Filosofia Del Acontecimiento
Filosofia Del Acontecimiento
Filosofia Del Acontecimiento
Deleuze
Una filosofia del
acontecimiento
François Zourabichvili
Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Biblioteca de filosofía
Deleuze. Une philosophie de l’événement, François Zourabichvili ©
Presses Universitaires de France, 1994 Traducción, Irene Agoflf
ISBN 950-518-363-1
ISBN 2-13-046543-9, París, edición original
Zourabichvili, François
Deleuze, una filosofía del acontecimiento. - Ia ed.- Buenos Aires :
Amorrortu, 2004.
168 p. ; 20x12 cm. - (Biblioteca de filosofía)
Traducción de: Irene Agoff
ISBN 950-518-363-1
1. Filosofía I. Título CDD 100
Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provincia
de Buenos Aires, en junio de 2004.
9 Abreviaturas
11 Prólogo
14 El pensamiento y su afuera (crítica de la imagen
dogmática)
16 Querer, 16. Reconocer, 19. Fundar, 23. Nota sobre el
acontecimiento, el fin, la historia, 28.
65 Inmanencia
Crítica de lo negativo: el falso problema, 65. Decepción y
fatiga, 80. «Nuestro» problema, 87.
93 Tiempo e implicación
Hábito, devenir, azar, 94. La heterogeneidad del tiempo,
101. La multiplicidad: diferencia y repetición, 107. Aion y
Cronos, 116.
122 Devenir
Signo-2: hábito, dispar, singularidad, 124. Síntesis dis-
yuntiva y diferencia ética, 135. Ritornelo, hecceidad, dis-
curso indirecto libre, 147.
161 Conclusión
8
Abreviaturas1
9
MP Capitalisme et schizophrénie, t. 2: Mille pla
teaux (escrito con Félix Guattari), Minuit,
1980.
N Nietzsche, PUF, 1965.
NPh Nietzsche et la philosophie, PUF, 1962.
P Pourparlers, Minuit, 1990.
PS Proust et les signes, PUF, 1964 (citamos la édi
tion aumentada de 1970).
PSM Présentation de Sacher-Masoch, Minuit, 1967.
PV Périclès et Verdi. La philosophie de François
Chatêlet, Minuit, 1988.
QPh? Capitalisme et schizophrénie, t. 3: Qu’est-ce
que la philosophie? (escrito con Félix
Guattari), Minuit, 1991.
S Superpositions (con Carmelo Bene), Minuit,
1979.
SPE Spinoza et le problème de l’expression,
Minuit,
1968.
SPP Spinoza. Philosophie pratique, Minuit, 1981.
Prólogo
10
currente, dotada de la suficiente unidad,
coherencia y fuerza problemática como para
imponerse por sí misma como una filosofía,
una filosofía del acontecimiento: «En todos
mis libros, he estado buscando la naturaleza
del acontecimiento», «me he pasado el tiempo
escribiendo sobre esta noción de
acontecimiento» CP, 194, 218).
La naturaleza de esta extraña filosofía,
constantemente innovadora y
meticulosamente terca, estacionaria y
mutante, según su paradójica definición del
nomadismo, parece legitimar nuestra
intención y al mismo tiempo ponerla en entre-
dicho. Más aún, exhibir el prototipo de un
pensamiento ocupado siempre en un
elemento variable, inseparablemente ético,
estético y político, puede resultar irrisorio.
Este libro no tiene, en consecuencia, otro
sentido que el de servir como auxiliar de
lectura o como ejercicio lógico adyacente: está
escrito para el que lee o quisiera leer a
Deleuze. Al igual que toda guía, propone un
itinerario, experimentado por el autor, pero
que no puede ser recorrido en lugar del lector
(este último conserva, por supuesto, toda la
libertad de enmendarlo o eludirlo, con tal de
que recorra otro a su vez).
Pero la dificultad incluye un aspecto más.
Sería un error dividir en dos la obra de
Deleuze: de un lado los comentarios, del otro
los trabajos escritos en nombre propio. Ya en
Nietzschey la filosofía, título que anuncia una
confrontación más que un simple comentario,
11
el tono utilizado advierte al lector no de una
presencia subyacente y autónoma del
comentador, sino de una causa común al
autor comentado y al autor que comenta.
Aparece ese uso no convencional del discurso
indirecto libre que será propio de muchos
textos ulteriores, antes de convertirse él
mismo en un tema: una manera de prestar la
propia voz a las palabras de otro y que
termina por confundirse con su reverso, es
decir, hablar por cuenta propia tomando la
voz de otro. El comentario, la escritura de a
dos son casos de discurso indirecto libre. Se
podría aplicar a Deleuze lo que en primera
persona dice él del cineasta Pierre Perrault:
«Me he procurado intercesores, y así puedo
decir lo que tengo que decir» (P, 171).
Recíprocamente, en sus trabajos así llamados
independientes, la presencia o insistencia de
autores amados no es menos importante que
la del comentador en sus monografías: no
hemos considerado, pues, que un libro como
Proust y los signos tenga menos importancia,
desde el punto de vista del pensamiento «pro-
pió» de Deleuze, que Diferencia y repetición o
Lógica del sentido; más aún cuando los
conceptos enunciados en estas obras suelen
proceder por desvío e interpenetración de
motivos de otras procedencias.
Las más de las veces, pues, atribuimos sólo
a Deleuze los enunciados propuestos. ¿Es
Deleuze spinozista, nietzscheano,
bergsoniano? (¿Es bueno? ¿Es malo?) Lo que
pertenece a Deleuze y a los demás es apenas
12
discernible, y no puede ser evaluado en
términos de autenticidad o influencia.
Distinta, en cambio, es la configuración nueva
y anónima que se afirma en la obra indirecta
libre, y que no puede llevar más que el
nombre de Deleuze. Es ella la que nos
interesa aquí.
El pensamiento y su afuera (crítica de la
imagen dogmática)
13
un correlato exterior a la mente, independiente
de ella e idéntico a sí (la realidad y su esencia).
En filosofía, pensar quiso decir, primeramente,
conocer.
La filosofía admite, pues, de buen grado que
la suerte del pensamiento se juega en su
relación con la exterioridad. El problema es
saber si consigue efectivamente pensarla, si ella
afirma una relación auténticamente exterior
entre el pensamiento y lo verdadero. Deleuze
pronuncia el siguiente diagnóstico: por más que
la filosofía reconozca en la verdad un elemento
independiente del pensamiento, ella interioriza la
relación y postula que pensamiento y verdad
mantienen una relación íntima o natural. El
filósofo no elige lo verdadero, quiere someterse a
la ley del afuera; pero al mismo tiempo no cesa
de decirse amigo o íntimo de este afuera,
perseguirlo espontáneamente, estar desde el
origen en su camino. La verdad no ha sido
todavía conquistada o poseída, pero el pensador
se provee su forma de antemano; el pensamiento
«posee formalmente lo verdadero», aun cuando
todavía deba conquistarlo materialmente (DR,
172). No sabe todavía lo que es verdadero, pero
al menos se sabe dotado para buscarlo, capaz, a
priori, de alcanzarlo. De ahí, por ejemplo, la idea
de una verdad olvidada, antes que desconocida
(Platón), o el tema de la idea innata y no forjada
o adventicia, sin perjuicio de interiorizar la
relación con Dios como afuera absoluto o
trascendencia (Descartes).
Deleuze inicia así una crítica del concepto de
verdad o de la determinación de lo necesario co-
mo verdadero. El problema que plantea es el de
la capacidad del pensamiento para afirmar el
14
afuera y el de las condiciones de esta
afirmación. ¿Es suficiente pensar el afuera como
una realidad exterior idéntica a sí misma? ¿No
se permanece así en una exterioridad relativa, a
pesar de las apariencias? La necesidad a la que
aspira el pensador, ¿es del orden de una verdad,
al menos en el sentido en que se la ha definido?
¿Califica ella a un discurso que expresaría lo
que las cosas son, a una enunciación que haría
corresponderse el sentido y la esencia? El afuera
del pensamiento, ¿es algo por conocer, algo apto
para ser objeto de un contenido de
pensamiento? Se hace difícil, por cierto,
renunciar a la idea de una realidad exterior. ..
Deleuze observa que, a través de la historia
de la filosofía, se afirma cierta imagen del pensa-
miento que él llama dogmática porque asigna a
priori una forma al afuera (NPh, 118-26; PS,
115- 24; DR, cap. III). Hasta la gran crisis
nietzschea- na, esta imagen impregna al menos
formalmente todas las filosofías, aun cuando se
la discuta aquí y allá en el interior de un sistema
(en Spinoza, por ejemplo, donde la idea de
composición, desplegada a través del concepto
de noción común y de la teoría afectiva del
cuerpo, tiende a precipitar todo el sistema en un
empirismo que exige una lectura «hacia la
mitad»: SPE, 134 y cap. XVII; SPP, caps. V y VI).
La imagen dogmática deriva de la interioriza-
ción de la relación filosofía-afuera, o filosofía-ne-
cesidad. Se expresa: 1) en la creencia en un pen-
samiento natural; 2) en el modelo general del re-
conocimiento; 3) en la pretensión al
fundamento.
15
Querer
16
evitar contratiempos. «Desde cierto punto de
vista, la búsqueda de la verdad sería lo más
natural y lo más fácil; bastaría una decisión,
y un método capaz de vencer las influencias
exteriores que apartan al pensamiento de su
vocación y le hacen tomar lo falso por
verdadero» (PS, 115-6). Pensar es quizá difícil
de hecho, pero fácil de derecho: basta que-
rerlo (decisión) y aplicarse (método) (DR, 174).
Pero si el pensamiento encuentra supuesta-
mente en sí mismo la orientación necesaria, es
porque la posee desde siempre. La buena volun-
tad del pensador está garantizada por la recta
naturaleza del pensamiento (.DR, 171; NPh, 118).
El pensamiento está naturalmente bien
orientado, de modo que si estamos no sólo en la
búsqueda de lo verdadero sino además en la
búsqueda del camino que lleva a lo verdadero (la
orientación), entonces el pensamiento debe de
haber sido apartado, descaminado por fuerzas
nocivas que le son extrañas. El concepto de
error, en el que la filosofía sitúa todo lo negativo
del pensamiento, está construido sobre el
esquema de una intervención exterior que
aparta al pensamiento de sí mismo y opaca
accidentalmente, y por lo tanto de manera
provisional, su relación natural con la verdad. El
pensamiento conserva siempre el recurso de re-
encontrar su propia fuerza mediante un acto de
voluntad. Así pues, en filosofía, la exterioridad
está escindida: tanto la verdad como el error tie-
nen su fuente fuera del pensamiento, pero mien-
tras que nuestra relación con la primera es
esencial e íntima, con el segundo es accidental.
El afuera bueno está en el fondo de nuestros
corazones como un «afuera más profundo que
17
todo mundo interior» (y veremos que Deleuze
conserva este esquema, aunque alterando por
completo su significado); el afuera malo está en
el exterior y pervierte al pensamiento.
El pensamiento está naturalmente bien orien-
tado. ¿Cómo no sospechar, siguiendo a
Nietzsche, un motivo moral en el fundamento de
esta imagen dogmática, un bien-pensar en el
origen de este supuesto? «Sólo la Moral es capaz
de persuadirnos de que el pensamiento tiene
una buena naturaleza y el pensador una buena
voluntad, y sólo el Bien puede fundar la
supuesta afinidad del pensamiento con lo
Verdadero. ¿Qué otra cosa, en efecto, sino la
Moral y este Bien que consagra el pensamiento a
lo verdadero y lo verdadero al pensamiento...?»
(DR, 172). ¿Qué cosa nos asegura la existencia
de un lazo de derecho entre el pensamiento y lo
verdadero? ¿Por qué sería preciso que el
pensamiento estuviese dotado para la verdad?
Nada garantiza que el pensamiento esté desde
siempre en busca de lo verdadero, que quiera
naturalmente la verdad. A priori, no hay otro
lazo que la idea moral de Bien.
Reconocer
18
objeto. No se busca la verdad sin postularla de
antemano; dicho de otro modo, sin presumir,
incluso antes de haber pensado, la existencia de
una realidad: no de un mundo (esto, Deleuze no
lo cuestiona), sino de un «mundo verídico»,
idéntico a sí y que sería dócil, fiel a nuestra
expectativa en tanto y en cuanto lo
conoceríamos. Desde el momento en que el
pensamiento interpreta su objeto como realidad,
le asigna a priori la forma de la identidad:
homogeneidad y permanencia. El objeto es
sometido al principio de identidad para poder
ser conocido, hasta el punto de que todo
conocimiento es ya un reconocimiento. El
pensamiento reconoce aquello que él ya ha
identificado, no se propone pensar nada que no
haya pasado antes por el tamiz de lo Mismo.
Es fácil ver entonces que un mundo «verídico»
está orlado forzosamente por una trascendencia
que garantiza su identidad, precisamente por-
que, dando a priori el pensamiento una forma a
lo que todavía no conoce (y así comienza la
confusión entre la inmanencia y la clausura),
dicha identidad no puede sino ser presumida. La
creencia en una realidad exterior remite en
última instancia a la posición de un Dios como
afuera absoluto. En suma, la imagen dogmática
del pensamiento se reconoce por el hecho de que
este asocia afuera con trascendencia, de que
remite necesariamente a un más allá como
garante necesario del a priori que él postula e
impone aquí abajo.
Pero, ¿cómo puede el pensamiento saber de
antemano lo que tiene que pensar, cómo es posi-
ble que se aplique a un objeto previamente cono-
cido, que se supone preexistente? ¿Puede
19
creerse que alcanza así a la necesidad, a la
captación de algo que no depende de él? En este
caso, una filosofía de la inmanencia debería
poner en entredicho hasta el esquema lógico
atributivo que privilegia las cuestiones de
esencia al prejuzgar la identidad del objeto
interrogado, preguntando siempre: ¿qué es?
Veremos que el pensamiento, en tanto piensa,
no apunta a un objeto idéntico a sí y no opera en
un campo objetivo-explícito. No alcanza a lo
necesario o, dicho de otra manera, no piensa
verdaderamente más que en una zona «distinta-
oscura».
El modelo del reconocimiento implica por lo
menos otros dos postulados: el error como
estado negativo por excelencia del pensamiento,
y el saber como elemento de lo verdadero {DR,
192 y sig. y 213 y sig.). La filosofía mide su
ambición por la naturaleza del objeto tenido en
vista, idéntico y permanente. En consecuencia,
el pensamiento no es sino ion proceso
provisional destinado a llenar la distancia que
nos separa del objeto; dura exactamente el
tiempo que ponemos en reconocer. Su razón de
ser es negativa: poner fin a los disgustos de la
ignorancia. A menos que ocurra lo inverso, y que
pensar se resuma en la contemplación beatífica
del objeto sabido o en el ejercicio maquinal de
una potencia soberana de reconocimiento. La
asignación del saber como meta encierra al pen-
samiento, pues, en la alternativa de lo efímero y
lo inmóvil. De todas formas, la cuestión es apro-
piarse de contenidos de los que aún no se
dispone (y la crítica «pedagógica» del saber se
queda impotente, peor aún, da testimonio de
una inspiración sofística cuando se contenta con
20
devaluarlo en beneficio de capacidades vacuas o
formales que son sólo su correlato: no se puede
criticar el contenido sino abandonando el
dualismo que este forma con el continente). El
filósofo se imagina, pues, triunfador, se sueña
poseyendo; la imagen dogmática del
pensamiento es sin duda la de un
enriquecimiento. En estas condiciones, ¿de qué
modo el elemento del saber podría conjurar el
espectro que lo acecha: la necedad? Deleuze
señala hasta qué punto el postulado del
reconocimiento, con sus dos avatares, el saber y
el error, favorece una imagen servil del
pensamiento basada en la interrogación-, dar la
respuesta correcta, encontrar el resultado
exacto, como en la escuela o en los juegos de la
televisión. El acto de pensar se regula por
situaciones pueriles y escolares. «Nos hacen
creer que la actividad de pensar, y también lo
verdadero y lo falso en relación con esta activi-
dad, sólo comienzan con la búsqueda de solucio-
nes, sólo conciernen a las soluciones» (DR, 205).
«En todo tiempo, la filosofía se ha cruzado con el
peligro de medir el pensamiento por ocurrencias
tan faltas de interés como decir “buenos días,
Teodoro”, cuando el que pasa es Teeteto» (QPh?,
132; cf. también NPh, 120, y DR, 195).
De aquí deriva la idea humanista y misericor-
diosa de que los problemas han sido siempre los
mismos y constituyen un patrimonio común si-
tuado más allá del tiempo, y de que el
pensamiento navega entre soluciones todas ellas
divergentes pero igualmente inconclusas o
insatisfactorias. La filosofía se ve colocada ante
el dilema de buscar nuevas soluciones que
condenarían todo su pasado, o mantener el
21
culto de enigmas eternos planteados al hombre,
culto que el filósofo tendría al menos el mérito
social de asumir por los demás y que nunca
asumiría mejor que desplegando un fervor
desinteresado por conservar las soluciones
pasadas (felizmente, la historia de la filosofía no
se ha quedado siempre en eso).
Fundar
22
169-73). Un verdadero comienzo exige la
expulsión de todo presupuesto; pero, por más
que se comience por un concepto que no
presupone efectivamente ningún otro (el Cogito,
por ejemplo, en oposición a la definición del
hombre como animal racional), no por ello se
eluden presupuestos de otro orden,
implícitos o preconceptuales, que sólo pueden
apoyarse en el sentido común. De ese modo, «se
supone que cada cual sabe sin concepto lo que
significa yo [moi],2 pensar, ser» (DR, 169). En el
mismo momento en que la filosofía cree
comenzar, su comienzo se precipita en lo
prefilosófico, hasta el punto de que jamás puede
poseerse a sí misma, autonomizar su
fundamento. Para comenzar o fundarse, la
filosofía no puede restringirse a una diferencia
de status en los conceptos: esta diferencia
descansa a su vez sobre la que distingue status
en el plano de la doxa o la opinión. La filosofía
sólo alcanza al fundamento seleccionando
opiniones universales (el ser empírico, sensible y
concreto en Hegel, la comprensión preontológica
del ser en Heidegger), o incluso una Opinión ori-
ginaria (la Urdoxa de la fenomenología). Heideg-
ger refuta de manera decisiva la imagen dogmá-
tica cuando enuncia que el pensamiento está en
postura de no pensar nunca todavía, pero desa-
rrolla por otra parte el tema de una philia y
24
trata de pensar. La impotencia para
deshacerse de los presupuestos está ligada,
evidentemente, al modelo recognoscitivo: el
pensamiento que funda forma un círculo con la
opinión, que él pretende superar y conservar a
la vez; por lo tanto, no logra otra cosa que
reencontrar o reconocer la doxa (en el cap. III
veremos en qué medida esto atañe también a la
dialéctica hegeliana).
Ahora bien, el cuestionamiento de semejante
afinidad supuesta provoca una transformación
total en la manera como la filosofía comprende
su propia necesidad. Romper con el
pensamiento que funda, pero ¿en provecho de
qué? Al renunciar a fundar, ¿no quedamos de
nuevo ante la duda, pero ahora con la seguridad
de que jamás saldremos de ella? La única
certeza, ¿no es aquella, mínima y paradójica, del
escepticismo? Pero el problema es saber si la
iniciativa de fundar no contradice pura y
simplemente el concepto de necesidad. Al
fundar, pretendemos poseer el comienzo,
dominar la necesidad. El pensamiento parece
internarse de nuevo en sí mismo y conquistar su
necesidad desde el interior (recordemos, a modo
de ejemplo, el impresionante comienzo de las
Conversaciones sobre la metafisica de
Malebranche). Una vez más, toda la filosofía
parece entrampada en el equívoco de un afuera
tan pronto amenazador (el mundo exterior sen-
sible), tan pronto saludable (Dios, lo inteligible),
al tiempo que la relación necesaria con el afuera
se inscribe inexplicablemente en la naturaleza
misma del pensamiento. El fracaso del funda-
mento no es ajeno a la fragilidad de este
postulado. No es para sorprenderse si, cuando
25
buscamos cerrar el pensamiento sobre sí mismo,
la necesidad se nos escapa; el propio
fundamento se asienta sobre una fisura
ocupada, mal que bien, por opiniones.
