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La lógica de lo heroico: mito, épica, cuento, cine, deporte...

(modelos narratológicos y teorías de la cultura)

José Manuel Pedrosa


Universidad de Alcalá

Las reflexiones, los comentarios, la bibliografía sobre


los héroes y sobre su intervención en los mitos, en la épica,
en la literatura de todo género y época (hasta la policíaca y
la de ciencia ficción) y en el resto de las artes (desde la
pintura al cine) no puede ser más abrumadora. Desde las
disquisiciones mitocríticas de Platón y de Aristóteles hasta
hoy mismo, pasando por el rupturista y aún candente tratado de
Jean-François Lyotard sobre La condición postmoderna (1979),
que contiene agudísimas reflexiones acerca del papel del epos
heroico en el mundo moderno y postmoderno, la tríada héroe-
mito-épica (ampliable también al cuento, a la leyenda y a otros
géneros de la literatura y de la cultura) ha articulado tantos
textos y metatextos, tantos discursos y glosas, tantas
prácticas y teorías literarias, que su sólo repaso, por más
sintético que fuera, nos obligaría a un (ahora imposible)
despliegue de palabras y de espacio.
Mucho más práctico, en esta ocasión al menos, puede ser
que nos hagamos la siguiente pregunta precisa, clave y
esencial, de tan aparente sencillez como extremada densidad:
¿qué es un héroe? O ¿qué es una heroína?
¿Un ser más fuerte que los demás? No. Justamente el ogro
de los cuentos es el más fuerte, pero acaba siendo vencido
siempre por un héroe de menores fuerzas, de igual manera que
Goliat era más fuerte que David, pero acabó a los pies de éste.
¿Un ser más sabio e inteligente? No. La sabiduría suele ser
atributo de algún auxiliar del héroe (por ejemplo, de algún
anciano o anciana que le ofrece alguna potencia o arma mágica),
pero no del mismo héroe. ¿Un ser más hábil y astuto? No. Es
justamente la habilidad y la astucia el atributo definidor
también de las figuras más perversas y odiosas de muchas
ficciones. ¿Un ser más hermoso? No. Paris y Helena, los más
hermosos de entre los troyanos y las griegas, eran justamente
la encarnación de lo antiheroico. ¿Un ser, entonces, que lo
reúna todo en grado sumo: fuerza, inteligencia, habilidad,
astucia, hermosura...? No. Abundan los malvados y las malvadas
en los mitos clásicos, en la ciencia-ficción o en el cine
actual que son tanto más perversos y peligrosos cuanto más
fuertes, inteligentes, hábiles, astutos o hermosos.
Voy a proponer yo ahora una reflexión sobre lo que
considero que son los cuatro rasgos que mejor definen la lógica
de lo heroico, y a apoyar mi argumentación sobre la base de
diversas teorías antropológicas y culturales. Pretendo, con
ello, sentar las bases para un nuevo modelo narratológico de
los discursos míticos, épicos y cuentísticos, articulado en
torno a la figura del protagonista heroico y a sus actividades
de intercambio simbólico con los demás sujetos del discurso, y
analizar cómo esos intercambios influyen también en la
construcción de la propia identidad simbólica (incluida la del
propio cuerpo) del héroe:
1. Partiendo de la teoría del bien limitado formulada por
George M. Foster, intentaré demostrar que el héroe parte de una
situación de limitación o de carencia (como diría Vladimir
Propp) de bienes, pero que es capaz de superarla, con esfuerzo,
valentía y alianza de sus auxiliares, para alcanzar una
situación de plena satisfacción o de no limitación final de
bienes. Tales bienes pueden ser de tipo personal (el héroe o la
heroína encuentran pareja que satisface la anterior limitación
de sus aspiraciones amorosas), materiales (conquistan riquezas
que antes no tenían) y culturales (se hacen con algún bien de
tipo simbólico: un anillo mágico, una espada invencible, etc.).
La comunidad les otorga entonces la consideración de personajes
fuertes, valientes y capaces.
2. Partiendo de la teoría del don formulada por Marcel
Mauss (y desarrollada por muchos otros autores posteriores,
como Claude Lévi-Strauss, Anette Weiner, Maurice Godelier o
Jacques Derrida), intentaré demostrar que, una vez que el héroe
logra transformar esa situación de bienes limitados en otra de
bienes no limitados, es capaz también de renunciar a todo o a
parte de esos bienes y de donarlos altruistamente a otras
personas y/o a la comunidad en general. La comunidad le premia
entonces con la consideración de buen donador generoso y justo.
3. La suma de la fuerza, la valentía y la capacidad con la
generosidad y la justicia puestas al servicio de la comunidad
(y, en especial, de sus miembros más débiles, cuya defensa
asumida por el héroe contribuye a equilibrar las desigualdades
sociales) son pasos muy significativos, pero no del todo
suficientes, en el proceso de construcción del perfil y del
carisma heroico. Éstos quedan definitivamente consolidados
cuando al héroe se le asocian determinadas cualidades de tipo
simbólico que reflejan una relación especial y sobrehumana con
el entorno (con el espacio) y consigo mismo (con su cuerpo).
Por eso, partiendo de una teoría sobre el simbolismo del
espacio y del desplazamiento elaborada por mí, aunque a partir
de elementos teóricos formulados por Claude Lévi-Strauss en La
alfarera celosa y por Mijail Bajtin en sus escritos teóricos
acerca de lo que él denominó cronotopos, y a partir también de
algunas reflexiones sobre la espacialidad (en relación sobre
todo con los ritos de paso o de tránsito) de antropólogos como
Victor Turner y Wayland D. Hand, intentaré demostrar que el
héroe es capaz de penetrar y de atravesar, o de hacer que algo
penetre y atraviese, espacios tan estrechos (túneles,
laberintos, puentes, escaleras, puertas o umbrales peligrosos,
rocas que chocan, bocas de cuevas, mandíbulas de animales,
vaginas dentadas), o bien espacios tan anchos y extensos (el
aire por el que vuela, el agua por el que navega, el desierto o
el bosque por los que transita) como no son capaces de
atravesar (al menos en el sentido de entrada y de salida) otros
seres humanos.
Estos dos modos críticos de desplazamiento (por lo que es
mas estrecho y por lo que es más ancho, y en sentido de entrada
y de salida) se asocian al héroe en una enorme cantidad de
mitos, de epopeyas, de cuentos y de relatos de todo el mundo, y
le dan una dimensión (de héroe penetrador) que contribuye
sustancialmente a definir y a singularizar sus capacidades
sobre las del resto de las personas comunes.
Muchos deportes modernos, cuyos protagonistas, los
deportistas de élite, son los herederos actuales más
reconocibles de los héroes de antaño, explotan este tipo de
simbolismo: el de penetrar o hacer penetrar el propio cuerpo o
un objeto impulsado por el propio cuerpo a través de un lugar
estrecho, guardado o difícil de atravesar (o de atravesar en
primer lugar al menos): la meta de llegada, la portería de
fútbol, la cesta de baloncesto, el hoyo de golf, etc. Los
seguidores del deporte actual también premian con la atribución
de carisma heroico a quienes son capaces de atravesar los
lugares más anchos y extensos concebibles: el aire en los
vuelos en globo o en otros artefactos precarios, el mar en el
surf o en naves precarias, el desierto o el bosque en
determinados rallies y pruebas motociclistas, etc.
4. Partiendo de una teoría sobre los cuerpos abiertos y
cerrados elaborada por mí a partir de elementos y reflexiones
teóricos de Mijail Bajtin y de Claude Lévi-Strauss, intentaré
demostrar que los héroes se caracterizan casi siempre por tener
el cuerpo cerrado, es decir, por su continencia oral y por su
continencia genital: pronuncian pocas palabras, o palabras muy
medidas, justas y adecuadas por la boca; saben mantener
silencio y guardar los secretos; ingresan en su cuerpo poco
alimento, al menos mientras dura la gesta heroica; cuando ésta
termina, el banquete final alivia el cierre del cuerpo
superior; además, suelen ser castos y sexualmente contenidos,
al menos mientras dura la gesta heroica; cuando ésta culmine,
el matrimonio les libera de este cierre del cuerpo inferior.
Esta última condición (el cierre del cuerpo) tiene
estrecha relación semántica con las condiciones lógicas
anteriores: el héroe que tiene el cuerpo cerrado consume menos
(menos palabras, menos alimento, menos sexo) y se encuentra por
ello más lejos de la condición de acaparador-consumidor, lo que
posibilita que el saldo económico personal que puede exhibir en
relación con la comunidad se acerque más a la condición de
donador-no consumidor. El cierre de su cuerpo se relaciona
también simbólicamente con la limitación o carencia de los
bienes con los que al principio cuenta; cuando alcance la
situación de bienes no limitados (riquezas, saberes, acceso
amoroso a su pareja) será libre por fin de abrir su cuerpo por
arriba (para celebrarlo en un banquete) y por abajo (para
consumar el matrimonio). Por otro lado, si el héroe se
caracteriza por ser capaz de penetrar en sentido de entrada y
de salida por los espacios más estrechos y por los más anchos,
su propio cuerpo puede ser también considerado como un tubo
estrecho con orificios de entrada y de salida. Cuanto más
cerrado se mantenga, por arriba y por abajo, mejor guardará las
fuerzas y virtudes del carisma heroico indispensables para la
realización de sus hazañas. Es decir, que el héroe es tanto más
héroe cuanto más penetrador (de otros espacios, de otros
cuerpos) y cuanto menos penetrado (de su propio espacio
corporal) sea.

