Texto Luis Gil Deforestacion
Texto Luis Gil Deforestacion
Texto Luis Gil Deforestacion
Luis Gil
Departamento de Silvopascicultura
E.T.S. de Ingenieros de Montes - U.P.M.
28040 Madrid
Resumen
La madera, el recurso forestal por excelencia, hizo posible el desarrollo de la humanidad
pero la ausencia de una técnica que organizara su aprovechamiento llevó a su extinción
en numerosos lugares. Puesto que volver a conseguirla exigía turnos largos, los bosques
fueron sustituidos por una agricultura de rentas anuales y beneficios inmediatos. Varios
milenios de intervención antrópica en un proceso económico y social complejo
humanizaron los paisajes españoles. Su transformación se cimentó en los derechos de
ganados trashumantes y locales y en la pérdida de la titularidad pública de comunales y
realengos. Repartimientos y desamortizaciones fueron la consecuencia de las
ordenanzas forestales del XVIII que sometieron a los bosques, independientemente de su
propiedad, a los intereses de unos pocos. No es hasta el siglo XX que se inicia la
recuperación forestal, con la ayuda posterior del abandono de la agricultura marginal. La
ausencia de propágulos y la perdida de suelo impiden que entren especies arbóreas
exigentes en sombra y perfil edáfico, de ahí que el concepto de vegetación potencial no
se pueda aplicar en gran parte de nuestra superficie rural. De ésta, los mejores terrenos
seguirán siendo de uso agrícola y los peores, carentes de suelo, tardarán siglos en
recuperarlo.
El siglo XX termina con el “desconcierto forestal”: los productos del monte carecen de
valor de mercado, la técnica utilizada se cuestiona, los escasos presupuestos se destinan
a la extinción de incendios y surge una nueva concepción de la naturaleza de raíces
urbanas. En el siglo XXI la falta de presupuestos y los cuatrienios del ritmo político
favorecen la “no gestión” y la declaración de espacios protegidos como pilares de la
política medioambiental. Esta situación exige “saber qué hacer” para recuperar el frágil
dominio del arbolado.
INTRODUCCION
Antes que católico romano, capitalista o cualquier otra
cosa, el hombre es una entidad biológica […] El primer
paso para entenderlo es considerarlo una entidad
biológica que ha existido sobre este planeta, afectando
a los demás organismos con los que convive y siendo
afectado por éstos, durante muchos miles de años.
ALFRED W. CROSBY, The Columbian Exchange (1972).
No quiero empezar sin antes reconocer mi satisfacción y agradecimiento por haber sido
invitado a pronunciar la conferencia de clausura de este 5º Congreso Forestal Español.
Me honra este protagonismo por la fecunda trayectoria de la Sociedad que promueve
estos encuentros, consolidada y acrecentada por la labor de sus sucesivos presidentes:
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JOSÉ ALBERTO PARDOS (Lourizán 1993, Pamplona, 1997 y Granada 2001), RICARDO
VÉLEZ (Zaragoza, 2005) y, como último, GREGORIO MONTERO. Me complace la amistad de
todos ellos y, en especial, la confianza en mi depositada por el actual responsable
aunque, ante el lema “Montes y sociedad: Saber qué hacer”, soy consciente del reto y
compromiso de “saber qué decir”.
Hay un relato, quizás apócrifo, que cuenta que el distinguido biólogo inglés J.
B. S. Haldane se encontraba en compañía de un grupo de teólogos. Al
preguntársele a qué conclusión se podía llegar acerca de la naturaleza del
Creador a partir del estudio de su creación se dice que Haldane contestó:
«Una inmoderada afición por los escarabajos».
A JOHN BURDON SANDERSON HALDANE se le debe que, tras la mala racha que pasó el
darwinismo a principios del pasado siglo, la selección natural recobrara protagonismo
como mecanismo esencial del cambio evolutivo. Esta teoría, que ahora cumple 150 años,
desplazó al ser humano como centro de la creación; sin embargo con el título de la
conferencia aludo al hombre como colaborador de Dios en el acabado de la naturaleza
pues es, en gran medida, el responsable de la actual abundancia de matorrales y
pastizales. De lo que no estoy seguro es que haya cumplido satisfactoriamente la misión
de “completar” su obra tal como el Creador la habría planeado. La diversidad de especies
que poseen estas formaciones fascina a cualquier observador pues el espectáculo de
colores y olores embriaga nuestros sentidos, pero su expansión rara vez responde a las
fuerzas de la naturaleza. Aún así, su presencia ha tomado fuerza de ley al ser
considerados uno de los pilares de las políticas de conservación en España merced a la
Directiva Hábitat (Directiva 92/43/CEE). Esta norma recoge las zonas que sus redactores
han considerado particularmente valiosas por sus características naturales intrínsecas
dando lugar a la Red Natura 2000 que, en España, ocupa más de una cuarta parte del
territorio.
La formidable extensión que hoy ocupan estas formaciones de baja talla, y la diversidad
de hábitats que representan, son consecuencia de su coevolución con el hombre; sin él
las fuerzas evolutivas impondrían el dominio del arbolado. Robles, encinas, quejigos,
alcornoques, tejos, olmos o pinos, junto a un buen número de estirpes leñosas, al ser
más altos y longevos, controlarían a los demás tipos biológicos (TERRADAS, 2001) cuya
presencia, salvo en la alta montaña y áreas intrazonales, se reduciría a huecos en la
masa forestal o a los claros provocados por perturbaciones, aquellas que dan inicio a la
sucesión.
Sin embargo el hombre, sus ganados o los resultados de sus procesos industriales han
llegado a todos los lugares del planeta impulsando una historia económica determinada
por el corto plazo, sistema en el que sólo se aceptaban las especies que mejor
satisfacían los intereses humanos. Con demasiada frecuencia tuvo lugar la extinción
local, o incluso total, de leñosas que proporcionaban productos en turnos superiores al
siglo; la ausencia de una técnica que supiera cómo aprovechar estos productos sin
agotarlos, junto con la ventaja de una vegetación a la altura de la boca del ganado o fácil
de recolectar para combustible, cama de los animales y productora de estiércol −recursos
económicos obligados durante siglos− fueron factores clave en el modelado de los
paisajes agrarios.
Valga como ejemplo de este proceso histórico una imagen reciente publicada por un
diario nacional. La fotografía nos muestra una selva amazónica humeante en el Estado
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de Pará (norte de Brasil), con un dosel arbóreo muy mermado y animales “trasfumantes”
pastando (Fig. 1). Le sigue la cruda imagen de un paisaje formado por un ralo matorral y
el ganado arremolinado alrededor de una pequeña charca en una hacienda de Mato
Grosso en época de sequía (Fig. 2). Este proceso de transformación de los recursos
naturales ha sido y sigue siendo parte de la historia social, común a todos los países. En
el entorno mediterráneo las naciones utilizaron sus bosques de forma proporcional a la
antigüedad y a la densidad del poblamiento, tanto para satisfacer sus necesidades como
para lograr su desarrollo económico (THIRGOOD, 1981; LE HOUÉROU, 1981) y España no
fue una excepción. La penuria y el hambre llevaron a la regresión del bosque y a la
pérdida de suelo, procesos relacionados con la importancia de las pendientes y el rigor
de los estíos mediterráneos pues con tales condiciones es difícil que medren especies
exigentes en suelo y sombra. Como ya señaló CAVANILLES (1791) refiriéndose al Reino
de Valencia: solamente conservan pinares, carrascales y monte baxo los pueblos de
corto vecindario y dilatados términos.
