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SUMARIO:
I. Planteamiento del problema. En qué consiste y necesidad de su estu-
dio por la Teoría General del Estado.
II. Posiciones típicas en torno del problema de la justificación del Es-
tado. 1) La teoría teológico-religiosa; 2) la teoría de la fuerza; 3) las
teorías jurídicas; 4) las teorías morales; 5) la teoría psicológica; 6) la
teoría solidarista.
III. Ensayo de solución del problema.
vez aclarados estos conceptos, podemos decir, buscando una mayor pre-
cisión metódica, que el Estado se "explica" por su sentido propio, es de-
cir, a través de la función social que realiza, y se "justifica" en la medida
en que realiza el valor al que está orientado. La naturaleza misma del
Estado -no parcial y fragmentariamente considerada, sino en su inte-
gridad-, impone pues, el estudio de su justificación.
Por otra parte, la naturaleza del hombre, su peculiar modo de ser,
exige también ese estudio. El hombre, por sus constitutivos ontológicos
y psicológicos, es un ser lleno de imperfecciones que busca constantemen-
te superarse, perfeccionarse -cuando no lo hace quebranta la ley de su
naturaleza racional- y siente, por ello, un deseo muy vivo de saber, de
conocer, que a menudo se transforma en inquietud y angustia. Pero su
ansia de verdad no se agota en el conocimiento de lo que las cosas "son",
sino que está insatisfecha hasta que sabe "cómo" y "por qué" son esas
mismas cosas. Traspasando la corteza exterior de los seres, busca siem-
pre las esencias, y no conforme con averiguar las causas inmediatas in-
quiere por las primeras y últimas. Por eso cabe decir que la vocación
filosófica es innata en el espíritu humano. Con ésta se aúna también, esa
actitud característica del hombre de inconformidad con lo que le rodea y
deseo de transformar, de acuerdo con sus fines, la realidad circundante.
Con cuánta razón se ha hablado de esa oposición irreductible en la con-
ciencia humana entre la realidad y el ideal, entre el ser y el deber ser,
y se ha dicho del hombre, utilizando bella expresión, que es "el asceta
de la vida", el eterno protestante, que sabe decir "no" a la realidad, mien-
tras el animal la teme y la rehuye. Bien ha dicho Heller, al considerar
la proyección de esta fundamental postura humana en la historia, que "si
existe una específica historia humana o historia de la cultura, se debe a
que el hombre, por naturaleza, es un ser utópico, esto es, capaz de oponer
al ser un deber ser y de medir el poder con el rasero del derecho". No es
de extrañar, por tanto, siendo ésta la naturaleza propia del hombre, que
al encontrarse frente al Estado, como sujeto de conocimiento, trate de
investigar no sólo lo que el Estado es, sino además cómo es y por qué
existe, y que yendo más a fondo, trate de averiguar -frente a la realidad
incontrastable de un poder de dominación que se impone por encima de
las voluntades individuales-, por qué debe existir el propio Estado, con
ese poder coactivo. Surge así, de inmediato, por una imperiosa exigencia
del espíritu, la cuestión de justificación a que nos venimos refiriendo.
Mas conviene ahora concretar los términos en que se plantea esa
cuestión. El Estado, decíamos, es un hecho social, una institución hu-
mana, y, por consiguiente, como todo aquello en que interviene la activi-
ficas que en las primitivas fases del desarrollo de los hombres, le dieron
origen? He allí un problema de carácter histórico que a la historia o a
la pre-historia toca resolver. O bien todavía: el Estado, como toda reali-
dad creada, obedece a causas, y se mantiene, precisamente, por el juego
de las mismas, pero el hombre no se conforma con conocer las causas
puramente externas, fenoménicas, inmediatas, que lo producen, sino que,
llevado de su afán de saber, inquiere por las causas primeras que han
originado la institución del Estado. ¿Cuáles son esas causas? ¿La volun-
tad de Dios? ¿La de los hombres, que se ha manifestado mediante el ar-
tificio de la convención? ¿La naturaleza de las cosas? He ahí, básicamen-
te, un problema de índole filosófica que toca resolver no a la sociología
ni a la historia, sino a la filosofía política y social. Estos tres problemas,
naturalmente se encuentran relacionados entre sí y es de la resolución
conjunta de ellos de donde puede derivarse un conocimiento cabal acerci
del origen del Estado. Debe aclararse, sin embargo, que cuando se trata del
origen de la agrupación estatal, hay que distinguir el caso de la genésis
del Estado en general -"cuestión relativa a las formaciones primarias de
los Estados", como le llama Jellinek- y el de la formación de nuevos
Estados, particulares, en el curso de la historia, en un mundo en que,
generalmente, las características estatales se encuentran ya claramente de-
finidas. Es sólo la primera cuestión, que la mayoría de los tratadistas
encuentran muy difícil de resolver en su aspecto histórico, la que interesa
a la Teoría del Estado. La otra pertenece, exclusivamente, al dominio
de la historia política.