Por consiguiente, no es seguro que el pensa-
miento renuncie al comienzo cuando
comprueba su propia incapacidad para
dominarlo, para englobarlo. Quizás, al
contrario, sólo comienza verdaderamente
cuando paga ese precio, cuando renuncia a
poseerlo y admite que él se produzca «a
espaldas suyas». Lo que la filosofía cree perder
al afirmar una exterioridad radical, tal vez de
ese modo lo gana de veras. Entre el «verdadero
comienzo» invocado por Diferencia y repetición,
y la afirmación de los Diálogos según la cual
sólo se piensa «hacia la mitad», sin comienzo ni
fin, no hay contradicción. No se comienza
fundando, sino en una «universal desfundación»
(effonde- ment)'3 no se comienza «una vez por
todas». Para comprender que este enunciado no
tiene nada de escéptico y que se concilia
perfectamente con la idea de un comienzo
radical o efectivo, debemos ponerlo en relación
con el rechazo del modelo del reconocimiento,
que resulta de cuestionar el postulado de
intimidad con el afuera («lo dudoso no nos hace
abandonar el punto de vista del re-
conocimiento», DR, 181). El concepto de
comienzo no envuelve a la unicidad sino a
condición de pre
28
da, o que no acaba de tener fin. No
consumaremos el fin a fuerza de interrogarlo:
«Nunca se sale así. El movimiento se efectúa siempre a
espaldas del pensador, o en el instante en que parpadea.
O ya se salió, o no se lo hará nunca» (D, 7-8).
El problema moderno, del que el pensamiento
del fin es en cierto modo la lectura derivada, el
reflejo negativo, es que estamos ya atrapados
por otra cosa, por otros signos. Un fin no basta
para hacer un acontecimiento, para arrojarnos
en el acontecimiento; una época no finaliza sino
porque ya ha comenzado otra. El fin es la
sombra reactiva de una emergencia, el
contrasentido por excelencia sobre el
acontecimiento. Algo ha pasado, pero no por ello
la filosofía se ha clausurado, ya que la clausura
anunciada no implica que renunciemos a pensar
con conceptos, aunque estos deban cambiar de
naturaleza: la filosofía ingresa en una época
nueva o, para ser más exactos, vuelve a jugarse
entera de nuevo. Es decir que no está ligada,
para Deleuze, a una identidad —marcada por los
conceptos de verdad, esencia, fundamento, ra-
zón, etc.— que permitiría también pronunciar su
fin: «no sabemos lo que puede» la filosofía,
porque sólo tenemos ante la vista su pasado,
eminentemente contingente, pasado que no
podría valer por un centro o por una referencia
absoluta.
El acontecimiento pone así en crisis la idea de
historia. Lo que ocurre, en tanto ocurre y rompe
con el pasado, no pertenece a la historia y no
podría ser explicado por ella (P, 46, 208-9, 230-
1; QPh?, 106-8). O bien no ocurre nada, o bien
la historia es solamente la representación
homogenei- zante de una sucesión de
29
acontecimientos irreductibles (sometidos más a
menudo a un juicio trascendente desde el futuro
que a una evaluación inmanente por la que se
despejaría, cada vez, la consistencia intrínseca o
el peso de existencia de un devenir). La
posibilidad, además, de referir estos devenires a
un «mismo» sujeto que, mucho más que
condicionar tales devenires, se deduce de ellos,
es función de una o varias facultades: en este
caso, la de crear conceptos, vinculada a la
propia naturaleza del lenguaje (cf. infra, cap. V).
Ahora bien, esta facultad no tiene sentido por sí
misma; depende, como veremos, de fuerzas que
se apoderan de ella e imponen un «plano» de
pensamiento, una «imagen del pensamiento».
O bien existe lo nuevo, gracias a lo cual pode-
mos inclinamos sobre lo que cesamos de ser
murmurando «se terminó», porque en ello ya no
nos reconocemos; o bien la historia es un
desarrollo, y el fin, en germen desde el comienzo,
aparece como la verdad de lo que termina; sólo
que entonces el fin, impotente para romper y
usurpando su nombre de fin, es interior al
proceso que él clausura:
«Hegel y Heidegger siguen siendo historicistas en tanto y
en cuanto plantean la historia como una forma de
interioridad en la cual el concepto desarrolla o devela
necesariamente su destino. La necesidad descansa sobre
la abstracción de un elemento histórico que se ha vuelto
circular. Se hace difícil entonces comprender la
imprevisible creación de los conceptos» (QPh?, 91).
Es posible que experimentemos un gran can-
sancio, una fatiga que podría bastar para definir
nuestra modernidad: pero la sensibilidad a lo in
30
tolerable, ese afecto que nos deja paradójicamen-
te sin afecto, desafectados, desarmados frente a
las situaciones elementales, impotentes frente al
universal ascenso de los clichés, constituye una
emergencia positiva en el sentido menos moral
de la palabra, la emergencia de algo que no
existía antes y que induce una nueva imagen del
pensamiento {IT, 29). Sin duda, el pensamiento
contemporáneo da testimonio de una ruptura
que demanda ser evaluada. Pero justamente
podemos preguntar: «¿Qué ha pasado?» (MP, 8a
meseta), es decir, también: ¿en qué deviene la
filosofía?
Es verdad que Deleuze, junto con buen
número de filósofos anteriores a él o
contemporáneos suyos, parece interpretar su
época como el afortunado tiempo en que se
revela la esencia de la filosofía, en que sale a
plena luz la apuesta que la distingue
absolutamente, tanto de las técnicas de
comunicación como de la religión: la
inmanencia. La imagen moderna del
pensamiento está ligada a la necesidad nueva de
afirmar la inmanencia {QPh?, 55). Pero esta
revelación no surge al final sino que, por el
contrario, es el comienzo de una época; de modo
que el pasado de la filosofía no fue tal vez sino
una primera edad en que la filosofía tenía aún
dificultades para diferenciarse de aquello que la
preexistía:
«Es sabido que las cosas y las personas, cuando comien-
zan, están siempre forzadas a esconderse, determinadas
a esconderse. ¿Cómo podría ser de otro modo? Surgen
dentro de un conjunto que todavía no las implicaba y,
para no verse rechazadas, deben hacer resaltar los
caracteres comunes que conservan con él. La esencia de
31
i»
¡
una cosa no aparece nunca al comienzo, sino hacia la
32
mitad, en la corriente de su desarrollo, cuando sus fuer-
zas se han consolidado» (IM, 11).
Sea como fuere, ya en esa primera edad la filoso-
fía estaba ahí: los filósofos sólo creaban sus con-
ceptos por inmanencia, aun cuando la trascen-
dencia fuese su objeto; y de tanto en tanto algu-
nos subvertían ya la imagen dominante: Crisipo
y el acontecimiento, Lucrecio y el simulacro, Spi-
noza y los encuentros, Hume y la circunstancia.
Y tal vez esa subversión estaba inscripta en el
propio Platón, el gran ambivalente (DR, 93; LS,
Ia, 2a y 23a series, y apéndice I; CC, 170-1).
El tema del acontecimiento ocupa hoy el cen-
tro de las preocupaciones filosóficas,
motorizando las tentativas más osadas y
originales, Pero los pareceres del momento no
constituyen una filosofía y no pueden
enmascarar diferencias inconciliables: para
Deleuze, una filosofía del acontecimiento es
incompatible con la negatividad.
Encuentro, signo, afecto
33
i»
espontáneo.
«Existe siempre la violencia de un signo que nos
fuerza , a buscar, que nos quita la paz (, .,) La verdad
nunca es el producto de una buena voluntad previa,
sino el resultado de una violencia en el pensamiento
(. . . ) La verdad depende de un encuentro con algo que
nos fuerza a pensar, y a buscar lo verdadero (. . . ) Sólo
el azar del encuentro garantiza la necesidad de lo
pensado (. . . ) ¿Qué quiere el que dice “quiero la
verdad”? No la quiere, sino constreñido y forzado. No la
quiere, sino bajo el imperio de un encuentro, en
relación con tal o cual signo» (PS, 24-5).
Es preciso que algo fuerce al pensamiento, lo
sacuda y lo arrastre hacia una búsqueda; en
lugar de una disposición natural, una
incitación fortuita, contingente, tributaria de
un encuentro. El pensador es ante todo un
paciente (DR, 156), él padece la efracción de
un signo que pone en peligro la coherencia o
el horizonte relativo de pensamiento en el que
hasta ahora se movía. El surgimiento de una
idea no es, por cierto, amigable, implica un
displacer muy diferente de la insatisfacción
ligada al pretendido deseo de saber, y que no
puede sino acompañar al pensador mientras
piensa, aun cuando sea sólo el reverso o la
contrapartida de una alegría, de un deseo o
de un amor que emerge de modo simultáneo:
«Una filosofía que no entristece a nadie y no contraría a
nadie no es una filosofía» (NPh, 120).
«¿Qué es un pensamiento que no duele a nadie, ni al
que piensa ni a los otros? (. . . ) E n el pensamiento, lo
primero es la eíracción, la violencia, el enemigo, y nada
supone a la filosofía, todo parte de una misosofía» (DR,
177-82).
La pregunta ya no es cómo alcanzar la
verdad, sino: ¿en qué condiciones el
pensamiento es llevado a buscar la verdad?
Encuentro es el nombre de una relación
34 absolutamente exterior donde el pensamiento
entra en relación con lo que no depende de él.
La exterioridad de las relaciones es un tema
constante en Deleuze, desde su primer libro
{ES, 109). Se trate de pensar o de vivir, lo que
está en juego es siempre el encuentro, el
acontecimiento, o sea, la relación en tanto exte-
rior a sus términos.
Así definida, la relación es contingente, aza-
rosa, pues no puede deducirse de la naturaleza
de los términos que ella enlaza: un encuentro
es siempre inexplicable. Pero como la necesidad
depende de la exterioridad de la relación, el
azar pierde aquí su valor tradicionalmente
negativo. Lo arbitrario ya no es determinable
como azar, y la oposición ya no pasa entre el
azar y la necesidad. Por el contrario, se dice
que es arbitrario un pensamiento que pretende
comenzar en él mismo, por él mismo, que
procede de manera deductiva o reflexionando
sobre un objeto dado de antemano. Cuando el
pensamiento, en cambio, asume las
condiciones de un encuentro efectivo, de una
auténtica relación con el afuera, afirma lo
imprevisible o lo inesperado, se instala sobre
un suelo movible que él no domina, y en él
obtiene su necesidad. Pensar nace de un azar,
pensar es siempre circunstancial, relativo a un
acontecimiento que sobreviene en el
pensamiento. La idea de que la filosofía
encuentra su punto de partida en lo que ella no
domina, contraría, comprensiblemente, a la
razón: ¿cómo iba a hallar su asiento en lo que
la hace fracasar, en lo inexplicable mismo o en
lo aleatorio? ¿Pero quién habla aún de asiento
cuando la lógica del fundamento o del principio
de razón concluye justamente en su
«desfundación», cómica y decepcionante (DR,
258 y 349-55)? No es posible dar razón de un
acontecimiento. Al insistir en la diferencia entre
35
el irracionalismo y el ilo- gismo, Deleuze saca
las consecuencias de su crítica de la imagen
dogmática: el pensamiento es deudor de una
lógica del afuera, por fuerza irracional,
desafiante en su afirmación del azar (por
ejemplo, CC, 104-6). Irracional no significa que
todo esté permitido, sino que el pensamiento no
piensa más que en una relación positiva con
aquello que él no piensa todavía. Deleuze
observa que la disciplina que lleva
institucionalmente el nombre de lógica acredita
esa confusión entre ilogismo e irracionalismo,
al fijar ella misma sus límites, estimando que el
afuera sólo puede ser «mostrado» (según la
proposición de Wíttgen- stein): «Entonces la
lógica se calla, y sólo es interesante cuando se
calla» (QPh?, 133).
37
una amenaza mucho más temible que el
error, siempre extrínseco.
«El pensamiento, adulto y aplicado, tiene otros enemi-
gos, estados negativos mucho más profundos. La ne-
cedad es una estructura del pensamiento como tal: no
es una manera de engañarse, ella expresa de derecho el
sinsentido en el pensamiento. La necedad no es un
error ni un entramado de errores. Conocemos pensa-
mientos imbéciles, discursos imbéciles que están he-
chos completamente de verdades; pero estas verdades
son bajas, son las de un alma baja, pesada y de plomo»
(NPh, 120).
«Los profesores saben muy bien que es raro encontrar
en los “deberes” (salvo en los ejercicios donde hay que
traducir oración por oración u obtener un resultado
fijo) errores o algo falso. Pero sinsentidos, comentarios
sin interés ni importancia, banalidades juzgadas dignas
de señalar, confusiones de “puntos” ordinarios con
puntos singulares, problemas mal planteados o des-
viados de su sentido, son lo peor y lo más frecuente,
cargado sin embargo de amenazas, nuestro sino
común» CDR, 198-9).
En consecuencia, el pensamiento se mide
con un enemigo más temible que lo falso: el
sinsentido. Los juegos de lo verdadero y lo falso
ya no bastan para definir la prueba vivida por
el pensamiento: «¿Podemos pretender aún que
buscábaos lo verdadero, nosotros que nos
debatimos en el sinsentido?» (P, 202). «Es inútil
invocar una relación semejante para definir la
filosofía» (QPh?, 55); vale más buscar aquella
que permitiría pensar, por una parte, el estado,
más grave que el error, donde el pensamiento
está separado de la verdad material y
formalmente; y, por otra parte, las
circunstancias en las que el pensamiento entra
en relación con el elemento de lo verdadero y
donde adquiere sentido para él la distinción de
lo verdadero y lo falso. Esta relación es la del
sentido y el sinsentido. «Una nueva imagen del
pensamiento significa primero 38 esto: lo
verdadero no es el elemento del pensamiento.
El elemento del pensamiento es el sentido y el
valor» (NPh, 119). No se trata de invocar un
valor más alto que la verdad, sino de introducir
la diferencia dentro de la verdad misma,
evaluar las verdades o las concepciones de lo
verdadero que subyacen en ella. Es decir que
Deleuze no suprime la relación ver- dadero-
falso, sino que modifica su sentido llevándolo al
nivel de los problemas, con independencia de
cualquier acto de reconocimiento. «Referir la
prueba de lo verdadero y lo falso a los
problemas mismos» (B, 3; DR, 207): así pues, la
relación del sentido y el sinsentido no se opone
a la relación verdadero-falso; ella es su
determinación superior, que ya no apela a una
realidad postulada (se entenderá por sinsentido
un falso problema).
«Conocemos pensamientos imbéciles, discur-
sos imbéciles que están hechos por entero de
verdades». La brutal oposición verdadero-falso
es superada por la introducción de una
diferencia dentro de lo verdadero mismo, entre
verdades «bajas» (reconocimientos exactos) y
verdades «altas» (planteamientos de problemas).
El elemento de lo verdadero está sometido al
criterio diferencial del sentido y el sinsentido.
La diferencia se introduce también dentro de lo
falso: error o reconocimiento fallido / falso
problema. La verdad no es relegada al segundo
plano, lo que sería contradictorio, sino que se la
concibe como una multiplicidad. Someter lo
verdadero y lo falso al crite
rio del sentido es introducir en el elemento de la
verdad o de la oposición verdadero-falso una
diferencia de nivel, una pluralidad de grados; de
ningún modo grados de probabilidad que vayan
de lo verdadero a lo falso, de 1 a 0 como en las
lógicas plurivalentes, o bien distancias variables
entre lo verdadero y lo falso; sino planos
diferentes, jerar- quizables, de verdad-falsedad.
En otros términos, el modelo del reconocimiento
no pertenece de derecho al concepto de verdad;
es una determinación de este entre otras, de
donde deriva la idea de adecuación, que supone
la preexistencia de un objeto al que el
pensamiento viene a igualarse. En un nivel
superior, «verdadero» cualifica el acto de
planteamiento de un problema, mientras que
«falso» no designa ya un reconocimiento fallido
o una proposición falsa, sino un sinsentido o
falso problema, al que corresponde un estado
que ya no es el error sino la necedad (DR. 207).
Pero, ¿según qué criterio un problema puede
ser llamado verdadero o falso? En este plano,
¿no va Deleuze a reintroducir el postulado del
reconocimiento?
Deleuze elabora una teoría del problema ca-
paz de explicar esta pluralización del concepto
de verdad. Esa teoría es a primera vista
paradójica pues se fúnda, antes que nada, en
una devaluación del papel de la interrogación
en filosofía. En nombre de la misma ilusión, de
la misma incomprensión de lo que es de veras
un problema, se denuncian a la vez el
procedimiento interrogativo, en tanto falso
método de aprendizaje puesto que organiza el
devenir del alumno en función de un resultado
adquirido de antemano por el maestro, y la idea
de que la filosofía sería el arte por exce-
40
A
lencia de la pregunta, más que de la
respuesta. «Un problema en tanto creación de
pensamiento no tiene nada que ver con una
interrogación, que es tan sólo una proposición
suspendida, el doble exangüe de una
proposición afirmativa que se supone le sirve de
respuesta» (QPh?, 132). Cuando hacemos una
pregunta y presuponemos que la respuesta le
preexiste de derecho en algún cielo teórico-
ontológico —como si el filósofo dirigiera de
golpe la atención hacia una comarca dejada
hasta entonces de lado, como si esta comarca
esperase su mirada no para existir, sino para
tener derecho de ciudadanía entre los
hombres—, no vemos que el conjunto
pregunta-respuesta pertenece ya a un contexto
problemático que condiciona tanto la una como
la otra. Que la verdad no sea un conjunto de
respuestas dispersas, que no se reduzca a una
colección de verdades parciales, es, hasta
Hegel, un tema filosófico constante. Pero,
incluso en Hegel, la superación es buscada en
el plano de la proposición, en vez de remontarse
a un elemento genético más profundo del cual
derivan incluso lo negativo o la contradicción.
No se alcanza así el verdadero motor del
pensamiento. Si una pregunta se vuelve
posible, y sobre todo si una proposición
adquiere sentido, es en función de determinada
problemática. El sentido no es otra cosa que la
relación de una proposición, no con la pregunta
de la que ella es la respuesta, doble estéril, sino
con el problema fuera del cual ella no tiene
sentido. ¿Qué problema hay que plantear, o
cómo hay que plantear el problema para que tal
o cual proposición sea posible?: este es el
principio de una lógica del sentido que Empiris-
mo
mo y subjetividad, el primer libro, ya esboza,
en un vocabulario que más tarde será
corregido:
«Lo que dice un filósofo, nos lo presentan como si fuera
lo que él hace o lo que él quiere. Como crítica suficiente
de la teoría, se nos presenta una psicología ficticia de
las intenciones del teórico. Así, el atomismo y el aso-
ciacionismo son tratados como proyectos encubiertos
que descalifican por anticipado a quienes los conciben.
“Hume pulverizó lo dado”. Pero ¿qué se cree explicar
con esto? Más aún, ¿se creerá haber dicho algo? Debe
comprenderse, sin embargo, lo que es una teoría filo-
sófica a partir de su concepto: ella no nace de sí misma
y por placer. Ni siquiera basta decir que es respuesta a
un conjunto de problemas. Sin duda, esta indicación
tendría al menos la ventaja de encontrar la necesidad
de una teoría en una relación con algo que pueda
servirle de fundamento, pero esta relación sería
científica, más que filosófica. En realidad, una teoría
filosófica es una pregunta desarrollada, y ninguna otra
cosa: por sí misma, en sí misma, consiste, no en
resolver un problema, sino en desarrollar hasta el final
las implicaciones necesarias de una pregunta
formulada» (ES, 118-9).