A los matorrales les adornan otros méritos exclusivamente humanos que reflejan el
dominio de lo cultural sobre lo natural. Hoy son descritos por una prolija nomenclatura
científica cuya difícil interpretación para el no iniciado parece querer reflejar una
exuberante variedad y una gran complejidad. Sin ninguna duda, numerosos matorrales y
pastizales exhiben gran número de especies y en proporciones diferentes. Pero las
múltiples combinaciones dan lugar a que se clasifiquen como “asociación”, diferentes
formaciones de matorral que no son más que el resultado del uso histórico que se hizo
del territorio. El concepto de que los vegetales se asocian en grupos que se repiten en
otros lugares es rechazado desde antiguo por numerosos ecólogos vegetales, en
especial del área anglosajona. El rechazo lo motiva la abrumadora acumulación de
observaciones contrarias. Se admite, sin embargo, que las agrupaciones de vegetales,
aunque engañosas, son una necesidad inevitable para cartografiar, clasificar o describir
la vegetación (GLEASON, 1926; WHITTAKER, 1975). En España la asociación vegetal como
unidad inventariable ha tomado protagonismo con la adopción de la ya comentada
Directiva 92/43/CEE sobre la Conservación de los Hábitat Naturales y la Flora y la Fauna
Silvestre. Una síntesis de la información generada ha sido publicada como Atlas y Manual
de los Hábitat de España (MMA, 2003). La pormenorizada y enorme cantidad de trabajo
acopiado por la disciplina científica que los estudia, y que los describe mediante una
prolija nomenclatura, produce admiración en el lector interesado pero, ya en 1951,
Ceballos y Ortuño señalaban que no posee más finalidad, al parecer, que la de prestigiar
la ciencia a base de incomprensión por los profanos.
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árboles convirtió nuestra abrupta topografía en un inmenso pastadero, cuando no en un
desierto vegetal, paisaje captado por un extenso repertorio fotográfico (Fig. 3).
Pasarían siglos antes de que la sociedad que había escapado de los bosques quisiera
llevar a las ciudades cualquier vestigio del aquel ambiente. En el Madrid del siglo XVII, las
Ordenanzas imponían una multa a quien dañara el arbolado de los paseos y caminos
Imperiales y llegaba a ser castigado con la cárcel si el daño era hecho con malicia
(GONZÁLEZ PÉREZ, 1887). BOWLES (1775) al escribir su Introducción a la Historia natural y
a la Geografía Física de España señala la ausencia de arbolados y afirma que las causas
verdaderas de esta miseria son la desidia y la ignorancia. Una magnitud de la deplorable
situación a la que se llegó la manifiesta una Real Orden de 1924 que manda a todos los
Ayuntamientos de España a que procedan, sin excepción, a la plantación anual de 100
árboles (AYERBE IRIBAR, 2005). Seguimos promoviendo el arbolado en nuestras ciudades
pero el trato que le damos en el medio natural es muy distinto. Ahí sólo protegemos al
árbol singular, aquel que logró relevancia y recibe el tratamiento de leyenda viva,
ampliamente recogidos en Catálogos y monografías locales o regionales. Esta protección
no deja de ser una paradoja que evidencia una concepción localista de la naturaleza a la
hora de valorarla. Las especies arbóreas no permiten la exclusiva de su protección pues
sus áreas de distribución no se pueden adscribir a ningún territorio. Están presentes en
muchas Comunidades Autónomas e, incluso, traspasan nuestras fronteras. Los árboles,
como las aves migradoras, son la evidencia de que compartimos una historia evolutiva
común aún cuando no tenga reflejo en las sociedades humanas que se establecieron a
su sombra. Los árboles son una prueba de lo que nos une, pero hoy se busca la
originalidad de lo que nos diferencia, actitud que se consigue con la protección de la parte
frente al todo, del individuo concreto frente a la masa forestal. Sin embargo en los
matorrales se protege tanto a la formación como al endemismo; en particular cuanto más
reducida y puntual sea su área. Hoy son muchas las especies que de modo natural son
raras y se las considera amenazadas aún cuando ya no existe ─o es ocasional─ la
presión del ganado. No logro entender porqué una sociedad desarrollada que consagra
los valores naturales, y que ya no basa su riqueza en la agricultura, apruebe que lo que
evolutivamente ha devenido en raro lo quiera hacer abundante y relegue al olvido lo que
en el pasado fue abundante pero que hoy es escaso.
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Quiero reiterar mi convicción en las bondades del incremento de la cubierta arbolada y de
la gestión del territorio; el objetivo que me anima es que se reconozca el papel de los
bosques, con independencia de la especie, dada la tristeza que produce que algunas
sean calificadas como “nobles” y a otras como “incendiarias”. Los árboles, a los que he
dedicado un buen número de años, son seres mal conocidos: su difícil manejo y los
dilatados plazos implicados en su estudio han favorecido aproximaciones empíricas y
especulativas. Pese a su gigante figura ─aún más soberbia al compararlos con los
modestos matorrales y pastizales─ los árboles se han mostrado frágiles y torpemente
adaptados a los intereses humanos. Mi acercamiento a la historia es un intento de
entender las causas de los paisajes actuales. Comprender el cómo y el porqué de la
deforestación, exige un análisis multidisciplinar para abordar la complejidad de los
procesos históricos que han impuesto la vegetación actual. Y en este empeño debo
reconocer mi deuda con ROBERTO VALLEJO y, muy en especial, con JOSÉ ANTONIO
VILLANUEVA, pues desde el Inventario Forestal Nacional, han apoyado y promovido mi
interés por la Historia de la Transformación del Paisaje Forestal en nuestras
Comunidades Autónomas, de las que ya se han publicado 10 volúmenes. Y ahora,
abusando de vuestra paciencia, me gustaría recordar una historia (VALBUENA et al, 2009)
que ha sido poco amable con los bosques.
Los primeros pasos de la especie humana en la Historia Natural fueron dados por
cazadores-recolectores, hijos del hambre en palabras de GARCÍA OLMEDO (2009). Sus
carencias fueron paliadas gracias al manejo del fuego, herramienta con la que hemos
sido capaces de modelar el paisaje vegetal. El fuego es un agente natural provocado por
rayos en tormentas secas y actúa como un poderoso elemento devastador. Bajo climas
mediterráneos, y en ausencia del fuego, un elemento definidor del bosque es la biomasa
leñosa sin descomponer que se acumula durante décadas, cuando no de siglos, dando
lugar a una maraña de madera muerta. En el monte mediterráneo el principal elemento
descomponedor es el fuego; elimina la biomasa leñosa y acelera el flujo de nutrientes al
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suelo, incrementando el vigor y la capacidad reproductiva de las herbáceas (NAVEH,
1990) y de muchas especies heliófilas, de ahí que pronto el hombre del campo le viera la
utilidad. Con el incendio se domesticaron las selvas primitivas, se abrieron bosques y se
incrementaron los nichos favorables para la regeneración de otras formas vegetales de
valor agropastoral. Reduciendo los periodos entre incendios se produjeron cambios en la
flora y vegetación, favoreciendo la extensión de las especies colonizadoras y
desplazando en los territorios pastoreados tanto a las especies tolerantes a la sombra
como a las no rebrotadoras.