1. El héroe a la conquista del bien no limitado

El antropólogo norteamericano George M. Foster elaboró, a


partir sobre todo de sus trabajos de campo en diversos pueblos
mexicanos, la teoría conocida como del bien limitado, que
intenta explicar, entre otras cosas, cómo en sociedades de
economía estática y de supervivencia precaria, como eran los
núcleos de población que él estudió, cuando alguien exhibe
cualquier indicio de riqueza individual se produce una reacción
social y cultural en contra que señala a los nuevos ricos como
culpables de alguna transgresión (robo, asesinato, pacto con el
diablo, magia negra) de las normas que rigen la vida de la
comunidad. En realidad, en muchas sociedades de economía
estática y precaria de todo el mundo, y no sólo en las que
estudió Foster, existen muchas prevenciones, desconfianzas y
sospechas contra la exhibición de la riqueza individual, que
genera la aparición de graves fracturas sociales y despierta no
sólo rivalidades, sino también celos, envidia, y, en
consecuencia, mal de ojo, es decir, peligros reales y
enfermedades culturales. Al comienzo de su Papá Goriot,
explicaba Honoré de Balzac que el protagonista de la novela, un
adinerado comerciante de harinas y de fideos, había logrado
sobrevivir e incluso hacer fortuna durante la Revolución
Francesa porque vivió siempre en la más completa austeridad y
sin mostrar la menor señal externa de su fortuna. Y hasta no
hace mucho, en nuestra propia España (y en muchos otros
lugares), se creía que el ganado extraordinariamente gordo o
que los niños llamativamente hermosos tenían una especial
facilidad para atraer sobre sí la envidia intencionada o
involuntaria de los demás y, en consecuencia, la posibilidad de
enfermar por culpa del mal de ojo (recuérdese que envidia viene
justamente de in videre, "mirar hacia", "mirar contra").
El héroe parte por lo general, al menos en las tradiciones
literarias de tipo mítico-épico-cuentístico, de una situación
de bienes limitados o, si se quiere, de carencia de alguno o de
varios bienes, tal y como formuló Vladimir Propp (usando este
último término de carencia, en vez de limitación) en su
Morfología del cuento. Hay, en cualquier caso, ficciones
literarias (sobre todo en el ámbito de la cultura no oral y
letrada) que invierten estos términos y proponen el esquema
opuesto. Se trata de ficciones que describen no el progreso o
la promoción, sino la decadencia económica o cultural de una
persona o grupo, si bien, por lo general, suelen estar
precedidas por el previsible relato de la promoción del bien
limitado al bien ilimitado. En el relato bíblico del Génesis se
explica que Adán y Eva pasaron de una situación de bienes
ilimitados (poseían el paraíso) a otra de bienes limitados
(perdieron el paraíso). Pero lo cierto es que los bienes
paradisíacos no eran ilimitados, sino limitados, desde el
momento en que les fue prohibido hacerse con el fruto del Árbol
de la Ciencia. El relato del Génesis se articula, por tanto, en
dos fases: una de promoción de un bien limitado a otro
ilimitado (se prohíbe a Adán y Eva poseer el fruto prohibido,
pero acaban poseyéndolo) y otra de decadencia del bien
ilimitado al limitado (tras poseerlo todo, incluso el fruto
prohibido, pierden todo lo que había en el paraíso). Uno de los
héroes (¿o acaso antihéroe?) más célebres de la literatura
moderna, Holden Caulfield, el muchacho protagonista de la
novela El guardián entre el centeno del norteamericano
Salinger, sí podría ser considerado como un buen ejemplo de
esta inversa "épica de la decadencia" en que se pasa de una
situación de bienes ilimitados a otra de bienes limitados. Se
trata, en efecto, de un escolar desequilibrado que huye de su
internado bien provisto de un dinero que va perdiendo a lo
largo de su delirante itinerario, hasta que llega a una
situación de carencia absoluta.
Los bienes que al principio tiene limitados el héroe de
los mitos, de la épica, de los cuentos, pueden ser de tipo
material (un tesoro, por ejemplo), de tipo cultural (un saber o
un objeto mágico, por ejemplo), o una persona del género
opuesto. Los cuentos tradicionales suelen acabar en el punto en
que el héroe alcanza el bien no limitado que desde el principio
perseguía (el tesoro, el saber, la pareja) y culmina así su
proceso de promoción épica. Y, en cualquier caso, la
generosidad del héroe para con los auxiliares que le ayudan en
su camino, y las recompensas y donaciones que ofrece cuando
hace fortuna, contrarrestan eficazmente las reacciones de
envidia que pudiera despertar a partir de ese momento. Pero
tampoco faltan los cuentos que basan todo su argumento,
precisamente, en la envidiosa reacción que provoca la
exhibición de las riquezas alcanzadas por el héroe. Por
ejemplo, el célebre de Alí Babá y los cuarenta ladrones (que
tiene el número 676 en el catálogo de los cuentos universales
de Antti Aarne y de Stith Thompson) o los cuentos de la familia
de La muchacha bondadosa y la cruel (que tienen el número 480
en el mismo catálogo): ambos están protagonizados por un héroe
o por una heroína esforzados que, al hacerse con grandes
fortunas, provocan una reacción negativa y agresiva (que se
convertirá en el auténtico núcleo estructural del cuento) por
parte de sus hermanos. El héroe esforzado y generoso triunfará,
y el envidioso y avaricioso se perderá o morirá, lógicamente.
Las estrategias para evitar una reacción negativa cuando
el héroe alcanza los bienes perseguidos se hacen más explícitas
y desarrolladas en los terrenos de los mitos y de la épica,
sencillamente porque éstos suelen disponer de mayor extensión
discursiva y complejidad argumental que los simples cuentos.
Los héroes culturales de los mitos y los héroes guerreros de la
épica se muestran sin duda tan generosos para con los
auxiliares que les salen al camino como los héroes de los
cuentos. Pero suelen ir también algo más allá en su altruismo
cuando alcanzan la meta a la que en un principio aspiraban, es
decir, cuando pasan de la limitación o carencia a la
satisfacción plena o no limitación de sus bienes: se convierten
entonces en donadores que ofrecen parte o todos los bienes que
con su esfuerzo han logrado adquirir (hasta niveles no
limitados) a los otros, a la comunidad. Y será entonces cuando,
lógicamente, ésta les recompensará con el reconocimiento de su
carisma heroico.