Deleuze se orienta de este modo a un
pluralismo de los problemas inseparable de una
nueva concepción del objeto filosófico. «Pensar
es experimentar, problematizar» (F, 124): a la
vez, plantear y criticar problemas. No hay en la
raíz del pensamiento una relación de fidelidad o
de adecuación, o incluso de identificación con
lo pensado, sino un acto, una creación cuya
necesidad implica criterios distintos del de un
objeto supuestamente exterior, independiente y
preexistente (y este acto, esta creación son
paradójicos por cuanto no emanan,
estrictamente hablando, del sujeto pensante:
DR, 257). De tal acto de problemati- zación, de
tal creación problematizante depende,
Él
no la verdad en su oposición simple al error,
sino el tenor en verdad; dicho de otro modo, el
sentido de lo que pensamos. Las preguntas no
le son dadas al filósofo, pero tampoco provienen
de una laguna o de un estado de ignorancia:
son creadas. El sentimiento de ignorancia —lo
veremos más adelante— es la sombra o la
imagen en negativo de un acto positivo. Para
ignorar, es preciso captar signos que
justamente nos lanzan hacia un aprendizaje (el
viejo motivo socrático). Pero entonces, ¿por qué
es «problemática» la creación filosófica, por qué
la afirmación concierne en filosofía a problemas
más que a proposiciones, las cuales dependen
de ellos? Plantear un problema equivale a
objetivar de manera paradójica una pura
relación con el afuera. El pensamiento, en tanto
piensa, no enuncia verdades o, mejor dicho,
sus actos de verdad son los problemas mismos,
que no nacen hechos ya por completo.
La determinación del sentido como relación
entre una tesis y una instancia más alta que la
condiciona es retomada en el segundo libro,
Nietzsche y la filosofía. Este libro expone el con-
cepto de fuerza, vinculado a una problemática
del sentido y de la evaluación. Se impone una
observación preliminar. Establecer una relación
entre las fuerzas y el sentido es una concepción
muy nueva en filosofía, pues habitualmente se
entiende la fuerza como la instancia muda por
excelencia, estúpida y brutal: la fuerza no dice
nada, ella golpea y se impone, nada más. Y
toda la historia de la filosofía está atravesada
por una preocupación a la que parece estar
ligada la suerte misma de la filosofía: oponer de
modo radical, sin compromiso posible, el logos
a la violencia. Pero la fuerza, ¿es reductible a la
violencia? Quizá debamos diferenciar más bien
el concepto de violencia. Hay un 43 tema de la
violencia en Deleuze; pero la violencia que se
describe es la que el pensamiento padece y bajo
cuyo impacto este se pone a pensar; es esa
agresividad crítica de la que la filosofía carece
con demasiada frecuencia. Es, por lo tanto,
todo lo contrario de una violencia espontánea,
característica de un querer-dominar, de un
pensamiento primero agresivo que busca su
motor en la negación (ese pensamiento,
separado de las condiciones de necesidad que
lo obligarían a pensar, convierte solamente su
necedad en maldad). Un concepto diferencial de
violencia implica, como veremos, una crítica de
lo negativo. Por ahora, basta con señalar lo
siguiente: así como no desea naturalmente la
verdad, el pensador en tanto piensa no podría
querer la violencia, que le viene del afuera y
que él no asume secundariamente —
agresividad crítica— sino a condición de diri-
girla contra su antiguo yo o contra su propia
necedad. Mientras nos contentemos con oponer
de manera muy general el logos a la violencia,
permaneceremos sordos a lo esencial: las
condiciones de un verdadero acto de pensar, la
especificidad del querer-dominar.
¿Desde qué punto de vista una lógica de
fuerzas renueva la teoría del sentido? Una
«cosa» —fenómeno de todo orden, físico,
biológico, humano— no tiene sentido en sí, sino
solamente en función de una fuerza que se
apodera de ella. Por lo tanto, no tiene
interioridad o esencia: su status es el de ser un
signo, el de remitir a una cosa distinta de ella
misma, esto es, a la fuerza que ella manifiesta o
expresa. Ninguna exégesis referida al contenido
explícito de la cosa nos enseña nada sobre su
sentido y, creyendo expresar su naturaleza, se
limita de hecho a describir un fenómeno. El
sentido sólo aparece en la relación de la cosa
con la fuerza de la que ella es el fenómeno (NPh,
3). El 44
sentido remite a una afirmación. A través
de las cosas-fenómenos se afirman maneras de
vivir y de pensar (pues el hombre testimonia
sus modos de existencia a través de los
fenómenos llamados culturales —religión,
ciencia, arte o filosofía, pero también vida social
y política—, o sea, a través de los conceptos, los
sentimientos, las creencias).
De aquí se desprende una concepción del
objeto filosófico. El pensamiento no se ejerce
para despejar el contenido explícito de una
cosa, sino que la trata como un signo: el signo
de una fuerza que se afirma, que hace
elecciones, que marca preferencias, que exhibe,
en otros términos, una voluntad. Afirmar es,
siempre, trazar una diferencia, establecer una
jerarquía, evaluar, instaurar un criterio que
permita atribuir valores. Lo que le interesa ante
todo al pensamiento es la heterogeneidad de las
maneras de vivir y pensar; no como tales, para
describirlas y clasificarlas, sino para descifrar
su sentido, es decir, la evaluación que ellas
implican. El sentido atañe a una voluntad, más
que a cma cosa; a una afirmación, más que a
un ser; a una escisión, más que a un conte-
nido; a una manera de evaluar, más que a una
significación. Cosa, ser, contenido,
significación: a esto se reduce el fenómeno
cuando se lo separa de su génesis y de las
condiciones de su aparición, cuando ya no se lo
toma como signo.
La fórmula de Empirismo y subjetividad era
que un enunciado no tiene sentido sino en fun-
ción del problema que lo hizo posible. El libro
sobre Nietzsche comienza a definir qué es un
problema. Tbdo acto de problematización
consiste en una evaluación, en la selección
jerárquica de lo importante o lo interesante. Un
problema no es una pregunta planteada al
filósofo; en cambio, toda pregunta implica ya el
planteo de un problema, aunque sea implícito;
representa una manera de plantear 45 «el»
problema, es decir, de discriminar lo singular
de lo regular, lo notable de lo ordinario:
«El problema del pensamiento no está ligado a la esen-
cia, sino a la evaluación de lo que tiene importancia y
de lo que no la tiene, a la distribución de lo singular y
lo regular, de lo notable y lo ordinario (. . . ) Tener una
Idea no significa otra cosa; y el espíritu falso, la
necedad misma, se define ante todo por sus perpetuas
confusiones sobre lo importante y lo no importante,
sobre lo ordinario y lo singular» (DR, 245).
«La filosofía no consiste en saber, y lo que la inspira no
es la verdad, sino que categorías como la de Interesan-
te, Notable o Importante deciden el éxito o el fracaso»
(QPh?, 80).
¿Qué significa llevar la difícil prueba de lo
verdadero y lo falso a los problemas mismos?
¿Qué criterio va a decidir entre problemáticas
rivales? El criterio debe resultar lógicamente de
la manera en que se ha definido la necesidad:
un problema es verdadero o necesario, o más
bien un problema emerge verdaderamente
cuando el pensamiento que lo plantea está
siendo forzado, cuando sufre el efecto de una
violencia exterior, cuando entra en contacto con
un afuera. El criterio no es la adecuación a
datos o a un estado de cosas externo, sino la
efectividad de un acto de pensar que introduce
en lo dado una jerarquía. Un problema, en
tanto creación de pensamiento, lleva en sí su
necesidad o su «poder decisorio» (DR, 257), que
no tienen otro criterio que el desplazamiento
que él implica y que hace de él, precisamente,
un problema: él hace pensar, él fuerza a
pensar. El criterio es, por lo tanto, a la vez la
violencia y la novedad (QPh?, 106). Violencia y
novedad indican la contingencia y la
exterioridad de un encuentro que da lugar a un
acto auténtico de problematización, a una
creación de pensamiento. La verdad, llevada al
nivel de los problemas, desprendida de toda
relación de adecuación a una realidad exterior
presupuesta, coincide con el surgimiento de lo
46
nuevo. Alas buenas voluntades que se desviven
por dar un sentido al presente, el pensador
opone una exigencia en apariencia más
modesta y formal: pensarle otro modo (F, 124-8
y QPh?, 52). Lo que no significa que el
pensamiento no tenga ninguna relación con el
tiempo, con sus miserias y sus urgencias; pero
esta relación no es la que se cree. Pensar es
pensar de otro modo. No se piensa sino de otro
modo.
El criterio de novedad tiene sin embargo un
aire conciliador y parece comprometer la propia
posibilidad del falso problema. ¿Será entonces
que ningún problema nuevo, por el solo hecho
de serlo, podrá ser llamado necesario? A todo
esto, la expresión «falso problema» designa
justamente lo que no es un problema, lo que no
testimonia ningún acto verdadero de
problematización: la ausencia de un encuentro
o de una relación con el afuera. Un problema
no es llamado falso al cabo de una
confrontación entre diversas formas de
problematización y una realidad supuestamente
neutra, impasible, indiferente (y Deleuze mues-
tra que la ciencia no piensa menos que la
filosofía o el arte, por lo mismo que incluso su
«plano de referencia» debe ser trazado, de modo
que la actividad experimental es totalmente
extraña al reconocimiento: QPh?, 202 y sobre
todo cap. V, en particular 117,119,123,127).
Quedará por entender en qué consiste el falso
problema, esa evaluación que, por decirlo así,
no es tal y sella la muerte de toda evaluación;
una filosofía que rehúse el postulado del
reconocimiento debe fundar el criterio de lo
verdadero y lo falso, o de lo necesario y lo ar-
bitrario, sobre algo distinto de una seudo-reali-
dad exterior: sobre una crítica de lo negativo.
47
Heterogeneidad
Sin embargo, la dificultad parece vincularse
no tanto a la posibilidad del nuevo criterio
como a lo que parece derivar de él: la pérdida
del mundo exterior, un pensamiento, si no
encerrado en sí mismo, por lo menos confinado
en una esfera clausurada de pura
intelectualidad. ¿El resultado no es contrario a
lo que se esperaba? A fuerza de querer afirmar
el afuera, ¿no se cae en un encierro todavía
peor? En efecto, el afuera invocado no tiene
nada que ver con un mundo exterior: «un
afuera más lejano que cualquier mundo
exterior» (IT, 268-71; F, 92,126; P, 133; QPh?,
59), un «afuera no exterior» (QPh?, 59).5 Por
añadidura, cuando Deleuze se afirma empirista
porque «trata el concepto como objeto de un
encuentro» (DR, 3), se refiere a un empirismo
llamado superior o trascendental, que
aprehende una exterioridad mucho más radical
que la de los datos sensoriales, puramente
relativa.
Entendamos que no está aquí enjuego la
existencia o no de un mundo exterior al sujeto
pensante, y que en la problemática deleuziana
esta cuestión ni siquiera tiene sentido. Que las
plantas y las piedras, los animales y los otros
hombres existen, eso no está en entredicho. La
cuestión es saber bajo qué condición el sujeto
pensante entra en relación con un elemento
desconocido, y si para hacerlo le basta con ir al
zoológico, dar vueltas en tomo a un cenicero
puesto sobre la mesa, hablar con sus
congéneres o recorrer el mundo. La cuestión es
saber qué es lo que determina una mutación
del pensamiento, y si es de esa manera como el
49
¿No lo hace más bien por la heterogeneidad de
sus posturas y aptitudes (el dormir, el
cansancio, los esfuerzos, las resistencias...)?
(IT, 246; y la referencia al cine de Antonioni). A
Deleuze no le asombra que haya cuerpo —sólo
el cuerpo «existe», es el pensamiento lo que se
debe explicar— pero, siguiendo a Spinoza, le
asombra lo que puede un cuerpo (NPh, 44; SPE,
cap. XIV; D, 74; MP, 314; SPP, 28). Lo que
llamamos mundo exterior depende de un orden
de contigüidad o de separación que es el de la
representación y que subordina lo diverso a la
condición homogeneizante de un punto de vista
único. La posición de una realidad exterior,
provista de los caracteres de lo Mismo y que
condena al pensamiento al ejercicio estéril del
reconocimiento, debe ser referida a las reglas
de la representación. La diversidad del pa-
norama no es nada, o se mantiene relativa,
mientras no se haga variar el punto de vista o,
para ser más rigurosos, mientras no se haga
jugar la diferencia de puntos de vista.
El pensar desplaza la posición subjetiva: no
es que el sujeto pasee su identidad entre las
cosas, sino que la individuación de un nuevo
objeto no es independiente de una nueva
individuación del sujeto. Este último va de
punto de vista en punto de vista, pero en lugar
de dar sobre cosas supuestamente neutras y
exteriores, esos puntos de vista son los de las
cosas mismas. En Deleuze, el problema de la
exterioridad desemboca en un pers- pectivismo.
Ahora bien, el punto de vista no se confunde
con el sujeto para oponerse al objeto
(«relatividad de lo verdadero»): él preside, por el
contrario, su doble individuación («verdad de lo
relativo»). La rehabilitación deleuziana del
problema medieval de \dL individuación no
puede comprenderse sino en función de esta
génesis conjunta y variable del sujeto y del
objeto. Así pues, la exterioridad relativa del
inundo representado, no sólo de las cosas
exteriores con respecto al sujeto sino de las
cosas exteriores unas respecto de las otras, se
supera hacia una exterioridad más profunda,
absoluta: pura heterogeneidad de planos o de
perspectivas.
i «Es preciso que cada punto de vista sea él mismo la i
cosa, o que la cosa pertenezca al punto de vista. Es pre-
: ciso, pues, que la cosa no sea nada idéntico, sino que
64
Inmanencia
Decepción y fatiga
La presión de las fuerzas reactivas tiene dos
polos: decepción, dogmatismo. Unas veces, lu-
chan y vencen incluso antes de que un
encuentro haya podido tener lugar o haya
podido cristalizar; otras, vencen a posteriori,
testimoniando una fatiga del pensador.
Decir que el pensamiento se encuentra con
su afuera significa que es nuevamente afectado,
y que un problema que lo habitaba hasta
entonces ha cesado de ser el suyo aunque
continúe actuando sobre él negativamente. El
pensamiento, al contacto del afuera, está en
devenir: deviene otro
79
y pelea contra lo que él cesa de ser. En una
imbricación característica del acontecimiento,
él es todavía lo que cesa de ser y no todavía lo
que deviene. De ahí que el filósofo deba
responder a la presión de lo involuntario (signo)
con una mala voluntad activa (crítica) que no se
fía de la imagen dogmática de un pensamiento
naturalmente bueno. El pensador es un
personaje doble, «celoso» puesto que capta
signos que hacen violencia sobre él y que él
debe absolutamente descifrar (PS, 24), «idiota»
puesto que se aparta de la imagen dogmática y
«no llega a saber lo que todo el mundo sabe»
(DR, 171). Estas dos posturas no son
momentos, como si el pensador fuera primero
el uno y luego el otro. El es uno y otro, creador
y crítico, aunque la crítica encuentre su
inspiración en un comienzo de creación. El
idiota es primero celoso, pero veremos que, en
un sentido, lo inverso es también verdadero, ya
que no hay sensibilidad a los signos sino sobre
un fondo de ruptura del esquema sensorio-
motor gracias al cual se hacían los
reconocimientos (IT, 62). Involuntaria y mala
voluntad: de todos modos se necesita de ambas
para pensar, y no podría verse en la segunda
una ausencia del querer, una voluntad averiada
pues ella es, por el contrario, la obstinación
misma o la terquedad capaz de destituir en el
pensador la imagen estéril y paralizante de esa
buena voluntad que le impide pensar,
apartándolo sin tregua de aquello que lo
atrapa.2 La terquedad es la prosecución
errática, forzosamente delirante del signo, el
gesto loco y desordenado, en to-
2 Sobre la terquedad del idiota, ligada al tema de un
«pensamiento sin imagen», cf. DR, 171, 173; CC, 106.
do punto contrario al buen sentido, por el cual
el pensamiento afirma su propia obsesión o la
urgencia superior que se apodera de él.
Ahora bien, no es fácil renunciar a la imagen
dogmática, y Deleuze invoca una decepción
necesaria: pensar no es lo que se creía.
Prestando su voz a Proust, o a la inversa, dice:
«Ser sensible a los signos, considerar el mundo como
cosa a descifrar, es sin duda un don. Pero este don
correría el riesgo de quedar sepultado en nosotros
mismos si no hiciéramos los encuentros necesarios; y
estos encuentros carecerían de efecto si no llegáramos
a vencer ciertas creencias estereotipadas» (PS, 37).
¿De dónde viene la resistencia a los
encuentros? Pensar es primeramente una
pasión, y es en posición de paciente como el
pensador deviene activo y conquista su
potencia de pensar. Pensar debe ser
conquistado, engendrado en el pensamiento.
Esta paradoja inherente al devenir-activo se
formula partiendo de Artaud:
«Desde ese momento, lo que el pensamiento está forza-
do a pensar es también su desmoronamiento central,
su fisura, su propio “no poder” natural, que se
confunde con la más grande potencia, es decir, con las
cogitando,, esas fuerzas informuladas, como con otros
tantos robos o fracturas de pensamiento. Artaud
persigue en todo esto la terrible revelación de un
pensamiento sin imagen y la conquista de un nuevo
derecho que no se deja representar. Sabe que la
dificultad como tal, y su cortejo de problemas y
preguntas, no son un estado de hecho, sino una
estructura de derecho del pensamiento. Sabe que hay
un acéfalo en el pensamiento, como hay un amnésico
en la memoria, un afásico en el lenguaje, un agnósico
en la sensibilidad. Sabe que pensar no es innato, sino
que debe ser engendrado en el pensamiento. Sabe que
el problema no es dirigir ni aplicar metódicamente un
pensamiento preexistente por naturaleza y de derecho,
sino hacer nacer lo que no existe todavía (no hay otra
obra, todo el resto es arbitrario, y puro adorno). Pensar
es crear, no hay otra creación, pero crear es, primero,
engendrar “pensar” en el pensamiento» (DR, 192).
La decepción está ligada primero a esa impo-
tencia: no conseguir trabajar, emprender la
obra anunciada (PS, 30). Concierne después al
descubrimiento trascendental que explica esa
81
impotencia, el de la paradoja de la creación.
Pensar se engendra en el punto de impotencia
mismo; en otros términos, no hay potencia
pura, dueña de sí y soberana, adquirida para
siempre y de entrada. El pensamiento sólo
marcha de acto en acto, no de principio a
consecuencia o del suelo al cielo, y vuelve a
jugarse entero cada vez. Esto es lo que revela la
«desfundación» [effondement] en la que resuena
el «desmoronamiento [effondrement\ central» de
Artaud.
¿No era este ya el sentido etimológico de la
decepción (un desposeimiento, una pérdida de
dominio, un renunciamiento forzado al
dominio)? «¿Qué violencia debe ejercerse sobre
el pensamiento para que nos volvamos capaces
de pensar, violencia de un movimiento infinito
que nos desposee al mismo tiempo del poder de
decir Yo?»; «Lejos de suponer un sujeto, el
deseo no puede ser alcanzado sino en el punto
en que alguien es desposeído del poder de decir
Yo» (QPh?, 55 y D, 108; las bastardillas son
nuestras).10 Es decep- donante descubrir que el
pensamiento comienza en un encuentro, a
causa de los renunciamientos que semejante
revelación implica y de la absoluta precariedad
que ella promete: la filosofía del acontecimiento
comienza por entristecer (cf. DR, 258: «Pero qué
decepcionante parece la respuesta. ..»),
El pensamiento afronta una doble decepción
que es tarea suya superar. Por un lado, la com-
probación de su impotencia como condición
(idiocia); por el otro, la nostalgia ilusoria de un
pensamiento fácil y agradable de derecho
(celos). Dispone para esto de una voluntad
paradójica nutrida en lo involuntario (el signo
que la acosa), «voluntad que le hace el
acontecimiento» (LS, 123), terquedad u
«Nuestro» problema
88
hasta el extremo de que debemos hacer de ella nuestra
manera de pensar, sin pretender restaurar un pensa-
miento omnipotente. Más bien debemos servirnos de
esa impotencia para creer en la vida, y hallar la identi-
dad del pensamiento y de la vida (. . . ) El hecho moder-
no es que ya no creemos en este mundo. Ni siquiera
creemos en los acontecimientos que nos suceden, el
amor, la muerte, como si sólo nos concernieran a me-
dias. No somos nosotros los que hacemos cine, es el
mundo el que se nos aparece como un mal filme ( . . . )
Lo que se ha roto es el vínculo del hombre con el
mundo. Desde este momento, ese vínculo se hará
objeto de creencia: él es lo imposible que sólo puede
volver a darse en una fe. La creencia ya no se dirige a
un mundo distinto, o transformado. El hombre está en
el mundo como en una situación óptica y sonora pura.
La reacción de la que el hombre está desposeído no
puede ser reemplazada más que por la creencia. Sólo la
creencia en el mundo puede enlazar al hombre con lo
que ve y oye» tIT, 221-3).