La segunda de las cuestiones propuestas, en cambio, difiere radical-
mente de la primera. En efecto, lo que interesa al investigador, tratándose
de la justificación del Estado, no es el origen sociológico, histórico o
aun filosófico de éste, sino los títulos de legitimidad que amparan al po-
der político para imponerse sobre los hombres y exigirles los mayores
sacrificios en bienes de la vida, patrimoniales y no patrimoniales. Cierto
es que, en ocasiones, la justificación del poder emana de su origen, par-
ticularmente cuando se considera al Estado "en abstracto", pero la mayo-
ría de las veces depende también de otros factores, que se refieren al
ejercicio del propio poder, como veremos más adelante, y entonces no
hay relación alguna de causalidad. Por otra parte, el punto de vista del
estudioso varía en ambas cuestiones. Tratándose del origen del Estado
se buscan datos reales, positivos, con el solo límite de la capacidad de la
historia y la sociología para proporcionarlos. El terreno en que se mueve
el investigador es el de la ciencia empírica. En cambio, cuando se trata
de la justificación, la cuestión se sitúa en un plano distinto. Se trata de
al problema del valor del Estado, y por tal razón nos concretaremos al
estudio de ellas solas.
Para mayor claridad y orden en la exposición, haremos primero una
caracterización de las mismas ; expondremos después, brevemente, los
rasgos más salientes de su evolución histórica; y, por último, intentaremos
hacer una apreciación crítica. Trataremos con algún detenimiento las teo-
rías teológico-religiosas y el grupo de las jurídicas, por estimar que son
las más importantes. De las demás haremos tan sólo una indicación sus-
tancial.
l. La teoría teológico-religiosa.
Esta teoría, partiendo del principio de la existencia de un Dios creador
y providente, sostiene que todas las cosas han sido creadas por Dios y
en El encuentran su primer principio y su último fin, y que, como el Es-
tado, con su poder coactivo, es una realidad creada, tiene también su
origen en la divinidad y se justifica en la medida en que acata sus man-
damientos. Como se ve, esta teoría parte de un supuesto ontológico funda-
mental, como es el de la existencia de Dios y su acción providente en
las cosas humanas, que es demostrable con las solas luces de la razón
natural. Sin embargo, si con esto se contentara, sería una teoría filosófica
como cualquiera otra, basada en datos propios de la Teodicea, y no es
así. Por su nombre mismo -"teológico-religiosa"- nos está indicando
que, aun cuando se cimenta en el subsuelo filosófico, parte, al hacer sus
aseveraciones, del hecho histórico, positivo y concreto, de la revelación,
y que toma muy en cuenta las relaciones del hombre con Dios en que
consiste la religión (de "re-ligio", "re-ligare": ligar y volver a ligar).
Pero es justo aclarar que no todas las religiones positivas han intervenido
de igual modo en la elaboración de esta teoría. Es el cristianismo, con sus
dogmas y su moral, sus textos escritos y su tradición, el que de una mane-
ra decisiva ha contribuído a darle un perfil especial en los pueblos de
occidente, que son los que han elaborado ese tipo característico de cultura
al que estamos existencialmente adscriptos. Por tal razón será la refe-
rencia al cristianismo la que hagamos casi exclusivamente en el curso de
nuestro estudio.