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especies no identificadas de Carpinus y Quercus hace 2.000 años en Tenerife (DE
NASCIMIENTO et al., 2009) y concluyó antes de la conquista castellana. El declive de estos
desconocidos componentes del bosque termófilo, en un periodo de apenas 400 años
para Carpinus, asociado a la presencia de microcarbones fósiles procedentes de
incendios antrópicos, confiere a los guanches el protagonismo en su transformación y les
hace responsables de la expansión del cardonal-tabaibal. También está recogida antes
de la colonización europea la desaparición de especies arbóreas mesófilas en la isla de
Fuerteventura como el pino canario (Pinus canariensis), la faya (Myrica faya), el sao
(Salix canariensis), el madroño (Arbutus canariensis), el viñátigo (Persea indica) y el
laurel (Laurus azórica) (MACHADO, 1996). Análogamente, ATOCHE (2003) ha mostrado
―con la rotundidad y la fuerza del espesor de los sedimentos generados por la pérdida
de la cubierta arbórea en la isla de Lanzarote― cómo los primeros habitantes generaron
un impacto destacado en la masa forestal. La degradación del bosque se aceleró de
forma exponencial con la conquista y colonización por los europeos, tanto por la
conversión de la laurisilva, hasta entonces casi intocada por su elevada humedad
ambiental, en plantaciones de azúcar para la exportación a los mercados europeos, como
por la gran demanda de leña para los ingenios azucareros.
El modelo económico romano fue un sistema agrario mercantil con base expansionista y
esclavista (GONZÁLEZ ROMÁN, 1999) asentado en la tradicional triada mediterránea: olivo,
vid y cereales. La importancia que alcanzó el olivo en la Bética se documenta a través de
las exportaciones de aceite a la metrópoli romana. El monte Testaccio, junto al Tíber, es
una colina artificial con una base de dos hectáreas que alcanza 50 metros de altura
resultado de la acumulación de los desechos de ánforas olearias, cada una con un
contenido medio de 73 Kg de aceite. Los cálculos realizados sobre el volumen de este
depósito elevan a más de 53 millones el número de ánforas importadas, de las que el 80-
85 por ciento eran de origen bético (RODRÍGUEZ ALMEIDA, 1984). Estos datos permiten
imaginar la extensión del agro cultivado y la importancia de los alfares y de la leña
consumida en los hornos de cocción.
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reduciendo drásticamente la variabilidad genética de la especie. Esta pérdida de
diversidad le convirtió en más susceptible a la enfermedad de la grafiosis que aparecería
en el siglo XX arrasando las olmedas de Europa y Norte América. El conocimiento que
hoy tenemos de los olmos, y la posibilidad de que las olmedas recuperen su presencia
pasada con la utilización de individuos resistentes a la enfermedad, no hubiera sido
posible sin el apoyo, entusiasmo y constancia de SALUSTIANO IGLESIAS quién, desde una
Administración sin territorio, nunca se resignó a abandonar el estudio de unas especies
(Ulmus minor, U. glabra y U. laevis) presentes en toda la Península, islas Baleares e
introducidas en el Archipiélago Canario.
A partir del siglo III d.C, la violencia en las fronteras del Imperio Romano dio paso a un
largo periodo de declive que irá dejando atrás la prosperidad de la etapa clásica y la
magnificencia de sus ciudades. La inestabilidad política y social conlleva un importante
retroceso del comercio y, con él, de la minería, la agricultura y de las diversas ramas de
artesanos que lo abastecían. El descenso de población fue acompañado del abandono
de tierras y de formas de cultivo y de la reducción de la cabaña ganadera lo que
permitiría una cierta recuperación de la cubierta vegetal. Pero no se lograría retornar a
situaciones pretéritas dada la pérdida de especies, suelos y estructuras.
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(GONZÁLEZ-BERNÁLDEZ, 1992) describe la presión que modela el bosque medieval: la
selección de la especie productora de más bellotas y más dulces, lo que dio lugar a la
difusión de la encina (Quercus ilex) frente al resto de las especies del género, como
elemento dominante del paisaje español (MANUEL & GIL, 1999).
A partir del 711 tiene lugar la entrada, expansión y dominio de la cultura árabe que
mantiene una economía agraria con un mejor uso de la tierra al emplear técnicas de
irrigación, ya puestas en práctica por los romanos. Sin embargo, ocho largos siglos de
Reconquista Cristiana, de escaramuzas, asedios e invasiones de unos y otros reducirán
aún más la población y frenarán el aprovechamiento económico de extensos territorios.
En la generalización de la táctica de “tierra quemada” está la ampliación y estabilización
de los matorrales. Se busca un paisaje con predominio del raso donde no se pudiera
guarecer el enemigo ni avanzar oculto. El fuego pasa de ser herramienta agraria a arma
militar tal como lo refleja el historiador SÁNCHEZ-ALBORNOZ (1956): Desde el 722 toda la
península fue alguna vez frontera entre moros y cristianos y sufrió talas e incendios que
la privaron de los bosques que antes la cubrían.
Tras la batalla de Las Navas de Tolosa (1212) la frontera se aleja de las comarcas de la
Cuenca del Tajo. Para su puesta en producción las mejores alternativas son la ganadería
trashumante y el uso apícola, ambas capaces de aprovechar rápidamente un territorio
despoblado y compatible con una fácil retirada en caso de peligro. Las fuentes literarias y
documentales sobre los bosques medievales son abundantes. Así el Poema del Mio Cid
(MENÉNDEZ PIDAL, 1961) cita al robledal de Corpes (Soria) o al Pinar de Tevar (Castellón).
Imaginar el paisaje de mediados del siglo XIV es posible gracias al Libro de la Montería
de ALFONSO XI; el más completo relato de los espacios arbolados de la época, casi
siempre coincidentes con áreas montañosas, y donde “monte” se aplica a la formación
vegetal donde se esconde la caza. Los nombres propios de lugares recogidos en esta
monografía (RUHSTALLER, 1995) permiten constatar la importancia relativa de las
diferentes especies y la transformación de sus bosques (Tabla 1).
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Tabla 1. Voces relacionadas con la vegetación leñosa o la ganadería y frecuencia con
la que aparecen en el Libro de la Montería de ALFONSO XI como nombres propios de
lugar.
