatro años después que yo viniera al mundo, mi padre tuvo una hija que nació
bajo el signo de Géminis. A pesar de esta diferencia, nuestra educación fue la misma.
No había cumplido yo doce años y mi hermana ocho, y ya sabíamos el hebreo, el
caldeo, el siriocaldeo, el samaritano, el copto, el abisinio y muchas otras lenguas
muertas o moribundas. Podíamos, además, sin el auxilio de un lápiz, combinar todas
las letras de una palabra de todas las maneras indicadas por las reglas de la Cábala.
Así nos prepararon a uno y a otro, y cuando cumplí trece años, para no desmentir en
nada el recato del signo bajo el cual nací, sólo me dieron de comer animales vírgenes,
teniendo a la vez el cuidado de que fueran siempre machos y de que mi hermana sólo
se alimentara de hembras.
Cuando cumplí dieciséis años, mi padre comenzó a iniciarnos en los misterios de
la Cábala. Primero nos puso en las manos el Sepher Zohar o libro luminoso, llamado
así porque nada en él se comprende, de tal modo su claridad deslumbra los ojos del
entendimiento. Después estudiamos el Sepher Dzaniuth, o libro oculto, cuyo pasaje
más claro puede pasar por un enigma. Por último emprendimos el Hadra Roba y el
Kadra Sutha, es decir el gran y el pequeño Sanhedrín. Son los diálogos en los cuales
Rabí Simeón, hijo de Johai, autor de dos obras más, rebajando su estilo al de la
conversación, finge instruir a sus amigos sobre las cosas más sencillas, y les revela
sin embargo los más asombrosos misterios, o más bien todas aquellas revelaciones
que nos vienen directamente del profeta Elías, el cual abandonó furtivamente su carro
de fuego y asistió a esta asamblea con el nombre de Rabí Abba. Quizá vosotros os
imaginéis haber adquirido alguna idea de todos esos divinos escritos por la traducción
latina que se ha impreso con el original caldeo en el año 1684, en una pequeña ciudad
de Alemania llamada Francfort, pero nosotros nos reímos de la presunción de
aquellos que imaginan que, para leer, basta el órgano material de la vista. Eso podría
bastar, en efecto, para ciertas lenguas modernas, pero en hebreo cada letra es un
número, cada palabra una sabia combinación, cada frase una fórmula que causa
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espanto y que, bien pronunciada, con todas las aspiraciones y todos los acentos
convenientes, podría hundir los montes y secar los ríos. Harto sabéis que Adonai creó
el mundo por la palabra y que luego se hizo palabra él mismo. La palabra hirió el aire
y el espíritu, actuó sobre los sentidos y sobre el alma. Aunque profanos, podéis
fácilmente deducir que ella debe ser el verdadero intermediario entre la materia y la
inteligencia de todos los órdenes. Lo que ahora puedo deciros es que todos los días no
sólo adquirimos nuevos conocimientos, sino también un poder nuevo, y que, si no
nos atrevemos a usarlo, a lo menos tenemos el placer de sentir crecer nuestras propias
fuerzas y de tener la convicción interior de que aquél nos asiste. Pero nuestras dichas
cabalísticas fueron muy pronto interrumpidas por el más funesto de los acaeceres.
Todos los días observábamos, mi hermana y yo, que nuestro padre perdía fuerzas.
Parecía un espíritu puro que hubiese revestido la forma humana con el único objeto
de ser perceptible a los sentidos groseros de los seres sublunares. Un día, por último,
nos hizo llamar a su gabinete. Tan venerable y divino era su semblante que mi
hermana y yo, cediendo a un movimiento involuntario, caímos de rodillas. Sin
hacernos levantar, nuestro padre nos mostró un reloj de arena y dijo:
—Antes de que haya caído toda esta arena, yo no estaré más. No perdáis ninguna
de mis palabras. Primero, hijo mío, me dirijo a vos; os he destinado esposas celestes,
hijas de Salomón y de la reina de Saba. Su nacimiento no las destinaba a ser sino
simples mortales. Pero Salomón había revelado a la reina el gran nombre de aquel
que es. La reina lo profirió en el instante mismo del parto. Los genios del gran oriente
acudieron y recibieron a las dos mellizas antes de que hubiesen tocado esta morada
impura que se llama tierra. Las llevaron a la esfera de las hijas de Elohim, donde
recibieron el don de la inmortalidad con el poder de comunicarlo a aquel que
eligieran por esposo común. Son estas dos esposas inefables las que vuestro padre ha
tenido en vista en su Shir Hashirim, o Cantar de los cantares. Estudiad ese divino
epitalamio de nueve en nueve versículos. A vos, hija mía, os destino un himeneo
todavía más hermoso. Los dos Thamim, aquellos que los griegos han conocido con el
nombre de Dióscuros, los fenicios con el de Kabires; en una palabra, los gemelos
celestes. Serán vuestros esposos… ¿Qué digo? Vuestro corazón sensiblehellip; me
temo que a un mortal… La arena corre. Muero.