2. El héroe donador

En el año 1925, el antropólogo francés Marcel Mauss


publicó su trascendental Essai sur le don ("Ensayo sobre el
don"), uno de los ensayos antropológicos más influentes de
todos los tiempos. A partir de él pudo elaborar Claude Lévi-
Strauss su célebre paradigma de la sociedad humana como sistema
de dones y de contra-dones, es decir, de intercambio de
representaciones y de palabras (con los cuales se construye la
cultura), de mujeres (con las que se construye el parentesco),
y de bienes económicos (con los que se construye la economía).
Innumerables científicos sociales siguen discutiendo hoy las
proyecciones e implicaciones de estas teorías en la sociedad y
en la cultura humanas y, pese a los inevitables matices y
controversias surgidos, nadie ha podido negar que el hombre
construya toda su cultura dando y recibiendo dones y creando,
según sea su actividad de reparto, de distribución y de
recepción, alianzas, confrontaciones y jerarquías que definen
por completo su vida personal, su comportamiento cultural y su
estatus social.
Diversos estudiosos de la literatura mítico-épica-
cuentística han aprovechado estas teorías y conceptos y las han
incorporado de formas muy variables a los modelos
narratológicos que han propuesto, aunque, por lo general, han
tendido a situar la actividad donadora más en la órbita de los
personajes auxiliares que en la del propio héroe protagonista,
y a considerar al héroe más como el beneficiario que como el
distribuidor de dones. Vladimir Propp, en su Morfología del
cuento, utiliza el término donante para identificar al
personaje secundario que ofrece al héroe algún bien u objeto
que le ayudará a desarrollar su misión épica. Étienne Souriau,
en Les deux cents miles situations dramatiques, situó este tipo
de acción más bien en las órbitas del "atribuidor" que en la
del "obtentor" de bienes, y Algirdas Julien Greimas, en su
Semántica estructural, en las del "destinador" y también en la
del "ayudante".
En el modelo narratológico que yo defiendo, el héroe
quedaría esencialmente definido como un donador (lo cual no
excluye que reciba también dones de los auxiliares a los que él
a su vez ha donado) que orienta toda su actividad hacia la
obtención o recuperación de bienes (personas, saberes, objetos)
que dona o restituye a los demás, a cambio de que los demás le
ofrezcan el contradón de su alianza, adhesión, honor, fama o
reconocimiento de carisma: es decir, de que le eleven a la
categoría de héroe. Al simpático héroe le caracteriza la
actividad de inyectar bienes en el circuito de todo lo que
circula a disposición de la comunidad, mientras que el
antipático antihéroe extrae y acumula bienes, en beneficio
propio, en detrimento de ese mismo patrimonio colectivo. La
comunidad premia a quien considera que le aporta bienes con el
reconocimiento y el honor de héroe o de santo; y castiga a
quien cree que le resta bienes con el estigma de lo perverso,
lo degradado y lo diabólico. A los primeros les reserva la
exaltación gloriosa en los mitos, en las epopeyas, en los
cuentos, en las películas; y a los segundos, lógicamente, el
inevitable papel de villanos y perdedores.
Los santos son los paralelos simétricos del héroe en el
ámbito de lo religioso. Los santos dan todo lo que tienen o
todo lo que pueden a su comunidad (especialmente a los miembros
que menos tienen), e intentan sacar lo menos que pueden de los
bienes que tiene ésta a su disposición, porque el consumo de
cualquier bien se suele identificar con el concepto de pecado:
de lujuria, de avaricia, de gula, de soberbia, según se posean
y se consuman sexo, riquezas, comida, saberes, poder,
autoridad, etc.
Cristo (que en la cultura occidental es el ejemplo máximo
de donador) donó a la comunidad humana bienes de tipo personal,
cultural y económico: restituyó u ofreció la salud o la vida a
diversas personas (desde Lázaro hasta el conjunto de la
humanidad a la que dió su propia vida para salvar las de
ellos); repartió normas religiosas, favores espirituales,
enseñanzas de comportamiento ético; y aportó e inyectó bienes
en el circuito comunitario, sacándolos milagrosamente hasta de
donde no los había (el vino de Caná, los panes y los peces
milagrosamente multiplicados, el pan-carne y el vino-sangre de
la misa).
Si a Cristo le oponemos la antiheroína que protagoniza La
Celestina de Fernando de Rojas, obtendremos un negativo muy
sugerente de todo lo anterior. Celestina es también una
distribuidora de personas (prostituye a otras mujeres y las
reparte entre los clientes que pagan), de bienes culturales
(posee conocimientos etnomédicos, mágicos y hechiceriles que
pone en venta), y de bienes materiales (insta a Pármeno y a
Sempronio a que formen con ella una sociedad que beneficie a
todos): "Déxame tú a Pármeno, que yo te le haré uno de nos, y
de lo que oviéremos, démosle parte: que los bienes, si no son
communicados, no son bienes. Ganemos todos, partamos todos,
holguemos todos".
Todas las actividades de reparto de Celestina están
marcadas, en cualquier caso, por el afán de lucro personal, y
no por el de favorecer al conjunto de la sociedad. Cuando se
niega (traicionando ella misma sus palabras) a compartir (es
decir, a donar a cada uno su parte) con sus ayudantes Pármeno y
Sempronio la cadena de oro que le ha dado Calisto en pago de
sus servicios, se produce la catástrofe que reservan los
cuentos, las leyendas y los mitos de todo el mundo a los malos
donadores: Celestina muere a manos de sus antiguos aliados;
éstos, inmoderadamente egoístas, mueren también a manos de la
justicia; y el propio Calisto, otro antihéroe avaro y, sobre
todo, pagador sólo de Celestina y no de Pármeno y Sempronio,
que también le habían ayudado a hacerse con Melibea para que él
satisfaciese plenamente su carencia o limitación amorosa
inicial, queda fatalmente marcado con el estigma del mal
donador o mal repartidor que acabará llevándole, a él también,
a la previsible destrucción. Conviene recordar otra vez aquí
los cuentos de Alí Babá y los cuarenta ladrones o de La
muchacha bondadosa y la cruel: ambos están protagonizados por
un hermano bueno y bondadoso que se hace con una gran fortuna
porque comparte los dones que alcanza con los demás (empezando
por sus auxiliares), y por un hermano malvado y egoísta que no
alcanza las mismas metas y muere por no premiar a sus
auxiliares ni compartir sus bienes con los demás. Calisto
incumple su obligación (de caballero) de actuar como el primer
hermano y acaba identificándose con el segundo. Su destino irá
fatalmente en consonancia.
Fijémonos ahora en un caso intermedio: don Quijote. El
hidalgo manchego parte también, como es lógico, de una
situación de carencia o limitación de un bien que para él era
muy importante: la fama, el honor, el prestigio. Es imposible,
en el olvidado villorrio donde habita, aumentar este bien.
Salir de allí, buscar nuevos horizontes, perseguir grandiosas
aventuras, es la única estrategia posible para convertir su
limitadísimo prestigio en fama no limitada. Todo el afán del
hidalgo manchego será entonces conseguirlo pasando a la
historia como un buen donador: de consejos, saberes y
enseñanzas que restauren los principios del mundo caballeresco;
de mujeres (o simulacros de mujeres como Melisendra) que
arrancar de sus captores y devolver a sus medios y estatus
legítimos; y de bienes económicos que dar o que reintegrar al
prójimo (por ejemplo, al muchacho azotado por su amo, o al
escudero al que promete su ínsula, o a las viudas y huérfanos a
los que se propone ayudar). A cambio, él sólo pide el contradón
de la fama y del honor. Pero, por desgracia para él, los