Destaca “dehesa”, voz heredera de la silva glandaria latina y que representa ahora a
bosques abiertos. Inevitablemente vinculada a la ganadería, su frecuencia es reflejo de la
abundancia de terrenos ligados a la propiedad pública concejil en los que es necesario
“defender” o acotar los pastos a medida que se incrementa la presión de los rebaños
(CLÉMENT, 2008). Al mismo aprovechamiento ganadero estarían ligadas “majada” o
“cañada”, también de las más nombradas. Le siguen las concernientes a la apicultura
como “colmenar” y “jara” o “zarza”, matorrales apropiados para las abejas aunque
también para ganados. Entre los árboles las voces relacionadas con la encina no
aparecen con la frecuencia esperada por su importancia actual, superior al 40 por ciento
de la superficie arbolada (MALDONADO et al., 1998), si bien podría ser la especie
protagonista de las dehesas. Sorprende la abundancia de especies hoy minoritarias como
tejos, castaños, hayas y robles, al igual que la frecuencia con la que aparece los “pinos”;
especies que, frente a las anteriores, han sido calificadas como introducidas.
En el siglo XV la lana, seguida de la miel y cera, dominan las exportaciones, aunque dos
tercios de la tierra castellana estarían destinados a la ganadería (SUÁREZ FERNÁNDEZ,
1964) pues, al gozar del privilegio real, fue posible la generalización de la trashumancia a
largas distancias. La Mesta, fundada en 1273 por ALFONSO X, fue producto de la
ganadería fronteriza en la cuenca del Guadiana (PASTOR DE TOGNERI, 1970). Privilegios,
cédulas y otros documentos otorgados y ratificados por los sucesivos monarcas (Fig. 4)
permitieron que pastores y ganados del Honrado Concejo de la Mesta anduvieran salvos
y seguros por todos sus reinos. Los beneficiarios fueron Ordenes Militares, grandes
monasterios y una clase dominante de ricos ganaderos, incluida la propia Corona
(PASTOR DE TOGNERI, 1973). Como señala UBIETO (1961) en referencia a los privilegios,
pleitos o diezmos de Cuéllar (Segovia), todo confirma que la ciudad vivió durante aquellos
siglos de la ganadería. Los textos documentales presentan el horror a labrar tierras
improductivas y sólo la abundancia de ganado lanar explica que un núcleo de población
tan exiguo, que en 1530 tenía 380 vecinos pecheros (CENSO, 1829), mantuviera 17
iglesias con más de 30 clérigos, ya que el cabildo vivía fundamentalmente de la
exportación de la lana. Los privilegios otorgados a La Mesta entraban en conflicto con los
fueros locales, a su vez concedidos para estimular el poblamiento, ya que obligaban a
permitir el paso de sus cabañas, impedían el cerramiento de las propiedades y exigían al
mantenimiento de los pastos en tierras comunales. El resultado fue una sólida estructura
ganadera que dominaría durante siglos la vida agraria del país. La calidad del vellón de la
oveja merina permitió que desde finales del siglo XVI su lana fuera la de más demandada
en toda Europa y el producto más característico de las exportaciones españolas hasta el
siglo XIX (BERNAL, 1994, MELÓN, 1998).
Lo pecuario dispuso del territorio sin límites: pastaba en rastrojos, prados, baldíos y
bosques, ya fueran comunales o de realengo. Pero no fue solo prerrogativa del ganado
trashumante, el ganado estante representaba una proporción substancial de aquél
(GARCÍA SANZ, 1998). El desarrollo demográfico durante el mandato de los Reyes
Católicos exigió el incremento de los cultivos, forzosamente asociado a la ganadería
estante. A comienzos del siglo XV el número de cabezas trashumantes era de 1,5
millones. A mediados del siglo XVIII, el catastro del MARQUÉS DE LA ENSENADA fija la
cabaña lanar castellana en 18,6 millones de las que sólo 3,3 millones trashumaban (el 18
por ciento de las lanares) y su máximo histórico lo alcanzó hacia 1780 con cerca de 5
millones de cabezas (GARCÍA SANZ, 1998). En el censo ganadero realizado en 1865 por la
Junta General de Estadística (CENSO, 1868) se da la cifra de casi 22,5 millones de
cabezas lanares, de las que poco más de 4,3 millones son trashumantes (el 19,4 por
ciento). Fuera ganado estante o trashumante, la única vía para incrementar pastos fue
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posible a expensas del bosque (Fig. 5), quedando su transformación implícita en la
palabra trashumancia. El término se suele derivar del latín trans “a través” y humus
“tierra”, referido al desplazamiento estacional del ganado en busca de pastaderos. Otra
interpretación más moderna (GIL, 2008) toma el uso del fuego en la obtención de pastos y
lo deriva de la raíz latina fumo “humo”. El bosque quemado (humeante) aparece de forma
explícita en siglo XIII en el Fuero de Navarra (ILARREGUI & LAPUERTA, 1869), en cuyo libro
sexto, título I (de paztos), capítulo VII se señala que los ganados pueden pasar “trasfumo”
para aprovechar las hierbas.
La llegada del azúcar y su posterior cultivo en las Canarias, y luego, en Cuba, redujo las
posibilidades exportadoras de la miel, quedando para abastecer mercados locales. Hasta
entonces la apicultura fue mimada por el hombre medieval y su actividad se incrementó
de forma progresiva, tal como recogen documentos y topónimos (RUHSTALLER, 1995)
(Tabla 1). Las posadas o corrales de colmenas constituyeron un elemento vertebrador de
territorios agrestes a los que era difícil atraer colonos, propiciando el incremento de las
rentas feudales (VILLEGAS, 1985). La estabilización de los matorrales permitió el
establecimiento de colmenares, hasta el punto de regularse la distancia entre ellos. En La
Jara talaverana cada posada disponía de 1,75 km2 de monte. En esta comarca, un
documento de 1493 relaciona un total de ciento ochenta colmenares; en 1576 la cifra se
eleva hasta ochocientos. Para lograr este incremento se prohíben las roturaciones y
labranzas y se persiguen las rozas y quemados, a la vez que se promueve la muerte de
los animales enemigos de los apicultores, dando 300 maravedíes por la muerte de un oso
y 600 si se exterminaba una camada entera (SUÁREZ ÁLVAREZ, 1982).
Desde el siglo XV hasta mediados del XVIII los reyes sólo alcanzaron a emitir normas
dispersas que, aunque numerosas, ni evitaron los daños a los montes ni encontraron
remedio para repararlos (MEMORIA, 1861). Fueron épocas en las que no había ciencia
para saber qué hacer como tampoco administración capaz de controlar lo que se hacía.