Después de estas palabras, mi padre se desvaneció, y no encontramos en el lugar
en que había estado sino un puñado de cenizas brillantes y ligeras. Recogí esos
preciosos restos, los encerré en una urna y los coloqué en el tabernáculo interior de
nuestra casa, bajo las alas de los querubines.
Podéis imaginar que la esperanza de gozar de la inmortalidad y de poseer dos
esposas celestes me infundió nuevo ardor para estudiar las ciencias cabalísticas, pero
pasaron años antes de que osara elevarme a tal altura, y me contenté con someter a
mis conjuraciones a algunos genios del decimoctavo orden. Sin embargo,
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atreviéndome poco a poco, ensayé el año pasado un trabajo sobre los primeros
versículos del Shir Hashirim. Apenas había compuesto una línea cuando oí un ruido
espantoso, y mí castillo pareció desplomarse sobre sus cimientos. Lo cual no me
asustó; antes bien, deduje que mí operación estaba bien hecha. Pasé a la segunda
línea; cuando la hube terminado, una lámpara que había sobre la mesa saltó hasta el
piso, y dando algunos brincos fue a posarse ante el gran espejo que hay en el fondo
de mí aposento. Miré en el espejo y vi la punta de dos bonitos píes femeninos;
después vi otros dos píececitos. Halagado, me atreví a suponer que esos píes
encantadores pertenecían a las celestes hijas de Salomón, pero no creí que debiera
llevar más lejos mis operaciones.
Reanudélas a la noche siguiente, y vi los cuatro píes hasta el tobillo. Una noche
después, vi las piernas hasta la rodilla, pero el sol salió del signo de Virgo y tuve que
interrumpir.
Cuando el sol hubo entrado en el signo de Géminis, mí hermana hizo operaciones
semejantes a las mías y tuvo una visión no menos extraordinaria, que no os contaré
por la razón de que nada tiene que ver con mí historia.
Este año me preparaba a recomenzar cuando supe que un famoso adepto debía
pasar por Córdoba. Una discusión que tuve a su respecto con mí hermana me decidió
a ir a su encuentro. Salí un poco tarde y ese día sólo llegué a Venta Quemada. El
mesón estaba abandonado por temor a los aparecidos, pero como a mí no me
amedrentan resolví instalarme en el comedor y ordené al pequeño Nemrael que me
trajera la cena. Nemrael es un geniecillo de naturaleza muy abyecta que suelo
emplear en comisiones semejantes, y es él quien fue a buscar vuestra carta a Puerto
Lápíce. También fue a Andújar, donde pasaba la noche un prior de los benedictinos,
se apoderó sin escrúpulos de su cena y me la trajo. Consistía en ese pastel de perdiz
que comimos a la mañana siguiente. Aquella noche yo estaba fatigado y apenas lo
probé. Despaché a Nemrael a casa de mí hermana, y me fui a dormir.
En medio de la noche me despertó un reloj que dio las doce. Después de ese
preludio, esperaba ver a algún aparecido y hasta me preparaba a echarlo, porque en
general son incómodos y enojosos. Me encontraba en esa disposición de ánimo
cuando se iluminó una mesa que había en medio del aposento y apareció un pequeño
rabino color azul cerúleo, que se agitaba ante un pupitre como hacen los rabinos
cuando rezan. No tenía más de un píe de altura, y no sólo su hábito era azul, sino
también su rostro, su barba, su pupitre y su libro. Reconocí en seguida que no era un
aparecido, sino un genio del vigesimoséptimo orden. Ni sabía su nombre, ni lo
conocía para nada. Sin embargo, utilicé una fórmula que tiene algún poder sobre
todos los espíritus en general. Entonces el pequeño rabino color azul cerúleo se
volvió a mí lado y me dijo:
—Has empezado tus operaciones al revés, y por eso las hijas de Salomón se
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mostraron a ti enseñándote primero los píes. Comienza por los últimos versículos, y
busca primero el nombre de dos beldades celestes.
