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La lógica de lo heroico: mito, épica, cuento, cine, deporte...
(modelos narratológicos y teorías de la cultura)
José Manuel Pedrosa
Universidad de Alcalá
Las reflexiones, los comentarios, la bibliografía sobre
los héroes y sobre su intervención en los mitos, en la épica, en la literatura de todo género y época (hasta la policíaca y la de ciencia ficción) y en el resto de las artes (desde la pintura al cine) no puede ser más abrumadora. Desde las disquisiciones mitocríticas de Platón y de Aristóteles hasta hoy mismo, pasando por el rupturista y aún candente tratado de Jean-François Lyotard sobre La condición postmoderna (1979), que contiene agudísimas reflexiones acerca del papel del epos heroico en el mundo moderno y postmoderno, la tríada héroe- mito-épica (ampliable también al cuento, a la leyenda y a otros géneros de la literatura y de la cultura) ha articulado tantos textos y metatextos, tantos discursos y glosas, tantas prácticas y teorías literarias, que su sólo repaso, por más sintético que fuera, nos obligaría a un (ahora imposible) despliegue de palabras y de espacio. Mucho más práctico, en esta ocasión al menos, puede ser que nos hagamos la siguiente pregunta precisa, clave y esencial, de tan aparente sencillez como extremada densidad: ¿qué es un héroe? O ¿qué es una heroína? ¿Un ser más fuerte que los demás? No. Justamente el ogro de los cuentos es el más fuerte, pero acaba siendo vencido siempre por un héroe de menores fuerzas, de igual manera que Goliat era más fuerte que David, pero acabó a los pies de éste. ¿Un ser más sabio e inteligente? No. La sabiduría suele ser atributo de algún auxiliar del héroe (por ejemplo, de algún anciano o anciana que le ofrece alguna potencia o arma mágica), pero no del mismo héroe. ¿Un ser más hábil y astuto? No. Es justamente la habilidad y la astucia el atributo definidor también de las figuras más perversas y odiosas de muchas ficciones. ¿Un ser más hermoso? No. Paris y Helena, los más hermosos de entre los troyanos y las griegas, eran justamente la encarnación de lo antiheroico. ¿Un ser, entonces, que lo reúna todo en grado sumo: fuerza, inteligencia, habilidad, astucia, hermosura...? No. Abundan los malvados y las malvadas en los mitos clásicos, en la ciencia-ficción o en el cine actual que son tanto más perversos y peligrosos cuanto más fuertes, inteligentes, hábiles, astutos o hermosos. Voy a proponer yo ahora una reflexión sobre lo que considero que son los cuatro rasgos que mejor definen la lógica de lo heroico, y a apoyar mi argumentación sobre la base de diversas teorías antropológicas y culturales. Pretendo, con ello, sentar las bases para un nuevo modelo narratológico de los discursos míticos, épicos y cuentísticos, articulado en torno a la figura del protagonista heroico y a sus actividades de intercambio simbólico con los demás sujetos del discurso, y analizar cómo esos intercambios influyen también en la construcción de la propia identidad simbólica (incluida la del propio cuerpo) del héroe: 1. Partiendo de la teoría del bien limitado formulada por George M. Foster, intentaré demostrar que el héroe parte de una situación de limitación o de carencia (como diría Vladimir Propp) de bienes, pero que es capaz de superarla, con esfuerzo, valentía y alianza de sus auxiliares, para alcanzar una situación de plena satisfacción o de no limitación final de bienes. Tales bienes pueden ser de tipo personal (el héroe o la heroína encuentran pareja que satisface la anterior limitación de sus aspiraciones amorosas), materiales (conquistan riquezas que antes no tenían) y culturales (se hacen con algún bien de tipo simbólico: un anillo mágico, una espada invencible, etc.). La comunidad les otorga entonces la consideración de personajes fuertes, valientes y capaces. 2. Partiendo de la teoría del don formulada por Marcel Mauss (y desarrollada por muchos otros autores posteriores, como Claude Lévi-Strauss, Anette Weiner, Maurice Godelier o Jacques Derrida), intentaré demostrar que, una vez que el héroe logra transformar esa situación de bienes limitados en otra de bienes no limitados, es capaz también de renunciar a todo o a parte de esos bienes y de donarlos altruistamente a otras personas y/o a la comunidad en general. La comunidad le premia entonces con la consideración de buen donador generoso y justo. 3. La suma de la fuerza, la valentía y la capacidad con la generosidad y la justicia puestas al servicio de la comunidad (y, en especial, de sus miembros más débiles, cuya defensa asumida por el héroe contribuye a equilibrar las desigualdades sociales) son pasos muy significativos, pero no del todo suficientes, en el proceso de construcción del perfil y del carisma heroico. Éstos quedan definitivamente consolidados cuando al héroe se le asocian determinadas cualidades de tipo simbólico que reflejan una relación especial y sobrehumana con el entorno (con el espacio) y consigo mismo (con su cuerpo). Por eso, partiendo de una teoría sobre el simbolismo del espacio y del desplazamiento elaborada por mí, aunque a partir de elementos teóricos formulados por Claude Lévi-Strauss en La alfarera celosa y por Mijail Bajtin en sus escritos teóricos acerca de lo que él denominó cronotopos, y a partir también de algunas reflexiones sobre la espacialidad (en relación sobre todo con los ritos de paso o de tránsito) de antropólogos como Victor Turner y Wayland D. Hand, intentaré demostrar que el héroe es capaz de penetrar y de atravesar, o de hacer que algo penetre y atraviese, espacios tan estrechos (túneles, laberintos, puentes, escaleras, puertas o umbrales peligrosos, rocas que chocan, bocas de cuevas, mandíbulas de animales, vaginas dentadas), o bien espacios tan anchos y extensos (el aire por el que vuela, el agua por el que navega, el desierto o el bosque por los que transita) como no son capaces de atravesar (al menos en el sentido de entrada y de salida) otros seres humanos. Estos dos modos críticos de desplazamiento (por lo que es mas estrecho y por lo que es más ancho, y en sentido de entrada y de salida) se asocian al héroe en una enorme cantidad de mitos, de epopeyas, de cuentos y de relatos de todo el mundo, y le dan una dimensión (de héroe penetrador) que contribuye sustancialmente a definir y a singularizar sus capacidades sobre las del resto de las personas comunes. Muchos deportes modernos, cuyos protagonistas, los deportistas de élite, son los herederos actuales más reconocibles de los héroes de antaño, explotan este tipo de simbolismo: el de penetrar o hacer penetrar el propio cuerpo o un objeto impulsado por el propio cuerpo a través de un lugar estrecho, guardado o difícil de atravesar (o de atravesar en primer lugar al menos): la meta de llegada, la portería de fútbol, la cesta de baloncesto, el hoyo de golf, etc. Los seguidores del deporte actual también premian con la atribución de carisma heroico a quienes son capaces de atravesar los lugares más anchos y extensos concebibles: el aire en los vuelos en globo o en otros artefactos precarios, el mar en el surf o en naves precarias, el desierto o el bosque en determinados rallies y pruebas motociclistas, etc. 4. Partiendo de una teoría sobre los cuerpos abiertos y cerrados elaborada por mí a partir de elementos y reflexiones teóricos de Mijail Bajtin y de Claude Lévi-Strauss, intentaré demostrar que los héroes se caracterizan casi siempre por tener el cuerpo cerrado, es decir, por su continencia oral y por su continencia genital: pronuncian pocas palabras, o palabras muy medidas, justas y adecuadas por la boca; saben mantener silencio y guardar los secretos; ingresan en su cuerpo poco alimento, al menos mientras dura la gesta heroica; cuando ésta termina, el banquete final alivia el cierre del cuerpo superior; además, suelen ser castos y sexualmente contenidos, al menos mientras dura la gesta heroica; cuando ésta culmine, el matrimonio les libera de este cierre del cuerpo inferior. Esta última condición (el cierre del cuerpo) tiene estrecha relación semántica con las condiciones lógicas anteriores: el héroe que tiene el cuerpo cerrado consume menos (menos palabras, menos alimento, menos sexo) y se encuentra por ello más lejos de la condición de acaparador-consumidor, lo que posibilita que el saldo económico personal que puede exhibir en relación con la comunidad se acerque más a la condición de donador-no consumidor. El cierre de su cuerpo se relaciona también simbólicamente con la limitación o carencia de los bienes con los que al principio cuenta; cuando alcance la situación de bienes no limitados (riquezas, saberes, acceso amoroso a su pareja) será libre por fin de abrir su cuerpo por arriba (para celebrarlo en un banquete) y por abajo (para consumar el matrimonio). Por otro lado, si el héroe se caracteriza por ser capaz de penetrar en sentido de entrada y de salida por los espacios más estrechos y por los más anchos, su propio cuerpo puede ser también considerado como un tubo estrecho con orificios de entrada y de salida. Cuanto más cerrado se mantenga, por arriba y por abajo, mejor guardará las fuerzas y virtudes del carisma heroico indispensables para la realización de sus hazañas. Es decir, que el héroe es tanto más héroe cuanto más penetrador (de otros espacios, de otros cuerpos) y cuanto menos penetrado (de su propio espacio corporal) sea.
1. El héroe a la conquista del bien no limitado
El antropólogo norteamericano George M. Foster elaboró, a
partir sobre todo de sus trabajos de campo en diversos pueblos mexicanos, la teoría conocida como del bien limitado, que intenta explicar, entre otras cosas, cómo en sociedades de economía estática y de supervivencia precaria, como eran los núcleos de población que él estudió, cuando alguien exhibe cualquier indicio de riqueza individual se produce una reacción social y cultural en contra que señala a los nuevos ricos como culpables de alguna transgresión (robo, asesinato, pacto con el diablo, magia negra) de las normas que rigen la vida de la comunidad. En realidad, en muchas sociedades de economía estática y precaria de todo el mundo, y no sólo en las que estudió Foster, existen muchas prevenciones, desconfianzas y sospechas contra la exhibición de la riqueza individual, que genera la aparición de graves fracturas sociales y despierta no sólo rivalidades, sino también celos, envidia, y, en consecuencia, mal de ojo, es decir, peligros reales y enfermedades culturales. Al comienzo de su Papá Goriot, explicaba Honoré de Balzac que el protagonista de la novela, un adinerado comerciante de harinas y de fideos, había logrado sobrevivir e incluso hacer fortuna durante la Revolución Francesa porque vivió siempre en la más completa austeridad y sin mostrar la menor señal externa de su fortuna. Y hasta no hace mucho, en nuestra propia España (y en muchos otros lugares), se creía que el ganado extraordinariamente gordo o que los niños llamativamente hermosos tenían una especial facilidad para atraer sobre sí la envidia intencionada o involuntaria de los demás y, en consecuencia, la posibilidad de enfermar por culpa del mal de ojo (recuérdese que envidia viene justamente de in videre, "mirar hacia", "mirar contra"). El héroe parte por lo general, al menos en las tradiciones literarias de tipo mítico-épico-cuentístico, de una situación de bienes limitados o, si se quiere, de carencia de alguno o de varios bienes, tal y como formuló Vladimir Propp (usando este último término de carencia, en vez de limitación) en su Morfología del cuento. Hay, en cualquier caso, ficciones literarias (sobre todo en el ámbito de la cultura no oral y letrada) que invierten estos términos y proponen el esquema opuesto. Se trata de ficciones que describen no el progreso o la promoción, sino la decadencia económica o cultural de una persona o grupo, si bien, por lo general, suelen estar precedidas por el previsible relato de la promoción del bien limitado al bien ilimitado. En el relato bíblico del Génesis se explica que Adán y Eva pasaron de una situación de bienes ilimitados (poseían el paraíso) a otra de bienes limitados (perdieron el paraíso). Pero lo cierto es que los bienes paradisíacos no eran ilimitados, sino limitados, desde el momento en que les fue prohibido hacerse con el fruto del Árbol de la Ciencia. El relato del Génesis se articula, por tanto, en dos fases: una de promoción de un bien limitado a otro ilimitado (se prohíbe a Adán y Eva poseer el fruto prohibido, pero acaban poseyéndolo) y otra de decadencia del bien ilimitado al limitado (tras poseerlo todo, incluso el fruto prohibido, pierden todo lo que había en el paraíso). Uno de los héroes (¿o acaso antihéroe?) más célebres de la literatura moderna, Holden Caulfield, el muchacho protagonista de la novela El guardián entre el centeno del norteamericano Salinger, sí podría ser considerado como un buen ejemplo de esta inversa "épica de la decadencia" en que se pasa de una situación de bienes ilimitados a otra de bienes limitados. Se trata, en efecto, de un escolar desequilibrado que huye de su internado bien provisto de un dinero que va perdiendo a lo largo de su delirante itinerario, hasta que llega a una situación de carencia absoluta. Los bienes que al principio tiene limitados el héroe de los mitos, de la épica, de los cuentos, pueden ser de tipo material (un tesoro, por ejemplo), de tipo cultural (un saber o un objeto mágico, por ejemplo), o una persona del género opuesto. Los cuentos tradicionales suelen acabar en el punto en que el héroe alcanza el bien no limitado que desde el principio perseguía (el tesoro, el saber, la pareja) y culmina así su proceso de promoción épica. Y, en cualquier caso, la generosidad del héroe para con los auxiliares que le ayudan en su camino, y las recompensas y donaciones que ofrece cuando hace fortuna, contrarrestan eficazmente las reacciones de envidia que pudiera despertar a partir de ese momento. Pero tampoco faltan los cuentos que basan todo su argumento, precisamente, en la envidiosa reacción que provoca la exhibición de las riquezas alcanzadas por el héroe. Por ejemplo, el célebre de Alí Babá y los cuarenta ladrones (que tiene el número 676 en el catálogo de los cuentos universales de Antti Aarne y de Stith Thompson) o los cuentos de la familia de La muchacha bondadosa y la cruel (que tienen el número 480 en el mismo catálogo): ambos están protagonizados por un héroe o por una heroína esforzados que, al hacerse con grandes fortunas, provocan una reacción negativa y agresiva (que se convertirá en el auténtico núcleo estructural del cuento) por parte de sus hermanos. El héroe esforzado y generoso triunfará, y el envidioso y avaricioso se perderá o morirá, lógicamente. Las estrategias para evitar una reacción negativa cuando el héroe alcanza los bienes perseguidos se hacen más explícitas y desarrolladas en los terrenos de los mitos y de la épica, sencillamente porque éstos suelen disponer de mayor extensión discursiva y complejidad argumental que los simples cuentos. Los héroes culturales de los mitos y los héroes guerreros de la épica se muestran sin duda tan generosos para con los auxiliares que les salen al camino como los héroes de los cuentos. Pero suelen ir también algo más allá en su altruismo cuando alcanzan la meta a la que en un principio aspiraban, es decir, cuando pasan de la limitación o carencia a la satisfacción plena o no limitación de sus bienes: se convierten entonces en donadores que ofrecen parte o todos los bienes que con su esfuerzo han logrado adquirir (hasta niveles no limitados) a los otros, a la comunidad. Y será entonces cuando, lógicamente, ésta les recompensará con el reconocimiento de su carisma heroico.
2. El héroe donador
En el año 1925, el antropólogo francés Marcel Mauss
publicó su trascendental Essai sur le don ("Ensayo sobre el don"), uno de los ensayos antropológicos más influentes de todos los tiempos. A partir de él pudo elaborar Claude Lévi- Strauss su célebre paradigma de la sociedad humana como sistema de dones y de contra-dones, es decir, de intercambio de representaciones y de palabras (con los cuales se construye la cultura), de mujeres (con las que se construye el parentesco), y de bienes económicos (con los que se construye la economía). Innumerables científicos sociales siguen discutiendo hoy las proyecciones e implicaciones de estas teorías en la sociedad y en la cultura humanas y, pese a los inevitables matices y controversias surgidos, nadie ha podido negar que el hombre construya toda su cultura dando y recibiendo dones y creando, según sea su actividad de reparto, de distribución y de recepción, alianzas, confrontaciones y jerarquías que definen por completo su vida personal, su comportamiento cultural y su estatus social. Diversos estudiosos de la literatura mítico-épica- cuentística han aprovechado estas teorías y conceptos y las han incorporado de formas muy variables a los modelos narratológicos que han propuesto, aunque, por lo general, han tendido a situar la actividad donadora más en la órbita de los personajes auxiliares que en la del propio héroe protagonista, y a considerar al héroe más como el beneficiario que como el distribuidor de dones. Vladimir Propp, en su Morfología del cuento, utiliza el término donante para identificar al personaje secundario que ofrece al héroe algún bien u objeto que le ayudará a desarrollar su misión épica. Étienne Souriau, en Les deux cents miles situations dramatiques, situó este tipo de acción más bien en las órbitas del "atribuidor" que en la del "obtentor" de bienes, y Algirdas Julien Greimas, en su Semántica estructural, en las del "destinador" y también en la del "ayudante". En el modelo narratológico que yo defiendo, el héroe quedaría esencialmente definido como un donador (lo cual no excluye que reciba también dones de los auxiliares a los que él a su vez ha donado) que orienta toda su actividad hacia la obtención o recuperación de bienes (personas, saberes, objetos) que dona o restituye a los demás, a cambio de que los demás le ofrezcan el contradón de su alianza, adhesión, honor, fama o reconocimiento de carisma: es decir, de que le eleven a la categoría de héroe. Al simpático héroe le caracteriza la actividad de inyectar bienes en el circuito de todo lo que circula a disposición de la comunidad, mientras que el antipático antihéroe extrae y acumula bienes, en beneficio propio, en detrimento de ese mismo patrimonio colectivo. La comunidad premia a quien considera que le aporta bienes con el reconocimiento y el honor de héroe o de santo; y castiga a quien cree que le resta bienes con el estigma de lo perverso, lo degradado y lo diabólico. A los primeros les reserva la exaltación gloriosa en los mitos, en las epopeyas, en los cuentos, en las películas; y a los segundos, lógicamente, el inevitable papel de villanos y perdedores. Los santos son los paralelos simétricos del héroe en el ámbito de lo religioso. Los santos dan todo lo que tienen o todo lo que pueden a su comunidad (especialmente a los miembros que menos tienen), e intentan sacar lo menos que pueden de los bienes que tiene ésta a su disposición, porque el consumo de cualquier bien se suele identificar con el concepto de pecado: de lujuria, de avaricia, de gula, de soberbia, según se posean y se consuman sexo, riquezas, comida, saberes, poder, autoridad, etc. Cristo (que en la cultura occidental es el ejemplo máximo de donador) donó a la comunidad humana bienes de tipo personal, cultural y económico: restituyó u ofreció la salud o la vida a diversas personas (desde Lázaro hasta el conjunto de la humanidad a la que dió su propia vida para salvar las de ellos); repartió normas religiosas, favores espirituales, enseñanzas de comportamiento ético; y aportó e inyectó bienes en el circuito comunitario, sacándolos milagrosamente hasta de donde no los había (el vino de Caná, los panes y los peces milagrosamente multiplicados, el pan-carne y el vino-sangre de la misa). Si a Cristo le oponemos la antiheroína que protagoniza La Celestina de Fernando de Rojas, obtendremos un negativo muy sugerente de todo lo anterior. Celestina es también una distribuidora de personas (prostituye a otras mujeres y las reparte entre los clientes que pagan), de bienes culturales (posee conocimientos etnomédicos, mágicos y hechiceriles que pone en venta), y de bienes materiales (insta a Pármeno y a Sempronio a que formen con ella una sociedad que beneficie a todos): "Déxame tú a Pármeno, que yo te le haré uno de nos, y de lo que oviéremos, démosle parte: que los bienes, si no son communicados, no son bienes. Ganemos todos, partamos todos, holguemos todos". Todas las actividades de reparto de Celestina están marcadas, en cualquier caso, por el afán de lucro personal, y no por el de favorecer al conjunto de la sociedad. Cuando se niega (traicionando ella misma sus palabras) a compartir (es decir, a donar a cada uno su parte) con sus ayudantes Pármeno y Sempronio la cadena de oro que le ha dado Calisto en pago de sus servicios, se produce la catástrofe que reservan los cuentos, las leyendas y los mitos de todo el mundo a los malos donadores: Celestina muere a manos de sus antiguos aliados; éstos, inmoderadamente egoístas, mueren también a manos de la justicia; y el propio Calisto, otro antihéroe avaro y, sobre todo, pagador sólo de Celestina y no de Pármeno y Sempronio, que también le habían ayudado a hacerse con Melibea para que él satisfaciese plenamente su carencia o limitación amorosa inicial, queda fatalmente marcado con el estigma del mal donador o mal repartidor que acabará llevándole, a él también, a la previsible destrucción. Conviene recordar otra vez aquí los cuentos de Alí Babá y los cuarenta ladrones o de La muchacha bondadosa y la cruel: ambos están protagonizados por un hermano bueno y bondadoso que se hace con una gran fortuna porque comparte los dones que alcanza con los demás (empezando por sus auxiliares), y por un hermano malvado y egoísta que no alcanza las mismas metas y muere por no premiar a sus auxiliares ni compartir sus bienes con los demás. Calisto incumple su obligación (de caballero) de actuar como el primer hermano y acaba identificándose con el segundo. Su destino irá fatalmente en consonancia. Fijémonos ahora en un caso intermedio: don Quijote. El hidalgo manchego parte también, como es lógico, de una situación de carencia o limitación de un bien que para él era muy importante: la fama, el honor, el prestigio. Es imposible, en el olvidado villorrio donde habita, aumentar este bien. Salir de allí, buscar nuevos horizontes, perseguir grandiosas aventuras, es la única estrategia posible para convertir su limitadísimo prestigio en fama no limitada. Todo el afán del hidalgo manchego será entonces conseguirlo pasando a la historia como un buen donador: de consejos, saberes y enseñanzas que restauren los principios del mundo caballeresco; de mujeres (o simulacros de mujeres como Melisendra) que arrancar de sus captores y devolver a sus medios y estatus legítimos; y de bienes económicos que dar o que reintegrar al prójimo (por ejemplo, al muchacho azotado por su amo, o al escudero al que promete su ínsula, o a las viudas y huérfanos a los que se propone ayudar). A cambio, él sólo pide el contradón de la fama y del honor. Pero, por desgracia para él, los códigos de donación en los que cree ciegamente el hidalgo chocan con los de la sociedad de su tiempo, y el desventurado caballero que sólo aspira a ser un buen donador no podrá llegar a serlo sencillamente porque no tiene qué donar, o porque lo que dona no se ajusta a las expectativas de donación de la sociedad que le rodea, y lo que provoca, más bien, son irresolubles conflictos con ella. Recuérdese, a este respecto, el episodio en que don Quijote da la libertad a los galeotes. Cuando pide a cambio el contradón de que éstos se pongan al servicio de Dulcinea y den fama y honor al caballero, los delincuentes se rebelan contra tal pretensión y apedrean a su liberador, que, para más inri, deberá sufrir que el poder instituido le persiga por dar (en contra de la norma social consagrada por la ley) la libertad a unos condenados a galeras que no debían haber recibido semejante don. Los héroes suelen pasar por dos etapas bien diferentes en los procesos de construcción de su identidad donadora: primero, por la etapa de captar y de arrebatar bienes del circuito de quienes los detentan ilegítimamente; y luego, por la etapa de donación de tales bienes a quienes eran o debieran ser sus legítimos propietarios. Ejemplo paradigmático puede ser el del Cid castellano, que, sobre todo en el último tercio del Cantar de Mio Cid, pasa más tiempo repartiendo dones y presentes que campeando y ganándolos, como había hecho hasta entonces. Su actividad repartidora le sirve, a un tiempo, para congraciarse con el rey y para ganar la alianza inquebrantable de sus tropas, súbditos y aliados. La única vez que el Cid da mal (cuando entrega hijas, dotes y espadas a los infantes de Carrión, que luego humillarán a sus esposas, robarán sus bienes y se quedarán con sus armas), los efectos negativos de su acción no son culpa suya, sino de sus yernos, que no son capaces de traducir esa cesión de dones en alianza, lealtad y honor hacia el caudillo que les favorece. Los episodios finales del Cantar, en que los infantes resultan vencidos en combate y obligados a devolver hijas (bienes personales), dotes (bienes económicos) y espadas (bienes simbólicos) no suponen ninguna relajación ni ninguna marcha atrás en la actividad donadora del Cid: éste vuelve a asignar y a distribuir inmediatamente entre otras personas todos los bienes (y aún más) a medida que le eran devueltos: vuelve a casar a sus hijas, a regalar sus riquezas y a asignar sus espadas a sus dos caballeros más leales. Más ejemplos: los superhéroes del cómic y del cine moderno, como Spiderman, Batman o Indiana Jones. Todas las historias que protagonizan ellos y muchos otros héroes de este tipo parecen calcadas del mismo patrón, que es también, ciertamente, el que seguían los libros artúricos y de caballerías medievales, y (antes que ellos) muchos relatos mitológicos grecolatinos: alguna o algunas personas desposeídas de sus bienes legítimos (mujeres, objetos mágico-culturales, tesoros materiales) por algún malvado o malvada piden ayuda al héroe para que éste arrebate el bien robado a los ladrones y (ahí está el elemento más esencial) lo reintegre a la comunidad que lo poseía anteriormente. Si Indiana Jones, tras arrebatar el mágico talismán a los malvados ocultos en El templo maldito, se lo quedase en provecho propio, habría de acabar recibiendo el mismo castigo y muriendo como el resto de los ladrones. Pero, al reintegrarlo al circuito de bienes de la comunidad a la que legítimamente pertenecía, conjura cualquier peligro asociado a la posesión fraudulenta de ese don fatal, y consigue justamente lo que resulta indispensable para convertirse en héroe: la fama, el honor, el prestigio de buen donador. Al Cid, o a Indiana Jones, pero también a Prometeo y a Superman, les podemos considerar, en cierta medida, como encarnaciones de un tipo de figura mítico-épica-cuentística sumamente densa y compleja: el ladrón bueno, el tramposo generoso, el trickster, "tramposo" o "burlador" que roba algo para entregarlo luego a los demás. En la mayoría de los mitos, de las epopeyas, de los cuentos que se dejan oír en todo el mundo, el trickster es, ante todo, el tramposo que desposee a sus legítimos propietarios de un don que no le corresponde poseer a él. Los antihéroes Adán, Eva, Pandora, Paris, don Juan, los tiranos y dictadores inmoderados de la tragedia griega, de los dramas shakespearianos o de las novelas hispanoamericanas, los piratas ansiosos de tesoros, los atracadores que saquean bancos y los mayordomos que roban y eliminan a sus patrones, o bien la insaciable zorra de los cuentos europeos, el coyote de los cuentos norteamericanos, y la liebre y la tortuga de los cuentos africanos, son todos ellos acumuladores ilegítimos (al margen de las normas y pactos sociales) de dones que pertenecen a otras personas de la comunidad o al conjunto de ésta. La comunidad les castiga, por tanto, con la consideración de malvados y les condena al desprestigio, a la ruina, a la tortura, a la muerte. Pero hay ocasiones en que al trickster o tramposo se le superpone la doble faz del buen donador y en que opera justamente en el sentido contrario: desposee a sus ilegítimos detentadores de dones que él devuelve a quienes debieran poseerlos; es decir, que recupera dones que otros habían extraído antes, ilegítimamente, del circuito de bienes de la comunidad, para entregarlos a quienes deben poseerlos según las normas de la comunidad. Prometeo (visto desde la óptica de los humanos favorecidos por él) sería un caso auténticamente ejemplar: se trata de un dios que roba un don (el fuego) que pertenece en exclusiva a los dioses para donarlo a los hombres. Ello hace que, lógicamente, los dioses le consideren un traidor y le castiguen como a un saqueador de sus comunes bienes legítimos, y como un incumplidor de las normas de reparto que todos los dioses estaban obligados a respetar. Y también que, al mismo tiempo, los hombres le diesen culto como supremo donador, es decir, como gran héroe, que ofreció a la humanidad el bien más indispensable para el desarrollo de la civilización. También el propio Cid (que desposee violentamente a los moros y engañosamente a los judíos Raquel y Vidas para repartir sus bienes entre los cristianos), los bandidos buenos de tantas épocas y lugares (desde Robin Hood a Curro Jiménez, que roban a los ricos), o los héroes del tipo de Superman o Indiana Jones (que restituyen los bienes robados por los malvados a sus legítimos propietarios) pueden considerarse encarnaciones de este tipo de trickster o burlador heroico que desposee a los malvados y favorece a los débiles, es decir, que pone sus fuerzas y sus mañas al servicio de un reparto más equitativo de los bienes que deben circular en el seno de la comunidad. Los conflictos de donación y de contradonación han condicionado de manera absoluta la historia de la cultura y de la literatura humanas, y, por supuesto también, los procesos de construcción de las imágenes y representaciones de los héroes. Recuérdese, por ejemplo, el conflicto que atraviesa de principio a fin toda la Ilíada homérica porque el acaparador Agamenón decide quedarse egoístamente (¡cuán diferente es, por ejemplo, del Cid castellano!) con lo mejor del botín común y provoca la cólera del desposeído Aquiles y una crisis general en el bando de los griegos. Basta apreciar la consideración que tenían Aquiles y Agamenón (de gran héroe y de soberbio tirano, respectivamente) entre los griegos para confirmar hasta qué punto las actitudes en relación con la distribución y reparto de dones otorgan certificados de heroísmo o de villanía entre quienes las asumen. Prácticas y conflictos de reparto, resueltas por personajes a los que la comunidad favorecida acaba premiando con la consideración y el carisma que se reserva a los héroes o a los héroes-santos, constituyen la clave de muchas de las producciones literarias más elevadas de la historia. Recuérdese la distribución de la Tierra Prometida entre las tribus de Israel que hicieron Moisés y Josué en Números 31:25-54 ("División del botín"), 32:1-42 ("División de Transjordania"), 33:50-56 ("División de la tierra prometida") y 34:16-29 ("Los autores de la división"), y en Josué 13-21. O las gestas y conflictos de donación y de contradonación que constituyen las claves absolutas del Beowulf anglosajón, el Cantar de Guillermo épico-francés, las Eddas nórdicas, el Cantar de los Nibelungos alemán, el Libro del caballero Zifar y las ficciones caballerescas castellanas, el Rey Lear o Ricardo II de Shakespeare, la Jerusalén Conquistada de Lope, el Papá Goriot de Balzac, Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov de Dostoievski, El gran Gatsby de Scott Fitzgerald, o Abenjacán el Bojarí de Borges. Todos estos últimos ejemplos se refieren fundamentalmente a conflictos de reparto de bienes económicos, pero otro tanto nos podríamos extender (si no más) acerca de los conflictos de posesión y de reparto de personas arrebatadas a su comunidad por algún malvado y devueltas al final al mismo grupo por el héroe. Piénsese, por ejemplo, en el rapto de Helena por Paris, y en la guerra provocada cuando toda la comunidad de los griegos se lanza en persecución del raptor y no ceja hasta destruirle y devolver a la mujer a su estatus y a su lugar original. Piénsese también en el mito de don Juan, que culmina siempre con el castigo del antihéroe que acumula mujeres al margen de las convenciones (permiso de la familia y matrimonio jurídico y religioso) fijadas por la comunidad. O en el castigo que sufre el rey don Rodrigo por violar a la Cava, o en la muerte de los seductores y violadores de Fuenteovejuna, Peribáñez y el comendador de Ocaña y El alcalde de Zalamea, o en el destino fatal que espera a los violadores de mujeres en las novelas modernas Raza de bronce del boliviano Arguedas y El perfume del alemán Susskind, o en el drama La visita de la vieja dama del suizo Dürrenmatt. En cada una de estas tradiciones épicas y literarias, el héroe que castiga al seductor, violador y acaparador de mujeres al margen de los pactos y leyes sociales es la propia colectividad, el pueblo en su conjunto, que se siente tan en peligro cuando cualquier aventurero le arrebata sus mujeres (garantía última de su propia supervivencia y continuidad como pueblo) que hasta omite la fase intermedia habitual de delegar su representación en un héroe individual y asume como sujeto colectivo tanto el papel recuperador y reintegrador de la pieza robada al puesto que ocupaba originalmente como la función de hacer justicia y de castigar los desordenados apetitos del saqueador. Claro que tampoco son desconocidas las heroicidades individuales en casos parecidos, como las de Perseo liberador de Andrómeda, San Jorge rescatador de la doncella guardada por el dragón, o los héroes de tantos westerns que no descansan hasta arrebatar de manos de los forajidos a las mujeres raptadas. Un último y apresurado apunte sobre esta misma cuestión: en el sistema de representaciones mítico-épico, cuando el raptor de la mujer es un guerrero, o, peor aún, un productor (agricultor, ganadero, artesano), su destino implica fatalmente el castigo por el héroe-comunidad o por el héroe-individuo. Pero cuando el raptor es un dios, muchas tradiciones contemplan esa violación como algo no sólo positivo, sino incluso felizmente engendrador de pueblos y linajes. Algunos grandes pueblos griegos fueron fundados por héroes nacidos de una madre violada por algún dios (como fue el caso de Teseo, el fundador de Atenas, hijo de una violación perpetrada por Poseidón); los romanos hubieron de consumar el célebre rapto de las Sabinas antes de comenzar su imparable expansión como pueblo; y lo que se llamaba ius primae noctis ("derecho de la primera noche") o, más vulgarmente, "derecho de pernada", se consideraba absolutamente positivo cuando era ejercido por una autoridad divina, o bien sacerdotal o monárquica (los reyes y sacerdotes se hallaban identificadas en última instancia con lo divino en las sociedades teocráticas antiguas). Muchos pueblos de todo el mundo siguen conservando aún la costumbre matrimonial que se conoce como el rapto de la novia, porque se cree que la escenificación ritual de ese acto violento (en realidad, se trata de un simple simulacro pactado y deseado por ambos contrayentes) dentro de un marco religioso será la mejor garantía de viabilidad y de fecundidad para ese matrimonio. Y aún hoy, y en nuestras propias sociedades, la extendidísima costumbre de la luna de miel sigue constituyendo un simulacro de separación radical y violenta (aunque ya en la fase posmatrimonial) de la mujer en relación con su familia que se cree simbólicamente adecuada (por no decir indispensable) para que el matrimonio comience bien su andadura. Concluiremos atendiendo a los bienes de tipo simbólico o cultural esta visión panorámica de los conflictos de don superados por héroes repartidores o provocados por antihéroes acumuladores. Recordemos a los antihéroes Adán y Eva, y pensemos en su desobediencia de las normas de reparto instauradas por Yavé en relación con los dones del Paraíso. A Adán y Eva les fue dado disponer libremente de todos los bienes del lugar, excepto de uno, el Árbol de la Ciencia, que Yavé se había reservado para sí mismo. Al robar su fruto y acumular, en beneficio propio, más bienes (simbólico-culturales en este caso) de los que les correspondían, los padres de la humanidad se rebelaron contra la religión (cuya norma esencial es la del compartir fe y bienes en el seno de una comunidad de creyentes) y sentaron las bases de la cultura humana (cuya clave esencial es la aspiración a saber, a poder y a poseer siempre más), pero dieron también el primer ejemplo de lo que el destino depara a quienes no controlan el apetito (tan cultural, es decir, tan humano) de acumular dones en detrimento de las leyes de reparto que garantizan el equilibrio de toda la comunidad. Pensemos también en Pandora, otro personaje mítico que habitaba una Edad de Oro sin males ni dolores, y que sólo tenía limitado el bien de saber lo que había en el interior de una misteriosa jarra. Cuando Pandora descubrió su interior, satisfizo su curiosidad, es decir, su afán de posesión no limitada de bienes simbólico-culturales que le estaban vedados, pero también arruinó (de la caja salieron los males, dolores y enfermedades) a una humanidad que desde entonces se halla en crisis permanente por el afán de cada uno de sus miembros de acumular en beneficio propio bienes (simbólico-culturales, económicos y personales) extraídos del circuito comunitario. Pensemos también en cómo Orfeo perdió a su mujer Eurídice por incumplir la norma de no mirarla, en cómo la mujer de Lot se convirtió en estatua de sal por volver la cabeza para contemplar la destrucción de Sodoma y Gomorra, y en cómo las esposas de Barba Azul se iban condenando a medida que abrían la puerta prohibida del palacio de su esposo: todos estos personajes tienen en común el haber sido castigados por intentar adquirir un tipo de conocimiento prohibido (mediante la mirada en los últimos casos, mediante el sentido del gusto en el de Adán y Eva); es decir, por intentar poseer ilegítimamente unos dones culturales de los que estaban excluidos por unas normas de reparto emanadas de poderes superiores.
3. El héroe penetrador del espacio más estrecho y del
espacio más ancho
En La alfarera celosa analizó Claude Lévi-Strauss unos
cuantos mitos amerindios que intentaban explicar la lejanía en que se encontraban diversos objetos, seres y astros alegando que habían sido proyectados a lo lejos, como si fueran proyectiles, a través de espacios en forma de tubo (cuerpos abiertos de diversos animales o personas, cerbatanas, pipas, etc.). Aunque, por desgracia, Lévi-Strauss se abstuvo de extrapolar cualquier conclusión a otros campos de la literatura y de la cultura, su análisis nos abre a nosotros vías muy estimulantes para la reflexión en el campo de los mitos, de la épica y de la lógica de lo heroico en general. Por una razón muy sencilla: porque a todos los héroes les define la capacidad de llegar más allá de donde llega el común de los mortales; y porque (y esto es lo verdaderamente asombroso) para ello es muy común que pasen o que hagan pasar, a ellos mismos o a otras personas u objetos, por espacios sumamente estrechos. Los límites y los espacios que quedan entre rocas que chocan, puertas que se abren y se cierran, o aplastantes mandíbulas animales, pueden ser considerados como diferentes especies de tubos de amenazante estrechez que sólo el héroe, con sus potencias sobrehumanas, es capaz de atravesar. Y que, a su vez, potencian su estatura épica, propulsándole, gracias justamente a su estrechez, a distancias y a mundos donde nadie llegaría sin ese impulso. Esos espacios estrechos, guardados, amenazantes, peligrosos, que suelen tener forma de tubo o de entrada de tubo muestran, en muchos casos, una dinámica que podríamos llamar gemelar, es decir, que aplasta entre paredes o fuerzas gemelas, que devora, mata o impide la salida de quienes pasan a su través (excluido el héroe, claro). Suele tratarse de túneles, pasadizos, desfiladeros, laberintos, puentes, escaleras, caminos estrechos (si son encrucijadas, es decir, dobles caminos, aún mejor), puertas que se cierran o umbrales peligrosos, rocas que chocan, bocas de cuevas, columnas abatibles, mandíbulas, pinzas o cuernos de animales, vaginas dentadas, o (si nos trasladamos al terreno de la épica deportiva moderna) porterías de futbol, cestas de baloncesto, hoyos de golf, líneas de meta de atletismo, caminos montañosos poco practicables, cuevas para practicar la espeleología, o hasta itinerarios de parchís o del juego de la oca, etc. etc. etc. Muchos hemos jugado, de niños, a soplar proyectando a lo lejos granos de arroz a través de tubos vacíos de bolígrafos. Todos sabemos que, para que el arroz llegue lo más lejos posible, debe atravesar un tubo lo más ceñidamente estrecho que se pueda alrededor suyo. Cuanto más ancho y holgado sea el tubo, menor fuerza adquirirá y menos lejos llegará el grano de arroz. Cuanto más ceñido esté al grano de arroz, más lejos llegará éste. Leyes físicas parecidas a las que operan cuando soplamos un grano de arroz por el tubo vacío de un bolígrafo son las que explican que una bala de cañón o de pistola, o una nave espacial, o las partículas lanzadas a través de un acelerador, adquieran tanta fuerza y lleguen tan lejos. O las que justifican fantasías como las del túnel del tiempo o el túnel conductor al más allá que muchas personas aseguran haber entrevisto antes de salir de situaciones muy próximas a la muerte. Aunque sólo tuviera una idea muy intuitiva de tales leyes físicas, y tampoco supiera mucho de la lógica de lo heroico, el célebre Barón de Munchausen, que hizo un fantástico viaje montado sobre una bala propulsada a través de un cañón, puede ser tomado como un representante obvio y ejemplar de este tipo de desplazamiento heroico. Mijail Bajtin elaboró conceptos que nos pueden ser útiles para reflexionar sobre estos hechos en su Teoría y estética de la novela. Distinguió allí diversos cronotopos o modelos de representación cultural y literaria que, en síntesis, identificó como 1) el encuentro y el camino, 2) el castillo, 3) el salón-recibidor y 4) el umbral. Aunque el crítico ruso utilizó estos conceptos para reflexionar sobre la novela realista ─en la que se difuminan mucho las representaciones de lo heroico─ no cabe duda de que la puesta en relación que él hizo del camino y del umbral con las nociones de progreso, crisis y transformación vital, es decir, con el paso de los personajes literarios a una nueva situación o estatus, nos permite aprovechar su teoría como parangón de lo que, en el ámbito de la literatura épico-mítica, suponen los caminos y umbrales, y, por extensión, ésas y otras modalidades de tubos estrechos. Podría confeccionarse un elenco nutridísimo de heroes que penetran o que hacen penetrar a algo o a alguien en espacios de este tipo, y, aunque sus formas adopten apariencias muy variables, no nos costaría trabajo apreciar en su trasfondo funciones y simbolismos ciertamente parecidos. Recordemos a Gilgamesh atravesando los desfiladeros de las siete montañas o el túnel del infierno, o enfrentándose a los cuernos gemelos del Toro Celeste; a Moisés y luego a Josué separando las aguas para que pasasen por ellas sus pueblos, antes de que se abatiesen (en el primer caso) sobre los nada heroicos egipcios que les perseguían; a Prometeo, cuyo nombre parece proceder del sánscrito Pramantha, "el taladro para hacer fuego", "el barreno", "el perforador", franqueando para robar el fuego las puertas de la morada de los dioses guardadas, según Platón, por "centinelas espantosos"; a Jasón, Odiseo y Orestes cruzando entre las Simplégades o rocas que chocaban para aplastar a los barcos; a Jasón desafiando las mandíbulas aplastantes del gran reptil que guardaba el Vellocino de Oro; a Odiseo haciendo entrar al célebre caballo y al ejército griego a través de los muros hasta entonces inexpugnables de Troya; a Teseo entrando y, sobre todo, ¡saliendo vivo! del Laberinto, que es, sin duda, la imagen más turbadora, desarrollada y radical del tubo estrecho que sólo pueden atravesar en sentido de entrada y de salida los héroes; a Edipo matando involuntariamente a su padre porque le cerraba el paso en una encrucijada de caminos; a Psique atravesando otras dos terribles rocas que chocaban (en El asno de oro VI:14 de Apuleyo); a Eneas, Dante, Don Quijote (en su descenso a la Cueva de Montesinos) o Borges (en El Aleph) atravesando estrechos pasadizos o temibles puertas que conducían al más allá; a Alí Babá entrando (¡y saliendo!) de la cueva de los ladrones; a Sigfrido atravesando las murallas y las corazas de Brunilda; al héroe del Libro del Caballero Zifar franqueando la puerta de las Ynsolas Dotadas; a la fantasmal Estatua del Comendador del Don Juan Tenorio de Zorrilla en su proclamación triunfal: "Tu necio orgullo delira, / don Juan: los hierros más gruesos / y los muros más espesos / se abren a mi paso: mira"; al aterrorizado protagonista de La caída de la casa Usher de Poe deambulando y escapando de la destrucción por inquietantes pasillos y pasadizos; a Alicia en el País de las Maravillas impulsada al más alla a través de una madriguera que "era un largo túnel que, de improviso, torcía su curso y descendía de forma tan inesperada, que Alicia, sin tiempo para pensar en detener su caída, se precipitó por lo que parecían las paredes de un pozo muy profundo"; a los héroes protagonistas de El mago de Oz de L. Frank Baum, que cruzan un tronco sobre el abismo y luego lo hunden cuando quieren franquearlo sus monstruosos perseguidores; a Peter Pan atravesando y haciendo atravesar a sus amigos infantiles las ventanas que conducen a su fantástico país; o a los protagonistas de las sagas literarias y cinematográficas de El señor de los anillos, La guerra de las galaxias, Indiana Jones, Harry Potter y tantas más, entretenidos siempre en atravesar toda suerte de peligrosísimos puentes, pasadizos, desfiladeros, bocas de cuevas, etc. etc. etc. Dentro de estos amplios "etcétera" habría que incluir también a los deportistas modernos cuyas gestas consisten en penetrar los primeros (es decir, en hacer que sus cuerpos penetren los primeros) por metas de atletismo, de ciclismo o de automovilismo, o por rutas de montaña cada vez más estrechas e impracticables, o por cuevas en que la práctica de la espeleología se convierte en un difícil arrastrarse por túneles y oquedades. A sir Edmund Hillary y Tenzing Norgay les convirtió en héroes para siempre el haber sido los primeros seres humanos que escalaron el Everest. Para ello debieron ascender por caminos cada vez más estrechos, cada vez más precarios, cada vez más críticos. Su enorme esfuerzo recibió el reconocimiento del carisma heroico, que reforzó el hecho de que no sólo pudiesen ascender a la elevada cima, sino también de que pudiesen hacer el camino de regreso y descender de nuevo por sus peligrosísimos caminos. La capacidad penetradora del héroe debe acreditarse tanto en el sentido de entrada como en el de salida del tubo. En ningún caso puede quedarse el héroe dentro. Quedarse en el interior del tubo equivale a la muerte, supone el devoramiento por las fuerzas contrarias, aplastantes, que pueden engullir a cualquier tipo de persona que no sea el héroe. El tubo puede que tenga una sola puerta que sirva al mismo tiempo de entrada y de salida (la gruta de Alí Babá, el túnel por donde bajó Don Quijote a contemplar a Montesinos, la puerta del sótano al que descendió Borges para contemplar el Aleph, por ejemplo). Y puede que tenga una puerta de entrada y otra distinta de salida (cualquier puente, cualquier escalera, cualquier camino, cualquier desfiladero tienen al menos una vía de entrada y una de salida). Pero el héroe tiene siempre que salir, ya sea por el acceso único o por la segunda vía, mientras que el no-héroe no podrá entrar, y, si entra, no podrá salir. Para cualquier persona resultaría fácil penetrar (y morir) en el laberinto de Creta. Lo difícil era salir de él, cosa que sólo logró el heroico Teseo. Del mismo modo, a cualquiera podría resultar sencillo (y hasta fatal e inevitable) atravesar después de la muerte el túnel, el puente o la puerta que, según tantos mitos, conducen al más allá: es el regreso lo que ha estado tradicionalmente reservado sólo a algunos grandes héroes: Gilgamesh, Eneas, Dante, etc. A veces, la acción épica se identifica con la penetración corporal y tiene una fuerte dimensión sexual. En muchas tradiciones mitológicas (sobre todo amerindias) conoce extraordinario arraigo el mito llamdo de la vagina dentata, que tiene que ver con una mujer primordial que tenía dientes en la vagina y con un héroe civilizador que se los rompió con su pene (lo que justificaría la menstruación femenina) y que la penetró para hacer posible la generación del linaje humano. Psicólogos y psicoanalistas han hablado tanto del miedo latente en muchos hombres a la estrechez del conducto vaginal (lo que provocaría lo que Freud llamó el complejo de castración) como al trauma del nacimiento que surgiría en el mismo momento en que el ser humano atraviesa la estrecha apertura que separa el útero materno del mundo exterior. Momento que siempre ha sido considerado peligroso y crítico, aunque los avances de la medicina moderna hayan reducido sustancialmente los índices de mortalidad (infantil y materna) provocados por el parto. En el extremo opuesto al de los hombres que sufrirían el llamado complejo de castración y que exteriorizarían su miedo a la vagina estarían algunas variedades de héroes jactanciosos (o quizás de antihéroes jactanciosos, porque, como apreciaremos después, la jactancia es una cualidad ciertamente antiheroica) de sus proezas sexuales y de sus capacidades de penetración, desde Casanova hasta los playboys actuales, que llegan a veces a alcanzar una gran popularidad mediática y a protagonizar pseudoepopeyas que causan a veces más hilaridad que admiración. Otras veces, la acción épica tiene que ver con rituales de iniciación que deben cumplir los humanos para pasar de un estatus de clase de edad o de posición cultural o religiosa a otro, o bien de la enfermedad a la curación. El esfuerzo, las privaciones y el dolor físico que se asocian muchas veces a estos ritos (sobre todo cuando son de tipo estrictamente iniciatorio, y no médico) hace que lo que en principio parecen simples procesos de promoción a categorías socioculturales superiores se aproximen a auténticos procesos de acreditación heroica. Los antropólogos Victor Turner y Wayland D. Hand, entre otros muchos, han teorizado sobre lo