Las continuas quemas y rozas mantienen los matorrales y pastizales necesarios para la
ganadería. Como señalaba CAXA DE LERUELA (1631), el trabajo de los pastores exigía
rozar las matas, que impiden los pastos, y repelen los vellones, y cubren loberas, y
también es necesario que haya majadales para la hierba reservada a las ovejas paridas,
y limpiar los pedregales, hacer majanos y otras muchas cosas. CAMPOMANES, todavía en
1770, señalaba que tales quemas en Extremadura llevaban tras sí «millones de encinas y
otros árboles, con un perjuicio continuo y trascendental a la mengua de ganados de
cerda, por falta de bellota, y de las maderas y leñas necesarias para el surtimiento del
común». Además, se hacían quema de hierbas y montes «en las tierras de Soria» «y en
otras serranías» en las que era usual la cría de ganados merinos «porque sus pastores
para dar este beneficio a la hierba, no reparaban en las resultas» (ANES, 1994). Estos y
otros muchos eran los motivos por los que se provocaba el fuego: desacuerdos en la
comunidad campesina, enemistades por controversias en la posesión de una tierra,
arriendos incobrados, testamentos incumplidos, conflictos con la justicia ordinaria,
defensa ante las “alimañas” que “infectan” el monte, extensión de cultivos en detrimento
de tierras yermas y malentendidos entre jornaleros o sirvientes con los hacendados del
lugar. Causas más frecuentes fueron la necesidad de extraer la leña para la construcción
o como combustible sin que fuera verde y la intencionalidad o despiste de carboneros y
piconeros (GÓMEZ VOZMEDIANO & SÁNCHEZ GONZÁLEZ, 2005). Esta información la
conocemos hoy gracias a los juicios promovidos por las Hermandades encargadas de
salvaguardar los intereses y el patrimonio de los colmeneros, quienes velaban por la
seguridad en los caminos de territorios poco poblados donde la apicultura era
preponderante.
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La llegada de los Borbones a España inicia el siglo de la Ilustración y el posterior auge de
la Marina, inevitable nexo de unión entre la Península y los reinos americanos. Esta
institución dirige su interés hacia unos bosques productores de madera y otros recursos
imprescindibles para ella. En 1694 la flota es de apenas 10 navíos en malas condiciones;
un siglo después, alcanzará la cifra de 70 navíos y unas 50 fragatas (TORREJÓN CHAVES,
1997).
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La pérdida de la propiedad pública
La cabaña merina, tanto la trashumante como la riberiega, durante más de cinco siglos, y
la Marina, en apenas uno, fueron los principales responsables, aunque no los únicos, de
dejar desarbolados los montes españoles. No hay cifras precisas sobre la superficie de
monte público a finales del siglo XVIII pero es probable que el bosque aún mantuviera
una cierta extensión, pese a lo cual sus producciones apenas tenían reflejo en las
estadísticas nacionales. Las cantidades atribuidas en el Censo de la Riqueza Territorial e
Industrial de España en el año de 1799 (Fig. 8) son insignificantes y el valor que registran
madera, leñas, cortezas, pez, piñones, bellotas, esparto o cenizas apenas alcanza el 0’1
por ciento del total, siendo superado por el valor atribuido a las colmenas, la cera y la
miel, con un 0’15 por ciento. Sin precisar dónde pastaban, no se consideran sin embargo
productos del monte los ganados, con más del 22 por ciento, o las lanas y sus
manufacturas, con un 5,5 por ciento (CENSO, 1803). Con cantidades tan exiguas, difícil
sería promover un arbolado de, aparentemente, tan pocas utilidades. Como señalaría en
1847 el Intendente General de la Real Casa y Patrimonio: el monte se consideró como un
almacén constantemente abierto a la especulación y a la industria.
Al menoscabo hacia los montes y sus esquilmos, mudos para el Censo de 1799, se le
une la connivencia de los encargados de cumplir la normativa con los poderosos, ya sean
asentistas de la Marina o ganaderos locales, tal como denuncia JOVELLANOS en su
Informe (1795):
A los abusos cometidos por los justicias en la aplicación de las ordenanzas se unen las
ambiciones personales de los regidores, que alteran fraudulentamente la contabilidad de
las haciendas municipales y privatizan lo que habían sido superficies públicas (MANGAS,
1981). JOVELLANOS (1795) es especialmente crítico con los privilegios de la Mesta,
arremete contra los de la Marina y culpa a la legislación de asfixiar a la propiedad
particular, por lo que pide que se deroguen de una vez las ordenanzas generales de
montes y plantíos, las municipales de muchas provincias y pueblos, y en una palabra,
quanto se ha mandado hasta ahora, respecto de los montes, a los que considera deben
pasar a manos privadas. Como “verdadero monumento del individualismo” calificaría
LUCAS OLAZÁBAL (1860) casi un siglo después al Informe de Jovellanos.
El rechazo popular nada pudo contra las Ordenanzas de Marina. Aunque en 1803 una
nueva regulación da plena libertad a los propietarios privados para el uso de sus
maderas, apenas tuvo repercusión pues dos años más tarde sería suspendida, volviendo
a estar vigentes las de 1748 hasta no se dispusiera de los planos topográficos que
detallaran su ámbito de aplicación (GÓMEZ ORTEGA, 1805). La invasión napoleónica
traerá consigo la Constitución de Cádiz y el espíritu liberal, reflejado en dos Decretos de
1812 y 1813. El primero abolió todo las normas relativas a los montes de propiedad
particular, eliminó las subdelegaciones y prescindió de los empleados del ramo de la
marina. El segundo promovía la transformación de los montes comunales a dominio
particular para el bien de los pueblos y el fomento de la agricultura e industria (MANGAS,
1984). Al tiempo, se decreta la enajenación de los bienes poseídos por el Estado y las
corporaciones religiosas. Los señoríos territoriales desaparecen y se reparten los baldíos
realengos. Cierto legajo anónimo titulado “Plan del uso que deben hacerse de los
13
baldíos”, que circuló al amparo del último decreto, manifestaba que las tierras de pasto,
baldías y de manos muertas sumaban casi el 70 por ciento de la superficie del territorio,
cerca de tres veces la extensión de la propiedad individual (CANGA ARGÜELLES, 1833).
FERNANDO VII, a su regreso de Francia, impide la aplicación de los decretos y da paso a
reposiciones o derogaciones según accedan al poder los absolutistas o los liberales. Las
Ordenanzas de 1748 se restauran otra vez en 1814, nuevamente se suprimen en 1820,
se restituyen en 1823 y, tras la muerte del rey absolutista, se vuelven a derogar en 1833
con unas nuevas Ordenanzas (GIL & GONZÁLEZ DONCEL, 2009). A la promulgación de
esta Ordenanza de Montes le suceden la abolición de la Mesta y el final definitivo de los
señoríos y mayorazgos, hechos que marcarían el fin del Antiguo Régimen y deja
inmersos en multitud de juicios a señores y antiguos vasallos sobre si los primeros habían
sido sólo poseedores de la jurisdicción o también de la propiedad territorial (MEMORIA,
1880). Estos pleitos duraron décadas y, en tanto no se resolvían, unos u otros intentaron
acabar con los recursos existentes. Las fuertes tensiones entre ganaderos y agricultores,
apoyados éstos últimos por los ilustrados, así como la caída de la demanda de las lanas
merinas españolas como consecuencia de la salida de extensos rebaños del país durante
la guerra napoleónica, acabaron con una Institución que había desvinculado la ganadería
de la agricultura.
El primer tercio del siglo XIX fue un periodo agitado, testigo de guerras ajenas y propias,
pérdida de las colonias, asonadas militares, revoluciones liberales y contrarrevoluciones,
o al enfrentamiento entre facciones políticas. Todo ello llevaría a la Deuda Pública a una
situación asfixiante. Pero el hecho de mayor trascendencia para los montes españoles
fue su desamortización que, junto a la protección triguera (1820-1869) –prohibiendo una
importación que abastecía a las comarcas litorales y que obligaba a incrementar el cultivo
de trigo a costa de los montes–, se convirtieron en señas de identidad del régimen liberal
español.