Después de hablar así, el pequeño rabino desapareció. Lo que me había dicho
estaba en contra de todas las reglas de la Cábala. Sin embargo, tuve la debilidad de
seguir su consejo. Me puse a estudiar el último versículo del Shir Hashirim y
buscando los nombres de dos inmortales, encontré los de Emína y Zebedea. Aunque
quedé muy sorprendido, comencé las evocaciones. Entonces la tierra se agitó bajo
mis pies de una manera espantosa; creí que los cielos se desplomaban sobre mi
cabeza, y caí sin conocimiento. Cuando volví en mí, me encontré en una morada
deslumbrante de luz, y en brazos de seres más hermosos que los ángeles. Uno de ellos
me dijo:
—Hijo de Adán, recupera el ánimo. Estás en la morada de quienes no han muerto.
A nosotros nos gobierna el patriarca Henoch, que ha marchado ante Elohim, y que ha
sido alzado a los cielos. El profeta Elías es nuestro gran sacerdote, y su carro estará
siempre a tu servicio cuando quieras pasearte por algún planeta. Nosotros somos los
Egrégores, nacidos del comercio de los hijos de Elohim con las hijas de los hombres.
Verás también entre nosotros algunos Nefelim, pero en escaso número. Ven, te
presentaremos a nuestro soberano.
Lo seguí y llegué al pie del trono que ocupaba Henoch; nunca pude sostener el
fuego que salía de sus ojos, y no me atreví a levantar los míos más arriba de su barba,
que se parecía bastante a esa pálida luz que vemos alrededor de la luna en las noches
húmedas. Temí que mi oído no pudiera soportar el sonido de su voz, pero su voz era
más suave que la de los órganos celestes. A pesar de todo, la suavizó aún para
decirme:
—Hijo de Adán, te traeremos a tus esposas.
En seguida vi aparecer al profeta Elías, llevando de la mano a dos beldades cuyos
atractivos no podrían concebir los mortales. Eran sus encantos tan delicados que
transparentaban sus almas, y uno percibía distintamente el fuego de las pasiones
cuando resbalaba por sus venas y se mezclaba a su sangre. Detrás de ellas, dos
Nefelim llevaban un trípode de un metal tan superior al oro como éste es más
precioso que el plomo.
Colocaron mis manos en las de las hijas de Salomón y me colgaron al cuello una
trenza tejida con cabellos. Una llama viva y pura que salió del trípode consumió en
un instante todo lo que yo tenía de mortal. Fuimos conducidos a un lecho
resplandeciente de gloria y abrasado de amor. Abrieron una gran ventana que
comunicaba con el tercer cielo, y los conciertos de los ángeles acabaron de llevar mi
arrobamiento a lo inaudito… Pero al día siguiente me desperté bajo la horca de Los
Hermanos y acostado junto a sus infames cadáveres, así como el caballero que nos
acompaña. He deducido que tuve que ver con espíritus muy astutos y cuya naturaleza
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no conozco bien. Mucho me temo que toda esta aventura no me haga mal en el
concepto de las verdaderas hijas de Salomón, de quienes sólo he visto la punta de los
pies.
—Desgraciado ciego —dijo entonces el ermitaño—, ¿por qué lo lamentáis? En
vuestro arte todo es ilusión. Los malditos súcubos que se han burlado de vos hicieron
padecer los más atroces tormentos al infortunado Pacheco, y no me cabe duda de que
una suerte parecida aguarda a este joven caballero que, por un funesto
endurecimiento, no quiere confesarnos sus pecados. Alfonso, hijo mío, arrepentíos;
aún estáis a tiempo. La obstinación del ermitaño en pedirme confesiones que no
quería hacer me disgustó sobremanera. Respondí bastante fríamente diciéndole que
respetaba sus santas exhortaciones, pero que me conducía de acuerdo con las leyes
del honor. En seguida pasamos a hablar de otra cosa.
El cabalista me dijo:
—Señor Alfonso, puesto que os persigue la Inquisición y el rey os ordena pasar
tres meses en este desierto, os ofrezco mi castillo. Allí veréis a mi hermana Rebeca,
que es casi tan bella como sabia. Sí, venid. Descendéis de los Gomélez, y esa sangre
tiene derecho de interesarnos.