¿Por qué es todavía un problema de
creencia? Contrariamente al saber, la creencia
implica una relación con el afuera, es la
afirmación de esa relación: afirmar lo que no
percibimos ni pensamos, lo que no pensamos
todavía (inmanencia: «no sabemos lo que puede
un cuerpo»), o bien lo que no pensaremos jamás
(trascendencia: Dios, lo incognoscible o lo
oculto, cuyas perfecciones superan y humillan
nuestro entendimiento). Deleuze insiste en la
diferencia de naturaleza entre esas dos
creencias, ya que el hecho moderno es la inclu-
sión del afuera en el mundo, y no más allá,
ultra- mundo. El afuera pasa a ser hoy una
categoría inmanente, y esta mutación
conceptual es al mismo tiempo la condición de
un pensamiento de la inmanencia radical.
Afirmar el afuera o la divergencia no como
un más allá, sino como la condición de la
inmanencia: tal es la respuesta del
pensamiento a su propio agotamiento, a su
propia lasitud (no creer más en el amor, en la
filosofía), que sustituye la fe en formas 89
acabadas, en totalidades o interioridades, por
una creencia paradójica. Esa lasitud se opone a
la fatiga, que ya no soporta ser acreditada al
acontecimiento y lo reemplaza por un a priori.
Desposeyendo al pensamiento de su poder de
significar o de decir la esencia, lo vuelve apto
para captar las nuevas fuerzas, para sentir los
nuevos signos. La nueva creencia, en la
inmanencia y no en una esencia de la
«realidad», se expresa de este modo:
«El juego del mundo ha cambiado singularmente, por
cuanto ha pasado a ser el juego que diverge. Los seres
están dislocados, mantenidos abiertos por las series di-
vergentes y los conjuntos incomposibles que los arras-
tran hacia fuera, en lugar de cerrarse sobre el mundo
composible y convergente que ellos expresan desde
dentro (. . . ) Es un mundo de capturas, más que de
clausuras» {Le pli, 111).
Tiempo e implicación
92
aflojamiento de la contracción (fatiga)
corresponde al surgimiento de la necesidad,
apertura que relanza la contracción en
peligro. Hay, en efecto, relanzamiento y, por lo
tanto, necesidad porque la repetición
contractiva de los instantes (hábito) engendra
una «pretensión» o una expectativa, «nuestra
expectativa de que “esto” continúe» (DR, 101).
Hay, pues, lagunas entre las contracciones,
pero sin embargo no se podría decir que el
presente pasa, ya que no cesa de producirse
de nuevo y puesto que la pretensión es
continuar o perseverar. La periodicidad es un
presente perpetuo en su principio o en su lógi-
ca, escandido solamente por las
intermitencias de la fatiga y de la necesidad.
Contraemos de nuevo, pero lo que se reinicia
es siempre el mismo ciclo: el presente dura,
con una duración agujereada, pero que no
pasa.
Una contracción, un presente variable es
también —limitándonos por el momento a una
aproximación— lo que Deleuze llama medio y
que sirve de marco, tanto en el nivel orgánico
como en el existencial, para nuestros actos,
para nuestras «efectuaciones» (el edificio, la
calle, la escuela, los amigos, la profesión, la
vida conyugal, el ejército, el país, la región,
etc.). El medio se define por un hábito, un
espacio-tiempo periódico y cualificado, una
«velocidad relativa» correspondiente a la am-
plitud del ciclo (MP, 384; IM, caps. 8-9).
93
Este concepto de medio puede parecer
impreciso: unas veces actuamos en él, otras lo
somos. Pues él implica una teoría de la
subjetividad según la cual el ser o la identidad
se infiere de un tener o de una pretensión (DR,
107; Le pli, 147-8). «Todos somos
contemplaciones, por lo tanto hábitos. Yo es
un hábito» (QPh?, 101). ¿Quién soy? Un
hábito contemplativo, adquirido al contraer
elementos materiales o sensoriales que
componen un medio en el que puedo vivir y
actuar. O bien la multiplicidad de hábitos
ligados a los medios diversos que contraigo,
algunos de los cuales no me esperaron para
formarse: medio social, lingüístico, etc. Tengo
exactamente la consistencia de mis hábitos;
mis acciones y reacciones suponen la
contracción previa de un medio, que desde
entonces yo soy. Esto se llama, en sentido
propio, habitar, y el cogito deleuziano es un
«Yo habito» o «Yo pretendo» (aquello que
contraigo).
Sin embargo, todos sabemos que este modo
temporal no agota la totalidad de nuestra
experiencia. Por un lado, los medios que
sirven de marco a la existencia son diversos
en una misma persona, lo cual plantea ya
problemas de acuerdo o de composición y
obliga a pensar relaciones temporales
laterales, no sucesivas, de una dimensión del
tiempo a la otra. Por otro lado, en ocasiones
se pasa de un medio a otro, de una pe-
riodicidad a otra: crecer, partir, enamorarse,
dejar de amar... Es un devenir, un
94
acontecimiento, ruptura o encuentro (pero en
todo encuentro hay una ruptura). La sucesión
misma deviene aquí perceptible y pensable,
pero habida cuenta del hecho, lo repetimos,
de que nuestro presente es plural, de que
cada uno de nosotros vive simultáneamente
sobre varias líneas de tiempo (PS, 35-6). Por
añadidura, algunas líneas se desdibujan o se
interrumpen bruscamente, mientras que otras
se afirman, etc. Lo que dura ya no es sólo el
presente, sino el presente que pasa, y que
pasa en provecho de otro presente,
contrariamente a la periodicidad (sea que una
línea releve a otra, sea que la composición de
los presentes cambie). Toda existencia cabalga
sobre varios medios, pero puede ocurrir que
ya no sean los mismos o que el presente
múltiple se incremente con una nueva
dimensión.
El presente no da cuenta de su propio
paso\ tiene que haber, pues, un aspecto
temporal más profundo, un mecanismo que
explique que el tiempo pasa. Decir que
vivimos en el presente no basta. Necesitamos
de un presente para la acción, sin duda, pero
cuando pasa el presente que nos constituye,
nos encontramos desposeídos de nuestro
poder de actuar, capaces sólo de una
pregunta contemplativa obstinada: «¿qué
pasó?» (LS, 180-1; MP, 8a meseta). La
situación ha cambiado, y bastaría sin duda
con contraer el nuevo hábito para poder
reaccionar otra vez; pero en el intervalo ha
surgido algo más profundo que cualquier
95
situación, pura cesura insistente, diferencia
entre dos dimensiones inconciliables del tiem-
po, que nos deja idiotas. Es el acontecimiento.
Es preciso, pues, a la vez dar cuenta de la
posibilidad de que el tiempo pase, y describir
la temporalidad propia del acontecimiento
como tal: no de la nueva situación o del nuevo
medio, sino del entre-dos-medios. Se adivina
igualmente un parentesco entre la
heterogeneidad de los presentes variables y la
sucesión de los presentes. En ambos casos, la
idea del tiempo cardinal, ligada a la
periodicidad, testimonia una visión local, par-
cial, abstracta, y se supera hacia la
concepción ordinal de un tiempo
multidimensional, multili- neal; las
dimensiones, pasadas o presentes, son de
similar naturaleza, así como las relaciones en
el tiempo, ya se trate de remontarlo, de
descenderlo o bien de explorar
horizontalmente las diferentes comarcas
actuales. El tiempo, como ya lo sabía Bergson,
no es una cuarta dimensión que se agregue a
las del espacio, sino que él mismo comporta
«más dimensiones que el espacio» (PS, 36).
Antes de analizar esta cuestión del paso de
lo pasado y de las consecuencias que implica
para una teoría de las relaciones, observemos
que De- leuze no se satisface con estos dos
modos temporales en los que domina, en un
caso el presente, y en el otro el pasado.
Deleuze busca un tercer modo, experimenta la
necesidad de un tercer modo: una
temporalidad en la que el futuro tendría pre-
96
eminencia. ¿Por qué? El tercer modo temporal
no afirma solamente el presente y el hecho de
que suceda a otro (pasado), sino que reclama
en cierto modo esa sustitución en la que ve la
suerte de todo presente. El devenir ya no es
sólo constatado sino afirmado: todo lo que
existe está en devenir, nada está dado «de una
vez por todas». La pregunta ha pasado a ser:
«¿Qué va a pasar?». Este modo temporal,
eminentemente precario, no puede ser vivido
sino en la cima de lo vivible; él amenaza al
presente, y con ello mismo también la
identidad del sujeto que lo afirma. «Yo es
otro», yo seré otro o, más radicalmente aún: el
otro me excluye, el otro que surgirá en mi
lugar. Es imposible que yo me represente en
esta afirmación del futuro que difiere así de
toda anticipación, pues esta corresponde a un
futuro de la acción que permanece incluido en
mi presente periódico. Si se intenta dar un
sentido independiente al futuro y tomarlo
como referencia de un modo temporal
verdaderamente distinto, se desemboca en esa
afirmación paradójica de una nueva
coherencia llamada «caos-errancia», que
excluye la del sujeto que la afirma (DR, 80-1,
121, 125-7, 149). La afirmación del devenir
está así teñida de muerte, y Deleuze llega a
vincularla con el instinto de muerte del
psicoanálisis (DR, 147 y sig., y PSM, 111 y
sig.). Resulta no obstante ajena a toda dia-
léctica, pues la muerte no es concebida en
absoluto como un momento de la vida, como
un momento del que la vida se nutriría y del
97
que ella constituiría la superación.
«Es preciso vivir y concebir el tiempo fuera
de sus goznes, tiempo puesto en línea recta
que elimina despiadadamente a quienes se
internan en él, que aparecen así sobre la
escena, pero que no repiten sino una vez por
todas» (DR, 381). Pero, ¿quién podría vivir en
futuro? En una filosofía de la inmanencia que
enuncia la perpetua «desfundación» del
presente, ¿no se encuentra, sin embargo, el
problema ético? «Creer en este mundo»,
fórmula de la inmanencia inseparable de una
«creencia del porvenir, creencia en el porvenir»
(DR, 122) que, evidentemente, no tiene nada
que ver con una esperanza cualquiera o con
una confianza en el progreso (tales
sentimientos son tributarios, en efecto, de un
futuro anticipador y nos mantienen en el
presente de la acción, del que ese futuro es
sólo una modalidad). El futuro como modo
temporal original está ligado, pues, a las
condiciones de surgimiento de un acto de pen-
sar. Pensar —pero también amar, desear
(veremos más adelante por qué)— depende de
la posibilidad de afirmar el futuro como tal, y
de vivir en cierto modo lo invivible.
Se comprende entonces la necesidad de
buscar un tercer modo temporal. Se juega en
ello «la forma última de lo problemático» (Di?,
148), la cuestión de saber si el pensamiento y
el deseo pueden reunir y afirmar sus propias
condiciones; en síntesis: afirmar la
inmanencia y las condiciones de emergencia
de un problema. Se juega aquí nuestra más
98
alta maestría, aun si ella se conquista en la
precariedad y la impotencia. ¿Somos capaces
de una afirmación semejante? Al menos
podemos definir sus condiciones: serían las de
un juego de azar absoluto donde el azar sería
afirmado íntegramente en cada jugada, donde
cada jugada, por consiguiente, crearía sus
propias reglas, como una ruleta en la que no
cesaríamos de relanzar la bola después de
haberla arrojado. Ala regla de un lanzar único,
azar inicial y relativo tolerado «una vez por
todas», se opondría una sucesión indefinida
de lanzares que reafirmarían cada vez todo el
azar, y que aparecerían así como los
fragmentos de un mismo y único Lanzar «por
todas las veces». Este Lanzar único
infinitamente subdividi- do, «numéricamente
uno pero formalmente múltiple», es la
afirmación del azar absoluto, o del devenir:
una afirmación en futuro, inseparable de una
repetición, puesto que tiene por condición la
reafirmación del azar absoluto cada vez, y de
una repetición selectiva que no hace volver lo
que sólo era afirmado una vez por todas. La
afirmación del devenir implica que el azar sea
vuelto a dar todo entero cada vez: ella excluye,
pues, la finalidad, pero también la causalidad
y la probabilidad, en provecho de
correspondencias no causales entre
acontecimientos (SPE, 304; LS, 199). Tal es,
en sustancia, digamos, la interpretación
deleuziana del tema del Eterno Retomo en
Nietzsche. Y quizá sea un juego de muerte
para todo sujeto bien constituido; aunque de
99
él se sale, por definición, siempre ganador
(DR, 152 y LS, 10a serie, «del juego ideal»; y el
primer análisis de la tirada de dados, en NPh,
29-31).
100
otro, y no que cambia sólo su contenido. Pero
este enunciado es oscuro por dos razones.
Primero, el presente no induce por sí mismo
otro presente; después, no se ve por qué el
antiguo presente aparecería ahora como
pasado. Una yuxtaposición de segmentos no
explica que el presente pase.
¿Qué es lo que hace pasar el presente, y
mueve por consecuencia el tiempo, haciéndolo
aparecer como cambio en lugar de que este
último sea tan sólo lo que se efectúa en el
presente? Se observa que el nuevo presente
implica siempre «una dimensión más»
respecto de aquel al que reemplaza (Di?, 109),
y que la sucesión de presentes tiene por
condición un «aumento constante de las di-
mensiones» (Di?, 110). Entre el antes y el
después hay, pues, potencialización: el tiempo
es ordinal (Di?, 120). Ala imagen tradicional
del tiempo como línea sobre la que vienen a
yuxtaponerse los presentes, se sustituye la
idea de un tiempo que progresa en intensidad
por aumento del número de sus dimensiones.
El concepto de duración que aparece aquí es
de origen bergsoniano y difiere en forma
radical del presente definido supra, puesto
que la duración se define como lo que «no se
divide sino cambiando de naturaleza» {B, 32).
Debe haber, pues, entre presentes variables
una diferencia de naturaleza que opera en
otra dimensión, distinta de la del presente. O
más bien la diferencia pasa entre dimensiones
de número ilimitado, mientras que el presente
se definía como una continuidad homogénea,
101
unidimensional.
Deleuze muestra entonces en qué forma
Berg- son está obligado a hacer intervenir un
campo que duplica el presente. El presente
sólo puede concebirse si es al mismo tiempo
presente y pasado, ya que de otro modo no se
explicaría que un presente pueda devenir
pasado al ser suplantado por otro. El paso del
presente sólo es pensable en función de una
coexistencia paradójica del pasado y del
presente. El campo que se invoca no es el de
un pasado relativo al presente: en él coexisten
todas las dimensiones capaces de
actualizarse, y no sólo las que fueron en otro
tiempo actuales. No es un receptáculo en el
que vendrían a acumularse todos los antiguos
presentes, sino que condiciona, por el
contrario, la diferencia y sustitución de los
presentes: él es el campo mismo de la dife-
rencia de naturaleza. Es un pasado absoluto,
que es preciso llamar pasado puro o pasado
virtual para distinguirlo de los recuerdos
empíricos de la memoria representativa («un
pasado que jamás fue presente, ya que no se
forma “después”», DR, 111).
La sucesión remite así a la actualización de
una nueva dimensión (de allí una relación
fuerzas-tiempo). Dado un mismo flujo de
duración, las dimensiones sucesivas se
acumulan, por cierto, en una memoria de
contenido siempre creciente, pero esta
acumulación supone de derecho algo muy
distinto: las relaciones de las dimensiones
entre sí, el campo de pasado virtual en el que
102
ellas coexisten. Un nuevo presente es sin
duda «una dimensión más», pero es en primer
término otra dimensión. Las partes del pasado
virtual —puras dimensiones de tiempo— no
son recuerdos o imágenes de un pasado
vivido, y los diferentes presentes no hacen
referencia a contenidos de existencia: cada
presente actualiza una dimensión temporal
cuya consistencia es puramente intensiva
(nivel, grado, o bien plano, punto de vista). Y
veremos que no cabe sospechar aquí una
sustancialización cualquiera del tiempo, ya
que la intensidad es algo que sólo se dice de
los cuerpos. El tiempo es la intensidad de los
cuerpos.
Si nos preguntamos por qué Deleuze invoca
una diferencia de intensidad, la respuesta es
que sólo a este precio puede entenderse la
diferencia del pasado y el presente. Si se
descuida la diferencia temporal intensiva (la
pura diferencia, desprovista de semejanza, no
sometida por consiguiente a lo idéntico
subsumente), la vida de cada cual se reduce a
un alineamiento de hechos en un presente
homogéneo y contenido, desde el nacimiento
hasta la muerte. Se esquivan entonces esas
rupturas no sólo espaciales, materiales, sino
profundamente temporales que se señalan por
el hecho de que uno ya no se reconoce en
aquel o aquella que era. El concepto mismo de
acontecimiento requiere esta concepción
intensiva del tiempo. Un encuentro, a la
inversa, arrastra a aquel a quien ese
encuentro sorprende hacia una nueva
103
dimensión temporal que rompe con la an-
tigua.
El tiempo es puro cambio, ya que sus
dimensiones no se parecen de ninguna
manera; y la sucesión no es ilusoria, es sólo lo
menos profundo. Entre dos dimensiones hay
disyunción, relación de incomposibilidad
(según el término de Leib- niz): la actualidad
de lo uno hace caer lo otro en el pasado. En
efecto, dos dimensiones no pueden
actualizarse al mismo tiempo «en» un mismo
sujeto. La actualización transporta al sujeto
de una a otra, haciéndolo cambiar o devenir,
pasar irreversiblemente de una época a otra, o
—en la misma época y en virtud de la
pluralidad de líneas— de una hora de
existencia a otra. Cada dimensión es
individuante, y por eso el tiempo es
actualmente sucesivo: la coexistencia de las
dimensiones es incompatible con las
condiciones de la actualización o de la
existencia, que son las de la individuación (lo
que no impide, como veremos, una
persistencia de lo virtual en lo actual: la
individualidad es siempre ya una
transindividualidad).
¿Qué resulta de esto? El tiempo, puro
cambio, es el paso de una dimensión a otra
(devenir). Se confunde con estas dimensiones
que él reúne virtualmente; mejor aún, cada
dimensión sólo existe en su diferencia con las
otras. ¿Qué es, entonces, el tiempo? La
diferencia absoluta, la puesta en relación
inmediata de los heterogéneos, sin concepto
104
idéntico subyacente o subsumente. Estric-
tamente hablando, el tiempo no es nada, no
consiste más que en diferencias, y en el relevo
de una diferencia por otra. No tiene centro ni
polo identi- tario (Deleuze acredita a Resnais
el haberlo descubierto en el cine, mientras
que Welles veía aún en la muerte un centro
último: IT, 151-3). Esta concepción del tiempo,
pluridimensional o intensiva, es vertiginosa.
No hay ninguna razón para que la dimensión
actual tenga privilegio sobre las otras o
constituya un centro, un anclaje; el yo estalla
en edades distintas que hacen las veces de
centro cada una a su tumo, sin que la
identidad pueda fijarse nunca (y la muerte no
ordena nada, no decide nada). Lo mismo
sucede horizontalmente, si se considera que
una vida se desenvuelve sobre varios planos a
la vez: en profundidad, las dimensiones de
tiempo, sucesivas o simultáneas, se
relacionan unas con otras de manera «no
cronológica», no sucesiva.
Estas relaciones son correspondencias no
causales, en el sentido en que lo
mencionábamos poco antes, «jugadas» formal
o cualitativamente distintas que vuelven
irrisoria, estúpida cualquier explicación
causal. «¿Qué pasó?»: el falso problema es
invocar causas, buscar una explicación,
posible sin duda en lo que atañe a la efectua-
ción material del acontecimiento, pero
impotente ante el irreductible hiato de los
heterogéneos. Incluso en materia de
fenómenos puramente físicos, es trivial, en
105
resumen, decir que la causalidad no explica
nada, y que ese no es su papel (lo que no
implica que haya que buscar un modo de
explicación superior). Entendamos que
Deleuze no esgrime la correspondencia de
acontecimientos contra la causalidad. El
subraya que esta no da cuenta de la
heterogeneidad en lo que ocurre. El tiempo
pone en crisis la causalidad en un nivel más
profundo: bajo la causalidad reina un azar
irreductible que no la contradice, sino que la
vuelve ontológicamente secundaria (tampoco
la regularidad de una ligazón impide que sea
fundamentalmente irracional, puesto que dos
términos heterogéneos sólo tienen relación
exterior, por su diferencia).