Las desamortizaciones se habían iniciado mucho antes dado su atractivo para cualquier
gobierno. Las múltiples ventajas de su aplicación justificaron su longevidad:
«económicas», al poner en el mercado nuevas tierras de labor; «fiscales», por aportar
ingresos a la Hacienda Pública y aliviar su Deuda; «sociales», al otorgar poder a aquellos
que adquirían la tierra; y «políticas», generando grupos adeptos al gobierno que las
promovía. A CARLOS III se deben las primeras desamortizaciones, tímidas y poco
eficaces; continuaron con CARLOS IV y GODOy (1798) y llegaron, pasando por Cádiz,
hasta MENDIZÁBAL (1836-37) y ESPARTERO (1841), afectando a las propiedades de
corporaciones y de la iglesia (TOMÁS Y VALIENTE, 1978). A esta superficie RUEDA (1998)
añade otras 5.300.000 hectáreas de bienes concejiles y de propios que entre 1766 y
1855 fueron repartidos, cedidos, colonizados, vendidos fraudulentamente o roturados y
cuya plena propiedad acabó legalizándose en sucesivas etapas. Una “desamortización
invisible” que sumada a las anteriores aporta una cifra total que habla por sí sola (Tabla
2).
14
Propiedades repartidas,
colonizadas, vendidas 1766-1855 5.300.000 800.000 6.6
fraudulentamente o labradas
Total 1766-1855 13.200.000 1.095.000 12.1
Tabla 2. Procesos desamortizadores desde finales del siglo XVIII hasta mediados del XIX
Fuente: RUEDA HERNANZ (1998),
En 1855 se publica la ley de desamortización de MADOZ que declara en venta los montes
públicos, estuvieran o no mandados vender en anteriores leyes. Los pocos ingenieros de
montes en ese momento se movilizan y logran incorporar un artículo en el que se
exceptúan de la venta los montes y bosques cuya venta no crea oportuna el gobierno.
Este enunciado genérico y vago permite que en 1857 se acabe paralizando la venta
hasta que no se dispusiera del conocimiento suficiente de la realidad de los montes
públicos así como de un reglamento sobre el modo de proceder en la enajenación. El
interés por la venta lo evidencia el que, en apenas dos años, se vendieron 18.561 fincas
rústicas (GIL & GONZÁLEZ DONCEL, 2009).
En 1859 se realiza una clasificación de los montes públicos que concluye con la puesta
en venta de 10.872 montes y una superficie estimada en 3.427.561,70 hectáreas.
(CLASIFICACIÓN, 1859). Los ingenieros habían considerado excluir casi el doble, 19.774,
con una superficie de 6.758.483,12 hectáreas (MEMORIA, 1861). La voracidad
recaudatoria del Ministerio de Hacienda exigió poner más montes a la venta, y en 1862
un Real Decreto exceptúa sólo a los montes de pino, roble y haya con más de 100 ha,
pudiéndose acumular aquellos que distaran entre sí menos de un kilómetro para lograr tal
cifra. La comparación entre los exceptuados en 1859 (MEMORIA, 1861) y en 1862 (RUIZ
AMADO, 1872) evidencia el incremento que supuso tal medida (Tabla 3).
Exceptuados en 1859 y
Montes 1859 1862
a la venta en 1862
exceptuados
ha. Nº montes ha. Nº montes ha. Nº montes
Estado 467.566 3.494 298.154 616 169.412 2.878
Pueblos 6.238.126 16.227 4.294.597 7.059 1.943.529 9.168
Corporaciones
52.791 53 50.308 37 2.483 16
civiles
Total
6.758.483 19.774 4.643.059 7.712 2.115.424 12.062
exceptuados
Tabla 3: Montes exceptuados de la desamortización de Madoz tras la Clasificación de 1859 y
después del R. D de 22 de enero de 1862
Fuente: MEMORIA (1861) RUIZ AMADO (1872)
15
hasta 1924 se privatizaron del orden de 5,2 millones de hectáreas, con un total de 260 mil
beneficiados entre los que bien pudieran estar muchos de los que ya lo habían sido en
etapas anteriores. En definitiva, en algo más de un siglo cerca de 18 millones y medio de
hectáreas, el 36 por ciento de la superficie nacional y el 50 por ciento de las tierras
cultivables o con posibilidades de serlo pasaron a manos privadas. La superficie cultivada
pasaría de 11,5 millones de hectáreas en 1800 a cerca de 18 millones en 1900 (FONTANA,
2007).
El diputado no llegó a explicar cómo fomentar el arbolado sin acotarlo al ganado pero los
montes públicos exceptuados constituyeron un patrimonio forestal que permaneció bajo
la tutela de la administración central y, hoy, se conserva en su totalidad (GEHR, 2002).
En él quedaron representados pinares y montes bajos de Quercus, junto a montes altos
de robles y hayas, pero también los terrenos que a nadie interesó adquirir: rasos o
poblados de matorral en las topografías más abruptas o en lugares de gran rusticidad.
Los montes públicos maderables eran escasos por lo que su producción se reducía
básicamente a pastos y leñas. Ejemplo de ello son los porcentajes de los planes de
aprovechamiento de los montes públicos para el año 1868-69, donde el 53,3 por ciento
de la tasación correspondía a los pastos, mientras que leñas y maderas sumaban el 30,3
16
por ciento (ANÓNIMO, 1868). En todo caso, los aprovechamientos vecinales fueron el tipo
mayoritario (GEHR, 2002). Compensar la privatización de bienes que habían sido de uso
común llevó a las comunidades rurales a la ya señalada mayor presión sobre los más
reducidos montes que permanecieron como públicos. Los primeros técnicos forestales
intentaron regular los aprovechamientos vecinales en aras a la persistencia y
sostenibilidad de los montes, medidas que afectaron tanto a los grandes ganaderos como
a los más desposeídos, aquéllos que tenían en los montes públicos una, cuando no la
única, fuente de ingreso. El rechazo de un amplio sector rural, propiciado por las
oligarquías herederas del Antiguo Régimen, fue inevitable. El enfrentamiento lo
motivaban tanto las apropiaciones y rotura del espacio forestal público para su cultivo
como un uso ganadero que quería mantener su forma de aprovechamiento tradicional, lo
que hacía imposible la regeneración. Ante la falta de medios de la guardería forestal, se
encomendó en 1877 la tarea de velar por el cumplimiento de la normativa a la Guardia
Civil (GEHR, 1999), encargo que realizó con la intransigencia y represión de la época y
que propició la negativa valoración que se le ha dado a la política forestal. Sin embargo,
en este proceso lo que no se ha valorado fue la situación de partida de los montes, el
intento de recuperación de rasos y calveros, junto a un progresivo incremento de
densidades de la masa forestal.
Durante el último tercio del siglo XIX se consolida la elaboración de las estadísticas de los
montes públicos, aparecen las primeras publicaciones de índole forestal y se aprueba
numerosa normativa que, gracias a la existencia de un cuerpo profesional, empieza a dar
tímidos resultados (GÓMEZ MENDOZA, 1992). En esta época aparecen la ley de montes
(1863) y su reglamento (1865), la ley de Repoblación, Fomento y Mejora de los Montes
Públicos (1877), el Plan sistemático de repoblación de cabeceras de cuencas
hidrográficas (1888), la creación del Servicio de Ordenaciones de los Montes Públicos
con sus correspondientes Instrucciones (1890) y, en el primer año del siguiente siglo, la
creación del Servicio Hidrológico Forestal de la Nación, con sus diez Divisiones
17
Hidrológico-Forestales (1901) y la elaboración del Catálogo de Montes de Utilidad
Pública. Esta nueva figura legal –pionera en las políticas de conservación– supondría el
máximo nivel de protección para los montes durante décadas. Todas ellas fueron
iniciativas que buscaron un único objetivo: la protección del escaso arbolado y la
recuperación de los espacios desarbolados, áridos y esquilmados que sumaban más del
60 por ciento de la superficie del país.
El paisaje español del inicio del siglo XX y la extensión de los “eriales a pastos” quedaría
retratado por las palabras de un botánico, REYES PRÓSPER (1915): “Un suelo que produce
escasa ó ninguna riqueza […] puede decirse que no pertenece al patrimonio nacional, y
en este caso se encuentran en España en sus estepas, y fuera de las mismas, 30
millones de hectáreas. Es decir, que nuestra Nación posee en realidad varias provincias
menos de las que figuran en el mapa”
La desamortización de MADOZ dio inicio a lo que sería la más ardua batalla para evitar la
total privatización de los montes españoles (CASALS, 1996) pero fue también la primera
vez que los montes tuvieron valor, aún cuando fue a costa de ponerles un precio de
venta. La búsqueda de beneficios inmediatos en los montes desamortizados se
conseguía con su roturación o por su paso a pastizales tras la tala del arbolado existente,
utilizado en ocasiones para el pago del terreno adquirido. Una instrucción de 1877 logra
detener este proceso que describiría CODORNIÚ (1914): los rematantes solían talarlos
enseguida, y con parte del producto de la corta pagaban al Estado. Aun en frecuentes
ocasiones los asolaban con sólo abonar el primer plazo, declarándose luego en quiebra,
y realizando un bonito, aunque no honrado negocio. Pese a que fueron numerosas las
ocasiones en que los cultivos eran pronto abandonados, el daño ya estaba hecho y
pasaban a engrosar la abundante superficie de matorrales que encontraron las primeras
generaciones de forestales.
Las formaciones de baja talla mantenidas por el fuego o el diente del ganado fueron
descritas por el botánico alemán MORITZ WILLKOMM en su estudio Las regiones de las
costas y estepas de la Península ibérica (1852). WILLKOMM atribuyó a estas estepas un
origen natural y las catalogó como un claro ejemplo de la influencia que ejercían las
propiedades químicas del suelo sobre la vegetación (Sunyer, 1996). El libro de WILLKOMM
tuvo una gran influencia entre los primeros ingenieros de montes, pues su bosquejo
orográfico lo tradujo AGUSTÍN PASCUAL y fue publicado en el Boletín Oficial del Ministerio
de Fomento. Poco después, en 1853 el Ministerio estableció una comisión encargada del
estudio de las estepas y de la creación de un jardín experimental de plantas halófilas en
Aranjuez, cesando en sus trabajos trece meses después al ser más apremiante el
reconocimiento, inventario y ordenación de los montes del Estado y de los pueblos. Casi
todo el texto de Willkomm fue traducido e incluido por AGUSTÍN PASCUAL en el Diccionario
de Agricultura práctica y Economía rural cuya publicación se había iniciado en 1851.
Como ya se había editado el tomo correspondiente a las voces empezadas con “e”, hubo
que recurrir a la críptica voz “sosar” para incluir lo que era un tratado sobre las estepas
españolas, apareciendo en el tomo VI, en 1855.
En 1905 se retoma el tema de las estepas españolas por Alfonso XIII, quién nombra una
comisión al objeto de discernir las posibilidades de aprovecharlas económicamente y en
la que resulta significativa la no participación de los ingenieros de montes en la misma
(CASALs, 1996). Los trabajos dieron lugar a la publicación en 1915 de Las estepas de
España y su vegetación, redactada por el catedrático de Fitografía de la Facultad de
Ciencias de Madrid, EDUARDO REYES PRÓSPER, seguidor de WILLKOMM. En su texto
calificaría “las tierras, clima y vegetación de las regiones esteparias” como suelos de
18
composición extremada, carencia casi absoluta de mantillo, sequedad en la atmósfera y
el suelo, temperaturas extremas y ausencia de árboles. En su apasionada defensa de
estos territorios y de su vegetación llega a calificar a los escasos árboles que aún
quedaban como formaciones culturales asociadas a la vegetación espontánea de las
estepas. La naturalidad de las estepas españolas fue tratada y aceptada por técnicos y
científicos, incluso, de más allá de nuestras fronteras, convirtiéndola en un error científico
que parecía (y parece) difícil de enmendar. Tras el debate abierto, el primero en afirmar y
demostrar que la formación vegetal y el concepto de estepa en España eran producto de
la acción del hombre fue el ya señalado EMILIO HUGUET DEL VILLAR (SUNYER, 1996). Este
edafólogo, quien se autocalifica como amigo y discípulo de REYES PRÓSPER (HUGUET DEL
VILLAR, 1925), fue el primer especialista en suelos de España y desarrolló parte de su
actividad en el Instituto Forestal de Investigaciones y Experiencias. Para HUGUET DEL
VILLAR (1929 a), tras la tala del bosque el perfil edáfico se va transformando en un suelo
de calvero cada vez más esqueletizado, siendo éste el origen de la pretendida y mal
llamada estepa y de los pretendidos “suelos esteparios”. Con su Geobotánica, HUGUET
DEL VILLAR (1929 b) introdujo las ideas de las diferentes escuelas europeas y
norteamericanas del estudio de la vegetación, relacionando −ya en discrepancia con su
maestro− las comunidades de matorral con las formaciones arbóreas de las que
procedían.
CEBALLOS (1938), crítico con el uso de los pinos por razones de índole económica en
montes exclusivos de las frondosas, reconoce que allí donde los pinares habían
permanecido «se había puesto tope a la regresión de nuestros montes» evitando «que
las pretendidas estepas que delimitó el Dr. Reyes Prósper aparecieran fundidas en
extensa mancha». Años después, CEBALLOS (1945) hace una primera consideración
práctica en la interpretación de los matorrales al vincularlos en su mayoría, de acuerdo
con su tipología, al dominio de las formaciones arboladas, con objeto de que sirvieran de
orientación en los trabajos de repoblación. En su Mapa Forestal (CEBALLOS et al., 1966),
estima la superficie de matorral en España en un 20,5 por ciento y diferencia los
matorrales de tipo climático (de alta montaña y de áreas intrazonales, como saladares,
etc.) de los procedentes de degradación del bosque por el hacha, el descuaje, el fuego
provocado y el ganado. Su avanzado estado de degradación, dada la sobreexplotación a
la que habían estado y seguían sometidos en los años posteriores a la Guerra Civil, los
convertía en estructuras muy susceptibles a la erosión y facilitaba la formación de
grandes avenidas, sin que tuvieran más expectativa de rentas que las procedentes de su
utilización por la ganadería extensiva. En la actualidad el monte arbolado, aquél con una
fracción de cabida cubierta superior al 20 por ciento, no llega al 60 por ciento de la
superficie que se considera forestal. Es decir, según el último ANUARIO DE ESTADÍSTICA
AGRARIA (MARM, 2009) monte abierto, matorrales y pastizales junto con eriales a pastos
son los dominantes en algo más de 11 millones de hectáreas.
Hasta los años 80 se arbolaron con pinos autóctonos más 3 millones de hectáreas,
principalmente en terrenos rasos exentos de suelo. A estas repoblaciones realizadas bajo
la dictadura franquista, y sin duda no exentas de errores, se les ha acusado de utilizar
especies introducidas y, por tanto, de haber alterado la naturalidad de los matorrales.
Este tópico ha sido repetido hasta la saciedad por una sociedad mediatizada y
manipulada desde su inicio por naturalistas y científicos que no supieron interpretar la
extinción local de estas coníferas, ni quisieron comprobar su abundante presencia
histórica en documentos fuera de toda duda, como es la Clasificación General de los
Montes Públicos exceptuados de la Desamortización de 1859. Desde la década de los 80
se produjo un desarrollo espectacular de la sociedad española que fue acompañado de
una menor presión de la ganadería extensiva, el abandono de la agricultura marginal y el
fin de los aprovechamientos de leñas. Al tiempo, casi todos los productos forestales
fueron perdiendo su valor de mercado, el campo se despobló hasta ser un desierto
humano durante cinco días a la semana y diez meses al año, y tuvo lugar la expansión de
19
la fitosociología sigmatista en las universidades españolas. Bajo el enfoque propio de
esta disciplina proliferaron los estudios puramente descriptivos de la vegetación y la
identificación de infinidad de asociaciones de matorral, muchas de ellas discutibles por el
reducido número de inventarios realizados para respaldarlas.
20
producirán cambios en la composición y dominancia actuales de las especies. A escala
local o regional los objetivos principales de gestión pueden ser otros como la
conservación de la fauna en peligro (lince, oso, urogallo, perdiz pardilla, etc), la
regulación de avenidas, la mejora de calidad de las aguas, el desarrollo rural o la
conservación de la diversidad intraespecífica de los árboles allí donde sus poblaciones
locales estén amenazadas. Tal es el caso del olmo ciliado (Ulmus laevis), considerado
tradicionalmente como una especie foránea y cuya población más importante (unos 200
individuos en Palazuelos del Eresma, Segovia) comparte hoy espacio con un complejo
urbanístico que incluye un campo de golf. También se ha ignorado la conservación de
poblaciones de gran relevancia biogeográfica por suponerlas introducidas, como ocurre
en la isla de Menorca con el pino rodeno (de la que sólo quedaban dos individuos que
murieron en 2007 por un incendio) y el alcornoque (con apenas 67 árboles supervivientes
dispersos en 9 grupos). O la población de pino canario del barranco de Arguineguín
(Gran Canaria) que, al encontrarse fuera del área natural de acuerdo con los botánicos,
también ha estado relegada al olvido. Pero resulta chocante, y no creo que sea lo más
acertado que, por ejemplo, debamos seguir quemando las zonas altas de la Cordillera
Cantábrica para asegurar su presencia tal como nos han llegado. Además existen ciertas
incoherencias. Siguiendo en la misma zona, ¿a quién damos prioridad con la gestión?, ¿a
los matorrales o al oso pardo que habita estas zonas y que requiere de bosques abiertos
de frondosas?
REFLEXIONES
En el transcurso de su larga posesión de la tierra ¿cómo la
ha cambiado el hombre a partir de su hipotética condición
original?
CLARENCE J. GLACKEN, Traces on the Rhodian Shore (1967).
El uso creciente de los recursos naturales por el hombre, iniciado durante el neolítico, ha
forjado un paisaje totalmente transformado. Donde el bosque no fue eliminado y
sustituido por el matorral, la utilización de sus recursos (madera, leña, pastos, frutos, etc.)
originó un cambio de sus características, tanto de su estructura como de su composición.
A pesar de ello, gran parte del territorio español, excepto las costas y las grandes
ciudades, posee bajas densidades de población, en especial si se compara con los
países europeos más desarrollados.
21
una política del aquí y el ahora, acompasada al fugaz ritmo cuatrienal que impone el
sistema electoral de la política. La planificación del territorio se rige por el planeamiento
urbanístico de las corporaciones locales contra el que las administraciones autonómicas
luchan a golpe de declaración de espacio protegido por lo que vamos a una dualidad que
en nada se parece al tan proclamado desarrollo sostenible: o se cementa el territorio o se
crean santuarios de la naturaleza con bosques fosilizados, arbustedos, matorrales y
pastizales cuya composición y estructura son el resultado de la “agresión” humana. Entre
los protegidos se han minusvalorado determinadas tipologías de espacio forestal, muchas
de ellas representadas por los Montes de Utilidad Pública, en los que se engloban la
mayoría de los pinares naturales. Ello ha permitido que muchos sigan siendo
gestionados, con las ventajas y beneficios que conlleva. Pero entristece la falta de
consideración hacia unas especies que están con nosotros desde hace milenios y que
han sido y serán nuestro mejor aliado en la recuperación de la superficie arbolada.
Todas las políticas forestales y todos sus sistemas asociados tienen cabida en un
territorio tan vasto y diverso como el español: la conservación y la protección, la gestión
forestal más o menos intensa o la no intervención, las formaciones arboladas y las no
arboladas, los matorrales y los pastizales y la fauna y la flora, estén o no amenazadas. Lo
que sí tendremos que decidir es dónde, en qué proporción, cómo y por qué optamos por
cada una de ellas. Como los presupuestos son escasos es necesario priorizar y por ello
defendemos la intervención en nuestros montes que, además de avanzar hacia
formaciones más evolucionadas, puede ser un auténtico sumidero de trabajo en el mundo
rural. Somos herederos de una historia de transformaciones y de una gestión forestal que
se inició hace 160 años y estamos obligados a conocer el contexto en el que nació y en el
que se fue desenvolviendo para abordar con éxito las políticas forestales del futuro. Hoy
estamos gestionando la naturaleza que otros nos dejaron, pero debemos mostrar a los
que nos sigan que fuimos capaces de comprenderla y de imaginar la que les íbamos a
legar.
Agradecimientos
A Inés González Doncel, por sus numerosas correcciones, aportaciones originales tras la
lectura y un intenso debate sobre las ideas expuestas. A Juan Ignacio García Viñas por
sus comentarios sobre el papel de los matorrales. A Javier Gordo y María José Brizuela
por la lectura y discusión del texto.
22
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