que en muchos pueblos significa "pasar a través de" un espacio estrecho sacralizado (una oquedad en alguna piedra o árbol, un túnel subterráneo, etc.) en las ceremonias de paso de un estatus sociocultural a otro (por ejemplo, de la infancia a la adolescencia). Yo he analizado lo mismo en relación con viejas y extendidísimas prácticas de curación de enfermedades (por ejemplo, de la hernia infantil) que hacen pasar a los enfermos a través de ramas hendidas de árboles, oquedades en piedras u otros espacios estrechos. Muchos otros estudiosos, como George Black o Mircea Eliade, han hablado del paso por el tubo estrecho como símbolo de un auténtico renacimiento o regeneración personal. Todo ello refuerza aún más el simbolismo de estos ritos de penetración por tubos estrechos como estrategias de promoción a situaciones diferentes y superiores que de ningún modo son ajenas a las que, en situaciones y contextos diferentes, se atribuyen a los héroes. En ocasiones, la lógica épica no exige que el héroe alcance a atravesar el tubo, sino que, simplemente, lo haga atravesar a otras personas u objetos. Es el caso de Roldán, vencido y muerto ante el desfiladero de Roncesvalles, pero responsable de la gran proeza de que pudiese pasar por el tubo estrecho el grueso del ejército francés. O de los futbolistas, baloncestistas o golfistas modernos, cuya fama crece en la medida en que meten objetos en espacios sumamente estrechos; de hecho, si las porterías, cestas y agujeros fuesen más anchos, el mérito heroico sería lógicamente menor, y la exhibición deportiva perdería su sentido. Considerar a los deportistas de élite modernos como herederos de los héroes de antaño puede parecer discutible, pero tiene, desde luego, su justificación: los mejores deportistas actuales realizan también proezas de vigor y destreza física que ponen al límite las capacidades del cuerpo humano; y, sobre todo, generan a su alrededor una adhesión comunitaria tan fervorosa que puede llegar a adquirir una indudable dimensión político-nacionalista cuando se enfrentan equipos o selecciones deportivas de ciudades o de países rivales. La fama de la que han gozado, en vida y después de la muerte, algunos de los grandes deportistas del siglo XX, ha rozado, si no superado, los límites de la mitificación heroica. Y aunque a muchos les pueda parecer exagerado comparar los combates entre griegos y troyanos con los encuentros entre el Real Madrid y el Barcelona, o entre las selecciones de fútbol de Argentina y Brasil, o entre los primeros tenistas del mundo, es indudable que, en el plano de la recepción al menos, a sus millones de seguidores les emocionan y les fanatizan las gestas de sus ídolos deportivos tanto como las gestas de sus héroes debieron exaltar y conmover a los auditorios de Homero. Dice el evangelio de San Mateo VII:14: "¡Que estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida, y cuán pocos los que dan con ella!". Puede que en ningún otro texto literario haya quedado más sintéticamente representada que en éste la línea que separa las acciones y el destino del humano común de los del héroe (cristiano en este caso). Y dice también un precioso pasaje de El libro de los abrazos del escritor uruguayo Eduardo Galeano: "Helena soñó que hablaba por teléfono con Pilar y Antonio, y eran tantas las ganas de darles un abrazo que conseguía traerlos desde España por el tubo. Pilar y Antonio se deslizaban por el teléfono como si fuera un tobogán, y se dejaban caer, tan campantes, en nuestra casa de Montevideo". Como podemos apreciar a partir de este otro texto, el tránsito a través de tubos como espacios mediadores entre un mundo y otro, entre un estatus sociocultural y otro, es una de las fantasías más idealizadas y persistentes que quedan entre los humanos. Algo más hay que añadir a la casuística del tubo estrecho. En los mitos, en las epopeyas y en muchos de los relatos en que es una persona común (y más aún si es algún villano perseguidor) y no un héroe quien tiene la pretensión de atravesar y franquear ese espacio crítico, lo común es el aplastamiento y la muerte en la entrada o en el interior del tubo: entre las Simplégades, en el laberinto, hundido con el puente, engullido por las mandíbulas de los animales custodios, etc. etc. etc. ¿Casos ejemplares? Los egipcios ahogados entre las aguas del Mar Rojo que antes se habían abierto para dejar pasar a los judíos; el hermano egoísta de Alí Babá, atrapado para siempre en el interior de la cueva; Calisto, el antiheroico mal donador muerto en el crítico lugar de acceso (la escalera) al bien que deseaba (Melibea); los malvados que quedan atrapados y mueren en el interior del Templo Maldito después de que Indiana Jones haya logrado, en el último momento, sacar de él a sus amigos y salir con gran esfuerzo él mismo. Etc. Falta dedicar algunos breves párrafos a la modalidad de desplazamiento heroico justamente opuesta a la que acabamos de analizar: la del héroe que cruza los espacios más anchos que es posible concebir (el aire, el mar, el desierto, el bosque). Recordemos, antes de nada, unas líneas del Poema de Gilgamesh que fueron escritas en lengua acadia en la Babilonia de antes del 1.500 a.C.: "Tal era Gilgamesh, perfecto, deslumbrante, Aquel que abrió los pasos de las montañas, excavó pozos en la nuca de los montes, cruzó el mar, el Mar inmenso hasta que halló por donde sale el Sol, y exploró el universo entero buscando la vida sin fin". "Aquel que abrió los pasos de las montañas", aquel que "excavó pozos": ésas son palabras que definen al héroe que penetra en lo estrecho. Aquel que "cruzó el mar, el Mar inmenso", "aquel que exploró el universo entero": ésas son palabras que definen al héroe que transita por lo ancho. Gilgamesh era, pues, un héroe ambivalente, señor de los estrechos y de las anchuras, como fue también Moisés, que condujo a su pueblo a través de las aguas abiertas del Mar Rojo y a través del desierto; como lo fueron Odiseo, Jasón y Teseo, que igual escapaban de los tubos estrechos de las Simplégades o del laberinto que alcanzaban sus remotos destinos en el confín del inmenso mar; o como son los héroes de La guerra de las galaxias o de El señor de los anillos, que con la misma pericia atraviesan puertas, puentes y desfiladeros estrechísimos que desiertos inabarcables. Esta ambivalencia no deja de tener un sentido profundamente lógico: si por un lado es cierto que el tránsito de un mundo a otro ha quedado simbolizado muchas veces mediante la representación de un tubo estrecho, también lo es que en otros casos la frontera se ha identificado con un espacio extenso: el agua de la laguna Estigia separaba para los griegos el mundo de los vivos del de los muertos; los antiguos egipcios y nórdicos imaginaban las almas cruzando el mar en barcos para llegar al más allá; el aire inabarcable separa lo la tierra del cielo divino para los cristianos... A los héroes capaces de cruzar y de enseñorearse del aire, del mar, del desierto o de la selva pueden añadirse personajes de ficción tan emblemáticos como Superman, Indiana Jones, Tarzán o los protagonistas de las novelas de Julio Verne; y personajes reales como Robin Hood (recuérdese su apodo: Robin de los Bosques) o Cristóbal Colón, Livingstone, Amundsen y el resto de los descubridores y exploradores marítimos o terrestres que cada país ha convertido en sus propios héroes nacionales; e incluso deportistas modernos como los que surcan el aire, el mar, el bosque o el desierto en globos, tablas de surf, botes, motocicletas o automóviles. ¿Qué tienen todos ellos en común? Que son capaces de desplazarse épicamente dentro de lo que para los demás humanos serían espacios impracticables, de inabarcable extensión e imposible tránsito. Hay un hermosísimo cuento de Borges que se titula Los dos reyes y los dos laberintos, y que relata cómo un rey quiso burlarse de otro rey haciendo que se perdiera dentro de un laberinto que había mandado construir, y cómo la víctima del engaño, tras lograr salir del trance con la ayuda de Dios, hizo la guerra al primero, le capturó y le abandonó en un desierto sin fin, donde el malvado encontró la muerte. La relación simbólica entre los dos espacios (el laberinto estrecho y el desierto extenso) es aquí, una vez más, una relación tanto de oposición como de indesligable complementariedad. Lo cual demuestra que, muchas veces, es la distancia entre los extremos la que con más facilidad y rapidez puede recorrerse. Acaso pueda ayudarnos a interpretar mejor estos fenómenos la teoría de Claude Lévi-Strauss que defiende que la lógica de los mitos se articula alrededor de parejas binarias (el bien y el mal, lo alto y lo bajo, lo crudo y lo cocido, etc.) que la comunidad percibe como opuestos y al mismo tiempo como parejas lógicas que se necesitan, se implican y se llaman en todo tipo de discursos culturales.
4. Los héroes de cuerpos cerrados y los antihéroes de
cuerpos abiertos
El cuerpo de todos los seres humanos y de todos los
animales tiene también forma de tubo, con orificios de entrada (para la comida y la bebida) y de salida (para las palabras, saliva, vómitos) en la parte superior, y con orificios de entrada y de salida (los genitales y el ano) en la parte inferior. En La alfarera celosa de Lévi-Strauss se analizaban justamente los mitos amerindios que explicaban, por ejemplo, la lejanía de los astros como consecuencia de su propulsión a través de los cuerpos en forma de tubo de determinados animales o personas. La continencia y la incontinencia oral y genital (es decir, el cierre o la apertura de los orificios corporales) que los indígenas asociaban a determinados animales o personas establecían jerarquías simbólicas y clasificaciones morales, además de condicionar los desplazamientos en el espacio de los objetos y seres que, en los mitos correspondientes, pasaban a su través. En otro orden de cosas, Mijail Bajtin, en La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, utilizaba el símil del cuerpo abierto para representar el dinamismo transgresor del carnaval y el del cuerpo cerrado para simbolizar el estatismo conservador de la cuaresma. Durante el carnaval se abren, en exultante catarsis individual o colectiva, los orificios corporales superiores (se comen alimentos que en otras épocas están tabuados, se critica, se insulta, se grita, se canta) e inferiores (se exalta y practica la promiscuidad sexual), mientras que durante la cuaresma sucede justamente al revés, porque se trata de la época del ayuno, del silencio y de la continencia, es decir, del cierre del cuerpo y de sus orificios. El carnaval no sólo tiene a la cuaresma como opuesto lógico; también la épica es su opuesto lógico. El carnaval exalta la apertura de los cuerpos y por tanto, la penetración (con entrada y salida) a través de esos cuerpos de palabras, de alimentos, de flujos y objetos sexuales. La épica exalta el cierre y, por tanto, la continencia en el tráfico de palabras, alimentos, flujos y objetos sexuales a través del cuerpo del héroe o de la heroína. Dicho de otro modo, el héroe es tanto más héroe cuanto más penetrador (de otros espacios, de otros cuerpos) y menos penetrado (de y en su propio espacio corporal). Desde antiguo, la apertura simbólica del cuerpo ha estado asociada al concepto del pecado, y su cierre simbólico al de la virtud. Muchos héroes son castos (como Parsifal, Lohengrin, don Quijote o los protagonistas de los cuentos maravillosos antes de contraer matrimonio), austeros en el habla, en los juicios, en la comida o en las costumbres (como don Quijote cuando no delira, o como el anciano protagonista de El viejo y el mar de Hemingway) o callados y observadores (como Sherlock Holmes o como los rudos y perspicaces protagonistas de westerns y de cine negro al estilo de los personajes que encarnaron John Wayne o Humphrey Bogart). Y muchos antihéroes encarnan los rasgos justamente contrarios: son lujuriosos (don Juan, etc.), inmoderados y jactanciosos en el habla, en el canto, etc. (el Nerón que cantaba ridículamente, el tirano Ubu rey de Alfred Jarry) y maledicentes y mentirosos (el Yago del Otelo shakespeariano, el Clodio del Persiles cervantino, etc.). En la hermosísima novela del chileno Luis Sepúlveda que se titula Un viejo que leía novelas de amor es muy reveladora la comparación de la continencia y sabiduría del heroico y anciano protagonista (frugal, silencioso, austero, delgado) y la incontinencia, necedad y maldad del antiheroico alcalde (glotón, vociferante, consumista, obeso). Las representaciones tradicionales de los santos nos pueden ilustrar de forma muy significativa sobre lo mismo. Los santos son los paralelos simétricos del héroe en el ámbito de lo religioso. Los santos son donadores radicales que lo dan todo a su comunidad (especialmente a los miembros que menos tienen), e intentan sacar lo menos que pueden de los bienes que tiene ésta, porque el consumo de cualquier bien se suele identificar con el concepto de pecado: de lujuria, de avaricia, de gula, de soberbia, según se posean y se consuman sexo, riquezas, comida, saberes, poder, autoridad, etc. Si, en muchas culturas, los santos tienen sus cuerpos cerrados, es decir, si hacen voto de castidad o de pobreza o de ayuno o de obediencia o de retiro o de silencio, es porque cerrar los cuerpos y apartarse del circuito de consumo sexual o económico o alimenticio o político o cultural equivale a apartarse también del pecado. Algunos escritores han jugado de manera genial, e incluso invertido de manera fascinante, las posibilidades de tratamiento simbólico que ofrece el espacio que hay entre ambos polos lógicos. François Rabelais (al que tanto y tan bien estudió Bajtin) defendió en su Gargantúa y en su Pantagruel (hilarantes biografías de dos de los más grandes paladines literarios de la incontinencia) lo contrario de lo que las instituciones de poder defendían: que la risa exaltada, la apertura incontinente del cuerpo, la licenciosidad sin prejuicios, permiten una especie de catarsis intrínsecamente beneficiosa para la salud individual y social, porque estimulan la liberación y evacuación de las tensiones acumuladas entre élites y plebe. Jorge, el monje fanático que protagoniza de El nombre de la rosa de Umberto Eco, defendía justamente lo contrario: el carácter intrínsecamente perverso y pecaminoso de la risa, de la apertura profana del cuerpo. Y lo hace, justamente, en el interior de una biblioteca laberíntica, es decir, en el interior de un tubo complicado y retorcido que acaba cerrándose sobre él y sobre sus víctimas. Gabriel García Márquez hizo otra inversión magistral de los mismos polos lógicos en Cien años de soledad. La marca distintiva de los habitantes del Macondo de la edad dorada era la apertura radical de sus cuerpos: la incontinencia oral y genital, las comilonas inmensas, las blasfemias continuas, los amores sin freno, los incestos multiplicados, la portentosa fecundidad de las mujeres y de los animales, eran el signo bajo el que vivía el pueblo en sus mejores tiempos. Un día llega a Macondo la extraña Fernanda del Carpio y todo empieza a cambiar: ella es la primera que cierra la puerta de una casa, la primera que veta las grandes comilonas, la primera que se escandaliza y pone obstáculos al vertiginoso tráfico sexual que imperaba entre los habitantes del pueblo. A partir de ese momento, Macondo empieza a deslizarse por una destructiva pendiente de cierres: cierres de los vientres fecundos de las mujeres y de las terneras, cierres de casas abandonadas, cierre del último cuerpo que muere al parir un monstruo el mismo día en que se consuma la destrucción de Macondo, cierre de la última habitación del último habitante antes de que la tierra se cierre sobre el pueblo... Para García Márquez, la apertura natural y espontánea de los cuerpos se identifica con una edad de oro que tiene mucho de épica, aunque se trate de una épica del placer y de la paz en vez de una épica del sacrificio y de la guerra; igual que el cierre forzado se identifica con una decadencia que sólo puede conducir a la destrucción y a la muerte. La interpretación posiblemente más genial, más original, más coherente desde el punto de vista simbólico de todas las que se han hecho nunca sobre la lógica de los cuerpos abiertos y cerrados, sobre sus dimensiones éticas y sobre sus proyecciones heroicas, es la que hizo Miguel de Cervantes en su inmortal Don Quijote. Cervantes junta en las páginas de su novela a un caballero escasamente hablador (salvo cuando delira), poco comedor, de costumbres sumamente austeras y exageradamente delgado, con un escudero parlanchín, de irrefrenable apetito, ambición consumista, y obesidad proverbial. Don Quijote es un cuerpo radicalmente cerrado. De carácter silencioso y taciturno, reclama muchas veces a Sancho silencio y mesura en el habla. Apenas come, y cuando come, come poco, come mal, y a veces no llega ni siquiera a digerir la comida: una vez le tienen que dar precariamente de comer a través de un canutillo que atraviesa su celada, otra vez se alimenta de hierbas silvestres mientras hace penitencia en Sierra Morena, una noche, en la venta, vomita cuando le pisan el vientre, y en otra ocasión vuelve a vomitar tras ingerir el bálsamo de Fierabrás. Es decir, que el alimento no llega a veces ni siquiera a hacer el recorrido completo de su tubo corporal. Don Quijote es, además, casto y puro. Y jamás se deja sorprender evacuando por sus orificios inferiores. Sancho es, naturalmente, todo lo contrario: un cuerpo radicalmente abierto, por arriba y por abajo. Hablador incansable, y hasta inoportuno e impertinente, decidor de refranes vengan o no a cuento, comilón insaciable, consumidor egoísta de todos los bienes que es posible consumir, además de casado y padre, es decir, de no casto. En la novela se le sorprende abriendo los orificios inferiores de su cuerpo cuando evacúa su vientre en la célebre aventura de los batanes, o cuando imagina fantasías zoófilas en el episodio en que cuenta sus "entretenimientos" con las Siete Cabrillas. En una ocasión, sin embargo, las tornas se vuelven por completo, y Sancho asume la condición de absoluto y carismático donador. Eso sucede en el que quizás sea el episodio más asombroso, denso y original de toda la gran novela: el de su travestimiento en gobernador de la Ínsula Barataria. Sancho, convertido en juez, dona o reparte justicia en tres ocasiones. En las tres ocasiones lo hace de manera absolutamente inteligente y feliz, y, además (¡cosa asombrosa en él!), reflexionando en silencio y abriendo la boca para hablar sólo con mesura y propiedad. En una ocasión redistribuye bienes económicos (las monedas escondidas en el interior de una caña), en otra redistribuye bienes convertidos en puramente simbólicos (las capuchas confeccionadas por el sastre, destinadas a juguete de presos), y en otra redistribuye el precio de los favores de una mujer (en el episodio de la prostituta y su cliente). Su estatura y su eficacia de gran donador quedan, en consecuencia, trasparentemente puestas de manifiesto, y el pueblo le aclama y le eleva a la condición de héroe. Pero entonces sucede algo ciertamente asombroso, de una profundidad simbólica excepcional, y de una finura y resolución literarias insuperables: mientras Sancho se halla metamorfoseado en gran donador, deja de comer. Su médico le impide introducir en su cuerpo cualquier alimento, para que la ingestión de manjares inconvenientes no ponga en peligro su preciosa salud. El antiguo siervo y nuevo héroe se ve obligado a decidir entonces qué tipo de personalidad es la que desea asumir: si quiere la del donador-distribuidor de cuerpo cerrado que debe consumir lo mínimo imprescindible para que quede así plenamente realzada su estatura heroica; o si prefiere la del acaparador-consumidor cuyo cuerpo puede seguir relajadamente abierto, aun a costa de perder el carisma que se asocia a la generosidad, el reconocimiento que premia la justicia y, en definitiva, las marcas que identifican lo heroico. Sancho elige, naturalmente, lo que al final hemos tenido que elegir todos los seres humanos que no somos héroes.
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