códigos de donación en los que cree ciegamente el hidalgo
chocan con los de la sociedad de su tiempo, y el desventurado
caballero que sólo aspira a ser un buen donador no podrá llegar
a serlo sencillamente porque no tiene qué donar, o porque lo
que dona no se ajusta a las expectativas de donación de la
sociedad que le rodea, y lo que provoca, más bien, son
irresolubles conflictos con ella. Recuérdese, a este respecto,
el episodio en que don Quijote da la libertad a los galeotes.
Cuando pide a cambio el contradón de que éstos se pongan al
servicio de Dulcinea y den fama y honor al caballero, los
delincuentes se rebelan contra tal pretensión y apedrean a su
liberador, que, para más inri, deberá sufrir que el poder
instituido le persiga por dar (en contra de la norma social
consagrada por la ley) la libertad a unos condenados a galeras
que no debían haber recibido semejante don.
Los héroes suelen pasar por dos etapas bien diferentes en
los procesos de construcción de su identidad donadora: primero,
por la etapa de captar y de arrebatar bienes del circuito de
quienes los detentan ilegítimamente; y luego, por la etapa de
donación de tales bienes a quienes eran o debieran ser sus
legítimos propietarios. Ejemplo paradigmático puede ser el del
Cid castellano, que, sobre todo en el último tercio del Cantar
de Mio Cid, pasa más tiempo repartiendo dones y presentes que
campeando y ganándolos, como había hecho hasta entonces. Su
actividad repartidora le sirve, a un tiempo, para congraciarse
con el rey y para ganar la alianza inquebrantable de sus
tropas, súbditos y aliados. La única vez que el Cid da mal
(cuando entrega hijas, dotes y espadas a los infantes de
Carrión, que luego humillarán a sus esposas, robarán sus bienes
y se quedarán con sus armas), los efectos negativos de su
acción no son culpa suya, sino de sus yernos, que no son
capaces de traducir esa cesión de dones en alianza, lealtad y
honor hacia el caudillo que les favorece. Los episodios finales
del Cantar, en que los infantes resultan vencidos en combate y
obligados a devolver hijas (bienes personales), dotes (bienes
económicos) y espadas (bienes simbólicos) no suponen ninguna
relajación ni ninguna marcha atrás en la actividad donadora del
Cid: éste vuelve a asignar y a distribuir inmediatamente entre
otras personas todos los bienes (y aún más) a medida que le
eran devueltos: vuelve a casar a sus hijas, a regalar sus
riquezas y a asignar sus espadas a sus dos caballeros más
leales.
Más ejemplos: los superhéroes del cómic y del cine
moderno, como Spiderman, Batman o Indiana Jones. Todas las
historias que protagonizan ellos y muchos otros héroes de este
tipo parecen calcadas del mismo patrón, que es también,
ciertamente, el que seguían los libros artúricos y de
caballerías medievales, y (antes que ellos) muchos relatos
mitológicos grecolatinos: alguna o algunas personas desposeídas
de sus bienes legítimos (mujeres, objetos mágico-culturales,
tesoros materiales) por algún malvado o malvada piden ayuda al
héroe para que éste arrebate el bien robado a los ladrones y
(ahí está el elemento más esencial) lo reintegre a la comunidad
que lo poseía anteriormente. Si Indiana Jones, tras arrebatar
el mágico talismán a los malvados ocultos en El templo maldito,
se lo quedase en provecho propio, habría de acabar recibiendo
el mismo castigo y muriendo como el resto de los ladrones.
Pero, al reintegrarlo al circuito de bienes de la comunidad a
la que legítimamente pertenecía, conjura cualquier peligro
asociado a la posesión fraudulenta de ese don fatal, y consigue
justamente lo que resulta indispensable para convertirse en
héroe: la fama, el honor, el prestigio de buen donador.
Al Cid, o a Indiana Jones, pero también a Prometeo y a
Superman, les podemos considerar, en cierta medida, como
encarnaciones de un tipo de figura mítico-épica-cuentística
sumamente densa y compleja: el ladrón bueno, el tramposo
generoso, el trickster, "tramposo" o "burlador" que roba algo
para entregarlo luego a los demás. En la mayoría de los mitos,
de las epopeyas, de los cuentos que se dejan oír en todo el
mundo, el trickster es, ante todo, el tramposo que desposee a
sus legítimos propietarios de un don que no le corresponde
poseer a él. Los antihéroes Adán, Eva, Pandora, Paris, don
Juan, los tiranos y dictadores inmoderados de la tragedia
griega, de los dramas shakespearianos o de las novelas
hispanoamericanas, los piratas ansiosos de tesoros, los
atracadores que saquean bancos y los mayordomos que roban y
eliminan a sus patrones, o bien la insaciable zorra de los
cuentos europeos, el coyote de los cuentos norteamericanos, y
la liebre y la tortuga de los cuentos africanos, son todos
ellos acumuladores ilegítimos (al margen de las normas y pactos
sociales) de dones que pertenecen a otras personas de la
comunidad o al conjunto de ésta. La comunidad les castiga, por
tanto, con la consideración de malvados y les condena al
desprestigio, a la ruina, a la tortura, a la muerte.
Pero hay ocasiones en que al trickster o tramposo se le
superpone la doble faz del buen donador y en que opera
justamente en el sentido contrario: desposee a sus ilegítimos
detentadores de dones que él devuelve a quienes debieran
poseerlos; es decir, que recupera dones que otros habían
extraído antes, ilegítimamente, del circuito de bienes de la
comunidad, para entregarlos a quienes deben poseerlos según las
normas de la comunidad.
Prometeo (visto desde la óptica de los humanos favorecidos
por él) sería un caso auténticamente ejemplar: se trata de un
dios que roba un don (el fuego) que pertenece en exclusiva a
los dioses para donarlo a los hombres. Ello hace que,
lógicamente, los dioses le consideren un traidor y le castiguen
como a un saqueador de sus comunes bienes legítimos, y como un
incumplidor de las normas de reparto que todos los dioses
estaban obligados a respetar. Y también que, al mismo tiempo,
los hombres le diesen culto como supremo donador, es decir,
como gran héroe, que ofreció a la humanidad el bien más
indispensable para el desarrollo de la civilización. También el
propio Cid (que desposee violentamente a los moros y
engañosamente a los judíos Raquel y Vidas para repartir sus
bienes entre los cristianos), los bandidos buenos de tantas
épocas y lugares (desde Robin Hood a Curro Jiménez, que roban a
los ricos), o los héroes del tipo de Superman o Indiana Jones
(que restituyen los bienes robados por los malvados a sus
legítimos propietarios) pueden considerarse encarnaciones de
este tipo de trickster o burlador heroico que desposee a los
malvados y favorece a los débiles, es decir, que pone sus
fuerzas y sus mañas al servicio de un reparto más equitativo de
los bienes que deben circular en el seno de la comunidad.
Los conflictos de donación y de contradonación han
condicionado de manera absoluta la historia de la cultura y de
la literatura humanas, y, por supuesto también, los procesos de
construcción de las imágenes y representaciones de los héroes.
Recuérdese, por ejemplo, el conflicto que atraviesa de
principio a fin toda la Ilíada homérica porque el acaparador
Agamenón decide quedarse egoístamente (¡cuán diferente es, por
ejemplo, del Cid castellano!) con lo mejor del botín común y
provoca la cólera del desposeído Aquiles y una crisis general
en el bando de los griegos. Basta apreciar la consideración que
tenían Aquiles y Agamenón (de gran héroe y de soberbio tirano,
respectivamente) entre los griegos para confirmar hasta qué
punto las actitudes en relación con la distribución y reparto
de dones otorgan certificados de heroísmo o de villanía entre
quienes las asumen.
Prácticas y conflictos de reparto, resueltas por
