Revolución Urbana y Derechos Ciudadanos Jordi Borja
Revolución Urbana y Derechos Ciudadanos Jordi Borja
Revolución Urbana y Derechos Ciudadanos Jordi Borja
Jordi Borja
La revolución urbana, como ocurre con cierta frecuencia en la historia, se nos aparece como una
contrarrevolución. Y lo es, aunque con perspectiva (o prospectiva) histórica es probable que se
considere como una revolución. Sin remontarnos al Neolítico y la aparición del fenómeno urbano,
desde la Baja Edad Media hasta ahora, se conocen algunas revoluciones urbanas. Siempre más o
menos vinculadas a revoluciones tecnológicas y económicas, demográficas y sociales, políticas y
culturales. Siempre suponen un cambio de escala, de forma de gobierno, de base
socioeconómica y de nuevos comportamientos y valores colectivos. En los largos períodos
de cambio las ciudades viven transformaciones estructurales,emergen las contradicciones
escondidas, se multiplican los conflictos sociales y las formas políticas entran en crisis. Los
poderes establecidos no pueden mantenerse como en el pasado y multiplican los mecanismos de
dominación y los colectivos sociales dominados rechazan las formas y las prácticas políticas
existentes cada vez con mayor radicalidad. Las ciudades son el escenario de los cambios, donde
éstos se hacen visibles.
En relación a las anteriores revoluciones urbanas hay que destacar dos características nuevas,
una es física y la otra es económica. El desarrollo físico de las ciudades, o mejor dicho de la
urbanización actual y la ocupación extensiva del territorio, se caracteriza por el cambio de escala y
la discontinuidad del espacio urbanizado. La ciudad de la Baja Edad Media y la de la Edad
Moderna se desarrollan in situ, en el interior de las murallas muchas veces o mediante núcleos que
nacen y crecen pegados a la ciudad, los faubourgs. Con la revolución industrial y los nuevos medios
de transporte se produce un desarrollo periférico más extenso, tanto debido a la localización de las
nuevas actividades económicas como por la instalación de poblaciones atraídas por aquéllas. Se
generan así las aglomeraciones urbanas, con frecuencia plurimunicipales, en las que hay una
continuidad de lo urbano articulado por los nuevos medios de transporte (tranvía, ferrocarril). Serán
lo que en el siglo XX se llamarán las áreas metropolitanas, según un esquema de centro(s) y
periferia(s). La urbanización actual, la que se ha desarrollado en las últimas décadas, genera
extensos espacios ocupados pero con frecuencia de baja densidad, por la fragmentación de lo
urbano con intersticios expectantes aún no urbanizados y por la segregación social y la
especialización funcional. El efecto de escala y la discontinuidad de lo urbano tienden a romper
la vinculación entre el sistema físico y la relación social. Se crean «regiones urbanas», a veces
policéntricas, otras monocéntricas pero en las que tiende a prevalecer lo urbano sobre lo
ciudadano. Aumentan las desigualdades sociales y se reduce la calidad de vida: aislamiento,
dificultades de movilidad y accesibilidad, costes derivados de la especulación urbana e inmobiliaria,
déficit de equipamientos y servicios en las periferias, expulsión progresiva de los sectores
populares y los jóvenes de las áreas centrales, etc. Es decir, se reduce el salario indirecto (bienes y
servicios colectivos y universales) y se generan procesos de pauperización relativa de la
ciudadanía. El habitante es reducido muchas veces a población activa, cliente de servicios,
elector o excluido. Muchos autores se refieren a esta realidad como «la disolución de la ciudad y
la crisis de la ciudadanía».
La dimensión económica de la urbanización actual es también novedosa. Las ciudades y las áreas
metropolitanas hasta el último cuarto del siglo XX tenían dos funciones económicas principales: la
organización de las actividades productivas y de intercambio mediante la complementariedad y la
cooperación y la reproducción social de la fuerza de trabajo. Actualmente estas dos funciones se
mantienen pero con algunos cambios. Las empresas externalizan parte de sus funciones pero en
muchos casos no están articuladas con otras de su entorno territorial, pueden tener sus vínculos
en el proceso productivo o distributivo en otros países o continentes. La reproducción social está
en muchos casos desvinculada del lugar de trabajo y del territorio político-administrativo.
Por ejemplo, se trabaja en un municipio, se utilizan los servicios de otros y se reside en otro
distinto. Pero lo más novedoso se refiere a la ciudad y a la urbanización como medio de
acumulación de capital. Siempre ha habido especulación sobre el suelo y la construcción vinculada
al desarrollo urbano y a las demandas reales de productores y residentes. Actualmente se ha
desarrollado una economía urbana especulativa que se ha convertido en muchos casos en la
actividad más rentable para acumular capital. Se desarrolla una economía ficticia, pues como
dice el presidente de un banco en El capital (el film de Costa-Gavras) ante la pregunta «¿qué
vendemos?», éste contesta «no lo sé». Es decir, nada. Mientras tanto, el efecto escala y la
segregación social provocan una reducción real del salario indirecto, entendido como medio
de reproducción social: vivienda, transportes, equipamientos y servicios, espacio público,
centralidades accesibles, etc.