La justificación teológico-religiosa del Estado parte, pues, de bases
ontológicas, pero encuentra su culminación en. datos proporcionados por
una determinada religión positiva. Responde a los dos más íntimos anhe-
los del espíritu humano : el afán de conocimiento y la tendencia a la unión
con Dios, el motus rationalis creaturae ad Deum, que diría el filósofo
medieval. Queda incluída, además, en una concepción total del mundo y
de la vida, que implica la existencia de un orden divino regido por leyes
que tienen vigencia tanto en el dominio de la naturaleza como en el de
los actos humanos, lo que da por resultado que el poder político, merced
al principio de causalidad, tenga su origen primario en Dios, y en aten-
ción al ordenamiento divino que rige al universo, esté sometido a las
leyes eternas promulgadas por el mismo Dios. Supone, en suma, tal tipo
de justificación, una explicación trascendente del Estado y de la vida
misma, independientemente de las contingencias históricas, aunque a veces
haya aspirado a legitimar situaciones concretas que se han presentado
en el curso de la evolución humana. Las formas que ha adoptado son muy
diversas y van desde la que pretende justificar una organización teocrá-
tica del Estado, en que los sacerdotes ejercen el poder político, hasta la
que simplemente considera que el Estado tiene su origen primero en Dios
y no puede sustraerse al orden moral, que es reflejo de la voluntad divi-
na, pero en la determinación de sus formas y en la organización de su
gobierno interviene decisivamente el derecho humano. V eremos esto con
más detenimiento al examinar, en los siguientes párrafos, el desarrollo
de la teoría en el transcurso del tiempo.
Puede decirse, sin temor a incurrir en exageraciones, que no ha habi-
do pueblo alguno en el mundo que haya carecido de ideas y prácticas re-
ligiosas, por primitivas que éstas y aquéllas hayan sido. Este es un dato
histórico y sociológico incontrovertible, que emana de la simple observación
objetiva de los hechos, y es ajeno a todo juicio de valor que se haga acerca
de esos fenómenos religiosos. No es de extrañar, por tanto, que desde la
más remota antigüedad el espíritu humano, acuciado por la preocupación
religiosa, haya tratado de encontrar un fundamento trascendente a esa
gran realidad, que se imponía coactivamente sobre las voluntades indivi-
duales, forzándolas a adoptar una determinada conducta, que era el poder
.
político. En Grecia y Roma encontramos así, al lado del hecho real de la
coincidencia de la comunidad política y la religiosa, atisbos muy impor-
tantes de justificación divina del Estado -como la frase de Demóstenes,
recogida en el Digesto, conforme a la cual "hay que prestar obediencia
a la ley por ser obra y don de Dios"- y sobre todo de la idea de la exis-
tencia de un derecho natural superior al positivo, a la luz del cual podía
enjuiciarse tanto la conducta de los gobernantes como de los súbditos que
.
se rebelaban contra los mandatos que estimaban injustos.
Entre todos los escritores de esta época, destaca, empero, con brillo
que supera al de los demás, en materias filosófico-jurídicas y políticas, el
padre Francisco Suárez ( 1548-1617) -llamado "Doctor Eximio y Pia-
doso" por el Papa Paulo V-, autor de la monumental obra denominada:
"Tract(lltus de Legibus ac Deo Legislatorc" (in decem libros distributus),
en la cual se hacen no sólo consideraciones jurídicas, sino también teoló-
gicas, éticas y políticas.
En lo que se refiere al Estado, la doctrina de Suárez sigue, en sus
lineamientos esenciales, la de Santo Tomás, expuesta en la Edad Media,
pero hay, en la obra del filósofo español, una exposición más independiente
de la teología y de la moral, que la asemeja a las especulaciones de la mo-
derna ciencia política. La sociedad civil se funda, desde luego, en el pen-
samiento del Doctor Eximio, en la naturaleza del hombre, la cual da ori-
gen, merced a sus impulsos sociales, a una serie de agrupaciones que van
desde las imperfectas, como la familia, hasta las perfectas, como el Estado,
única comunidad capaz de satisfacer todas las necesidades temporales de
los seres humanos. Surge así la autoridad, en el seno de la convivencia
humana, como algo enteramente natural y consecutivo a la índole racional
de los hombres, que exige un principio directivo de las actividades indi-
viduales. El poder tiene su origen en Dios, como todos los poderes y todas
las cosas, pero no inmediatamente, sino sólo en cuanto es Creador y Autor
de todo lo existente y de la ley que lo rige. Por otra parte, aunque dicho
poder procede de Dios, no es entregado directamente a hombres determi-
nados, sino a la comunidad entera, que resulta, así, el titular primario de la
potestad pública. "Por la naturaleza -dice Suárez- todos los hombres
nacen libres, y, por tanto, ninguno tiene jurisdicción política sobre otro,
ni tampoco dominio; ni hay razón alguna para que se atribuya esto por
naturaleza a unos respecto de otros ... Luego la potestad de regir o domi-
nar políticamente a los hombres, a ningún hombre en particular ha sido
dada inmediatamente por Dios." ("De Lcgibus", lib. nr, c. n, 3.) Como
corolario de lo expuesto, tiene que admitirse que si el poder político no se
encuentra en un individuo determinado ni tampoco en la simple suma de
personas individuales -porque "nadie puede adquirir lo que no tiene,
juntándose con semejantes que carecen también de ello"-, tendrá que
encontrarse, necesariamente, como decíamos antes, en la comunidad mis-
ma, que es una persona moral distinta de la mera agregación de los indi-
viduos, un "cuerpo místico".