personajes a los que la comunidad favorecida acaba premiando
con la consideración y el carisma que se reserva a los héroes o
a los héroes-santos, constituyen la clave de muchas de las
producciones literarias más elevadas de la historia. Recuérdese
la distribución de la Tierra Prometida entre las tribus de
Israel que hicieron Moisés y Josué en Números 31:25-54
("División del botín"), 32:1-42 ("División de Transjordania"),
33:50-56 ("División de la tierra prometida") y 34:16-29 ("Los
autores de la división"), y en Josué 13-21. O las gestas y
conflictos de donación y de contradonación que constituyen las
claves absolutas del Beowulf anglosajón, el Cantar de Guillermo
épico-francés, las Eddas nórdicas, el Cantar de los Nibelungos
alemán, el Libro del caballero Zifar y las ficciones
caballerescas castellanas, el Rey Lear o Ricardo II de
Shakespeare, la Jerusalén Conquistada de Lope, el Papá Goriot
de Balzac, Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov de
Dostoievski, El gran Gatsby de Scott Fitzgerald, o Abenjacán el
Bojarí de Borges.
Todos estos últimos ejemplos se refieren fundamentalmente
a conflictos de reparto de bienes económicos, pero otro tanto
nos podríamos extender (si no más) acerca de los conflictos de
posesión y de reparto de personas arrebatadas a su comunidad
por algún malvado y devueltas al final al mismo grupo por el
héroe. Piénsese, por ejemplo, en el rapto de Helena por Paris,
y en la guerra provocada cuando toda la comunidad de los
griegos se lanza en persecución del raptor y no ceja hasta
destruirle y devolver a la mujer a su estatus y a su lugar
original. Piénsese también en el mito de don Juan, que culmina
siempre con el castigo del antihéroe que acumula mujeres al
margen de las convenciones (permiso de la familia y matrimonio
jurídico y religioso) fijadas por la comunidad. O en el castigo
que sufre el rey don Rodrigo por violar a la Cava, o en la
muerte de los seductores y violadores de Fuenteovejuna,
Peribáñez y el comendador de Ocaña y El alcalde de Zalamea, o
en el destino fatal que espera a los violadores de mujeres en
las novelas modernas Raza de bronce del boliviano Arguedas y El
perfume del alemán Susskind, o en el drama La visita de la
vieja dama del suizo Dürrenmatt. En cada una de estas
tradiciones épicas y literarias, el héroe que castiga al
seductor, violador y acaparador de mujeres al margen de los
pactos y leyes sociales es la propia colectividad, el pueblo en
su conjunto, que se siente tan en peligro cuando cualquier
aventurero le arrebata sus mujeres (garantía última de su
propia supervivencia y continuidad como pueblo) que hasta omite
la fase intermedia habitual de delegar su representación en un
héroe individual y asume como sujeto colectivo tanto el papel
recuperador y reintegrador de la pieza robada al puesto que
ocupaba originalmente como la función de hacer justicia y de
castigar los desordenados apetitos del saqueador. Claro que
tampoco son desconocidas las heroicidades individuales en casos
parecidos, como las de Perseo liberador de Andrómeda, San Jorge
rescatador de la doncella guardada por el dragón, o los héroes
de tantos westerns que no descansan hasta arrebatar de manos de
los forajidos a las mujeres raptadas.
Un último y apresurado apunte sobre esta misma cuestión:
en el sistema de representaciones mítico-épico, cuando el
raptor de la mujer es un guerrero, o, peor aún, un productor
(agricultor, ganadero, artesano), su destino implica fatalmente
el castigo por el héroe-comunidad o por el héroe-individuo.
Pero cuando el raptor es un dios, muchas tradiciones contemplan
esa violación como algo no sólo positivo, sino incluso
felizmente engendrador de pueblos y linajes. Algunos grandes
pueblos griegos fueron fundados por héroes nacidos de una madre
violada por algún dios (como fue el caso de Teseo, el fundador
de Atenas, hijo de una violación perpetrada por Poseidón); los
romanos hubieron de consumar el célebre rapto de las Sabinas
antes de comenzar su imparable expansión como pueblo; y lo que
se llamaba ius primae noctis ("derecho de la primera noche") o,
más vulgarmente, "derecho de pernada", se consideraba
absolutamente positivo cuando era ejercido por una autoridad
divina, o bien sacerdotal o monárquica (los reyes y sacerdotes
se hallaban identificadas en última instancia con lo divino en
las sociedades teocráticas antiguas). Muchos pueblos de todo el
mundo siguen conservando aún la costumbre matrimonial que se
conoce como el rapto de la novia, porque se cree que la
escenificación ritual de ese acto violento (en realidad, se
trata de un simple simulacro pactado y deseado por ambos
contrayentes) dentro de un marco religioso será la mejor
garantía de viabilidad y de fecundidad para ese matrimonio. Y
aún hoy, y en nuestras propias sociedades, la extendidísima
costumbre de la luna de miel sigue constituyendo un simulacro
de separación radical y violenta (aunque ya en la fase
posmatrimonial) de la mujer en relación con su familia que se
cree simbólicamente adecuada (por no decir indispensable) para
que el matrimonio comience bien su andadura.
Concluiremos atendiendo a los bienes de tipo simbólico o
cultural esta visión panorámica de los conflictos de don
superados por héroes repartidores o provocados por antihéroes
acumuladores. Recordemos a los antihéroes Adán y Eva, y
pensemos en su desobediencia de las normas de reparto
instauradas por Yavé en relación con los dones del Paraíso. A
Adán y Eva les fue dado disponer libremente de todos los bienes
del lugar, excepto de uno, el Árbol de la Ciencia, que Yavé se
había reservado para sí mismo. Al robar su fruto y acumular, en
beneficio propio, más bienes (simbólico-culturales en este
caso) de los que les correspondían, los padres de la humanidad
se rebelaron contra la religión (cuya norma esencial es la del
compartir fe y bienes en el seno de una comunidad de creyentes)
y sentaron las bases de la cultura humana (cuya clave esencial
es la aspiración a saber, a poder y a poseer siempre más), pero
dieron también el primer ejemplo de lo que el destino depara a
quienes no controlan el apetito (tan cultural, es decir, tan
humano) de acumular dones en detrimento de las leyes de reparto
que garantizan el equilibrio de toda la comunidad.
Pensemos también en Pandora, otro personaje mítico que
habitaba una Edad de Oro sin males ni dolores, y que sólo tenía
limitado el bien de saber lo que había en el interior de una
misteriosa jarra. Cuando Pandora descubrió su interior,
satisfizo su curiosidad, es decir, su afán de posesión no
limitada de bienes simbólico-culturales que le estaban vedados,
pero también arruinó (de la caja salieron los males, dolores y
enfermedades) a una humanidad que desde entonces se halla en
crisis permanente por el afán de cada uno de sus miembros de
acumular en beneficio propio bienes (simbólico-culturales,
económicos y personales) extraídos del circuito comunitario.
Pensemos también en cómo Orfeo perdió a su mujer Eurídice por
incumplir la norma de no mirarla, en cómo la mujer de Lot se
convirtió en estatua de sal por volver la cabeza para
contemplar la destrucción de Sodoma y Gomorra, y en cómo las
esposas de Barba Azul se iban condenando a medida que abrían la
puerta prohibida del palacio de su esposo: todos estos
personajes tienen en común el haber sido castigados por
intentar adquirir un tipo de conocimiento prohibido (mediante
la mirada en los últimos casos, mediante el sentido del gusto
en el de Adán y Eva); es decir, por intentar poseer
ilegítimamente unos dones culturales de los que estaban
excluidos por unas normas de reparto emanadas de poderes
superiores.

3. El héroe penetrador del espacio más estrecho y del


espacio más ancho

En La alfarera celosa analizó Claude Lévi-Strauss unos


cuantos mitos amerindios que intentaban explicar la lejanía en
que se encontraban diversos objetos, seres y astros alegando
que habían sido proyectados a lo lejos, como si fueran
proyectiles, a través de espacios en forma de tubo (cuerpos
abiertos de diversos animales o personas, cerbatanas, pipas,
etc.). Aunque, por desgracia, Lévi-Strauss se abstuvo de
extrapolar cualquier conclusión a otros campos de la literatura
y de la cultura, su análisis nos abre a nosotros vías muy
estimulantes para la reflexión en el campo de los mitos, de la
épica y de la lógica de lo heroico en general. Por una razón
muy sencilla: porque a todos los héroes les define la capacidad
de llegar más allá de donde llega el común de los mortales; y
porque (y esto es lo verdaderamente asombroso) para ello es muy
común que pasen o que hagan pasar, a ellos mismos o a otras
personas u objetos, por espacios sumamente estrechos. Los
límites y los espacios que quedan entre rocas que chocan,
puertas que se abren y se cierran, o aplastantes mandíbulas
animales, pueden ser considerados como diferentes especies de
tubos de amenazante estrechez que sólo el héroe, con sus
potencias sobrehumanas, es capaz de atravesar. Y que, a su vez,
potencian su estatura épica, propulsándole, gracias justamente
a su estrechez, a distancias y a mundos donde nadie llegaría
sin ese impulso.
Esos espacios estrechos, guardados, amenazantes,
peligrosos, que suelen tener forma de tubo o de entrada de tubo
muestran, en muchos casos, una dinámica que podríamos llamar
gemelar, es decir, que aplasta entre paredes o fuerzas gemelas,
que devora, mata o impide la salida de quienes pasan a su
través (excluido el héroe, claro). Suele tratarse de túneles,
pasadizos, desfiladeros, laberintos, puentes, escaleras,
caminos estrechos (si son encrucijadas, es decir, dobles
caminos, aún mejor), puertas que se cierran o umbrales
peligrosos, rocas que chocan, bocas de cuevas, columnas
abatibles, mandíbulas, pinzas o cuernos de animales, vaginas
dentadas, o (si nos trasladamos al terreno de la épica
deportiva moderna) porterías de futbol, cestas de baloncesto,
hoyos de golf, líneas de meta de atletismo, caminos montañosos
poco practicables, cuevas para practicar la espeleología, o
hasta itinerarios de parchís o del juego de la oca, etc. etc.
etc.
Muchos hemos jugado, de niños, a soplar proyectando a lo
lejos granos de arroz a través de tubos vacíos de bolígrafos.
Todos sabemos que, para que el arroz llegue lo más lejos
posible, debe atravesar un tubo lo más ceñidamente estrecho que
se pueda alrededor suyo. Cuanto más ancho y holgado sea el
tubo, menor fuerza adquirirá y menos lejos llegará el grano de
arroz. Cuanto más ceñido esté al grano de arroz, más lejos
llegará éste. Leyes físicas parecidas a las que operan cuando
soplamos un grano de arroz por el tubo vacío de un bolígrafo
son las que explican que una bala de cañón o de pistola, o una
nave espacial, o las partículas lanzadas a través de un
acelerador, adquieran tanta fuerza y lleguen tan lejos. O las
que justifican fantasías como las del túnel del tiempo o el
túnel conductor al más allá que muchas personas aseguran haber
entrevisto antes de salir de situaciones muy próximas a la
muerte. Aunque sólo tuviera una idea muy intuitiva de tales
leyes físicas, y tampoco supiera mucho de la lógica de lo
heroico, el célebre Barón de Munchausen, que hizo un fantástico
viaje montado sobre una bala propulsada a través de un cañón,
puede ser tomado como un representante obvio y ejemplar de este
tipo de desplazamiento heroico.
Mijail Bajtin elaboró conceptos que nos pueden ser útiles
para reflexionar sobre estos hechos en su Teoría y estética de
la novela. Distinguió allí diversos cronotopos o modelos de
representación cultural y literaria que, en síntesis,
identificó como 1) el encuentro y el camino, 2) el castillo, 3)
el salón-recibidor y 4) el umbral. Aunque el crítico ruso
utilizó estos conceptos para reflexionar sobre la novela
realista ─en la que se difuminan mucho las representaciones de
lo heroico─ no cabe duda de que la puesta en relación que él
hizo del camino y del umbral con las nociones de progreso,
crisis y transformación vital, es decir, con el paso de los
personajes literarios a una nueva situación o estatus, nos
permite aprovechar su teoría como parangón de lo que, en el
ámbito de la literatura épico-mítica, suponen los caminos y
umbrales, y, por extensión, ésas y otras modalidades de tubos
estrechos.
Podría confeccionarse un elenco nutridísimo de heroes que
penetran o que hacen penetrar a algo o a alguien en espacios de
este tipo, y, aunque sus formas adopten apariencias muy
variables, no nos costaría trabajo apreciar en su trasfondo
funciones y simbolismos ciertamente parecidos. Recordemos a
Gilgamesh atravesando los desfiladeros de las siete montañas o
el túnel del infierno, o enfrentándose a los cuernos gemelos
del Toro Celeste; a Moisés y luego a Josué separando las aguas
para que pasasen por ellas sus pueblos, antes de que se
abatiesen (en el primer caso) sobre los nada heroicos egipcios
que les perseguían; a Prometeo, cuyo nombre parece proceder del
sánscrito Pramantha, "el taladro para hacer fuego", "el
barreno", "el perforador", franqueando para robar el fuego las
puertas de la morada de los dioses guardadas, según Platón, por
"centinelas espantosos"; a Jasón, Odiseo y Orestes cruzando
entre las Simplégades o rocas que chocaban para aplastar a los
barcos; a Jasón desafiando las mandíbulas aplastantes del gran
reptil que guardaba el Vellocino de Oro; a Odiseo haciendo
entrar al célebre caballo y al ejército griego a través de los
muros hasta entonces inexpugnables de Troya; a Teseo entrando
y, sobre todo, ¡saliendo vivo! del Laberinto, que es, sin duda,
la imagen más turbadora, desarrollada y radical del tubo
estrecho que sólo pueden atravesar en sentido de entrada y de
salida los héroes; a Edipo matando involuntariamente a su padre
porque le cerraba el paso en una encrucijada de caminos; a
Psique atravesando otras dos terribles rocas que chocaban (en
El asno de oro VI:14 de Apuleyo); a Eneas, Dante, Don Quijote
(en su descenso a la Cueva de Montesinos) o Borges (en El
Aleph) atravesando estrechos pasadizos o temibles puertas que
conducían al más allá; a Alí Babá entrando (¡y saliendo!) de la
cueva de los ladrones; a Sigfrido atravesando las murallas y
las corazas de Brunilda; al héroe del Libro del Caballero Zifar
franqueando la puerta de las Ynsolas Dotadas; a la fantasmal
Estatua del Comendador del Don Juan Tenorio de Zorrilla en su
proclamación triunfal: "Tu necio orgullo delira, / don Juan:
los hierros más gruesos / y los muros más espesos / se abren a
mi paso: mira"; al aterrorizado protagonista de La caída de la
casa Usher de Poe deambulando y escapando de la destrucción por
inquietantes pasillos y pasadizos; a Alicia en el País de las
Maravillas impulsada al más alla a través de una madriguera que
"era un largo túnel que, de improviso, torcía su curso y
descendía de forma tan inesperada, que Alicia, sin tiempo para
pensar en detener su caída, se precipitó por lo que parecían
las paredes de un pozo muy profundo"; a los héroes
protagonistas de El mago de Oz de L. Frank Baum, que cruzan un
tronco sobre el abismo y luego lo hunden cuando quieren
franquearlo sus monstruosos perseguidores; a Peter Pan
atravesando y haciendo atravesar a sus amigos infantiles las
ventanas que conducen a su fantástico país; o a los
protagonistas de las sagas literarias y cinematográficas de El
señor de los anillos, La guerra de las galaxias, Indiana Jones,
Harry Potter y tantas más, entretenidos siempre en atravesar
toda suerte de peligrosísimos puentes, pasadizos, desfiladeros,
bocas de cuevas, etc. etc. etc.
Dentro de estos amplios "etcétera" habría que incluir
también a los deportistas modernos cuyas gestas consisten en
penetrar los primeros (es decir, en hacer que sus cuerpos
penetren los primeros) por metas de atletismo, de ciclismo o de
automovilismo, o por rutas de montaña cada vez más estrechas e
impracticables, o por cuevas en que la práctica de la
espeleología se convierte en un difícil arrastrarse por túneles
y oquedades. A sir Edmund Hillary y Tenzing Norgay les
convirtió en héroes para siempre el haber sido los primeros
seres humanos que escalaron el Everest. Para ello debieron
ascender por caminos cada vez más estrechos, cada vez más
precarios, cada vez más críticos. Su enorme esfuerzo recibió el
reconocimiento del carisma heroico, que reforzó el hecho de que
no sólo pudiesen ascender a la elevada cima, sino también de
que pudiesen hacer el camino de regreso y descender de nuevo
por sus peligrosísimos caminos.
La capacidad penetradora del héroe debe acreditarse tanto
en el sentido de entrada como en el de salida del tubo. En
ningún caso puede quedarse el héroe dentro. Quedarse en el
interior del tubo equivale a la muerte, supone el devoramiento
por las fuerzas contrarias, aplastantes, que pueden engullir a
cualquier tipo de persona que no sea el héroe. El tubo puede
que tenga una sola puerta que sirva al mismo tiempo de entrada
y de salida (la gruta de Alí Babá, el túnel por donde bajó Don
Quijote a contemplar a Montesinos, la puerta del sótano al que
descendió Borges para contemplar el Aleph, por ejemplo). Y
puede que tenga una puerta de entrada y otra distinta de salida
(cualquier puente, cualquier escalera, cualquier camino,
cualquier desfiladero tienen al menos una vía de entrada y una
de salida). Pero el héroe tiene siempre que salir, ya sea por
el acceso único o por la segunda vía, mientras que el no-héroe
no podrá entrar, y, si entra, no podrá salir. Para cualquier
persona resultaría fácil penetrar (y morir) en el laberinto de
Creta. Lo difícil era salir de él, cosa que sólo logró el
heroico Teseo. Del mismo modo, a cualquiera podría resultar
sencillo (y hasta fatal e inevitable) atravesar después de la
muerte el túnel, el puente o la puerta que, según tantos mitos,
conducen al más allá: es el regreso lo que ha estado
tradicionalmente reservado sólo a algunos grandes héroes:
Gilgamesh, Eneas, Dante, etc.
A veces, la acción épica se identifica con la penetración
corporal y tiene una fuerte dimensión sexual. En muchas
tradiciones mitológicas (sobre todo amerindias) conoce
extraordinario arraigo el mito llamdo de la vagina dentata, que
tiene que ver con una mujer primordial que tenía dientes en la
vagina y con un héroe civilizador que se los rompió con su pene
(lo que justificaría la menstruación femenina) y que la penetró
