La Virtud de La Castidad - Catholic - Libros
La Virtud de La Castidad - Catholic - Libros
La Virtud de La Castidad - Catholic - Libros
Varios hechos y situaciones de indiscutible actualidad me han hecho pensar en la oportunidad de enviar a
mis diocesanos un escrito a modo de catequesis sobre la virtud de la castidad. La coyuntura actual hace
urgente publicar el presente texto. Lo publico como Obispo de Valparaíso y por lo tanto como custodio de la
doctrina acerca de la fe y de las costumbres cristianas con respecto a la grey que me ha sido encomendada.
Ejercito, pues, el sagrado deber de anunciar el Evangelio, en comunión con el Sumo Pontífice y con mis
hermanos en el episcopado.
Autor: | Editorial:
La virtud de la castidad debe interesar a todos los cristianos porque es una actitud que pertenece a la recta
formación de quien quiere de veras ser una persona humana según el designio de Dios, y un discípulo de
Cristo. No es solamente la virtud de una determinada edad o de un determinado estado, sino de toda la vida
y tan necesaria a varones como a mujeres. No obstante tiene una especial relevancia en la juventud, tanto
porque en esa edad se hace presente con fuerza el impulso sexual, como porque la adolescencia es la
época de la vida humana en que se educa la personalidad para el ejercicio de todas las virtudes, y entre
ellas de la castidad.
0 Introducción
1 Precisando Algunos Terminos
2 Las fuentes de la doctrina católica sobre la castidad.
3 Presupuestos para entender plenamente la castidad
4 La castidad es una virtud
6 Los pecados contra la castidad.
7 La conversión y el perdón.
8 Conclusión.
Introducción
Varios hechos y situaciones de indiscutible actualidad me han hecho pensar en la oportunidad de enviar a
mis diocesanos un escrito a modo de catequesis sobre la virtud de la castidad. La coyuntura actual hace
urgente publicar el presente texto. Lo publico como Obispo de Valparaíso y por lo tanto como custodio de la
doctrina acerca de la fe y de las costumbres cristianas con respecto a la grey que me ha sido encomendada.
Ejercito, pues, el sagrado deber de anunciar el Evangelio, en comunión con el Sumo Pontífice y con mis
hermanos en el episcopado.
Enumero algunos de los hechos y situaciones que reclaman una iluminación en la materia.
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No es preciso ser muy perspicaz para darse cuenta de que el erotismo ha ganado terreno en nuestra
sociedad, sobre todo en los medios urbanos. Las publicaciones pornográficas, revistas y videos
comercializados con bastante liberalidad; la temática de los filmes, telenovelas y canciones resulta, con
frecuencia desalentadora a la pureza de costumbres y a la fidelidad conyugal; el comercio sexual se ha
desarrollado en forma notoria, con instalaciones estandarizadas y con toda suerte de comodidades,
premunido de patentes municipales; la conducta de personas que expresan su mutua atracción sensual sin
recato alguno en lugares públicos; el expendio público de preservativos en no pocas farmacias y
supermercados: la desvinculación entre la relación sexual y el matrimonio; un cierto naturalismo en las
expresiones verbales, que ignora el pudor; vestimentas y actitudes que no son aliciente de pureza; ausencia
de referencia moral en la conducta sexual; publicidad amplia de conductas escandalosas protagonizadas por
personajes de alta representatividad social; tolerancia social con respecto a conductas inaceptables. Todo
esto constituye síntomas inequívocos de una honda crisis moral -la que no se restringe por cierto al ámbito
de la sexualidad, sino que abarca muchos otros - y no sólo, como se ha dicho, de un "cambio cultural". A
esta crisis moral apunta la reciente Encíclica del Santo Padre Juan Pablo II, "Veritatis Splendor", en la que el
Papa reivindica la existencia de una moral objetiva. Podría calificarse la situación como un cambio cultural
negativo cuya raíz está en la crisis moral. Quisiera agregar un hecho muy significativo: la palabra "castidad"
está casi por completo ausente del vocabulario corriente, no se habla de la virtud de la castidad e incluso
tengo la impresión de que es raro que el tema sea objeto explícito de la predicación.
No es del caso analizar aquí en forma pormenorizada las encuestas sobre la materia, pero es claro que aún
entre cristianos y entre personas que se dicen católicas se puede observar confusión de ideas acerca del
tema. En ciertos ambientes juveniles existe un porcentaje significativo que estima que las relaciones
pre-matrimoniales son algo legítimo, con la salvedad de que "sean por amor" y se justifica la actividad sexual
pre-matrimonial como un medio de "adquirir experiencia". Las uniones irregulares van adquiriendo un
"status" de aceptabilidad o, incluso, de legitimidad, que produce en los niños y jóvenes, poco a poco, la
impresión de que son realidades tan legítimas y respetables como el matrimonio. Detrás del cuestionamiento
del celibato sacerdotal, o de la incomprensión de su significado, está sin dudad la poca valoración de la
castidad en su forma de continencia total por amor al Reino de los cielos. La permisividad que es la
consecuencia de una sociedad que se concibe como "neutra" en materia moral, sin tener puntos de
referencia claros y objetivos para valorar las conductas, tiende a afianzar la impresión de que si una
conducta es mayoritaria, es automáticamente respetable y aceptable. Entra aquí en juego el "pluralismo"
concebido no sólo como comprobación de diferencias, sino como impedimento para emitir juicios morales y
como inhibición para afirmar que existe "la" verdad, y no solamente "mi" verdad o "tu" verdad. El vocabulario
empleado, aún entre cristianos, es significativo. Se habla por ejemplo de "pareja" y ese término ambiguo
sirve para dar un matiz de legitimidad a situaciones que no son aceptables moralmente. Así, dos personas
que conviven maritalmente sin estar casadas, son y se presentan como "pareja", o como "pareja estable".
Dos jóvenes que piensan casarse, pero que ya mantienen relaciones, se denominan también "pareja",
aunque la expresión "pareja" puede denominar también a los cónyuges legítimos, pero se llega al extremo
de aplicarla a la convivencia de homosexuales. Se habla también de "compañero" o "compañera", y con esa
expresión ambigua se indica a quienes son convivientes, sin estar casados, situación moralmente
inaceptable. Es significativo que en ciertos ambientes cristianos haya una especie de temor a calificar como
"pecados" las conductas sexuales incorrectas, y se prefiera referirse a ellas como a "errores", "debilidades",
"fragilidades" o "equivocaciones", palabras todas que permiten dejar a un lado la explícita referencia a Dios
que deben tener los actos humanos. ¡Qué lamentable es que a la fornicación o al adulterio se los designe
como "hacer el amor", como si el pecado pudiera ser amor!
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c)El SIDA
La opinión pública mundial está justamente preocupada por la aparición de esta pandemia, cuyo avance
parece incontrolable y frente al cual no existe, hasta el momento, una terapia eficaz. El tema del SIDA está
estrechamente relacionado con el de la castidad. En primer lugar, porque el contagio se produce en un
porcentaje muy elevado de los casos, por vía sexual. En ese porcentaje hay una proporción elevada que se
verifica por contactos homosexuales, pero también hay casos en que el contagio se realiza por vía
heterosexual. Son mucho menos numerosos los casos de contagio entre quienes observan una estricta
fidelidad conyugal. De los datos que hay a disposición, puede afirmarse que la fidelidad conyugal y la
castidad son las barreras más efectivas para impedir la propagación del SIDA. Se debe afirmar también que
el factor que más favorece la expansión del SIDA es la vida sexual desarreglada, no casta, y especialmente
la actividad genital homosexual. Sin embargo es doloroso comprobar que la lucha contra el SIDA se focaliza
en la distribución y uso de preservativos presentados como "sexo seguro", con total prescindencia de la
calificación moral de la actividad sexual, y con prescindencia también del porcentaje nada despreciable, en
el que estos elementos mecánicos no logran su objetivo, induciendo así a error. En una sociedad permisiva,
en la que se llega a creer que la "educación" consiste en evitar riesgos sin preocuparse por el "cómo" se
evitan y sin formularse la pregunta acerca de la moralidad del medio empleado, pareciera ser que el "sexo
seguro" constituye un criterio supremo, que equivale a "pecar seguro". El problema del SIDA no puede ser
considerado correctamente si no se recalca la incidencia fundamental que tiene en su detención una
conducta casta.
d)El divorcio
Sería una simplificación afirmar que todas las rupturas matrimoniales tienen como causa exclusiva la
conducta sexual incorrecta de uno de los cónyuges, pero sería un desconocimiento manifiesto de la realidad
pretender que las conductas contrarias a la castidad no tienen influencia, o tienen muy poca, en los fracasos
matrimoniales. Generalmente una ruptura es el resultado de varios factores, pero estimo que entre ellos
juega un papel importante la falta de dominio de sí mismo en materia sexual. Hay conductas sexuales
desarregladas anteriores al matrimonio que proyectan una sombra muy negativa sobre la convivencia
conyugal, cuando de ellas no se ha hecho penitencia y se las sigue considerando, con un criterio inmaduro y
egoísta, como "libertades de solteros", y no como ofensas a Dios y a la propia naturaleza humana. Cuando
se produce una ruptura matrimonial irreversible se abre un nuevo campo al ejercicio de la castidad: la
fidelidad al cónyuge de quien se está separado y que tiene tal vez una parte importante de responsabilidad
en lo ocurrido, es una expresión de fineza espiritual que resulta muy difícil de comprender para quien no ve
en el matrimonio sino un contrato de convivencia a plazo indefinido, "mientras dure el amor", como dicen.
El tema ha estado y sigue estando en el tapete desde que el Ministerio de Educación publicó dos sucesivos
documentos sobre la materia. Esos documentos, caracterizados por buscar un "mímino común
denominador" no resultaron satisfactorios y orientadores en su contenido valórico, precisamente porque su
"pluralismo" les impidió tomar como base una concepción moral objetiva. El primer documento hablaba de
"educación sexual", expresión ambigua, que dejó paso en la segunda redacción a la de "educación de la
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sexualidad", la que es ciertamente mejor. Sin embargo, ni la primera ni la segunda redacción mencionaron la
castidad como la actitud que corresponde al hombre y a la mujer maduros en el ámbito de la sexualidad y la
genitalidad. No hay educación posible sino sobre la base de una antropología correcta. Sin saber qué es el
hombre, cuál es su destino, cuál el sentido de su vida y de su acción, es imposible diseñar un proyecto
educativo. Una antropología realmente humana, y no fruto de estadísticas sociológicas o de observaciones
psicológicas, tiene que incluir necesariamente la educación del ámbito de la sexualidad, la que depende,
naturalmente, de la visión integrada y completa del hombre, de su naturaleza, de su finalidad y de su acción.
El principal valor del segundo estribó en reconocer a la familia y a cada establecimiento educacional el
derecho autónomo para establecer las pautas de la educación en este campo. En una educación integral
ocupa ciertamente un lugar importante la educación para la castidad.
Tanto las Naciones Unidas como la Iglesia Católica, han proclamado el año de 1994 como el "Año de la
Familia". La Iglesia hará durante este año grandes esfuerzos para robustecer la familia cristiana a fin de que
cada hogar sea lo que debe ser según los designios amorosos de Dios que son la fuente de la verdadera
plenitud del hombre. Los esfuerzos de la Iglesia incluirán ciertamente la catequesis acerca de lo que es el
matrimonio, origen y base de la familia, acerca de la preparación al matrimonio, acerca de la vivencia plena
de la comunidad familiar, acerca de la familia como primordial agente de la educación cristiana de los hijos,
acerca de la naturaleza religiosa de la realidad familiar, acerca de las crisis familiares, etc.
Las consideraciones anteriores muestran un conjunto de hechos y situaciones que hacen oportuna e incluso
necesaria una reflexión sobre la castidad. La problemática que presentan esos hechos no tiene solución
adecuada si no se realizan esfuerzos tendientes a educar integralmente al hombre, lo que incluye educarlo
para apreciar y ejercitar una actitud casta.