Miré al ermitaño para leer en sus ojos qué pensaba de esta proposición. El
cabalista pareció adivinar mi pensamiento y, dirigiéndose al ermitaño, dijo:
—Padre mío, os conozco más de lo que pensáis. Podéis mucho por la fe. Mis
caminos no son tan santos como los vuestros, pero no son diabólicos. Venid vos:
también con Pacheco, cuya curación acabaré.
El ermitaño, antes de responder, se puso a rezar y, después de un instante de
meditación, se llegó a nosotros con aire sonriente y dijo que estaba pronto a
seguirnos. El cabalista se volvió a su derecha y ordenó que le trajeran caballos. Un
instante después vimos dos a la puerta de la ermita, con dos mulas a las cuales
subieron el ermitaño y el poseso. Aunque el castillo quedara a un día de viaje, según
lo que nos había dicho Ben Mamún, llegamos en menos de una hora.
Durante el viaje, Ben Mamún me había hablado mucho de su hermana, y yo
esperaba ver a una Medea de negra cabellera, con una varilla en la mano, y
murmurando algunas palabras de grimorio, pero esta idea era por completo falsa. La
amable Rebeca que nos recibió a la puerta del castillo era la rubia más fascinante y
conmovedora que imaginarse pueda; sus hermosos cabellos dorados caían sin arreglo
alguno sobre sus hombros. Un vestido blanco la cubría como al descuido, pero estaba
cerrado con broches de un precio inestimable. Su exterior anunciaba a una persona
que no se ocupa jamás de su apariencia, pero, aunque le prestara mayor atención,
hubiera sido difícil que ofreciera un aspecto más atractivo.
Rebeca saltó al cuello de su hermano y le dijo:
—¡Cuánto me habéis preocupado! Siempre tuve noticias vuestras, excepto la
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primera noche. ¿Qué os sucedió entonces?
—Ya os contaré todo —respondió Ben Mamún—. Por el momento, sólo pensad
en recibir como se merecen a los huéspedes que os traigo: éste es el ermitaño del
valle, y este joven es un Gomélez.
Rebeca miró al ermitaño con bastante indiferencia, pero cuando detuvo los ojos
en mí pareció enrojecer y dijo con tristeza:
—Espero para vuestra dicha que no seáis de los nuestros.
Entramos, y el puente levadizo bajó tras nosotros. El castillo era vasto, y todo
parecía muy ordenado en él. Sin embargo, sólo vimos a dos servidores: un joven
mulato y una mulata de la misma edad. Ben Mamún nos condujo primero a su
biblioteca; era una pequeña rotonda que servía también de comedor. La mulata vino a
poner el mantel; trajo una olla podrida y cuatro cubiertos, porque la hermosa Rebeca
no se sentó a la mesa con nosotros. El ermitaño comió más que de costumbre y
también pareció humanizarse más. Pacheco, siempre tuerto, no pareció sufrir por los
espíritus maléficos que lo dominaban. Se mostraba, únicamente, serio y silencioso.
Ben Mamún comió con bastante apetito, pero no ocultaba su preocupación. La
aventura de la víspera, nos confesó, le había dado mucho que pensar. Cuando nos
levantamos de la mesa nos dijo:
—Mis queridos huéspedes, aquí tenéis libros con que entreteneros, y mi negro os
dará todo lo que necesitéis. Ahora permitidme que me retire con mi hermana para
hacer un trabajo importante. Nos veréis mañana, a la hora de comer.
Efectivamente, Ben Mamún se retiró dejándonos, por así decirlo, dueños de la
casa. El ermitaño cogió de la biblioteca una leyenda de los padres del desierto y
ordenó a Pacheco que le leyera algunos capítulos. Yo pasé a la terraza que daba a un
precipicio, al fondo del cual corría un torrente que no se veía, pero que oíamos rugir.
Por triste que pareciera aquel paisaje, me puse a observarlo con extremado placer, o,
mejor dicho, me entregué a los sentimientos que me inspiraba su vista. No era
melancolía cuanto una especie de aniquilación de mis facultades producida por las
crueles agitaciones que me habían amargado en los últimos días. A fuerza de
reflexionar sobre lo que me había sucedido y de no comprender nada, ya no me
atrevía a pensar en ello por miedo de perder la razón. La esperanza de pasar algunos
días tranquilo en el castillo de Uzeda era, por el momento, lo que más me apetecía.