La multiplicidad: diferencia y repetición
El tiempo es la relación entre dimensiones
heterogéneas. Estas dimensiones son
concurrentes, en virtud de su poder
individuante: cada una se actualiza
excluyendo a las otras (de un individuo dado),
pero todas son el tiempo, las diferencias del
tiempo, o incluso las diferencias como tales,
toda vez que el tiempo no es más que pura
diferencia. Equivalen todas a lo Mismo, «con
una diferencia de nivel» (DR, 113). Por lo
tanto, no se puede hablar de ellas como de
cosas numéricamente distintas, sino
únicamente como las diferenciaciones de una
sola cosa paradójica, jamás dada por ella
misma y jamás idéntica a sí. El tiempo es la
diferencia de las diferencias, o lo que relaciona
a las diferencias unas con otras. Es la
106
diferencia interna, la diferencia «en sí»: una
cosa que no existe sino diferenciándose y que
no tiene otra identidad que diferir de sí
misma, u otra naturaleza que dividirse
cambiando de naturaleza: una cosa que sólo
tiene «sí» en y por esa dislocación. ¿Diferencia
interna? Sólo la forma del puro cambio puede
corresponder a este concepto que presenta la
gran ventaja de definir el tiempo sin darle
esencia o identidad. El tiempo es, simultá-
neamente, lo Anónimo y lo Individuante:
impersonal e incualificable, fuente de toda
identidad y de toda cualidad.
De la diferencia interna se puede decir que
«hay otro sin que haya varios» (B, 36). Cuesta
entender, en verdad, de qué modo es posible
mantener, como no sea verbalmente, la
unidad de lo que no cesa de cambiar de
naturaleza, puesto que de su identidad no se
conserva nada. Se objeta entonces que no se
apunta a ningún objeto, precisamente porque
lo que cambia no tiene ninguna identidad.
Ahora bien, aquí radica la propia esencia de la
diferencia, y justamente esto es lo que se
busca, puesto que el tiempo, out of joint, como
dice Hamlet, «fuera de sus goznes», no tiene
puntos cardinales (cardo = gozne) capaces de
balizarlo y de imponerle una curvatura
regular, la forma de un círculo. El tiempo flota
en el vacío, él mismo vacío (.DR, 119 y CC,
40).
«Hay otro sin que haya varios» se dice
también «numéricamente uno, formalmente
múltiple» (SPE, 56; DR, 58-9,383-fin; LS, 75).
107
La diferencia interna no es ni una ni múltiple,
es una multiplicidad. Deleuze señala bajo este
concepto un modo de unidad inmanente, la
identidad inmediata de lo uno y de lo múltiple.
Hay multiplicidad cuando la unidad de lo
diverso no reclama la mediación de un género
o de un concepto idéntico subsu- mente (B,
cap. II; DR, 236; MP, 45-6,602-9; F, 23). Es
preciso que la diferencia sea el único lazo que
una estos términos, y que sea un lazo real:
una semejanza relativa remitiría a una
identidad superior. Es posible hablar de LA
diferencia, en el sentido de que las diferencias
se diferencian mutuamente y se retoman por
lo tanto las unas a las otras; pero la
diferencia, ¿puede aparecer como un lazo o
una relación, como una correspondencia
positiva? ¿Se puede pensar una interioridad
estrictamente relacional o diferencial, un
adentro del afuera? Semejante
correspondencia sería de todos modos virtual,
ya que las diferencias no podrían coexistir
actualmente en el mismo individuo. Se
trataría entonces de una consistencia propia
de lo virtual, entre la nada y lo actual.
Queda por entender de qué modo la
diferencia puede reunir, y lo múltiple ser
llamado una multiplicidad. Porque la
diferencia así definida tiene un correlato: la
repetición. LA diferencia no cesa de volver en
cada una de sus diferenciaciones, en cada
una de las diferencias. La paradoja es in-
mediatamente perceptible: la diferencia se
repite diferenciándose, y sin embargo no se
108
repite jamás en forma idéntica (semejante idea
sería a todas luces absurda en el campo de la
representación, donde la repetición se
confunde con la reproducción de lo mismo; lo
cual la hace más difícil aún de pensar). La
diferenciación de la diferencia tiene por
correlato una repetición que diverge o que
suena falsa, y Diferencia y repetición es la
lógica de la multiplicidad intensiva como
concepto del tiempo. Cada vez la diferencia-
dimensión vuelve, pero vuelve difiriendo, por
lo tanto en otro nivel, sobre otro plano, en otra
dimensión. La interpretación deleuziana del
eterno retomo en Nietzsche descansa sobre
esta correlación de la diferencia y la repetición
(de donde resulta una relación muy particular
del pasado y el futuro, de la memoria y la
creencia).
Entonces la diferencia ya no aparece
solamente como una dimensión intensiva,
sino como un punto de vista (sobre las otras
dimensiones): he aquí la implicación recíproca.
La diferencia vuelve en cada una de las
diferencias; cada diferencia es, por lo tanto,
todas las otras, salvo su diferencia, y
constituye un determinado punto de vista
sobre todas las otras, que a su vez son puntos
de vista. El paso de «ser» a «ser un punto de
vista sobre» está posibilitado aquí por el
desfase ligado a esa repetición paradójica:
cada diferencia es repetida, pero a distancia,
en otra modalidad, en otro nivel que ella no
es. Cada diferencia envuelve así virtualmente
su distancia a todas las otras, y consiste ella
109
misma en un conjunto de distancias (punto de
vista). Repetir, para una diferencia, es retomar
a distancia, por lo tanto abrir una perspectiva
sobre.
Hemos pasado de la idea de diferencia en sí
a su repetición divergente de diferencia en
diferencia, y por último a la repetición de
estas diferencias unas por otras (diferencias
que se envuelven mutuamente según sus
distancias). Estas dos repeticiones son una
sola, pues LA diferencia no existe más que en
las diferencias que la diferencian, y la
repetición no opera, en consecuencia, sino de
una de estas diferencias a la otra. El carácter
divergente, desfasado, alterante de la
repetición conduce a la idea de una
implicación recíproca. En Deleuze no hay
choque, hay un envolverse mutuo, e incluso
desigual, puesto que los términos en juego
son puntos de vista heterogéneos. La
contradicción es solamente el efecto de la
diferencia de puntos de vista, lo negativo: la
sombra proyectada por el signo y, a través de
él, por el punto de vista heterogéneo que se
anuncia («Otro» \Autruí\).
Esta lógica de la multiplicidad destruye la
alternativa tradicional de lo mismo y lo otro.
¿Qué sucede, en efecto, cuando se suprime lo
idéntico? Lo Mismo —o lo Uno— reaparece a
pos- terioñ, antes como el efecto positivo de la
diferencia que como el término común
presupuesto para diferencias sólo relativas.
Consiste en un juego de distancias positivas
donde las diferencias están siempre
110
comprendidas unas en otras. Su consistencia
ya no es lo idéntico, sino la distancia, la im-
plicación recíproca. Designa ahora lo unívoco,
o la posibilidad de tratar lo diverso de lo que
existe como universal modificación de sí
(Naturaleza), mientras cada ser retoma a
todos los otros respondiendo a su manera a la
diferencia como pura pregunta. Y esta
pregunta no es, por cierto, «¿Qué es el ser?»,
sino «quién —o cómo— ser?». En De- leuze, la
diferencia no es siquiera el ser, puesto que se
confunde con devenir; pero no se reduce
tampoco al siendo, puesto que devenir no va
de un siendo a otro, sino que se cumple entre
(cf. in- fra, cap. Vj. Deleuze muestra de qué
modo, en la historia de la filosofía, la
inmanencia se afirma a través del tema de la
univocidad: la diferencia formal pasa al
interior del ser y no ya entre seres
numéricamente distintos (DR, 57 y sig.). El
ser, según una fórmula ya citada, es
formalmente diverso, numéricamente uno. Se
comprende, por consiguiente, que la
diferencia de cualidad o de naturaleza sea
tributaria de la intensidad: no es que todo
equivalga a lo Mismo, al ser las diferencias
sólo de grado; sino que los diferentes (cuali-
dades, especies, modos de existencia)
resuenan a distancia de toda su
heterogeneidad, repitiéndose los •unos a los
otros como los «grados de la Diferencia»
misma (B, 94).
¿Qué es lo que autoriza a hablar de LA
diferencia, de LA multiplicidad? La repetición
111
divergente y por lo tanto envolvente, como
unidad inmediata de lo múltiple o
consistencia de lo unívoco (lo diverso ya no
tiene que ser unificado, sub- sumido de
antemano bajo un concepto idéntico y común
que asegure en las diferencias un mínimo de
semejanza, en los puntos de vista un mínimo
de convergencia). Lo Mismo, en tanto
producto de la repetición y no identidad
originaria, es el sí de la diferencia. Por eso se
la puede llamar «interna»: diferencia que «se»
diferencia, interioridad sin identidad, adentro
del afuera.
La implicación es el movimiento lógico
fundamental de la filosofía de Deleuze. En
cada uno de los libros, o casi, no se trata más
que de «cosas» que se enrollan y se
desenrollan, se envuelven y se desenvuelven,
se pliegan y se despliegan, se implican y se
explican, y también se complican. Pero la
implicación es el tema fundamental porque
aparece dos veces en el sistema del pliegue: la
complicación es una implicación en sí; la
explicación, una implicación en otra cosa. El
conjunto forma una lógica de la expresión.
Aclaremos que la expresión no tiene nada que
ver aquí con un proceso de exteriorización,
partiendo del adentro. Sería más bien lo
contrario. La concepción deleu- ziana de la
subjetividad descansa sobre la idea de un
adentro del afuera, de una interiorización de
lo exterior, en el doble sentido del genitivo (no
hay interioridad presupuesta: no se debe
perder de vista la repetición a distancia, en la
112
cual consiste la envoltura).
Limitémonos por ahora a precisar la razón
de ser del tema implicativo: el problema de las
relaciones se plantea a propósito de las
intensidades, y la relación de una intensidad
con otra, de una dimensión con otra, no
puede ser de contigüidad o de yuxtaposición,
sino de implicación. Dos temperaturas, dos
velocidades no se suman; una temperatura no
se compone de temperaturas, sino que
envuelve otras que la envuelven a su vez, y lo
mismo sucede con la velocidad (DR, 306; MP,
44). Una época en la vida de alguien no se
compone de épocas anteriores, aunque las
retome a su manera (ella «no se divide» en
ellas «sin cambiar de naturaleza»). Bien se
puede decir que la vida continúa, pero su
manera propia de continuar es volver a
jugarse entera en otro plano, de tal manera
que la memoria, más allá de los recuerdos que
nos retienen neuróticamente en lo que fue,
acusa por el contrario distancias irreductibles
que tampoco dejan a salvo al presente, puesto
él mismo en perspectiva. La idea de destino
encuentra entonces un sentido inmanente:
«una vida», para Deleuze, es una
condensación o una complicación de épocas
en un solo y mismo Acontecimiento, un
sistema acentrado de ecos o de
correspondencias no causales (DR, 113; LS,
199; MP, 320-1; IT, 132). El destino es como la
tirada de dados: onto- lógicamente una,
formalmente múltiple.
Así pues, «las diferencias no se componen
113
de diferencias del mismo orden, sino que
implican series de términos heterogéneos (...)
Una cantidad intensiva se divide, pero no se
divide sin cambiar de naturaleza» (DR, 306).
La pura diferencia es intensiva, pues las
diferencias de intensidad no participan de
ningún género común idéntico que les
garantice una semejanza por lo menos mí-
nima. Entre dos cantidades intensivas, sólo
hay heterogeneidad o diferencia de naturaleza.
La implicación aparece, pues, como la relación
exterior misma, como el movimiento lógico
capaz de describir las relaciones en un campo
de exterioridad. Una filosofía del Afuera es
una filosofía de la Implicación.
Lo cierto es que este sistema tiene un
aspecto estático y parece excluir los
encuentros, puesto que todas las relaciones
están ya saturadas por la implicación virtual
recíproca. ¿Cómo puede De- leuze ver aquí un
pensamiento de la «movilidad» CDR, 327, 331,
387)? Parecería haber una vacilación: unas
veces las diferencias son «todas comu-
nicantes», y otras deben «entrar en comunica-
ción» para que haya encuentro (por ejemplo,
DR, 286 y 331; MP, 291 y 292, o incluso 385).
Pero esta objeción sólo tendría sentido si
Deleuze fuera de lo virtual a lo actual, del
tiempo al cuerpo, como de un principio
trascendente a su consecuencia, al proponerse
la labor metafísica de deducir la existencia.
Ahora bien, él no pregunta por qué hay
cuerpos, pregunta si es posible dar cuenta de
sus efectuaciones y de sus relaciones sin
114
invocar lo virtual, es decir, el proceso de
actualización. La cuestión es la siguiente: ¿no
es necesario, en nombre de lo concreto, de la
existencia y del devenir, recurrir al
perspectivismo de las dimensiones intensivas,
al concepto de una heterogeneidad
forzosamente virtual? ¿No es el único medio
para introducir y pensar la diferencia en la
existencia, como la divergencia en el mundo?
«Han pasado muchas cosas, desde luego, tanto en el
exterior como en el interior: la guerra, el crac
financiero, cierto envejecimiento, la depresión, la
enfermedad, la pérdida del talento. Pero todos estos
accidentes ruidosos tuvieron ya efectos en su
momento; y no serían suficientes por sí mismos si no
socavaran, si no profundizaran algo de muy distinta
naturaleza y que, por el contrario, sólo es revelada por
ellos a distancia y cuando es demasiado tarde: la
grieta silenciosa. “¿Por qué hemos perdido la paz, el
amor, la salud, una cosa tras otra?” Había una grieta
silenciosa, imperceptible, en la superficie, único
Acontecimiento de superficie como suspendido sobre
sí mismo, planeando sobre sí, sobrevolando su propio
campo. La verdadera diferencia no está entre el
exterior y el interior. La grieta no es ni interior ni
exterior, está en la frontera, es insensible, incorporal,
ideal» (LS, 180-1, a propósito de Fitzgerald).
La decisión deleuziana es esta: no podemos
prescindir de una «línea abstracta» (lo
incorporal o el espíritu, más allá de todas las
representaciones) que duplica las
efectuaciones o las mezclas de cuerpos y pasa
entre las dimensiones; no podemos prescindir
de lo virtual, incluso y sobre todo en una
filosofía de la inmanencia. Deleuze plantea así
el problema de la inmanencia: unidad in-
115
mediata de lo uno y lo múltiple,
«pluralismo=monismo», univocidad, y la
solución propuesta es el concepto de
multiplicidad virtual o intensiva (.DR, 383-fin;
SPE, 162; MP, 31). Lo virtual no es un
segundo mundo, no existe fuera de los
cuerpos aunque no se asemeje a su
actualidad. No es el conjunto de posibles, sino
aquello que los cuerpos implican, aquello de lo
que los cuerpos son la actualización. Pero la
abstracción comienza cuando se separa al
cuerpo de lo virtual que él implica, cuando
sólo se retiene la apariencia desencamada de
una pura actualidad (representación).
Desde ese momento, la «comunicación» de las
diferencias ya no es objeto de dilema. En
Deleuze:
1) los cuerpos implican el tiempo que ellos
explican o que se actualiza en los espacios-
tiempo que despliegan (medios); 2) el tiempo
implicado en los cuerpos se implica en sí, y
complica los puntos de vista en los que se
divide (diferencias «todas comunicantes»); 3)
las mezclas de cuerpos efectúan ciertas
relaciones de tiempos, ciertas coexistencias de
puntos de vista que insisten en el límite de los
cuerpos como espíritu («puesta en comunica-
ción» de las diferencias, es decir, relaciones).
Los cuerpos implican lo que explican, o
explican lo que implican: son signos, y no
pierden su potencial semiótico sino en la
representación. Esta, en efecto, los «separa de
lo que ellos pueden» y no retiene de ellos más
que una pura actualidad en la que se anula la
116
intensidad, presencia sin presencia del
objetivo-explícito (PS, 112-3; LS, 325 y sig.:
«esa potencia de vacilación objetiva en el
cuerpo...»). El tiempo se comunica consigo,
pero no deviene sensible o «no entra» en
comunicación consigo más que en el
encuentro de los diferentes flujos de duración
que lo encaman (mezcla de cuerpos).
Aion y Cronos
117
virtual del tiempo, de la implicación recíproca
de las diferencias. Ninguna dimensión es el
centro del tiempo, pero cada una vuelve en
todas las otras, y a su vez las hace volver.
Cada una es, por lo tanto, también una suerte
de círculo, pero descentrado con respecto a
los otros y sin coincidir consigo mismo en su
retomo (puesto que vuelve en los otros).
Estamos lejos del «insípido monocentrado de
los círculos» de la dialéctica hegeliana (DR,
339). El círculo se repite deviniendo otros
círculos, y así no repite más que la diferencia
de los círculos: del uno al otro o a los otros
corre la línea abstracta o línea de fuga, que no
forma contorno sino que se enrolla al
desenrollarse de un círculo al otro. Afirmar el
presente en su azar absoluto, es decir, como
una dimensión echada a la suerte —nosotros
mismos echados a la suerte y ciertamente no
«una vez por todas»— es afirmar el azar «cada
vez» «por todas las veces».
Entre el primer modo temporal (presente pe-
riódico) y los otros dos hay, por lo tanto,
ruptura.
Deleuze no se cansa de indicar esta
alternativa: no se puede, a la vez, actuar y
captar el acontecimiento como tal. Cuando el
samurai que defiende la ciudad se pregunta
qué está haciendo allí, «¿qué es hoy un
samurai, justo en este momento de la
Historia?», cuando el soldado en fuga o mor-
talmente herido se ve huir, se ve morir, ambos
experimentan una urgencia más alta que la
de la situación, hacen preguntas inútiles que
118
paralizan la acción y que sin embargo le
conciernen de manera principal. Cesan
entonces de actuar para ver, pero no
reconocen nada en lo que ven. El mundo ha
dejado de ser reconocible. Se vuelven
«videntes», perfectos «idiotas» (LS, 122; IM,
257- 61; IT, 13,168, 229-30; en el último
capítulo veremos que si «devenir-activo» tiene
un sentido, es precisamente en una similar
crisis de la acción).
Todo se presenta como si el acontecimiento
se jugara en dos modos temporales a la vez: el
presente de su efectuación en un estado de
cosas, o de su encamación en una «mezcla de
cuerpos»; pero también en una eternidad
paradójica donde algo de inefectuable, de
incorporal, desborda y sobrevive a la
efectuación. La tesis constante de Deleuze es
esta: el acontecimiento no se reduce a su
efectuación. En verdad, el acontecimiento
jamás podría efectuarse si no dispusiera de la
continuidad de un presente homogéneo; pero
cuando la efectuación ha terminado, se
observa que se ha pasado a otro presente que
sucede al que precedía. El acontecimiento
queda, así, escamoteado. Si no tiene presente,
es por ser acontecimiento, y hace coincidir
extrañamente el futuro (todavía no ahí y sin
embargo ya ahí) y el pasado (todavía presente
y sin embargo ya pasado). Tal es la paradoja
del devenir:
«Cuando digo “Alicia crece”, quiero decir que se vuelve
más alta de lo que era. Pero con ello mismo, también,
se vuelve más pequeña de lo que es ahora. Por
119
supuesto, no es al mismo tiempo como se hace más
grande y más pequeña. Pero es al mismo tiempo como
lo deviene. Es más alta ahora, era más pequeña
antes. Pero sólo al mismo tiempo, en la misma vez, se
vuelve uno más alto de lo que era y se hace más
pequeño de lo que deviene. Tal es la simultaneidad de
un devenir caracterizado por esquivar el presente» (LS,
9).
El acontecimiento tiene lugar, pues, en un
tiempo sin duración, tiempo paradójicamente
vacío en el que no pasa nada. El
acontecimiento es estático, aunque sea puro
cambio, y sólo se hace perceptible a posteriori
—o durante la efectuación, si esta es larga—
en una expectativa interminable donde el «no-
todavía» y el «ya» no se desprenden nunca el
uno del otro. El acontecimiento como tal no
cesa de advenir, es imposible que termine.