Estas ideas acerca de la potestad política las completa Suárez con su
teoría de los dos contratos -el "social" que da nacimiento a la personali-
dad jurídica de la comunidad, y el "político" que determina el régimen de
ha sido encomendado, sino de los súbditos que les han sido confiados" ;
7) asegura la paz y el orden social, ya que se quita la ocasión y aun el
deseo de sediciones y han de estar en seguridad en lo sucesivo el honor
y la persona de los príncipes, y la quietud y salud de las ciudades; y 8)
afirma la dignidad humana, toda vez que los ciudadanos obedecen a los
gobernantes, porque éstos "son, en cierto modo, una imagen de Dios,
a quien servir es reinar".
Posteriormente el Papa evidencia la conducta de la Iglesia, acorde
con su doctrina, durante las diversas épocas de la historia, poniendo en
parangón los benéficos resultados obtenidos con la misma, y las funestas
consecuencias de las doctrinas erróneas, concluyendo de allí la necesidad
de la doctrina católica para restablecer la disciplina pública y pacificar
los ánimos, por la razón esencial de que sólo el temor de Dios puede
constituir motivo eficaz para la obediencia ya que mueve a la adhesión
no sólo por la severidad del castigo sino por la benevolencia y caridad,
"que son en toda sociedad de hombres la mejor prenda de seguridad".
Y para finalizar, el Pontífice habla de los peligros que amenazan a
la sociedad y del mejor remedio para conjurarlos, que es la religión; y ofre-
ce su apoyo a los gobernantes y a los pueblos, exhortando, a los primeros,
para que ejerzan la justicia y no se aparten en lo más mínimo de sus
deberes, y recordando, a los segundos, que la Iglesia fué fundada para
salud de todos los hombres y los ama como a hijos, y que detesta las
tiranías y es amiga y defensora de la verdadera libertad, por lo cual no
debe ser vista con sospecha.
Esta es, pues, expuesta en breves términos, la doctrina católica acerca
de la autoridad, tal como ha sido condensada por el Jefe de la Iglesia.
Nada hay que añadir, de sustancial, en un intento meramente expositivo
como el nuestro. Sin e¡:nbargo, como hay dos puntos que de manera más
importante afectan a la materia de justificación estatal que estamos tra-
tando, creemos necesario reproducir los párrafos de la Encíclica que los
contienen. Son los siguientes : "Interesa atender en este lugar que aque-
llos que han de gobernar las repúblicas pueden, en algunos casos, ser
elegidos por la voluntad y juicio de la multitud, sin que se oponga ni lo
repugne la doctrina católica. Con cuya elección se designa ciertamente
al príncipe, mas no se confieren los derechos del principado ; ni se da el
mando, sino que se establece quién lo ha de ejercer." "Ni aquí se cues-
tiona acerca de las formas de gobierno, pues no hay por qué la Iglesia
no apruebe el principado de uno solo o de muchos, con tal que sea justo
y atienda a la común utilidad. Por lo cual, salvo la justicia, no se pro-
hibe a los pueblos el que adopten aquel sistema de gobierno que sea más
Estado moderno "no es más que un comité que administra los negocios
comunes de toda la clase burguesa", "una organización de la clase poseedo-
ra para protegerse contra los que nada poseen" ; el Estado es "en todos
los casos, especialmente, una máquina para dominar a la clase oprimida
y expoliada".) Consecuencia de esto es que, una vez que las clases opri-
midas -ma~as proletarias de nuestros días- cobren conciencia de su
fuerza, promoverán la revolución social, harán desaparecer ese instrumento
de explotación que es el Estado y sobre las ruinas del mismo establecerán
la dictadura, como fase transitoria, para llegar después, como meta final,
a la sociedad sin clases, en que no haya explotadores ni explotados, sino
sólo trabajadores unidos por los vínculos de la más estrecha solidaridad.
"El Estado, y con él la autoridad política -dice Engels- desaparecerán
a consecuencia de la futura revolución social; es decir, que las funciones
públicas perderán su carácter político y se transformarán en simples fun-
ciones administrativas para velar por los intereses sociales". Cuando esto
suceda, el Estado irá a parar al museo de antigüedades, al lado del hacha
de bronce y de la rueca.
El Estado es, pues, para los socialistas científicos, una mera conse-
cuencia de la sociedad dividida en clases. Ni ha existido siempre -puesto
que en las primitivas organizaciones humanas no hubo clases sociales, sino
que éstas aparecieron en una determinada etapa de la evolución históri-
ca- ni deberá existir en el futuro, una vez que se transforme la estruc-
tura social y económica y la explotación del hombre por el hombre sea
sustituida por asociaciones libres e iguales. Se niega, de esta manera, la
eficacia del Estado en tiempos venideros y se explica su existencia, como
un mal necesario, en la actual sociedad de clases, en la que obedece a un
hecho de fuerza.
Al lado de esta explicación que se funda en la lucha de clases, nos
encontramos con la doctrina sostenida por Gumplowicz, que atribuye el
origen del Estado a la lucha de razas ("rassenkampf"), o sea, a la "eterna
lucha de los grupos, nacida de las leyes de la naturaleza", y con la teoría
bio-sociológica de Oppenheimer. Esta última, basada sustancialmente en
la concepción materialista de la historia, estima que el Estado, como todo
lo existente, está gobernado por la fuerza del instinto de conservación,
que se manifiesta en dos formas características : el hambre y el amor. En
los pueblos primitivos -fundamentalmente cazadores y agricultores- no
hay Estado, porque falta el elemento económico indispensable para que
surja la necesidad del mismo. Sólo hasta que las tribus de pastot:es, so-
cialmente diferenciadas en su interior por la distinta posición que guardan
sus miembros atendiendo a sus éxitos con los rebaños, atacan a los caza-
temporal. Por ello no cabe aceptar una tesis como la patriarcal para fundar
y justificar el Estado.
Al lado de la teoría patriarcal, y tratando de justificar también desde
el punto de vista jurídico al Estado, se encuentra la teoría patrimoniaL
Como rasgo esencial que permite identificarla en la evolución de las teo-
rías justificativas del poder político puede señalarse el de la consideración
que hace de la primordial importancia de la propiedad ---considerada como
un derecho anterior y superior al orden positivo del Estado- para fun-
damentar la autoridad pública.
Una concepción de esta naturaleza ha tenido cabida en las obras de
diversos pensadores. Y a en la antigüedad se cita a Platón y a Cicerón,
como sostenedores de la misma, aunque de una manera más clara el se-
gundo que el primero. En la Edad Media, el fenómeno del feudalismo,
al dar nacimiento al régimen de propiedad señorial, hace reflexionar a
los teóricos políticos acerca del papel preponderante representado por la
dominación de la tierra en la adquisición de la autoridad, y da lugar a que
se considere que los Estados se justifican con fundamento en el derecho
de propiedad. En los tiempos modernos, estas ideas encuentran un desarro-
llo más o menos amplio en las obras de escritores pertenecientes a escue-
las muy diferentes y se citan con frecuencia los nombres de los partida-
rios del Derecho natural racional y los de las teorías socialistas, como los
de los principales propagadores de la teoría patrimonial. Al lado de éstos,
debe citarse al autor alemán Haller, que, aun cuando se muestra enemigo
del Derecho natural, acaba por caer en los mismos errores que atribuye
a los jusnaturalistas, al sostener que los derechos de propiedad en que se
funda jurídicamente el Estado, son superiores a él y anteriores a su cons-
titución. Tal es, en breves líneas, la evolución histórica de la teoría a que
nos venimos refiriendo.
Una crítica de la misma resulta, naturalmente, obvia. Basta tomar
en consideración, para demostrar su ineficacia como teoría justificativa
del Estado, que se basa en una visión parcial y limitada de la comunidad
política, en la que ésta queda reducida a sus elementos materiales, sin
parar mientes en que el Estado es, ante todo y sobre todo, una agrupación
humana, que si puede aspirar a alguna legitimidad moral y a tener títulos
bastantes para justificar su existencia, es sólo porque realiza determina-
dos fines que pueden ser calificados de valiosos, y no porque se basa en
elementos materiales, que no son sino instrumentos o auxiliares indispen-
sables para el cumplimiento de su misión.
Mas entre todas las teorías jurídicas, la que sin disputa alguna ha
tenido y tiene la mayor importancia, tanto por el número y calidad de los
pensadores que la han sostenido, como por el influjo inmenso que ha te-
nido en el mundo de las ideas y en el de las realizaciones políticas, es la
teoría contractual. Esta teoría, como su nombre lo indica, basa la justi-
ficación del Estado en un principio jurídico derivado del contrato, que
no es otra cosa, en esencia, sino un acuerdo de voluntades entre dos o
más personas para producir efectos de derecho. También se le llama, por
ello, "justificación voluntarista", porque en la misma se concede un papel
preponderante a la voluntad.
La historia de esta teoría, como la de casi todas las demás, es ver-
daderamente milenaria. Ya desde la antigüedad grecorromana hay atisbos
de la doctrina que sostiene que en .la voluntad del pueblo se encuentra la
fuente del poder político. Esto es particularmente claro en el pensamiento
de los sofistas -y en especial de Protágoras- y en el de los epicúreos,
que basados en el egoísmo humano rechazaban el carácter natural del Es-
tado y pensaban que se trataba de una construcción artificial nacida de un
contrato celebrado entre los individuos a fin de no dañarse recíprocamente.
Justo es reconocer, empero, que aun antes de que se expusieran estas
doctrinas, en los textos que se refieren a la historia del pueblo de Israel
se hallan consignados, con toda precisión, contratos de carácter político
-tales como el celebrado por David con las tribus de Israel en Hebrón
antes de ser consagrado rey (II Samuel, v, 3)- que en siglos posteriores
tuvieron una importancia enorme para la elaboración ·de la doctrina del
origen del poder estatal.
En el derecho romano se encuentran también textos de los que se
desprende que el pueblo cedió su potestad al príncipe, tales como el pasaje
de la Lex Regia, tan comentado por los glosadores, que lo consideraban
como la base jurídica del poder temporal, y que dice así: uQuod principi
placuit legis habet vigorem>· utpote quum lege regia quae de imperio eius
lata est populus ei et in eum omnem suum imperium et potestatem con-
ccssit." Alnst., 1, u 5; Dig., 1, 4.)
En el período medieval, todas estas ideas contractualistas cobran un
interés extraordinario en las especulaciones políticas, particularmente a
partir del siglo XIII, en que ~as aportaciones patrísticas de los primeros
siglos qe la era cristiana, se ven complementadas con las de la filosofía
pagana y la jurisprudencia romana, así como con las referencias constan-
tes a los textos bíblicos. Mas la teoría contractual en la Edad Media tiene
características peculiares que la distinguen de otras teorías semejantes en
la historia del pensamiento político. En los siglos medios se apela al con-
trato no para fundamentar la institución misma del Estado sino tan sólo
su poder concreto : se sostiene, esencialmente, que la potestad en abstracto
viene de Dios, que es el Creador de todo cuanto existe, pero que, en cam-
bio, la determinación de la persona del gobernante y la forma de gobierno
depende, de modo inmediato, de un acto de constitución humana, que
queda a cargo de la comunidad. Así precisada, esta teoría contractual sir-
ve de eficaz arma de lucha en la secular querella entablada entre la potes-
tad eclesiástica y la civil, favoreciendo con más frecuencia a los partidarios
del Pontífice Romano, que sostienen la superioridad del poder de éste
basados en que emana directamente de Dios, en tanto que el de los prín-
cipes seculares deriva del pueblo, mediante una cesión.
N o puede dejarse de citar, en este período, la valiosa elaboración
teórico-política de Santo Tomás de Aquino, que aun cuando establece,
basado en las ideas aristotélicas, que la sociedad y el Estado tienen un
origen enteramente natural y que el poder público --que tiene como fin
específico el bien común- reside en la comunidad entera, admite, sin em-
bargo, que la propia comunidad puede delegar el ejercicio de dicho poder
en una o varias personas, mediante un acuerdo expreso o tácito, que en
ningún caso implica la renuncia de los derechos originarios de esa misma
comunidad, resultando así, los gobernantes, simples gerentes o adminis-
tradores de los derechos del pueblo. Con esta doctrina contribuye el Aqui-
natense a configurar, en definitiva, la tesis filosófico-política que se viene
elaborando desde varios siglos atrás y que sostiene que el poder público
ejercido por una o varias personas tiene su fundamento jurídico en la
sumisión voluntaria de la comunidad, expresada en forma contractual.