De la terraza volví a la biblioteca. Después el joven mulato nos, sirvió una pequeña
colación de frutas secas y carnes frías, entre las cuales no había carnes impuras. En
seguida nos separamos. El ermitaño y Pacheco fueron conducidos a un aposento, y yo
a otro.
Me acosté y me dormí, pero poco después fui despertado por la hermosa Rebeca,
que me dijo:
—Señor Alfonso, perdonad que me atreva a interrumpir vuestro sueño. Vengo de
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trabajar con mi hermano. Hemos hecho las más espantosas conjuraciones para
conocer a los dos espíritus que tuvieron con él relación en la venta, pero ni uno ni
otro hemos logrado nuestro propósito. Creemos que él fue burlado por los Baalim,
sobre los cuales no tenemos poder. Sin embargo, la mansión de Henoch era en verdad
tal como él la vio. Todo esto es de gran consecuencia para nosotros, y os rogamos nos
digáis qué sabéis de ello. Después de hablarme así, Rebeca sentóse sobre mi lecho,
pero parecía únicamente preocupada por los esclarecimientos que me pedía. No los
obtuvo, sin embargo, y me contenté con decirle que había empeñado mi palabra de
honor de no hablar jamás de lo sucedido.
—Pero señor Alfonso —replicó Rebeca—, ¿cómo podéis imaginar que una
palabra de honor empeñada a dos demonios pueda comprometeros? Porque nosotros
sabemos que son dos demonios hembras y que sus nombres son Emina y Zebedea.
Pero no conocemos bien la naturaleza de esos demonios porque en nuestra ciencia,
como en cualquiera de las otras, no podemos saberlo todo.
Me mantuve en la negativa y rogué a la bella que no habláramos más de lo que
me pedía. Entonces me miró con una especie de benevolencia y me dijo:
—¡Cuán feliz sois de poseer ciertas virtudes que os señalan el camino que debéis
seguir y os permiten mantener la paz de vuestra conciencia! Nuestra suerte es muy
distinta. Hemos querido ver con nuestros ojos lo que no se concede a los hombres y
enterarnos de lo que su razón no puede comprender. Ya no estaba hecha para esos
conocimientos sublimes. ¡Qué me importa un vano imperio sobre los demonios! Me
habría contentado con reinar sobre el corazón de un esposo. Pero mi padre no lo ha
querido, y debo sufrir mi destino.
Al decir estas palabras, Rebeca sacó un pañuelo y pareció ocultar en él algunas
lágrimas.
Después agregó:
—Señor Alfonso, permitidme que vuelva mañana a esta misma hora y haga
todavía algunos esfuerzos para vencer vuestra obstinación o, como vos la llamáis,
vuestra gran sujeción a la palabra empeñada. Muy pronto el sol entrará en el signo de
Virgo y entonces, una vez pasado el momento, habrá de suceder lo que suceda.
Al decirme adiós, Rebeca me estrechó la mano muy amistosamente y pareció
volver con pena a sus operaciones cabalísticas.
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JORNADA DÉCIMA
Me desperté más temprano que de costumbre y fui a la terraza para respirar a mis
anchas el aire de la mañana, antes de que el sol hubiese abrasado la atmósfera. El
tiempo estaba apacible. El torrente mismo parecía rugir con menos furia y permitía
oír el concierto de los pájaros. La paz de los elementos llegó a mi alma y pude
reflexionar con alguna tranquilidad sobre lo que me había sucedido después de mi
partida de Cádiz. Algunas palabras que se le escaparon a don Enrique de Sa,
gobernador de aquella ciudad, me hicieron sospechar que él no era ajeno a la
misteriosa existencia de los Gomélez y que conocía también una parte de su secreto.
Era él quien me había procurado a mis dos servidores, López y Mosquito, y yo
imaginaba que era por su orden que éstos me habían abandonado a la entrada del
desastroso valle de Los Hermanos. Mis primas me habían dado a entender que se
quiso poner a prueba mi coraje. Pensé que me habían dado en la venta un brebaje
para dormir y que, durante mi sueño, me habían transportado bajo la horca. Pacheco
pudo quedar tuerto por un accidente que no fuera su vínculo amoroso con los dos
ahorcados, y su atroz historia pudo ser un invento. El ermitaño, tratando siempre de
que le confesara mi secreto, me parecía ser un agente de los Gomélez que quería
poner a prueba mi discreción. Me pareció, en fin, que empezaba a ver más claro en
mi historia, y a explicármela sin tener que recurrir a seres sobrenaturales. De pronto,
escuché a lo lejos una música muy alegre cuyos sones parecían atravesar la montaña.