Llegar (evenire), ocurrir,11 es lo que no cesa
nunca, pese a su instantaneidad. En el
acontecimiento, los diferentes momentos del
tiempo no son sucesivos sino simultáneos.
De modo que el esquema temario se
complica. Vacila no sólo el presente, sino
Cronos entero (sucesión de los presentes). El
acontecimiento se despliega en dos modos
temporales a la vez, Cronos y Aion. El
presente no podía dar cuenta de sí puesto que
el presente en sí mismo no pasa, en su
pretensión de continuar. Por lo tanto, sólo
podía
120
pasar lógicamente en función de un pasado
puro (lo virtual y su actualización). Pero, en el
camino, la explicación subvirtió aquello que
debía explicar y desemboca en algo muy
distinto de un presente que pasa: la
interminable instantaneidad del
acontecimiento (de ahí el término Aion, toma-
do de los estoicos). El instante no pasa, pues
en él coinciden el futuro y el pasado. Ya no se
trata de la velocidad relativa de los presentes
variables o los medios, ahora es una velocidad
absoluta, instantánea, pura diferencial de
espacio-tiempo que en consecuencia ya no
depende de un espacio recorrido ni de un
tiempo determinado. La distinción entre
Cronos y Aion puede enunciarse entonces de
otro modo: el tiempo ya no mide un movi-
miento, ya no es el «número del movimiento».
La relación de subordinación se invierte, y
ahora es el movimiento el que está
subordinado al tiempo, a su heterogeneidad, a
la infinidad de sus dimensiones (DR, 120; IT,
355; CC, 41). El acontecimiento ya no es lo
que tiene lugar en el tiempo, simple
efectuación o movimiento, sino la síntesis
trascendental de lo irreversible, que reúne y
distribuye el antes y el después a uno y otro
lado de una cesura estática, el Instante. De él
deriva la sucesión, el «curso empírico del
tiempo» (IT, 354, 357).
Por último, la distinción de Aion y Cronos,
del acontecimiento y su efectuación, evita un
puro y simple dualismo del espíritu y el
cuerpo, pues las efectuaciones físicas
121
implican ya lo que difiere de ellas en
Devenir
naturaleza (el acontecimiento). El espíritu es
realmente distinto del cuerpo, pero no cons-
tituye un orden de existencia originariamente
separado o independiente: él es la sensibilidad
misma (o el afecto), o más bien su parte
inefectua- ble e incorporal, la coexistencia
virtual, al menos momentánea, que ella
implica. El espíritu emerge en la superficie del
cuerpo, el espíritu es el acontecimiento en lo
que llega, en lo que ocurre. El dualismo
aparente del cuerpo y el espíritu deriva sólo
del hecho de que el lenguaje, vuelto
precisamente posible —distinto del cuerpo—
por ese status del acontecimiento, es reducido
en su uso corriente a un intercambio de
informaciones o de opiniones que instala al
pensamiento en medios aparentemente
separados (volveremos sobre esto). Así pues,
no se dirá que el espíritu existe, sino que
insiste en el límite del cuerpo (y del cerebro),
que él frecuenta una pura superficie,
eminentemente frágil.
«El fondo del espíritu» es primero «delirio...
azar, indiferencia» (ES, 4): un caos intensivo
formado por esbozos evanescentes,
sensaciones fugaces, vibraciones no ligadas.
Para que el espíritu devenga sujeto, todavía es
preciso que esos esbozos sean contraídos,
conservados como «hábitos», y que la
diferencia así producida no se iguale en el
reconocimiento activo de un medio. Los
fulgores distintos-oscuros del pensamiento se
producen en ese intervalo precario.
122
AI principio, pensar mostraba ser
dependiente de un encuentro, del surgimiento
de una exterioridad: el sentido, que se implica
y se explica en el signo, era la puesta en
contacto de dimensiones heterogéneas. Se
tenía aquí la hipótesis trascendental de un
campo de fuerzas. Pero este campo se
confunde ahora con el Tiempo, diferencia in-
terna o multiplicidad, complicación de
diferencias o de puntos de vista intensivos
irreductibles. Es preciso, pues, no sólo
reenlazar sentido y tiempo, sino pensar el
sentido como tiempo, o más bien como
relación de tiempos. Decíamos que la verdad
era inseparable de una hora, porque no
preexistía al acto de pensar, a su revelación
aquí y ahora. En el presente, debemos
comprender que la verdad es ella misma una
hora: lo que se revela no es otra cosa que una
relación de tiempo. «La verdad está en
relación esencial con el tiempo» (PS, 23). «Toda
verdad es verdad del tiempo» (.PS, 115). El
contrasentido estaría en creer que Deleuze
asigna un contenido a la verdad. Verdad del
tiempo no significa, por cierto, «a propósito del
tiempo»; la revelación es una presentación del
tiempo mismo, en su multiplicidad. Lo
123
Devenir
124
idéntico a lo que era.
Deleuze subraya hasta qué punto, en
Bergson, los niveles de pasado puro difieren
en naturaleza de los recuerdos, que
representan efectuaciones. Una dimensión,
puro punto de vista o diferencia de
intensidad, no se confunde con el medio que
deriva de ella, «bloque de espacio-tiempo»
constitutivo de un presente periódico. Cada
espacio-tiempo envuelve una diferencia de
tiempos, cada medio es la actualidad o el
desarrollo acabado de una dimensión virtual.
El medio no se asemeja a la intensidad pura
de la que él es actualización.
125
Signo-2: hábito, dispar, singularidad
127
modo, el hábito induce una expectativa, una
presunción o una pretensión que convierte la
reaprehensión [re- prise] de la diferencia en
una reproducción de lo mismo, que despliega
la sensación en un campo activo de
representación. Incluso un órgano no es otra
cosa que un hábito reconocido y desde enton-
ces útil, a tal punto que el organismo remite a
un cuerpo sin órganos donde los órganos son
sentidos antes de ser actuados, donde las
funciones son otras tantas sensaciones
constituyentes e individuantes bajo su trabajo
periódico y reproductor. Este «cuerpo intenso»
no se opone a los órganos, sino al organismo
en tanto coordinación de formas constituidas.
Consiste en un incesante nacimiento de
órganos, emergentes-evanescen- tes (A, 384-
96; MP, 6a meseta; FB-LS, rúbrica VII; la
noción aparece en Lógica del sentido: 108,
220 n., 230-1, 237, 261).
Un medio es la representación de una
diferencia, de una dimensión temporal que se
actualiza en la contracción. Veamos dos
ejemplos tomados de Proust. Combray fue un
medio, y resurge mucho tiempo después como
un mundo originario: «Combray no resurge
como fue en su presente, ni como podría
serlo, sino en un esplendor nunca vivido,
como un pasado puro.,.»(DR, 115, y PS, 19,
71, 75-6); «el en-sí de Combray» es una
intensidad, un signo que envuelve un mundo
virtual. A la inversa, Albertina no es —o no es
todavía— un medio; lo devendría si entre ella
y el narrador se instaurara una relación
128
conyugal reglada, sometida a puntos
cardinales. Por eso Albertina es tan
interesante: mientras el ardor explicativo del
narrador (acción) no prevalece sobre su
capacidad de ser desconcertado por ella
(síntesis pasiva), ella es puro ritmo en su vida,
retomo insistente de la diferencia, antes que
reproducción de rasgos idénticos librados a la
rutina del reconocimiento. El hábito
contemplativo no es una rutina, aunque
pueda ser recubierto y poco a poco deshecho
por ella, como la desigualdad rítmica por la
cantinela.
¿Qué es esta desigualdad envuelta en la
sensación? Esta pregunta se conecta con la
cuestión de la pluralidad de líneas de tiempo
dentro de un «mismo» sujeto. Frente a la
pregunta «¿quién (o qué) soy?», Deleuze
invocaba hábitos, contracciones que
engendran expectativa y pretensión: soy lo
que tengo, el ser es un tener. Soy lo que tengo
o, dicho de otro modo, soy inseparable de otra
cosa cuya prensión \préhensk>n] me
constituye: soy en la medida en que prendo
\préhende]. De ahí la reaprehensión [reprise]
de un movimiento conceptual plotiniano:
volverse hacia aquello de lo que uno «procede»
para «contemplarlo» (hasta el punto de que,
en el límite, nosotros mismos somos
contemplaciones):
«No nos contemplamos a nosotros mismos, pero no
existimos sino contemplando, es decir, contrayendo
aquello de lo que procedemos (...) y todos somos Nar-
ciso por el placer que experimentamos contemplando
129
(autosatisfacción), aunque contemplemos algo muy
distinto de nosotros (. . . ) Es siempre otra cosa (. . . ) lo
que debe contemplarse primero, para llenarse de una
imagen de sí mismo» (DR, 101-2),
La objeción mecánica sería que, para
contemplar, hace falta ser, no lo inverso; y,
por consiguiente, ser un sujeto. Pero Deleuze
se remonta más acá de la receptividad (o
capacidad de percibir), hasta una sensación
originaria que la constituye (DE, 107).
Obsérvese, además, que La imagen-
movimiento establece una diferencia de na-
turaleza entre el afecto y la percepción, la
cual está ligada a la acción. La percepción de
un medio supone, en efecto, la contracción
previa de sus elementos, aun si esta se
mantiene implícita o recubierta por la
representación, por la urgencia de la
situación.12
¿Qué es esa sensación originaria? La
contemplación se vincula con el afecto, que
implica una relación de fuerzas. Contemplar
es captar una o varias fuerzas, como una tela
deviene un ojo cuando logra captar la luz.
Captar es distinto de ser excitado, puesto que
se trata de ligar la excitación, de convertirla
en un principio, de contraer sus vibraciones
sucesivas. Captar es un hábito, y el hábito es
el producto positivo de la relación de fuerzas.
130
Contemplar, contraer, habitar es lo propio de
la fuerza subyugada que conserva lo eva-
nescente, que anuda una relación en lugar de
dejarla escapar. Ahora bien, una fuerza no es
separable de su relación por lo menos con
otra fuerza. La fuerza pasiva, habitus,
contempla la relación de la que procede, la
conserva. La objeción no parece subsistir.
La sensación envuelve «una diferencia de
nivel constitutiva, una pluralidad de dominios
constituyentes» (FB-LS, 28-9). Deleuze llama
dispar a este sistema en el que se comunican
dimensiones heterogéneas y que condiciona a
todo acontecimiento: nada aparecería, nada
existiría si no hubiera relaciones desiguales,
si los cálculos de «Dios» fueran siempre
exactos (DR, 286). Una «cosa» existe en la
medida en que aparece, no forzosamente ante
una conciencia humana sino en tanto fuerza
que se afirma ejerciéndose sobre otra cosa
(poder de afectar) o bien captando otra cosa
(poder de ser afectado). ¿En qué se asientan el
mundo y todo lo que existe, cuál es la
consistencia del mundo, si se acepta
considerar que lo que se nos aparece en la
representación supone una sensación, un
afecto, o que lo dado perceptivo supone un
aparecer, una diferencia «por la cual lo dado
es dado» (ibid.)'? El mundo que nos
representamos se anuda en relaciones de
fuerzas, consiste, en el sentido fuerte, en una
imbricación de afectos variables que son los
acontecimientos de la Naturaleza. Un cuerpo
no es una cosa, una sustancia, no tiene
131
realmente contornos, no existe sino en tanto
afecta y es afectado, en tanto que es sentido y
siente. ¿Qué es un cuerpo sino una cierta
manera de pesar, de resistir, de opacificar,
etc. (FB-LS, 39)? La representación
desencama al cuerpo: no se da forma sin
contornear el cuerpo y quitarle su afuera, sin
poner el afuera en el exterior en lugar de
implicarlo. La representación aísla el cuerpo,
lo separa de lo que él puede', la línea-contorno
dibuja ángeles más que cuerpos. Asimismo, el
rostro no toma cuerpo sino apareciendo,
borrándose, desviándose, nunca en el cara a
cara (MP, 154 y sig., 208-9; IM, 144). En otros
términos, el cuerpo no se asienta en nada: él
no es, insiste solamente (FB-LS, 36). El
mundo regular, homogéneo de la
representación envuelve las singularidades a
partir de las cuales se despliega, y se
despliega como diverso. Deleuze muestra así
el papel de la sensación en la ciencia.
No hay ciencia sin «observadores parciales»
instalados «en la vecindad de las
singularidades», y que no la vuelven subjetiva
puesto que son «puntos de vista en las cosas
mismas». La propia ciencia es perspectivista,
en el sentido especial definido por Deleuze: no
alcanza una verdad solamente relativa, sino
una «verdad de lo relativo» (QPh?, 122 6 - ).
¿Qué es una singularidad? La singularidad
se distingue de lo individual o de lo atómico
en que no cesa de dividirse a un lado y otro de
una diferencia de intensidad que ella
envuelve. La singularidad es un motivo hoy
132
difundido en la filosofía contemporánea, pero
aquí es importante determinar su sentido
deleuziano, original y preciso. El concepto de
singularidad se funda en la noción de
«relación diferencial» o «dispar», que permite
evitar una reducción de lo simple a lo atómico
y, por consiguiente, la confusión de lo
singular y lo individual. Las singularidades
corresponden a valores de relaciones
diferenciales (DR, 228,270- 1,356) o a
distribuciones de potenciales (DR, 154- 5,
286-7, 356). Este concepto tiene, pues, un
origen a la vez matemático y físico. Se forma a
partir de la teoría de las ecuaciones
diferenciales (y del papel de los «puntos
singulares» en la búsqueda de soluciones) y
del estudio de los sistemas «metastables». Pero
se aplica sin metáfora al campo existencial e
incluso ontológico, puesto que el tiempo
mismo implica diferencias de intensidad. La
singularidad según Deleuze testimonia la
paradoja de la diferencia de ser una y múltiple
a la vez, cual un «punto-pliegue» (Le pli, 20).
La singularidad es a la vez preindividual e
individuante (DR, 317-27). Los propios
individuos no son singulares, aunque se
constituyan «en la vecindad de» ciertas
singularidades, de modo que están
originariamente en relación con otra cosa (DR,
154 y sig.; LS, 136; MP, 314-5, 321, 457 y
sig., 507 y sig.). De ahí una definición
inmanente del individuo por sus afectos,
antes que por su forma o su figura separada.
¿A qué soy sensible? ¿Por qué cosa soy
133
afectado? Sólo experimentando conozco mis
propias singularidades (MP, 314; SPP, 166).
Volvamos a la sensación constituyente, a la
contracción individuante. Ahora tropezamos
con un dualismo latente de las fuerzas activas
y de las fuerzas pasivas, y con la dificultad de
hacer coincidir las dos maneras de pensar el
signo, los dos esquemas de dispar: fuerzas y
puntos de vista. Dos diferencias entran en
comunicación y resuenan juntas, a uno y otro
lado de su distancia. Cada una envuelve a la
otra, la repite o la retoma en su nivel. La
reciprocidad, aunque desigual, es por lo tanto
entera, y no basta para inducir una escisión
activo-pasivo. Más aún, cada diferencia es, de
modo alternativo, implicante o implicada, es
decir, afectada-afectante. La única salida
lógica es llevar la escisión a la diferencia
misma y considerar cada diferencia como un
sistema de acción y reacción, mientras la
relación entre las diferencias se establece en
los dos sentidos entre la actividad de una y la
pasividad de la otra. «A la vez es cada fuerza
la que tiene un poder de afectar (a otros) y de
ser afectado (también por otros), hasta el
punto de que cada fuerza implica relaciones
de poder». De ahí la distinción de una materia
y una función de la fuerza (F, 78): la fuerza
está escindida, comporta nn polo activo y un
polo pasivo.
Podemos decir ahora en qué circunstancia
un punto de vista deviene reactivo e invierte la
jerarquía en el seno de la relación. Deviene
reactivo cuando es aislado, privado de
134
distancias y perspectivas (o bien —otra
formulación— cuando una singularidad es
separada de sus prolongamientos). La fuerza
es así «separada de lo que ella puede» (NPh,
26,130), pierde su movilidad, su facultad de
pasar a los otros puntos de vista y de ser
afectado por ellos; en síntesis, su aptitud para
devenir. El punto de vista seccionado opera
ahora como polo de identidad o de
reconocimiento absoluto, mínimo afectivo o
intensidad 0 («agujero negro»); todo lo que no
es, deviene nada, es negado. Subsiste
solamente un poco de rabia como último
fulgor, como entre las almas condenadas de
Leibniz, «endurecidas sobre un solo pliegue
que ellas no desharán más» (Le pli, 96-101).
Poder vinculado al actuar tanto como al
padecer, al mismo tiempo la fuerza inactivada
es condenada a reaccionar, y sus afectos,
aniquilados, se reducen al resentimiento.
Finalmente, activo y reactivo son los dos polos
de una fuerza esencialmente pasiva, sensible,
derivando la aptitud para afectar del poder de
ser afectado (amar, a fuerza, no de ser amado,
sino de sentir o de ser sensible). La fuerza
percibe y experimenta antes de actuar, y no
induce un efecto en el otro sino en función de
lo que experimenta. ¿Es ella capaz de don, o
sólo de competición (IT, 185-6)? De todas
formas, nunca es la violencia lo que afecta,
puesto que en sí misma es sólo aterrorizante o
paralizante. El afecto emana siempre de la
fuerza que se afirma y de la voluntad que ella
expresa, así sea negativa (voluntad de
135
violencia), en tanto que la violencia efectiva es
nada más que el concomitante.
El dilema de las fuerzas y los puntos de
vista se resuelve, pero la idea de una
individuación contemplativa presenta aún
una dificultad lógica. En efecto, el hábito
consiste en la captación de un punto de vista
(signo); ahora bien, este encuentro supone
que la fuerza captante ocupa ya un punto de
vista, si es verdad que un afecto o que una
relación de fuerzas es el encuentro de dos
puntos de vista heterogéneos. Parece presu-
ponerse, pues, una individualidad previa.
¿Cómo evitar aquí el dilema de una regresión
al infinito? Puesto que la consecuencia
rigurosa de la individuación contemplante es
esta: un sujeto no aparece sino en la
disyunción de dos puntos de vista, la
desaparición precede, de derecho, a la
separación. La fuerza no deviene sujeto sino
contrayendo un hábito, pasando de un punto
de vista a otro: un punto de vista aislado no
es sensible, en el doble sentido del término.13
Somos hábitos contemplativos, pero nuestras
contemplaciones están entre dos medios, allí
donde algo deviene sensible. Nacemos, y
consistimos o devenimos sensibles sólo en el
medio. Orígenes y destinaciones no son más
que efectos ilusorios de la representación,
cuando el afecto ha caído. El acontecimiento
136
está siempre en el medio, y nosotros no
aparecemos como cosas sino en su caída.
Esto dice cuán ambiguo es el sujeto (LS, 138-
9). Bajo el cogito constituido que rentabiliza
sus propiedades, un Yo habito o Yo siento se
confunde con ellas y con los puntos de vista
que ellas implican: no hay Yo siento que no
sea un Yo siento que devengo otro. El hábito
constituyente es pasaje, transición.
Los devenires contemplativos son la consis-
tencia misma de nuestra existencia, o lo que
hace que se distinga allí algo, que relumbren
allí puntos salientes o notables, relieves y
singularidades, en lugar de una noche
indiferenciada (el resto es acción, explotación
ordinaria de los medios). El afecto es lo
interesante por definición, el signo o lo que
fuerza a pensar: el deseo. ¿Qué es, en efecto,
el deseo para Deleuze? Ni falta ni espontanei-
dad (D, 108 y 116). El deseo es local y
singular, y se confunde con las
contemplaciones mismas, esos signos
violentos que arrastran al sujeto a un devenir-
otro y le foijan una voluntad que quiere su
retorno y su explicación. Así pues, el deseo es
él mismo una síntesis pasiva, antes que un
impulso vacío que demanda exteriorizarse.
Comienza afuera («el Afuera de donde viene
todo deseo», D, 116), nace de un encuentro. El
empuje interior, pretensión ligada al hábito
contemplativo, es segundo con respecto al
encuentro; remite a una voluntad impersonal
conquistada en el encuentro y a la cual el
sujeto obedece, a un «Se quiere» que reclama
137
el retorno del signo. El deseo remite a una
alegría primera de la diferencia o del afecto
(sentido/sensación), y se trata de una alegría
de descubrimiento, no de consuelo, alegría de
aprender que quiere su propio retorno (PS, 14;
sobre el vínculo del deseo y el sentido, cf. LS,
30a serie; A, 129-30; MP, 313-5). No se
interpreta y no se vive el deseo como falta, y el
placer como supresión del deseo-falta, sino a
fuerza de tomar el efecto por la causa, como
en la inversión dialéctica. Inseparable de una
conexión, de una disposición variable de
componentes heterogéneos que produce el
afecto, el deseo es máquina (D, 108, 115-
6,119- 20,125-7; MP, 191-2).
138
diversos ángulos. Pero lo que toma sensible la
diferencia de los puntos de vista es la dife-
rencia, lo dispar, el signo. La sensación (o el
afecto) supone esta disparidad, y la
emergencia concreta de un punto de vista
remite a un sistema semejante. Un punto de
vista no deviene sensible más que en su
diferencia por lo menos con otro punto de
vista. Nueva razón para enunciar que un
medio supone siempre por lo menos otro, a
distancia del cual aparece.
Lo dispar preside la diferenciación. ¿En qué
sentido hay al mismo tiempo devenir? Cada
uno de los dos puntos de vista deviene
sensible en su diferencia con el otro, pero
también simultáneamente al pasar dentro del
otro, puesto que la coexistencia de puntos de
vista es un envolverse mutuo (la diferencia
como relación positiva). Lo dispar ahuyenta a
la representación, la diferencia de puntos de
vista traza una línea de fuga. Un sujeto nace
en el corazón del sistema, ambiguo, de
entrada dividido puesto que la distancia que
resuena es doble y desigual. El sujeto es un ir
y venir, un ida y vuelta, un «sobrevuelo»
asimétrico (QPh?, 198). Un punto de vista se
afirma diferenciándose de otro, y este proceso
mismo supone que pasa dentro del otro, o que
deviene el otro («con una diferencia de nivel»).
Así pues, el proceso de diferenciación remite a
una zona de indis- cernibilidad donde los
puntos de vista se intercambian y pasan el
uno dentro del otro {IT, 93-6, 109, 264; CC,
92). Lo dispar es «distinto-oscuro», es decir,
139
también «distinto pero indiscernible» {IT, 95),
«diferenciado sin ser diferenciado» {DR, 276).
Es una ligazón no localizable {DR, 113; IT,
169). No se sabe «dónde termina algo, dónde
comienza otra cosa» {IT, 201), como en esas
negociaciones de las que «no se sabe si
todavía forman parte de la guerra o ya de la
paz» (P, 7). Aquí reaparece
Aion, y la insoluble imbricación de las dos
preguntas: ¿qué pasó (velocidad infinita de un
resultado)?, ¿qué va a pasar (lentitud infinita
de una expectativa)? En la transición de
perspectivas, no devenimos sensibles sin
devenir al mismo tiempo y por eso mismo
imperceptibles. Sin embargo, es ahí donde nos
distinguimos, donde somos distinguidos,
donde accedemos al «nombre propio» y donde
devenimos «alguien».
«Amar a los que son así: cuando entran en una
habitación, no se trata de personas, caracteres o
sujetos, se trata de una variación atmosférica, de un
cambio de matiz, de una molécula imperceptible, de
una población discreta, de una bruma o una nube de
gotas» (D, 81).
Puede ser que la idea más profunda de
Deleu- ze sea esta: que la diferencia es
también comunicación, contagio de
heterogéneos; que, en otros términos, una
divergencia jamás estalla sin contaminación
recíproca de los puntos de vista. «La
disyunción cesa de ser una herramienta de
separación, lo incomposible es ahora una
herramienta de comunicación (...) La
exclusión de predicados es sustituida por la
comunicación de acontecimientos» (LS, 203-
140
4). El encuentro conceptual del Afuera y de la
Implicación, la ¿n-determinación del tiempo
como exterioridad complicada o diferencia
interna, conducen al concepto de síntesis
disyuntiva como naturaleza misma de la
relación (Deleuze dice a veces «disyunción
inclusiva», E, 59-60; CC, 139). Religar es
siempre hacer comunicar a un lado y otro de
una distancia, por la heterogeneidad misma
de los términos. Un encuentro efectivo no es
ciertamente fusional, para eso se necesita
toda una «cortesía», un arte de las distandas
(ni demasiado cerca ni demasiado lejos).® La
indiscernibilidad de los puntos de vista no
equivale a una homogeneización, como en
física potenciales inconexos tienden a
repartirse igualmente cuando entran en
relación; lo dispar vuelve indiscernibles los
puntos de vista, no indistintos.
La gran idea es, por lo tanto, esta: los
puntos de vista no divergen sin implicarse
mutuamente, sin que cada uno «devenga» el
otro en un intercambio desigual que no
equivale a una permutación. La idea deriva
del concepto de multiplicidad, según el cual
una pura diferencia sólo tiene con otras una
relación de diferencia, pero no se afirma
precisamente como tal sino a distancia de las
otras. Un punto de vista no se afirma o no de-
viene sensible sino midiendo la distancia que
lo separa de los otros, yendo hasta el final de
la distancia, pasando dentro de los otros
puntos de vista. Si es verdad que un punto de
vista sólo se actualiza haciendo pasar al otro,
141
porque dos puntos de vista no pueden
coexistir actualmente, el proceso implica de
todos modos su coexistencia virtual, su
envolverse y su retoma [reprise] mutuos:
«punto de vista sobre el punto de vista», en los
dos sentidos (LS, 205).
Virtual no se opone aquí a real, sino a
actual {DR, 269). Es preciso, en efecto, que la
coexistencia virtual sea plenamente real
puesto que ella condiciona el afecto, que es la
consistencia misma de lo existente. Ahora
bien, ¿cómo puede ser vivida esa coexistencia
si no hay más sujeto que el individuado?
¿Cuál es, en otros términos, la consistencia de
ese «sujeto larvario» antes evocado? La
respuesta está en la noción reciente de cristal
de tiempo, que describe la naturaleza de lo
distinto-indiscemible (IT, cap. IV). Lo que ha
cesado de ser discernible en el devenir no son
solamente los puntos de vista, sino la
dualidad misma de lo actual y lo virtual.
Deleuze describe una «imagen bifaz, actual y
virtual», donde la distinción de lo actual y lo
virtual subiste, pero se ha vuelto inasignable
(como en el cine de Ophüls, Renoir, Fellini y
Visconti; véase también CC, 83). Lo actual no
se ha desvanecido en beneficio exclusivo de lo
virtual, pues esto no sería precisamente
soportable, sino que se ha vuelto imposible
localizarlo. Vemos, pues, cómo puede ser
vivida la coexistencia virtual: en la
permutación incesante de lo actual y lo
virtual. El sujeto persiste, pero no sabe dónde.
El sujeto del devenir es llamado larvario por
142
ser indecidible y problemático.
La posibilidad de conservar el afecto como
tal y no su caída, de hacerlo incesante, de
alcanzar por consiguiente el interminable
tiempo vacío de Aion, define la apuesta
práctica -, creación, de arte o de filosofía
(aunque Deleuze conceda un status creativo a
la ciencia por cuanto también esta «afronta el
caos», muestra que ella no tiene por objeto
conservar el acontecimiento). Una filosofía no
es un punto de vista, y tampoco tiene por
meta hacer concordar los puntos de vista. Por
el contrario, ella los hace disyuntar; ella
recorre distancias y crea los signos capaces de
conservarlas como tales (conceptos). Lo
mismo sucede con el arte, que no representa
al mundo, pero que a su vez lo hace disyuntar
por preceptos y afectos. El pensador no es
alumbrado por una luz natural; él disyunta
forzosamente, pero disyuntar produce no
tanto el agujero negro como la luz que refleja
la oscuridad («distinto-oscuro»), fulgor o fuego
fatuo, relámpago. No el autismo y su
hundimiento, sino la esquizofrenia en tanto
proceso o devenir CDRt 43,155,190-1, 250-1;
A, 11 y 89-93).
«Punto de vista sobre otro punto de vista»:
este enunciado, que sería absurdo en el
mundo de la representación, adquiere un
sentido de nivel virtual. Los puntos de vista
no se tocan, no son contiguos. No hay
panorama ni siquiera virtual del conjunto de
los puntos de vista, pues esto significaría
mantener todos los caracteres de la repre-
143
sentación, sino solamente cristales de tiempo
donde lo actual ya no es asignable. La
consistencia de lo virtual es la movilidad
misma de los puntos de vista, en la que cada
uno sólo envuelve a los otros envolviéndose a
su vez en ellos, a uno y otro lado de una
frontera inasequible. Esta movilidad, esta
imbricación incesantes se esfumarían con la
realización del devenir, es decir, con la
actualización acabada de uno de los puntos
de vista. Esto significaría, en efecto, poner fin
a la distancia positiva que vuelve sensibles los
puntos de vista, y abandonar el campo de las
diferencias absolutas por el de la
representación y la acción, donde la diferencia
ya no es sino el reverso de una semejanza
relativa.
Sin embargo, no basta decir que el sujeto
nace en la disyunción. Inseparable de una
identificación, no se confunde con ella. Yo
siento que devengo otro: el sujeto está siempre
en el pasado, se identifica con lo que él cesa
de ser al devenir otro; y, antes que «Yo soy», el
cogito se enuncia «Yo era»: otra manera de
decir «Yo es Otro» (LS, 360). El sujeto va de la
disyunción inclusiva que lo inaugura a la
identificación exclusiva que lo separa de lo
que él deviene. La primera persona es siempre
retrospectiva, el sujeto está «sin identidad fija,
siempre descentrado, él es concluido de los
estados por los que pasa»: «¡Era eso, entonces!
¡Entonces soy yo!» (A, 27). Esta filosofía —
¿hay que aclararlo?— no elimina al sujeto,
como se dice a veces para tranquilizarse
144
procurándose una refutación fácil. De hecho,
nos pasamos el tiempo diciendo Yo,
identificándonos, reconociéndonos y declinan-
do nuestras propiedades. Lo que Deleuze
muestra es que el sujeto es efecto y no causa,
residuo y no origen, y que la ilusión comienza
cuando se lo tiene justamente por un origen:
de los pensamientos, de los deseos, etc.
Comienza entonces la larga historia del
origen, tanto más urgente de investigar
cuanto que es por fuerza inhallable: historia
de angustia y de neurosis, viaje al agujero
negro. Le pertenece a la identidad el estar
perdida, y a la identificación el comenzar
siempre demasiado tarde, a posterioñ.
Sacar las debidas consecuencias es afirmar
la vida como esa «coherencia secreta que
excluye la del yo», afirmar un «hombre sin
nombre, sin familia, sin cualidades» como el
que yo devengo o no ceso de devenir, o que yo
soy en tanto devengo (DR, 121). Ya no se trata
sólo de la fisura que me separa de lo que yo
era (materia del pasado), dejando al sujeto
suspendido en el vacío, incapaz de reunirse.
Se trata de una ruptura con la forma misma
del pasado, que nos vuelve capaces de amar
(MP, 244). Aion, el tiempo vacío ordinal del
acontecimiento, no cesa de hacer advenir a Se
[Ori\ allí donde yo era. Una última
reformulación del cogito podría ser, pues: «Se
piensa» o incluso «piensa» [ü pense] en el
sentido en que se dice que llueve [il pleut] y
que hay viento (D, 78; MP, 324). El afecto no
puede ser experimentado sino por un sujeto,
145
pero esto de ningún modo implica que sea
personal o que sea el suyo de cabo a rabo. Por
el contrario, el sujeto lo experimenta en una
deportación de sí que no lo deja tal como era
antes. De ese modo deviene mi afecto, pero en
tanto y en cuanto yo devengo otro y a medida
que la intensidad cae. El hecho de que la
forma del Yo no coincida con el afecto no
concierne solamente a la descripción
psicológica de este; resulta de su lógica
misma. La consecuencia es que un sujeto no
deviene otro a partir de una identidad que
sería originariamente la suya. El no tiene más
que las identidades concluidas de sus
devenires, multiplicidad indecisa y abierta que
no cesa de desplazar su centro difiriendo
consigo misma. El Otro [Autrui], en tanto
remite a la alteridad constitutiva de los
puntos de vista, está primero por referencia al
sujeto, y preside la división del yo [moi] y del
no-yo [;non-moi] (LS, 356-61).
A esta altura puede entenderse que la
revelación de la hora sea otra cosa que un
simple contenido develado al sujeto pensante.
Ella disloca al sujeto, abriéndolo a la
multiplicidad de sus individuaciones posibles;
ella pone en crisis el modelo tradicional de la
verdad, fundado en la identidad y el
reconocimiento (IT, 170). La verdad según
Deleuze es el afecto (sensación/sentido), en
tanto puesta en perspectiva de posibilidades
de existencia heterogéneas. Ella es el
surgimiento de la distancia en la existencia,
de la divergencia en el mundo. La verdad es
146
diferencia ética, evaluación de modos de
existencia inmanentes en su síntesis
disyuntiva.
Nada muestra mejor la incompatibilidad de
las dos concepciones de la verdad —reconoci-
miento y «arte de las distancias*— que el
ascenso de las potencias de lo falso en la
narración. De Melville a Borges, de Orson
Welles a Resnais y a Robbe-Grillet, el devenir
emerge como tal en la literatura y el cine
gracias a procedimientos falsificantes capaces
de producir en el lenguaje y en la imagen la
indecisión propia de la vida y del cuerpo, de
mantener «alternativas indecidibles» y «di-
ferencias inexplicables» (IT, caps. V-VI y 264;
CC, 132-3). «La narración deviene temporal y
falsificante» al mismo tiempo (IT, 172). A los
ojos del «hombre verídico», que reclama
información, que cuenta con una «realidad»
única y objetiva donde todas las disyunciones
son exclusivas (o bien... o bien...), el mundo
inmanente aparece por fuerza como una
gigantesca estafa: como si un Dios estafador,
neobarroco o neoleibniziano, hubiera hecho
pasar a la existencia todos los mundos
incomposibles a la vez (Le pli, 84; sobre el
estafador que «impone una potencia de lo
falso como adecuada al tiempo», cf. IT, 173).
Las «verdades del tiempo» son falsificantes,
desde el punto de vista del reconocimiento.
La diferencia ética se distingue
absolutamente de la oposición moral en el
hecho de que ya no se trata de juzgar la
existencia en general en nombre de valores
147
trascendentes, sin percibir la variedad y la
desigualdad de sus manifestaciones (SPE, cap.
XVI; SPP, cap. II). Ella es tributaria de una
evaluación inmanente: la emergencia del valor
no es separable de una experiencia, se
confunde con una experiencia. Una escisión
axiológica persiste, más allá de la alternativa
de la trascendencia y el caos, pero sobre la
base de un criterio inmanente, inherente a la
experiencia misma, que no da la razón ni a la
moral ni al nihilismo: la intensidad afectiva, la
diferencia sentida de por lo menos dos
sistemas de intensidades afectivas. No hay
criterio menos «subjetivo», pese a las apa-
riencias, puesto que el afecto implica
precisamente la quiebra de la interioridad
constituida, y no pronuncia su veredicto sino
sobre una franja ina- signable donde las
personas ya no se reconocen (cf. supra, cap.
II); tampoco lo hay menos arbitrario, una vez
dicho que la necesidad se conquista en la
dura prueba del afuera (cf. supra, cap. I).
«No tenemos la menor razón para pensar que los
modos de existencia necesitan valores trascendentes
que los compararían, los seleccionarían y decidirían
que uno es “mejor” que el otro. Por el contrario, sólo
hay criterios inmanentes, y una posibilidad de vida se
evalúa en sí misma por los movimientos que ella traza
y por las intensidades que ella crea sobre un plano de
inmanencia; es rechazado lo que no traza ni crea. Un
modo de existencia es bueno o malo, noble o vulgar,
pleno o vacuo, con independencia del Bien y del Mal,
y de todo valor trascendente: no hay nunca más
criterio que el tenor de existencia, la intensificación
de la vida» (QPh?, 72).
¿Qué afectos, qué posibilidad de vida
148
emanan de semejante modo de existencia?
¿Nos encierra él en la angustia o es, al
contrario, rico en afectos? Inversamente, ¿cuál
es el modo de existencia para tales afectos? ¿Y
cuáles serían las condiciones de un modo de
existencia que comprometiera menos que
otros el devenir y la posibilidad de nuevos
encuentros, de nuevos afectos? El criterio
inmanente de la ética es también el de la ira y
la creación sociales («Los poderes tienen
menos necesidad de reprimimos que de
angustiamos», D, 76). Sin embargo, la
revolución vale menos por su porvenir,
supuesto o efectivo, que por la potencia de
vida que manifiesta aquí y ahora (devenir).
Cuando sus fulgores inmanentes desaparecen
bajo la irradiación abstracta de un ideal o
fundamento que pone a la práctica bajo su
subordinación, la ira es puesta al servicio del
Juicio, y los condenados conocen su hora de
gloria. Comienza entonces el interminable
cálculo paranoico de las distancias o
desviaciones, de las fidelidades y traiciones;
en síntesis, de los grados de participación
relativa a la Idea, en una furia de reconoci-
miento que se opone al carácter
profundamente indecidible de todo devenir
social o revolucionario (S, 95; MP, 590-1; CC,
170).
Simplificando al extremo, podemos decir
que la escala intensiva supone por lo menos
un mínimo: el punto de vista aislado,
separado de lo que él puede, el de una
existencia detenida que vive de opiniones y
149
clichés, angustiada y vindicativa (el
condenado según Leibniz). Pero también un
máximo, el punto de vista creador, el de una
existencia en devenir absoluto capaz de
aprehender y «conservar» las distancias, de
experimentar la diferencia entre lo alto y lo
bajo: devenir-intenso, devenir-imperceptible.
Entre estos dos límites, una existencia en
devenir relativo que experimenta distancias
pero de manera fugitiva, incapaz de
contraerías o de contemplarlas, de hacerlas
volver. Ahora bien, «nada es más doloroso, na-
da es más angustiante que un pensamiento
que se escapa de sí mismo, ideas que huyen,
que desaparecen apenas esbozadas, ya roídas
por el olvido o precipitadas en otras que
tampoco dominamos» (QPh?, 189).14
«El mejor» punto de vista es, en suma, uno
que es límite: no es mejor sino porque pasa
por todos los puntos de vista, porque afirma y
vive la diferencia ética. No ignora los que son
bajos, los vive incluso intensamente, y
considera desde ellos el conjunto de las
posibilidades de existencia, sin perjuicio de
invertir después la perspectiva y de recorrer la
distancia en el sentido inverso (la bajeza vista
desde arriba). Y volvemos a hallar, siempre, la
idea de que no hay varias verdades sino una
150
verdad ella misma múltiple y diferenciada. La
verdad es la dura prueba de la diferencia
ética, donde la vida «no se divide sin cambiar
de naturaleza» en cada nueva distancia
recorrida, en cada nueva perspectiva
conquistada. La diferencia ética es ritmo.
Devenir intenso o impercep- tibie es
condensar las épocas sucesivas, las líneas
simultáneas, las posibilidades experimentadas
en la síntesis disyuntiva de un solo y mismo
Acontecimiento, en el sistema abierto y
resonante de una vida.
151
meseta).15 Pues bien, si el concepto inmanente
es la expresión de una hora, se lo definirá sin
metáfora como un ritornelo (QPh?, 26).
Expresión de una hora debe entenderse aquí
en el mismo sentido que «verdad del tiempo»:
no el contenido de la hora sino la expresión
que le corresponde, o lo que se expresa a esa
hora.
La verdad es la hora captada por un
ritornelo, pero si recordamos que el sujeto
nace de una hora y deviene otro cuando ella
cambia, se comprende que la hora a su vez
merezca el nombre de heccei- dad: un modo
original de individuación. Deleuze rinde aquí
homenaje a Duns Escoto, quien renovó en el
siglo XTV el problema de la individuación
desechando la alternativa tradicional por la
materia/por la forma. Duns Escoto creó
entonces la palabra «hsecceitas» para designar
positivamente la singularidad individual. Pero
la connivencia termina aquí, puesto que él
concebía la heccei- dad como una
individuación de la forma, mientras que
Deleuze piensa a través de ella una indi-
viduación intensiva, de acontecimiento, y por
152
lo tanto móvil y comunicante. La singularidad
era llamada preindividual e individuante
respecto de los individuos formados y
separados; es equivalente definirla aquí como
la individualidad propia del acontecimiento.