En resumen, nos encontramos con una contradicción básica, entre los intereses de acumulación
de capital y las demandas de reproducción social. El conflicto está servido. La revolución urbana
ha devenido contrarrevolución, las esperanzas libertadoras que toda revolución lleva consigo han
sido traicionadas. Y los numerosísimos libros, artículos, discursos y propagandas múltiples han
sido ridiculizados por la realidad. La globalización económica y la revolución informacional
han sido secuestradas por el capital financiero global que ha sometido la realidad local. Nos
queda, sin embargo, el deseo de ciudad y la fuerza de la ciudadanía cuando inventa los
espacios públicos de expresión colectiva con el refuerzo que representan hoy las redes sociales.
[…]
Sobre el uso de los términos «revolución» y «contrarrevolución» en la ciudad
de la globalización
El concepto de «revolución urbana» ya fue utilizado para caracterizar un determinado período del
Neolítico (Gordon Childe, La civilización antigua). Y si hay revolución puede haber
contrarrevolución. Es un concepto que se ha renovado y reutilizado a lo largo del tiempo, como se
comprueba en la literatura sobre el auge de las ciudades metropolitanas a lo largo del siglo XX y
más recientemente sobre la «explosión de la ciudad» o el ya clásico concepto de metápolis
acuñado por François Ascher. También lo usamos en un sentido más general que corresponde al
hilo interpretativo de nuestro texto. Las revoluciones, sean políticas, sociales, económicas,
científicas, culturales o tecnológicas, generan procesos (o por lo menos expectativas) que para
simplificar podemos calificar de «democráticos» o socializadores del progreso. En el caso de
la revolución urbana de nuestra época, ampliamente descrita, se enfatiza la mayor autonomía de
los individuos, la diversidad de ofertas (de empleo, formación, ocio, cultura, etc.) que se encuentran
en los extensos espacios urbano-regionales, las nuevas posibilidades de participación en las
políticas públicas de las instituciones de proximidad y a partir de la socialización de las nuevas
tecnologías, las mayores posibilidades de elegir residencia, actividad o tipo de movilidad, etc.
Sin embargo, nunca la segregación social en el espacio había sido tan grande. Crecen las
desigualdades de ingresos y de acceso real a las ofertas urbanas, los colectivos vulnerables o más
débiles pueden vivir en la marginación de guetos o periferias (ancianos, niños, inmigrantes, etc.),
los tiempos sumados de trabajo y transporte aumentan, la autonomía individual puede derivar en
soledad e insolidaridad, la incertidumbre sobre el futuro genera ansiedad, se pierden o debilitan
identidades y referencias, hay crisis de representación política y opacidad de las
instituciones que actúan en el territorio, etc. Es decir, las esperanzas generadas por la revolución
urbana se frustran y el malestar urbano es una dimensión contradictoria de la vida urbana
actual.
Estos efectos perversos de la revolución urbana no son una fatalidad sino que resultan de un
conjunto de mecanismos económicos, de comportamientos sociales y de políticas públicas, tales
como la intervención sobredeterminante del capital financiero especulativo en los procesos de
urbanización, el carácter oligopólico de la propiedad privada del suelo (un bien común) que genera el
inicio del proceso de materialización de las plusvalías urbanas (renta de posición) en la definición de
usos del territorio, el consiguiente carácter de «ahorro» que han adquirido las inversiones en
suelo o en vivienda para una parte importante de las clases medias e incluso bajas, las
alianzas «impías» entre promotores y autoridades locales que encuentran en ello una forma extra de
financiarse (y a veces de corromperse), el afán de distinción y de separación de importantes sectores
medios y altos, los miedos múltiples y acumulativos que actúan sobre una población de cohesión
débil, la fragmentación de los territorios urbanos extensos y difusos, la homogeneización de pautas
culturales en los que la «imitación global» se convierte en obstáculo a la identidad e integración
locales, etc. Todo lo cual configura que vivimos no solo tiempos de revolución, también son tiempos
de contrarrevolución urbana.
[…]
Un debate posible puede ser sobre los modelos de desarrollo urbano. Se construye un modelo
abstracto, por ejemplo el «urbanismo ciudadano» que podemos contraponer al «urbanismo
globalizado». Son modelos que con frecuencia se usan de forma maniquea, pero que
indudablemente tienen una útil capacidad heurística. Por ejemplo, Castells propone analizar el
caso barcelonés mediante la oposición entre el modelo 1 (urbanismo ciudadano) y el modelo 2
(urbanismo globalizado). El arquitecto y crítico Josep M.ª Montaner ha analizado el urbanismo
barcelonés y ha llegado a conclusiones similares. Es evidente que existen unas dinámicas
territoriales empujadas por la globalización en un marco imperfecto de economía de mercado
dominado por los que disponen de «rentas monopólicas», pero también lo es que hay dinámicas
de signo contrario o que modifican los efectos de las primeras.