Cuando se hicieron más nítidos, divisé una alegre banda de gitanos que avanzaba
cadenciosamente, cantando y acompañándose con panderetas y castañuelas.
Establecieron su campamento volante cerca de la terraza, cosa que me permitió
observar la elegancia de sus vestiduras y de su porte. Imaginé que serían los mismos
gitanos ladrones bajo cuya protección se había puesto el huésped de la venta de
Cardeñas, según me dijo el ermitaño, pero me parecieron demasiado amables para ser
bandidos. Mientras los contemplaba, levantaron sus tiendas, pusieron sus ollas al
fuego, colgaron las cunas de sus niños de las ramas de los árboles vecinos. Y cuando
terminaron todos estos preparativos se entregaron de nuevo a los placeres de su vida
vagabunda, de los cuales, a sus ojos, el más precioso es la holgazanería.
El pabellón del jefe se distinguía de los otros, no sólo por el bastón de grueso
puño de plata que estaba plantado a la entrada, sino también porque se hallaba mejor
acondicionado, y hasta adornado con una rica franja, cosa que no suele verse, por lo
común, en las tiendas de los gitanos. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando se abrió el
pabellón y salieron de él mis dos primas con esos elegantes vestidos que en España se
llaman de majas gitanas. Avanzaron hasta la terraza, sin que parecieran advertir mi
presencia. Después llamaron a sus compañeras y se pusieron a bailar una jota,
acompañada por estas palabras:
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Cuando Joselito alza las palmas para bailar se me pone el cuerpecito como hecho
de mazapán. Si la tierna Emina y la afectuosa Zebedea me dieron vuelta la cabeza
con sus cimarras moriscas, no me embelesaron menos con estas nuevas vestiduras.
Pero les encontré una expresión maliciosa y burlona, propia de dos gitanas que dicen
la buenaventura, y tal vez indicio de alguna nueva mala pasada que estarían prontas a
jugarme bajo esa metamorfosis imprevista.
Como el castillo del cabalista estaba cuidadosamente cerrado, y sólo él guardaba
las llaves, no pude reunirme con las gitanas. Sin embargo, pasando por un
subterráneo que conducía al torrente y estaba cerrado por una verja de hierro, podía
observarlas de cerca y hasta hablarles sin que me vieran los habitantes del castillo.
Llegué pues a la verja, y me encontré separado de las bailarinas por el lecho del
torrente. No eran mis primas. Les encontré un aspecto bastante ordinario y conforme
a su condición. Avergonzado por mi tropiezo, volví lentamente a la terraza. Cuando
llegué, miré de nuevo y reconocí a mis primas. Ellas también parecieron
reconocerme, lanzaron grandes carcajadas y se retiraron a sus tiendas.
Yo estaba indignado. «¡Cielos! —me decía—, ¿es posible que esos dos seres tan
amables y amantes no sean más que dos duendes, acostumbrados a encarnarse en
toda suerte de formas para burlar a los mortales? ¿Es posible que no sean más que
dos brujas o, cosa más execrable aún, dos vampiros a quienes les está permitido
animar los cuerpos odiosos de los ahorcados del valle»? Hasta entonces me pareció
que todo lo ocurrido podía explicarse naturalmente, pero ahora no sabía ya qué creer.
Mientras hacía estas reflexiones entré en la biblioteca, donde encontré sobre la
mesa un grueso volumen escrito en caracteres góticos, cuyo título era Curiosas
relaciones de Hapelius. El volumen estaba abierto y la página parecía
deliberadamente plegada en el comienzo de un capítulo, donde leí la siguiente
historia:
Había una vez en Lyon, ciudad francesa situada junto al Ródano, un rico
mercader llamado Jacques de la Jacquière, aunque sólo tomó el nombre de La
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Jacquière cuando hubo abandonado el comercio y sus conciudadanos lo nombraron
preboste de la ciudad, cargo que los lioneses confieren únicamente a los hombres que
tienen gran fortuna y renombre sin tacha. Tal era el buen preboste de La Jacquière,
caritativo con los pobres y benefactor de monjes y demás religiosos, que son los
verdaderos pobres según el Señor. Pero tal no era el hijo único del preboste, Thibaud
de la Jacquière, guión de la compañía real, borracho, espadachín, mujeriego, jugador,
alborotador, jactancioso, pendenciero, parlanchín y blasfemo, aficionado a detener al
burgués en las calles para trocar su viejo manto por uno nuevo y su fieltro usado por
uno mejor. De tal modo que sólo se hablaba de Thibaud de la Jacquière, ya en París,
ya en Blois, ya en Fontainebleau, ya en otras moradas del rey. Ahora bien, sucedió
que nuestro buen señor Francisco I, de santa memoria, harto ya de la conducta
libertina del joven de La Jacquière lo envió a que hiciera penitencia a Lyon, a casa de
su padre, el buen preboste de La Jacquière, que vivía por entonces en la esquina de la
plaza de Bellecour, a la entrada de la calle Saint Ramond. El joven Thibaud fue
recibido en casa de su padre con tanta alegría como si viniera cargado de todas las
indulgencias de Roma. El buen preboste no sólo mató para él el ternero cebado, sino
que dio en su casa un banquete que costó más escudos de oro que convidados había.
Hizo más. Bebió a la salud de su hijo, y cada cual le deseó sabiduría y
arrepentimiento. Pero estos votos caritativos disgustaron al mozo. Llenando de vino
una copa de oro, dijo: «¡Voto a vuestra merced el diablo, con este vino que voy a
beber en vuestro honor estoy dispuesto a entregaros mi cuerpo y mi alma si alguna
vez me hiciera yo más hombre de bien de lo que soy! ». Atroces palabras que
pusieron los pelos de punta a los convidados. Todos se persignaron, y algunos se
levantaron de la mesa. Thibaud se levantó también y fue a tomar fresco a la plaza de
Bellecour, donde encontró a unos antiguos camaradas, dos bellacos cortados por la
misma tijera. Los abrazó, los llevó a su casa, y allí les hizo servir copa tras copa, sin
preocuparse por su padre ni por los convidados.
Lo que Thibaud hizo el día de su llegada, lo hizo al día siguiente y los días
después. El buen preboste, con el corazón traspasado, pensó en recomendarse al
apóstol Santiago, su patrón, y llevó ante su imagen un cirio de diez libras. Lo había
hecho fundir para otra ocasión, pero en ese momento, como nada le interesaba tanto
como la conversión de su hijo, lo ofrendó de buena gana. Como quisiera colocar el
cirio en el altar, lo hizo caer, y aquél volteó una lámpara de plata que ardía delante del
apóstol. El cirio caído y la lámpara volcada le parecieron de mal augurio, y volvió
tristemente a su casa. Ese mismo día, Thibaud se divertía con sus amigos. Bebieron
copa tras copa y después, como la noche avanzaba, una noche sombría, salieron a
tomar fresco a la plaza de Bellecour. Y entonces se pasearon los tres del brazo, como
hacen los guapos, creyendo atraer las miradas de las muchachas. Por esta vez nada
obtuvieron, pues no pasaban muchachas, ni mujeres casadas, y ni siquiera podían
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verlos desde las ventanas porque la noche, como creo haberlo dicho, estaba sombría.
De modo que el joven Thibaud, alzando la voz y lanzando su juramento de
costumbre, dijo: «Voto a vuestra merced el diablo, estoy dispuesto a entregaros mi
cuerpo y mi alma si la gran diablesa vuestra hija llegara a pasar, y entonces estoy
dispuesto a requerirla de amores, hasta tal punto me siento enardecido por el vino».
Estas palabras disgustaron a los dos amigos de Thibaud, que no eran tan
empedernidos pecadores como él. Y uno le dijo:
—Thibaud, amigo mío, piensa que el diablo es el eterno enemigo de los hombres,
y que les hace bastante mal sin que lo incitemos a ello e invoquemos su nombre. A lo
cual Thibaud respondió:
—Como he dicho, lo haré.