Se trata, pues, de mostrar que el devenir es
a la vez una perfecta individualidad y que esta
individualidad es imbricante y no cesa de
comunicarse con otras. Hecceidad designa
una indivi-
153
avanzar el uno sobre el otro, distintos pero
indiscernibles. El acontecimiento propiamente
dicho es lo que viene, lo que llega, dimensión
emergente todavía no separada de la antigua.
El acontecimiento es la intensidad que viene,
que comienza a distinguirse de otra in-
tensidad (el tiempo es «un perpetuo distinguir-
se», IT, 109). La intensidad es simple, singular,
pero se vincula siempre por lo menos con otra
intensidad de la que ella se desprende. Al
igual que en la relación de fuerzas, se trata de
una relación esencial, aunque no
comprendida en la naturaleza de los términos
puesto que la intensidad está en conexión con
otra intensidad, y no se vincula a ella sino en
tanto que se distingue de ella. La intensidad
es naciente tanto como evanescente. Se puede
sostener, pues, unas veces que la intensidad
es la comunicación de términos heterogéneos,
otras veces que los términos heterogéneos
mismos son intensidades: cualesquiera sean
las apariencias, no hay ni círculo ni regresión
al infinito. En este sentido, la simplicidad del
grado envuelve siempre una diferencia de
grados o de niveles, una vez dicho que la
diferencia de grado es aquí una diferencia de
naturaleza. Reencontramos la doble
característica de la singularidad: ser simple, e
implicar sin embargo una división, una
relación diferencial.
La hecceidad comporta, pues, un pasaje,
un cambio. La intensidad no viene sino en el
entredós, una hora implica siempre la
diferencia de dos horas (MP, 321). La
154
hecceidad está ligada a un cambio atmosférico
en la naturaleza o en el espíritu: la hora es
siempre crepuscular, Zwielicht (distinto-
oscuro), «entre perro y lobo» (MP, 385, 420). O
bien «el “las cinco de la tarde” de Lorca,
cuando el amor cae y el fascismo se levanta»
(MP, 319). Las determinaciones se imbrican, lo
actual y lo virtual devienen inasignables. El
ritornelo es, pues, también cristal de tiempo
(MP, 430-1). La intensidad no es un medio,
pero ella cae en el estado de medio una vez
diferenciada o separada de aquello de lo que
se distingue. El ritornelo perturba la
andadura regular de un modo de existencia
haciéndolo pasar a otro, comunicarse con
otro: él es ritmo, o velocidad absoluta.
«Cambiar de medio, tomado del natural, es el
ritmo» (MP, 385). La verdad es tiempo y
diferencia ética, pues la diferencia ética
misma es ritmo, confrontación disyuntiva de
velocidades existenciales variables y relativas
(SPP165-6). La hecceidad no es un espacio-
tiempo cualificado sino un puro dinamismo
espacio-temporal, que no combina
empíricamente dos espacios-tiempo
preexistentes sino que preside, por el
contrario, su génesis. Es la puesta en
comunicación de las dimensiones heterogé-
neas del tiempo, de donde derivan los
espacios- tiempo. Es el nacimiento de un
espacio-tiempo, «comienzo de mundo» o
«nacimiento del Tiempo mismo» en un
dinamismo espacializante (PS, 58- 9). La
hecceidad es, pues, una suerte de esquema
155
kantiano invertido, puesto que el dinamismo
ya no opera conforme con el concepto, pero
subyace, al contrario, en su creación. El signo
que fuerza a pensar induce un drama en el
pensador, que este debe lograr conservar en
un concepto (DR, 279 y sig.).
Se objeta que el dinamismo espacio-
temporal que preside la formación del
concepto es abstracto y metafórico. Pero tal
vez se comprenda mal la naturaleza de lo
abstracto. Si la filosofía es abstracta,
forzosamente y para su gloria, ello se debe a
que recoge el espacio-tiempo en su momento
genético, en lugar de darse por objeto
espacios- tiempo cualificados que ella
designaría y comentaría de manera general.
Un concepto es la captura de un drama o de
un puro dinamismo, y lo que es abstracto es
el propio dinamismo o el devenir: el concepto
traza una línea de fuga entre puntos de vista,
línea llamada, justamente, abstracta. El
concepto remite, pues, a una singularidad,
indiferente a la alternativa de lo general y lo
particular (LS, 67), e introduce una auténtica
abstracción en el lenguaje.
Por lo tanto, lo abstracto no es un dominio
espiritual que se opondría a la naturaleza,
aun cuando no puede ser recogido sino por el
espíritu, o más exactamente por el lenguaje.
Deleuze muestra que el sentido no se reduce a
la significación, vinculada a la indicación de
un estado de cosas concreto (LS, 3a serie). La
consistencia del mundo está en el afecto o la
sensación; dicho de otro modo, en el
156
acontecimiento que hace que un estado de
cosas sea distinto. Pero, como hemos visto,
este acontecimiento no es del cuerpo, aunque
llegue a los cuerpos; está en el límite de los
cuerpos, en el paso de un estado de cosas a
otro (por ejemplo, crecer). El acontecimiento
es incorporal y se desvanece en la
actualización del nuevo estado de cosas.
Ahora bien, el lenguaje no es posible, es decir,
una relación proposición-cosa no es pensable,
sino en virtud de ese elemento incorporal que
debe ser atribuido a los cuerpos aunque se
distinga realmente de ellos (LS, 26a serie). El
lenguaje está en relación con las cosas gracias
al acontecimiento. La cuestión de la verdad o
falsedad de la proposición sólo interviene
después, y ella supone esa relación primera
puesto que es preciso que una proposición,
aun falsa, tenga un sentido (LS, 3a serie). El
acontecimiento es así lo expresable por
naturaleza, en tanto efecto incorporal de
mezclas de cuerpos que vuelve posible el
lenguaje: Deleuze reencuentra aquí el lekton
estoico (LS, 2a serie). Sin duda una
proposición indica y significa un estado de
cosas, pero no podría hacerlo sin envolver el
acontecimiento incorporal que él encama. El
acontecimiento es recogido en el lenguaje por
el verbo bajo su forma infinitiva (.LS, 26a
serie). El infinitivo, en efecto, no expresa otra
cosa que un puro dinamismo espacio-tempo-
ral. «Crecer» es abstracto, aunque sólo pueda
decirse de los cuerpos. La abstracción es un
proceso captado por sí mismo en su
157
singularidad, un comienzo de actualización
interminablemente retomado y conservado en
su comienzo; en síntesis, un movimiento
infinito, que no cesa de continuar o de
cumplirse, sin terminar jamás. Semejante
movimiento está dotado de una velocidad
absoluta, infinita, que no se confunde con las
velocidades relativas de los medios, pero
coincide también con una lentitud infinita, en
conformidad con el tiempo vacío de Aion
(QPh?, 38 y sig.).
Captar el mundo o la Naturaleza en su
carácter de acontecimiento, crear en el
lenguaje los signos que conservan sus
distinciones o singularidades (conceptos), es lo
propio de la filosofía. La hora filosófica no es
la de las preguntas generales antes que
particulares, sino la de preguntas singulares,
que captan el acontecimiento como tal o las
cosas como acontecimientos (DR, 243).16 Un
concepto no representa la realidad, no la
comenta ni la explica, sino que talla puros
dramas en lo que llega, en lo que ocurre,
independientemente de las personas u objetos
a los que esto les llega u ocurre. Así el Otro
[Autrui], el espacio, el tiempo, la materia, el
pensamiento, la verdad, lo posible, etc.,
pueden devenir conceptos porque son tratados
como acontecimientos (QPh?, 26, 36).
La pregunta «¿para qué sirve la filosofía?»
está, pues, particularmente mal planteada. La
filosofía no es un discurso sobre la vida, sino
sobre el «devenir-niño» del filósofo, cf. MP, 313-8 y CC, cap. IX.
158
una actividad vital, una manera que tiene la
vida de intensificarse conservando sus
pasajes, una manera de experimentar y de
evaluar sus propias divergencias, sus propias
incompatibilidades; en síntesis, de devenir-
sujeto, en la ambigüedad y la inestabilidad
que caracterizan a la síntesis disyuntiva
(QPh?, 197). En este aspecto, nada es más
penoso que las odiosas jeremiadas sobre la
abstracción de los filósofos y sobre su escaso
afán de explicar y dar un sentido a lo «vivido».
Pues ellos tienen algo mejor que hacer, en
efecto. Tienen que vivir, tienen que devenir, y
tienen que vivir el devenir-sujeto de la vida. El
filósofo no piensa sino en función de los
signos encontrados, y no se debe buscar en
otra parte su relación con la época, su
presencia hoy inactual. Inactual, porque él no
piensa sino desprendiendo el acontecimiento
de lo actual, experimentando la incapacidad
de actuar del Idiota. Hoy, porque los signos
que él capta son emitidos por la época, y son
los que emergen y fuerzan a pensar ahora
(novedad). De ahí la extraña relación del
filósofo y la política, tan propicia a los
malentendidos: él, el contemplativo, el
inactivo, el incompetente, no concibe más
acción que la contra-efectuante, no se vuelve
capaz de actuar sino a partir de signos, a
partir de su «hábito» de la época (LS, 21a
serie). De ese modo pone la acción en crisis y
no concibe acción como no sea en estado de
crisis. El filósofo quiere ritmo en la acción.
Hace una crisis y no sabe hacer otra cosa, no
159
tiene nada que decir sobre lo demás, y en su
cuasi mutismo testimonia una modestia
singular, gloriosa y altanera: algo así como
una modestia deleuziana. ¿Y qué es una ac-
ción de crisis, una creación en el orden del
actuar, «potencia social de la diferencia», sino
una revolución (DR, 269; QPh?, 94-7)? El
filósofo no tiene opinión política sobre nada,
salvo sobre esa creación social que hace eco a
la suya, conceptual. El filósofo grita que «le
falta un pueblo» (IT, 281-91; QPh?, 105).
Entonces, ¿cuáles son los signos ahora?
Estamos siempre entre perro y lobo, pero tal
vez ha llegado la hora de pensarnos así, pues-
to que ya no creemos en esas significaciones,
en esas opiniones verdaderas que sin embargo
no cesamos de reclamar. Tal vez es tiempo de
creer en este mundo, mundo inmanente que
lleva en sí la divergencia y, cada tanto, la
gloria transitoria de un «devenir-
revolucionario».
El arte, por su lado, aun el literario, no
puede tener el mismo objeto que la filosofía.
El arte conserva el acontecimiento no como
sentido en conceptos, sino como sensación en
perceptos y afectos (QPh?, cap. 7). Los textos
recientes de Deleuze precisan la diferencia
entre la literatura y la filosofía distinguiendo
dos maneras de trabajar el afuera del
lenguaje, según los dos polos del signo o del
acontecimiento: sensación/sentido, afecto/
expresable. La literatura desprende visiones y
audiciones no lingüísticas que sin embargo no
existen fuera del lenguaje (CC, 9), mientras
160
que la filosofía desprende movimientos
abstractos expresables que obedecen a las
mismas condiciones. Deleuze no cree que
haya menos espíritu o pensamiento en el arte
que en la filosofía. Sentir es un pensamiento,
que se expresa en Imágenes más que en
Expresables. En los dos casos, hacer brotar el
afuera y conservarlo, una vez dicho que no
dura sino que repite su comienzo, es asunto
de sintaxis. Una filosofía es estilo así como lo
es una obra novelesca o un poema, es decir
que no se aloja en una o varias proposiciones
sino en las grietas rítmicas que disocian las
proposiciones sin dejar de ligarlas. Los
conceptos están ligados, pues, a temas, más
que a tesis. Las proposiciones mismas,
cuando se las separa del movimiento que las
arrastra, ya no pueden tener por objetos más
que estados de cosas, aun abstractos. Se-
parados de lo que ellos pueden, los
enunciados filosóficos no pueden sino dar la
ilusión de designar cosas abstractas e
irreales, en lugar de hacer el movimiento real
abstracto de los cuerpos y las personas.
Por lo tanto, crear no es dar forma a una
materia, representar lo dado o reflexionar
sobre él, sino erigir hecceidades —ritornelos,
cristales de tiempo— en materiales visuales,
sonoros o lingüísticos (habida cuenta de la
doble posibilidad ofrecida por el lenguaje). En
el vocabulario deleu- ziano, erigir toma el
relevo de explicar o desarrollar: «Erigir una
imagen» (E, 99; IM, 283), «erigir Figuras» (FB-
LS, 42; y 46: erigir una resonancia), «erigir el
161
acontecimiento» (QPh?, 36 y 151). Pues el
sentido es no tanto objeto de una
actualización como de una refracción, de un
«nacimiento continuo y refractado» en un
signo segundo, creado (PS, 60-2). Erigir quiere
decir suspender la actualización
desprendiendo su parte virtual (drama,
movimiento infinito), repetir el movimiento
mis- mo de la explicación.
¿Hay signos propiamente sociales? Los
signos jurídicos, ¿pueden aspirar al status de
ritornelos o de cristales? La respuesta es tan
precaria como los devenires sociales son
frágiles y transitorios. Los derechos
adquiridos y codificados no son, por cierto,
ritornelos o cristales: Deleuze invoca más bien
los signos de la jurisprudencia, cuando ella
no es solamente obra de los jueces, signos
creadores de derecho, principios o reglas
nacidos de casos. La jurisprudencia no tiene
la forma del juicio puesto que «procede por
singularidad, prolongamiento de
singularidades», en lugar de subsumir lo
particular bajo lo general. La regla ya no es lo
que se aplica sino lo que se crea, exactamente
como el concepto es dramatizado más que
esquematizado. La jurisprudencia conserva
los encuentros propiamente jurídicos, repite
la emergencia de problemas en el derecho {Le
pli, 91; P, 209-10, 230; cf. también ES, caps.
II y III; MP, 575-91).
Por último, el concepto de hecceidad mues-
tra cuán necesariamente móvil, imbricante,
comunicante es la individualidad {DR, 327 y
162
331).17 Comunicante es una palabra muy
frecuente en Deleuze (LS, 24a serie; MP,
46,291,327,385, etc.; IM, 107; FB-LS, 45,
etc.). Ella expresa la implicación del afuera en
todo fenómeno, en toda existencia. La razón
de esta implicación, de esta insistencia de lo
virtual en lo actual, fue examinada en lo
precedente: nada consiste, aparece o se afir-
ma, nada ejerce una fuerza, produce un
afecto, si no implica una disyunción con otra
cosa, una coexistencia virtual con aquello de
lo que se separa, y por consiguiente un
contagio de los puntos de vista en la
implicación recíproca.
«Tbdo factor individuante (. . . ) es ya diferencia, y dife-
rencia de diferencia. Está construido sobre una
disparidad fundamental, funciona sobre los bordes de
esta disparidad como tal. Por eso, tales factores no
cesan de comunicarse entre sí a través de los campos
de individuación, envolviéndose los unos a los otros,
en un movimiento que trastorna tanto la materia del
Yo [Moi] como la forma del Yo [Je]. La individuación es
móvil, extrañamente flexible, fortuita, y goza de
franjas y de márgenes, porque las intensidades que la
promueven envuelven otras intensidades, son
envueltas por otras y se comunican con todas. El
individuo no es en modo alguno lo indivisible, él no
cesa de dividirse al cambiar de naturaleza. A menudo
se ha señalado la franja de indeterminación de que
gozaba el individuo, y el carácter relativo, flotante y
163
fluyente de la individualidad misma (. . . ) Pero el error
es creer que esta relatividad o esta indeterminación
significan algo inacabado en la individualidad, algo
interrumpido en la individuación. Por el contrario,
ellas expresan la plena potencia positiva del individuo
como tal, y la manera en que este se distingue por
naturaleza tanto de un Yo [Je] como de un yo [moi]. El
individuo se distingue del Yo [Je] y del yo [moi], como
el orden intenso de las implicaciones se distingue del
orden extensivo y cualitativo de la explicación.
Indeterminado, flotante, fluyente, comunicante,
envolvente- envuelto, son otros tantos caracteres
positivos afirmados por el individuo» (DR, 331-2, cf.
igualmente 327).
Algo no se experimenta, no consiste en el
sentido fuerte, sino en la puesta en
perspectiva que desplaza los puntos de vista
haciéndolos retomarse desigualmente unos a
otros. No somos vivientes, intensos, y no
pensamos sino en tanto otro por lo menos
piensa en nosotros. «Y siempre otra ciudad en
la ciudad» (LS, 203): nueva manera,
neobarroca o neoleibniziana, de expresar la
potencia de lo falso. La insistencia contagiosa
del otro en el devenir es un leitmotiv del
pensamiento de Deleuze: «tantos seres y cosas
piensan en nosotros» (LS, 347), «todas las
voces presentes en una voz, los destellos de
muchacha en un monólogo de Charlus», «el
rumor en el que abrevo mi nombre propio, el
conjunto de voces, concordantes o no, del que
extraigo mi voz» (MP, 101 y 107; y 49),
«siempre una voz en otra voz» (IT, 218). Así
Deleuze es llevado a retomar la teoría del
discurso indirecto libre, y a definirlo no ya
como un mixto empírico de directo e indirecto
164
que supondría sujetos preconstituidos, sino
como una enunciación originariamente plural
donde se «complican» voces distintas aunque
indiscernibles, una enunciación impersonal
que preside la diferenciación de los sujetos
(MP, 97. 101,107; IM, 106-11; IT, 194-200):
«El yo [moí] disuelto se abre a una serie de roles, por-
que hace ascender una intensidad que comprende ya
la diferencia en sí, lo desigual en sí, y que penetra a
todos los otros, a través de y en los cuerpos múltiples.
Hay siempre otro aliento en el mío, otro pensamiento
en el mío, otra posesión en lo que yo poseo, mil cosas
y mil seres implicados en mis complicaciones: todo
verdadero pensamiento es una agresión. No se trata
de las influencias que padecemos, sino de las
insuflaciones, de las fluctuaciones que somos, con las
cuales nos confundimos. Que todo sea tan
“complicado”, que Yo [Je] sea otro, que algo otro piense
en nosotros en una agresión que es la del
pensamiento, en una multiplicación que es la de los
cuerpos, en una violencia que es la del lenguaje: he
aquí el jubiloso mensaje» (LS, 346).
Conclusión
165
afuera (heterogeneidad, exterioridad de las
relaciones) y de la implicación (pliegue,
envolvimiento-desarrollo, complicación
virtual), el motor abstracto del pensamiento
deleuziano. La mayoría de los conceptos se
elabora en el cruce de estos dos temas.
El problema general cuyas condiciones
expone la lógica del acontecimiento es el de la
inmanencia-. creer en este mundo, es decir,
en un mundo que toma a su cargo la
divergencia, la heterogeneidad, la
incomposibilidad. ¿A qué se parece una
filosofía que no se contenta con recusar
verbalmente la trascendencia y el dualismo,
sino que procede efectivamente —forjando los
conceptos apropiados— a su destitución? La
filosofía de De- leuze es un monopluralismo
dual. La distinción real-formal (diferencia de
naturaleza) se establece dos veces, entre las
dimensiones del tiempo, y entre el tiempo-
sentido y el cuerpo. Pero nunca es numérica,
hasta el punto de que lo múltiple no se
resuelve en lo Uno (multiplicidad), ni el
tiempo- sentido y el cuerpo forman nunca un
dualismo (inmanencia recíproca). El motor de
esta respuesta es la determinación de la
categoría de acontecimiento: consistencia de lo
virtual, exterioridad de las relaciones,
identidad final del afuera, el sentido y el
tiempo.
Corresponde al lector decidir si nuestro
problema es en efecto este, si es precisamente
de esto que se trata hoy en la existencia y en
el pensamiento, y de esta manera.
166
Ciertos aspectos importantes del
pensamiento de Deleuze han sido
voluntariamente puestos de lado, en
particular los conceptos de tierra-territorio,
rizoma y líneas, por no haber sabido integrar-
los en esta presentación. Nuestro propósito
era ante todo despejar los movimientos
lógicos de una obra a la que tenemos por una
de las más importantes y fecundas del siglo
XX, y que nos tememos sólo hemos achicado
y esquematizado un poco, vuelto confusa por
afán de clarificación, cuando es, sin embargo,
tan «distinta-oscura».
167
Biblioteca de filosofía
En preparación: