El Regreso Del Idiota - AA. VV
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Le Libros
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Piedra de toque
El regreso del idiota
SU NUEVO LÍDER
A Chávez, eso sí, nuestro joven idiota lo verá como el sucesor de Castro en una
versión más atrevida y folclórica. Es natural, pues en él, en el presidente
venezolano Hugo Chávez Frías, todos los ingredientes que participan en la
formación de nuestro personaje se juntan: los vestigios arqueológicos del
marxismo recibidos en cartillas y folletos, el nacionalismo de himno y bandera,
el antiimperialismo belicoso y el populismo clásico que en nombre ahora de una
supuesta revolución bolivariana ofrece milagros estableciendo el clásico divorcio
entre la palabra y los hechos, entre el discurso y la realidad. El nuevo idiota,
como el viejo —no lo olvidemos— es un comprador de milagros. El sueño, y a lo
dijimos, es para él un escape a frustraciones y anhelos reprimidos. La ideología
le permite encontrar falsas explicaciones y falsas salidas a la realidad. Por algo
se ha dicho que la historia de Hispanoamérica es la de cinco siglos de constantes
mentiras. Cuando algunas se derrumban de manera visible, otras vienen en
sustitución suy a.
De estas últimas, Chávez ha aportado unas cuantas que ahora recorren el
continente de Norte a Sur para júbilo de idiotas de todas las edades. La más
extravagante sostiene que si bien es cierto que el llamado socialismo real se
derrumbó en Europa cuando fue demolido el Muro de Berlín, ahora hay del otro
lado del Atlántico uno nuevo, más promisorio: el socialismo del siglo XXI. Nadie,
ni el propio Chávez, ha podido explicar en qué consiste, pero para nuestros
amigos suena bien como elemento generador de sueños y esperanzas. Dos
principios nuevos intervienen en su fabricación. Uno es de carácter étnico: la
reivindicación indigenista representada ahora, mejor que nadie, por Evo Morales
en Bolivia, con prolongaciones en el Perú y Ecuador. El otro es institucional y
busca rediseñar el papel de los militares.
La reivindicación indigenista es una máscara que las organizaciones de
extrema izquierda reunidas en 1990 en el primer Foro de Sao Paulo, por iniciativa
de Castro, resolvieron ponerle en América Latina a su alternativa marxista
leninista, con el fin de hacerla más viable y de may or penetración un año
después de la caída del Muro de Berlín.
Apoy ada por Chávez, ha sido una estrategia con más éxito que todas las
empleadas por el castrismo en otro tiempo o la que todavía intenta la guerrilla en
Colombia. Primero, porque efectivamente logra unir en torno a un caudillo a la
población indígena, autóctona de un país, may oritaria en Bolivia y todavía
considerable en el Perú o en Ecuador. Segundo, porque agrupando en un solo
partido a los sectores más pobres y atendiendo reivindicaciones no sólo
económicas sino también culturales (lengua, costumbres, ritos) de indios y aun de
cholos, se consigue que los incorregibles amigos de nuestro personaje en Europa
no vean al lobo tras de la piel de oveja y sólo adviertan la irrupción en el poder
de una may oría desposeída desde siempre y por primera vez dueña de su
destino. La realidad es otra: se fractura un país, se establece un racismo en el
sentido contrario y se impone un régimen que repite los ruinosos desvaríos de
Castro con nacionalizaciones, expropiaciones y quiebra de la empresa privada.
La segunda variante en los tradicionales presupuestos ideológicos del perfecto
idiota, tal como los diseñábamos en nuestro Manual, se le debe también a Chávez
y tiene que ver con el papel del Ejército. En los años sesenta los militares
latinoamericanos eran vistos por los devotos de la revolución cubana como
« gorilas» aliados de los terratenientes y de las oligarquías, de modo que la lucha
armada era vista por los Teólogos de la Liberación y otros ideólogos muy
cercanos a nuestro personaje como una forma de necesaria insurgencia y
liberación de los pueblos. Hoy cabe en la cabeza de todos ellos una opción
distinta. Sea por su raíz social, sea por catequización ideológica o por privilegios y
prebendas, los militares pueden convertirse, como en Libia, Cuba y de pronto en
la propia Venezuela, en socios privilegiados del cambio propuesto. ¿Sueños?
Quizás. En todo caso la experiencia se está intentando, y el propio Chávez ha
llegado a proponer, para inquietud y algo de risa en el Sur del continente, la
creación de un solo ejército suramericano. Debe pensar que es la realización de
un sueño de Bolívar.
Por cierto, la apropiación del nombre de Bolívar para una supuesta causa
revolucionaria, apoy ada en reivindicaciones étnicas y en confrontación de
clases, es la última, la más reciente mentira que afiebra al perfecto idiota
latinoamericano. No sabe o no quiere recordar él que si a algo se opuso el
Libertador Simón Bolívar, como lo explicaremos en el capítulo sobre Chávez, fue
a lo que él llamó la « guerra de colores» (razas) y a la guerra de clases
promovida por el español José Boy es, pues estuvo a punto de quebrar la unidad
de Venezuela.
SU ÚLTIMA MENTIRA
Otra nueva causa del idiota es la lucha contra la globalización, que según él hace
más ricos a los países ricos y más pobres a los países pobres. Hay ideólogos de
izquierda que escriben libros y ensay os para demostrarlo, pero al lado de estos
ejercicios intelectuales lo que en realidad tiene alguna repercusión política para
nuestro personaje son las movilizaciones en calles y plazas con lemas, consignas,
gritos, carteles y otros alborotos. La reiteración y no precisamente la
demostración es lo que le permite presentar como un mal y una conjura del
capitalismo lo que es sólo una realidad de los tiempos, con ventajas para quien
sepa aprovecharlas, como la apertura de mercados y la libre circulación de
capitales, mercancías, tecnología e información. Contando con la ignorancia y el
legado del oscurantismo religioso en grandes capas de la población, Stalin hizo de
la reiteración un arma predilecta, arma que los comunistas y luego la izquierda
no comunista y el populismo adoptaron como propia y utilizan cada vez que
necesitan acreditar una mentira ideológica. Así, del mismo modo que en otro
tiempo idealizaron a Castro y aún ensombrecen la política exterior de Estados
Unidos con el frecuente anatema del imperialismo, sus enemigos señalados y
satanizados ahora son la globalización y el neoliberalismo. A ellos se les deben los
males del mundo. Esta aseveración, mil veces repetida, es uno de los signos que
permiten reconocer en todas partes a nuestros perfectos idiotas. Y para fortuna
suy a, encuentran un soporte intelectual en libros, diarios y tribunas en Europa y
Estados Unidos, lo que confirma la sospecha de Jean-François Revel de que el
conocimiento es inútil y de que la primera de las fuerzas que dirigen el mundo es
la mentira.
Dos ejemplos. El irredimible director de Le Monde Diplomatique, Ignacio
Ramonet, sostiene que « el avance dramático de la globalización neoliberal va
acompañado de un crecimiento explosivo de las desigualdades y del retorno de la
pobreza. Si tomamos el planeta en su conjunto, las 358 personas más ricas del
mundo tienen una renta superior a la renta del 45 por ciento más pobre» . Un
catedrático de la Universidad de Columbia, que ha dictado clases de economía en
Harvard, Xavier Sala-i-Martin, señala que Ramonet cornete un error en el cual
no incurriría uno de sus alumnos de primer año al comparar riqueza con renta.
« Es un error conceptual —afirma— decir que las 358 personas más ricas del
mundo tienen la misma riqueza que la renta de los 2,600 millones más pobres de
la humanidad» . Pero aparte de este tropiezo producido por un mal manejo de los
términos, la tesis central de Ramonet en el sentido de que la desigualdad y la
pobreza han crecido durante el periodo de la globalización la pregona a los cuatro
vientos el conocido catedrático, escritor y lingüista norteamericano Noam
Chomsky, icono de la izquierda al lado de un Eduardo Galeano o de un José
Saramago, quien ha hecho de la lucha contra esta nueva realidad del mundo la
bandera de su vida.
Pese a estos ilustres nombres, la realidad es otra y la recuerda muy bien en
diversos escritos suy os la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza
Aguirre. « La libertad económica y el libre comercio internacional —dice ella—
han sido, son y serán siempre mucho más eficaces en la lucha contra la pobreza
que el intervencionismo, el nacionalismo económico o cualquier variedad
conocida o por conocer del populismo, del socialismo o el comunismo» . Los
mejores ejemplos que pueden citarse en este sentido son los de China e India.
Desde 1978, cuando se abrió a la economía de mercado y rompió el encierro en
que la había confinado el modelo comunista, China ha registrado índices
espectaculares de crecimiento: el PIB se ha multiplicado por diez y la economía
crece hoy al ritmo casi del 10 por ciento anual. De 1991 a hoy, el PIB de India ha
aumentado al doble y su crecimiento anual es superior al 7 por ciento gracias a la
apertura y la globalización de la cual aprovecha enormes ventajas. En el resto
del mundo, ¿ha aumentado la pobreza? Falso. En 1970, el 44 por ciento de la
población mundial vivía con menos de dos dólares por día y hoy, gracias a la
globalización, sólo un 18 por ciento vive esta penuria. De su lado, Xavier Sala-i-
Martin muestra que la miseria de África no se debe a la globalización sino
exactamente a lo contrario: la falta de circulación de capital, de inversiones
extranjeras, de comunicación con el mundo y la poca o nula llegada de
tecnologías. En síntesis: lo que caracteriza el milagro de países asiáticos como
India y China es precisamente haber entrado de lleno en el área del comercio
mundial y la miseria de África el haber permanecido al margen de él (con
excepciones crecientes). Una vez más, es la realidad la que refuta a nuestro
perfecto idiota.
TERROR AL MERCADO
Hay cosas que escribimos diez años atrás y que hoy, demolidas también por la
realidad, no tienen vigencia alguna. La lucha armada, por ejemplo. Subsiste en
Colombia, es cierto, como una anacrónica y sangrienta representación de los
delirios revolucionarios de los años sesenta, cuando todo el continente, por
empeño de Castro, se llenó de guerrillas. Convertida en terrorismo puro y duro,
esa acción de las FARC y del ELN colombianos carece de todo respaldo popular
y subsiste gracias a los millonarios recursos del narcotráfico y a las particulares
condiciones geográficas del país. Lo único que guarda una vaga similitud con este
sueño oloroso a pólvora de nuestro idiota son los desaforados empeños
armamentistas de Chávez: los 100 mil fusiles Kalashnikov, los treinta aviones de
combate tipo SU-30.53 y los cincuenta y tres helicópteros M17, también de
combate, que compró a Rusia en julio del 2006, por valor de 3,000 millones de
dólares, y la fábrica de fusiles que se propone montar en el Estado de Maracay.
Todo ello, según dice, para enfrentar supuestas « amenazas del imperialismo» .
Su delirio no es el de crear uno, dos, tres, cien Vietnam, como deseaba el Che
Guevara, sino el de librar, en caso de ataque, lo que llama « una guerra
asimétrica» , siguiendo el ejemplo de los islamistas de Irak.
Tampoco entra en el viejo esquema guerrillero el encapuchado
subcomandante Marcos y sus rebeldes de Chiapas, cuy o discurso y demás
efectos mediáticos sólo tienen impacto en personajes europeos como la señora
Danielle Mitterrand y otros consumidores de mitos románticos en la otra orilla
del Atlántico.
¿Seguirá siendo Cuba, para el perfecto idiota de todas las latitudes, un viejo
amor que no se olvida ni se aleja? Todo es posible, aunque también aquí
interviene la realidad para pulverizar sueños y hacer de este modelo comunista,
como del de Corea del Norte, una rezagada reliquia de algo que y a tuvo en
Europa su partida de defunción después de haber hecho un tránsito macabro en la
historia del siglo XX. A esa reliquia volvemos en este libro para registrar sus
últimos días y ver, desaparecido el dictador, las cicatrices que dejará en la
sociedad cubana.
Otra declinante fabricación ideológica que tuvo su momento de auge en
América Latina a la sombra del Concilio Vaticano II y luego de la II Conferencia
General Episcopal Latinoamericana de Medellín en 1968, es la Teología de la
Liberación. A ella nos referimos ampliamente en el capítulo del Manual titulado
« El fusil y la sotana» . Mostramos cómo era hija de la teoría de la dependencia
y, en general, de la mitología tercermundista. Quedan, desde luego, unos cuantos
herederos del cura Camilo Torres y del cura Manuel Pérez, quienes hablaban de
la sociedad sin clases soñada por Marx como una manera de hacer más eficaz y
posible el amor cristiano, eliminando el litigio entre explotadores y explotados. Lo
único malo es que para lograr este objetivo, ellos mismos y más tarde los
teólogos de la liberación acabaron por santificar una lucha armada cuy os medios
de acción son asaltos, asesinatos, minas antipersona, autos y paquetes bomba,
secuestros, voladura de oleoductos y torres de energía y otras bellezas por el
estilo. Sus principales víctimas en Colombia, en Perú y en Centroamérica fueron
precisamente los campesinos que querían liberar.
A tiempo lo comprendió bien el papa Juan Pablo II, quien condenó sin
reservas esta concepción. De su lado, Benedicto XVI la ha rebatido en sus libros
y les ha cerrado las puertas del Vaticano a los trasnochados eclesiásticos que aún
andan, como Fray Betto, haciendo causa común con nuestros idiotas, así
participen en encuentros como los de Porto Alegre o el llamado Foro Social
Mundial, reunido en Caracas en enero de 2006, y escuchen alborozados vivas
desenfrenadas a la revolución cubana, a la revolución bolivariana y a la
revolución latinoamericana. Pese a su sintonía con estas muchedumbres, es
evidente que para estos teólogos de la liberación su cuarto de hora y a pasó. Las
guerras santas, inspiradas en credos religiosos, ahora corren por cuenta de los
fundamentalismos islámicos y tienen un tinte medieval.
El antiimperialismo, en cambio, en vez de apaciguarse en este nuevo siglo, es
cada vez más fuerte en todas las latitudes. Según Jean-François Revel, quien
estudió el sentimiento antiamericano en uno de sus últimos libros, las razones que
lo mueven son distintas en cada continente. En Europa, dirigentes e intelectuales
tanto de derecha como de izquierda no se resignan a ver que una potencia sin sus
valores culturales es la que tiene más peso en el ámbito político y económico.
Quisieran que Europa siguiera siendo el centro del mundo. En el Medio Oriente,
las razones son religiosas. Los integristas o fundamentalistas islámicos señalan a
Estados Unidos como el imperio del mal. Es el enemigo odiado: el infiel En
nuestro caso, el de América Latina, dicho sentimiento tiene múltiples raíces. Lo
examinamos como un signo distintivo de nuestro idiota en el capítulo del Manual
titulado « Yanqui, go home» . Cuatro razones animan el antiy anquismo en estas
latitudes y no pertenecen sólo a la izquierda sino también a cierta derecha
nacionalista. La primera razón es de orden cultural propia de una tradición
hispano-católica; la segunda, económica, responde al viejo tango que entona un
Galeano sobre nuestra condición dependiente y los privilegios del « imperio» ; la
tercera, histórica, deriva del mal recuerdo que nos dejaron las intervenciones de
Estados Unidos en diversos puntos del continente y el apoy o que alguna vez
gobiernos de ese país dieron a dictadores militares; y la cuarta, psicológica, está
dictada por la envidia que produce el éxito de una nación desarrollada frente a
nuestro viejo fracaso.
¿Qué ha cambiado? Durante muchas décadas las diatribas contra el
imperialismo se le oy eron a un Perón, a un Castro, a un Daniel Ortega. Con el
tiempo sólo fueron de Castro. Formaban parte del gastado discurso de un caudillo
solitario y crepuscular, discurso lanzado siempre sin réplica posible dentro de su
isla de infortunios. Pero he aquí que al doblarse la página de un siglo esa diatriba
la hace suy a primero Chávez, luego Evo Morales, con ecos en el Perú (Ollanta
Humala), en México (López Obrador), Argentina (Maradona), Ecuador
(organizaciones indígenas como la CONAIE o Rafael Correa), Colombia (FARC
y radicales del Polo Democrático) y en foros que reúnen a veces a más de
setenta mil personas de todo el mundo. ¿Nuevas razones? No, si acaso nuevos
pretextos. Pero —fenómeno de nuestra historia circular— lo que sale a flote en
alocuciones y declaraciones son los viejos, viejísimos dogmas del idiota con
discursos indigenistas de ochenta años atrás y con los tangos de siempre.
Asistimos, pues, al regreso de una epidemia.
Y con ella, su compañero fiel: el nacionalismo. Mal endémico también,
ligado a otro fenómeno que reaparece entre nosotros a medida que viejos
partidos se hunden en el descrédito y con ellos el mundo político. Nos referimos
al fenómeno del caudillo. Describimos el matrimonio entre caudillo y nación (o
nacionalismo) en otro capítulo del Manual titulado « Qué linda es mi bandera» .
Hoy nos parece haber obedecido a un misterioso espasmo premonitorio cuando
mencionamos cómo nuestro personaje, el caudillo populista, buscaba apropiarse
de una figura como Bolívar viéndolo como una especie de protorrevolucionario
marxista, sin tomar en cuenta el infinito desprecio que Marx, en carta a Engels,
demostró por El Libertador y el rechazo que éste mostró a la guerra de clases y
colores. Recordábamos que el caudillo busca siempre envolver en el
nacionalismo su apetito desaforado de poder absoluto, para lo cual suele
apropiarse de una figura histórica (también de un Zapata o un Sandino)
dibujándola a su acomodo. El presente nos sorprende ahora con un ejemplo de
Chávez y su revolución bolivariana, no previsto hace diez años cuando se publicó
el Manual. Sí, es nuestra irremediable historia circular. Hablábamos en el Manual
del pasado sin saber que nos estábamos anticipando a un inmediato futuro.
El lobo feroz, que diez años atrás obligaba al idiota a dar gritos de alerta, no ha
cambiado. Es para él el mismo depredador sin alma de siempre: el
neoliberalismo. Así lo llama. Entonces, a mediados de los años noventa, era
combatido por los más diversos personajes: teólogos de la liberación, comunistas
cerriles, ideólogos de las FARC, Galeanos y Benedettis, pero también por obispos,
profesores, presidentes socialdemócratas como el colombiano Ernesto Samper e
incluso demócratas cristianos como el venezolano Rafael Caldera y por esos
octogenarios que se resisten aún a abandonar el modelo de desarrollo hacia
adentro promovido en su hora por Raúl Prebish y la CEPAL para América
Latina. Hoy la impugnación de ese modelo la corean, con acento del Caribe,
Castro y el inevitable Chávez; con acento porteño o de Patagonia, Maradona y
Kirchner; con acento de Tabasco y a gritos en el Zócalo, López Obrador; en
ay mará y con adornos y atuendos de indígena precolombino, Evo Morales. Pero
igual letanía se les escucha a Zapatero y los socialistas españoles y a la izquierda
caviar o gauche divine de Francia en Le Nouvel Observateur y en Le Monde
Diplomatique de Ignacio Ramonet, así como a los célebres escritores Saramago,
Chomsky o Günter Grass, que se quedaron en la retaguardia de los tiempos,
convencidos de estar en la primera línea de una avanzada intelectual.
Dijimos en su momento en nuestro Manual algo que todavía posee plena
vigencia. Todos ellos tienen como base de sus impugnaciones una ideología que
considera la libertad económica como antagónica a la inversión social en
beneficio de los pobres. Así, a tiempo que condenan el mercado como un ente sin
corazón, se han quedado con la utopía en acero inoxidable del ruinoso Estado
Benefactor. No han descubierto, en última instancia, que el liberalismo o
neoliberalismo, como lo llaman, no obedece a ideología alguna (no cree en ellas)
sino a una lectura de la realidad cuy as más elementales comprobaciones son las
siguientes: la riqueza se crea y su creación depende más de la empresa privada
que del Estado; para avanzar en el camino de la modernidad y dejar atrás la
pobreza, se requiere ahorro, trabajo, educación, control del gasto público,
inversiones nacionales y extranjeras, multiplicación de empresas grandes,
medianas y pequeñas, así como también eliminación de monopolios públicos y
privados, del clientelismo, la corrupción y la burocracia vegetativa; supresión de
trámites, subsidios e inútiles regulaciones; una Justicia rigurosa, seguridad jurídica
y, en general, respeto a la ley y a la libertad en todos los órdenes. Estos aspectos,
a fin de cuentas, constituy en los perfiles del modelo liberal.
Tan obvio es que uno se pregunta por qué desata tantas furias e
impugnaciones. Veremos en este libro que ello proviene obviamente del
populismo y de una vieja izquierda (credos favoritos de nuestro idiota) y en
algunos países como Francia también de una derecha estatista, pero no, por
fortuna, de una izquierda moderna que no rechaza sino que aprovecha las
ventajas del libre mercado.
Las objeciones parten, pues, de una visión esencialmente ideológica. Es decir,
de una construcción teórica que le asigna al Estado un papel redentor y ve en la
búsqueda del beneficio no el motor de la economía desde tiempos inmemoriales
sino un privilegio egoísta. Es que la ideología, que tiene algo de religión, ofrece a
sus crey entes una triple dispensa: una, de carácter intelectual, consiste en retener
sólo los hechos favorables a la tesis que sostiene y omitir cuantos la refutan; la
otra dispensa es práctica: permite despojar de todo valor a los fracasos que
inflige la realidad; y, con frecuencia, tratándose de ideologías revolucionarias o
totalitarias, hay una dispensa moral mediante la cual todo se justifica en aras de
una revolución, incluy endo prisión para los disidentes o el pelotón de
fusilamiento, como en la Cuba castrista en fecha tan reciente como marzo de
2003.
Pero para despiste y sobresalto del idiota, los infundios sobre el liberalismo,
dictados por el mencionado prejuicio ideológico, han continuado siendo refutados
minuciosamente por la realidad. Bastaría preguntarse cuál fue el modelo que
permitió a Corea del Sur, Taiwán, Singapur y otros « tigres» o « dragones»
asiáticos llegar al Primer Mundo, cuando disponían hace cuarenta o cincuenta
años de un ingreso per cápita inferior al de cualquier país latinoamericano. O
indagar de qué manera llegaron a la situación actual países como España, Nueva
Zelanda o Irlanda. O detenerse a examinar si fue con populismo,
nacionalizaciones, monopolios, rígido intervencionismo de Estado, subsidios y
protecciones aduaneras, expropiación de tierras, discursos demagógicos o, al
contrario, con un modelo típicamente liberal como Chile ha llegado a ser el país
mejor situado del continente, con un millón menos de pobres que hace treinta
años. O cómo El Salvador, después de haber sido escenario de una guerra atroz,
ha logrado disminuir a la mitad el índice de pobreza de hace quince años, así
como a muy bajo nivel el desempleo y el analfabetismo, gracias también al
modelo liberal.
De esas nuevas realidades daremos cuenta en este libro para confrontarlas
con la otra representada precisamente por el regreso del idiota con sus dogmas y
teorías equivocadas, y entre todas ellas su despropósito may úsculo de promover
en la región el advenimiento de un socialismo del siglo XXI, como si el del siglo
XX hubiese sido, con sus 100 millones de muertos y sus regímenes totalitarios,
algo digno de imitar.
Hace diez años terminamos el Manual del perfecto idiota latinoamericano con
un recuento de los diez libros que conmovieron a éste último, nuestro personaje.
O sea, los libros que contribuy eron a dejarlo en ese estado. En este libro, al
contrario, vamos a señalarle los diez libros que refutan sus dogmas y creencias.
Pueden ofenderlo. O de pronto —milagros se han visto— pueden salvarlo, si es
joven y acepta lavarse el cerebro de las tonterías que ahora regresan con los
Chávez, Zapateros, Evos, Humalas, Kirchner y AMLOs. ¿Acaso no hemos dicho
que lo malo no es haber sido idiota sino continuar siéndolo?
Cuidado, y a regresa
DOS IZQUIERDAS
Sin embargo, un vistazo sereno a América Latina (ejercicio muy arduo) muestra
que, aun cuando las orejas del lobo populista asoman por todas partes, hay en la
izquierda dos tendencias distintas y que una de ellas le saca la lengua al
populismo o al menos se aparta de sus peores manías. Una expresa a plenitud el
síndrome del perfecto idiota y representa el populismo químicamente puro. La
otra, a fuerza de tanto tropiezo, está marcada por la aceptación de la realidad, esa
viejita terca que apunta con el bastón hacia el camino de la prosperidad:
mercados libres, seguridad jurídica, educación.
El populismo es abrazado con lujuria por Hugo Chávez en Venezuela, Evo
Morales en Bolivia, y, acaso con una pizca de pudor, por Néstor Kirchner en
Argentina, y con menos pudor, Rafael Correa en Ecuador. Detrás de ellos y
desde su otoño infinito, ejerciendo una influencia más mítica que práctica, está
Fidel Castro, empeñado en desmentir a Benjamín Franklin cuando dijo que nada
es seguro excepto la muerte y los impuestos. El populismo combina el
autoritarismo y el desprecio por las reglas de juego del Estado de Derecho con la
creación de grandes clientelas dependientes de las dádivas gubernamentales, el
resurgimiento de paquidermos estatales a los que llaman, por alguna razón
misteriosa, « empresas» públicas, la guerra de clases contra las empresas
privadas y el capital extranjero, la inflación de la moneda y cañonazos verbales
contra Estados Unidos. También se tiñe de indigenismo, que es un invento
europeo asumido por agitadores latinoamericanos empeñados en negar el
carácter mestizo de esta zona del mundo, y de nacionalismo, otra importación
sospechosa. Se trata, en suma, de la resurrección de un bicho que ha atacado de
manera intermitente a la región desde la Revolución Mexicana, a comienzos del
siglo XX, y que parece resistente a todos los pesticidas (incluy endo, ay, a nuestro
primer Manual).
Chávez ha abolido de un manotazo tropical los contrapesos democráticos en
su país y se dedica a regar petrodólares en las « misiones» sociales que ha
creado en los barrios marginales con fines más políticos que caritativos, a
expropiar fábricas y fincas agrícolas que considera « improductivas» , a cambiar
las reglas del capital extranjero de la noche a la mañana para asfixiarlas
mediante impuestos tremebundos, a buscar pendencias con todos sus vecinos
latinoamericanos, a financiar movimientos radicales por todo el continente y a
armarse hasta los dientes. Kirchner, por su parte, también concentra mucho
poder en sus manos, aunque no tanto como Chávez, gracias a que ha logrado el
control de la Corte Suprema. Su gobierno está inflando la moneda argentina para
crear abundancia artificial: en los últimos dos años, la tasa de inflación ha sido
más alta que en los ocho años previos. Ha construido, asimismo, una clientela
local en la importantísima provincia de Buenos Aires mediante la masiva
distribución de alimentos y de artefactos para el hogar, y de subvenciones
mensuales que reparte en efectivo a millones de personas a través del programa
Jefes y Jefas de Hogar entre soflamas contra el Fondo Monetario Internacional
(al que por cierto le ha pagado toda la deuda con puntualidad albiónica). Mientras
tanto, Evo Morales ha intentado nacionalizar las segundas reservas de gas más
grandes del continente (calculadas en casi 50 billones de pies cúbicos), ha
iniciado una reforma agraria contra las tierras que según él no están produciendo
por dejadez de sus dueños y, siguiendo esa vieja vocación de sastres
constitucionales que tienen nuestros caudillos, se hace ahora una Constitución a la
medida para vestir su régimen populista con un impecable terno legal.
Juntos, estos líderes han organizado un aquelarre internacional al que llaman
« Alternativa Bolivariana para las Américas» , conocido por su acrónimo ALBA,
cuy o propósito es desafiar las relaciones comerciales con Estados Unidos (hasta
ahora la gran hazaña antiimperialista del ALBA es que Venezuela le da a Bolivia
diesel barato a cambio de soja boliviana).
Frente a esa izquierda voluptuosa está la otra, la pragmática y políticamente
asexuada, con líderes como la chilena Michelle Bachelet, el brasileño Luiz Inácio
Lula da Silva, el uruguay o Tabaré Vázquez o el dominicano Leonel Fernández,
que representan —salvo pequeños y esporádicos respingos progresistas para
hacer un guiño a sus respectivas bases políticas— una tendencia más cuerda y
moderna. La chilena ha preservado la herencia de los anteriores gobiernos de la
alianza conocida como la « Concertación» , incluy endo la apertura de mercados,
la seguridad para las inversiones extranjeras, los tratados de libre comercio
firmados por su antecesor y las buenas relaciones con Estados Unidos. Lula da
Silva ha manejado las finanzas con una responsabilidad de tecnócrata sajón,
gracias a lo cual ha evitado la inflación, ha eliminado el déficit fiscal, si
exceptuamos el servicio de la deuda, y ha creado suficiente confianza, por
ejemplo, para que unos 15 mil millones de dólares de inversión extranjera
acudieran a su país el año pasado (tema distinto, por cierto, es el de la corrupción
del partido del gobierno, que Lula no ha atacado como debería). El uruguay o
Tabaré Vázquez, un hombre que venía de la izquierda troglodita, está hoy tan
enfadado con el populismo nacionalista de Néstor Kirchner (responsable de una
campaña calculadamente histérica contra la decisión de Montevideo de aceptar
la construcción de dos fabricas de celulosa muy cerca de la frontera con
Argentina) y ha coqueteado con la idea de negociar un tratado de libre comercio
con Washington. Y Leonel Fernández ha devuelto a las finanzas de su país, la
República Dominicana, un clima de serenidad después del huracán que significó
el paso de su antecesor por el cargo, bajo cuy a presidencia colapsó el primer
banco del país, arrastrando a todo el sistema financiero. Gracias a ello, y a la
mejora en el clima de negocios, su país avanza como y a no lo hace, por
ejemplo, otra isla caribeña, Puerto Rico, donde la dependencia con respecto a las
subvenciones de Washington ha adormecido el nervio creador de riqueza. El
tratado comercial que ahora une a República Dominicana con Estados Unidos
permitirá afianzar ese marco institucional.
Aun así, no puede negarse que, en líneas generales, hay un viraje a la
izquierda y hacia al populismo. Aquellos gobiernos de izquierda que evitan el
populismo lo hacen en contra de sus electores, no por obediencia a ellos. Más de
uno elude hacer reformas que lo hagan pasible de ser acusado de « neoliberal» y
prefiere la gestión de crisis y la administración de la herencia, combinadas con
ambiciosos programas de asistencia social (como « Bolsa Familia» en Brasil, por
ejemplo), antes que la continuación y expansión de las reformas de los años
noventa. En ciertos países donde gobierna una versión más moderada del
populismo, como el Perú, el otro populismo tiene enorme capacidad de presión
por constituir la primera may oría política en el Congreso y la may oría social en
dos terceras partes de las regiones del país. Los motivos de este vuelco
continental tienen que ver con una combinación de factores históricos y otros
inmediatos. Históricos: una concentración del poder en manos de las élites
vinculadas al Estado que obstaculiza el tipo de movilidad social que solamente
una sociedad libre puede generar. Inmediatos: las recientes —y mal llamadas—
reformas « neoliberales» de América Latina, que no llegaron muy lejos y que
consistieron en la venta de activos gubernamentales pero no generaron las
condiciones para que se crearan mercados competitivos y se reconocieran los
derechos de propiedad más allá del ámbito de los intereses allegados a los
diversos gobiernos. Sumémosle a esto la división cultural, vieja herencia colonial,
que todavía pasa por conflicto « étnico» en varios países andinos, y se tendrá una
idea de lo que está aconteciendo.
Detrás del rebrote populista está la frustración popular por el relativo fracaso de
los años noventa, una década de reformas bajo gobiernos de centro derecha que,
se suponía, iban a catapultar a la región hacia el desarrollo. A pesar del éxito de
varios de estos gobiernos en contener la inflación y liberar algunas zonas de la
economía, el desarrollo no llegó, a diferencia de otros países (por ejemplo, los de
Europa central y oriental, donde unos 40 millones de personas han abandonado la
pobreza en los últimos años). En lugar de la descentralización y de la creación de
una economía libre y competitiva, y de sólidas instituciones legales abiertas a
todos, lo que se dio en esos años fue más bien un capitalismo mercantilista —es
decir dependiente de los nexos con el poder político— y un cierto autoritarismo,
además de una abundante corrupción. Guardando las muchas diferencias, se dio
un capitalismo « a la rusa» más que « a la irlandesa» .
Nada de esto quita lo importante que fue la reducción de la inflación, la
liberación de muchos precios y la desestatización de muchas empresas, gracias a
lo cual hoy en día, en un contexto de bajas tasas de interés internacionales y altos
precios por los commodities latinoamericanos, la región registra un crecimiento
económico promedio de 4 por ciento desde hace tres años. Si no hubiese habido
reformas, las cosas serían infinitamente peores (y los populistas no tendrían hoy
toda esa recaudación fiscal que les permite financiar sus delirios). Por tanto,
cuando el escenario internacional varíe —por ejemplo, si siguen aumentando las
tasas de interés en Estados Unidos por el temor a la inflación—, las debilidades
del modelo populista —las verrugas disimuladas con coquetos polvos femeninos
— empezarán a notarse de horrenda manera en países como Venezuela y
Argentina.
Las reformas fueron mucho más consistentes en Chile, por cierto, donde
empezaron mucho antes que en el resto de América Latina. Ese país goza hoy de
una libertad de comercio bastante may or que en otras partes, con un arancel
promedio que, en la práctica, debido a numerosos tratados de libre comercio, no
sube de 3 por ciento, con pocas excepciones. La propiedad se ha extendido de
muchas formas, en especial mediante la privatización de las viviendas
municipales y de las pensiones. Esta última ha engordado el ahorro interno y, lo
que es más importante, ha dado a los ciudadanos del montón acceso a la
propiedad y el capital, y por tanto generado en ellos un interés creado en la
preservación del modelo. El gasto público, aunque es alto, no excede el 25 por
ciento del PIB, y Chile es, sin lugar a dudas, el país que ofrece la may or
seguridad para los contratos. La inversión anual equivale un 25 por ciento del
PIB, es decir a la cuarta parte del volumen total de su economía, y los chilenos
exportan más del 45 por ciento de su producción, cifra muy superior a la de sus
vecinos. Con uno de cada cinco chilenos todavía en situación de pobreza, y una
prosperidad sólo relativa, aún distante de la de una Irlanda o una Nueva Zelanda,
es obvio que ese país necesita un nuevo impulso reformista. Pero es una feliz
excepción en el continente: los chilenos podrían superar el subdesarrollo en el
2020 si su economía creciera hasta entonces un promedio de 6 por ciento al año.
Todo esto constituy e la repetición de una película que hemos visto. Es necesario
detenerse por un momento en la experiencia populista del siglo XX para entender
qué es exactamente y qué consecuencias tuvo para el continente. Sólo así
entenderemos lo nefastas que pueden ser las consecuencias del experimento que
reviven hoy un Hugo Chávez, un Evo Morales y, en cierta forma, un Néstor
Kirchner, y que podría mañana saltar a Perú si Alan García vuelve por sus viejos
fueros u Ollanta Humala lo obliga a hacer concesiones, o a México si López
Obrador dicta la pauta desde la calle.
El gran escritor liberal estadounidense H.L. Mencken definió al demagogo
como « aquel que predica doctrinas que sabe falsas a hombres que sabe que son
idiotas» . Podríamos definir al populista, exquisita variante latinoamericana del
demagogo, como aquel que despilfarra dineros que sabe ajenos en nombre de
aquellos a quienes se lo expropia —y para colmo entre aplausos de foca de las
propias víctimas—. O, si preferimos una fórmula más amplia, aquel que se
empeña en abolir el derecho en nombre de todos los derechos, sabiendo que
todos son lo mismo que ninguno porque los beneficios están siempre
concentrados y los costos dispersos, de modo que nadie se da cuenta de que le
paga la factura al vecino y se está quedando más pelado que Yul Bry nner.
Los populistas fueron, al menos en la primera etapa, la resaca del siglo XX
contra el siglo XIX, caracterizado por la república oligárquica. El populismo del
siglo XX, que y a en la Constitución mexicana de 1917 inaugura un nuevo tipo de
texto fundamental poniendo énfasis no en la limitación del poder, como había
hecho la Constitución estadounidense, sino en una feria de reclamos sociales,
pretendió la participación del pueblo en los asuntos antes reservados a la élite. Esa
« participación» no fue tal, sino una nueva oligarquía: la de los supuestos
representantes del pueblo en la esfera de lo público.
El populismo gobierna contra la oligarquía tradicional, incluso después de que
ella ha muerto, extraño acto de necromancia política. Del brasileño Getulio
Vargas al argentino Juan Domingo Perón, del mexicano Lázaro Cárdenas al
primer Carlos Andrés Pérez en Venezuela, y de éste al peruano Alan García de
los años 80, el populista busca liberar al « pueblo» del sometimiento a la
« oligarquía» . Esa oligarquía la forman terratenientes, banqueros, industriales,
militares y curas.
La impugnación contra la oligarquía viene acompañada del fuetazo contra el
« imperialismo» . Todos nuestros populistas latigan sin cesar el dorso del imperio.
El « imperio» es casi siempre Estados Unidos. Practican con ello el
« tercermundismo» del que hablaba el escritor venezolano Carlos Rangel, que
convierte la lucha de clases marxista entre ricos y pobres en una lucha entre
países explotadores y países explotados.
El populismo no propugna la captura de todos los medios de producción, pero,
al estilo de las « teleocracias» de las que hablaba Bertrand de Jouvenel, los
teledirige desde el poder para trazarles fines distintos de aquellos que sus dueños,
bajo el imperio de consumidores y clientes, se fijarían a sí mismos. Sólo quiere
adueñarse las empresas « estratégicas» (según la enigmática definición). Por
eso, Juan Domingo Perón hablaba de una « tercera vía» —mucho antes de
Anthony Giddens, tardío copión involuntario—, ajena tanto al capitalismo como
al comunismo (el peruano Hay a de la Torre decía: « Ni Washington ni Moscú,
sólo el APRA salvará al Perú» ).
La « tercera vía» del populista esconde una idolatría del Estado. Pasa por
otorgar al Estado responsabilidades productivas y comerciales, y convertirlo en
agencia de empleos. El populismo mexicano practicado desde Lázaro Cárdenas
llevó al Estado a gastar, hacia mediados de la década de 1980, 61 por ciento del
producto interno bruto. El populismo venezolano segregó un Estado que gastaba
más del 50 por ciento de la riqueza nacional por esas mismas fechas. El
populismo peruano, que alcanza por primera vez un apogeo con Velasco
Alvarado y se repite tragicómicamente con Alan García en los años ochenta,
acabó generando un déficit anual de 2 mil millones de dólares por vía de las
empresas públicas. El populismo brasileño de Vargas sobrevivió a su creador:
hacia fines de los años setenta, el país y a tenía un Estado con 560 empresas
públicas, dueño de la tercera parte de las industrias y capaz de gastar anualmente
40 por ciento de la riqueza de los ciudadanos.
El populismo también arruinó la agricultura. Muchos de los problemas de los
países con raíces indígenas vienen de la descapitalización del campo provocada
por reformas agrarias populistas. No fue el campesino sino el Estado el gran
beneficiario de las expropiaciones de latifundios y haciendas. La entrega de
tierras a la burocracia estatal —como en el caso de las 600 cooperativas creadas
por el Perú en los años 70— engordó a los burócratas y enflaqueció a los
campesinos. En México, las grandes reparticiones de ejidos —desde Cárdenas
hasta Luis Echeverría— no permitieron el desarrollo de una economía de
mercado rural con plenos derechos de propiedad por parte de los campesinos; lo
que resultó de esta transferencia fueron propiedades limitadas y poco
productivas.
La sustitución de importaciones fue otra hazaña populista. Su premisa era que
existían unos injustos « términos de intercambio» entre los países desarrollados
que exportaban productos acabados muy caros y los países subdesarrollados que
exportaban materias primas baratas (los chinos, hoy grandes travestis
ideológicos, no nos compraban entonces soja y petróleo…). Como los países
ricos —se decía— monopolizaban el capital y la tecnología, y los países pobres
no generaban suficientes divisas para adquirirlas, había un problema
« estructural» en la economía mundial.
Hasta 1990, el « estructuralismo» fue la jerga enigmática que justificó el
nacionalismo económico. América Latina se pobló de barreras arancelarias,
cuotas, tipos de cambio diferenciados y toda clase de mecanismos jurídicos para
canalizar los recursos de los ciudadanos hacia aquellas áreas —ciertas industrias,
por ejemplo— que el Estado quería privilegiar. Por eso no surgieron economías y
sociedades modernas.
Cuando fue evidente, hacia los años setenta, que el « estructuralismo» no
lograba corregir los dichosos términos de intercambio, surgió la « teoría de la
dependencia» , nueva elucubración para justificar el fracaso con el argumento
de que existía una « dependencia» tan profunda con respecto a los países ricos
que sólo una masiva redistribución de recursos internacionales mediante la ay uda
exterior lograría el cometido. Así, apelando a la mala conciencia de los países
ricos, América Latina se inundó de créditos y donaciones multimillonarias del
extranjero (y luego vino la jeremiada de la deuda externa).
El resultado de todo esto fueron las siete plagas de Egipto. Incluso en los
momentos en que los países ricos canalizaron más recursos hacia América
Latina, los niveles de inversión anual no superaron el 15 por ciento del PIB, la
mitad del nivel alcanzado por los países del Sudeste asiático en su hora de
despegue. Los capitales huy eron despavoridos (más rápido de lo que viajaba la
ay uda exterior hacia América Latina), de modo que en la década de 1980 se
produjo una salida de 220 mil millones de dólares, cuatro veces más que todos los
créditos otorgados por el Fondo Monetario Internacional a los países
subdesarrollados a lo largo de esos mismos años. La Venezuela « saudita» tenía a
fines del siglo XX un ingreso por habitante 25 por ciento menor que en 1976,
fecha emblemática en que Carlos Andrés Pérez había « nacionalizado» el
petróleo.
En las primeras décadas del siglo XX, todo había parecido ir muy bien. Entre
los años cuarenta y los setenta del siglo pasado, gracias al surgimiento de nuevas
industrias, Brasil acabó con la dependencia de sus exportaciones con respecto al
café, mientras que la economía de México creció en promedio 6 por ciento cada
año. Toda sociedad que concentra sus energías en ciertas actividades, y que
entrega mercados cautivos a un conjunto de empresas, obtiene logros al
comienzo. Alexis de Tocqueville apunta en La democracia en América que el
dirigismo —la « centralización administrativa» — puede reunir las energías y
recursos para un objetivo inmediato, pero no puede reproducirlos
sistemáticamente para generar prosperidad. Como Brasil tiene un mercado
interno grande por su población, es lógico que el nacionalismo económico
produjera el crecimiento artificial de muchas industrias locales. Pero luego el
artificio quedó expuesto y se comprobó que, sin un conjunto de instituciones
protectoras de derechos individuales que incentivaran una sociedad de contratos
y no de mandatos, resultaba imposible una prolongada acumulación de capital.
Otros países más pequeños descubrieron estas realidades más rápido.
En resumidas cuentas, casi un siglo después de la Revolución Mexicana, la
pobreza abarca entre 40 y 45 por ciento de la población latinoamericana. La
indigencia es la condición de uno de cada cinco latinoamericanos. Ésa es la
hazaña social del populismo latinoamericano. La otra hazaña es institucional.
Como todos los populistas desprecian la ley —porque creen, como la ranchera
mexicana, que ellos son « el rey » — han contribuido a impedir la creación de un
auténtico Estado de Derecho. Nuestros populistas se diferencian en mucho, pero
en eso son, como Tweedledee y Tweedledum, los famosos personajes de Lewis
Caroll, inseparables. Todos han debilitado la democracia liberal como práctica y
como cultura.
En agosto de 2006 Fidel Castro cumplió ochenta años y muchos idiotas, llenos de
ternura, se conmovieron. Fidel se les había hecho un ancianito entre las manos
rojas de aplaudir. Más que un tirano, era una costumbre. Ya hay idiotas que son
hijos y nietos de idiotas que también corearon aquel pareado profundo y mal
concordado de: « Fidel, seguro, a los y anquis dale (sic) duro» . Son familias más
unidas por los editoriales de Granma que por el ADN. Como en el microcuento
de Augusto Monterroso, cuando despertaron, « el dinosaurio todavía estaba allí» .
Y cuando se acostaron. Y cuando se volvieron a levantar. El dinosaurio ha estado
allí siempre, como las pirámides de Egipto, los dibujos de las cuevas de Altamira
o los sones de Compay Segundo, otro fenómeno sorprendentemente
incombustible.
De ese largo periodo, Castro lleva casi cincuenta en el poder. Nadie ha tenido
tanto éxito en la historia de la mano dura. Su cumpleaños fue saludado con
poemas y ditirambos, como corresponde al rol de los escritores orgánicos en ese
tipo de gobierno. Sin embargo, un par de informaciones, publicadas poco antes de
la fiesta, le agriaron la ocasión al viejo dictador: primero, la prestigiosa revista
Forbes, tras una compleja investigación, lo catalogó como uno de los gobernantes
más ricos del mundo —más, incluso, que la familia real inglesa—, adjudicándole
una fortuna de unos novecientos millones de dólares, mientras los periodistas
independientes dentro de la Isla divulgaron la lista de las residencias oficiales
conocidas del eterno presidente de los cubanos: cincuenta y nueve suntuosas
viviendas dispersas por todo el territorio nacional, con sus correspondientes
dotaciones de criados y guardias siempre alertas, situadas en las play as más
bellas, en las montañas y valles, en la ciénaga, en las ciudades y pueblos
importantes de la Isla, más tres cotos particulares de caza, un suntuoso y ate de
pesca (regalado por el obsecuente Parlamento) y dos modernos y enormes
aviones rusos de uso casi privado, para los viajes internacionales, adquiridos por
decenas de millones de dólares. En suma: ningún gobernante, incluido el
extravagante Kim Il Sung, que depositaba en museos las sillas en las que
colocaba sus egregias nalgas, ha disfrutado más los privilegios del poder. Ninguno
se ha divertido tanto.
El anciano tirano —a quien le irrita que le recuerden que es el malversador
más tenaz de la historia cubana— montó en cólera y retó a sus adversarios a que
demostraran que disponía de un solo dólar depositado a su nombre en el exterior,
a lo que los expertos en estos tejemanejes respondieron describiendo la densa
telaraña de cuentas cifradas y testaferros que custodian celosamente el inmenso
tesoro del Comandante. Es obvio que su dinero no aparece a su nombre. Aparece
a nombre de otros. Tirios y troy anos, sin embargo, estaban de acuerdo en que
Fidel Castro no quería su fortuna para comprar diamantes en Tiffany o palacios
en Europa (sus gustos pertenecen a una estética agropecuaria, muy lejana de
esas banalidades), sino para satisfacer lo que ha sido su permanente pasatiempo
desde que era un alocado matón juvenil a fines de los años cuarenta: « hacer la
revolución» y destruir al pérfido capitalismo occidental encabezado, claro, por
Estados Unidos. En cualquier caso, el rifirrafe entre Castro y la prensa libre, a las
ocho décadas de su nacimiento, dejaba al descubierto que bajo la austera
guerrera verde oliva, la dentadura movediza y esquiva, como si tratara de
escapar en balsa, y la barba fiera de guerrillero, teñida de un gris plomizo, se
escondía un político hedonista que había vivido como un jeque petrolero durante
todo el tiempo que ha ejercido el poder en Cuba, pese a la terca pobreza de sus
compatriotas: once millones de cubanos que, cuarenta y ocho años después del
triunfo revolucionario, continúan con los alimentos, la ropa, el agua y la
electricidad minuciosamente racionados.
Poco después de estos episodios, la enfermedad de Fidel Castro obligó al
dictador a ceder el mando a su hermano Raúl y designar a Hugo Chávez algo así
como su médico de cabecera. El mito de la salud pública cubana se vino abajo
de inmediato: La Habana tuvo que mendigar medicinas y asistencia médica a
España.
Y en eso apareció Hugo Chávez. A fines de 1998 el teniente coronel fue electo
presidente de los venezolanos y no tardó en anudar las mejores relaciones
comerciales con Castro. Enseguida comenzó una suerte de colaboración entre los
dos países basada en un intercambio de bienes por servicios ideada para
beneficiar económicamente a Cuba y políticamente a un gobernante venezolano
necesitado de galvanizar a su clientela política dentro de la vieja tradición
populista latinoamericana. Castro proporcionaba médicos y personal sanitario
para trabajar en las barriadas pobres de las ciudades, y recibía a cambio
petróleo, comida y materiales de construcción.
Las relaciones entre Castro y Chávez, sin embargo, eran más profundas de lo
que aparentaban en la superficie. El venezolano había llegado a Cuba por
invitación expresa de Fidel Castro en diciembre de 1994 —después de ser
amnistiado por el presidente Rafael Caldera tras su cruento intento de golpe de
Estado de 1992— para pronunciar un discurso en la Universidad de La Habana.
En ese momento Chávez era un confuso ex militar, situado bajo la influencia
ideológica de Norberto Ceresole, un argentino fascista procedente del peronismo,
partidario del gobierno libio, donde un caudillo militar árabe utilizaba al ejército
como correa de transmisión de su ilimitada autoridad. Ceresole, muerto en 2003
a los sesenta años, era quien había convencido al teniente coronel golpista de la
infusa sabiduría recogida en El libro verde, pomposamente llamada por Chávez
« la tercera teoría universal» , mezcla de sofismas, socialismo, militarismo e
islam.
Pero en abril de 2002 sucedió algo que modificó cualitativamente los vínculos
entre Castro y Chávez: el extraño golpe militar que mantuvo al presidente
venezolano prisionero durante cuarenta y ocho horas. En ese breve periodo, en el
que Castro se movió frenéticamente tras bambalinas para devolverle el poder a
su amigo y benefactor, Chávez comprendió que necesitaba algo más que
médicos por parte de La Habana para continuar como inquilino en Miraflores:
necesitaba toda la ingeniería represiva, el aparato de inteligencia y las técnicas
propagandísticas que le permitieran mantenerse en el poder sin temor a que sus
enemigos lo desplazaran de la casa de gobierno. Necesitaba, en suma, la técnica
para sostenerse en el gobierno que Castro, a su vez, había aprendido de los
soviéticos desde los años sesenta y setenta, cuando miles de asesores procedentes
de la URSS y otros países del Este habían reformado totalmente la burocracia
cubana hasta hacerla absolutamente imbatible por sus enemigos. El leninismo, a
fin de cuentas, era eso: un puño implacable firmemente cerrado, un férreo
procedimiento de gobierno.
Tras recuperar el poder milagrosamente —sus enemigos, en medio del
may or desconcierto le devolvieron graciosamente la presidencia—, Chávez y
Castro, que compartían personalidades mesiánicas y narcisistas, comenzaron a
reunirse con frecuencia para reforzar mutuamente sus convicciones más
delirantes, iniciando un proceso de simbiosis entre los dos gobiernos, basados en
una premisa esencial: la « revolución» , tanto la venezolana como la cubana, no
podían salvarse en un mundo hostil dominado por Estados Unidos y las ideas
« neoliberales» . Como Rusia en 1917, que tuvo que enfrentarse al mismo dilema
—los peligros del « socialismo en un solo país» —, llegaron a la conclusión de que
era necesario crear una red internacional de estados colectivistas y
antiimperialistas capaces de hacerle frente a los « agresivos regímenes
occidentales» liderados por Washington.
Ese punto de partida llevó a Castro y a Chávez a formular una nueva visión
del destino de ambas naciones. El marxismo-leninismo, que había sufrido un
durísimo golpe con la traición de los soviéticos y la desaparición del comunismo
en casi toda Europa, estaba en fase de franca recuperación. Por supuesto, y a no
le correspondería a Rusia o a la decadente Europa la tarea y la gloria de ser los
abanderados de la lucha revolucionaria: Cuba y Venezuela, con el puño en alto y
entonando una versión salsera de La Internacional, estaban llamadas a
reemplazar al Moscú anterior a Gorbachov como faro de la humanidad en la
lucha en contra del capitalismo y a favor de los pobres del mundo. Y esa tarea,
naturalmente, comenzaba en América Latina, ámbito natural de expansión desde
el que el aguerrido eje Habana-Caracas avanzaría hasta el aniquilamiento de sus
enemigos.
Pero esta vez la estrategia de lucha sería muy diferente a la imaginada en su
tiempo por Marx y luego perfeccionada por Lenin. Ya los humillados y
empobrecidos obreros, movidos por la conciencia de clase y la certeza de ser los
grandes motores de la historia, no paralizarían la economía con una huelga
definitiva que liquidaría al Estado burgués. Tampoco había que reeditar la
epopeya de Mao o Castro, donde una guerrilla rural llega al poder por medio de
una insurrección que avanza hacia las ciudades. El método que se emplearía para
lograr ese mismo objetivo era el practicado por Chávez a fines de 1998: unas
elecciones democráticas, que darían paso a una nueva Constitución, tras lo cual el
caudillo elevado a presidente iría desmantelando el andamiaje republicano, con
su sistema de equilibrios y contrapesos, hasta tener el control de todas las
instituciones. Junto a él, escoltando el proceso, un ejército de médicos y personal
sanitario cubanos, pagados con petrodólares venezolanos, se dedicarían a prestar
servicios gratuitos de salud en los barrios más pobres con el propósito de tratar de
demostrar que el « socialismo del siglo XXI» era eso: compasión con los
desamparados.
Castro y Chávez, evidentemente, lo tenían todo: primero, la supuesta
necesidad de proteger la supervivencia de sus gobiernos dentro de un campo
colectivista autoritario; segundo, una visión mesiánica de ellos mismos y de sus
países, nuevo reemplazo de la URSS, que los inducía a dedicar sus vidas y
esfuerzos a la redención de la humanidad dentro de los esquemas del socialismo;
tercero, una metodología, puesta a prueba en Venezuela, para llevar adelante esa
causa sagrada. Muy pronto, a fines de 2005, Castro y Chávez obtendrían en
Bolivia su primera victoria con la elección de Evo Morales, aunque poco después,
en junio de 2006, el triunfo de Alan García en Perú contra Ollanta Humala les
aguaría la fiesta. Mientras tanto, la infatigable tribu de los idiotas, hábilmente
orquestada por los servicios cubanos y los consabidos Institutos de Amistad con
los Pueblos, aplaudía con entusiasmo delirante. Sobre la mesa de póquer se
desplegaba todo un trío de ases: Fidel, Hugo y Evo. Eran los tres gloriosos
chiflados de la revolución definitiva.
En todo caso, lo previsible es que Castro, como sucedió con el caudillo español
Francisco Franco, se lleve su régimen a la tumba. ¿Por qué? Porque, como se
dice dentro de la jerga marxista, están dadas todas las condiciones objetivas y
subjetivas para el cambio. En primer término, el conjunto de la sociedad, y
especialmente los jóvenes, están cansados de un sistema que no les brinda la
menor oportunidad de superación personal. No importa el talento que posean, o
los deseos de trabajar que muestren, el modelo de Estado creado por Castro,
colectivista e improductivo, no les permite mejorar la calidad material de sus
vidas, o crear hogares mínimamente confortables, aunque hay an recibido una
buena educación universitaria.
Un sistema que en medio siglo no sólo no ha conseguido solucionar, sino que
ha agravado las carencias populares de comida, ropa, vivienda, transporte, agua
potable y electricidad, no puede ser percibido con ilusiones por quien comienza a
vivir su vida de adulto y desea conquistar una existencia mejor que la que han
tenido que soportar sus progenitores. Agréguesele a esta miseria impuesta la
imposibilidad de viajar y asomarse al mundo que tienen los jóvenes (que ni
acceso a Internet se les permite) y se entenderá por qué el sueño de la may oría
consiste en emigrar. Naturalmente, en el momento en que esos jóvenes puedan
contribuir a cambiar el sistema, como sucedió en todos los países comunistas de
Europa, serán ellos quienes den el primer paso en esa dirección.
Este juicio pesimista sobre la naturaleza del sistema ni siquiera excluy e a los
cuadros y las bases del Partido Comunista. Después de medio siglo de
experimentar con una variante tropical del estalinismo, la may or parte de los
militantes probablemente estaría dispuesta a propiciar alguna suerte de apertura
que comenzará con un debate abierto dentro de la propia organización y, poco a
poco, o rápidamente, derivará hacia una apertura política que incluirá a otras
opciones de la oposición hasta que, pese a las infinitas dificultades propias de toda
transición, se instale en el país una democracia plural y un sistema económico
basado en el mercado y en la existencia de la propiedad privada.
Al fin y al cabo, como sucede en las sociedades dominadas por caudillos
todopoderosos, con mucha frecuencia la lealtad real de los militantes no es a la
ideología ni a las instituciones, sino a la persona colocada en la cúspide de la
autoridad. Una vez desaparecida esa persona, con ella se desvanece también la
lealtad partidista. Llegado ese momento, una parte sustancial de los comunistas
reformistas se habrá integrado en formaciones políticas muy diferentes al PC
tradicional, aunque siempre quedará un pequeño porcentaje de nostálgicos del
viejo orden político introducido por Castro en la vida política nacional.
Qué hará Estados Unidos en ese momento histórico? Sin duda, lo que mejor
cuadre a sus intereses, incluidos los de la apreciable comunidad
cubanoamericana, una poderosa minoría que forma parte de establishment y
cuenta con varios congresistas, un senador y suficientes votos en la Florida como
para inclinar las elecciones en una u otra dirección. Y los intereses
norteamericanos son, claramente, de dos tipos íntimamente relacionados:
primero, necesitan que no se produzca un éxodo salvaje e incontrolado de la Isla
hacia Estados Unidos; segundo, es fundamental que en Cuba se entronice un
régimen democrático, económicamente sensato y estable, capaz de mantener el
orden e inducir la prosperidad de manera permanente. Sólo eso le garantizaría a
Estados Unidos una suerte de sosiego permanente en su frontera caribeña. En el
pasado, Washington colaboró con dictaduras supuestamente amigas de Estados
Unidos y el resultado fue nefasto: Batista le abrió la puerta a Castro y, en
Nicaragua, Somoza dio paso a los sandinistas. Es impensable volver a incurrir en
el contraproducente error de our son of a bitch. A largo plazo esa política siempre
sale mal.
Por su parte, en contra de la versión difundida por el régimen, los exiliados
serán un factor de moderación en medio de ese proceso. No es verdad que
existan millares de personas dispuestas a vengarse o a tratar de recuperar sus
propiedades violentamente. Una y otra vez, los principales grupos de la oposición
externa han declarado su disposición a no reclamar las viviendas confiscadas,
agregando, de paso, que esos hechos ocurrieron hace más de cuarenta años, y la
generación de propietarios perjudicados prácticamente ha desaparecido. Es
verdad que quedan sus hijos y descendientes, pero casi todos están
perfectamente integrados a los niveles sociales medios y altos del mundo
norteamericano, y seguramente no tendrán demasiado interés en tratar de
recuperar unas propiedades totalmente dilapidadas por la incuria del socialismo.
Incluso, lo probable es que, en los primeros años de la transición, sean muy pocos
los exiliados que regresen a vivir en la Isla de forma permanente, aunque lo
deseable sería que se fueran trenzando lazos económicos y sociales cada vez más
densos y fuertes entre la comunidad radicada en el exterior y quienes viven en la
Isla, porque ese factor aceleraría tremendamente la recuperación de los cubanos
afectados por el vendaval comunista.
Sin embargo, lamentablemente, la desaparición física de Fidel Castro y el
inicio de la transición no significa que las huellas morales y materiales de la
etapa comunista se borrarán súbitamente. Durante tres generaciones los cubanos
han tenido que adaptar su comportamiento a las arbitrariedades, presiones y
atropellos de una dictadura totalitaria, y, como en todos los pueblos que han
abandonado el comunismo, eso ha creado en la sociedad algunos hábitos
negativos que costará mucho esfuerzo erradicar. Entre ellos, la mutua
desconfianza, recurrir a la mentira, apropiarse de lo ajeno sin sentimiento de
culpa y una cínica indiferencia ante las responsabilidades cívicas. A los cubanos
les tomará cierto tiempo descubrir que en libertad se vive de otra manera.
El mejor discípulo
OTRAS AMENAZAS
La propiedad privada no podía estar a salvo de quien sueña con establecer en su
país un socialismo del siglo XXI. Ocupación y confiscación de tierras, cierre de
fábricas, suspensión de contratos, congelación de precios, imposición por decreto
de tasas de interés a los bancos, muestran y a las orejas el lobo. Según el Índice
de Libertad Económica de 2006, presentado simultáneamente por The Heritage
Foundation y por The Wall Street Journal, la de Venezuela quedó ubicada entre las
doce más reprimidas del mundo, al lado de Cuba, Haití, Libia, Zimbabwe,
Burma, Irán y Corea del Norte.
Amenaza de otro género, pero también inquietante, es la que representa el
creciente armamentismo iniciado en los dos últimos años por el gobierno
venezolano. Además de la creación de grupos militares de élite directamente
bajo su control, Chávez ha decidido comprarle a Rusia 100 mil fusiles de asalto y
helicópteros de transporte y ataque, cazabombarderos al Brasil, patrulleras y
aviones militares a España y radares tridimensionales a China. Simultáneamente
se ha hablado de la instalación de una fábrica de municiones y de la construcción
en el territorio del Estado Amazonas de una nueva base militar soporte de una
base aeroespacial en la misma región. Y como culminación de semejante delirio
napoleónico, Chávez ha dispuesto que su revolución bolivariana debe darles
instrucción militar a dos millones de reservistas voluntarios. En suma, uno de
cada cinco venezolanos va a ser adiestrado militarmente. ¿Con qué fin? Ni el
teniente coronel ni sus asesores militares tienen inconveniente en decirlo. Se trata,
según ellos, de prepararse para librar una « guerra asimétrica» como la de Irak
contra el agresor imperialista y sus eventuales aliados. Parecería ser sólo un
brote de paranoia, digno de ser estudiado por psiquiatras, si no obedeciera a un
proy ecto inspirado por el propio Ceresole. Se trata de poner en el Ejército todo el
peso del poder, fortaleciéndolo de manera desmesurada con el espantajo de una
invasión. Reservistas adoctrinados por misiones cubanas y con posesión de armas
constituy en el mejor soporte que Chávez pueda encontrar. Ceresole lo dijo de una
manera muy clara en el libro Mi amigo Chávez: « La clave es ir encontrando un
escalón de conflicto razonable, o sea, administrable. No es la guerra. Es ir
buscando, dentro del escalón del conflicto una progresiva independencia
regional-nacional, o nacional-regional. Y hay que apreciarla así» . Se trata —
advierte Elizabeth Burgos— de crear un eje de poder latinoamericano cuy a
cabeza revolucionaria sería el propio Chávez para enfrentarlo a los Estados
Unidos.
Por lo pronto, la movilización de reservistas multiplica por cuatro los efectivos
actuales y duplica los de la primera potencia mundial. Quienes, entre ellos,
acrediten condiciones para la vida militar, serán destinados a los ejércitos de
Tierra, Mar y Aire y a la Guardia Nacional. Los demás se integrarán a un nuevo
órgano de apoy o a las Fuerzas Armadas llamada la Guardia Territorial.
El otro soporte del régimen, como sucede también en Cuba —su modelo—
son los organismos de seguridad. Bajo el camuflaje de pertenecer a las misiones
cubanas que cumplen tareas de alfabetización y asistencia médica, agentes
castristas formados en la escuela soviética de otros tiempos intervienen en la
creación de las llamadas Unidades de Defensa Popular, organismos equivalentes
a los Comités de Defensa de la Revolución, que en Cuba constituy en células de
vigilancia sobre la población. De su lado, los médicos y educadores cubanos
cumplen, en efecto, una función asistencial en cerros y suburbios de Caracas, así
como en los municipios, mediante puestos fijos o itinerantes. Camiones de
Mercal venden alimentos a bajo costo, y funcionarios del gobierno renuevan
cédulas de identidad o permisos de conducir. Sugerido por Castro cuando en las
encuestas electorales el apoy o a Chávez empezó a descender, es una forma de
populismo asistencial, que recuerda el de Evita Perón. Como más adelante
veremos, no resuelve sino que disfraza el problema real de la pobreza de la
población, pues la política de extorsión al sector privado incrementa los índices de
desempleo tanto en el campo como en las ciudades. En última instancia, salvo el
Estado que es enormemente rico por obra de los petrodólares, las clases medias
y la clase trabajadora se van empobreciendo paulatinamente y los llamados
beneficios sociales llegan sólo a los sectores marginales a los que se les moviliza
con dinero y otras prebendas para participar en manifestaciones de apoy o al
régimen.
Dentro del mismo propósito estratégico de crear un modelo de sociedad
ajeno a las libertades democráticas, bajo el mote de socialismo del siglo XXI o
de revolución bolivariana, la educación es tomada por asalto mediante una
reforma que contempla la presencia en los establecimientos de educación
primaria y secundaria de los llamados « supervisores itinerantes» encargados de
garantizar la correcta enseñanza del mensaje revolucionario de Chávez. Otra
disposición establece « cursos revolucionarios» para los maestros. El lavado de
cerebro de la población estudiantil culmina en la Universidad Bolivariana, creada
por Chávez, que prosigue a nivel superior, ciertamente sin costo, el mismo
adoctrinamiento, bajo el control de un rector militar y con quince directivos
salidos también del Ejército. Es una medida que obedece a las enseñanzas de
Ceresole.
LA CHOMPA Y LA CHAMARRA
PURO GAS
BASES MILITARES
EL ORO YANQUI
LA COCA NOSTRA
También en cuestión de coca Morales ha provocado líos. Los autores de este libro
creemos que las políticas represivas no son una solución sino un agravante del
problema de las drogas y que a la larga la despenalización será una forma
mucho más eficaz de liquidar a las mafias que la criminalización de su
producción y comercio. Pero la campaña de Morales a favor de la coca ha
alcanzado unos niveles de demagogia que nada tienen que ver con una legítima
discusión filosófica, jurídica o política. También en esta materia ha logrado aislar
políticamente a su país de los más desarrollados. Como la coca genera cientos de
millones de dólares en Bolivia y es una fuente de decenas de miles de empleos,
el gobierno de Washington ha evitado presionar a Morales tanto como se suponía.
El mandatario podría, pues, haber mantenido en este asunto un tono prudente y
un perfil relativamente bajo, trabajando en silencio con otros países para ir
pergeñando una alternativa a las políticas represivas. Sin embargo, al usar la coca
como símbolo de reivindicación indígena y bandera antiimperialista, se abrió a la
acusación de que estaba promoviendo el narcotráfico. Eso hace hoy muy difícil
que consiga aliados latinoamericanos más allá de La Habana y Caracas para
modificar la guerra contra las drogas promovida por Estados Unidos y
respaldada por la may oría de gobiernos.
SANTA CRUZ
Una de las grandes obsesiones del gobierno del MAS es Santa Cruz, que además
de no haber votado may oritariamente por él lleva algún tiempo haciendo sentir
sus resistencias al centralismo de La Paz y a la orientación antioccidental de los
indigenistas. Los cruceños entienden que, siendo su región la fuente de buena
parte de la riqueza de Bolivia y la primera contribuy ente del país, ellos dan más
de lo que reciben. Adicionalmente, la dinámica clase empresarial ve como
amenaza los esfuerzos de La Paz por separar a Bolivia del proceso de
globalización al que los cruceños les interesa engancharse de forma definitiva.
Esa clase empresarial no comprende sólo a los grandes intereses sino también a
muchos pequeños y medianos empresarios que aspiran a progresar y perciben
que la forma de hacerlo es abrazando la modernidad.
Santa Cruz no está compuesto sólo por « blancos» , como dice la daltónica
propaganda. Es una sociedad mestiza, donde hay una buena combinación de
cambas y collas. Parte de la razón tiene que ver con el hecho de que existe un
incesante flujo de inmigrantes —unas 80 mil personas al año— que se trasladan
allí desde otras partes de Bolivia. Exceptuando a alguno que otro termocéfalo, a
algún señor de horca y cuchilla que se equivocó de siglo y ciertos empresarios
mercantilistas de esos que hay en todas partes, la visión de los cruceños es
may oritariamente progresista en un sentido auténtico. Muchos de ellos ven a
Santa Cruz como eje potencial de una gran región formada por ese departamento
junto con varios estados del Brasil —como Mato Grosso, Mato Grosso del Sur o
Paraná—, parte de Paraguay y provincias argentinas como Chaco, Formosa,
Corrientes y Misiones. Se ven, en resumidas cuentas, como parte de una gran
zona amazónico-platense con salida al Atlántico y convertida en locomotora
económica de Sudamérica. De acuerdo con esta visión, lo que frena el proy ecto
de progreso es el populismo y la tendencia antimoderna de La Paz (incluy endo
los esfuerzos de indigenistas paceños por azuzar a los collas emigrados a Santa
Cruz contra los cambas). No sorprende, por ello, que en 2005 una asamblea de
350 mil personas pidiera la autonomía —lo que disminuiría sustancialmente la
transferencia de riqueza a La Paz— y medio millón de cruceños marcharan en
las calles exigiendo un referéndum vinculante.
Santa Cruz es el departamento más productivo y comercial de Bolivia, y el
que más empleo crea. Su éxito en las últimas dos o tres décadas es indiscutible.
Con una superficie que abarca el tercio del territorio nacional y con una cuarta
parte de la población boliviana, el departamento genera cerca de la tercera parte
del PIB nacional. Todavía hay, sin embargo, un 38 por ciento de pobres. Para
reducir la pobreza a la mitad —según la Cámara de Industria, Comercio,
Servicios y Turismo de Santa Cruz (CAINCO)—, la economía de Santa Cruz y
Bolivia debería crecer como mínimo un 6 por ciento al año de forma sostenida.
Con políticas como las de Morales, no lo logrará nunca. Lo único que crecerá 6
por ciento al año es el sentimiento separatista…
Precisamente porque hay pulsiones fuertemente autonomistas y en algunos
casos separatistas en Santa Cruz, cualquier mandatario situado en el Palacio
Quemado de La Paz debe obrar con extrema delicadeza para no exacerbar las
pasiones y facilitar la integración. La única manera de lograrlo es liberando la
energía productiva del país para que aumente la riqueza, descentralizando el
poder y reformando las instituciones para que los sectores marginados sientan
que se abren perspectivas de movilidad social para ellos y para que regiones
altamente productivas como Santa Cruz vean en la Paz un aliado que les da
seguridad y estabilidad. De lo contrario, podría crearse en Bolivia un escenario
propicio a la guerra civil.
También la sociedad civil debería trabajar en ese sentido, incluy endo a esas
1600 ONGs que operan en el territorio boliviano y que, con algunas excepciones,
se han dedicado a tumbar gobiernos legítimos y sabotear la inserción del país en
la economía global. Su contribución al clima de enfrentamiento entre bolivianos
es —como el del gobierno de La Paz y el MAS cuando estaba en la oposición—
una apuesta por el desmembramiento violento de la república.
El peronismo estrábico
Para describir a la Argentina de estos tiempos, nada mejor que la vieja frase de
Enrique Santos Discépolo, el célebre autor de Cambalache y otros tangos, a
propósito del espectáculo en que se había convertido su patria en la primera
mitad del siglo XX, después de haber sido una de las más desarrolladas del
mundo: « El nuestro es un país que tiene que salir de gira» .
Si un visitante extranjero hubiera recorrido los supermercados de Buenos
Aires a comienzos de 2006 (no precisamente el destino turístico más
deslumbrante), tal vez se habría topado con unos señores vestidos con traje y
corbata que gesticulaban intensamente ante los mostradores. Si se hubiera
acercado, habría oído a los curiosos personajes quejarse en tono furibundo de los
precios de la carne y recordarles a sus interlocutores que el gobierno acababa de
prohibir las exportaciones de ese producto precisamente para que sus precios
domésticos bajaran al alcance del pueblo llano.
Si esa misma noche el visitante hubiera encendido el televisor de su hotel para
ver las noticias, probablemente habría entendido al instante que los curiosos
personajes de la mañana eran los ministros y adláteres del presidente de la
República, don Néstor Kirchner. Y quizá habría oído razonar por la tele más o
menos así al desgarbado caballero de nariz irrefutable que conduce los destinos
de esa nación: « Hay grupos económicos que nos quieren desestabilizar y
perjudicar al pueblo… son, entre otros, tres o cuatro grandes supermercados
cartelizados que quieren mandar el bolsillo de los argentinos, generando una
pequeña inflación, porque se quieren apropiar de la rentabilidad que deberían
compartir con el pueblo» . Esa misma frase había sido, meses antes, la
justificación del gobierno para iniciar una campaña fulminante contra las
grandes superficies y, en particular, contra la cadena comercializadora de la
carne, el santo y seña de la gastronomía —y casi podría decirse de la cultura—
argentina.
O, tal vez, el visitante habría visto al mandatario tremolar las causas populares
en la pantalla chica con esta impugnación definitiva: « Acá hay sectores en la
Argentina que siguen pensando individualmente, que cuando llega la posibilidad
de que la economía del país entre a mejorar tratan, casi en forma absolutamente
individual, de absorber todas las rentabilidades que se producen, sin importarles
qué le pasa al resto de la sociedad. Entonces, esto se va a tener que equilibrar» .
Es la frase que Kirchner pronunció ante el periodista Marcelo Bonelli, uno de los
pocos que ha podido entrevistarlo, en el conocido programa A dos voces.
De haber pescado al caudillo antivacuno bramando de esa forma por la tele,
probablemente el visitante habría tenido sudorosas pesadillas esa misma noche
imaginando a agentes de la Gendarmería Nacional Argentina (« Centinela de la
patria y de la paz» ) instalados junto a los cajeros de todas las carnicerías del
país, estirando la mano para interceptar los pesos en el momento preciso en que
el cliente se los pasa al dependiente para luego proceder a la repartición
salomónica con aquél: tanto para mí, tanto para usted.
La pesadilla que los ciudadanos vivieron a comienzos de 2006 fue aún peor:
algunos de los cortes preferidos de los argentinos desaparecieron de las
carnicerías. Poco antes la carne había desaparecido de los mercados mundiales
porque el gobierno había decidido prohibir su exportación a fin de provocar una
superabundancia dentro del país y de ese modo forzar una reducción de los
precios. Lo que esta decisión provocó, más bien, fue lo mismo que y a había
ocasionado un par de años antes un birlibirloque parecido en el mercado del gas
natural y la energía eléctrica: el desplome de la oferta, es decir la penosa
escasez. Inasequible al desaliento, el 15 de marzo de 2006, el inquilino de la Casa
Rosada advirtió: « Que no nos vendan lo que ellos quieren al precio que ellos
quieran… eso de que es el libre juego de la oferta y la demanda no lo cree
nadie» .
Meses antes, durante la tremebunda IV Cumbre de las Américas con
Armando Maradona —goleador de la idiotez— y compañía convertidos en
agitadores de masas en la ciudad de Mar del Plata, Kirchner había filosofado:
« De la fe ciega y excluy ente en el mercado… debemos pasar a la generación
de una nueva estrategia de desarrollo» . Algún asesor malvado debió decir para
sus adentros: « ¿Y qué es la prohibición de las exportaciones de carne para
reducir los precios mediante la generación de una superabundancia de la oferta
sino un acto de fe ciega y excluy ente en las fuerzas del mercado?»
En efecto, el presidente argentino había rendido a las fuerzas del mercado un
culto del que ni siquiera Milton Friedman participó olvidando un pequeño detalle:
el mercado —en este caso la superabundancia de carne— sólo puede funcionar
si los precios que cobran los productores les permiten cubrir sus costos. La
decisión del gobierno equivalía, por tanto, a ponerle a cada productor de carne
una pistola en la sien.
Kirchner había olvidado este mismo detalle al entrar al gobierno en 2003,
cuando decidió mantener el control de precios del gas natural en boca de pozo
decretado por su antecesor, el inigualable Eduardo Duhalde (el mismo que, en
diciembre de 2002, después de anunciar que nunca más ocuparía cargos
ejecutivos, sentenció « me siento prehistórico» sin sospechar que lo que él
tomaba por una coquetería cronológica era el resumen impecable de su gestión y
sus ideas). Como era de prever, en marzo de 2004 el suministro de energía
colapsó. La Argentina no sólo se vio en tinieblas sino que dejó en tinieblas a sus
vecinos al incumplir sus compromisos de suministro de gas natural con Chile y
Uruguay. Lo que no entendía era que —al igual que ocurriría dos años más tarde
con la carne— cuando el gobierno obliga a un productor a operar a precios que
no resultan rentables el que acaba pagando los platos rotos es el consumidor, pues
los bienes y los servicios huy en como conejos.
En este caso el control de tarifas impidió a los inversores ampliar sus
exploraciones y explotación de gas natural en el mismo momento en que
empezaba el « rebote» de la economía argentina tras la hecatombe financiera
del periodo 2001/2002 que había convertido al 50 por ciento de los ciudadanos en
pobres. El aumento de la demanda de energía gracias al inicio de la recuperación
económica coincidió con una reducción de la oferta de gas natural debido a que
la perforación de pozos había caído un 75 por ciento por los controles de precios.
Para decirlo en términos futbolísticos, la oferta había dejado en offside a la
demanda. Las luces del país, como las del mandatario, se habían apagado. Desde
2002, la capacidad eléctrica del país se ha mantenido en unos 20,000 megavatios
mientras que la economía ha crecido sostenidamente por el efecto « rebote» y
las circunstancias internacionales.
Esta experiencia no sirvió de nada. Como hemos mencionado, dos años más
tarde —y cuando aún el país no superaba la crisis energética—, el gobierno hizo
otro pase de prestidigitación populista y dejó a los ciudadanos sin algunos de sus
cortes preferidos (y al mundo sin bife argentino). De esta forma, Kirchner
descubrió lo que, en un contexto distinto y en otro gobierno, y a había descubierto
en 1989 el ministro de Economía Juan Carlos Pugliese, al verse incapaz de frenar
una corrida bancaria: « Les hablé con el corazón y me contestaron con el
bolsillo» .
EL ROOSEVELT CRIOLLO
En su intento por seguir una ruta equidistante de los inflacionistas años ochenta y
los privatizadores años noventa, el Roosevelt patagónico perdió de vista que
ambas experiencias fueron variantes de un mismo mal (Kirchner se ha
declarado rendido admirador del ex presidente norteamericano). Por eso ha
acabado generando inflación y desaprovechando una excepcional circunstancia
internacional para impulsar vertiginosamente la inversión en su país. En la
década de 1980, el Estado latinoamericano, que fabricaba y comercializaba
bienes y servicios, empleó un laberinto de mecanismos de coacción, incluy endo
la inflación de la moneda, para forzar al pueblo a sostener lo que —refiriéndose a
México— Octavio Paz llamó el Ogro Filantrópico; en la década de 1990, el
Estado latinoamericano, aun cuando se deshizo de muchas empresas y estimuló
la iniciativa privada, empleó un laberinto de mecanismos de coacción, esta vez
sin inflación, para obligar a los ciudadanos a mantener un club de monopolios
que, a cambio de mercados cautivos, financió al Ogro Filantrópico con créditos y
algunos impuestos. El desenlace, a fines de la década de 1980, fue la
hiperinflación y el marasmo productivo; a fines de los noventa, fue la suspensión
de pagos (declarada o no) y la parálisis. Kirchner y sus miñones no entendieron
bien lo que había ocurrido en las décadas anteriores. Por eso su respuesta fue una
especie de New Deal con el que el gobierno argentino ha querido reinventar la
rueda.
Como otros despistados en medio mundo, la premisa equivocada de la que
parten es que el New Deal de Roosevelt salvó al capitalismo estadounidense en la
década de 1930. En realidad, esas políticas estatistas golpearon a la inversión
privada y prolongaron el desempleo, postergando una recuperación que venía
dándose lentamente después de la debacle de 1929. Según los economistas
estadounidenses Harold L. Cole y Lee E. Ohanian, hacia 1936 el empleo debería
haber vuelto a su nivel normal, y los salarios dos o tres años más tarde. Pero en
1939 el desempleo seguía muy alto y la producción estaba un 25 por ciento por
debajo de su tendencia. El economista Robert Higgs afirma que el daño hecho a
los derechos de propiedad con el vertiginoso intervencionismo estatal de
Roosevelt retardó la inversión de largo plazo hasta 1941. Por tanto, copiar el New
Deal en Sudamérica a estas alturas es un acto de solemne idiotez retrospectiva.
Lo que en realidad se está haciendo en la Argentina es preservar la estructura
que condujo tanto a la hiperinflación de los ochenta como al desempleo de los
noventa. Ello no resultará evidente mientras le duren las excepcionales
circunstancias internacionales al actual gobierno. Cuando el Estado se vuelve el
motor de la recuperación, cada fracaso lleva a que el Estado crezca más, en una
espiral alocada. Los New Dealers latinoamericanos querían evitar los problemas
de los ochenta: por ello pensaban que podían evitar inflar la moneda. Querían
también evitar los problemas de los años noventa: de allí que no quisieran
endeudarse más. ¿Qué quedaba? Los impuestos. En buena parte el crecimiento
del Estado bajo el actual gobierno peronista se ha financiado con dinero de los
impuestos a la exportación. Pero cuando los nuevos impuestos fueron incapaces
de sostener el aumento del gasto fiscal, se apeló a la inflación. Por eso hay más
inflación en estos últimos dos años que en la década precedente. Y cuando el
aumento del gasto fiscal sea incapaz de sostener el crecimiento que ha tenido
Argentina en estos años debido a factores que la cay eron el cielo al gobierno de
Kirchner, ¿qué ocurrirá?
Como recuerda Marcos Aguinis en su libro El atroz encanto de ser argentinos
(un título de 2001 que parece una crónica de actualidad), Cantinflas sintetizó así la
peripecia de su país a lo largo del siglo XX: « La Argentina está compuesta por
millones de habitantes que quieren hundirla, pero no lo logran» .
Alguna vez le preguntaron a Jorge Luis Borges qué pensaba del peronismo y
respondió, con la mala leche que acudía invariablemente a sus labios cuando le
hablaban de ese tema, que no era bueno ni malo sino incorregible. Uno tiene la
tentación de decir que este nuevo brote de perfecta idiotez política en la
Argentina es el ajuste de cuentas del nuevo milenio contra la década de 1990.
Después de todo, ése es el discurso con el que los dirigentes e intelectuales del
establishment —aquellos que tienen un libro de Noam Chomsky en la mesa de
noche— justifican casi todo lo que ocurre hoy. Y y a se sabe: la gente es como
habla (otra maldad borgiana). Sin embargo, a pesar de las apariencias y los
discursos que tratan de justificar el presente exorcizando el pasado reciente, ha
habido cierta solución de continuidad entre el peronismo de Carlos Menem y el
de quienes vinieron después. La orientación económica de los años noventa,
desde luego, fue distinta de la actual, y gracias a ello los servicios que antes
funcionaban mal o no funcionaban se modernizaron a partir de la privatización de
las empresas públicas, las tiendas se llenaron de productos mediante la
eliminación de algunas barreras comerciales y hubo acumulación de capital. Ese
capital es el que, pasada la crisis 2001/2002, le ha servido de « colchón» a Néstor
Kirchner en estos años. Pero el « neoliberalismo» de los noventa fue muy poco
liberal. Y no sólo por las razones consabidas —privatizaciones en calidad de
monopolio, ausencia de reforma laboral, burocratización del MERCOSUR—, sino
por la forma en que se ejerció el poder.
En los años noventa, bajo un sistema caudillista y bastante autoritario que dio
al gobierno el control de la justicia mediante la ampliación de la Corte Suprema
y otras maniobras, la corrupción proliferó. Siguiendo una vieja costumbre del
peronismo, se apeló también al aparato clientelista del gran Buenos Aires y
ciertas provincias para hacer del partido la extensión del gobierno en la sociedad.
Un sector amplio de la ciudadanía asumió entonces que liberalismo equivalía a
corrupción. En 1989, sólo tres de cada cien encuestados creía que la corrupción
era uno de los problemas importantes del país; siete años después, según la
agencia Gallup, seis de cada diez pensaba que era imposible lograr algo sin pasar
por la corrupción.
A eso mismo —la corrupción— quedó reducida, en el imaginario colectivo, la
experiencia « neoliberal» de los años 90, como recita el perfecto idiota. Lo que
los arquitectos del modelo menemista no entendieron es que la condición esencial
para que una apertura económica funcione bien es que las instituciones
encargadas de aplicar las reglas e impartir justicia mantengan una clara
neutralidad y actúen de forma ética. De lo contrario, la política acaba por
dominarlo todo aun si el gobierno no tiene la propiedad directa de las empresas o
si, en teoría, es la sociedad civil la que crea la riqueza.
Hoy, rige un modelo económico distinto —aunque sin el radicalismo de un
Evo Morales o un Hugo Chávez—, pero en el aspecto esencial, es decir el del
control político de las instituciones y las reglas de juego, no puede decirse que
hay a cambiado mucho. Durante la crisis de 2001/2002, los argentinos, que
estaban hasta la coronilla de la política tradicional, habían salido a gritar « que se
vay an todos» ; en las elecciones de 2003, gritaron « que regresen» , colocando a
candidatos peronistas en tres de los primeros cuatro lugares. Los aludidos no sólo
regresaron: en verdad, no se habían ido nunca, pues el atribulado gobierno de
Fernando de la Rúa, líder de la Unión Cívica Radical, había vivido acorralado —y
hasta infiltrado— por ellos. Luego Kirchner asumió el mando y junto a su esposa,
la fogosa congresista Cristina Fernández, empezó, desde el primer día, a copar
espacios para consolidar su poder.
Néstor Kirchner tenía cuentas pendientes. El ex gobernador de Santa Cruz
había sido el « tapado» del presidente —y dinosaurio peronista— Eduardo
Duhalde. Tras la elección de su delfín, Duhalde ejercía todavía amplio control
sobre el aparato del partido y en especial la provincia de Buenos Aires, centro
neurálgico del poder político argentino. Por tanto, el nuevo gobernante sentía que
debía adquirir rápidamente una personalidad propia no sólo ante el peronismo de
Menem, que encarnaba el « neoliberalismo» de sus pesadillas, sino también, y
en una lucha de poder estrictamente política que nada tenía que ver con la
orientación ideológica, ante Duhalde (dicho sea de paso: si tenían tanta aversión
al « neoliberalismo» de Menem, ¿por qué los Kirchner aplaudieron como focas
el cambio de la Constitución en 1994 para que aquel mandatario « neoliberal»
pudiera ir a la reelección?).
Todas las instituciones —la iglesia, las fuerzas armadas, el poder judicial, por
mencionar tres— y los espacios de vigilancia civil, especialmente los medios de
comunicación, empezaron a ser avasallados de manera directa o indirecta. La
forma era siempre la misma: primero un discurso a mandíbula batiente por parte
del mandatario denunciando la podredumbre de tal o cual institución y luego una
combinación de recursos normativos y movidas en la sombra hasta desventrar al
enemigo imaginario. En el poder judicial, Kirchner, que tanto había criticado el
copamiento realizado por Menem, reemplazó jueces menemistas con jueces
propios. En la televisión, las voces potencialmente críticas, como la de Jorge
Lanatta, periodista de izquierda crítico de todos los gobiernos, fueron vetadas,
mientras que periodistas liberales como Marcelo Longobardi empezaban a sentir
el frío y luego un gradual encogimiento de su espacio.
Pero la lucha estaba incompleta mientras no se resolviera el ajuste de cuentas
contra el duhaldismo. Al fin y al cabo, en la Argentina de Kirchner no era la
Unión Cívica Radical —que había quedado reducida a escombros tras el gobierno
de Fernando de la Rúa— la que ofrecía resistencias al poder del nuevo gobierno,
sino el duhaldismo actuando desde el interior del peronismo. Y fue en los
comicios legislativos parciales de fines de 2005 cuando Kirchner pudo dar el
zarpazo, consolidando su control definitivo tanto de la maquinaria peronista como
—lo que es casi lo mismo— del poder político en el gran Buenos Aires. Entre las
muchas armas que usó estuvo una particularmente implacable: su esposa Cristina
Fernández.
Con la Primera Dama argentina, Kirchner pudo lograr lo que nadie había podido
hacer en veinte años: arrebatar a Eduardo Duhalde, su ex padrino, las riendas de
la provincia de Buenos Aires, corazón de la vida política argentina. La operación
la concibió su esposo, el presidente Néstor Kirchner; la dirigió el jefe del
gabinete, Alberto Fernández, y la protagonizó ella, que tenía todas las
condiciones: muy atractiva, muy populista y de armas tomar. Ejerciendo un
dominio aplastante de la campaña para los comicios del 23 de octubre de 2005,
en los que se renovó la mitad de la Cámara de Diputados y un tercio del Senado,
el gobierno consiguió concentrar en sus manos un poder que ni siquiera Carlos
Menem, otro justicialista de vocación caudillista, llegó a reunir en sus horas de
gloria.
Cristina y a era senadora por Santa Cruz, de modo que su campaña para
obtener un escaño en el Senado no tenía que ver estrictamente con una ambición
parlamentaria. Tenía que ver con una estrategia de poder de la pareja
presidencial: como candidata al Senado por la provincia de Buenos Aires, la
Primera Dama se convirtió en punta de lanza de una operación destinada a
terminar de despojar a Eduardo Duhalde, el jefe del gran Buenos Aires, de su
tradicional bastión político, que ahora pasaría a órdenes del mandatario.
Decimos « acabar de despojar» porque en realidad la lucha de poder por el
control de la provincia había empezado hacía mucho rato, aun cuando todavía
Duhalde tenía bajo su poder buena parte del sur, mientras que el kirchnerismo
había logrado capturar ciertas porciones del norte. La estrategia del actual
presidente pasó desde un comienzo por atraer a su bando al gobernador de la
provincia, Felipe Solá, un perfecto pragmático que fue menemista con Menem,
duhaldista con Duhalde y kirchnerista con el actual mandatario. A pesar de haber
logrado la Presidencia con menos de la cuarta parte de los votos nacionales,
Kirchner había podido consolidar su mando desde la Casa Rosada y su alianza
con Solá era uno de los efectos de ese posicionamiento. Pero no bastaba con
atraer al gobernador. Había que hacer populismo y clientelismo para ir minando
el mando de Duhalde en la base de la provincia. Un poder fundado,
precisamente, en una de las maquinarias de populismo, clientelismo y
caciquismo políticos más corrompidas y compactas de América Latina.
Varios programas sociales controlados por el gobierno le permitieron a
Kirchner ir montando su propia maquinaria clientelista, entre ellos el programa
Jefes y Jefas de Hogar que mencionamos antes. De las familias (más de la
mitad) vinculadas a partidos políticos, el 40 por ciento militaba en la corriente
kirchnerista, agrupada bajo el membrete de Frente por la Victoria, que a pesar
del nombre no era otra cosa que una enorme facción peronista con ciertos
aliados del exterior de su agrupación (el membrete justicialista lo tenía el
duhaldismo). Pero esta clientela no era suficiente para arrebatar a Duhalde los
votos de la provincia bonaerense, que representa nada menos que seis millones
de sufragios y una masiva red de caciques locales repartidos a lo largo de 24
distritos que rodean la capital (caciques cuy as lealtades, por supuesto, son más
cimbreantes que las caderas de Ronaldinho). Había que ir directamente a la
y ugular del cacique bonaerense may or, desafiándolo abiertamente en la
representación de la provincia en el Senado con la candidatura de la Primera
Dama y el uso descarado del aparato del Estado.
Cuando en su campaña legislativa Cristina Fernández de Kirchner habló de
« mafia» para atacar al sistema político que imperaba en la provincia bajo el
duhaldismo, no estaba exagerando. Ocurre —he allí el detalle, que diría
Cantinflas— que Kirchner no ofrecía limpiar ese sistema mafioso, sino despojar
a Duhalde de su mando. Todo acababa reducido a una lucha de facciones al
interior del incorregible justicialismo, como y a es tradicional en la Argentina.
Cristina Fernández liquidó a Duhalde por encargo de su esposo. Irónicamente,
Duhalde había lanzado como candidata a su propia mujer, de manera que se dio
una telenovelesca guerra de familias al interior del peronismo. Los Kirchner
aplastaron a los Duhalde. La Primera Dama es una abogada de 55 años, cuy o
ascenso político, como el de su esposo, partió de la provincia patagónica de Santa
Cruz, aunque ella nació en Buenos Aires. Su pinta menuda, cuidadosamente
femenina y por lo general ataviada con lujos que irritan a la izquierda más
radical, es engañosa. Se trata de una fiera política altamente motivada y activa
desde un justicialismo en el que pisa fuerte desde hace años. En cierta forma,
Cristina ha dictado la pauta a la bancada gobiernista gracias a su línea directa con
la Casa Rosada.
A diferencia de otras primeras damas argentinas con perfil político, tiene una
dimensión académica que le da una cierta aura intelectual y ha sido, por
ejemplo, una de las correas de transmisión entre el gobierno de su esposo y el
Nobel de Economía Joseph Stiglitz, crítico del FMI, al que cita con frecuencia. Su
atractivo físico y carisma mediático facilitaron mucho las cosas al publicista
Enrique Albistur, el asesor publicitario clave de la campaña que dio a la pareja el
control definitivo del poder en la Argentina.
Cristina no aparece como una izquierdista excesivamente ideologizada, sino, a
tono con los tiempos, como una socialista que prefiere hacer concesiones tácticas
desde el punto de vista retórico a la « necesidad de inversión extranjera» . Pero
de tanto en tanto su verdadero instinto, que es el de una izquierda calcada de los
personajes de nuestro anterior Manual, sale a relucir. Ocurrió cuando, durante un
recorrido por la provincia bonaerense, atacó con virulencia a Suez, la empresa
europea dueña de Aguas Argentinas, que acabó retirándose del país. De tanto en
tanto la Primera Dama brama contra el « neoliberalismo» de la década pasada,
al que acusa de haber promovido el desempleo deliberadamente para « bajar los
salarios» . Pero uno tiene la sensación de que no posee un perfil ideológico nítido,
sólo una cartilla populista que le indica dónde disparar dardos retóricos para
lograr el objetivo final: concentrar poder en la Casa Rosada.
Su público, compuesto por masas de trabajadores con cascos amarillos,
celebró en las plazas sus dicterios contra el coco capitalista. Y también sus
ataques al clientelismo de Duhalde: « Vay an a votar sin obedecer a patronas ni
punteros» . Una de las ventajas de ser candidata contra la pareja Duhalde era
que se podía criticar el clientelismo siendo uno mismo clientelista. La maquinaria
del gobierno repartió toneladas de ladrillos, televisores y alimentos de forma
desenfrenada en la provincia, como lo expuso López Murphy, el candidato liberal
que salió derrotado, y también la prensa escrita, que denunció la « compra de
votos» por ambas partes. Mientras esto ocurría, la oposición —es un decir—
observaba todo esto con curiosidad… y total impotencia.
Todavía no se hablaba abiertamente de Cristina como candidata presidencial
en 2007, pero cuando obtuvo el escaño senatorial y empezó a proy ectar un
liderazgo político estrechamente asociado a un gobierno beneficiario de los altos
precios de los commodities y de los efectos de la devaluación de hace cinco años,
su nombre empezó a correr de boca en boca como posible sucesora dinástica del
esposo.
Néstor Kirchner salió de estos comicios convertido en rey. Sólo el triunfo del
empresario Mauricio Macri, el mandamás del Boca Juniors e hijo de padre
cercano al menemismo en los años noventa, matizaría ese dominio dos años
después al triunfar en la elección para diputado nacional. Desde entonces,
Kirchner es el jefazo de su partido, el dueño político de la provincia de Buenos
Aires y de una vasta coalición de izquierda que va más allá del propio peronismo,
y el indiscutido caudillo de la nación. Su alianza ambigua con las izquierdas
ajenas al peronismo le ha permitido un juego algo esquizofrénico, como cuando
fungió como anfitrión de los presidentes visitantes y al mismo tiempo dejó hacer
a los grupos aliados para que organizaran tremebundas manifestaciones
globalifóbicas contra George W. Bush y compañía.
EL ARTE DE LA AMBIGUEDAD
EL DESVARÍO INESPERADO
EL NACIONALISMO EXTRAVAGANTE
Para que los modernizadores derroten a los reaccionarios, América Latina debe
librarse del complejo populista de una vez por todas. El tránsito del populismo
duro al populismo light de Alan García y otros como él es un paso adelante, pero
la subsistencia de un populismo may oritario en el país implica que el humalismo
político y sociológico —al margen de la vigencia o no de la figura del propio
Humala— sigue siendo un peso muerto y opera como rémora que lastra todo
intento de navegar en la buena dirección. En la medida en que obliga a García,
obsesionado con no permitir que sus rivales le hagan sombra, a hacer
concesiones al populismo y no hacer una reforma a fondo del Estado para no ser
acusado de « neoliberal» , contribuy e a limitar el progreso.
El Perú tiende a producir versiones especialmente extravagantes de las
grandes corrientes latinoamericanas. Eso fueron, por ejemplo, Abimael Guzmán
(que no podía contentarse con ser castrista y se hizo polpotiano), el primer Alan
García (a quien no le bastaba un millón por ciento de inflación y se esforzó en
alcanzar los dos millones), Alberto Fujimori (que no satisfecho con disolver el
Congreso disolvió a su propia esposa, a quien mantuvo secuestrada en Palacio de
Gobierno) y, ahora, Ollanta Humala (que además de ser nacional-populista tiene
un nombre que en ay mara significa « guerrero que desde su atalay a lo mita
todo» ). Todos parecen salidos de La vida exagerada de Martín Romaña, la novela
de Bry ce Echenique. Como esas caricaturas que acentúan los rasgos más
notorios hasta hacer del personaje un monigote grotesco, el Perú produce
versiones particularmente exageradas de las modas continentales. Humala es la
más reciente.
La primera vuelta de las elecciones peruanas convirtió al nacionalista Ollanta
Humala en la principal fuerza política, con el 31 por ciento de los sufragios. Fue
el único candidato que en esa primera vuelta logró una presencia electoral sólida
en todo el país: ganó en dieciocho de las veinticinco regiones. Sus bastiones en el
sur y centro andinos, y en un sector minoritario pero significativo del cinturón
urbano de Lima, son los mismos que eligieron a Alberto Fujimori y Alejandro
Toledo —dos outsiders, como el propio Humala— en 1990 y 2001
respectivamente. Un candidato con una posición dominante en el sur, el centro, y
el este del país, con una cuarta parte de los votos en Lima (ciudad que representa
un tercio del electorado) y con cierto apoy o en las distintas provincias del norte,
no podía ser derrotado fácilmente en la segunda vuelta aun si un sector amplio de
peruanos miraban con espanto su alianza con Hugo Chávez y sus alabanzas a
Velasco Alvarado (en la memoria de la clase media, el ex dictador militar, de
tendencia socialista y nacionalista como el primer Omar Torrijos en Panamá,
especie de coronel Nasser tropical, equivale a Belcebú). A pesar de que la base
popular de Humala tiene más que ver con la sociología que con la ideología pues
proviene de peruanos mestizos con raíces indígenas que se sienten excluidos de
las instituciones prevalecientes, tanto él como el partido de García son críticos de
la globalización y de lo que denominan, ay, el « neoliberalismo» .
Paradójicamente, la bonanza experimentada por el Estado peruano gracias al
aumento de los precios de las materias primas en los años de Alejandro Toledo
fortaleció el populismo. Los minerales generaron muchos ingresos para las arcas
fiscales y la administración de Toledo acumuló sustanciales reservas monetarias.
En consecuencia, la población, acicateada por la prédica populista, desarrolló una
expectativa ansiosa sobre esos recursos, cuy os beneficios la eludían.
Aprovechando ese contexto, Humala prometía revisar los contratos de inversión
extranjera, votar contra el recientemente suscrito Tratado de Libre Comercio
con los Estados Unidos y nacionalizar los recursos naturales. Lo que el
cabezacaliente era incapaz de entender es que, aun en el escenario positivo del
nuevo milenio, no había suficientes inversiones en el país para disminuir la
pobreza y que su mensaje globalifóbico acabaría por arrojar al bebé junto con el
agua de la bañera.
Tampoco entendía que el problema no era el TLC con Estados Unidos sino
cómo lograr que un país que ocupa el puesto 68 en los rankings de competitividad
internacional aproveche bien la oportunidad del mercado más grande del mundo.
¿Hay crimen económico may or que provocar la disminución de la inversión en
un país donde de por sí la inversión total no supera el equivalente a 18 por ciento
del PIB? El comandante Humala, que tanto despotricaba contra Chile —el coco
peludo de su infancia—, no se daba cuenta de que en ese país austral el nivel de
inversión equivale a 25 por ciento del tamaño de su economía o, por ejemplo,
que en los países asiáticos exitosos se acerca a 30 por ciento. Lo que en la
práctica proponía, pues, era que la distancia económica entre Chile y Perú se
ampliara… en favor de Chile. Llama la atención que no hubiera una corriente de
opinión en Santiago para erigirle un monumento.
El tema de la ley y el orden —o mejor dicho, de la inseguridad ciudadana,
que el Perú comparte con buena parte de América Latina en estos tiempos—
también ha jugado a favor del humalismo en los últimos dos años, aun cuando en
las elecciones locales de fines de 2006 el nacionalismo fuera desplazado en
muchos lugares por la fragmentación política del país, expresada en movimientos
regionales. Se trata de un drama que para millones de habitantes de los barrios
marginales ha pasado a ser aún más urgente que el del desempleo o subempleo.
El crimen y la violencia que se registra en los vecindarios pobres ha tenido una
respuesta insultantemente ineficaz por parte del Estado. Desesperados por la
ausencia de protección oficial, muchas personas toman la ley en sus propias
manos. De allí los linchamientos que a menudo ensangrientan los noticieros de
televisión, en los que unas jadeantes reporteras se encargan de dramatizar los
hechos todavía más. La figura del comandante Humala, que propone orden en
una democracia caótica e insegura, inevitablemente ha despertado simpatías
entre los más desesperados. Angustiados, quieren poner al zorro a cargo del
gallinero y al gato a cuidar la despensa. Este contexto es el que, en los comienzos
de su gobierno, llevó a Alan García a sacarse de la manga la propuesta de
implantar la pena de muerte para violadores, provocando un patatús en varios de
sus ministros y un sector de la opinión pública, mientras que en la población
cundió el entusiasmo. Alguna magistrada escandalizada con la propuesta y el
argumento de que una may oría se inclinaba por ella, recordó que a veces las
masas se equivocan: « No olvidemos que el pueblo escogió a Barrabás en lugar
de Jesús» .
Los Humala son una versión caricatural del nacionalismo indigenista que se
ha puesto de moda en la zona andina de Sudamérica. Hay que hablar así, en
plural, porque Humala nunca fue uno, sino varios. Uno de sus muchos hermanos,
Antauro, hoy preso por la muerte de cuatro policías durante una asonada
mediática acaudillada por él en la serrana localidad de Andahuay las, fue quien
instaló la causa de los Humala en la conciencia de los peruanos durante los años
en que 011anta servía como agregado militar en París, primero, y luego en Seúl.
El padre, Issac, viejo comunista y creador del Centro de Estudios
Etnogeopolíticos, formó a todos sus hijos inculcándoles sus esotéricas
elucubraciones y es el ideólogo del humalismo aun cuando las exigencias tácticas
de la campaña llevaran a 011anta a pedirle que cerrara el pico a última hora. A
varios de sus hijos los convenció desde muy niños de que serían presidentes, lo
que quedó demostrado cuando un tercer hermano, Ulises, irrumpió también
como candidato en la campaña, acusando a 011anta de ¡moderado y
vendepatrias!
La tesis que Isaac pregona es sencilla y de una sinceridad que desarma:
« Somos racistas, por supuesto. De las cuatro razas que existen en el mundo, la
cobriza es la marginada. Nosotros la reivindicamos» . La madre de Ollanta,
Elena Tasso, una frágil señora en cuy os ademanes delicados nadie adivinaría a
una fiera agazapada, propuso fusilar homosexuales, repitiendo el fulminante
ofrecimiento electoral que y a Antauro había hecho en su pasquín Ollanta, lo que
llevó a algún malvado a preguntarse si había municiones suficientes en la
armería nacional para acometer empresa tan abundante.
El teniente coronel 011anta Humala y el may or Antauro Humala saltaron a
una efímera fama a fines de 2000, cuando se alzaron contra Alberto Fujimori —
cuy o gobierno dictatorial y a daba sus últimas boqueadas— desde un fuerte del
sur del país, no lejos de la frontera con Chile. Durante algunos días recorrieron
parcialmente los departamentos de Tacna y Moquegua lanzando proclamas
« etnocaceristas» en memoria de Juan Avelino Cáceres, un héroe nacional que
dirigió una guerra de guerrillas contra la ocupación chilena a fines del siglo XIX.
En el tray ecto, los hermanos fueron perdiendo a casi todos los soldados que los
habían acompañado en los comienzos de su aventura, pero el nombre de los
Humala se instaló brevemente en el imaginario colectivo. Luego de ser
amnistiados por el gobierno interino que siguió a la fuga de Fujimori al Japón y
cuando los vertiginosos acontecimientos de la transición democrática habían
hecho olvidar la quijotada humalista, Antauro fundó un movimiento
« etnocacerista» para el cual reunió a un número importante de reservistas a los
que dividió en células y que tuvieron la misión de repartir su libelo por el sur del
país, la zona que concentra la may or pobreza y la may or cantidad de indígenas.
Antauro sostuvo siempre que actuaba como representante y subordinado de
Ollanta, su hermano may or, que en ese momento no llegaba a los cuarenta años.
Sus varios años de prédica y esfuerzo organizativo llevaron a Antauro a la cárcel
nuevamente, esta vez por la astracanada pseudogolpista de Andahuay las, que su
hermano, desde Seúl, detuvo por teléfono cuando y a estaba derrotada. Poco
después, utilizando un pretexto burocrático, Ollanta se enfrentó a la jerarquía
bajo la cual había servido durante el gobierno de Toledo y aterrizó en Lima,
donde inició su campaña. Un año después, esa campaña, a la que nadie dio al
comienzo la menor importancia mientras el ex teniente coronel recorría la sierra
andina construy éndose una imagen sobre la base del trabajo que su hermano
Antauro había realizado en los años precedentes, lo colocaría a un centímetro de
la Presidencia de la República.
CAUSAS ESOTÉRICAS
Durante los años ochenta y noventa, con no poca razón, la izquierda peruana
vituperó los abusos cometidos por los militares que combatían a Sendero
Luminoso, causante de la guerra. Con honrosas excepciones, tras el ocaso
electoral del marxismo —que en sus buenos tiempos había alcanzado el tercio de
los votos con Alfonso « frejolito» Barrantes— esa misma izquierda acabó
reciclándose tras la candidatura de Humala. También la izquierda continental se
subió a su carro. El hecho es tanto más enternecedor cuanto que pesan sobre
Humala graves acusaciones por violación de los derechos humanos durante sus
años de lucha antisubversiva en la década del noventa y está siendo
judicialmente procesado por ello.
Cuando el comandante se hizo con el primer lugar en los sondeos en 2006,
surgieron diversos testimonios de pobladores que habían tenido relación con el
« capitán Carlos» , un alias utilizado por Humala y otros tres jefes de la base
antisubversiva de Madre Mía, en la zona selvática del Alto Huallaga. Los
testimonios hablaban de hechos ocurridos en 1992, precisamente el año del golpe
de Alberto Fujimori contra la democracia peruana, cuando Humala era jefe de
la base. Los familiares de algunas personas torturadas o desparecidas señalaron
al líder nacionalista como responsable de actos criminales (en esa misma
localidad, curiosa variante del Síndrome de Estocolmo, Humala obtuvo la victoria
en los comicios de 2006).
Como ha escrito el periodista de investigación Ángel Páez, Humala se graduó
como artillero en la Escuela Militar de Chorrillos en 1984 pero su hoja de
servicios no indica qué hizo en 1983. Y es que, como apunta el periodista, entre
octubre y noviembre de ese año realizó un curso en la Escuela de las Américas,
el centro militar estadounidense donde muchos oficiales latinoamericanos se
entrenaron en el marco de la lucha contra el comunismo y que ha sido uno de los
blancos más insistentes del antiimperialismo latinoamericano. La organización
School of Americas Watch (SOAW), que lleva un catastro de los militares
preparados en esa escuela, incluy e a Humala entre sus graduandos: el mismo
personaje al que la izquierda entregó su corazón en el año 2006 y que, junto con
Hugo Chávez y Evo Morales, ha formado algo así como el trío de los carnívoros
andinos para solaz de una amplia fauna política e intelectual latinoamericana
súbitamente comprensiva con los excesos de la lucha contra el terror.
Un sector de la izquierda peruana formó parte de la Comisión de la Verdad y
Reconciliación nombrada por el gobierno interino de Valentín Paniagua tras la
caída de Alberto Fujimori, y luego ratificada por Alejandro Toledo. Esa comisión
hizo un buen trabajo, documentando una guerra de dos décadas durante la cual la
vesania de Sendero Luminoso, organización que provocó y llevó a su infernal
extremo ese conflicto, recibió una respuesta indiscriminada de los militares
peruanos que afectó a sectores ajenos al terrorismo. En el archivo de los casos
que la Comisión de la Verdad y Reconciliación no pudo terminar de investigar,
figura el de dos personas —Natividad Avila y Benigno Sullca— desaparecidas en
Madre Mía por obra del « capitán Carlos» el 17 de junio de 1992, fecha en que
Humala era el jefe de la base antisubversiva de dicha localidad. Ese día también
fue detenido Jorge Avila, hermano de Natividad, a quien no mataron. Durante la
campaña electoral de 2006, Jorge Avila afirmó que el « capitán Carlos» fue el
autor del asesinato de su hermano y su cuñada.
Ante la Comisión de la Verdad y Reconciliación, Teresa Ávila, hermana de
Natividad, había dicho anteriormente que, aquel 17 de junio de 1992, cuando
supo que su hermana había sido detenida, acudió a ver al « capitán Carlos» para
pedirle que la liberara, pero él se negó a hacerlo. Años después, en plena
campaña, Teresa Avila acusó directamente a Humala: « Tú eres el capitán
Carlos, y o te conozco» (extrañamente, los Avila, que hicieron una denuncia
penal contra Humala, se retractaron. El diario La República encontró que Jorge
Avila había percibido ingresos extraordinarios entre su denuncia original y su
posterior retractación).
Cuál fue la reacción de la izquierda, implacable cancerbera de las libertades
civiles? ¿Saltó como fiera al pescuezo del candidato Humala, acusándolo de ser
un nuevo Pinochet, la nueva encarnación del gorilismo latinoamericano? No,
limpió sus culpas y relativizó los hechos señalando —no sin razón— que en época
de Alan García se habían cometido matanzas de pobladores que la Comisión de
la Verdad recogía en detalle (como la de la localidad serrana de Accomarca,
ocurrida en 1985). Descubriendo súbitamente el principio de que se es inocente
mientras no se demuestre lo contrario, la izquierda nacionalista puso en escena
una suerte de kabuki moral consistente en decir que el « capitán Carlos» no había
sido el sobrenombre de uno sino de cuatro oficiales, y por tanto el acusado no
tenía por qué ser 011anta Humala; las fechas, sin embargo, apuntaban contra un
individuo en particular —y no contra cuatro posibles— agazapado detrás de la
máscara teatral de la guerra antisubersiva. Durante los años de Sendero
Luminoso, ninguna causa había sido más y mejor utilizada por la izquierda
peruana —con la puntual caución de la izquierda internacional— que la de la
« guerra sucia» y la violación de los derechos humanos. Allí tenían, a las puertas
del poder, a un soldado directamente cuestionado por los familiares de las
víctimas. ¿Qué hacían los valientes justicieros? Pues mostrarse
enternecedoramente comprensivos y perdonavidas con el ex teniente coronel
que los podía llevar de la mano al poder.
No menos curioso que este reciclaje de cierta izquierda en torno al militar
peruano es el recetario nacionalista que alienta al numeroso movimiento
humalista, especialmente en lo concerniente a la « nacionalización» de la
economía y la hostilidad contra Chile. Sus propuestas —escapadas del Manual del
perfecto idiota— y a han sido llevadas a la práctica por diversos gobiernos
populistas en el pasado (incluy endo el de Alan García). Todas experimentaron un
minucioso y diligente fracaso.
LA SOMBRA DE VELASCO
LA TENTACIÓN DE GARCÍA
LO BUENO Y LO MALO
FLOR DE UN DÍA
DANIEL, EL ROSADO
Dentro de la especie vegetariana, hay una subespecie que está compuesta por
dos clases relativamente similares de izquierdistas: los ex carnívoros, es decir los
travestis políticos forzados por la realidad o por su instinto de supervivencia a
moderar sus entrañas, y los falsos vegetarianos, que sólo disimulan. No sabemos
todavía a estas alturas si Daniel Ortega, el nuevo mandatario nicaragüense que
hoy va de vegetariano, es lo uno o lo otro. Ésa es una apreciación que sólo podrá
hacerse de forma definitiva con el paso del tiempo.
Pero lo que no admite duda es que Ortega no hubiera podido ganar las
elecciones de noviembre de 2006 sin actuar como vegetariano. Desde 1990,
Nicaragua había expresado categóricamente su rechazo a la izquierda carnívora,
votando en todas las elecciones por opciones que suponían una apuesta por la
democracia, la economía de mercado y las buenas relaciones con los países
líderes del Occidente. El antecesor de Ortega en el cargo, por ejemplo, don
Enrique Bolaños, representaba eso mismo. Precisamente porque entendió que su
país no votaría nunca por la izquierda carnívora que él encarnaba de ejemplar
manera, Ortega inició, hace algunos años, un tránsito hacia el vegetarianismo,
asegurando que, de volver a la Presidencia, respetaría la propiedad privada,
atraería inversiones extranjeras, propiciaría unas buenas relaciones con
Washington y, por encima de todo ‘ello, guardaría fidelidad al sistema
democrático.
La operación de imagen incluy ó episodios como la palinodia pública de
Ortega en relación con los indios misquitos a los que su antiguo régimen masacró.
Pero hubo otros episodios tan curiosos como aquél. Por ejemplo, una ceremonia
religiosa mediante la cual la compañera de siempre —la dudosa poeta Rosario
Murillo— pasó a ser la santa esposa de Ortega. Por si cupiera duda sobre su
conversión, el sandinista se agenció un buen intermediario con el cielo: el
taimado cardenal Miguel Obando, un viejo enemigo que ahora pasó a ser su
íntimo amigo. Para sellar las buenas migas con el Señor, algún tiempo después
Ortega instruy ó a sus legisladores para que votaran a favor de una ley que
prohíbe el aborto incluso en casos de peligro para la vida de la madre. Esa ley,
vitoreada en las calles por una masa en la que había militantes sandinistas, rige en
la actualidad.
Lo que todo esto no dice es no sólo que, en aras de volver al gobierno, Ortega
y el sandinismo traicionaron su propia ideología y todas las convicciones por las
que antes habían matado, encarcelado y exiliado a muchos nicaragüenses, sino
también que el pueblo nicaragüense es cualquier cosa menos un pueblo
revolucionario. Para ganar elecciones se necesita convencerlo de que se
respetará la propiedad privada y la democracia, y de que no se perseguirá a la
Iglesia ni se masacrará a minorías étnicas. Por tanto, éste es un interesante caso
de conversión al vegetarianismo impuesto por el apetito de poder de los
sandinistas pero también por la desconfianza de ese pueblo a todo lo que tenga
que ver con el marxismo. Nicaragua nunca fue carnívora y el sandinismo de los
años ochenta fue la estafa que los autores del Manual del perfecto idiota siempre
dijimos que fue.
Ahora bien, ni siquiera con este cambio de sexo ideológico hubiera podido
Daniel Ortega ganar las elecciones si no fuera por la colaboración decisiva que
recibió —vay a ironía— del ex presidente Arnoldo Alemán y su Partido Liberal
Constitucionalista. Gracias a ellos, antiguos enemigos del sandinismo, se cambió
en 1999 la ley para que fuera posible ganar en primera vuelta con menos del 40
por ciento de los votos. Gracias a ellos, los supuestos liberales de Nicaragua, el
sandinismo revivió en los últimos años y obtuvo el control de varias instituciones
importantes, lo que le permitió ejercer influencia en amplios sectores de la
ciudadanía y preparar el terreno para la victoria reciente. Y gracias a ellos,
finalmente, el voto antisandinista, que es muy grande, se partió en dos en 2006,
facilitando mucho las cosas a Ortega.
Todo empezó en 1999, con el tristemente célebre pacto que selló el entonces
gobernante Arnoldo Alemán con el sandinismo para asegurarse de que su
corrupta administración no fuese sometida a investigaciones una vez que
abandonara el mando. El reparto del poder entre el PLC y el sandinismo dio a
Ortega, que era un cadáver político, algo así como el beso de la vida, colocando
en sus manos un poder determinante sobre instituciones como la judicatura o el
ente electoral. El Congreso se convirtió en un coto de caza privado, en el que los
aliados, el PLC y el sandinismo, hacían lo que les daba la gana, rediseñando la
arquitectura política a su antojo. El « Pacto» —como se lo conoce en Nicaragua
— dio a Ortega respetabilidad democrática y permitió que el ex dictador no
fuera procesado por las acusaciones que le hizo su propia hijastra, Zoilamérica
Narváez, quien dice haber sido víctima de abuso sexual a manos suy as.
El « Pacto» garantizó que no se revisara y mucho menos revirtiera la
« Piñata» , la tristemente célebre distribución de los activos gubernamentales y
de la propiedad confiscada entre los dirigentes sandinistas tras su derrota en las
elecciones de 1990 a manos de Violeta Chamorro. No hay que olvidar que,
gracias a esa repartija, Ortega, como muchos de sus colegas, pudo permanecer
en casa ajena al dejar el poder: como parte del festín voraz que birló a los
nicaragüenses cientos de millones de dólares, el dirigente sandinista se mudó
hacia el final de su mandato a una casa de 1 millón de dólares expropiada al
empresario y ex « contra» Jaime Morales (luego, y confirmando que todo está
patas arriba en Nicaragua, Morales se hizo amigo de Ortega y acabó
acompañándolo en el ticket presidencial en 2006). El « Pacto» se encargó de
legitimar definitivamente ésa y todas las demás apropiaciones arbitrarias del
sandinismo.
El dominio del « Pacto» sobre las instituciones de Nicaragua es tan férreo
que el gobierno de Enrique Bolaños, el presidente que trató de combatir la
corrupción después de su elección en 2001, quedó reducido prácticamente a la
impotencia durante los últimos cinco años. Arnoldo Ameán sufrió algunas
incomodidades pero al final acabó mandando a sus huestes desde su finca,
mientras que Ortega, limpio de polco y paja, organizaba la campaña del triunfo.
Según un largo estudio realizado por el periodista de investigación Jorge
Loáisiga, en los últimos quince años el Estado nica ha gastado más de 1,100
millones de dólares en bonos de compensación abonados a distintos tipos de
reclamantes y otros 500 millones en montar aparatos burocráticos para abordar
las laberínticas disputas en torno a los derechos de propiedad generadas por la
confiscación de tierras realizada en su momento por los sandinistas. Esa
incertidumbe jurídica, es decir la ausencia de garantías para la propiedad, es en
gran parte responsable de que la economía se hay a mantenido en estado
raquítico. Nicaragua apenas exporta unos 800 millones de dólares al año y es la
nación más pobre del hemisferio después de Haití. ¿Quién diablos invierte en un
sistema dominado por el « Pacto» antes que por el Derecho?
Las consecuencias políticas del « Pacto» se vieron con el triunfo de Ortega.
El candidato más razonable, Eduardo Montealegre, antiguo dirigente del PLC
enemistado con Alemán por la corrupción de su gobierno, no pudo conquistar un
espacio suficiente. Y el Movimiento de Renovación Sandinista, el grupo que se
escindió del sandinismo por obra del escritor Sergio Ramírez, se vio muy
afectado por la muerte de su líder y la improvisación de una candidatura de
reemplazo. El espacio lo copaban el sandinismo y el PLC.
Pero aun con todos estos factores Ortega no hubiera podido ganar los
comicios si no hubiera contado con la ay uda de la ley electoral. Esa ley, también
producto del « Pacto» , redujo en 1999 a menos de 40 por ciento la valla para el
triunfo en primera vuelta. En consecuencia, con 38 por ciento y más de cinco
puntos de ventaja sobre Montealegre, en 2006 Ortega pudo ganar en primera
vuelta y ahorrarse un ballotage que casi con toda seguridad le hubiera sido
adverso pues, según todos los sondeos, dos terceras parte de los nicas tenían una
atroz opinión de él.
Lo peor que podría hacer Ortega es sucumbir a la influencia de su amigo
Hugo Chávez, quien ha intentado, torciendo los hechos groseramente, presentar el
triunfo sandinista como propio. Después de todo, y a hay una relación entre
Chávez y el sandinismo por los fertilizantes y el petróleo subvencionado que
Caracas suministró a lo municipios controlados por Ortega en los meses previos a
los comicios. Y no hay que olvidar que, en su campaña, Ortega prometió el fin
de lo apagones que se repiten con mucha frecuencia en ese país, dando a
entender que tenía resuelto el suministro de combustible, lo que sólo puede
entenderse en clave venezolana. Pero si Ortega decide ir por la vía venezolana —
rompiendo todas sus promesas vegetarianas— lo que le espera es, sin duda, lo
mismo que a Evo Morales: el desastre y el repudio del pueblo que lo eligió.
Otro eximio representante de la izquierda vegetariana es Oscar Arias, el
actual mandatario de Costa Rica, ganador del Premio Nobel de la Paz durante el
gobierno que presidió en los años ochenta por su contribución al proceso de paz
de varios países centroamericanos. Don Oscar es un defensor de las libertades
públicas y por tanto se ha atrevido a criticar a dictaduras como la cubana, pero
tiene esa vieja tendencia vegetariana a establecer simetrías manqueas, como
cuando pone en la misma balanza las iniquidades que cometen las izquierdas
autoritarias en América Latina y los errores de la política exterior
estadounidense, y por tanto cede muchos espacios a los carnívoros en política
exterior y devalúa la idea de la democracia liberal como fórmula ganadora.
Pero, además, tiene dificultad para entender que su país necesita una reforma
económica profunda si no quiere que esa democracia de más de medio siglo,
admirada por todos como un modelo político para la región, acabe en manos del
populismo atrabiliario. Pocas cosas ay udan más a promover a los carnívoros que
la indolencia de los vegetarianos temerosos de ser tildados de « neoliberales» ,
esa forma de exorcismo contemporáneo.
Precisamente porque Costa Rica tiene un Estado anquilosado y paquidérmico
que entorpece el nervio creador de la sociedad, esa democracia ha empezado a
mostrar síntomas de corrupción alarmantes en los últimos años y a segregar
respuestas populistas. La más peligrosa hasta ahora es la que encabezó Ottón
Solís, el candidato que estuvo a punto de ganar las elecciones en febrero de 2006
(finalmente Oscar Arias se impuso por puesta de mano y pudo llegar a la
Presidencia in extremis por segunda vez). El mensaje de Solís desde que fundó su
nuevo partido ha sido el combate contra el desprestigiado bipartidismo de
socialdemócratas y socialcristianos y, en general, contra una clase dirigente que
mantiene intactas las sofocantes estructuras prevalecientes.
Es que el litigio entre las dos izquierdas, la que intenta abrirse paso aceptando
las realidades del mercado y de la globalización y la que nunca pudo divorciarse
de interpretaciones derivadas del marxismo (la teoría de la dependencia, el
antiimperialismo, el papel tutelar del Estado, la fobia contra las multinacionales y
las privatizaciones), sólo ahora se hace visible en América Latina, aun dentro de
gobiernos o de formaciones políticas que en la oposición alojan aspiraciones de
poder. Dentro de la internacional socialista hay dirigentes importantes que ven
con inquietud a alguien como Chávez, considerando que sus alardes populistas o
« revolucionarios» le cierran el paso en el continente a alternativas
socialdemócratas de centro-izquierda con vigencia en Europa. Intelectuales
mexicanos de izquierda están lejos de seguir acompañando a un López Obrador
en su aventura de desconocer el triunfo de Felipe Calderón y promover la
pantomima de un gobierno paralelo. En Venezuela hay una izquierda muy
distinta a la que quiere seguir los pasos de Chávez. Incluso en Colombia, por
primera vez, una izquierda vegetariana lleva a la Alcaldía de Bogotá a un
representante suy o, Luis Eduardo (Lucho) Garzón. También allí se percibe una
sorda pugna entre vegetarianos y carnívoros. Chavismo y castrismo, por un lado;
Tercera Vía, por otro, plantean hoy en el continente latinoamericano alternativas
opuestas, así en Europa el rótulo de izquierda los cobije a todos. La realidad
acabará por demostrar que la idiotez ideológica tiene cura en unos y en otros es
un mal sin remedio.
Lo que faltaba
¡Qué devotas amistades las suy as! Las mismas de nuestro perfecto idiota: Castro,
desde luego; pero también Chávez, Kirchner, Evo Morales y seguramente Daniel
Ortega. El combo completo. Y no obstante, si se tomara en cuenta sólo su
formación académica, muy poco en común tendría con ellos, sobre todo con el
octogenario comandante cubano y con el estrepitoso teniente coronel de la boina
roja que en Venezuela sigue sus pasos. Economista, con una maestría en la
Universidad de Lovaina (Bélgica) y un PhD en Economía en la Universidad de
Illinois (Estados Unidos), profesor de esta ciencia tan ligada a cifras, balances y
realidades en la exclusiva Universidad San Francisco de Quito, ministro de
Finanzas durante ciento seis días en el gobierno de Alfredo Palacios, Rafael
Correa no tenía ni el perfil ni los antecedentes del clásico populista
latinoamericano sino más bien los de un tecnócrata formado en el exterior, autor
de investigaciones y evaluaciones técnicas en centros de estudio
norteamericanos. Casado con una dama belga, no podía evitar que más de una
alumna suy a, flor de la oligarquía quiteña, deslumbrada por su buena estampa, su
carisma, su fácil manejo de la guitarra en las fiestas universitarias, se enamorara
de él. Aun sus veleidades de izquierda eran bien vistas por los muchachos de
buena familia que seguían sus cursos.
No era para menos, pues sus intenciones e inquietudes parecían muy bien
encaminadas. Tenían como sustento las duras realidades del Ecuador: la miseria
de una amplia franja de la población y una despreciable corrupción que
carcome desde hace tiempo el establecimiento político del país. Todo esto, dicho
de manera coloquial en las aulas, estaba precedido por una apostólica
experiencia suy a: al regresar de Estados Unidos, había tenido el coraje de
internarse en los páramos vecinos del Cotopaxi para convivir con las
comunidades indígenas de Zumbahua, las más atrasadas y olvidadas del país.
Gracias a esta experiencia, además de dominar corrientemente el inglés y el
francés, aprendió a hablar el quechua con un acento algo tropical de Guay aquil,
la ciudad donde nació.
He ahí el personaje. ¿Dónde, pues, está su parentesco con nuestro perfecto
idiota? En lo de siempre: en esa contaminación ideológica salpicada de castrismo,
de chavismo galopante y de una igualmente trasnochada Teología de la
Liberación que se recibe como un bautismo sacramental en la Universidad de
Lovaina (la misma donde estudió el cura colombiano Camilo Torres) y que a
Correa le permite identificarse como « izquierdista cristiano» .
Por culpa de esos jarabes ideológicos recibidos con fe de carbonero desde la
adolescencia, Correa se equivoca en el diagnóstico y en la terapia de nuestros
males. Los resultados podrán ser catastróficos para un país como el suy o,
sometido a un pernicioso juego de ilusiones y desengaños, que no se cansa de
elegir y de derribar presidentes: seis en sólo diez años, nada menos. Todo un
récord.
JUEGO DE ETIQUETAS
LA MIOPÍA DE LA IZQUIERDA
Desde luego, por grande que sea su idiotez ideológica, el izquierdista europeo está
lejos del populismo y de las soluciones revolucionarias de un caudillo
latinoamericano. Nada en su patio permite semejantes brotes tropicales. Su
idiotez se mide sólo en las distorsiones y retrasos que sufre a la hora de juzgar lo
que sucede en nuestro mundo o en otros mundos distantes del suy o. Ahí sus viejos
estrabismos ideológicos siempre le han impedido ver la realidad a tiempo y de
frente cuando ella contraria sus mitos, sobre todo entre catedráticos, intelectuales
y periodistas. Sobran ejemplos para demostrarlo. En los años treinta, los
intelectuales franceses de izquierda abrigaban toda suerte de ilusiones y
esperanzas en torno a la Unión Soviética, de ahí que le dieran una agria acogida
en 1936 a André Gide y a su libro Regreso de la URSS, cuy a visión de esa
experiencia era desalentada, por no decir muy crítica. Debieron ellos esperar
más de veinte años para enterarse de la atroz realidad del estalinismo y otros
veinte para perder las ilusiones sobre el maoísmo y comprender que Mao, ídolo
sustitutivo para los jóvenes del May o del 68 francés, fue un tirano tan atroz como
Stalin. De semejante despiste quedan testimonios lamentables que hoy provocan
más bien una sonrisa. Así, en 1954, de regreso de la Unión Soviética, Jean-Paul
Sartre no tuvo inconveniente en declarar para el diario Liberation: « La libertad
de crítica es plena y entera en la URSS» . Ni él ni muchos otros intelectuales le
dieron crédito al libro de Víctor Kravchenko Yo escogí la libertad, que reveló lo
que más tarde confirmaría un Soljenitzy n con El Archipiélago del Gulag.
El mismo retraso se advierte en todos estos personajes —y sobre todo en la
prensa de izquierda y centro izquierda europea— a la hora de descubrir la atroz
realidad de la Cuba de Castro, de la Nicaragua sandinista o del Frente Farabundo
Martí de El Salvador. El mito de la revolución cubana duró muchos años en
eclipsarse y aun cuando esto empezó a ocurrir, el subcomandante Marcos tomó
su relevo. El idiota europeo necesita estos espejismos para que sus sueños
ideológicos tengan algún soporte. En el caso de América Latina, tal soporte nunca
lo pierden, la verdad sea dicha, porque el regreso de nuestro idiota acude en su
ay uda. Si Castro agoniza hoy en su isla de opresiones y penurias, ahí está Hugo
Chávez visto por los mismos despistados de siempre como el ídolo de los pobres
de América Latina y a Evo Morales, como el primer indígena capaz de llegar al
poder después de quinientos años de opresión. El idiota europeo, sea español,
francés, alemán, italiano o danés, guarda de América Latina una imagen
trasnochada y elemental, un paisaje social polarizado donde todo se reduce a
pocos muy ricos y muchos muy pobres; a guerrilleros buenos y militares malos;
a blancos e indios; a oligarcas y caudillos populares; a izquierdas redentoras y
derechas opresivas; a rascacielos y favelas. Todo es visto sin matices ni reales
exploraciones de una realidad, plasmado en contrastes rotundos y sujeto a
vulgares distorsiones, hijas de una fa-bula que es común a los idiotas de los lados
del Atlántico y que no permiten una mejor comprensión de los reales factores de
desarrollo y modernidad de América Latina y de sus verdaderos enemigos. Los
viejos estereotipos sustituy en el conocimiento y el análisis.
Otros dos temas aproximan a nuestros dos personajes, el de Europa y el de
América Latina: sus reparos a la globalización y el antiamericanismo. Es una
fobia enteramente compartida. La globalización, como y a lo hemos mencionado,
no es vista como una ventaja para incrementar el libre comercio internacional y
el libre movimiento de capitales y todo lo que ello puede representar en la lucha
contra la pobreza, sino como una derivación más de la llamada política neoliberal
destinada a incrementar las desigualdades entre pobres y ricos. De allí la forma
benigna en que la prensa española y francesa ha tratado, por ejemplo, los
extravíos de un José Boy é, entre ellos sus ataques a restaurantes de « comida
rápida» de origen estadounidense como McDonald’s (donde, por cierto, no
comen los ricos sino por lo general ciudadanos de más modestos ingresos). De su
lado, el antiamericanismo tiene, en el caso del idiota europeo, un matiz de
rivalidad y de menosprecio de la vida y de la sociedad americana y un
cuestionamiento de lo que representó para Europa occidental la Alianza
Atlántica.
DE BLAIR A JOSPIN
EL « BUENISMO» EN ESPAÑA
NOAM CHOMSKY
JAMES PETRAS
James Petras es marxista por partida doble. Tiene las viejas y cansadas ideas de
Karl, pero ostenta la apariencia de Groucho, bigote incluido, aunque con algo
menos de pelo en la cabeza. Es también el tipo de referencia intelectual que más
atrae al idiota latinoamericano (antiamericano, antisemita, antiisraelí,
antimercado, antilibrecomercio), aunque su excesivo radicalismo suele poner en
aprietos a quienes gustan de citarlo. Profesor de sociología en Binghamton
University, una universidad pública del estado de Nueva York, coincide con
Chomsky en su desprecio por el modelo de sociedad norteamericano y por su
corrupto capitalismo, pero ama, en cambio, a los piqueteros argentinos y a los sin
tierra brasileños, porque esas paparruchas de la ley y el orden, las instituciones
de derecho y la propiedad privada le producen cierta repugnancia.
Leer a Petras, pese a lo predecible y reiterativo de sus análisis, siempre
teñidos de antiamericanismo, tiene un interés especial por sus severas críticas
marcadas por la ortodoxia revolucionaria. Para él, Lula da Silva es un traidor al
Partido del Trabajo y al ideario radical anticapitalista. Se ha vuelto un tipo
corrupto. ¿Por qué? Porque ha abrazado el neoliberalismo. O sea, Lula y el PT,
cuando se apoderan del dinero ajeno, o cuando aceptan comisiones, lo hacen no
porque sean una izquierda corrupta sino porque son neoliberales y globalizadores.
Pero Petras no sólo desprecia a Lula. También ha criticado severamente a
Hugo Chávez y a Evo Morales por entregarse al gran capital y por no hacer la
profunda revolución colectivista con la que él sueña desde su peligroso refugio en
un pueblo remoto del estado de Nueva York. ¿Por qué lo hace? Tal vez, porque ha
decidido convertirse en el látigo de la izquierda, o, acaso, porque disfruta el rol de
conciencia crítica estalinista, pero de su celo ortodoxo ni siquiera se salva Noam
Chomsky, a quien acusa de no ser suficientemente antisemita y antiisraelí por no
denunciar con la necesaria firmeza al lobby judío en Estados Unidos, entidad a la
que acusa con vehemencia de manipular la política exterior de este país, un poco
como el autor apócrifo de Los protocolos de los sabios de Sión acusaba a los
judíos de querer apoderarse del mundo.
A quien, sin embargo, le prodiga todo su afecto es a Fidel Castro, al extremo,
incluso, de respaldar con entusiasmo a la dictadura cuando en la primavera de
2003 fusiló a tres jóvenes negros que trataron de escapar de la Isla en un bote
robado y encarceló a setenta y cinco demócratas de la oposición por prestar
libros prohibidos, escribir artículos en la prensa extranjera —veinticuatro de los
presos eran periodistas independientes— o solicitar un referéndum de acuerdo
con la Constitución del país. El obsceno artículo a favor de la tiranía, escrito por
Petras contra Chomsky (a quien odia) y los intelectuales de izquierda que
firmaron una carta censurando la represión en Cuba y el fusilamiento de tres
jóvenes, se tituló The responsability of the Intellectuals: Cuba, the U.S. and Human
Rigths, y el argumento esgrimido era el mismo de la policía política castrista:
había que castigar a los disidentes porque estaban al servicio de un país
extranjero. Fue tal la indignación causada por el texto de Petras, que la activista
de izquierda Joanne Landy, codirectora de la Campaign for Peace and
Democracy, le respondió con un largo artículo en el que se hace la pregunta
obligada: « James Petras es tan inescrupuloso y tan admirador de los represivos
regímenes comunistas, que uno se estremece al pensar qué les haría a Chomsky,
Zinn, Wallerstein o los tres codirectores de la Campaña por la Paz y la
Democracia si él u otros como él alcanzaran el poder» .
IGNACIO RAMONET
HAROLD PINTER
ALFONSO SASTRE
Hay algo en lo que, por fin, idiotas y no idiotas, estamos de acuerdo: el primero
de nuestros problemas es la pobreza. ¿Cómo acabar con ella? El objetivo de todos
los modelos propuestos es ése, qué duda cabe. Sólo que a la hora de buscar un
remedio para ese mal endémico del continente latinoamericano, la realidad
señala un camino, uno solamente, en tanto que el perfecto idiota de todos los
continentes, equivocándose en las causas del mal, toma otro, el opuesto.
En vez de examinar cómo y por qué países en otro tiempo más pobres que los
latinoamericanos tienen hoy un alto ingreso per cápita y participan de todas las
ventajas del Primer Mundo, nuestro personaje repite los falsos diagnósticos y los
falsos remedios de su cartilla: cerrarles la puerta a las multinacionales que
supuestamente explotan en beneficio propio nuestras riquezas; nacionalizar en vez
de privatizar; impugnar la globalización y los tratados de libre comercio con
Estados Unidos o con Europa y buscar a través de un Estado altamente
intervencionista y regulador una mejor distribución de la riqueza, considerando
que esta última, en manos del sector privado dueño de industrias y comercios, es
obtenida mediante la explotación de los más pobres, etc., etc. Todo esto, claro
está, acompañado de diatribas a la oligarquía y al imperialismo, sus dos grandes
enemigos.
¿Es nuevo lo que ahora propone nuestro idiota? Claro que no. Estas letanías
ideológicas son las que aún sustentan los regímenes crepusculares de Cuba y
Corea del Norte, con los resultados paupérrimos que cualquier observador
imparcial comprueba. En su momento, parte de estas recetas fueron aplicadas en
Argentina por Perón, en el Perú por Alan García, en Bolivia por Siles Suazo y en
Nicaragua por Daniel Ortega con incremento irresponsable de la deuda externa
y escalofriantes procesos inflacionarios que hicieron más pobres a los pobres y
acabaron por maltratar también a la clase media. Las políticas que hoy adelantan
Hugo Chávez, en Venezuela, y Evo Morales, en Bolivia, contienen los mismos
ingredientes ideológicos, mezcla de vulgata marxista, caudillismo y toda suerte
de extravíos populistas. Los millonarios recursos que hoy recauda el petróleo
venezolano pueden permitirle a Chávez, mediante una política de carácter
puramente asistencial, dar no sólo a los sectores marginales de su país sino
también a los indígenas bolivianos, a través de sus ay udas, la ilusión de un cambio
de su condición. Pero las cifras no mienten, y tarde o temprano mostrarán una
realidad difícil de ocultar: crecen allí el desempleo y la pobreza, en vez de
disminuir.
Mientras esto ocurre en nuestras latitudes, el mundo presencia cómo un
modelo de desarrollo diametralmente opuesto ha convertido o está convirtiendo
en ricos a países que tan sólo ay er eran pobres. Hay algunos ejemplos
sorprendentes en diversos lugares del planeta de países que lograron este milagro
con el mismo recetario. Los primeros en ponerlo en práctica fueron países
asiáticos como Corea del Sur, Taiwán, Singapur y Hong Kong, seguidos ahora
dentro del propio mundo hasta ay er ortodoxamente comunista como China y
Vietnam, y simultáneamente por naciones tan diversas como India, los países de
la antigua Europa Central y del Este (en especial Polonia, República Checa y
Estonia) y, de otro lado, Irlanda; en nuestro continente, Chile e incluso, pese a
problemas de seguridad heredados de su sangrienta guerra civil, El Salvador. Y,
por supuesto, ahí está el extraordinario caso español, cuy as lecciones los
latinoamericanos no han sabido aprovechar.
¿Qué tiene en común la política económica de estas naciones? En primer
lugar, son países « captacapitales» y no « espantacapitales» . Privatizan
empresas públicas en vez de mantener o restablecer nacionalizaciones. No ven la
globalización como un riesgo o una amenaza, sino como una oportunidad de
conquistar mercados. Buscan crear productos industriales de valor agregado u
ofrecer servicios con ventajas competitivas, en vez de quedarse como simples
vendedores de materias primas. Buscan ampararse en bloques regionales o
supranacionales cada vez más flexibles y abiertos al mundo (Unión Europea, en
unos casos; en otros, la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, Asean).
Bajan las tasas impositivas y dan incentivos operativos a los inversionistas
extranjeros y nacionales. Aseguran flexibilidad laboral y disminuy en trámites
para el establecimiento de una nueva empresa industrial. Y, sobre todo, realizan
grandes apuestas en el campo de la educación, la ciencia y la tecnología, en los
que la empresa privada juega un rol cada vez may or, dado que el conocimiento
está destinado a ser la may or fuente de riqueza en este nuevo siglo. En efecto, en
el producto bruto mundial el sector de los servicios (donde la tecnología y, en
general, la educación juegan un papel capital) representa hoy el 68 por ciento; el
sector industrial, el 29 por ciento, y las materias primas, sólo el 4 por ciento.
ESPAÑA
SINGAPUR E IRLANDA
EL MILAGRO ASIÁTICO
Aunque las tristes décadas vividas bajo una dictadura comunista dejaron en el
país una secuela de burocracia y corrupción, Polonia registra un crecimiento
sostenido del 6 por ciento anual. Juegan en su favor los incentivos fiscales
mediante la reducción y la simplificación tributaria, y una mano de obra barata
y calificada para atraer la inversión extranjera. El hecho de ofrecer costes de
producción más bajos que los de Francia, Alemania, Reino Unido, Italia y
España, inclusive, ha conducido a firmas tales como Siemens, Volkswagen, Opel,
FIAT y otras de igual importancia a trasladar sus fabricas a Polonia. Es un
fenómeno que muy probablemente seguirá acentuándose en la medida en que
las cargas fiscales, altos salarios y la disminución de horarios semanales de
trabajo en la llamada Vieja Europa faciliten este éxodo. El clima de confianza
que ofrece el país resulta respaldado por la próxima ay uda de la Unión Europea
para obras de infraestructura.
De su lado, República Checa es otro polo de atracción para multinacionales e
inversionistas extranjeros, debido no sólo a la apertura económica, al auge del
consumo luego de haber vivido una situación de estrechez o penuria debidos al
sistema comunista, sino también, y principalmente, al considerable presupuesto
destinado por este país a la educación técnica y científica gracias al vertiginoso
crecimiento económico y la multiplicación de la actividad empresarial. Un solo
plantel de este género —el Instituto Tecnológico Checo— prepara a algo más de
100 mil alumnos. Reducción de trámites, moderados gravámenes, seguridad
jurídica y, en general, una política encaminada a demostrar que el país es un
investor friendly, completan el recetario opuesto al del populista latinoamericano
cuy as falsas ideas y prejuicios propios del perfecto idiota ahuy entan a
empresarios e inversores.
En este despegue de la Europa emergente se destaca igualmente el caso de
Estonia, un pequeño país báltico situado en el Golfo de Finlandia, con sólo un
millón y medio de habitantes. Tal vez es el país ex comunista que más
vertiginosamente ha crecido desde que dejó de pertenecer al bloque soviético
gracias a los cambios producidos entre 1991 y 2000. El mérito es aún may or si
consideramos que, a diferencia de buena parte de los países de Europa Central,
Estonia no sólo era comunista sino que sus instituciones estaban insertadas dentro
de la asfixiante estructura económica de la Unión Soviética.
Estonia no tenía un pasado liberal que sus reformistas podían invocar. Su
independencia había llegado tras la Primera Guerra Mundial, pero había sido
nuevamente colonizada en 1940. Los reformistas decidieron invocar un pasado
muy antiguo para legitimarse y recordaron que entre la Alta Edad Media y el
comienzo de la era moderna Estonia había sido una estación comercial clave de
la Liga Hanseática, formando con Alemania, Suecia y Finlandia un área de
intercambio sumamente dinámica. También decidieron usar a sus emigrados
como « puente» con el mundo exterior. En la época del comunismo, muchos
estonios habían partido hacia Finlandia y Suecia. Una vez que se produjeron los
cambios, las redes de comunicación entre los emigrados y los estonios del
interior facilitaron la globalización de Estonia.
La reforma se hizo en dos etapas. Entre 1989 y 1991, los gobiernos de Indrek
Toome y Edgar Savisaar —todavía bajo control soviético aunque en condiciones
de may or autonomía— aplicaron un programa clásico de estabilización
monetaria y disciplina fiscal. La liberación de precios fue parte sustancial de esta
primera, etapa. Hubo algunas privatizaciones y se permitió el surgimiento de
pequeñas y medianas empresas. El número de empresas pasó de 34 a 20 mil en
el lapso reformista inicial.
El colapso de la Unión Soviética, de la que dependía el 90 por ciento del
comercio estonio, destruy ó las mejoras provocadas por la muy tímida reforma
del periodo 1989-1991. La renta per cápita cay ó en total a $6,000 (calculados con
base en la paridad del poder de compra). Pero a partir de 1995 y gracias a una
nueva y mucho más radical ola de reformas liberales iniciada en 1992, Estonia
empezó a crecer vertiginosamente. Desde entonces ha pasado a ser algo así
como el « tigre báltico» . La renta per cápita ha aumentado dos veces y media en
los últimos diez años y hoy Estonia tiene una economía equiparable a la que en
1995 tenían Grecia o Portugal, cuy os habitantes eran en aquel momento el doble
de prósperos que los estonios. Una década más tarde, el PIB per cápita de
Portugal supera al de Estonia por sólo 25 por ciento (siempre teniendo en cuenta
la paridad del poder de compra). Entre los veinticinco países de la Unión
Europea, Estonia es el que ha experimentado el may or crecimiento real de su
economía en lo que va del nuevo milenio y hoy su ritmo de crecimiento supera
al de China.
Las reformas arrancaron en 1992 con el abandono definitivo del rublo y la
adopción de la corona bajo un sistema casi idéntico a lo que se conoce como la
« caja de conversión» , mediante la cual toda emisión de moneda tiene que estar
respaldada por divisas. El gobierno también liberalizó la cuenta corriente y la
cuenta de capitales. La combinación de todos estos factores permitió suscitar una
confianza en la transición estonia.
Es esa confianza la que ha hecho que, en la última década, la inversión
extranjera directa neta hay a equivalido cada año, en promedio, al 9 por ciento
del tamaño total de la economía. A diferencia de América Latina, por ejemplo,
donde la inversión extranjera decay ó una vez que el grueso de las empresas
estatales importantes fueron vendidas, en Estonia la inversión extranjera directa
aumentó después de las privatizaciones.
En 1992, con el joven Mart Laar a la cabeza, Estonia realizó la reforma
comercial más impresionante de los tiempos modernos: eliminó de forma
unilateral e inmediata todos sus aranceles (con pequeñas excepciones como el
tabaco y el alcohol, productos que más tarde fueron desprotegidos también). La
apertura forzó de inmediato una reestructuración industrial que puso a los
empresarios grandes o pequeños ante la disy untiva de competir o sucumbir.
Buena parte de ellos sobrevivieron y otros se reinventaron. De una u otra forma,
todos o casi todos salieron ganando.
La aplicación del principio « primero liberalizamos luego negociamos» ,
enunciado por Mart Laar, desafió exitosamente el prejuicio de que el comercio
es una guerra en la que sólo se gana si se captura territorio enemigo. También
decretó privatizaciones y la eliminación radical de interferencias estatales
internas. Como consecuencia de todas estas medidas, entre 1996 y 1997 se logró
un enorme crecimiento del 20 por ciento, crecimiento que en años posteriores se
ha mantenido luego en índices alternativos del 6 y 7 por ciento (últimamente, su
economía ha vuelto a crecer por encima del 10 por ciento). Es tal vez el caso
más espectacular de desarrollo y de aumento del ingreso per cápita de la Unión
Europea.
Bien, llegamos al final de nuestro libro y se hace inevitable preguntarnos por qué
América Latina ha sido un territorio tan fértil para la idiotez política, por qué se
repiten los mismos errores una y otra vez, por qué se realizan veinte veces los
mismos experimentos con la esperanza de que en algún momento, mágicamente,
se producirá un resultado diferente. El texto que sigue va encaminado a
desentrañar estos misterios.
Hace y a cierto tiempo, la Cumbre del Mar del Plata, celebrada en Argentina
en noviembre de 2005, bajo la dirección de un Néstor Kirchner
inexplicablemente interesado en insultar a George W Bush, fue la consagración
de la idiotez latinoamericana. Entonces la prensa destacó la parte pintoresca. Los
gestos histriónicos de Hugo Chávez y sus excesos verbales, las declaraciones de
ese notable pensador llamado Diego Armando Maradona, y los heroicos ataques
a los McDonald’s, imagen mítica del imperialismo y anqui, aunque, curiosamente,
se trata de restaurantes populares y económicos, notables por sus altos estándares
de higiene, preferidos por los jóvenes estudiantes y por personas de bajos
ingresos.
Hay que admitirlo: una parte sustancial de los latinoamericanos rechaza las
libertades económicas y prefiere acogerse a un modelo de organización social en
el que el Estado, administrado por gobiernos populistas poco respetuosos de la
legislación vigente, no necesariamente apegado a los métodos democráticos ni al
respeto por los derechos individuales, asigne los bienes producidos y tenga una
función rectora y proteccionista. No es sólo la voluntad de los políticos
clientelistas: tantas décadas de prédica populista, a la derecha y la izquierda del
espectro político, han generado una población proclive a esta improductiva y
perniciosa manera de organizar las relaciones entre la sociedad y el Estado.
Como en ese momento estableció el presidente Vicente Fox, es cierto que
veintinueve naciones respaldaban al ALCA y sólo cinco se oponían, pero entre
esas cinco estaban Brasil, Argentina y Venezuela, tres países que totalizan unos
250 millones de habitantes —más de la mitad del censo latinoamericano—, y,
pese a la pobreza y las desigualdades que exhiben, poseen los más altos niveles
de desarrollo económico y tecnológico de Sudamérica.
También es prudente señalar que los enemigos del mercado y del libre
comercio —Hugo Chávez, Lula da Silva, Néstor Kirchner, Tabaré Vázquez y
Nicanor Duarte—, para rechazar el libre comercio, lejos de mostrar sus
verdaderas preferencias ideológicas, se escudaron contradictoriamente en la
existencia de subsidios a los agricultores en Estados Unidos, asumiendo el rol de
campeones del librecambismo, pero era evidente que se trataba de una excusa.
La verdad profunda es que estos gobernantes y sus electores, muy dentro de la
corriente neopopulista además de profesar un profundo antiamericanismo, no
creen en las virtudes de las libertades económicas, sospechan de las intenciones
de las naciones poderosas, especialmente de Estados Unidos, y son intensamente
estatistas.
Cuando Estados Unidos elimine los subsidios a la agricultura —y ojalá sea
pronto—, los neopopulistas invocarán otros pretextos. Por ejemplo, y a asoma a
su tonta cabeza la « asimetría» , es decir, esa diferencia en niveles de desarrollo
que supuestamente impide cualquier relación comercial equitativa entre Estados
desiguales, a lo que habría que agregar la falacia de la « soberanía alimentaria» :
la absurda noción de que una nación, para sentirse segura, tiene que producir y
controlar los alimentos básicos que consume.
Aunque se trate de construcciones demagógicas sin ningún elemento de
seriedad conceptual, en relación con la « asimetría» es justo recordar que ella
existe de manera muy notable dentro del propio MERCOSUR, donde Argentina
posee un PIB promedio de 12,460 dólares (2004), medido en Paridad de Poder
de Compra, frente a los 4,870 que tiene Paraguay, diferencia proporcionalmente
similar a la que separa a Estados Unidos de la propia Argentina.
En cuanto a la « soberanía alimentaria» , vale la pena subray ar que la may or
parte de las naciones ricas del planeta son importadoras netas de alimentos, pero
aún existe otro argumento lógico de más peso: carece de sentido proclamar la
voluntad de exportar alimentos, como pretenden Brasil o Argentina, mientras
simultáneamente se defienden las virtudes de la autarquía alimentaria. Si todas
las naciones lograran la « soberanía alimentaria» , el comercio internacional de
productos alimenticios quedaría drásticamente reducido. Por otra parte, quien
postule el derecho a la « soberanía alimentaria» no puede simultáneamente
oponerse a los subsidios de estadounidenses y europeos a la producción
agropecuaria: de alguna manera, esas medidas proteccionistas son también una
expresión de la pretendida « soberanía alimentaria» .
En todo caso, pese a la debilidad de los argumentos de los enemigos del libre
intercambio internacional de bienes y servicios, aunque no lo sabemos con
certeza, es posible que un segmento quizás may oritario de los latinoamericanos
incluidos en las veintinueve naciones a que aludía Fox tenga una visión de la
economía y de las relaciones entre el Estado y la sociedad más cercana a la que
suscriben gobernantes neopopulistas como Lula o Kirchner, que la que proponen
quienes defienden las libertades de comercio y las responsabilidades individuales,
como Felipe Calderón o Álvaro Uribe.
Incluso en una nación como Chile, donde es patente el éxito de la
liberalización de la economía, tal vez si el « modelo» chileno fuera discutido en
un referéndum, sería derrotado. Aparentemente, lo que ha cambiado en el país
es la visión de la clase dirigente, hoy mucho más educada y prudente, pero no la
de las grandes masas, que en un alto porcentaje continúan aferradas a los viejos
esquemas mentales del populismo y del colectivismo.
Sin embargo, los resultados fueron diferentes. Mientras en Estados Unidos los
principios de la república liberal consiguieron arraigar exitosamente y han
perdurado hasta nuestros días, en América Latina las cosas sucedieron de otro
modo. Las razones de este fracaso inicial son múltiples, de muy diferente índole,
y quizás se puedan explicar de forma sucinta:
No existía, como en las Trece Colonias, una tradición de autogobierno y rule
of law. La legislación que imperaba en la América Hispana se dictaba en la
metrópoli española y los funcionarios principales que debían aplicarla eran
nombrados por la Corona de manera inconsulta.
A fines del siglo XVIII, el inmenso territorio artificialmente dividido en cuatro
grandes virreinatos nunca pudo establecer límites territoriales claros, lo que
eventualmente dio lugar a la violenta fragmentación del espacio en una veintena
de repúblicas, casi todas caprichosamente congregadas en torno a las Audiencias
creadas por la Corona española para impartir justicia y administrar las colonias.
La comunicación verbal y escrita a principios del siglo XIX era un gran
problema. En 1820, de cada tres habitantes de América Latina, sólo uno hablaba
español, y esos hispanohablantes, la may or parte de ellos analfabetos, se
concentraban en las ciudades. Las zonas rurales solían ser territorios sin otro
centro que las haciendas, donde los propietarios actuaban casi como señores
feudales.
El peso demográfico de la población autóctona era enorme en territorios
como México, Centroamérica y la región andina. Estos pueblos autóctonos,
dispersos en lugares remotos, o hacinados en caseríos paupérrimos llamados
« pueblos indios» que rodeaban los centros urbanos, no tenían conciencia de
formar parte de una entidad política nacional de origen cultural europeo, pero
constituían casi toda la fuerza de trabajo y un porcentaje may oritario del censo.
El lazo más estrecho que unía a los pueblos autóctonos con las raíces
culturales europeas era de carácter religioso y no político, dado que el
catolicismo, traducido a las lenguas americanas y mezclado con elementos de las
religiones precolombinas, había fomentado una cierta identidad cristiana (o
mariana, por la Virgen María) que nada o muy poco tenía que ver con los ideales
de las repúblicas liberales que sostenían los criollos ilustrados.
Esta incomunicación esencial y la mal forjada articulación de los nuevos
países dió lugar a la aparición de caudillos y a frecuentes guerras civiles que, a
falta de instituciones, servían para edificar un poder político fundado en la fuerza.
Los valores predominantes en las sociedades que se fueron formando en
medio de la violencia no eran los más propicios para cimentar repúblicas
liberales funcionales. Ni la tolerancia, ni la búsqueda de compromisos, ni el
respeto a la ley eran singularmente apreciados. Se admiraba, en cambio, la
valentía, la audacia, el primitivo vínculo regional y la solidaridad con los amigos.
Los caudillos fomentaban el clientelismo para crear sus zonas de respaldo.
En esa atmósfera, muy poco hospitalaria con las actividades empresariales
serias, el poder político se convirtió en una fuente de enriquecimiento personal
para los gobernantes y sus allegados. Como sucedía durante el mercantilismo,
que nunca desapareció del todo en América Latina, la cercanía al poder les sirvió
y sirve a los empresarios cortesanos para obtener ventajas. Les resulta más
rentable sobornar a los políticos que arriesgarse a competir en el mercado.
Grosso modo, a fines del siglo XIX y durante el primer tercio del XX y a se
alcanzó cierta estabilidad política y fronteriza. Algunas naciones, como
Argentina, parecían encaminarse hacia el desarrollo y la prosperidad crecientes,
pero, simultáneamente, las ideas estatistas y el rechazo a los fundamentos
morales y jurídicos de las repúblicas liberales llegaban con gran fuerza de la
mano de la amplia familia socialista.
Por una parte, desde la Revolución Mexicana de 1910 comenzó a arraigar el
socialismo colectivista que le asignaba al Estado como su primera
responsabilidad la función de distribuir la riqueza de manera supuestamente
equitativa, algo que y a aparece consignado en la Constitución de Querétaro
(México) de 1917. Incluso antes de esa fecha, de la mano de José Baile y
Ordóñez surge en Uruguay una forma benigna y democrática de socialismo,
acaso muy influida en el plano teórico por el fabianismo de los británicos y en el
práctico por la experiencia de la república suiza. Por la otra, el socialismo de
derecha o fascismo, mezclado con el nacionalismo xenófobo, se convierte en una
fuerza importante en países como Brasil (Getulio Vargas) y Argentina (Juan
Domingo Perón).
A la izquierda y a la derecha del espectro político casi todas las fuerzas
dominantes coinciden en el autoritarismo como fórmula de gobierno —
usualmente representado por hombres fuertes—, el populismo para procurar
legitimidad y respaldo social, y en diversas expresiones del colectivismo para
conseguir el desarrollo. Prácticamente ninguna agrupación se atreve a defender
la responsabilidad individual, el acatamiento de la ley, los derechos de propiedad
y el mercado. De acuerdo con la mentalidad latinoamericana, ésas son causas
antiguas, reaccionarias, propias de los viejos regímenes liberales que
desaparecieron con los tiempos revolucionarios.
La palabra clave es precisamente ésa: revolución. Todos los grupos reclaman
el adjetivo revolucionario como sinónimo de justicia, progreso y modernidad. Y
la revolución, generalmente dirigida por personas iluminadas, tocadas por un
componente mesiánico, consiste en el decreto de políticas públicas populistas e
inflacionarias, aparentemente encaminadas a establecer el reino de la justicia y
la equidad. De ahí surge la pasión por las reformas agrarias, los controles de
precios y salarios, y la legislación cargada de « conquistas sociales» que gravan
peligrosamente la capacidad de ahorro de las empresas, comprometiendo su
crecimiento futuro. De ahí surgen, también, las constituciones llenas de
intenciones generosas que se convierten en imposibles obligaciones del Estado: el
supuesto « derecho» a una vivienda digna, a un puesto de trabajo
razonablemente remunerado y a las bondades de la educación, los cuidados
sanitarios y una jubilación suficiente. Prácticamente nadie repara en que todos
esos bienes y servicios irresponsablemente prometidos deben ser sufragados con
excedentes producidos por la sociedad. Nadie se plantea que antes de la
repartición copiosa hay que crear riquezas. Era de mal gusto hacer esa
observación pequeñoburguesa.
Es verdad que los latinoamericanos no son los únicos habitantes de Occidente
que incurren en estos errores, como demuestra la historia de Europa, de donde
proceden en el plano teórico estas equivocaciones, pero es en Latinoamérica
donde se hace más difícil corregir el rumbo, al menos por dos razones
fundamentales: primero, al no haber vivido la experiencia directa del fascismo,
de su auge y de su derrota aplastante, no se experimentó la consecuencia de su
descrédito y eliminación. El nacionalismo, cierta xenofobia y el estatismo,
mezclados con el militarismo, siguieron vivos en América Latina, unas veces
trenzados con una visión revolucionaria de izquierda próxima a los soviéticos,
mientras otras encarnaban en regímenes militaristas de derecha.
La segunda razón que explica la resistencia de esa visión tiene que ver con la
debilidad del clima democrático. Tras le Segunda Guerra Mundial, Europa
occidental pudo desterrar el fascismo y desprenderse de muchas ideas socialistas
colectivistas por medio de instituciones democráticas, la alternancia en el poder y
el libre examen de los problemas nacionales. Por medio de la alternancia en el
poder y de tanteo y error, en elecciones sucesivas se corregían o aliviaban los
conflictos generados por la convivencia y el desarrollo económico. Si una nación
como Inglaterra podía llegar a tener un líder laborista como Tony Blair,
ideológicamente mucho más cerca de Margaret Thatcher que de Clement Atlee,
es porque el continuo debate democrático permitía una sana evolución de las
ideas, fenómeno que no encontraba paralelo en América Latina.
Más aún: incluso las ideas promercado, aparentemente paridas en Occidente
para fortalecer la economía capitalista tras la crisis de entreguerras, como es el
caso del keynesianismo, en América Latina provocaron resultados
contraproducentes. La convicción de que el modo de impulsar el desarrollo y de
evitar la recesión y el desempleo consistía en retocar el presupuesto general del
Estado, con aumentos en el gasto público como instrumento para estimular la
demanda, se convirtió en América Latina en una fuente incontrolable de
inflación, corrupción, clientelismo, ineficiencia y capitalismo de Estado.
Todas las teorías del desarrollo, pues, coincidían en el mismo punto: más
Estado, menos mercado, más dirigismo y un invencible temor a los poderes
extranjeros, supuestamente siempre culpables de los desastres que afligían a los
latinoamericanos. Acerquémonos a ese fenómeno en su expresión más notable:
el antiamericanismo.
EL ANTIAMERICANISMO
Este panorama, sin duda deprimente, quizás explique por qué América Latina es
la región más pobre y conflictiva de Occidente. Si no se entienden las razones por
las que se crea o se destruy e la riqueza, no es de extrañar que la región viva en
medio de la miseria y el desasosiego político.
En general, los latinoamericanos, o una porción considerable de ellos,
mantienen que la función principal del gobierno es repartir las riquezas para
lograr unas sociedades más justas y equitativas. Les han hecho creer, tras
muchas décadas de populismo, que son sociedades pobres que viven en países
ricos en los que algunos se roban o acaparan la riqueza. Casi nadie predica la
necesidad de trabajar responsablemente para crear riqueza en beneficio propio y
de la colectividad.
Simultánea y contradictoriamente, los latinoamericanos suelen tener la peor
opinión de la clase política y del método democrático de gobierno, pues éstos no
les han dado ni la prosperidad ni la estabilidad, y ni siquiera una seguridad
mínima, dado que la región se ha convertido en una de las más peligrosas del
planeta.
Las instituciones republicanas no funcionan. Como regla general, el Poder
Legislativo sufre el may or descrédito, seguido del judicial. Salvo en contados
países, como Chile, Uruguay y Costa Rica, en América Latina es muy difícil
obtener un juicio justo.
En América Latina existe un profundo divorcio entre la sociedad y el Estado,
lo que explica el sorprendente apoy o que obtienen los golpistas cuando toman el
poder por la fuerza o cuando intentan tomarlo. Los latinoamericanos,
sencillamente, no sienten que les han quitado algo que les pertenece o beneficia.
Ese divorcio también implica la existencia de compartimentos estancos entre
las distintas esferas del quehacer ciudadano. Las universidades, en las que apenas
se investiga, generalmente son focos de desorden público, y tienen una mínima
relación con las empresas o con la sociedad que paga el presupuesto de
educación. Gradúan una multitud de profesionales vinculados a las Ciencias
Sociales y a las Humanidades, pero relativamente muy pocos ingenieros o
empresarios.
La filantropía es escasamente practicada por los grupos pudientes. Tampoco
es frecuente la participación voluntaria de la ciudadanía en organizaciones de la
sociedad civil.
En general, la enseñanza pública latinoamericana es un desastre, según se
demuestra en las pruebas internacionales de contraste. Los países
latinoamericanos que participan suelen quedar al final de la lista.
En esta atmósfera, en medio de la may or inseguridad jurídica, donde las
reglas son cambiadas arbitrariamente al antojo de los gobernantes, es muy difícil
el desarrollo de un sistema capitalista eficiente.
En la región se entiende mal que la prosperidad creciente es la consecuencia
del trabajo realizado en empresas que aumentan gradualmente su producción y
su productividad, lo que quiere decir que deben generar beneficios, investigar y
realizar inversiones constantes. Se piensa, erróneamente, que el desarrollo es la
consecuencia de la elección de ciertos « modelos» económicos o que deriva de
la manipulación de las tasas de cambio o los tipos de interés.
Los fracasos periódicos conducen al desencanto con el capitalismo. Esto
refuerza la perniciosa idea de quienes creen en la excentricidad cultural de
América Latina y, en consecuencia, predican el debilitamiento o la ruptura de los
lazos con el Primer Mundo.
Estas creencias, cerradas a la evidencia de que las inversiones extranjeras y
las transferencias de tecnología son parte del éxito de las naciones que han
conseguido desarrollarse en las últimas décadas, dan lugar a un creciente
aislamiento y al empobrecimiento no sólo económico, sino cultural de la región.
A largo plazo, lo que sobrevendrá, lo que y a se observa, es un proceso de
« descivilización» , en la medida en que los latinoamericanos recortan
prácticamente sus vínculos con Occidente. A principios del siglo XX los
latinoamericanos comprendían y podían reproducir todos los elementos clave de
la civilización de entonces: el tren, la electricidad, la telegrafía y, posteriormente,
la radio y la televisión. Hoy, con la carrera espacial, la cibernética, los estudios
sobre el genoma, la nanotecnología y otras veinte disciplinas, cada vez es may or
la distancia intelectual que separa a los latinoamericanos de sus raíces culturales.
Si vivimos en la « civilización o la era del conocimiento» , es posible que se llegue
a un punto en el que América Latina habrá perdido los vasos comunicantes que la
unen al universo del cual procede.
Amén.
Los diez libros que le quitarán la idiotez
Camino de servidumbre
El cero y el infinito
La acción humana
En 1943, en plena guerra, Karl Popper escribió un libro muy importante para el
análisis de los problemas políticos: La sociedad abierta y sus enemigos. Entonces
estaba en Nueva Zelanda, exiliado de su Viena natal. La tesis central de la obra
postula que el origen del totalitarismo radica en la superstición de ciertas
ideologías que parten dé dos falsedades relacionadas: primero, que la historia se
mueve en una cierta dirección de acuerdo con ley es naturales; y, segundo, que
ellos, los ideólogos, conocen esa dirección. A partir de esas certezas, basadas en
el determinismo histórico, se construy e la utopía: dotados de esa tremenda
información, se edifica un mundo maravilloso en el que los seres humanos serán
felices porque el modelo de sociedad se adapta milimétricamente al sentido
natural de la historia. Obviamente, quien se oponga a la construcción de esa
sociedad perfecta, una sociedad cerrada que remite a la tribu, puede ser
considerado un canalla y debe ser extirpado invocando razones morales, como
ha sucedido en todos los Estados totalitarios. Marx era, sin duda, un pensador
cargado de buenas intenciones —Popper lo trata con guantes de seda—, pero su
lectura de la historia y su propuesta, como la de todos los utopistas, conducía a la
opresión.
Popper sitúa el origen de este nefasto determinismo histórico en la obra de
Platón. La República es el primer gran modelo utópico en Occidente y su
influencia gravita hasta nuestros días. Hegel, a caballo de los siglos XVIII y XIX,
y luego Marx, son sus herederos directos. Crey eron que ellos habían descubierto
no sólo ese sentido, sino las claves que explicaban cómo evolucionaba el conjunto
de la humanidad. Crey eron que la historia tenía un sentido. Crey eron que habían
desentrañado las ley es dialécticas, motor de la historia. Pero esta visión
mecanicista resultaba, a todas luces, demasiado esquemática y elemental para
ser cierta. Frente a esa sociedad cerrada que defendían los deterministas, había
otra opción: la sociedad abierta. Quienes creían en las virtudes de la sociedad
abierta no admitían la cientificidad del determinismo histórico. Las personas,
utilizando libremente su racionalidad y su juicio crítico, son las que construy en la
historia, y lo hacen en direcciones imprevistas, con marchas y contramarchas,
porque tampoco es cierto que la humanidad se mueva en una dirección
rectilínea. La salvaguarda de la libertad y del progreso están, precisamente, en
sociedades abiertas en las que las personas deciden con sus acciones el curso de
la historia, porque ni hay sociedades perfectas, ni, por lo tanto, un camino ideal
para alcanzar lo que sólo existe en la imaginación de unos pensadores
trasnochados.
Curiosamente, la gran importancia intelectual de Popper, pese a que La
sociedad abierta y sus enemigos fue su gran éxito editorial, radica en su condición
de filósofo de la ciencia, gran pensador de lo que se llama el « racionalismo
crítico» , y en sus agudas reflexiones en torno a las teorías ciertas o falsas. Sin
embargo, se encuentra una perfecta coherencia entre el Popper filósofo de la
ciencia y el que participa en el gran debate político. La refutación de Popper al
marxismo llegó de la mano de su particular epistemología: el marxismo (o el
freudianismo), nada tenían de científicos. Eran fallidas construcciones
intelectuales basadas en profecías, mitos y ley endas, escritas en un lenguaje
ambiguo y vago que las ponía a salvo de refutaciones. Y si el marxismo o el
psicoanálisis eran acientíficos, también lo eran, necesariamente, las escuelas de
ellos derivados, y muy especialmente el espeso parloteo cobijado en la llamada
Escuela de Frankfurt.
Karl Popper nació en Viena en 1902 y allí vivió treinta y cinco años hasta que
el auge del nazismo, dada su condición de judío, le llevó a emigrar a Nueva
Zelanda y, más tarde, a Inglaterra, donde enseñó durante décadas en la London
School of Economic and Political Science. En realidad, hizo muy bien Popper en
emigrar: prácticamente toda su familia, que permaneció en Austria, fue
exterminada por los nazis. En su primera juventud, Popper fue socialista, y por
un periodo muy breve militó en el Partido Comunista. Tuvo una buena formación
en matemáticas y física, lo que contribuy ó a la redacción de su obra
fundamental: La lógica de la investigación científica. También fue un notable
músico aficionado. Durante su larguísima experiencia académica fue amigo de
Hay ek, aunque no siempre coincidían en el análisis económico ni en el fervor por
el mercado. No obstante, se acercaban en la condena sin paliativos a los dogmas
socialistas. Murió en Londres en 1994.
Capital humano
En 1975 apareció un libro esencial para entender cómo y por qué se desarrollan
los pueblos, más allá del incesante parloteo « antiimperialista» de los idiotas de
todas las latitudes, preferentemente los latinoamericanos. En inglés se titulaba
Human Capital: a Theoretical and Empirical Analysis with Special Reference to
Education. Su autor era Gary Becker, un brillante economista de la Universidad
de Chicago quien, al sumar una visión sociológica a su indagación, agregaba un
componente esencial a la fórmula tradicional de capital, más tierra, más trabajo.
Existía otro factor cualitativo: las características intelectuales y académicas de
quienes realizaban el trabajo: el capital humano. Las sociedades en las que existía
una dosis abundante de capital humano tenían muchas más probabilidades de
desarrollarse.
Los datos que aportaba Becker eran incontrovertibles: en Estados Unidos, pero
probablemente en casi todos los países del mundo, se podía establecer una
clarísima relación entre el nivel de educación y el grado de éxito económico
personal. En su país, los graduados universitarios ganaban en torno a un 50 por
ciento más que los que no habían conquistado el bachillerato o segunda
enseñanza. De la misma manera, la educación continuada y el readiestramiento
de los trabajadores que y a ocupaban un puesto de trabajo solían redundar en un
aumento de la producción y de la productividad, factor que a su vez se reflejaba
en el aumento de los ingresos del trabajador. Al aumentar el capital humano
crecía el bienestar general. Y la única manera que tenían las sociedades
atrasadas de incorporarse a un mundo desarrollado que cada vez dependía más
de una tecnología refinada era si contaba con una masa de ciudadanos capaz de
dominar esos complejos saberes.
Por supuesto, la educación y las destrezas laborales por sí solas no eran la
panacea definitiva. Eran fundamentales los valores familiares, los hábitos y las
costumbres sociales de los seres humanos. Para estudiar el éxito o el fracaso de
las personas (y, por ende, de las sociedades), era necesario entender cómo se
relacionaban las personas. ¿Cómo extrañarse de que estadísticamente podía
comprobarse que los hogares monoparentales regidos por madres solteras con
poca educación eran más propensas a la pobreza y perpetuar esos rasgos de
generación en generación? Por la otra punta, ¿cómo extrañarse de que los hijos
de hogares estructurados, con dos padres educados que trabajaban, tendieran a
ser más prósperos y, a su vez, a transmitir estas ventajas comparativas a sus
descendientes?
No parece haber duda de que hay culturas que albergan valores morales
conducentes al desarrollo y otras que remiten al fracaso a un porcentaje notable
de las personas. Esto es obvio en las sociedades islámicas, en las que las mujeres,
nada menos que la mitad de la especie, son relegadas a un plano de inferioridad
que prácticamente las elimina como creadoras potenciales de riqueza. Algo
parecido se observa en la civilización hindú, donde la estratificación en castas
cerradas hace prácticamente imposible el ascenso individual de aquel que tuvo la
desgracia de nacer en uno de los grupos considerados inferiores. Pero incluso en
Occidente, dentro de la tradición cultural hispana, y luego iberoamericana,
todavía existe un rechazo clasista a las actividades manuales, y hasta cierta
censura al comercio, por tratarse de una profesión a la que no deben dedicarse
los caballeros. No puede olvidarse que no fue hasta la segunda mitad del siglo
XVIII cuando el rey Carlos III emitió un decreto real aboliendo oficialmente el
carácter indigo del trabajo manual.
Gary S. Becker era tal vez la cabeza más notable y reconocida de los
« culturalistas» . Es decir, de esos pensadores y analistas que continuaban la vieja
tradición puesta en boga por el sociólogo y economista Max Weber en su
famosísimo libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, publicado en
1905, en el que el polígrafo alemán trataba de explicar el éxito de ciertas
comunidades del norte de Europa que abrazaron el protestantismo, en contraste
con las que permanecieron en el ámbito católico, como consecuencia de las
actitudes de unos y otros en relación con el éxito personal y la acumulación de
riquezas. Para los protestantes, el triunfo personal, evidenciado por la adquisición
de bienes, lejos de estar reñida con la teología cristiana, era una muestra de la
predilección de Dios. Para los católicos, en cambio, la riqueza, la culpa y el
pecado se trenzaban peligrosamente generando obstáculos a la formación de
capital y al desarrollo.
La lista de los « culturalistas» es y a enorme, y entre algunos de los más
distinguidos pensadores y académicos de esa tendencia se puede mencionar a
figuras como Edward Banfield, acaso el precursor del culturalismo
contemporáneo con su estudio sobre la pobreza en cierta región de Italia, Samuel
Huntington, Lawrence Harrison, el argentino Mariano Grondona, Michael Novak
—quien ha hecho un espléndido estudio sobre la visión católica del capitalismo—,
Francis Fukuy ama (estudioso, tras las huellas de Banfield, del papel de la
confianza y del culto por la verdad en el desarrollo de la prosperidad), Michael
Porter, Ronald Inglehart, Sey mour Martin Lipset, Lucian, W. Py e y, en general,
los autores de un libro singularmente valioso: Culture matters, editado por
Harrison y por Huntington en el año 2000. Dos décadas antes, Lawrence
Harrison había publicado un libro singularmente provocador: El subdesarrollo
está en la mente.
Gary S. Becker nació en Pensilvania en 1930, forma parte desde hace
décadas de la Escuela de Chicago. En 1992 obtuvo el Premio Nobel de
Economía. Mantiene una columna periodística semanal en la que divulga muy
eficazmente su visión de los problemas económicos.
Generalmente, los buenos libros dan lugar a películas y series de televisión, pero
en este caso sucedió al revés. La televisión pública norteamericana (PBS)
contrató al profesor Milton Friedman de la Universidad de Chicago, Premio
Nobel de Economía en 1976, para que en una serie de diez capítulos explicara las
claves del éxito y del fracaso económico. Simultáneamente, los guiones de esa
serie, comenzada a emitirse en 1980, se convirtieron en uno de los may ores
éxitos editoriales obtenidos por este tipo de libro de divulgación de la economía.
La obra se llamó en inglés Free to choose y en español Libertad para elegir. La
firmaba el matrimonio Friedman: Rose y Milton.
El libro y la serie, que comenzaban con una elocuente explicación de cómo
funciona el mercado, exaltaban la libertad para producir y consumir como el
elemento fundamental en la producción de riquezas. Para Friedman, esa libertad
constituía un derecho, y cada vez que el Estado interviene y limita o coarta ese
derecho, lo que consigue es reducir la capacidad productiva de la sociedad.
Como la intención de la obra era esencialmente pedagógica, Friedman utilizó
ejemplos muy atinados para ilustrar sus puntos de vista. En aquel momento,
principios de los ochenta, Hong Kong era la muestra del poder enriquecedor de la
libertad económica, mientras la India, estrictamente regulada por un gobierno
dirigista, podía exhibirse como lo contrario: un Estado fabricante de miseria. Pero
sus reflexiones también abarcaban al mundo estadounidense: según Friedman,
fueron las torpes manipulaciones de la masa monetaria efectuadas por la Federal
Reserve las que provocaron la depresión comenzada en 1929.Y era el Welfare
State el principal responsable de que muchos individuos se acogieran al
paternalismo asistencial en lugar de asumir una actitud responsable ante la vida y
el trabajo.
Al margen de las medidas de gobierno o « políticas públicas» , como se suele
decir en mal castellano, que Friedman critica, hay algo aún más importante que
vale la pena destacar: la defensa del mercado y de la « libertad para elegir»
conlleva un mensaje moral y jurídico. Esa libertad para elegir es o debe ser un
derecho fundamental. El Estado no tiene por qué imponerles a los ciudadanos lo
que éstos pueden o no comprar con su dinero. El estado no debe prohibirles a los
ciudadanos que escojan lo que libremente deseen, incluidos los estupefacientes,
porque esa decisión, fumar marihuana o aspirar cocaína, por estúpida y nociva
que sea, pertenece al ámbito de la ética individual. Existe el derecho del
ciudadano como consumidor, y las normas de gobierno que obstaculicen o
nieguen el ejercicio de ese derecho debe ser denunciado o rechazado.
El mercado, además, de acuerdo con la visión de Friedman, es un
instrumento magnífico para perfeccionar los quehaceres de la sociedad. La
educación pública, por ejemplo, se vería beneficiada si el gobierno introduce los
vouchers. El voucher es un instrumento de pago, dado por el gobierno, con el que
los padres, en lugar de educar a sus hijos en malas escuelas públicas, podrían
inscribirlos en buenas escuelas privadas. Pero hay algo aún más importante que
castigar a las malas escuelas y premiar a las buenas: por medio de los vouchers
se introduciría en el medio educativo un factor de competencia que obliga a
mejorar la calidad de la enseñanza. A Friedman no se le escapa que la
competencia y el mercado generan ganadores y perdedores, pero la búsqueda
de la igualdad le parece terriblemente nociva para el progreso de la especie. El
desarrollo está en la competencia y en el mercado, no en el igualitarismo.
La defensa a ultranza del mercado, del libre comercio y el rechazo a las
medidas de gobierno contraproducentes colocan a Friedman, tanto por la fuerza
de sus razonamientos como por su notoriedad, a la cabeza de la corriente liberal
que muy bien pudiera calificarse como « economicista» . En esa corriente se
inscriben una legión de buenos pensadores y promotores iberoamericanos del
liberalismo del calibre de Alberto Benegas Ly nch (h), Rigoberto Steward, Ian
Vasquez, Carlos Rodríguez Braun, Pedro Schwartz, Andrés Oppenheimer,
Gerardo Bongiovanni, Guillermo Yeatts, Martin Simonetta, Gustavo Lazzari,
Pablo Guido, Manuel Ay au, Armando de la Torre, Jesús Huerta de Soto, Cristián
Larroulet, por sólo mencionar quince nombres entre varios centenares que
merecerían aparecer en la lista.
Milton Friedman, hijo de una familia húngara, nació en 1912, obtuvo su
master en la Universidad de Chicago, donde comenzó a familiarizarse con las
ideas liberales, pese a que su juventud transcurrió bajo el influjo general de las
ideas key nesianas y del New Deal lanzado por F. D. Roosevelt. Terminó sus
estudios doctorales en Columbia University en 1946, y a partir de ese año y
durante las tres décadas siguientes trabajó en la Universidad de Chicago,
convirtiéndose en el centro intelectual de lo que se ha dado en llamar la « Escuela
de Chicago» , un núcleo de pensadores y académicos partidarios de la libertad
económica y de limitar el peso del gobierno es este ámbito. Sus grandes trabajos
científicos se relacionan con el control de la inflación y la masa monetaria (por
ello lo sitúan entre los « monetaristas» ). Sus adversarios han tratado de
desacreditarlo por la influencia de sus ideas en la dictadura de Augusto Pinochet,
y por el hecho de que en 1975 dictó en Chile unas conferencias que
contribuy eron a reconducir la economía del país en la dirección del mercado y
la reducción de las interferencias gubernamentales, pero ocultan que algo similar
hizo en China comunista, ay udando a la apertura del país al inspirar una reforma
que ha sacado de la miseria a 300 millones de personas.
El conocimiento inútil
« He leído este libro de Revel —escribió Mario Vargas Llosa— con una
fascinación que hace tiempo no sentía por novela o ensay o alguno […] No todo
debe estar perdido para las sociedades abiertas cuando en ellas hay todavía
intelectuales capaces de pensar y escribir libros como éste de Jean-François
Revel» .
Publicado en 1988, El conocimiento inútil se inicia con una frase que es a la
vez una alarmante comprobación y una de las grandes paradojas de nuestro
tiempo: « La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira» .
Paradoja, en efecto, porque nunca, como hoy, el conocimiento dispuso de tantos,
profusos y rápidos medios de información capaces de llevarlo a todos los
confines de la opinión pública. Sin embargo, Revel demuestra que sobre la simple
lectura de la realidad o de los elementos de juicio que suministra el
conocimiento, se interponen distorsiones ideológicas para eludir la evidencia,
cuando ésta contradice sus creencias, preferencias o simpatías. En otras palabras,
la necesidad de creer es más fuerte que la necesidad de saber.
La primera fuente de creencias erróneas, según Revel, es la ideología. O las
ideologías, cualquiera que sea su signo, porque son construcciones teóricas a
priori que buscan, ante todo, retener sólo los hechos favorables a las tesis que
sostienen y omiten los que las contradicen. Todo ideólogo, en efecto, cree y
consigue hacer creer que tiene un sistema explicativo global fundado sobre
pruebas objetivas. A esta dispensa intelectual se suma una dispensa práctica
porque les impide a sus fracasos todo valor de refutación. La tercera, aún más
peligrosa, es la dispensa moral, pues deroga las nociones del bien y del mal al
justificar cualquier medio en busca de un fin. Purgas, fusilamientos, destierros,
gulags y muchas otras formas de terror fueron convertidas por la ideología
comunista en necesidades del proceso revolucionario. Lo que es un crimen para
el ciudadano común, no lo era —y no lo es aún— para quien comulga con esta
ideología.
Revel demuestra en su libro que la política está aún impregnada de mitos y
mentiras por cuenta de estas fabricaciones teóricas. La propia palabra izquierda
—dice— es una mentira. « Al principio designaba a los defensores de la libertad,
del derecho, de la felicidad y de la paz. Hoy es ostentada por la may oría de
regímenes despóticos, represivos e imperialistas, en los cuales todos los que no
pertenecen a la clase dirigente viven en la pobreza o en la miseria. A despecho de
esta situación, se conserva por costumbre la idea de que la izquierda […] es una
frágil, débil y minúscula llama de justicia, resistiendo ante el apagavelas de una
derecha gigantesca, omnipresente y omnipotente» .
La actualidad que revisten éste y otros cuantos textos de Revel es la de
mostrarnos cómo se intenta dar vida de nuevo a la utopía socialista y las nuevas
formas que adopta hoy un pensamiento todavía impregnado de los desechos
ideológicos del marxismo. Nada escapa a su análisis: la mentira tercermundista,
el antiimperialismo o antiamericanismo, el anticapitalismo, la teoría de la
dependencia, el procastrismo y su última variante, el populismo y el indigenismo
que resurgen en América Latina, todo ello con eco en una izquierda cultural
europea convencida de estar todavía a la vanguardia en el campo de las ideas. El
conocimiento inútil refuta los últimos subterfugios de los que ella se vale. Por
ejemplo, el de hablar de una vuelta de la derecha —o peor, de la extrema
derecha— con motivo del éxito obtenido por el liberalismo económico en
diversas latitudes del mundo. « Es un puro eslogan polémico —afirma—. El
neoliberalismo no procede de una batalla ideológica ni de un complot
preconcebido, sino de una banal e involuntaria comprobación de los hechos: el
fracaso de las economías de mandato, la nocividad latente del exceso de
dirigismo y los callejones sin salida, reconocidos, del Estado-providencia» .
El miedo al liberalismo y el rechazo a la globalización son para Revel
maneras de esquivar realidades, al tiempo que los viejos dogmas se mantienen
en un discurso reiterativo de la antigua izquierda radical. De él extrae siempre
Revel un risueño catálogo de infundios en expresiones tales como « los países
ricos son cada vez más ricos y los pobres más pobres» , « cada día hay más
miseria en el Tercer Mundo» , « pillaje de las materias primas» , « intercambio
desigual» , « las compañías multinacionales manejan en su provecho los recursos
mundiales» , « el Fondo Monetario Internacional es culpable del hambre en el
Tercer Mundo» , etc. A estos lugares comunes, que acompañan al regreso del
idiota en nuestros parajes, el libro del pensador francés les opone la realidad, que
con frecuencia los invalida. El suy o es esencialmente un necesario trabajo de
demolición en ésta y otras obras de su autoría.
Jean-François Revel nació en Marsella en 1924 y murió el 26 de abril de 2006
cerca de París. Filósofo, escritor, periodista, miembro de la Academia francesa,
fue a lo largo de su vida un combativo Radio Television Luxembourg polemista en
defensa de sus ideas liberales y en contra de cualquier forma de totalitarismo.
Antes de darse a conocer con su primer libro, Porquois des Philosophes?, fue
profesor en Argelia, en la Ciudad de México y en Florencia. Como periodista, fue
redactor de la revista France Observateur, director de L’Express, columnista de
Le Point y comentarista en la radio Europa I. Cercano amigo de los liberales
latinoamericanos y españoles, participó en numerosos foros organizados por
ellos. Además de El Conocimiento inútil y Ni Marx ni Jesús, fue autor, entre otras,
de La tentación totalitaria, El renacimiento democrático, La gran mascarada, La
obsesión antiamericana, El ladrón en la casa vacía (Memorias), El monje y el
filósofo.
La rebelión de Atlas