Entretanto, los tres bellacos vieron salir de una calle vecina a una mujer velada,
de bonito talle, y que aparentaba estar en su primera juventud. Un negrito, que corría
tras ella, dio un paso en falso, cayó de narices y se le apagó la linterna. La muchacha
pareció muy asustada, sin saber qué hacerse. Entonces Thibaud se llegó a ella y con
el mayor comedimiento que pudo le ofreció su brazo para volver a conducirla a su
casa. La muchacha aceptó, después de hacerse de rogar un poco, y Thibaud,
volviéndose hacia sus amigos, les dijo a media voz:
—Aquel a quien he invocado no se ha hecho aguardar. Por eso os deseo buenas
noches.
Los dos amigos comprendieron lo que quería y se despidieron de él, deseándole
fiesta y regocijo.
Thibaud dio pues el brazo a la bella, y el negro, cuya linterna se había apagado,
marchaba delante de ellos. La muchacha parecía al principio tan turbada que se
sostenía dificultosamente, pero fue serenándose poco a poco y se apoyó francamente
en el brazo de su caballero. A veces daba un paso en falso y le apretaba el brazo para
no caer; entonces el caballero, queriendo retenerla, le oprimía el brazo contra su
pecho, cosa que hacia, no obstante, con bastante discreción para no asustar a su presa.
Así caminaron y caminaron durante tanto tiempo que al fin le pareció a Thibaud
que se habían extraviado por las calles de Lyon. Cosa que no dejó de alegrarlo, pues
creyó que la hermosa descarriada estaría más en su poder. Sin embargo, queriendo
saber quién era, le rogó que se sentaran en un banco de piedra que distinguieron junto
a una puerta. Ella consintió. Entonces él, tomándole una mano galantemente, le dijo
con harto ingenio:
—Hermosa estrella errante, puesto que mi estrella ha hecho que os encuentre en
la noche, hacedme el favor de decirme quién sois y dónde vivís.
La muchacha pareció al principio muy intimidada, después se serenó y al final
respondió en estos términos:
Había en Atenas una casa muy grande y muy cómoda, pero desacreditada y
desierta. A menudo, en el silencio más profundo de la noche, se oía en ella el ruido
del hierro que choca contra el hierro, y si se prestaba más atención, un ruido de
cadenas que parecía venir de lejos y después aproximarse. Muy pronto aparecía el
espectro de un anciano, flaco, abatido, de luenga barba, cabellos erizados, y en los
—Todos los gitanos de España me conocen con el nombre de Pandesona. Así dan,
en su jerga, mi nombre de familia que es Avadoro, porque yo no he nacido entre
gitanos. Mi padre se llamaba don Felipe de Avadoro, y pasaba por ser el hombre más
grave y metódico de su tiempo. Hasta tal punto que si os contara la historia de uno de
sus días, sabríais al instante la de su vida entera, o a lo menos la de su vida durante
todo el tiempo que transcurrió entre sus dos matrimonios: el primero, al cual debo ver
la luz, Y el segundo que causó su muerte, por la irregularidad que introdujo en sus
costumbres. Mi padre, cuando vivía aún con los suyos, se acostumbró tiernamente a
una parienta lejana, con la cual se casó no bien fue jefe de familia. Ella murió al
darme a luz, y mi padre, inconsolable por la pérdida, se encerró durante muchos
meses en su casa, sin querer recibir ni siquiera a sus parientes. El tiempo, que suaviza
todas las penas, calmó también su dolor, y por fin lo vieron abrir la puerta de su
balcón que daba a la calle de Toledo. Respiró el aire fresco durante un cuarto de hora,
y en seguida fue a abrir una ventana que daba a una calle transversal. Vio a algunas
personas conocidas en la casa del frente y las saludó con expresión bastante alegre.
Las mismas cosas lo vieron hacer durante todos los días siguientes, y de este cambio
en su manera de vivir se enteró por último Fray Jerónimo Santos, teatino y tío
materno de mi madre.
Este religioso fue a casa de mi padre, lo cumplimentó por haber recuperado la
salud, le habló poco de los consuelos que nos ofrece la religión, pero mucho, en
cambio, de la necesidad que tenía de distraerse. Llevó su indulgencia hasta
aconsejarle que fuera al teatro. Mi padre, que tenía la más grande confianza en Fray
Jerónimo, fue desde esa misma noche al teatro de la Cruz.
Daban una pieza nueva, que estaba sostenida por el grupo de los Pollacos, en
tanto que el de los Sorices trataba de hacerla fracasar. La lucha de esas dos facciones
interesó tanto a mi padre que, desde ese día, no faltó jamás voluntariamente a un
HISTORIA DE REBECA