2.-Destinatarios
Como es natural cuando se trata de un escrito de un pastor de la Iglesia que habla en su calidad de tal, sus
primeros destinatarios son los fieles católicos que forman parte de la Iglesia particular cuya atención le ha
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sido confiada por el Santo Padre el Papa. Me dirijo especialmente a los ministros de la Iglesia, sacerdotes,
diáconos y catequistas, a los padres de familia, a los jóvenes y a los medios de comunicación social.
Quienes son cristianos pero no católicos, pueden ver en este escrito una expresión de la fe común, basada
en las Sagradas Escrituras, aunque no coincidan con nosotros en la valoración del magisterio eclesiástico.
Para quienes no comparten la fe cristiana, este escrito puede resultarles de interés para conocer lo que
piensa la Iglesia Católica y para valorar sus posiciones, las que a veces son presentadas en forma
fragmentaria y parcializada, fuente de equívocos o interpretaciones que se basan en una información
insuficiente.
La virtud de la castidad debe interesar a todos los cristianos porque es una actitud que pertenece a la recta
formación de quien quiere de veras ser una persona humana según el designio de Dios, y un discípulo de
Cristo. No es solamente la virtud de una determinada edad o de un determinado estado, sino de toda la vida
y tan necesaria a varones como a mujeres. No obstante tiene una especial relevancia en la juventud, tanto
porque en esa edad se hace presente con fuerza el impulso sexual, como porque la adolescencia es la
época de la vida humana en que se educa la personalidad para el ejercicio de todas las virtudes, y entre
ellas de la castidad.
Por lo dicho, pido a quienes lean este escrito que lo hagan pensando ante todo en sí mismos, tanto para
clarificar los conceptos y la valoración moral de los actos, como para abrazar con alegría el camino de la
pureza y del necesario vencimiento de las tendencias que no son coherentes con la castidad. Esta mirada
sobre nosotros mismos no impide que observemos la realidad que nos rodea y la juzguemos con un
discernimiento cristiano y no simplemente con el criterio de comprobaciones estadísticas y curvas de
frecuencia. Inmersos en un ambiente, en una cultura, en una sociedad, tenemos la ineludible obligación de
confrontar la realidad con la verdad y, a partir de ésta, dar nuestro juicio moral. Comprobar que algo está
mal, y decirlo, no es farisaísmo, sino ejercicio de la caridad. Sería farisaísmo señalar con el dedo a los
demás, olvidando que nosotros mismos somos frágiles y pecadores. Sería una falta de caridad guardar un
silencio complaciente ante lo que está reñido con la moral. El cristiano que se ve en presencia de pecados
ajenos no puede dejarse llevar por sentimientos de odio o de desprecio hacia quien peca, sino por una
profunda tristeza de ver que la imagen de Dios se desfigura en un ser humano, frustrando los designios de
salvación de Dios Creador y Redentor.
La reflexión que propongo tiene la finalidad de entregar materiales para la acción apostólica. Todo cristiano
es portador de una misión y es, en cierta medida, responsable de la salvación de sus hermanos. Ahora bien,
el camino de la salvación comienza por la iluminación de la inteligencia, la que deber ser "reformada", a fin
de que pueda "distinguir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, lo digno de aprobación, lo perfecto" (Rom, 12,
1s). En tiempos de confusión, como los que vivimos, la acción apostólica tiene necesariamente que
ejercitarse en forma de clarificación de las ideas y valores, es decir a través de la comunicación de la verdad
"que hace libres" (Jn 8,22). No hay que mirar despreocupadamente la confusión de ideas, porque es una de
las formas como Satanás ejercita su acción, marcada desde el principio por la mentira, el engaño y la
seducción a través de las apariencias (Gn 3,1ss; ver Jn 8, 44). La acción engañadora del Maligno se oculta
con frecuencia bajo eufemismos, es decir expresiones en apariencia anodinas y que no provocan rechazo,
pero bajo las cuales se ocultan realidades moralmente reprobables. Todos conocemos la ambigüedad de
términos como "amiga", "interrupción del embarazo", "pareja", "compañera", "amor", palabras todas que
encubren con frecuencia graves pecados. Llamar a las cosas por su nombre y sin dar lugar a equívocos es
una de las formas de hacer obra de verdad y, por lo mismo, de auténtica libertad.
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Precisando Algunos Terminos
En el tema que nos ocupa hay términos cuya significación está relacionada y que conviene distinguir.
a)Virginidad
Es un concepto que tiene originalmente una acepción biológica, y que indica la integridad física de una
mujer. La hija de Jefté lloró por los montes su virginidad porque consideraba una deshonra morir sin haber
tenido hijos (ver Jue 11, 29-40). La virginidad tiene también una acepción religiosa, y significa en tal caso la
renuncia voluntaria al matrimonio por amor al Reino de los cielos. Estamos aquí ante un hecho enraizado en
una motivación religiosa. En esta segunda acepción se aplica más frecuentemente a mujeres, aunque no
falta en la misma S. Escritura algún caso en que el término se aplica a varones que, por motivos religiosos,
renunciaron al matrimonio (ver Ap 14, 4). Los Padres de la Iglesia escribieron tratados sobre la virginidad y
elogios sobre las santas vírgenes. La liturgia católica contiene, tanto en el Misal, como en la Liturgia de las
Horas, formularios para la celebración de las memorias o fiestas de las santas Vírgenes. El Pontifical
Romano contiene un solemne rito, normalmente presidido por el Obispo, para consagrar vírgenes al Señor.
El Concilio de Trento declaró que la virginidad consagrada constituye en sí un estado de vida superior al
matrimonio, (Sesión 24, 11 nov. 1563, canon 10), lo que no significa que por el hecho de la consagración en
virginidad quien la ha realizado sea ya santo o santa, o más santo que un casado que vive con perfección en
el estado matrimonial. San Ignacio de Loyola señala como signo de "sentir con la Iglesia" la actitud de
quienes alaban y aprecian la virginidad, aún cuando no hayan sido llamados por Dios a servirlo en ese
estado (ver Ejercicios Espirituales, 4ª regla para sentir con la Iglesia).
b)Celibato.
También esta palabra tiene al menos dos acepciones: una que se refiere al simple hecho de no haber
contraído matrimonio, y, una segunda que mira a la motivación religiosa que puede tener ese hecho. En
algunas lenguas la palabra "celibatario" es equivalente, en el lenguaje común, a "soltero", pero tal uso del
término no es equivalente a "casto". En el uso religioso católico, la palabra "celibato" tiene una connotación
religiosa y se refiere especialmente al varón que, con vistas a recibir el ministerio sacerdotal en la Iglesia
latina, promete solemnemente mantenerse sin contraer matrimonio y llevar consiguientemente una vida de
castidad celibataria. Así como el término "virgen" se aplica preferentemente a la mujer, así el de "celibato" se
aplica preferentemente a los varones. Puede consagrarse en celibato un varón después de su viudez, o
después de haber llevado una vida desarreglada; en cambio no puede recibir la consagración de vírgenes la
mujer que ha sido casada o que ha perdido voluntariamente su virginidad, pero puede prometer para el
porvenir la castidad propia de los celibatarios.
c)Castidad
La castidad es una forma de la virtud de la templanza, la que consiste en el señorío sobre las pasiones y los
apetitos de la sensibilidad humana, de modo que no obstaculicen la meta de la existencia humana y cristiana
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que es "vivir para Dios", sin permitir que nada creado se sobreponga a El, se constituya en finalidad
independiente de El o, en una palabra, impida amarlo con todo el corazón, con toda el alma y con toda las
fuerzas (ver Dt 6,5; Mt 22, 37) . La templanza se refiere al recto uso de los bienes terrenales y es necesaria
al hombre para que dichos bienes conserven su calidad de medios al servicio de la finalidad última del ser
humano, sin erigirse nunca en objetivos autónomos. Frente a diversos bienes temporales, la naturaleza del
hombre, herida por el pecado, reacciona con violenta apetencia: apetencias de dinero, de poder, de gloria o
vanagloria, de placer sexual (ver 1 Jn 2,16). La templanza y la castidad ayudan al hombre a mantenerse en
la verdad de su ser y de su finalidad, sin que las apetencias desordenadas adquieran dimensiones de ídolos
y disputen a Dios el lugar y el amor a que sólo El tiene derecho. En concreto la castidad permite al hombre
mantener el señorío sobre su sensualidad, respetando la finalidad del sexo y haciendo que se ejercite sin
menoscabar el amor a Dios y sin aprisionar la libertad que compete a los hijos de Dios.
La virtud de la castidad es pluriforme y tiene matices propios de los diversos estados del hombre cristiano.
Es diferente lo que exige la castidad a quien se ha consagrado en virginidad o celibato, a quien está unido
en legítimo matrimonio, o a quien, sin estar aún unido en matrimonio, tiene el propósito o deseo de
contraerlo más adelante. En todas las formas de castidad hay algo común: el señorío sobre el apetito sexual,
como expresión de la búsqueda de Dios por sobre todo otro bien, y la búsqueda de cualquier bien sólo en la
perspectiva de la búsqueda de Dios y de su amor. De modo que la castidad no es una actitud negativa, sino
que, si impone renuncias y vencimientos, los exige con miras a un bien supremamente positivo: el amor a
Dios. Se es casto para amar a Dios. Así se entiende la bienaventuranza que proclama dichosos a los puros
o limpios de corazón, porque verán a Dios (Mt 5,8): quien es puro, en el más amplio sentido de la palabra,
está en condiciones de "ver" a Dios, de amarlo, de decirle con verdad que nada hay tan importante como El,
en ninguna situación o hipótesis.
Como en todos los temas referentes a la vida cristiana, la Sagrada Escritura es fuente importante para el
conocimiento de la naturaleza de la castidad. El siguiente número será dedicado a esta fuente. Los Padres y
los doctores de la Iglesia han escrito sobre el tema. El magisterio también ha hecho su aporte en diversos
documentos, como por ejemplo el Concilio Vaticano II, Encíclicas y, muy significativamente, en el Catecismo
de la Iglesia Católica, donde la materia es tratada en varios lugares y especialmente en los nn. 1809, 2337 a
2365, 2380 a 2391, y 2514 a 2533. Invito cordialmente a leer esos textos tan ricos en doctrina y que
constituyen una enseñanza auténtica con vistas al progreso en este aspecto de la vida espiritual. Ya dije que
la Liturgia de la Iglesia se hace eco del tema de la castidad, sobre todo en la forma de la virginidad
consagrada. La vida de la Iglesia ha sido fecunda en formas y ejemplos eximios de castidad y virginidad,
como demuestran figuras tales como las Santas vírgenes y mártires Inés y Cecilia, los santos monjes, los
santos conversos, como San Agustín, los santos viudos como S. Francisco de Borja y Santa Francisca
Frémiot de Chantal; San Luis Gonzaga, Santa María Goretti, mártir de la virginidad, y nuestras dos
compatriotas Santa Teresa de Jesús de los Andes y la Bienaventurada Laurita Vicuña, cuya vida contiene
datos como para pensar que pudiera estar en el catálogo no sólo de las vírgenes sino también de las
mártires. Hoy día, como ayer y como siempre, el perfecto discípulo de Cristo debe ejercitarse en toda las
virtudes, y entre ellas en la castidad según su propio estado.
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En las Ss. Escrituras se encuentran enseñanzas acerca de la castidad en variadas formas. Desde luego se
describen actitudes de pureza y hay también textos que inculcan la castidad y la sitúan en la perspectiva de
los designios de Dios. Finalmente, hay expresiones de rechazo a las conductas o actitudes contrarias a la
castidad. Con cierta frecuencia estos distintos tipos de enseñanza se entrelazan unos con otros, y, por eso,
su sistematización no resulta fácil ni natural.
Sabemos que el sentido moral fue progresando y madurando en el pueblo de Israel. En tiempos antiguos no
aparecen vituperadas ciertas conductas que más tarde fueron desapareciendo o se llegó a calificarlas en
forma negativa. La última etapa de la maduración del juicio moral no llegó sino con Jesucristo y con su
Evangelio. No hay que olvidarlo.
Hay, no obstante, valiosas enseñanzas acerca del matrimonio y de la castidad en el Antiguo Testamento.
La primera referencia está en el libro del Génesis (1,27s y 2, 18-25). La sexualidad es presentada como un
elemento constitutivo del ser humano, como una obra de Dios: es El quien crea al varón y a la mujer en
forma que se complementen y procreen en la unidad del matrimonio, unidad tan profunda que se antepone a
los otros vínculos familiares. El hombre ve a la mujer, la reconoce como carne de su carne y hueso de sus
huesos, y declara que el varón deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne.
Aparece aquí la diversidad de los sexos como obra de Dios, la complementaridad entre el varón y la mujer y
su profunda unidad. El texto bíblico dice que "estaban desnudos, el hombre y su mujer, pero no se
avergonzaban el uno del otro": el pecado no había introducido aún el desorden del apetito sexual y el amor
entre varón y mujer era sereno y libre de concupiscencia. Una vez que los primeros padres pecaron "se les
abrieron los ojos a ambos, se dieron cuenta que estaban desnudos" y se vistieron (Gn 3, 7); el pecado había
originado el desorden, y ese desorden debía ser dominado, para lo cual era necesario el pudor,
representado por el uso de la vestimenta. Más adelante Dios dice a la mujer que ·"hacia tu marido irá tu
apetencia, y él te dominará" (Gn 3, 16): las relaciones entre el varón y la mujer ya no son serenas, sino que
llevarán la marca del desorden, de la concupiscencia y del egoísmo.
En la historia de Abraham hay un capítulo del más hondo dramatismo y es el que se refiere a la destrucción
de las ciudades nefandas de Sodoma y Gomorra, manchadas por el pecado de la homosexualidad que allí
se practicaba con descaro y con violencia (ver Gn 18, 16-19, 29). El rechazo de las prácticas homosexuales
es total. Esas prácticas eran una degradación de la sexualidad que expresa la pérdida del sentido propio que
le había dado Dios, para convertirse exclusivamente en una "experiencia vital de fuerza y poder". Llegado el
tiempo de la Alianza del Sinaí, Dios dará a Moisés los mandamientos de la Ley y señalará entre ellos el de
"no cometerás adulterio" (Ex 20, 14; Dt 5, 18). En el libro del Levítico (cap.18) se leen prescripciones
complementarias sobre el recto uso de la sexualidad. Estas exigencias de las "leyes de la Alianza" de Dios
con Israel indican que la moral sexual no es algo "privado", sino que tiene relación con Dios y con la
convivencia en el pueblo de Dios.
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Antes de que Jacob y sus hijos se establecieran en Egipto, encontramos un episodio que aporta una nueva
luz acerca de la castidad. Un hijo de Judá, Er, se había casado con una mujer llamada Tamar. Er murió sin
descendencia y, en cumplimiento de la ley del ´levirato´ (Dt 25, 5ss), el hermano de Er, Onán, tomó por
esposa a la viuda Tamar. Según la ley, la descendencia que una viuda tuviera del hermano de su difunto
marido, se consideraría descendencia del difunto: así se evitaba que se extinguiese la estirpe. Onán tomó
por esposa a Tamar, pero no quería de ningún modo que un eventual hijo suyo fuera legalmente
considerado hijo de su difunto hermano, Er. Así es que al tener relaciones con Tamar, interrumpía el acto
conyugal y derramaba en tierra. Dios desaprobó la conducta de Onán, a la vez egoísta para con la memoria
de su hermano y contraria a la naturaleza en su relación con su esposa, y le envió la muerte (ver Gn. 38,
1-10). La continuación de este relato muestra qué poco afinados estaban todavía los conceptos acerca de la
moral sexual entre los israelitas de aquellos tiempos (ver Gn 38, 11-26), aunque con algunos destellos de
claridad.
El encuentro de Rut con Booz, que más adelante sería su marido, y ambos figuran entre los antepasados de
David y de Jesús, es un poema de delicadeza y de virtudes familiares. Rut busca a Booz en conformidad a la
ley mosaica, Booz la trata castamente y, luego la hace su esposa (ver Rt 3s).
Muchos fueron los méritos de David como hombre religioso y como gobernante. Sin embargo hay en su vida
un terrible episodio de impureza. Nada dice la Escritura acerca de las intenciones de Betsabé, la mujer de
Urías y vecina de David, al bañarse sobre la terraza de su casa. Lo cierto es que David la vió, la deseó y la
mandó buscar. Betzabé concibió un hijo de David. David urdió una estratagema a fin de que el hijo pudiera
ser atribuído a su servidor Urías, pero el plan fracasó. Entonces David mandó hacer matar a Urías, y así
sucedió. Al adulterio se juntó el asesinato. Dios se valió de un profeta para reprender duramente a David, y
lo castigó. David hizo penitencia y expresó en un salmo su dolor y su arrepentimiento (ver 2 Sm 11; 12,1 -
15; Sal 51). El texto es aleccionador en muchos aspectos. Desde luego en cuanto a la provocación de la
concupiscencia ajena. Enseguida en cuanto al peligro de mirar lo que puede ser motivo de pasión. Luego, en
las secuelas de un pecado que se desea ocultar, algo así como sucede hoy cuando se condena a muerte
por aborto al niño que fue concebido pecaminosamente, a fin de que los verdaderos culpables "salven su
honor".
David fue padre del rey sabio, Salomón. Mucho se podía esperar del nuevo rey, pero la lujuria cegó su
corazón. Dice la Escritura que amó a muchas mujeres extranjeras, apegándose a ellas con pasión. En su
ancianidad sus mujeres inclinaron su corazón hacia otros dioses y su corazón no fue por entero de Yahvé,
su Dios, como lo fue el corazón de David su padre. Llegó a tanto que edificó templos a los ídolos de sus
mujeres y se fue en pos de ellos (ver 1 Re 11, 1-13). En la historia de Salomón el matrimonio aparece al
servicio del poder o de las conveniencias políticas y la sexualidad se convierte en una idolatría que esclaviza
al hombre.
Hay varias enseñanzas acerca de la castidad en diversos escritos del Antiguo Testamento que son
expresión de la "sabiduría" de Israel. Esos escritos pertenecen a diferentes géneros literarios, cuyo estudio
no corresponde hacer aquí. La tradición de la Iglesia ha visto en esos escritos una intencionalidad que
resulta más clara a la luz del Nuevo Testamento. Por cierto, el orden en que aquí se colocan los personajes
o libros bíblicos, no pretende ser una exacta cronología.
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Job, en su amargo alegato de justicia dice que; "había hecho yo un pacto con mis ojos y no miraba a
ninguna doncella" (Jb 31,1) y afirma que su corazón no fue seducido por mujer (vs )). Dos indicaciones
acerca de la castidad en las miradas y acerca de la rectitud interior.
Es sugestiva la historia de José, uno de los hijos, el predilecto, del patriarca Jacob. Vendido por sus
hermanos y comprado por un potentado egipcio, llegó a ser su hombre de confianza. Dice la Escritura que
José era buenmozo (Gn 39, 1-6). La mujer del potentado sintió pasión por José, pero él la rechazó: "¿cómo
voy a hacer esta maldad tan grande, pecando contra Dios? (vs 9). La seductora no se dejó vencer y tentaba
a José día tras día. El joven se mantuvo en su casta negativa y la mujer, despechada, se vengó de él
calumniándolo y logrando que su marido lo hiciera encarcelar (vss 10-20). La enseñanza de este texto es
rica: se trata del respeto a la fidelidad conyugal, del sentido religioso que ella tiene, de la necesidad de
resistir a las seducciones, y de las dolorosas consecuencias que puede acarrear el despecho. El resto del
relato de José muestra bien que Dios no lo abandonó.
En el libro del profeta Daniel aparece el relato, literaria y religiosamente tan bello, de la casta Susana (ver
todo el capítulo 13). Susana, joven, casada, rica y hermosa, es objeto de la pasión de dos viejos que
ocupaban altos cargos en la comunidad judía de Babilonia. Se valieron de su poder para solicitarla, -lo que
hoy se llamaría acoso sexual- amenazándola de calumniarla para que fuera condenada a muerte si no
accedía a sus requerimientos deshonestos. Es hermosa la respuesta de Susana: "Ay, que angustia me
estrecha por todos lados. Si hago esto, es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero
es mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho, que pecar delante del Señor" (Dn 13, 22s).
Conducida a la muerte en virtud de la falsa acusación de adulterio, Susana clamó a Dios diciendo: "Oh Dios
eterno, que conoces los secretos, que todo lo conoces antes que suceda, tu sabes que éstos han levantado
contra mí un falso testimonio. Y ahora voy a morir, sin haber hecho nada de lo que su maldad ha tramado
contra mí" (Dn 13, 42s). Dios escuchó la súplica de Susana. En este relato hay una lección muy fuerte: es
preferible morir antes que pecar ofendiendo a Dios. El pecado rechazado aquí es la infidelidad conyugal. No
pocas mujeres se ven en situación análoga a la de Susana, cuando son acosadas sexualmente por un jefe
poderoso, del que depende su trabajo y su sustento y el de su familia. La respuesta cristiana será siempre la
de Susana.
En el libro de Tobías hay también breves indicios relativos a la castidad. El ángel aconseja al joven que
cuando vaya a unirse a su esposa, se pongan antes en oración para suplicar al Señor que se apiade de ellos
(Tb 6, 18). Tobías se enamoró de su parienta Sara y la tomó por esposa y en la noche de bodas ambos
oraron diciendo: "Bendito seas tu, señor Dios de nuestros padres y bendito sea tu Nombre por todos los
siglos de los siglos. Tu creaste a Adán y para él creaste a Eva, su mujer, para apoyo y ayuda, y para que de
ambos proviniera la raza de los hombres. Tu mismo dijiste: No es bueno que el hombre se halle solo;
hagámosle una ayuda semejante a él. Yo no tomo a esta mi hermana con deseo impuro, sino con recta
intención. Ten piedad de mí y de ella, para que podamos llegar juntos a nuestra ancianidad" (Tb 8, 5-7). En
este relato la unión conyugal está situada en el ámbito de una profunda relación con Dios. Tobías y Sara se
casan para cumplir los designios de Dios y su unión se verifica en un ambiente de oración. Hay amor entre
ambos, y ese amor tiene una expresión física, pero Tobías cuida de purificar su intención. Gran lección para
los cristianos que contraen matrimonio: la unión conyugal es una realidad que no se entiende a cabalidad si
no es en la perspectiva de Dios.
El libro de Ester relata la confianza en Dios de la joven reina y su sincera fidelidad al Dios de Israel. Hay en
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el texto una expresión que resulta sugerente. En su oración, dice Ester a Dios: "Tu sabes todas las cosas,
conoces que odio la gloria de los malos, que aborrezco el lecho incircunciso..." (Est 4, 17u). Esta brevísima
frase tiene un transfondo religioso: no puede ser grata la unión conyugal con quien está lejos de Yahvé.
Quizás pueda pensarse que en forma velada ya se anuncia el matrimonio como imagen del amor esponsal
de Dios por su pueblo.
Es pertinente recordar para nuestro propósito, el libro del Eclesiástico, llamado el Sirácida. En su capítulo 9,
se dan consejos que tocan el ámbito de la castidad: evitar el trato con prostitutas, la mirada insistente a las
doncellas, la curiosidad malsana, apartar la vista de la mujer hermosa y no quedarse mirando la belleza de la
mujer de otro, evitar la familiaridad con mujer casada, porque "por la belleza de la mujer se perdieron
muchos" (Sir 9, 3-9). Más adelante se lee en el mismo libro que "el hombre impúdico en su cuerpo carnal no
cejará hasta que el fuego lo abrase; para el hombre impúdico todo pan es dulce, no descansará hasta haber
muerto. El hombre que viola su propio lecho y que dice para sí: ´¿quien me ve?, la oscuridad me envuelve,
las paredes me encubren, nadie me ve, ¿qué he de temer?, el Altísimo no se acordará de mis pecados´, lo
que teme son los ojos de los hombres, no sabe que los ojos del Señor son diez mil veces más brillantes que
el sol, que observan todos los caminos de los hombres y penetran los rincones más ocultos" (Sir 23, 17-19).
Las indicaciones de este libro sapiencial, cercano en su composición al Nuevo Testamento, contienen no
sólo reglas de conducta, sino la afirmación de que el ámbito de la pureza está bajo la mirada de Dios. Como
en todo el Antiguo Testamento, también en el Sirácida hay palabras duras para condenar el pecado de la
mujer adúltera (Sir 23, 22-26).
Hay en el libro de los Proverbios enseñanzas acerca de la fidelidad conyugal y de la castidad. Hélas aquí:
"No hagas caso de la mujer perversa, pues destilan miel los labios de la extraña... pero al fin es amarga
como el ajenjo. Gózate en la mujer de tu mocedad, cierva amable, graciosa gacela: embriáguente en todo
tiempo tiempo sus amores, su amor te apasione para siempre. ¿Por qué apasionarte, hijo mío, de una
ajena?" (Prv 5, 2-4. 18-20). "No codicies en tu corazón la hermosura (de la mujer perversa), no te cautive
con sus párpados... ¿Puede uno meter fuego en su regazo, sin que ardan sus ropas?" (6, 25.27; ver,
además, 7,5-27). "Este es el camino de la mujer adúltera: come, se limpia la boca y dice: No he hecho nada
malo!" (30,20).
Todos estos textos sapienciales van mostrando un progreso en la valoración de la castidad, pero queda aún
mucho camino por recorrer.
En varios textos proféticos y sapienciales aparece el tema del amor de Dios por su pueblo bajo la imagen de
los desposorios, sin omitir la calificación de adulterio para describir el pecado del pueblo que se va tras otros
dioses (ver Os 2,4ss ; Ez 16, 3ss ; Jer 2,1ss ; 3,20ss; y, sobre todo el Cantar de los Cantares). Esta imagen
se va a proyectar en el Nuevo Testamento (ver, por ejemplo, Jn 3,29; Ef 5,22-33; Ap. 21, 2ss). En esta
perspectiva es posible entender ciertas prescripciones del Libro del Levítico, en el que hay un texto bastante
amplio sobre la santidad de los sacerdotes de la Antigua Alianza. Es cierto que esa "santidad legal" no
coincide con lo que nosotros entendemos por santidad, pero tiene de toda maneras como fundamento la
convicción de que el sacerdote está consagrado a Dios, está dedicado al servicio del culto. Con respecto a
los simples sacerdotes se establece que no tomarán por esposa a una prostituta, ni a un mujer profanada, ni
tampoco a una mujer repudiada por su marido (Lv 21, 7). En cuanto al sumo sacerdote, que llevaba sobre sí
la consagración del óleo de la unción de su Dios, se establece que tomará por esposa a una mujer virgen (Lv
21, 13s). El sacerdocio aronítico aparece como un signo de la relación esponsal entre Dios y su pueblo, y
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prefigura así el sacerdocio de Cristo y el de sus ministros en la Nueva Alianza. En esta perspectiva la
castidad se presenta con una nueva luz que presagia la que vendrá con el Nuevo Testamento.
El tema de la castidad aparece en el Antiguo Testamento bajo el prisma de la revelación progresiva de los
caminos de la salvación, que Dios hace a su pueblo y por lo mismo de la conducta que es coherente con
esos caminos. No hay una enseñanza explícita completa sobre la castidad, sino que van apareciendo datos
puntuales que son como destellos que anuncian la luz que vendría más adelante. Esos destellos no son
polémicos, sino que atestiguan las convicciones de los autores sagrados: son episodios o afirmaciones que
se consignan con toda naturalidad y que van situando el tema en el horizonte religioso de Israel. Queda la
nítida impresión de que la conducta casta es digna, la que corresponde a la justicia, y a la santidad, la que
fluye de un corazón que está puesto en Dios y que hace posible la verdadera sabiduría. La castidad es un
tema religioso, algo que dice relación con la búsqueda de Dios, así como la lujuria es lejanía de Dios, ofensa
a Dios, e idolatría.
Es indudable que el Antiguo Testamento no llega a la claridad que se hará presente en el Nuevo, pero la
prepara, la anuncia, y permite en cierto modo vislumbrarla. Poco a poco se va restableciendo el modelo del
matrimonio monogámico, pero el divorcio se tolera todavía como una posibilidad, aunque con discrepancias
acerca de las causales que lo justificarían. Jesús restablecerá el estatuto inicial del matrimonio y descartará
definitivamente el divorcio.
Las enseñanzas acerca de la castidad son más numerosas en el Nuevo Testamento que en el Antiguo. Hay
varias posibilidades de sistematizarlas, cada una con sus ventajas e inconvenientes. Escojo una que me
parece facilitar la lectura: primero se consideran personajes que destacan por la virginidad o la castidad;
luego se repasan las enseñanzas de Jesús; finalmente se consignan las afirmaciones que aparecen en la
doctrina de San Pablo, sin omitir algunas referencias a escritos de otros apóstoles.
ba)Jesús fue célibe, casto y virgen. Esta afirmación no se contiene explícitamente en el Nuevo Testamento,
pero fluye de él con naturalidad y explica no pocas actitudes del Señor. María fue virgen antes de la
concepción de Cristo, en su parto y después de él: así lee la Iglesia el dato de las Escrituras y así interpreta,
movida por el Espíritu Santo, la respuesta de María al ángel: "¿Cómo podrá ser esto (la fecundidad que le
anuncia), si no conozco varón?" (Lc 1, 34). José, esposo de María, es ilustrado por el ángel que lo tranquiliza
haciéndole saber que su esposa ha concebido por obra del Espíritu Santo. La Iglesia da a San José el título
de "castísimo esposo de María" y la tradición espiritual católica ve en el padre nutricio de Jesús al especial
patrono y protector de la castidad de las personas consagradas, como fue el custodio de la virginidad de
María. Juan Bautista fue célibe y en él la castidad celibataria se sitúa en el marco de su extremo
desprendimiento y soledad. San Pablo afirma de sí mismo que no contrajo matrimonio (1 Cor 7, 8) y sus
enseñanzas sobre la virginidad tienen el sabor de una experiencia personal (1 Cor 7,25). La tradición
católica ha tenido siempre al Apóstol San Juan Evangelista como célibe y virgen. Quizás esa pureza interior
y esa consagración explican la hondura de su conocimiento de Jesús y también que el Señor le haya
encomendado, en la Cruz, el cuidado de su madre virgen. Todavía puede señalarse aquí la actitud clara y
firme de Juan el Bautista ante Herodes. Ante el pecado de adulterio e incesto de Herodes Antipas, que se
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había unido a Herodías, mujer legítima de su medio hermano Filipo, el profeta le dijo con claridad que no le
estaba permitido convivir con la mujer de su hermano (Mt 14, 4). Era un testimonio en favor de la fidelidad
conyugal y contra la lujuria del tetrarca. Sabemos el resultado: el odio de Herodías a Juan, la seducción del
reyezuelo por la hija de Herodías y la sentencia de muerte contra Juan, precio de una danza que debe haber
sido un modelo acabado de provocación a la lujuria (ver Mt 14, 6ss).
bb)Jesús habló varias veces acerca de la castidad. A veces en relación con el matrimonio, a veces fuera de
ese contexto.
En el texto llamado corrientemente "el sermón de la montaña", dice Jesús: "habéis oído que se dijo ´no
cometerás adulterio´. Pues yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con
ella en su corazón" (Mt 5, 27s). A continuación vienen las expresiones simbólicas referentes a cortarse la
mano o sacarse un ojo, si es que ello fuera necesario para conservar la vida cristiana, para evitar una
ocasión de pecado, diríamos hoy. La denuncia de las miradas maliciosas es indicio de la interiorización de la
santidad cristiana con respecto a la justicia mosaica y es un eco del texto que ya recordamos de Job (31,
1.9) y del Sirácida (9. 23). Más adelante, y en la misma línea de la interiorización, dice Jesús que "lo que
sale de la boca viene de dentro del corazón, y eso es lo que contamina al hombre. Porque del corazón salen
las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Eso es lo que
contamina al hombre" (Mt 15, 18-20), y no el hecho de comer sin lavarse las manos, como lo exigía la
legislación acerca de la pureza legal en la Antigua Alianza. Estos dos textos vienen a ser aplicaciones muy
concretas del principio establecido en la bienaventuranza que declara "dichosos" los limpios (o puros) de
corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5, 8). La verdadera castidad cristiana nace del corazón, de un
corazón ordenado, purificado, en el que no se mezclan motivaciones torcidas.
Tocante a la fidelidad conyugal se lee en el Evangelio de San Marcos: "Se acercaron (a Jesús) unos fariseos
que, para ponerlo a prueba, le preguntaron: ´¿puede el marido repudiar a la mujer?´ El les respondió: ´¿qué
os prescribió Moisés?´ Ellos le dijeron: Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla´ (ver Dt 24, 1).
Jesús les dijo: ´Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón Moisés escribió para vosotros este
precepto. Pero desde el comienzo de la creación El (Dios) los hizo varón y hembra. Por eso dejará el
hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una
sola carne. Pues bien; lo que Dios unió, no lo separe el hombre´. Y, ya en casa, los discípulos le volvían a
preguntar sobre esto. El les dijo: ´Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra
aquella, y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio" (Mc 10, 1-12; ver Mt 5, 31s; 19,
3-9; Lc 16, 18; 1 Cor 7, 10s). La enseñanza de Jesús restituye la imagen original del matrimonio. Al hacerlo,
declara que dicha imagen no tiene solamente fundamentos sociológicos o psicológicos, sino la voluntad
misma de Dios: "Lo que Dios unió, no lo separe el hombre". No se trata de una recomendación, como quien
sugiere lo que es mejor sin excluir la otra alternativa, que seguiría siendo aceptable. No, Jesús descarta la
tolerancia mosaica y califica una nueva unión como adulterio, es decir, como ilegítima y pecaminosa, puesto
que contradice la voluntad de Dios.
La doctrina de Jesús sobre el matrimonio provocó en sus discípulos una reacción nada evangélica: "si tal es
la condición del hombre respecto de su mujer, no trae a cuenta casarse. Pero El les dijo: no todos entienden
este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno
materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el
Reino de los cielos. Quien pueda entender, que entienda" (Mt 19, 10-12). La reacción de los discípulos es
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bastante poco espiritual. Jesús la aprovecha para introducir el tema de la renuncia al matrimonio por amor al
Reino de los cielos, pero advierte de partida que entra en un terreno que no es comprensible a la sola razón
humana, sino que se necesita, para poder entrar en esta perspectiva, de un especial don de lo alto. ¿Qué
relación existe entre la renuncia al matrimonio y el Reino de Dios?. El texto evangélico afirma que existe una
relación, pero no indica cuál es su fundamento. Si se lee este texto a la luz de lo que viene a continuación, y
que se refiere a los bienes materiales y familiares (Mt 19, 16-29), se puede colegir que la renuncia al
matrimonio, como la que se refiere a las riquezas, coloca al discípulo de Jesús en una situación que libera el
espíritu para estar más atento a las cosas de lo alto. Aunque no lo dice el Evangelio, la existencia de
hombres y mujeres que han realizado esta renuncia es un signo perceptible, ya en la vida temporal, del
absoluto de Dios.
Al texto anterior se relaciona otro en el que Jesús, respondiendo a una casuística judía, dice que "en la
resurrección ni los varones tomarán mujer, ni las mujeres marido, sino que serán como los ángeles de Dios"
(Mt 22,30). Con estas palabras Jesús indica que el estado conyugal es propio de la existencia terrenal y
participa de su provisoriedad, en tanto que en la vida del Reino no habrá ya lugar para el ejercicio conyugal
de la sexualidad. Se puede leer este texto como una explicación de Mt 19, 10-12, de tal modo que la
renuncia al matrimonio durante la vida terrenal tiene la característica de una cierta anticipación de los bienes
del Reino.
Quedan todavía dos enseñanzas de Jesús acerca de la castidad. Es bien conocido el episodio, tan lleno de
delicadeza y de misericordia, de la mujer pecadora que lavó los pies de Jesús durante la comida que le
ofrecía un fariseo (Lc 7, 36-50). Se trataba de una prostituta conocida, o al menos de una mujer de vida
liviana. El otro episodio es el de la adúltera, a quien los escribas y fariseos juzgaban reo de muerte (Jn 8,
3-11). El rasgo común de ambos relatos es la misericordia de Jesús que "no quiere la muerte del pecador,
sino que se convierta y viva" (Ez 33, 11). Lo que sobresale en el primer relato es la afirmación de Jesús de
que a esa mujer "le quedan perdonados sus muchos pecados porque ha mostrado mucho amor" (Lc 7, 47).
Puede interpretarse esta frase de Jesús como enseñando que la lujuria tiene una raíz de desamor, de
egoísmo, de idolatría, y que su curación no puede provenir sino del amor que tiene la virtud de colocar cada
cosa en su lugar, y por sobre todas ellas a Dios, el único que merece adoración. La despedida de Jesús
indica que la mujer "creyó" en El, tuvo confianza en El, se acogió a su misericordia, y que la fe fue la que la
movió a expresar su amor a Jesús ungiendo sus pies con perfume. Amor confiado y profundamente humilde,
amor atrevido y silencioso.
En el episodio de la adúltera hay una sugerencia de que los pecados contra la castidad no son los únicos,
que hay otros que les son comparables y, finalmente, que la liberación de la muerte a la mujer culpable no
significaba que no debiera arrepentirse y enmendarse: "anda y no peques más", anda y no vuelvas a pecar
(Jn 8, 11).
La misericordia de Jesús explicita una perspectiva nueva. Quien ha pecado contra la castidad puede obtener
el perdón de Dios, como los que han pecado contra otros preceptos de la ley de Dios. Aquí también cabe
esperar el don del "corazón nuevo", capaz de amar de verdad a Dios y a los hombres. Es muy significativo
que María Magdalena haya estado al pié de la cruz y que haya recibido uno de los primeros anuncios de la
resurrección: "vió" al Hijo de Dios resucitado (Jn 20, 11-17).
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be)Corresponde ahora pasar a los escritos apostólicos.
En el libro de los Hechos hay una referencia de paso acerca de la castidad. En el llamado "Concilio de
Jerusalén", se prescribe a los cristianos venidos de la gentilidad "abstenerse de comer carnes de animales
sacrificados a los ídolos, de comer sangre, de comer animales estrangulados, y de la impureza" (Hech 15,
29). La mención de la impureza se refiere con toda probabilidad a pecados en el campo de la sexualidad,
especialmente la fornicación.
El Apóstol San Pablo se encuentra ante un mundo pagano en el cual abundan los pecados en materia
sexual, aunque no sólo ellos. En la carta a los Romanos deja constancia de la existencia de conductas
infames contrarias a la naturaleza, como son las prácticas homosexuales, e interpreta esta situación
abominable como consecuencia de no haber honrado a Dios, y de haber servido a la creatura en vez de al
Creador (Rm 1, 24 -27). Repetidas veces vitupera el Apóstol los pecados contra el recto uso de la
sexualidad. En la primera carta a los Tesalonicenses, les dice que "la voluntad de Dios es vuestra
santificación; que os alejéis de la fornicación, que cada uno de vosotros sepa poseer su cuerpo con santidad
y honor, y no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios... pues no nos llamó
Dios a la impureza, sino a la santidad" (1 Ts 4,3-5.7). En Corinto se había producido en la comunidad un
grave pecado de incesto: el Apóstol lo castiga y da una razón poderosa para llevar una vida pura: "nuestro
Cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. Así es que, celebremos la fiesta, no con vieja levadura, ni con
levadura de malicia e inmoralidad, sino con ázimos de pureza y verdad", y agrega que los cristianos no se
relacionen con quien, llamándose hermano, es impuro, avaro, idólatra, ultrajador, borracho o ladrón (1 Cor
5,1-13). En la misma primera carta a los Corintios afirma San Pablo que "el cuerpo no es para la fornicación,
sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo... ¿no sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Y,
¿habría yo de tomar los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una prostituta? De ningún modo. ¿O
no sabéis que quien se une a la prostituta se hace un solo cuerpo con ella?...Más el que se une al Señor se
hace un sólo espíritu con él. ¡Huíd de la fornicación! Todo pecado que comete el hombre queda fuera de su
cuerpo; más el que fornica, peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del
Espíritu Santo, que está en vosotros y que habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido
comprados a buen precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo" (1 Cor 6, 12-20). La enseñanza de San
Pablo no se limita a rechazar los pecados contra la castidad, sino que desarrolla las razones positivas para
ser castos. En el fondo de toda su argumentación está la doctrina de que el cristiano pertenece a Dios y que
es morada o templo de Dios. Así, aunque la castidad se refiere al correcto uso de la sexualidad, no se
percibe su sentido profundo sino teniendo en cuenta la relación del hombre con Dios, a quien el hombre
debe glorificar con la totalidad de su ser. En la carta a los Gálatas, el Apóstol señala como "obras de la
carne" la fornicación, la impureza, el libertinaje, y otras, y advierte que quienes hacen tales cosas no
heredarán el Reino de Dios (ver Gal 5, 19-21). La misma enseñanza se repite en la carta a los Efesios: "la
fornicación, y toda impureza o codicia, ni siquiera se mencionen entre vosotros, como conviene a los
santos... Porque tened entendido que ningún fornicario o impuro o codicioso -que es ser idólatra- participará
en la herencia del Reino de Cristo y de Dios" (Ef 5, 3.5). En la carta a los Colosenses vuelve sobre el mismo
tema: "... mortificad vuestros miembros terrenos: fornicación, impureza, pasiones, malos deseos y la codicia
que es una idolatría, todo lo cual atrae la cólera de Dios sobre los rebeldes" (Col 3, 5s). San Pablo no
desaprueba las segundas nupcias, naturalmente después de la viudez (1 Cor, 7, 39), pero cuando habla de
los requisitos que deben tener los obispos y los diáconos, exige que sean maridos de una sola mujer, es
decir casados en un único matrimonio (1 Tm 3, 2.12; Tt 1, 69). Es posible pensar que el Apóstol entrevea en
el único matrimonio de los ministros de la Iglesia una especial referencia al misterio del amor de Cristo por
su Iglesia (ver Ef. 5, 21-33).
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El tema de la castidad está desarrollado bajo varios aspectos en el capítulo 7 de la primera carta de San
Pablo a los Corintios. Ese texto no es un "tratado", sino que proporciona respuestas a preguntas que
miembros de esa comunidad habían hecho al Apóstol, preguntas cuyo exacto tenor nosotros no conocemos
(ver vs. 1). Todo el capítulo muestra bien que el Apóstol considera el campo de la sexualidad en estrecha
referencia a la relación primordial de todo hombre con Dios. San Pablo admite que tanto el estado de
matrimonio como el de celibato o virginidad son dones de Dios (ver vss 7, 17, 28, 38) y que, por lo tanto, el
estado matrimonial es legítimo y santificador (vs 14), pero considera el estado de consagración en virginidad
o celibato como más recomendable por varias razones. Una, porque la virginidad lleva el sello de las
realidades del Reino de Dios en forma más patente que el matrimonio (vss 29ss), que pertenece a la
"apariencia de este mundo que pasa" (vs 31). Luego, porque el estado de continencia permite mayor libertad
para las cosas de Dios: "yo os quisiera libres de preocupaciones: ...el no casado se preocupa de las cosas
del Señor, de cómo agradar al Señor" (vs 32); el casado, por la fuerza de las cosas, y por obligación que
deriva de su estado, debe preocuparse de agradar a su cónyuge, lo que exige preocuparse de muchas
cosas transitorias (vss 33-35), y conlleva un esfuerzo sostenido para mantener la actitud propia del cristiano
que hace suya la exhortación del mismo Apóstol: "así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las
cosas de arriba, no a las de la tierra" (Col 3, 1s). Esa actitud de búsqueda de Dios por sobre todas las cosas
es la que explica la expresión del Apóstol que recomienda a "los que tienen mujer, que vivan como si no la
tuvieran" (vs 29), lo que no puede interpretarse como una invitación a no amar al cónyuge o a descuidar los
deberes para con él o ella, puesto que eso contradiría las precisas indicaciones del Apóstol en este mismo
capítulo, cuando declara la igualdad de derechos del marido y de la mujer en cuanto al débito conyugal (vss
3ss), y no tomaría en cuenta la perspectiva del amor conyugal considerado como expresión y reflejo del
amor de Cristo hacia la Iglesia (Ef 5, 21-33). La enseñanza del Apóstol debe ser comprendida, pues, en el
horizonte escatológico, en la perspectiva del Reino. En esta perspectiva se comprende la insinuación del
Apóstol en cuanto a la posibilidad de que los esposos renuncien a la intimidad conyugal por un cierto tiempo,
para darse con más libertad a la oración (vs 5). Esta renuncia debe ser de común acuerdo, pues, si no lo
fuera el cónyuge que quisiera imponerla al otro estaría negando a éste su derecho (vss 3s). La razón que da
el Apóstol para esta abstinencia es la de poder entregarse a la oración. Hay que entender esta razón en
función de la naturaleza profunda de la oración: la intimidad con Dios, la presencia ante el Absoluto. Esa
intimidad postula que el espíritu esté apaciguado, sereno, ajeno en toda medida posible de perturbaciones y
distracciones, y esa paz interior es favorecida por la abstinencia de la relación conyugal. En otros tiempos,
no tan lejanos, el ritual de la bendición del matrimonio contenía, al final de la celebración, una exhortación a
la abstinencia sexual en los tiempos de penitencia y en las vigilias de las grandes fiestas: era un fiel eco de
la enseñanza de San Pablo. En todo caso el Apóstol comprende que la virginidad o la renuncia al matrimonio
no son modos de vida accesible a todos: "si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que
abrasarse" (vs 9), texto que debe ser entendido a la luz del versículo precedente: "cada cual tiene de Dios su
gracia particular, unos de una manera, otros de otra" (vs 7). Leyendo así a San Pablo, entendemos también
lo que quiere expresar al decir que el casado "está dividido" y que si recomienda la virginidad es para
movernos "a lo más digno, y al trato asiduo con el Señor, sin división" (vss 34s). "Digno" aquí no significa
que el matrimonio sea "indigno", sino que la virginidad está por encima del matrimonio, como que pertenece
al mundo de las realidades definitivas, al Reino de Dios, cuando ni las mujeres tomarán marido, ni los
varones mujer (Mt 22, 30). La "división" no significa que el casado cristiano pueda colocar a su cónyuge al
mismo nivel que el que le corresponde a Dios, sino que el estado de continencia favorece la libertad de
espíritu y la dedicación, incluso temporal, a las cosas de Dios.
La lectura del capítulo 7 de la primera carta de San Pablo a los Corintios demuestra que la valoración
espiritual del matrimonio y de la virginidad requiere fineza de matices y que no puede hacerse sino en la
perspectiva de la vida cristiana en su conjunto, de la singular vocación y gracia concedida a cada cual y de
las realidades definitivas del Reino de Dios.
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Antes de terminar este recorrido a través de los textos del Nuevo Testamento que hablan de la castidad, es
conveniente referirse a dos que tienen especial interés.
Dice San Pablo a los cristianos de Corinto: "Celoso estoy de vosotros, con celos de Dios. Pues os tengo
desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2 Cor 11, 2). Aquí estamos en
presencia de la explicación de la relación de la Iglesia y, en ella, de cada cristiano, con Cristo Esposo. El
amplio contexto de este lugar bíblico se refiere a la fe en Cristo como único salvador, que nos libera de la
esclavitud del pecado por su gracia y no por nuestras obras. La Iglesia es "desposada" y lo que le
corresponde hacia su esposo es un amor fiel que lo sitúe a El en un lugar que nadie puede pretender
compartir. La "castidad" y la "virginidad" de la Iglesia son la expresión de su amor y de su fidelidad. En esta
perspectiva, la castidad de los cristianos aparece como expresión del amor a Cristo. Resulta muy
significativo que el Apóstol la elija como expresión privilegiada del amor cristiano a Dios. Esta opción del
Apóstol, expresada también en la carta a los Efesios, explica, junto a no pocos otros textos de la Escritura, la
clave "esponsal" de la espiritualidad cristiana, clave que tiene de característico la ternura del amor y la fineza
de la fidelidad.
En el libro del Apocalipsis se habla de un grupo de ciento cuarenta y cuatro mil "rescatados de la tierra...
pues son vírgenes. Estos siguen al Cordero dondequiera que vaya, y han sido rescatados de entre los
hombres como primicias para Dios y para el Cordero, y en su boca no se encontró mentira, no tienen tacha"
(Ap. 14, 3-5). El texto es, como todo el libro, fuertemente simbólico. La virginidad aquí es símbolo de la
fidelidad a Dios y de la negativa de adorar los ídolos de este mundo. La lujuria es símbolo de idolatría.
Entendido así el texto, es claro que quienes son "vírgenes", es decir verdaderos adoradores de Dios y
celosos de su gloria, son los que "pueden seguir al Cordero "a dondequiera que vaya" y "llevar escrito en su
frente el nombre del Cordero y de su Padre" (vs 1). Nuevamente aparece aquí la relación entre el
vocabulario de la castidad en su forma de virginidad, y la fidelidad a Dios y a Cristo. El hombre que
verdaderamente ama a Dios con todo su corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas, ha entrado en
la categoría de la virginidad espiritual, del que mira a Cristo como el Esposo que santifica a la Iglesia para
librarla de toda mancha y hacerla capaz de amarlo con un corazón limpio, libre, no dividido, casto en el más
pleno sentido de la palabra.
Esta lectura y reflexión sobre los textos del Nuevo Testamento va, sin duda, mucho más allá que la de la
Antigua Alianza. Toda forma de castidad recibe en el Nuevo Testamento una poderosa iluminación a partir
del tema de la virginidad y de la esperanza del Reino de los cielos. Así, una vez más, las "cosas que no se
ven son el fundamento de las cosas que se ven" (Hb 11, 3), y la vida eterna es la medida de la existencia
terrenal.
No es fácil entender el significado profundo de la castidad, sobre todo en un mundo en que se hace poca
mención de esta virtud y no se le concede gran aprecio. Para percibir ciertos objetos es preciso crear
condiciones favorables, y esto es tanto más necesario cuanto el objeto es más delicado. Para percibir el
delicado entorno e identidad de la castidad se requieren algunas condiciones básicas:
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a)Creer en Dios, adorarlo como único Señor, tener la convicción profunda que todo debe estar referido a El,
y que lo que no se puede referir a El no tiene valor alguno. La castidad, como hemos visto en no pocos
textos de la S. Escritura, tiene una profunda dimensión religiosa y no se comprende a cabalidad sino de cara
a Dios. Para quien no cree en Dios es posible entender algo de lo que significa la castidad, pero jamás
llegará a apreciar plenamente su más profundo sentido y alcance.
b)Creer en la vida eterna, estar firmemente persuadidos de que nuestra existencia terrenal no es sino una
etapa, la primera, -provisoria y transitoria- de nuestro ser personal, y que después de ella viene la segunda,
definitiva y sin ocaso, cuando alcanzaremos la plenitud de nuestro ser y de nuestro destino.
c)Creer que nuestra vida terrenal sólo tiene sentido cabal en función de la vida eterna. No son dos
realidades yuxtapuestas, autónomas la una con respecto a la otra, sino que la primera es camino,
instrumento y preparación para la segunda; medio con respecto a un fin.
d)Vivir y pensar con limpieza de corazón, porque quien no vive conforme a lo que piensa, acaba pensando
de acuerdo a lo que vive. Es difícil que la persona que no vive castamente llegue a tener aprecio por la
castidad. Quien vive entregado a la malicia y a la lujuria no está en condiciones de entender lo que es la
castidad.
e)Creer que la sexualidad es una obra de Dios, que tiene una finalidad no sólo biológica, sino espiritual, y
que su ejercicio debe estar marcado por esa finalidad y jamás independizarse de ella.
f)Tener presente que la naturaleza humana, obra de Dios, está herida por el pecado original. Esto significa
que hay en ella un desorden en las apetencias que produce impulsos que tienden a hacerse autónomos y a
realizar acciones que no son coherentes con la finalidad de la naturaleza. Consciente de poseer una
naturaleza "herida", el hombre puede comprender que su regla de conducta no puede ser la de "dejarse
llevar" por sus impulsos, como si fueran siempre buenos, sino que debe vivir alerta, vigilante, ejercitando el
señorío de su razón, iluminada por la fe, sobre sus apetencias.
g)En toda acción humana el cristiano sabe que interviene la gracia de Dios, esa fuerza misteriosa, y no por
ello menos real, que lo impulsa a obrar en conformidad a la voluntad de Dios, sanando el desorden causado
por el pecado original y los pecados personales, devolviendo al hombre a la amorosa familiaridad con Dios y
rehaciendo en la creatura la imagen y semejanza del Creador. La gracia de Dios ejerce su poder tanto en
nuestra inteligencia, a fin de hacernos capaces de juzgar según la sabiduría de Dios, como sobre nuestra
voluntad, haciéndole posible imponer su decisión sobre las apetencias desordenadas y querer lo que Dios
quiere.
Los siete "presupuestos" anteriores no deben concebirse como los eslabones de una cadena, de modo que
cada uno derivara del anterior y el precedente pudiera prescindir del que lo sigue, sino que son las facetas
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de una misma realidad total, aspectos que se condicionan los unos a los otros, y de tal modo que no se
puede prescindir de ninguno, so pena de amagar el equilibrio y la armonía del conjunto.
Estas consideraciones muestran que la castidad no puede ser comprendida correctamente sino en el
conjunto de la vida cristiana. Es una virtud, entre otras: ni es la única virtud, ni se la puede entender
aislándola de las demás. El "organismo espiritual" es una delicada trama en la que se ejercitan distintas
funciones en forma que cada una estimula a las demás y depende de las otras. Sería tan ilusorio pensar que
se puede ser cristiano sin apreciar y ejercitar la castidad, como pensar que un discípulo de Cristo pudiera
contentarse con ser casto, haciendo caso omiso de las demás virtudes. En los tiempos que corren pareciera
más frecuente el caso de los que piensan poder ser buenos cristianos sin amar ni practicar la castidad.
7.-La concupiscencia
La palabra "concupiscencia" pertenece al lenguaje bíblico. San Pablo nos dice que "el pecado suscitó en mí
toda suerte de concupiscencias... Me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto
otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en
mis miembros" (Rm 7, 8.22s). Es lógico que el Apóstol recomiende a los cristianos que "no reine el pecado
en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus concupiscencias" (Rm 6, 12). San Pedro nos
amonesta a huir "de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia" (2 Pd 1, 4) y nos advierte del
castigo "en el día del Juicio, sobre todo a los que andan tras la carne con concupiscencias impuras" (2Pd 2,
10). Santiago enseña que "cada uno es probado por su propia concupiscencia que le arrastra y le seduce.
Después la concupiscencia, cuando ha concebido, da a luz el pecado, y el pecado, una vez consumado,
engendra la muerte" (St 1, 14s). El Apóstol San Juan, en el contexto de la acepción negativa que suele
emplear en el uso de la palabra "mundo" dice que "todo lo que hay en el mundo -la concupiscencia de la
carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas-, no viene del Padre, sino del mundo. El
mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre" (1 Jn
2, 16s). El "mundo" es en este texto toda realidad que está bajo el poder de Satanás y de sus engaños y de
el dice San Juan que "el mundo entero yace en poder del Maligno... en tanto que nosotros estamos en el
Verdadero, en el Hijo de Dios, Jesucristo" (1Jn 5, 19s). Todos estos textos ilustran la advertencia de Jesús
en la parábola del sembrador, cuando señala, como una de las causas por las que la Palabra de Dios no da
fruto en algunos, que; "... las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás
concupiscencias los invaden y ahogan la Palabra" (Mc 4, 19). De ahí que la carta a los Gálatas presente la
vida cristiana como una denodada lucha entre el espíritu y la carne, advirtiéndonos que el espíritu y la carne
tienen apetencias antagónicas irreductibles, de tal manera que los que verdaderamente "son de Cristo
Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias" (Gal 5, 16-24). Esta lucha y esfuerzo
para dominar las concupiscencias implican constancia y negaciones: "los atletas se privan de todo, y eso
para alcanzar una corona perecedera; nosotros en cambio, para lograr una corona incorruptible... golpeo mi
cuerpo y lo esclavizo, no sea que habiendo alertado a los demás, resulte yo mismo descalificado" (1 Cor 9,
25.27). Ciertamente, cuando Jesús dice que "si alguno quiere venir en pos de mi, que se niegue a sí mismo,
tome su cruz cada día, y sígame" (Lc 9, 23), está incluyendo la lucha contra el desorden interior o
concupiscencia, y así debe haberlo entendido San Pablo cuando habló de "crucificar la carne con sus
pasiones y concupiscencias".
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que hay que sostener contra ella una dura y permanente lucha.
De la lectura de los textos bíblicos acerca de la concupiscencia, aparece que ella se manifiesta en el apetito
sexual, pero no únicamente en ese campo, aunque sea mencionado con frecuencia (ver Jn 2, 16). Hay
también un apetito desordenado de poseer bienes materiales, y lo hay también en la búsqueda de honores o
de poder. En todos los casos se trata de un bien creado que es intensamente apetecido, y en forma
desordenada, al punto que la apetencia ya no es coherente con el papel que ese determinado bien tiene en
los designios de Dios, los que coinciden con la dignidad y la santidad del hombre. Puede decirse que los
bienes apetecidos en forma desordenada llegan a convertirse en ídolos que intentan ocupar el lugar que sólo
le corresponde a Dios. Así como la Verdad es la que establece al hombre en su correcta relación con Dios,
así los ídolos son intrínsecamente falsos porque nacen de un engaño y falsean la relación con Dios.
Es, ante todo, una apetencia, una inclinación del hombre hacia un objeto que se le presenta como un bien
capaz de complacer su deseo. Esta apetencia se produce antes de que la razón alcance a juzgar sobre la
rectitud o el desorden del deseo, y puede ser más o menos vehemente. En este sentido se dice que la
concupiscencia es "antecedente". Si el juicio de la razón establece que la apetencia es básicamente correcta
y que, en consecuencia, la voluntad puede adherir al objeto deseado, el impulso del apetito sigue
haciéndose sentir y acompaña el movimiento de la voluntad. Es, pues, "concomitante". Si el juicio de la
razón califica el objeto como incorrecto, e indica a la voluntad que debe ser rechazado y ésta de hecho lo
rechaza, no por eso desaparece automáticamente la apetencia: sigue inclinando hacia el objeto deseado
aún contra el juicio de la razón y el rechazo de la voluntad, lo que exige del hombre una lucha mediante
diversas estrategias para dominar la apetencia no deseada ni consentida, pero que no está a su alcance
hacer desaparecer por el solo imperio de su rechazo. Es la concupiscencia "subsiguiente".
Todo cristiano debe ser consciente de la fuerza que la concupiscencia lleva en sí y contra la que habrá de
luchar hasta el día de su muerte. Es un error pensar que la concupiscencia se aquieta satisfaciéndola en
todas sus apetencias: la conducta cristiana frente a ella exige ascesis, lucha, "dominio de sí" (Gal 5, 23).
La concupiscencia despierta ante lo que puede ser un objeto de su apetito. No siempre está en nuestras
manos evitar la presencia de estímulos de nuestras concupiscencias, pero es un deber moral evitar los que
pueden serlos. La espiritualidad cristiana habla de la "guarda de los sentidos", es decir de soslayar la
presencia o no fijar la atención en de objetos que pueden ser motivo de apetencias más o menos violentas y
contrarias a la virtud cristiana, a las que se podría ceder o que al menos pondrían en peligro la limpieza del
corazón.
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Conviene ahora detenernos en esta actitud cristiana que es la castidad y analizar su naturaleza.
La castidad es una virtud. ¿Qué significa esto? Una virtud es una disposición estable para actuar bien, es un
"hábito" que perfecciona a quien lo tiene, dándole cierta connaturalidad con el bien obrar en su propio
campo. Son ciertamente meritorios los actos que corresponden a una virtud, pero puede haber actos buenos
ocasionales sin que exista la "virtud", o sea la disposición firme y estable para actuar siempre bien.
Las virtudes se van adquiriendo bajo el influjo de la gracia de Dios. Se adquieren a medida que se reiteran
los actos propios de cada una: su repetición va "arraigando" la virtud . Junto con la reiteración de los actos
de virtud es importante, para adquirirla, que haya una motivación fuerte que induzca a los actos. Dicho en
otros términos el interés y la convicción existentes en quien desea adquirir una virtud, son factores muy
importantes para adquirirla. Por el contrario, quien concede poca importancia o aprecio a una virtud, no la
adquirirá por la sola reiteración de actos más o menos maquinales.
El ejercicio de la castidad se nutre, ante todo, de la mirada puesta en Dios, de la reiterada expresión de amor
a El, y de la búsqueda de El y de su gloria por sobre toda creatura. Nada hay tan purificador ni nada puede
conducir tanto al recto aprecio y uso de las cosas de este mundo, como el amor de Dios, autor de toda
creatura. En cierto sentido la castidad es una condición y una expresión del verdadero amor a Dios.
Toda virtud es ante todo interior, es decir es una actitud del corazón antes que un comportamiento exterior.
Pero es indudable que no puede haber una actitud interior verdadera y sincera sin que tenga una expresión
exterior.
Así, la castidad se hace visible en variados de actos externos que denotan la delicadeza, la rectitud de
intención, el respeto y la reverencia hacia Dios presente en sus creaturas, especialmente cuando el impulso
sensual puede empañar el amor verdadero.
El aspecto positivo del afianzamiento de una virtud no puede separase del lado que podría decirse
"negativo" y que consiste en el rechazo de todo lo que es contrario o puede amagar la virtud. Este rechazo
es indudablemente una "mortificación", algo que cuesta y que implica un vencimiento, una renuncia a algo
que resulta atrayente. Es imposible ejercitar la castidad sin rechazar lo que es incompatible con ella o que de
un modo u otro la pone en peligro. El "dominio de sí mismo" implica diversas expresiones que deben
manifestar el señorío del espíritu sobre la carne y en definitiva la preeminencia del amor a Dios por sobre
cualquier otro afecto o complacencia.
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El vencimiento de sí mismo en el ámbito de la castidad no es sino uno de los aspectos de la renuncia a sí
mismo y del cargar la cruz que compete a todo cristiano. Quienes "viven...como enemigos de la cruz de
Cristo, cuyo final es la perdición, cuyo dios es el vientre, y cuya gloria está en su vergüenza, que no piensan
más que en las cosas de la tierra" (Fl 3, 18s), no son verdaderos discípulos de Señor precisamente porque
no llevan su cruz y no van en pos de Jesús (Lc 14, 27). La mortificación es una expresión de la conciencia
de nuestra condición de peregrinos: "nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como
Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como
el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas" (Flp 3, 20s). En la tierra, la cruz, signo
del señorío de Cristo, es instrumento a través del cual todo nuestro ser va siendo sometido al poder del
espíritu y va alcanzando así la verdadera libertad, al paso que se va liberando de la esclavitud del pecado
(Jn 8, 34).
El vencimiento de nosotros mismos a fin de que la castidad se arraigue profundamente en nuestro corazón
se ejercita de variadas formas. Desde luego en las miradas, apartando nuestra vista y curiosidad de lo que
es incentivo de la concupiscencia carnal. También renunciando a lecturas y espectáculos que transmiten
mensajes contrarios a la castidad cristiana. Obviamente evitando palabras o conversaciones en las que está
ausente el sentido de la pureza. La moderación en la bebida tiene especial significación para el ejercicio de
la castidad, ya que el hombre que se encuentra bajo la influencia del alcohol pierde, al menos en parte, el
control sobre sí mismo en todo sentido, también en el de las apetencias sexuales. Delicado es el campo del
autocontrol en materia de caricias. Sabemos que las hay perfectamente legítimas y puras, pero hay otras
que son un poderoso incentivo a la impureza. La caricia es en sí una expresión de afecto, de cariño, pero
puede ser, a la vez, un estímulo a reacciones desordenadas que, aunque no sean directamente deseadas,
pueden introducir la apetencia incorrecta que es una forma de tentación. Quienes se preparan al matrimonio,
sea en la etapa del "pololeo", sea en la del noviazgo, deben estar muy atentos a fin de que el natural deseo
de expresar el afecto por medio de caricias no exceda los límites de la pureza y no llegue a constituir una
ocasión de pecado de deseo o de acción. Es indudable que también en las etapas que preceden al
matrimonio la cruz de Cristo debe estar presente en la forma de vencimientos que mantengan la relación de
afecto en el marco que corresponde a quienes no son aún marido y mujer y no pueden, por tanto, expresar
su amor en la forma que corresponde a quienes han unido sus vidas para siempre en el sacramento del
matrimonio y han llegado a ser "una sola carne" (Mt 19, 16). Ni humana ni cristianamente es lo mismo ser
pololos, o novios, que esposos: ni son iguales los deberes, ni las responsabilidades, ni el grado de
compromiso, ni, por tanto, los derechos. A quienes tienen el propósito de contraer matrimonio, la castidad
cristiana no sólo les exige abstenerse de la relación sexual completa, sino de toda caricia íntima que por su
propia naturaleza excite la fuerza de la concupiscencia y pueda conducir a un pecado aunque sea sólo de
deseo.
El cuidado de la virtud de la castidad exige evitar lo que sea una ocasión de pecado. Entre las ocasiones
pueden enumerarse ciertos lugares y ambientes, determinadas personas, algunas amistades. Al momento
de cuidar el afianzamiento y crecimiento de la castidad no es justo pensar sólo en nosotros mismos, sino que
debemos reflexionar acerca del daño que nuestras actitudes pueden causar en otras personas. Supuesto
que algo no constituye un peligro para mí, debo aún preguntarme si no lo es para otros. La provocación de
las pasiones ajenas es un pecado para quien la produce. El "escándalo", en el sentido moral de la palabra,
es una acción que constituye un tropiezo para otro en su caminar hacia Dios. Son severas las palabras de
Jesús a este respecto: "... al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le
cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno, y lo hundan en lo profundo del mar.
¡Ay del mundo por los escándalos! Es forzoso, ciertamente, que vengan escándalos, pero, ¡ay de aquel
hombre por quien viene el escándalo!" (Mt 18, 6s). La extrema gravedad de escandalizar a un niño no
significa que carezca de importancia escandalizar a una persona joven o adulta. Quien causa escándalo,
poniendo impedimento para que otro hombre avance hacia Dios, da muestras de no pensar en que la propia
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responsabilidad moral no sólo toca a nuestra persona sino también, en cierta forma, a nuestros hermanos.
Jamás puede un cristiano repetir las palabras de Caín: "¿quién me ha hecho custodio de mi hermano?" (Gn
4, 9): cada uno es responsable del mal que con sus palabras, consejos, obras u omisiones cause a sus
hermanos.
Queda aún por decir una palabra acerca del pudor. El pudor es garantía, defensa, protección y resguardo de
la castidad. Preserva la intimidad de la persona y designa la negativa a exhibir lo que debe permanecer
velado. Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas. Invita a la
paciencia y a la moderación en la relación amorosa conyugal. El pudor es modestia y debe inspirar la
elección de la vestimenta. Mantiene silencio o reserva allí donde se adivina el riesgo de una curiosidad
malsana. Existe un pudor de los sentimientos, como también un pudor del cuerpo. Este pudor rechaza, por
ejemplo, las exhibicionismos del cuerpo humano, propios de cierta publicidad o las incitaciones de algunos
medios de publicidad a hacer pública toda confidencia íntima. El pudor inspira una manera de vivir que
permite resistir a las solicitaciones de la moda y a la presión de las ideologías dominantes. Es un error
grande pensar que el pudor es una especie de mojigatería, o la expresión de tabús psicológicos. Es, por el
contrario, la delicadeza que requiere un campo de la vida humana particularmente sensible al desorden
interior que el pecado introdujo al hombre.
Los pecados contra la castidad, al igual que todo pecado, son al mismo tiempo ofensas contra Dios Creador,
contra la dignidad del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, y contra la vitalidad espiritual de la
Iglesia, que resulta perjudicada por los pecados de sus miembros. La ley de Dios no es una imposición
arbitraria y limitante, sino que es la cautela del bien del hombre y de su destino.
Se puede pecar contra la castidad, como con respecto a cualquier otra virtud, de pensamiento, de palabra,
de obra o de omisión. Podría agregarse que en esta materia, como también en otras, hay pecados por
complicidad y por inducción, es decir cuando alguien ayuda otro a pecar prestándole su colaboración, o lo
induce a pecar mediante la provocación, el mal consejo o el mal ejemplo.
No es grato hacer la lista de los diferentes tipos de pecados contra la castidad: es la lista de graves
debilidades y deficiencias que desfiguran el rostro de Cristo en sus discípulos. Tampoco para los médicos es
grato observar la obra de destrucción que las enfermedades van haciendo en el cuerpo humano, a veces
con rasgos repugnantes, pero el conocimiento de las enfermedades en sus expresiones concretas es
condición para poder aplicarles la terapia apropiada y obtener su curación. Así también el cristiano necesita
saber cuáles son los principales modos como se ofende la castidad, a fin de precaverse y también para
prestar ayuda a aquellos hermanos que pudieran estar en peligro de destruir en sí la vida divina y dejar
maltrecha la imagen de Dios, dando cabida en sí a la impureza.
A veces algún pecado contra la castidad lo es al mismo tiempo contra otra virtud, como por ejemplo el
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adulterio, que ofende la castidad y la justicia, o el incesto, que ofende también a la piedad familiar, o las
ofensas a la castidad que se cometen con personas consagradas o en lugar sagrado, y que son también
pecados contra la religión, el abuso de menores que incluye el escándalo, y así otros.
En forma genérica, los pecados contra la castidad se denominan pecados de lujuria, que es el deseo o
acción desordenados de obtener placer sexual, separado de las finalidades propias del sexo que son la
unión de las personas y la procreación ejercitadas dentro de legítimo matrimonio. Cuando el deseo de placer
sexual se verifica en el matrimonio, y con la moderación y delicadeza que corresponden a quien mira su
cuerpo y el del cónyuge como miembros de Cristo y templos del Espíritu Santo, no hay ni desorden ni lujuria,
sino actos coherentes con el designio de Dios y con los deberes y derechos mutuos de los casados.
Se llama adulterio la relación sexual con una tercera persona, soltera o casada de quien que está unido en
matrimonio. Si ambos están unidos en matrimonio con terceros, el adulterio es doble. El adulterio puede ser
ocasional o permanente; este último consiste en la convivencia marital entre dos personas, una de las cuales
tiene un vínculo matrimonial con un tercero. Cuando se habla aquí de "vínculo matrimonial", se entiende el
que procede de un matrimonio indisoluble. Para la conciencia de un católico la anulación del matrimonio civil,
o el divorcio, en nada cambian la condición de casado con su legítimo cónyuge mientras este vive, y por
consiguiente la calidad de adulterina de cualquier unión posterior a la separación. Es duro tener que decirlo,
pero esa es la verdad en conformidad con el Evangelio. El adulterio es un pecado muy grave.
Se denomina fornicación el acto sexual realizado entre personas solteras, sea ocasionalmente, sea en el
marco de una relación estable. Son variantes de la fornicación, la prostitución y el concubinato. Las personas
que teniendo intención de contraer matrimonio realizan antes de él actos sexuales, llamados "relaciones
pre-matrimoniales" comenten pecado de fornicación. El pecado de fornicación es grave, aunque menor que
el de adulterio. A veces hay padres o madres de familia que proporcionan anticonceptivos a sus hijos o hijas
"para precaverse de sorpresas", o sea para que pequen "sin riesgo": eso no es educar con sentido cristiano,
sino colaborar con lo que está reñido con la moral, lo que complicidad en el pecado.
La violación es el acto sexual que se realiza con una persona que no lo desea, y a quien se doblega
mediante la violencia.
Se da el nombre de incesto a la unión sexual entre personas unidas por lazos cercanos de parentesco.
Con el nombre de estupro se llama el abuso sexual de menores, y es sin duda un gravísimo pecado que
conduce a veces a la corrupción de quienes son sus víctimas.
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La pornografía es la publicidad de actos sexuales reales o simulados, exhibiéndolos ante terceras personas,
generalmente con fines de lucro.
El pecado de homosexualidad consiste en la realización de actos eróticos entre personas del mismo sexo.
Cuando se realizan con menores, la gravedad es mayor, pues puede acarrear su corrupción.
La triste enumeración que precede no es, por desgracia, exhaustiva, pero es suficiente para instruir acerca
de los pecados más corrientes contra la castidad. Todo pecado contra la castidad libremente realizado y con
conocimiento de su malicia, constituye un acto grave contra la ley de Dios. La persona que peca puede tener
atenuada su responsabilidad moral en virtud de diversos factores, pero ninguna atenuante puede hacer que
lo que es objetivamente malo y pecaminoso, se convierta en un acto bueno y virtuoso.
En los pecados contra la castidad puede darse, como también en otros pecados, la circunstancia de que
hayan llegado a ser habituales y no solo ocasionales. El hábito de pecar constituye una calamidad adicional,
ya que, si por una parte puede atenuar la responsabilidad moral, por otra dificulta notablemente abandonar
la costumbre de pecar. Así como la virtud facilita y hace estable el bien obrar, así el pecado habitual o vicio
estabiliza en el mal obrar y dificulta el retorno a una conducta virtuosa.
Quien se deja llevar por un hábito de pecado experimenta, aunque no lo reconozca mediante un análisis
explícito, la voluntad de autojustificarse, y hay muchas maneras de hacerlo. Se dirá que el caso propio es del
todo "excepcional" y "único", o que el pecado que se comete "no causa daño a otras personas", o se
reconocerá que es algo malo, pero se postergará la enmienda o ruptura, etc.... Y es que el pecado va
produciendo una ceguera espiritual que incapacita al hombre para ver las cosas como Dios las ve. El
extremo se produce cuando el pecador llega a afirmar que lo que hace "para mí no es pecado", erigiéndose
así en árbitro del bien y del mal. Es apropiado recordar la frase de Paul Bourget, al final de una de sus
novelas: "Quien no vive conforme a lo que piensa, termina pensando conforme a lo que vive". Ya es una
gran cosa cuando al obrar mal, lo reconocemos sin ambages ni justificaciones, como el publicano de la
parábola (Lc 18, 13).
La conversión y el perdón.
Dios no excluye de su misericordia a ningún pecador que se convierte y hace penitencia. Son muchos los
ejemplos acerca de esto tanto en el Evangelio, como en la historia del cristianismo. La Iglesia no ha cesado
de proclamar la misericordia del Padre de los cielos, que nos ha sido alcanzada por los méritos de
Jesucristo, nuestro Salvador. El Espíritu Santo está siempre moviendo a conversión los corazones de
quienes han pecado, a fin de que reflexionen acerca de su mísero estado y emprendan el retorno a la casa
del Padre.
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Los pecados contra la castidad no forman una excepción con respecto al perdón de Dios. El Señor puede y
quiere perdonarlos, siempre que quien ha pecado se convierta.
¿Cómo se obtiene el perdón de Dios? Intentemos describir las etapas del camino de la reconciliación (ver la
parábola del hijo pródigo, Lc 15, 11ss).
a)El primer momento de la conversión se produce cuando quien ha obrado mal lo reconoce y juzga
sinceramente que lo que hizo no debió haberse realizado. Ya en este momento está presente la gracia de
Dios, en forma de iluminación de la conciencia. Este primer momento podría resumirse con las palabras:
"Soy un pecador, obré mal".
b)El segundo momento va más allá y es el arrepentimiento. Al juicio de "he obrado mal", que es un acto de la
inteligencia, se agrega un acto de la voluntad: rechazo lo que hice, detesto lo que realicé. Es lo que el
vocabulario católico llama la "contrición", definida por el Concilio de Trento como "dolor del alma y
detestación del pecado cometido, con el propósito de no volver a cometerlo" (Concilio de Trento, Sesión 14,
Decreto acerca de la Penitencia, cap. 4).
El "dolor" del pecado cometido es el sincero disgusto de haberlo realizado. No basta con que se funde en
razones puramente naturales, como pueden ser los inconvenientes sociales que acarrea un determinado
pecado, o el daño que cierto pecado pueden causar a la salud, sino que debe ser un dolor con referencia a
Dios. O bien porque se tiene conciencia de haber menospreciado el amor de Dios y de haberle devuelto mal
por bien, o bien porque el pecado ofende la ley de Dios y nos aparta de El, haciéndonos merecedores de
una sanción.
El dolor del pecado cometido mira al pasado: no se puede anular un hecho que tuvo realidad, pero sí se lo
puede detestar. Es imposible obtener el perdón de Dios si no hay dolor o arrepentimiento, puesto que sería
una incongruencia decir a Dios: "perdóname, pero lo que hice estuvo bien". ¿De qué tendría que
perdonarme Dios, si lo que hice era correcto?
La conversión mira también al futuro: quien lamenta y detesta lo que hizo, tiene que hacer necesariamente el
propósito de no reincidir. ¿Qué significado tendría decir a Dios: "Me duele lo que hice, sí, pero continuaré
haciéndolo?" Es el caso de personas que viven en pecado, de adulterio por ejemplo, y pretenden que un
sacerdote los absuelva sin tener el propósito de salir de su estado. Esas personas piensan que la Iglesia
puede conceder la absolución sacramental sin que haya arrepentimiento, lo que es un gran error. Si un
sacerdote se atreviera a absolver a una persona que no tiene la debida disposición -por muy grande que sea
su deseo de reconciliarse y de recibir el Cuerpo de Cristo- dicha absolución carecería de todo fruto: no
perdonaría los pecados y, lo que es tal vez peor, daría ocasión a un engaño, acallando el clamor de la
conciencia y usurpando un poder que Dios no ha concedido.
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c)El tercer momento es acercarse al sacramento de la penitencia o reconciliación. No es el momento de
explicar con amplitud dicho sacramento, baste con recordar las palabras solemnes de Cristo a sus
Apóstoles: "como el Padre me envió, así os envío yo también. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: Recibid
el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les
quedan retenidos" (Jn 20, 21-23). Ese y no otro es el origen del poder de los Obispos y presbíteros para
perdonar los pecados, a quienes estén realmente arrepentidos, como queda dicho. El cristiano que se
acerca al sacramento de la penitencia debe manifestar al confesor los pecados que ha cometido y con los
que ha ofendido gravemente a Dios. Debe manifestarlos no solo globalmente, sino en forma especificada,
sin omitir las circunstancias que pudieran agravarlos. De los pecados graves debe indicarse al menos
aproximadamente el número de veces que se los cometió. El sacerdote perdona los pecados en virtud del
poder que ha recibido de Dios. No lo hace en virtud de su santidad personal, ni de su ciencia teológica, o de
sus eventuales conocimientos de psicología, sino en nombre de Dios, como instrumento de Dios, con
corazón de padre, de maestro y de juez.
d)El cuarto momento, posterior a la celebración misma del sacramento, es el cumplimiento de las obras
penitenciales impuestas por el confesor. Hay que distinguir entre "obras penitenciales" y los actos de
necesaria reparación o resarcimiento de los daños cometidos a otras personas en virtud de los pecados
cometidos. Quien ha engendrado un hijo sin estar casado con la madre, tiene obligaciones insoslayables
para con su hijo, y frecuentemente, también para con la madre. Es muy complejo el tema de la reparación o
restitución, y no siempre tan simple como cuando se trata de un robo. Las "obras penitenciales" son otra
cosa: son actos de oración, de caridad o de propio vencimiento, que tienen por objeto reparar el honor de
Dios ofendido por el pecado y robustecer la voluntad y la vida cristiana del penitente, de modo que en el
porvenir esté mejor preparado para resistir la tentación.
El sacramento de la penitencia no sólo tiene como efecto el perdón de los pecados y la reconciliación con
Dios, sino que ejerce una acción purificadora en el alma del cristiano: la va limpiando de las huellas y
cicatrices que afean su rostro espiritual y nublan la pureza de la mirada de quien debe buscar a Dios con
todas las fuerzas de su alma. Por tal motivo aunque la obligación de confesar los pecados para obtener el
perdón de Dios se refiere estrictamente a los pecados graves, la Iglesia recomienda confesar también los
pecados leves e, incluso, repetir alguna vez, discretamente y sin escrúpulos, la confesión de pecados
pasados ya confesados y absueltos.
Conclusión.
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"Tenme piedad, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa y
purifícame de mi pecado. Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra tí, contra
tí sólo he pecado, lo malo ante tus ojos cometí... Rocíame con el hisopo, y seré limpio; lávame y quedaré
más blanco que la nieve. Devuélveme el gozo y la alegría...; retira tu faz de mis pecados, borra todas mis
culpas. Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva dentro de mí un espíritu firme, no me rechaces lejos
de tu rostro, no retires de mi tu Santo Espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación y afiánzame en un
espíritu generoso. Líbrame de la sangre, Dios, Dios de mi salvación y aclamará mi lengua tu justicia. Abre,
Señor, mis labios, y mi boca publicará tu alabanza" (Salmo 51, 3-6. 9-14.16s).
¿Con qué palabras más apropiadas podría terminar esta reflexión, sino con las que escribió David, luego de
haber cometido adulterio y asesinato y de haber sido reprendido por el profeta Natán, palabras con las que
expresó su arrepentimiento y su confianza en la misericordia de Dios?
A todos nos conceda el Señor un corazón puro, a todos nos lave y nos purifique, dejándonos limpios como la
nieve.
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