para hacer posible la generación del linaje humano. Psicólogos
y psicoanalistas han hablado tanto del miedo latente en muchos
hombres a la estrechez del conducto vaginal (lo que provocaría
lo que Freud llamó el complejo de castración) como al trauma
del nacimiento que surgiría en el mismo momento en que el ser
humano atraviesa la estrecha apertura que separa el útero
materno del mundo exterior. Momento que siempre ha sido
considerado peligroso y crítico, aunque los avances de la
medicina moderna hayan reducido sustancialmente los índices de
mortalidad (infantil y materna) provocados por el parto. En el
extremo opuesto al de los hombres que sufrirían el llamado
complejo de castración y que exteriorizarían su miedo a la
vagina estarían algunas variedades de héroes jactanciosos (o
quizás de antihéroes jactanciosos, porque, como apreciaremos
después, la jactancia es una cualidad ciertamente antiheroica)
de sus proezas sexuales y de sus capacidades de penetración,
desde Casanova hasta los playboys actuales, que llegan a veces
a alcanzar una gran popularidad mediática y a protagonizar
pseudoepopeyas que causan a veces más hilaridad que admiración.
Otras veces, la acción épica tiene que ver con rituales de
iniciación que deben cumplir los humanos para pasar de un
estatus de clase de edad o de posición cultural o religiosa a
otro, o bien de la enfermedad a la curación. El esfuerzo, las
privaciones y el dolor físico que se asocian muchas veces a
estos ritos (sobre todo cuando son de tipo estrictamente
iniciatorio, y no médico) hace que lo que en principio parecen
simples procesos de promoción a categorías socioculturales
superiores se aproximen a auténticos procesos de acreditación
heroica. Los antropólogos Victor Turner y Wayland D. Hand,
entre otros muchos, han teorizado sobre lo que en muchos
pueblos significa "pasar a través de" un espacio estrecho
sacralizado (una oquedad en alguna piedra o árbol, un túnel
subterráneo, etc.) en las ceremonias de paso de un estatus
sociocultural a otro (por ejemplo, de la infancia a la
adolescencia). Yo he analizado lo mismo en relación con viejas
y extendidísimas prácticas de curación de enfermedades (por
ejemplo, de la hernia infantil) que hacen pasar a los enfermos
a través de ramas hendidas de árboles, oquedades en piedras u
otros espacios estrechos. Muchos otros estudiosos, como George
Black o Mircea Eliade, han hablado del paso por el tubo
estrecho como símbolo de un auténtico renacimiento o
regeneración personal. Todo ello refuerza aún más el simbolismo
de estos ritos de penetración por tubos estrechos como
estrategias de promoción a situaciones diferentes y superiores
que de ningún modo son ajenas a las que, en situaciones y
contextos diferentes, se atribuyen a los héroes.
En ocasiones, la lógica épica no exige que el héroe
alcance a atravesar el tubo, sino que, simplemente, lo haga
atravesar a otras personas u objetos. Es el caso de Roldán,
vencido y muerto ante el desfiladero de Roncesvalles, pero
responsable de la gran proeza de que pudiese pasar por el tubo
estrecho el grueso del ejército francés. O de los futbolistas,
baloncestistas o golfistas modernos, cuya fama crece en la
medida en que meten objetos en espacios sumamente estrechos; de
hecho, si las porterías, cestas y agujeros fuesen más anchos,
el mérito heroico sería lógicamente menor, y la exhibición
deportiva perdería su sentido. Considerar a los deportistas de
élite modernos como herederos de los héroes de antaño puede
parecer discutible, pero tiene, desde luego, su justificación:
los mejores deportistas actuales realizan también proezas de
vigor y destreza física que ponen al límite las capacidades del
cuerpo humano; y, sobre todo, generan a su alrededor una
adhesión comunitaria tan fervorosa que puede llegar a adquirir
una indudable dimensión político-nacionalista cuando se
enfrentan equipos o selecciones deportivas de ciudades o de
países rivales. La fama de la que han gozado, en vida y después
de la muerte, algunos de los grandes deportistas del siglo XX,
ha rozado, si no superado, los límites de la mitificación
heroica. Y aunque a muchos les pueda parecer exagerado comparar
los combates entre griegos y troyanos con los encuentros entre
el Real Madrid y el Barcelona, o entre las selecciones de
fútbol de Argentina y Brasil, o entre los primeros tenistas del
mundo, es indudable que, en el plano de la recepción al menos,
a sus millones de seguidores les emocionan y les fanatizan las
gestas de sus ídolos deportivos tanto como las gestas de sus
héroes debieron exaltar y conmover a los auditorios de Homero.
Dice el evangelio de San Mateo VII:14: "¡Que estrecha es
la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida, y cuán
pocos los que dan con ella!". Puede que en ningún otro texto
literario haya quedado más sintéticamente representada que en
éste la línea que separa las acciones y el destino del humano
común de los del héroe (cristiano en este caso). Y dice también
un precioso pasaje de El libro de los abrazos del escritor
uruguayo Eduardo Galeano: "Helena soñó que hablaba por teléfono
con Pilar y Antonio, y eran tantas las ganas de darles un
abrazo que conseguía traerlos desde España por el tubo. Pilar y
Antonio se deslizaban por el teléfono como si fuera un tobogán,
y se dejaban caer, tan campantes, en nuestra casa de
Montevideo". Como podemos apreciar a partir de este otro texto,
el tránsito a través de tubos como espacios mediadores entre un
mundo y otro, entre un estatus sociocultural y otro, es una de
las fantasías más idealizadas y persistentes que quedan entre
los humanos.
Algo más hay que añadir a la casuística del tubo estrecho.
En los mitos, en las epopeyas y en muchos de los relatos en que
es una persona común (y más aún si es algún villano
perseguidor) y no un héroe quien tiene la pretensión de
atravesar y franquear ese espacio crítico, lo común es el
aplastamiento y la muerte en la entrada o en el interior del
tubo: entre las Simplégades, en el laberinto, hundido con el
puente, engullido por las mandíbulas de los animales custodios,
etc. etc. etc. ¿Casos ejemplares? Los egipcios ahogados entre
las aguas del Mar Rojo que antes se habían abierto para dejar
pasar a los judíos; el hermano egoísta de Alí Babá, atrapado
para siempre en el interior de la cueva; Calisto, el
antiheroico mal donador muerto en el crítico lugar de acceso
(la escalera) al bien que deseaba (Melibea); los malvados que
quedan atrapados y mueren en el interior del Templo Maldito
después de que Indiana Jones haya logrado, en el último
momento, sacar de él a sus amigos y salir con gran esfuerzo él
mismo. Etc.
Falta dedicar algunos breves párrafos a la modalidad de
desplazamiento heroico justamente opuesta a la que acabamos de
analizar: la del héroe que cruza los espacios más anchos que es
posible concebir (el aire, el mar, el desierto, el bosque).
Recordemos, antes de nada, unas líneas del Poema de Gilgamesh
que fueron escritas en lengua acadia en la Babilonia de antes
del 1.500 a.C.: "Tal era Gilgamesh, perfecto, deslumbrante,
Aquel que abrió los pasos de las montañas, excavó pozos en la
nuca de los montes, cruzó el mar, el Mar inmenso hasta que
halló por donde sale el Sol, y exploró el universo entero
buscando la vida sin fin".
"Aquel que abrió los pasos de las montañas", aquel que
"excavó pozos": ésas son palabras que definen al héroe que
penetra en lo estrecho. Aquel que "cruzó el mar, el Mar
inmenso", "aquel que exploró el universo entero": ésas son
palabras que definen al héroe que transita por lo ancho.
Gilgamesh era, pues, un héroe ambivalente, señor de los
estrechos y de las anchuras, como fue también Moisés, que
condujo a su pueblo a través de las aguas abiertas del Mar Rojo
y a través del desierto; como lo fueron Odiseo, Jasón y Teseo,
que igual escapaban de los tubos estrechos de las Simplégades o
del laberinto que alcanzaban sus remotos destinos en el confín
del inmenso mar; o como son los héroes de La guerra de las
galaxias o de El señor de los anillos, que con la misma pericia
atraviesan puertas, puentes y desfiladeros estrechísimos que
desiertos inabarcables. Esta ambivalencia no deja de tener un
sentido profundamente lógico: si por un lado es cierto que el
tránsito de un mundo a otro ha quedado simbolizado muchas veces
mediante la representación de un tubo estrecho, también lo es
que en otros casos la frontera se ha identificado con un
espacio extenso: el agua de la laguna Estigia separaba para los
griegos el mundo de los vivos del de los muertos; los antiguos
egipcios y nórdicos imaginaban las almas cruzando el mar en
barcos para llegar al más allá; el aire inabarcable separa lo
la tierra del cielo divino para los cristianos...
A los héroes capaces de cruzar y de enseñorearse del aire,
del mar, del desierto o de la selva pueden añadirse personajes
de ficción tan emblemáticos como Superman, Indiana Jones,
Tarzán o los protagonistas de las novelas de Julio Verne; y
personajes reales como Robin Hood (recuérdese su apodo: Robin
de los Bosques) o Cristóbal Colón, Livingstone, Amundsen y el
resto de los descubridores y exploradores marítimos o
terrestres que cada país ha convertido en sus propios héroes
nacionales; e incluso deportistas modernos como los que surcan
el aire, el mar, el bosque o el desierto en globos, tablas de
surf, botes, motocicletas o automóviles. ¿Qué tienen todos
ellos en común? Que son capaces de desplazarse épicamente
dentro de lo que para los demás humanos serían espacios
impracticables, de inabarcable extensión e imposible tránsito.
Hay un hermosísimo cuento de Borges que se titula Los dos
reyes y los dos laberintos, y que relata cómo un rey quiso
burlarse de otro rey haciendo que se perdiera dentro de un
laberinto que había mandado construir, y cómo la víctima del
engaño, tras lograr salir del trance con la ayuda de Dios, hizo
la guerra al primero, le capturó y le abandonó en un desierto
sin fin, donde el malvado encontró la muerte. La relación
simbólica entre los dos espacios (el laberinto estrecho y el
desierto extenso) es aquí, una vez más, una relación tanto de
oposición como de indesligable complementariedad. Lo cual
demuestra que, muchas veces, es la distancia entre los extremos
la que con más facilidad y rapidez puede recorrerse. Acaso
pueda ayudarnos a interpretar mejor estos fenómenos la teoría
de Claude Lévi-Strauss que defiende que la lógica de los mitos
se articula alrededor de parejas binarias (el bien y el mal, lo
alto y lo bajo, lo crudo y lo cocido, etc.) que la comunidad
percibe como opuestos y al mismo tiempo como parejas lógicas
que se necesitan, se implican y se llaman en todo tipo de
discursos culturales.

4. Los héroes de cuerpos cerrados y los antihéroes de


cuerpos abiertos

El cuerpo de todos los seres humanos y de todos los


animales tiene también forma de tubo, con orificios de entrada
(para la comida y la bebida) y de salida (para las palabras,
saliva, vómitos) en la parte superior, y con orificios de
entrada y de salida (los genitales y el ano) en la parte
inferior. En La alfarera celosa de Lévi-Strauss se analizaban
justamente los mitos amerindios que explicaban, por ejemplo, la
lejanía de los astros como consecuencia de su propulsión a
través de los cuerpos en forma de tubo de determinados animales
o personas. La continencia y la incontinencia oral y genital
(es decir, el cierre o la apertura de los orificios corporales)
que los indígenas asociaban a determinados animales o personas
establecían jerarquías simbólicas y clasificaciones morales,
además de condicionar los desplazamientos en el espacio de los
objetos y seres que, en los mitos correspondientes, pasaban a
su través.
En otro orden de cosas, Mijail Bajtin, en La cultura
popular en la Edad Media y en el Renacimiento, utilizaba el
símil del cuerpo abierto para representar el dinamismo
transgresor del carnaval y el del cuerpo cerrado para
simbolizar el estatismo conservador de la cuaresma. Durante el
carnaval se abren, en exultante catarsis individual o
colectiva, los orificios corporales superiores (se comen
alimentos que en otras épocas están tabuados, se critica, se
insulta, se grita, se canta) e inferiores (se exalta y practica
la promiscuidad sexual), mientras que durante la cuaresma
sucede justamente al revés, porque se trata de la época del
ayuno, del silencio y de la continencia, es decir, del cierre
del cuerpo y de sus orificios.
El carnaval no sólo tiene a la cuaresma como opuesto
lógico; también la épica es su opuesto lógico. El carnaval
exalta la apertura de los cuerpos y por tanto, la penetración
(con entrada y salida) a través de esos cuerpos de palabras, de
alimentos, de flujos y objetos sexuales. La épica exalta el
cierre y, por tanto, la continencia en el tráfico de palabras,
alimentos, flujos y objetos sexuales a través del cuerpo del
héroe o de la heroína. Dicho de otro modo, el héroe es tanto
más héroe cuanto más penetrador (de otros espacios, de otros
cuerpos) y menos penetrado (de y en su propio espacio
corporal).
Desde antiguo, la apertura simbólica del cuerpo ha estado
asociada al concepto del pecado, y su cierre simbólico al de la
virtud. Muchos héroes son castos (como Parsifal, Lohengrin, don
Quijote o los protagonistas de los cuentos maravillosos antes
de contraer matrimonio), austeros en el habla, en los juicios,
en la comida o en las costumbres (como don Quijote cuando no
delira, o como el anciano protagonista de El viejo y el mar de
Hemingway) o callados y observadores (como Sherlock Holmes o
como los rudos y perspicaces protagonistas de westerns y de
cine negro al estilo de los personajes que encarnaron John
Wayne o Humphrey Bogart). Y muchos antihéroes encarnan los
rasgos justamente contrarios: son lujuriosos (don Juan, etc.),
inmoderados y jactanciosos en el habla, en el canto, etc. (el
Nerón que cantaba ridículamente, el tirano Ubu rey de Alfred
Jarry) y maledicentes y mentirosos (el Yago del Otelo
shakespeariano, el Clodio del Persiles cervantino, etc.). En la
hermosísima novela del chileno Luis Sepúlveda que se titula Un
viejo que leía novelas de amor es muy reveladora la comparación
de la continencia y sabiduría del heroico y anciano
protagonista (frugal, silencioso, austero, delgado) y la
incontinencia, necedad y maldad del antiheroico alcalde
(glotón, vociferante, consumista, obeso).
Las representaciones tradicionales de los santos nos
pueden ilustrar de forma muy significativa sobre lo mismo. Los
santos son los paralelos simétricos del héroe en el ámbito de
lo religioso. Los santos son donadores radicales que lo dan
todo a su comunidad (especialmente a los miembros que menos
tienen), e intentan sacar lo menos que pueden de los bienes que
tiene ésta, porque el consumo de cualquier bien se suele
identificar con el concepto de pecado: de lujuria, de avaricia,
de gula, de soberbia, según se posean y se consuman sexo,
riquezas, comida, saberes, poder, autoridad, etc. Si, en muchas
culturas, los santos tienen sus cuerpos cerrados, es decir, si
hacen voto de castidad o de pobreza o de ayuno o de obediencia
o de retiro o de silencio, es porque cerrar los cuerpos y
apartarse del circuito de consumo sexual o económico o
alimenticio o político o cultural equivale a apartarse también
del pecado.
Algunos escritores han jugado de manera genial, e incluso
invertido de manera fascinante, las posibilidades de
tratamiento simbólico que ofrece el espacio que hay entre ambos
polos lógicos. François Rabelais (al que tanto y tan bien
estudió Bajtin) defendió en su Gargantúa y en su Pantagruel
(hilarantes biografías de dos de los más grandes paladines
literarios de la incontinencia) lo contrario de lo que las
instituciones de poder defendían: que la risa exaltada, la
apertura incontinente del cuerpo, la licenciosidad sin
prejuicios, permiten una especie de catarsis intrínsecamente
beneficiosa para la salud individual y social, porque estimulan
la liberación y evacuación de las tensiones acumuladas entre
élites y plebe. Jorge, el monje fanático que protagoniza de El
nombre de la rosa de Umberto Eco, defendía justamente lo
contrario: el carácter intrínsecamente perverso y pecaminoso de
la risa, de la apertura profana del cuerpo. Y lo hace,
justamente, en el interior de una biblioteca laberíntica, es
decir, en el interior de un tubo complicado y retorcido que
acaba cerrándose sobre él y sobre sus víctimas.
Gabriel García Márquez hizo otra inversión magistral de
los mismos polos lógicos en Cien años de soledad. La marca
distintiva de los habitantes del Macondo de la edad dorada era
la apertura radical de sus cuerpos: la incontinencia oral y
genital, las comilonas inmensas, las blasfemias continuas, los
amores sin freno, los incestos multiplicados, la portentosa
fecundidad de las mujeres y de los animales, eran el signo bajo
el que vivía el pueblo en sus mejores tiempos. Un día llega a
Macondo la extraña Fernanda del Carpio y todo empieza a
cambiar: ella es la primera que cierra la puerta de una casa,
la primera que veta las grandes comilonas, la primera que se
escandaliza y pone obstáculos al vertiginoso tráfico sexual que
imperaba entre los habitantes del pueblo. A partir de ese
momento, Macondo empieza a deslizarse por una destructiva
pendiente de cierres: cierres de los vientres fecundos de las
mujeres y de las terneras, cierres de casas abandonadas, cierre
del último cuerpo que muere al parir un monstruo el mismo día
en que se consuma la destrucción de Macondo, cierre de la
última habitación del último habitante antes de que la tierra
se cierre sobre el pueblo... Para García Márquez, la apertura
natural y espontánea de los cuerpos se identifica con una edad
de oro que tiene mucho de épica, aunque se trate de una épica
del placer y de la paz en vez de una épica del sacrificio y de
la guerra; igual que el cierre forzado se identifica con una
decadencia que sólo puede conducir a la destrucción y a la
muerte.
La interpretación posiblemente más genial, más original,
más coherente desde el punto de vista simbólico de todas las
que se han hecho nunca sobre la lógica de los cuerpos abiertos
y cerrados, sobre sus dimensiones éticas y sobre sus
proyecciones heroicas, es la que hizo Miguel de Cervantes en su
inmortal Don Quijote. Cervantes junta en las páginas de su
novela a un caballero escasamente hablador (salvo cuando
delira), poco comedor, de costumbres sumamente austeras y
exageradamente delgado, con un escudero parlanchín, de
irrefrenable apetito, ambición consumista, y obesidad
proverbial. Don Quijote es un cuerpo radicalmente cerrado. De
carácter silencioso y taciturno, reclama muchas veces a Sancho
silencio y mesura en el habla. Apenas come, y cuando come, come
poco, come mal, y a veces no llega ni siquiera a digerir la
comida: una vez le tienen que dar precariamente de comer a
través de un canutillo que atraviesa su celada, otra vez se
alimenta de hierbas silvestres mientras hace penitencia en
Sierra Morena, una noche, en la venta, vomita cuando le pisan
el vientre, y en otra ocasión vuelve a vomitar tras ingerir el
bálsamo de Fierabrás. Es decir, que el alimento no llega a
veces ni siquiera a hacer el recorrido completo de su tubo
corporal. Don Quijote es, además, casto y puro. Y jamás se deja
sorprender evacuando por sus orificios inferiores. Sancho es,
naturalmente, todo lo contrario: un cuerpo radicalmente
abierto, por arriba y por abajo. Hablador incansable, y hasta
inoportuno e impertinente, decidor de refranes vengan o no a
cuento, comilón insaciable, consumidor egoísta de todos los
bienes que es posible consumir, además de casado y padre, es
decir, de no casto. En la novela se le sorprende abriendo los
orificios inferiores de su cuerpo cuando evacúa su vientre en
la célebre aventura de los batanes, o cuando imagina fantasías
zoófilas en el episodio en que cuenta sus "entretenimientos"
con las Siete Cabrillas.
En una ocasión, sin embargo, las tornas se vuelven por
completo, y Sancho asume la condición de absoluto y carismático
donador. Eso sucede en el que quizás sea el episodio más
asombroso, denso y original de toda la gran novela: el de su
travestimiento en gobernador de la Ínsula Barataria. Sancho,
convertido en juez, dona o reparte justicia en tres ocasiones.
En las tres ocasiones lo hace de manera absolutamente
inteligente y feliz, y, además (¡cosa asombrosa en él!),
reflexionando en silencio y abriendo la boca para hablar sólo
con mesura y propiedad. En una ocasión redistribuye bienes
económicos (las monedas escondidas en el interior de una caña),
en otra redistribuye bienes convertidos en puramente simbólicos
(las capuchas confeccionadas por el sastre, destinadas a
juguete de presos), y en otra redistribuye el precio de los
favores de una mujer (en el episodio de la prostituta y su
cliente). Su estatura y su eficacia de gran donador quedan, en
consecuencia, trasparentemente puestas de manifiesto, y el
pueblo le aclama y le eleva a la condición de héroe.
Pero entonces sucede algo ciertamente asombroso, de una
profundidad simbólica excepcional, y de una finura y resolución
literarias insuperables: mientras Sancho se halla
metamorfoseado en gran donador, deja de comer. Su médico le
impide introducir en su cuerpo cualquier alimento, para que la
ingestión de manjares inconvenientes no ponga en peligro su
preciosa salud. El antiguo siervo y nuevo héroe se ve obligado
a decidir entonces qué tipo de personalidad es la que desea
asumir: si quiere la del donador-distribuidor de cuerpo cerrado
que debe consumir lo mínimo imprescindible para que quede así
plenamente realzada su estatura heroica; o si prefiere la del
acaparador-consumidor cuyo cuerpo puede seguir relajadamente
abierto, aun a costa de perder el carisma que se asocia a la
generosidad, el reconocimiento que premia la justicia y, en
definitiva, las marcas que identifican lo heroico.
Sancho elige, naturalmente, lo que al final hemos tenido
que elegir todos los seres humanos que no somos héroes.

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