Sin embargo, hay dinámicas de sentido contrario que encuentran también su expresión en el
urbanismo actual. No tanto en el «new urbanism» que crea sucedáneos de «ciudad europea
compacta» sino en el urbanismo «ciudadano» presente en grados diversos en las políticas de
bastantes ciudades europeas y americanas. Es el urbanismo del «espacio público» y de la
ciudad densa, de construcción de centralidades, de mixtura social y funcional. La ciudad de
Barcelona ha sido considerada casi como emblema o portavoz de este urbanismo, lo cual
seguramente es excesivo, puesto que este modelo ha orientado muchas de las políticas públicas
urbanas de la ciudad europea. En la realidad es frecuente que ambas tendencias se mezclen y
confronten en la misma ciudad. Los dos «modelos» actúan casi siempre a la vez, o más
exactamente, ayudan a interpretar ambos las políticas urbanas y el desarrollo contradictorio de la
ciudad.
El efecto «político» de esta confrontación de modelos es incierto, aunque no cabe duda que con
independencia de las voluntades políticas locales en el marco de la economía globalizada
capitalista, de la propiedad privada del suelo y de la mercantilización de la vivienda la tendencia
dominante es la «urbanización difusa» y la producción de enclaves o parques temáticos de ocio.
Es el urbanismo de la privatización, de la distinción y del miedo . En algunos países europeos
se han implementado políticas urbanas de signo ciudadano, como en Gran Bretaña y en Francia,
pero en el mejor de los casos se obtienen resultados contradictorios, es decir un poco de
todo. En Francia la hegemonía cultural del «projet urbain» que ha orientado el excelente
urbanismo de diversas ciudades en los últimos veinte años no ha impedido la urbanización difusa,
creciente y banal de una parte importante del territorio.
Aunque siguiendo el razonamiento de Harvey se puede interpretar que el resultado final es muy
funcional para el urbanismo de la globalización, puesto que la competitividad entre los
territorios requiere estos «lugares nodales de cualidad» que son las ciudades vivas, con
espacios públicos animados y ofertas culturales y comerciales diversas, con entornos agradables y
seguros, donde se concentra el terciario de excelencia y el ocio atractivo para los visitantes. Los
residentes son los extras de la película.
Sin embargo, las crecientes desigualdades en el territorio, la división cada vez más manifiesta
entre «incluidos y excluidos» que caracteriza por ahora más a la ciudad americana que a la
europea, pero también presente entre nosotros, pueden dar lugar a una «lucha de clases en el
territorio» o una «conflictividad asimétrica» de difícil gestión en la fragmentada democracia
local. La agudización de los conflictos entre colectivos sociales segregados puede desembocar en
el «fascismo urbano» como recientemente anunciaba la citada Sassen. La conocida autora de «la
ciudad global» advierte que en muchas ciudades la rebelión social, que tenderá a expresarse en
las periferias marginadas, tendrá como probable respuesta un «autoritarismo» que acentuará la
exclusión de las poblaciones pobres, inmigradas y minorías diversas. La otra cara posible y
deseable se puede dar en las ciudades o territorios metropolitanos relativamente integrados. En
ellas el conflicto se simetriza, se constituyen poderes locales fuertes y las demandas sociales
pueden agregarse y llegar a generar una sociedad política que exprese valores y reivindicaciones
de ciudadanía. El urbanismo no garantiza la integración ciudadana plena, que depende
también del empleo, el acceso a la educación y la cultura, el reconocimiento de derechos iguales
para todos los habitantes, etc. Pero el urbanismo sí que crea condiciones que facilitan
considerablemente la integración ciudadana, o al contrario son factores de marginación.
En los años noventa prevaleció en la cultura urbanística la «adaptación de la oferta urbana» a las
nuevas condiciones de la globalización. A partir de este principio se promovieron nuevas formas de
planeamiento, el estratégico especialmente. Nuevas formas de gestión —la cooperación público-
privada— y reformas político-administrativas como la descentralización territorial y funcional. La
competitividad sustituyó a la calidad de vida. El urbanismo priorizó el proyecto sobre el plan, el
proyecto arquitectónico sustituyó en muchos casos al urbanístico. Y el promotor inmobiliario y el
arquitecto divino impusieron con frecuencia sus intereses y sus decisiones a los responsables
políticos.
Ahora, ya entrado el nuevo siglo, nos parece que debemos sustituir de entrada en el lenguaje la
adaptación-sumisión a la globalización por la resistencia y las formas alternativas a los
impactos negativos de la misma. Los instrumentos heredados pueden servir: estrategias y
consensos, planes y proyectos, iniciativas públicas y cooperación privada, descentralización y
participación ciudadana. Pero se trata de leerlos y utilizarlos a partir de objetivos integradores
y sostenibles, de la reelaboración de los derechos ciudadanos y del derecho a la ciudad y de
la construcción de un nuevo consenso ciudadano democrático, que no se genera sin asumir
conflictos con las dinámicas disgregadoras actuantes y los actores que las promueven.