A esta sumisión se da el nombre de pastum subjectionis o contrato polí-
tico, que legitima, de manera inmediata, el poder de los gobernantes. Cabe
citar también, en este punto, para completar el examen de la tesis citada,
la idea que los escolásticos del siglo XIII tienen acerca de la legitimación
''a posteriori" del poder, y que consiste en que un gobierno viciado en su
origen, debido a la violencia, a la usurpación, o a alguna otra circunstan-
cia de esta índole, puede volverse legítimo con tal de que realice el bien
común y obtenga el consentimiento expreso o tácito del pueblo.
En resumen, puede decirse, con Recaséns, que aparte de las diver-
gencias "en la apreciación del carácter y efectos jurídicos del contrato po-
lítico, reina casi total unanimidad entre los escolásticos y demás escritores
políticos, a partir del siglo XIII, en reconocer los siguientes principios:
a) soberanía popular originaria; b) que sólo mediante un contrato polí-
tico, expreso o tácito, puede transmitirse el ejercicio del poder público a
otra persona; e) que cuando el contrato caduque la comunidad recobra
plenamente su pleno derecho de imperio ; d) que el pueblo tiene el dere-
cho de resistencia pasiva y activa o rebelión contra el príncipe tiránico;
del ginebrino, dándole un aspecto racional más riguroso. Para él, el con-
trato social es un imperativo de la razón práctica, de tal suerte que el
Estado debe ser construido de acuerdo con la idea del pacto. La voluntad
general es una voluntad regida exclusivamente por la razón, y los sujetos
del contrato, más que hombres considerados en su realidad fenoménica
. inmediata, son entes de razón que convienen aquello que va de acuerdo
con su naturaleza racional. El pacto resulta así coactivo y por ningún mo-
tivo puede alguien sustraerse de él.
Hemos llegado con esto al final de la exposición de las vicisitudes
por las que ha atravesado la teoría contractualista de justificación del Es-
tado, en el curso del tiempo, en la que hemos señalado, tan sólo, las po-
siciones capitales. Trataremos ahora, como nos lo propusimos al iniciar
la segunda parte de este trabajo, de hacer un juicio crítico de dicha teoría.
Al hacer esto, hemos de advertir, de inmediato, que la mencionada
teoría ha sido objeto de muchas críticas en la Historia, por parte de muy
diversos sectores de pensamiento, que han tratado de demostrar los de-
fectos de que adolece. N o podemos, desgraciadamente, referimos a ellas,
por no alargar, con exceso, la exposición del tema que estamos tratando.
Vamos solamente a apuntar sus principales fallas. Creemos que la obje-
ción fundamental que puede hacerse al contractualismo, como intento de
legitimación del poder político, no puede abarcar aquellas posiciones, den~
tro del mismo, que se concretan a valorizar la actividad de los gobernan~
tes tomando en consideración la mayor o menor adhesión popular con que
cuentan. Esto es, no afecta a la idea del contrato por virtud del cual los
miembros de la comunidad política señalan quiénes ha de gobernar y cuál
ha de ser el régimen de gobierno, porque ello no ve, directamente, al Es~
tado como institución, sino sólo a sus formas concretas. La crítica en rea~
lidad debe enderezarse contra las teorías que sostienen la existencia del
contrato en la base misma de la constitución de la sociedad y del Estado,
como criterio definitivo de su legitimidad.
Precisada, de este modo, la materia sujeta a crítica, nos parece evi-
dente que la impugnación esencial que se puede hacer de la teoría con-
tractual es la de que sacrifica, en aras de artificios y convencionalismos
que no satisfacen, aquella vieja, ineluctable verdad de la naturaleza social
del hombre, que lo impulsa a vivir con sus semejantes por exigencias de
su propio ser, y que no necesita demostración alguna porque es tÍn dato
inmediato de la conciencia. Olvida, por otra parte, que la autoridad brota
de la naturaleza de las cosas y que no requiere, para ser explicada y jus-
tificada, en términos generales, de acuerdos y convenciones. Cae, además,
dicha teoría en el absurdo de considerar que a base de un pacto libre se
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS
Las diversas citas que hemos hecho en el curso de este trabajo, así como la inspi-
ración general del mismo, las hemos tomado de las siguientes obras: