Ranulph Fiennes - Capitán Scott
Ranulph Fiennes - Capitán Scott
Ranulph Fiennes - Capitán Scott
— oOo —
Introducción
En mi experiencia, la prueba de
fuego de la convivencia entre
hombres que han compartido un viaje
tan largo y espinoso llega tras el
regreso, cuando pueden por fin
alejarse los unos de los otros. La
noche después del regreso de los tres
hombres a sus camarotes en el
Discovery, el oficial Gerald Doorly
del buque de apoyo pasó junto a los
camarotes de Scott y Shackleton y
oyó un comentario amistoso del
capitán. «Oye, Shackles... ¿Te
apetecen unas sardinas con pan
tostado?» El tono no parece indicar
un distanciamiento entre ambos
hombres y menos una agria disputa.
Cuando Scott envió a
Shackleton de regreso a casa, los
setenta tripulantes del Discovery se
dedicaron a cotillear y a
intercambiar rumores —práctica
habitual en las expediciones— para
averiguar qué había pasado en
realidad. Los expedicionarios que se
quedaban a bordo para pasar el
siguiente invierno también redactaron
cartas para sus seres queridos,
aprovechando que el buque de apoyo
se las podría llevar. En años
recientes, los biógrafos de Scott han
escudriñado aquellas cartas y diarios
(incluidas cincuenta y seis epístolas
del lenguaraz Charles Royds), en
busca de alguna mención de un
conflicto entre el capitán y
Shackleton. Sin embargo, hasta el
momento no ha surgido ni una
referencia que confirme aquella
historia.
Otro mito que alentó —o
inventó— el rencoroso Armitage,
diez años después de la expedición,
fue su «recuerdo» de que Wilson le
había confiado que había «hablado
claro con Scott» durante el viaje al
sur, respecto al trato que empleaba el
capitán con Shackleton. En el año
1933, el escritor George Seaver citó
unos documentos que le había
mostrado la viuda de Wilson antes de
destruirlos, en las que Edward
Wilson mencionaba la misma frase:
«Hablé claro con Scott». Algunos
biógrafos del capitán han
interpretado que a pesar de la falta
de pruebas documentales, esta cita
ambigua de Wilson confirma que el
médico le recriminó a Scott el trato
que daba a Shackleton. No hay nada
que confirme la veracidad de esa
acusación, pero por culpa de aquel
mito, existe la noción de que Scott
trataba mal a Shackleton y que
Wilson se lo echó en cara.
No podemos confirmar que
Wilson «hablara claro» con Scott por
culpa de Shackleton y la
conversación pudo deberse a algo tan
sencillo como los deseos del médico
de detenerse para esbozar el paisaje,
la obligación de salir de la tienda
para orinar en vez de hacerlo dentro
en una lata, los turnos de cocina, o
incluso diferencias religiosas. No
hay una sola referencia en los
completos diarios de Wilson ni en
ningún otro documento a un incidente
que justificara ese «hablar claro».
Sin embargo, generaciones de
historiadores polares han decidido
que el relato de Seaver demuestra el
papel de pacificador jugado por
Wilson e indica que el médico
criticaba a Scott por algún incidente
ocurrido con Shackleton. Es posible
que decidiera advertir a Scott de las
consecuencias de su mal genio y su
impaciencia, pero no existe ninguna
prueba y sólo podemos especular al
respecto.
Por otra parte, no hace falta
especular sobre lo que opinaba
Wilson de Scott, ya que su diario y
sus cartas lo dejaban claro. «El
capitán y yo hemos hablado largo y
tendido de todos los temas
imaginables —escribió el 23 de
enero—, y no cabe duda de que es un
conversador de lo más ameno,
cuando se suelta.» En una carta
enviada por Wilson a la madre de
Scott tras el regreso al Discovery,
Wilson reveló sus experiencias con
el capitán: «Naturalmente, durante
esos tres meses pasamos mucho
tiempo juntos. Estoy convencido de
que confirmará mis palabras si digo
que llegamos a conocernos a fondo y
que nos unía una amistad más sincera
tras el regreso que antes del viaje. El
aguantó las inclemencias de la
travesía mejor que yo y que
Shackleton; en realidad, diría que es
tan fuerte como el que más y resiste
cualquier cantidad de agotamiento y
exposición a las inclemencias del
tiempo».
El 25 de enero, con ropa
harapienta, rostros en carne viva,
encías hinchadas por el escorbuto y
un hambre voraz, divisaron la
fumarola del volcán Erebus. Aún se
encontraba a cien millas, pero
marcaba la posición de Hut Point. Al
cabo de nueve días, Skelton y
Bernacchi salieron a su encuentro en
la orilla de la barrera helada. «El
buque de apoyo Morning había
llegado una semana antes —escribió
Wilson el 3 de febrero—. Por lo
general las noticias eran buenas, pero
el Discovery seguía atrapado por
más de ocho millas de hielo. Sin
embargo, aquello no nos preocupó en
exceso... Cuando vimos el barco
engalanado con las banderas y la
tripulación entera subida en la jarcia,
dándonos la bienvenida con sus
vítores mientras subíamos a bordo...
Llegó el momento de bañarnos y de
quitarnos la ropa que llevábamos
puesta desde el 2 de noviembre del
año pasado. Por último, disfrutamos
de una opípara cena.»
Según contó Skelton, en la cena
de bienvenida sonaron brindis en
honor de todo el mundo. El propio
Skelton propuso un brindis por todos
los que habían fallecido sirviendo al
progreso de la ciencia, incluidos los
perros. Shackleton no asistió a la
cena y él mismo explicó los motivos:
«Cuando llegamos a bordo, fui
directo a la cama tras darme un buen
baño... El primero en noventa y
cuatro días. No estaba en las mejores
condiciones. Es muy agradable estar
de vuelta, pero el viaje ha sido toda
una experiencia».
»Habíamos recorrido una
enorme planicie nevada con una
suerte variable —escribió Scott—, y
habíamos recorrido un total de 960
millas terrestres, cosechando algunos
éxitos y algunos fracasos.» Esta
modesta síntesis resumía la primera
incursión importante en el continente
desconocido de la Antártida.
Mi nombramiento fue
independiente del de Scott, aunque
por supuesto él estaba al mando. De
ser posible, debían desembarcarme
con un refugio y con equipo
suficiente para sobrevivir durante
dos años, con ocho hombres —
incluido uno de los médicos— y un
equipo de perros. No debía
limitarse en absoluto mi capacidad
de realizar viajes en trineo. No
debía haber más de cincuenta libras
al año de diferencia entre mi sueldo
y el de Scott, debían empezar a
pagarme cuando dejara mi barco de
la P amp;O y seguir pagándome
hasta que me uniera a la tripulación
de otro barco.
Con la única excepción del
monto del salario, ninguna de estas
condiciones se cumplieron. No me
empezaron a pagar hasta dos
semanas después de dejar mi barco,
pero dejaron de pagarme al final
del mes en el que llegamos a
Inglaterra, aunque pasé nueve
meses más antes de embarcarme de
nuevo. Cuando llegamos a la base
en la Antártida, Scott me rogó que
me olvidara de las demás
condiciones, aunque todas eran
completamente viables. Argumentó
que mis condiciones inutilizarían
sus propios planes y que no podía
pasar sin mí. Por supuesto, accedí a
quedarme con el resto del grupo.
La llegada al campamento
tampoco ofrecía un gran solaz, tal
como explica Scott: «En este clima
no hay que permanecer inmóvil, sino
mantenerse activo en todo momento
hasta que podemos entrar al exiguo
refugio que ofrece la delgada tienda
de campaña».
Lo único que iluminaba el
lóbrego interior era una vela colgada
de un palo de la tienda, pero
cualquier gesto imprudente lo podía
hacer saltar por los aires. Mientras el
cocinero preparaba la cena, los
demás expedicionarios se cambiaban
el calzado: se quitaban las botas
finnesko empapadas y los calcetines
acartonados con el hielo y se ponían
los calcetines de noche, que habían
guardado en un bolsillo de la camisa.
Era habitual que alguien gritara de
dolor al sufrir un calambre, dando
una patada que podía pasar
peligrosamente cerca del hornillo.
La respuesta de Shackleton
tardó quince días en llegar, ya que la
envió primero a Wilson, que se había
convertido en el intermediario entre
ambos, y le pidió su opinión. «Creo
que deberías renunciar a utilizar la
base de McMurdo —respondió
Wilson—. Coincido con Scott en que
él tiene derecho a utilizarla antes que
nadie.» Se intercambiaron varias
cartas y, por fin, parecían haber
llegado a un acuerdo aceptable para
todas las partes. Shackleton había
seguido con sus preparativos y había
empezado a contratar a los miembros
de su equipo, pero aseguró a Scott
que no había tenido el menor indicio
de los planes del capitán antes de
recibir su carta. También atestiguó su
intención de llevar a cabo una
expedición lejos de la zona
reclamada por Scott, en el estrecho
de McMurdo. A continuación, en una
carta enviada el 8 de marzo,
Shackleton informó a Clements
Markham de las condiciones
acordadas:
Enero 1908
Se publica en Le Monde
parisino la noticia de las pruebas
de Scott con trineos motorizados en
Lauteret, Francia.
Septiembre 1908
Marzo 1909
Scott ve la noticia de que
Shackleton no ha alcanzado el polo,
por poco.
Sept. 1909
Fuera o no la intención de
Oates, el informe debía servir para
convencer a Scott y a los demás
miembros del equipo de que los
ponis eran una porquería. Así Oates
se protegería si a pesar de todos sus
esfuerzos, fallaban en la Antártida.
Sin embargo, comprobó para su
disgusto que Scott seguía expresando
una «gran satisfacción» respecto a
los ponis. Oates sentía que Scott
había desoído su opinión, aunque no
está muy claro exactamente qué
quería conseguir con sus consejos, ya
que a estas alturas no era posible
rechazar a los ponis y pedir otros. El
único otro punto en el que insistió
Oates fue el de mejorar la calidad y
la cantidad del forraje y es evidente
que en esa cuestión, Scott accedió a
sus deseos sin rechistar.
Cuando Scott logró aplacar a
Oates, por lo menos de momento,
empezaron a surgir problemas en otra
parte. Durante los ajetreados tres
últimos días antes de zarpar de
Lyttelton, el obispo de Christchurch
logró encontrar un hueco en la
cubierta para bendecir el barco. Los
hombres de la Armada se pusieron
sus mejores galas, que por lo general
tenían guardadas con naftalina. Todo
marchaba viento en popa hasta que
Taff Evans, que se había permitido
una última juerga en tierra, cayó a las
aguas del puerto, borracho. En otra
versión del incidente relatada por
Wilfred Bruce a Cherry-Garrard,
Taff Evans se acercaba al barco en
plena borrachera justo cuando
llegaba el obispo y el teniente de
navio Evans le echó al mar. Taff era
un veterano del primer viaje al sur de
Scott, además de ser uno de los
hombres con más experiencia de
todos los expedicionarios, así que el
hecho de haberse tomado unas copas
de más, en la última oportunidad de
la que dispondría durante al menos
dos años, no ameritaba el despido de
la expedición. Sin embargo, el
concepto de la disciplina naval era
uno de los pilares básicos de la
aventura y Scott debía dar la
impresión de castigar al imponente
suboficial gales. Le envió de regreso
a casa, después de reprenderle por
haber dejado en evidencia a toda la
expedición. Teddy Evans, a quien no
le caía bien su tocayo, expresó su
satisfacción. Cuando zarpó de
Lyttelton, el barco tuvo que recalar
en Port Chalmers para embarcar más
carbón y el gales se las ingenió para
permanecer a bordo durante ese
corto trayecto. Cuando llegaron, rogó
a Scott que recapacitara su decisión
de echarle. El capitán no era un
tirano y tendía a aplicar el sentido
común, más que un cumplimiento
estricto de todas las normas; accedió
a perdonar al arrepentido suboficial,
que además era el principal experto
en desplazamientos con trineo. Sin
embargo, el perdón concedido
provocó un conflicto con Teddy
Evans, que opinaba que la
reincorporación de su tocayo sería
pésima para la disciplina a bordo.
Teddy Evans confió a algunos
compañeros que pensaba presentar la
dimisión si no llegaba a un acuerdo
claro con Scott. Según Bowers, los
problemas empeoraron por culpa de
los celos y las envidias de las
esposas, que aguijoneaban a sus
maridos para que establecieran su
autoridad y superioridad. Bowers,
Oates y Atkinson decidieron que
ellos también renunciarían en
solidaridad si Teddy Evans
presentaba su dimisión y preguntaron
a Cherry-Garrard si estaba dispuesto
a unirse a ellos. El muchacho se
negó, con la opinión de que la
marcha de Teddy Evans no sería una
tragedia para la expedición. «Evans
siempre me ha caído mal —escribió
—, desde el primer instante.»
Cherry-Garrard opinaba que el
derroche de buen humor de Teddy
Evans ocultaba una personalidad
superficial, «que carece de la
complejidad de Scott y del altruismo
reflexivo de Wilson».
Los diarios de Scott no
mencionan un conato de motín ni una
amenaza de dimisión, aunque se
refieren a las «vagas y descabelladas
quejas» de Teddy Evans. Los diarios
de Evans no mencionan el incidente,
cuya existencia sólo conocemos por
las anotaciones realizadas por el
joven Cherry-Garrard, que también
contó que el caso se cerró cuando
Scott retó a Teddy Evans a que
actuara y «Evans cedió».
Hay varios diarios que hablan
de un ambiente tenso entre Hilda
Evans y Kathleen Scott, que según
Bowers se debía a los celos mutuos.
Bowers admiraba mucho la «belleza
desbocada» de Hilda Evans, en
cambio Kathleen le había pedido
cuentas sobre algún detalle de su
gestión de las provisiones. «No le
cae bien a nadie de la expedición —
escribió—, y el silencio incómodo
que reina cada vez que ella llega es
la única nota discordante de esta
aventura. Es un secreto a voces que
la que manda ahora mismo es ella y
que su palabra es la ley... a través
del armador. A nadie le caen bien los
intrigantes y ella lo es sin duda
alguna... Todos sentimos que cuanto
antes zarpemos, mejor.»
En algún momento de los
últimos días en Port Chalmers,
mientras Hilda y Kathleen se
disponían a despedirse de sus
maridos, ambas mujeres se
enzarzaron en una disputa. A Oates le
llegó el relato de la discusión
resultante y a su vez lo narró en una
carta: «Querida madre, la señora
Scott y la señora Evans han
protagonizado una tremenda batalla,
que según me cuentan, ha terminado
en empate tras quince asaltos. La
señora Wilson se ha unido a la pelea
tras el décimo asalto y volaban más
pelos y sangre por la habitación del
hotel que en un matadero de Chicago
durante un mes. A los maridos les
han llegado las secuelas y el
ambiente se ha enfriado de forma
notable. Espero que no lleven la
enemistad consigo cuando lleguemos
al refugio, aunque a mí no me
afectará mucho si lo hacen».
Aunque con tintas algo
cargadas, la versión de Oates resume
el incidente a la perfección. Scott y
Kathleen pudieron escaparse para
dar un último paseo por las colinas y
el día antes de zarpar, recogieron a
Teddy Evans y se dirigieron juntos al
barco. El mismo día de la salida, el
29 de noviembre de 1910, Kathleen
lanzó una última pulla en su diario:
«Los berrinches de Evans echaron a
perder el día —escribió—. Me contó
un montón de mentiras y palabrería».
Bowers parecía disfrutar del mal
ambiente que reinaba entre las
damas: «Espero que no se sepa nunca
lo cerca que estuvo el Terra Nova en
aquellas últimas horas de no zarpar».
Kathleen no quiso dar un beso
de despedida a su marido, para que
«los demás no le vieran triste». La
señora Evans amenazaba desde el
puente con padecer un ataque de
nervios, aunque al final no pasó
nada. Kathleen se la llevó junto con
Oriana Wilson a tomar una taza de té
en la popa, «y todas charlamos
animadamente». «Sentía una
profunda aflicción en el corazón —
confesó Teddy Evans—, pero al
igual que todos los demás, me
concentré en las labores del barco y
en seguir al capitán Scott hasta el
final. Temamos trabajo que hacer y
la tripulación agradeció las órdenes
que les mantenían ocupados y les
permitían ocultar sus sentimientos.
En momentos así existe una terrible
sensación de soledad, para todos los
que se han presentado voluntarios
para el servicio en el polo Sur.»
Scott envió sus últimas cartas a
casa, entre ellas una para su joven
sobrina:
Si tuvieras un telescopio
enorme, capaz de ver a través de la
tierra bajo tus pies, nos verías a la
tía Kathleen y a mí en el extremo
opuesto... Los perros ladran mucho
y aquellos que no los conocen
tratan de no acercarse demasiado,
por si les sueltan una dentellada.
Sin embargo, hubo una niña de la
misma edad de Phoebe, que se
acercó al perro más fiero de todos y
se abrazó a su cuello... Y al perro no
le importó en absoluto. Cuando seas
mayor, comprenderás que hay
muchos animales, y muchas
personas, que son como ese perro.
Nos disponemos a zarpar y
mientras tú estés disfrutando del
banquete de Navidad, puedes
imaginarte al Terra Nova entre las
masas de hielo... Hay icebergs más
grandes que la Casa de la Moneda,
incluso que la Torre de Londres y el
mar está lleno de focas y
pingüinos... Pensaré en ti durante
todas las navidades, esperando que
te lo estés pasando muy bien y que
no te hayas olvidado de mí,
Tu tío que te quiere, Con.
El 29 de noviembre, el Terra
Nova zarpó de Port Chalmers con
una tripulación inquieta, por culpa de
la carga excesiva y la lentitud del
avance. Muchos rezaron porque el
tiempo se mantuviera estable, por lo
menos hasta que hubieran avanzado
lo suficiente para consumir una buena
cantidad de peso en combustible.
Llegaran o no los rezos a su
destinatario, nadie confiaba mucho
en aquella región notoria por sus
temporales.
No todos estaban preocupados.
El gato Nigger, que había aprendido
a subirse por los cabos y a hacer
cabriolas, era el niño mimado del
barco. Sus admiradores incluso le
habían fabricado una hamaca
especial con cojines, en la que
pasaba la mayor parte del día. Un
año más tarde cayó al mar en mitad
del océano y toda la tripulación se
movilizó para enviar un bote
salvavidas, que rescató al gato
empapado. Mientras, en Nueva
Zelanda, los diputados y sus esposas
estaban tan fascinados por los
sucesivos relatos de Scott y de
Shackleton que empezaron a hablar
de visitar ellos mismos la Antártida.
La agencia de viajes Thomas Cook &
Sons incluso anunció que enviaría un
barco lleno de turistas al mar de
Ross, el verano siguiente. (A día de
hoy, aún no lo ha enviado.)
En cuanto a Kathleen Scott,
Oriana Wilson y las familias de Taff
Evans, Titus Oates y Birdie Bowers,
jamás volverían a ver a sus hombres.
12
El desastre acecha,
1911
El 1 de diciembre de 1910,
menos de veinticuatro horas después
de zarpar de Port Chalmers, Wilson
expresaba sus preocupaciones sobre
el tiempo: «¿Qué nos traería esta
caída tan brusca del barómetro? —
escribió más adelante—. Lo único
que no queríamos era un temporal
fuerte, pero no se hizo esperar y nos
sacudió de lleno». Todos a bordo del
Terra Nova, empezando por Scott y
Teddy Evans, comprendían el peligro
que corrían por haber cargado tanto
el barco. Sin embargo, no hubo
recriminaciones porque todos sabían
que no tenían otra opción. «Quien no
se arriesga, no gana —comentó
Bowers—. Si no había fondos
suficientes para equipar otro barco,
estábamos obligados a sobrecargar
el que teníamos, o a sufrir peores
consecuencias en el sur.»También
conocían el doble peligro que les
deparaba el barco, que por una parte
tenía tendencia a hacer agua,
mientras que por otra las bombas de
sentina, que eran vitales para vaciar
el agua que se acumulara, tendían a
taponarse con los residuos grasientos
del carbón. Los intentos realizados
en Cardiff, Ciudad del Cabo y
Lyttelton de reparar las pérdidas y de
modificar las bombas habían fallado,
así que no tenían más remedio que
arreglárselas.
Cherry-Garrard comprobó el
barómetro el 1 de diciembre: «Me
invade la angustia con sólo verlo»,
escribió. Vertieron aceite por la
borda, siguiendo el método
tradicional para amainar el mar que
sacudía el barco, pero fue inútil y las
olas no tardaron en empezar a barrer
la cubierta. Los ponis se caían y los
perros encadenados flotaban de un
lado a otro, a la merced de las olas.
«Soplaba un temporal en toda regla
—escribió Ponting el 1 de diciembre
—, y el viento aullaba entre la jarcia,
mientras las olas enormes se
precipitaban con furia sobre
nosotros. El barco cabeceaba y se
balanceaba con violencia; el mar
pasó toda la noche sacudiéndonos
con fuerza a barlovento y
descargando toneladas de agua por
minuto encima de nosotros.»
Todas las escotillas estaban
cerradas, pero el temporal no
amainaba y el barco se llenaba
inexorablemente de agua. El viernes
2 de diciembre, Lashly pasó horas
con el agua al cuello, tratando de
desatascar las válvulas de las
bombas de sentina, pero el nivel del
agua llegó a una altura en el que ya
no pudo seguir trabajando y las
bombas se atascaron de inmediato.
Trataron de utilizar la bomba
secundaria pero ésta tampoco tardó
mucho en atascarse. Una marea de
agua inmunda bañaba la sala de
máquinas y las calderas. El estruendo
del temporal, las nubes de vapor y el
rugir del agua generaban un ambiente
dantesco. En la cubierta, se
rompieron los amarres de algunos
sacos de carbón que se convirtieron
en misiles y a base de golpes,
soltaron unos cuantos bidones de
gasolina. Los pesados bidones eran
un peligro para cualquier persona o
animal que se interpusiera en su
camino. Se rompió la cadena que
sujetaba a uno de los perros y una ola
se lo llevó por la borda en cuestión
de segundos. Otro perro cayó al mar,
pero la cadena resistió y el siguiente
golpe de mar lo devolvió a bordo.
«Me temo que la situación no
pinta nada bien —comentó el capitán
Scott a Bowers, mientras
supervisaba el amarre de los bidones
—. ¿Tú qué opinas?» Bowers le
respondió con su optimismo habitual,
pero no tardó en romperse el
pasamanos de sotavento, entre la
regala y una pesada caja que contenía
uno de los trineos. Scott tuvo que
impedir a Bowers que saliera a tratar
de recuperar los bidones de gasolina,
diciéndole que el riesgo no merecía
la pena.
En la sala de máquinas, el agua
subía tanto que los maquinistas
temían una implosión de vapor y se
vieron obligados a apagar la caldera
y los motores. Sólo les podían salvar
las bombas manuales, pero ya habían
tratado de utilizarlas sin mucho éxito
y Scott dividió a los hombres en dos
turnos, balde en mano. «Parece una
idea muy primitiva —escribió
Debenham—, esta de achicar el agua
con un balde.» «Nos vimos
obligados a utilizar un sistema
inaudito para un barco de 750
toneladas —comentó su compatriota
australiano, el geólogo Griffith
Taylor—, ¡achicar con baldes!»
Scott sabía que la principal
bomba de mano era la clave de su
salvación. El, Teddy Evans, el
oficial de cubierta Víctor Campbell y
el primer oficial Harry Pennell
trazaron un plan para alcanzar la
bomba principal, abriéndose paso a
través de una escotilla de acero en un
mamparo. Por fin lo lograron y
Teddy Evans se abrió paso entre el
agua grasienta de la sentina, debajo
de la bomba junto con el pequeño
Bowers. Tras muchas horas de
trabajo, entre ambos lograron sacar
suficientes baldes de los residuos
grasientos de carbón y la bomba
empezó a funcionar de nuevo.
En un momento del temporal,
Pennell vio a Scott «en las batayolas
de popa, con el verde del mar hasta
la cintura». «Anoche murió ahogado
un perro —escribió Scott—. De vez
en cuando el fuerte oleaje se llevaba
alguno y sólo le salvaba su cadena.
Meares y algunos hombres más se
tuvieron que dedicar a salvar a los
pobres animales de morir
ahorcados.» Evans se encontró a
Oates cuidando de los ponis sin
ayuda alguna, ya que los rusos
estaban inutilizados por culpa del
mareo. «Estaba levantando a los
pobres ponis con sus propias manos,
para ayudarles a ponerse de pie cada
vez que el oleaje los lanzaba a
sotavento —explicó Evans—. El no
daba muestras de padecer molestia
alguna, aunque debía de tener las
manos y los pies completamente
congelados.» «Pasé toda la noche
empapado —escribió Oates—. Un
pony se cayó hasta ocho veces y dos
fallecieron. Uno cayó y se rompió
una pata y a otro le tiró la ola con
tanta violencia que ya no pudo
levantarse.» Por azares del destino,
los dos ponis fallecidos se llamaban
[1]
Davy y Jones.
Cuando los esfuerzos de Evans,
Bowers y los maquinistas lograron
poner en funcionamiento la bomba
manual, hubo una progresiva mejora
de la situación: cayó el nivel del
agua y al cabo de algún tiempo,
pudieron encender de nuevo las
calderas. El sábado al mediodía la
pesadilla había finalizado. Scott,
Oates y otros lograron sacar los
cuerpos de los ponis fallecidos por
la escotilla del castillo de proa y los
echaron por la borda. Scott colmó de
alabanzas a los marineros, cuyos
colchones, enseres y aposentos
estaban empapados. No tenían luz ni
aire fresco y les llovían
constantemente los orines de las
cuadras. «No han pronunciado ni una
palabra de protesta; los hombres que
viven en aquellos aposentos han
tratado de sobrellevar la
incomodidad como han podido, pero
sin pronunciar ni una queja.»
A los científicos y los oficiales
les había ido un poco mejor, pero sus
libretas, diarios y enseres personales
también flotaban en el agua que había
inundado sus camarotes. «El mismo
Scott se puso a trabajar como los
mejores —escribió Teddy Evans—,
y aguantó como el que más. Nadie
olvidará esa imagen: todos hartos...
todos mugrientos.» Tardaron
semanas en quitarse del todo los
residuos grasientos del pelo.
A pesar de haber perdido un
perro, dos ponis, parte del carbón y
algunos bidones de gasolina, el barco
había sobrevivido y se había
generado un gran respeto entre los
hombres. Teddy Evans, Bowers,
Oates, Meares, y los maquinistas
habían demostrado su capacidad de
aguante y nadie había dado señales
de escurrir el bulto, lo cual reflejaba
el buen tino de Scott al seleccionar a
sus tripulantes. No hubo en los
diarios ni una palabra de crítica
hacia el jefe, o el «armador», como
habían empezado a llamarle
afectuosamente los hombres; ni
siquiera en el de Oates.
«El capitán Scott estuvo
magnífico —escribió Bowers, que
tan crítico se había mostrado con
Kathleen Scott una semana antes—.
Parecía que estaba en una navegación
de placer y dicho sea en honor suyo y
de Teddy Evans, los hombres más
terrestres no sospecharon ni en el
momento más desesperado la
verdadera dimensión del peligro...
Doy fe de que es uno de los mejores
y de que se estuvo a la altura de
nuestras tradiciones más nobles,
incluso en momentos en los que él
mismo se debía enfrentar a un
panorama de lo más negro y
desolador.»
Tras el temporal, el Terra Nova
siguió rumbo al sur a vela y vapor.
El 5 de diciembre los hombres le
tomaron el pelo a Gran por haber
avistado un «iceberg» que resultó ser
el bufido de una ballena. Sin
embargo, el Terra Nova se topó con
los límites del hielo flotante más al
norte de lo esperado, probablemente
porque Scott había planeado una
fecha de llegada mucho más
temprana que el Discovery o el
Nimrod; la masa de hielo no había
empezado aún a dispersarse y las
preocupaciones de Scott sobre un
posible retraso se volvieron
irrelevantes. Ahora dependían por
completo de los caprichos del hielo
marino y no había forma de saber
cuánto tardarían en llegar hasta el
mar de Ross. El Discovery sólo
había tardado cuatro días, pero otros
barcos se habían quedado atrapados
en el hielo durante doce meses o
más.
La mejor forma de avanzar un
poco consistía en mantener los
motores a toda máquina veinticuatro
horas al día, para empujar los
témpanos sin cesar y buscar siempre
su punto más flaco. Sin embargo,
para hacerlo les habría hecho falta
más carbón del que llevaban y sólo
podían recurrir a la paciencia. Scott
era famoso por su impaciencia y
estaba desesperado por llegar al
estrecho de McMurdo, a fin de
instalar la base y llevar los depósitos
de provisiones antes del mes de
marzo, cuando ya no podrían viajar
más.
El barco no tardó en quedar
atrapado entre los témpanos y la
mayoría de los tripulantes se
alegraron de poder disfrutar de un
merecido descanso, de secar su ropa
empapada al sol y de estar en una
situación insólita. El desalinizador
del barco no daba el abasto para
mantener a más de sesenta hombres
sedientos, junto con otros tantos
animales, así que el contramaestre
salió con un equipo de marineros
joviales, para recoger bloques de
hielo viejo de los témpanos, que ya
hubieran perdido toda la sal.
A sus veintiún años y recién
salido de la universidad, Cherry-
Garrard era uno de los miembros
más jóvenes de la expedición.
Empezó junto a Wilson el
aprendizaje de su nueva profesión,
de asistente de taxidermista,
despellejando pingüinos cazados en
los témpanos aledaños. «Jamás había
conocido nada tan emocionante como
esta vida —declaró con entusiasmo
—. La novedad, el interés, el color,
la fauna y el compañerismo.» No es
probable que los pingüinos
apreciaran tanto a Cherry-Garrard
como el aprendiz de zoólogo a ellos.
El y Wilson habían diseñado un
novedoso sistema para matarlos. «El
doctor Wilson utilizaba el sistema de
la médula —explicó Debenham—. El
sistema consistía en introducir un
pincho por la parte trasera de la
cabeza y perforar el cerebro. Para
matar un pingüino con métodos
tradicionales pueden hacer falta hasta
veinte disparos, pero éstos quedaban
inmóviles en menos de veinte
segundos.»
Teddy Evans y Harry Pennell
tomaban turnos en lo alto de la cofa,
buscando señales de fragilidad o
ruptura en los témpanos y dando
indicaciones al timonel con un
megáfono. De nuevo empezaron los
juegos y las bromas en la sala de
oficiales, con una participación
destacada y escandalosa de Oates y
Wilson. Gran decidió aprovechar la
oportunidad para empezar con su
misión de convertir a los
expedicionarios en expertos
esquiadores. Los témpanos llanos
ofrecían una buena superficie de
aprendizaje y Gran se esmeró como
instructor. Oates y su amigo Edward
Atkinson, médico de la Armada, se
quitaron la camisa, se pusieron unas
gafas protectoras y recorrieron el
témpano a toda velocidad, aunque no
parecía preocuparles mucho la
técnica. Sin embargo, los demás
expedicionarios no mostraban mucho
interés en «aquellos tablones». Gran
había sido instructor de esquí de la
reina de Noruega, pero aquello debió
de ser fácil en comparación con el
desafío de enseñar a cincuenta
ingleses ignorantes y torpes que se
dirigían a la conquista del polo.
Meares y Gerof enjaezaron un equipo
de perros a uno de los trineos y
salieron a dar una vuelta, animados
por los vítores de los marineros, la
mayoría de los cuales jamás habían
visto un trineo en marcha y menos
uno tirado por perros.
Teddy Evans no logró que el
barco superara una velocidad de un
nudo a toda máquina y tras consultar
con Scott, decidió conservar el
carbón y apagar las máquinas.
Expresó su frustración en su diario el
13 de diciembre, tras cinco días de
marcha a vela: «El Terra Nova
parece un caracol atravesando un
campo lleno de galletas, que alguien
ha desparramado por la superficie
del mar. Nuestra paciencia está al
límite. Hemos empezado a comer
estofados de pingüino, para
conservar las provisiones... Wilson
ha encontrado una nueva especie de
solitaria de pingüinos, con la cabeza
en forma de hélice. ¡Han bautizado a
la lombriz con el nombre de uno de
los expedicionarios! Ya nos quedan
menos de 300 toneladas de carbón...
no tenía no idea de que el capitán
Scott fuera capaz de tanta paciencia;
pone buena cara pase lo que pase,
aunque sé que está decepcionado por
la poca potencia del Terra Nova.»
«Para Scott, cualquier retraso
era intolerable», escribió Cherry-
Garrard, años más tarde. Estoy
convencido de que su apreciación fue
certera y que Scott debía estar
haciendo verdaderos esfuerzos para
ocultar su impaciencia, que veía
como su peor defecto. Sin embargo,
el diario ofrecía una vía de salida
para sus frustraciones, tal como
vemos en el siguiente pasaje,
redactado hacia el final de las tres
semanas angustiosas que pasaron
entre los témpanos:
Se me ocurren pocas cosas tan
desesperantes como las largas
horas desperdiciadas en la espera.
Es doloroso comprobar que
consumimos toneladas de carbón
para avanzar distancias irrisorias...
La experiencia es pésima para los
ponis y para los humanos... Es fácil
imaginar cuántas veces y con qué
ansia subimos a la cofa, para
inspeccionar el panorama.
1— Scott—Wilson—Oates—
Taff Evans
2— Teddy Evans—Lashly—
Wright—Atkinson
3— Bowers—Cherry-Garrard
—Crean—Keohane
Si Scott albergaba alguna
ilusión de que la tortura de la nieve
pesada y el avance lento terminarían
cuando pisaran el hielo del glaciar,
sus esperanzas de desvanecieron
enseguida. El extraordinario
temporal había cubierto con un manto
de nieve húmeda el hielo azul del
que disfrutó Shackleton. La
experiencia de los hombres de Scott
se asemejó más a la pesadilla de
recorrer un campo enlodado, o de
escalar una duna de arena fina. En
vez de necesitar crampones para no
resbalar en el hielo, los hombres se
hundían hasta las rodillas con cada
paso y resoplaban de cansancio. En
vez de oír el silbido metálico de los
patines sobre la superficie helada, se
enfrentaban al silencio plúmbeo de
unos trineos que se resistían a
avanzar y que se hundían hasta los
travesaños con cada metro de
avance. Estas pésimas condiciones
para el avance coincidieron con el
momento en el que más pesaban los
trineos, que además abultaban tanto
que a menudo volcaban.
«No habríamos podido avanzar
ni una milla a pie sin los esquís»,
comentó Wilson. «Lo peor era
ponerse en marcha —añadió Cherry-
Garrard—; había que dar por lo
menos quince tirones violentos para
lograr que se moviera el trineo.» En
una ocasión, sólo lograron avanzar
media milla tras nueve horas de
frustrante trabajo, durante las cuales
tuvieron que volcar los trineos en
varias ocasiones para quitar el hielo
acumulado en los patines metálicos.
«Jamás había visto que un trineo se
hundiera tanto —escribió Bowers—.
Nunca había tirado con tanta fuerza,
ni había castigado tanto mi pecho y
mi espalda, con los constantes
empellones en el arnés de cuero que
rodea mi pobre estómago.»
Bañados en sudor, los hombres
se quitaron las prendas protectoras y
se quedaron en ropa interior. Las
gafas protectoras se empañaban y
tuvieron que quitárselas, aunque a
muchos les llevó a padecer la agonía
de la ceguera temporal provocada
por la nieve. «Tras hervir y
aprovechar las hojas de té en dos
ocasiones —explicó Cherry-Garrard
—, en vez de tirarlas, las utilizamos
para aliviar el dolor en unas
compresas para los ojos.» «Además
de enfrentarme al trabajo más
agotador de mi vida —escribió a su
vez Bowers—, he padecido dolores
infernales en los ojos... Fabriqué
unas compresas para aliviarlos, con
un pequeño agujero en el centro que
me permitía ver la punta de mis
esquís, pero las gafas protectoras se
empañaban constantemente con el
sudor y mis ojos no dejaban de
llorar. Durante la marcha no es
posible secarse las lágrimas, ya que
ambas manos están ocupadas con los
bastones y además, la carga era tan
pesada que si uno de los hombres
aflojaba el ritmo, el trineo se detenía
en seco.»
Los rayos ultravioletas del sol
reflejados en la nieve no sólo
dañaban sus córneas, sino que
quemaban cualquier superficie de
piel que dejaran expuesta. Los
hombres tenían los labios agrietados
y las caras repletas de costras y
ampollas.
Scott no sólo comprobaba el
paso de los días del verano polar
para evaluar el avance de la
expedición, sino para controlar la
cuenta atrás hacia una muerte segura
o un éxito ajustado. El mejor punto
de comparación para que el capitán
estudiara las posibilidades de su
expedición era el registro del
progreso de Shackleton,
proporcionado por Frank Wild, que
estuvo en ambas expediciones y
escribió completos diarios de viaje.
Los depósitos de Scott en la Gran
Barrera ya estaban instalados, pero
si quería regresar al refugio a tiempo
para evitar las condiciones asesinas
del invierno, tendría que alcanzar el
ritmo de avance de Shackleton.
Afortunadamente, Scott poseía
una característica que le diferenciaba
de la mayoría: era capaz de forzar
los confines de su propia resistencia
y de lograr que sus hombres también
rindieran más allá de los límites
habituales. Esta era una cualidad que
también tenían Shackleton y Peary,
así como Livingstone o Colón. Según
Cherry-Garrard, Scott tenía «un
arrojo fenomenal». El capitán
impulsó a sus hombres a seguir sin
descanso durante once o doce horas
diarias. A sus casi cuarenta y tres
años de edad, era uno de los
expedicionarios más viejos pero su
energía parecía ser inagotable. Se
irritaba ante cualquier retraso y se
mostraba impaciente con los
miembros del equipo que no fueran
capaces de seguir el ritmo.
Durante mis años de
expediciones al Ártico y a la
Antártida, he comprobado que los
mejores individuos para una
expedición en la que hay que
competir contra el reloj (por culpa
de la corta temporada estival) son
aquellos que tienen el instinto
competitivo más desarrollado. El
hecho de competir entre trineos, hora
tras hora, día tras día, puede
provocar brotes de hostilidad entre
los expedicionarios, pero se trata de
un precio menor cuando se compara
con la posibilidad de lograr el éxito.
Cuanto más avance una expedición
por día, menos tarda en alcanzar su
objetivo. El mayor esfuerzo supone
un gasto adicional de calorías, pero
éste se compensa al pasar menos
tiempo alejados de la base. Al
reducir el número de días previsto
para cualquier viaje, se puede
reducir también la cantidad de
comida necesaria, aligerar así los
trineos y acelerar el paso del viaje.
A fin de cuentas, la clave del éxito
de estos viajes siempre radica en la
velocidad y el mejor método para
avanzar más rápido consiste en
fomentar la rivalidad competitiva
entre los expedicionarios.
Sin embargo, también es posible
excederse con el ritmo y el esfuerzo
realizado. En una superficie de hielo
duro y liso, un hombre puede avanzar
unas dos millas por hora tirando de
un trineo, pero con nieve blanda o
hielo en mal estado la distancia
recorrida puede reducirse a media
milla por día. A veces lo mejor es
mantener un ritmo lento pero
constante, sin detenerse para
descansar o realizando las paradas
mínimas e imprescindibles. En
cambio, al enfrentarse a un campo de
grietas en condiciones de buena
visibilidad, es mejor forzar el ritmo
para llegar a terreno seguro antes de
que caiga un banco de niebla.
Por lo menos dos de los
expedicionarios que acompañaban a
Scott eran, como él, competidores
natos que odiaban perder: Bowers y,
a veces, Teddy Evans. A medida que
los tres equipos con sus respectivos
trineos ascendían un metro tras otro
por el glaciar Beardmore, con sus
cincuenta kilómetros de ancho y
2.700 metros de altitud, se
enzarzaban en una carrera de
resistencia y de fuerza de voluntad.
El primer equipo que empezó a
rezagarse y a obligar a Scott a
detenerse para esperar fue el de
Teddy Evans. «El equipo de Evans
no podía mantener el ritmo —
escribió Scott—, y Wilson me contó
que según Atkinson, Wright lo está
pasando mal y Lashly estaba lejos de
su mejor estado de forma.» Aquella
noche, en la tienda, Scott preguntó a
Teddy Evans qué fallaba en su
equipo. Evans respondió que él y sus
hombres llevaban cuatrocientas
millas más que los demás, tirando de
sus propios trineos y que llevaban
cinco semanas más en marcha que los
conductores de ponis, con las mismas
raciones. Scott lo sabía y entendía
los argumentos de su subalterno, así
que se ofreció a llevar parte de la
carga de su trineo, sin embargo,
Evans era un hombre orgulloso y
rechazó la oferta.
En una carta escrita en el cabo
Evans tras una salida extenuante con
los trineos, Scott había comentado a
su esposa que había aguantado el
tipo. Debía sentir un gran orgullo y
cierto alivio de que diez años
después del Discovery y a pesar de
los muchos meses que había pasado
embarcado y sentado detrás de un
escritorio, aún podía defenderse
frente a individuos más jóvenes y
más fuertes. Es fácil adoptar una
posición crítica y censuradora, para
declarar que las exigencias de Scott
conducían a sus hombres hasta el
agotamiento. Los críticos que así
opinen supondrán que disponía de
otra opción razonable. Sin embargo,
si hubiera avanzado a un ritmo menor
se habría enfrentado al fracaso, aun
contando con condiciones favorables
en el viaje de regreso.
Bowers era el expedicionario
más enérgico con el trineo y
disfrutaba de la competencia con
Scott. «El capitán Scott estaba en
vena y no había quien le detuviera —
escribió Bowers—. Mis gafas no
dejaban de empañarse con los
bufidos de mi aliento y teníamos
cada vez más calor con la ropa
protectora... Las condiciones eran
muy incómodas. Por fin se detuvo y
comprobamos que habíamos
recorrido catorce millas y tres
cuartos. Entonces nos propuso que
llegáramos hasta las quince para
celebrar la Navidad y no tuvimos el
menor problema en seguir
avanzando... Siempre es mejor
progresar con ganas que marchar a
paso lento y con dificultades.» En
otra ocasión, las anotaciones de
Bowers reflejan el placer que obtuvo
de superar al capitán. «Scott
avanzaba a marchas forzadas, como
era habitual, pero aun así logramos
alcanzarle con brío. A Scott le costó
aceptar que su equipo se resentía más
que nosotros del peso de su carga...
Por supuesto que no era necesario
competir, pero lo hacíamos de todos
modos y si me encontrara en la
misma situación, lo haría de nuevo.»
Y en una carta a su madre, Bowers
escribió lo siguiente: «Al tirar de los
trineos en condiciones adversas,
llegas a conocer el fondo de las
personas. Sale a relucir el carácter
de la gente y a veces ves cosas
inesperadas. Llegas a conocer a tus
compañeros al dedillo y en algunos
casos los respetas más, aunque
desafortunadamente, en otros casos
les pierdes el respeto. Mi opinión
respecto al capitán es cada vez
mejor... pero no puedo decir lo
mismo de Teddy Evans».
En las mismas fechas, hubo un
par de expedicionarios que también
empezaron a mostrarse críticos en
sus diarios sobre el rendimiento de
Teddy Evans. «Wright quería lanzar
a Teddy Evans al fondo de una grieta
—escribió Cherry-Garrard el 14 de
diciembre—. Cuando tiramos los
bidones de aceite no los oímos tocar
fondo. Es una lástima que no lo
hiciera.»
Cuando pasaron el paralelo 84,
sólo les faltaban 360 millas de
camino.
Sin embargo, Roald Amundsen
y sus cinco compañeros alcanzaron
el polo ese mismo día, con una
temperatura suave de —2oC.
Permanecieron ahí durante tres días
para cerciorarse de la ubicación
exacta del polo, ya que suponían que
los ingleses les pisaban los talones.
«Scott no tardará en llegar —dijo
Amundsen a sus hombres—. Si
conozco a los británicos, una vez se
hayan puesto en marcha no se
detendrán hasta cumplir con su
objetivo, a menos que se lo impida
alguna fuerza mayor. Son demasiado
fuertes y testarudos para rendirse.»
Cabe preguntarse si Scott habría
cejado en sus intentos, de haberse
enterado entonces de que los
noruegos habían alcanzado ya el
polo. Jamás lo sabremos con certeza,
pero rendirse habría sido un craso
error, ya que aún cabía la
posibilidad de que Amundsen
sufriera algún percance durante el
viaje de regreso.
Muchos años más tarde,
exploradores de todo el mundo
ávidos de enfrentarse a grandes
desafíos han recalcado que mientras
Amundsen fue el primero en alcanzar
el polo en trineos tirados por perros,
Scott fue el primero en hacerlo por
su propio pie. Cuando una
expedición estadounidense erigió una
estación científica en el polo, le puso
el nombre de Amundsen Scott South
Pole Station, en honor de dos grandes
hazañas, muy diferentes entre sí.
El 17 de diciembre, Scott seguía
avanzando a buen ritmo e instaló un
depósito de víveres a la mitad del
ascenso del glaciar. Se había
apartado de la ruta trazada por
Shackleton, al alejarse del abrigo de
los acantilados. El capitán estaba
convencido de que el hielo en cada
lado era más irregular que en la parte
central del glaciar. Los hombres de
Scott avanzaban en paralelo a los
imponentes parapetos del
Cloudmaker, una grandiosa montaña
que solía estar rodeada de las nubes
de su propio macroclima. Los
expedicionarios se enfrentaron a una
oleada tras otra de crestas o
cordones en el hielo; tiraban con
fuerza de sus trineos para ascender
por una cara y descendían a toda
velocidad por la otra, entre las
fauces de las enormes grietas que les
rodeaban. Es probable que se
alegraran de no haber llevado a los
perros.
Otro temporal de nieve detuvo
la marcha, pero afortunadamente la
interrupción no duró mucho y la
superficie del hielo seguía estando
dura, aunque en algunos tramos era
tan frágil que no resistía el peso de
sus botas. Los hombres sufrían
violentas sacudidas cuando se
rompía la fina capa superior y sus
pies sacudían con fuerza el hielo más
duro, a unos veinte centímetros. Los
crampones diseñados por Taf Evans
habían dado buen resultado y les
ayudaron a recortar distancias con
Shackleton, que a pesar de su
ausencia actuaba como liebre. Cada
noche, Scott se dedicaba a comparar
la distancia recorrida y el tiempo
invertido con los datos del diario que
Frank Wild le había prestado, con el
permiso de Shackleton, para ese
mismo cometido.
Uno de los reproches más
habituales que han vertido los
críticos de Scott, es que el capitán se
encerraba en su tienda cada noche de
forma obsesiva, para comparar su
progreso con el de «su antiguo
enemigo, Shackleton». Esta versión
de los motivos de Scott para
comparar su avance con el del
irlandés se complementa con el mito,
que en mi opinión es infundado, de la
enemistad entre ambos hombres.
«Por supuesto que disponíamos de
las cartas, de los diarios y de la
experiencia de Shackleton como guía
—comentó Teddy Evans—.
Hablábamos a menudo del viaje de
Shackleton y nos asombrábamos ante
su impresionante progreso. Nosotros
dispusimos en todo momento de
raciones completas de comida, de las
que Shackleton carecía a estas
alturas.» Es comprensible que los
expedicionarios realizaran estas
comparaciones. Amundsen expresó
su enorme alegría y anotó en
mayúsculas la palabra
PLUSMARCA en su diario, el día en
que superó el punto más meridional
alcanzado por Shackleton, mientras
que el mismo irlandés no dejó de
comparar su progreso con su punto
de referencia: el viaje al sur de enero
de 1902, con Scott y Wilson.
«Hemos logrado alcanzar esta latitud
en mucho menos tiempo que el que
necesitamos durante la larga marcha
con el capitán Scott», anotó
Shackleton en su diario.
En los días posteriores al 17 de
diciembre, el grupo de Scott logró
recorrer un día trece millas y al
siguiente, veintitrés. Empezaron a
acortar las distancias. «Nos duelen
mucho los labios —comentó Scott, a
unos 600 metros sobre el nivel del
mar—. Los cubrimos con una
compresa de seda fina... Padecemos
mucha sed mientras avanzamos y
consumimos pequeños bloques de
hielo, además de beber grandes
cantidades de agua cada vez que nos
detenemos.» El grupo seguía
avanzando por el centro del glaciar y
Charles Wright anotó en su diario
que en una ocasión, Scott había
comentado que alguien tendría que
ser el primero en precipitarse a una
de las enormes grietas y que, poco
después, el mismo Scott había sido el
primero en hacerlo.
A pesar de la necesidad de
acortar distancias con Shackleton y
de no perder ni un minuto, Scott tenía
que completar un programa
científico, a diferencia de Amundsen.
Cada vez que la visibilidad lo
permitía, debían medir y esbozar el
glaciar. «Teddy Evans y Bowers —
escribió en una ocasión Scott— están
ocupados midiendo ángulos; llevan
todo el día haciéndolo y al final,
dispondremos de datos suficientes
para realizar una carta muy
completa.» Cuando llegaron a los
1.750 metros de altura, empezaron a
vislumbrar la masa de la meseta.
Cherry-Garrard comentó que en esta
sección, el hielo parecía estar
sometido a una presión formidable y
que el glaciar Mili era amplio y con
numerosas grietas. «También parece
haber una serie de cascadas de hielo
entre la isla Buckley y la cordillera
Dominion —escribió Cherry-Garrard
—, y mañana, Scott tiene intención
de dirigirse al centro de la
cordillera.»
Los hombres sentían cada vez
más alivio ante la ausencia de
huellas de los noruegos, ya que
suponían que Amundsen habría
elegido la ruta del glaciar
Beardmore. El 20 de diciembre, a
casi dos mil metros de altitud,
cruzaron el paralelo 85 con sólo tres
días de retraso respecto a
Shackleton. Había llegado el
momento de seleccionar al primer
grupo que emprendería el camino de
regreso; no era tarea fácil, ya que
nadie demostraba muchas ganas de
regresar. «Odiaba tener que elegir
entre ellos —escribió Scott—. No
hay tarea más difícil que ésa.» A
trescientas millas de distancia hasta
el polo, Scott aún disponía de un
equipo completo y ninguno de sus
hombres daba señales de heridas o
lesiones.
Algunos críticos han sugerido
que para aquel entonces, Oates había
empezado ya a cojear por culpa de
una vieja herida de la guerra de los
Bóers. No existe evidencia alguna
que confirme esta teoría, pero una
anotación en su diario no presagiaba
nada bueno: «Mis pies me están
dando muchos problemas. No han
dejado de estar mojados desde que
partimos de Hut Point, y ahora la
caminata con crampones por la dura
superficie del hielo los ha hecho
trizas. Sin embargo, no soy el que
peor los tiene de todo el grupo, ni de
lejos».
Scott no reveló sus intenciones
a nadie hasta el último instante.
Según las memorias de Cherry-
Garrard, escritas muchos años más
tarde, el capitán había informado a
Wilson que se debatía entre Cherry-
Garrard y Oates, pero que en
igualdad de condiciones, prefería
llevar al más veterano. Scott sabía
que muchos exploradores polares
habían logrado sus hazañas más
impresionantes a una edad madura.
El primero en alcanzar el polo Norte,
el almirante Peary, tenía cincuenta y
dos años cuando lo logró, aunque
viajaba con un trineo tirado por
perros. Sir Vivían Fuchs, director de
la primera expedición que atravesó
toda la Antártida, lo logró a los
cincuenta años de edad, aunque
completó su viaje en la cabina de un
vehículo, y el mismo Scott tenía
cuarenta y tres años. Cherry-Garrard
sufrió una desilusión al oír la noticia
de que tendría que regresar a la base.
No la esperaba y disfrutaba de la
experiencia de tirar de los trineos.
Después de asimilar la noticia, quiso
hablarlo con Scott. «Le dije que
esperaba no haber hecho nada para
disgustarle —escribió Cherry-
Garrard—, pero me cogió del brazo
y exclamó que de ningún modo. Si es
así, debo aceptarlo. Me confesó que
cuando estábamos en la base del
glaciar, ni siquiera él estaba muy
seguro de poder seguir avanzando.
No sé qué le pasa, pero le duele un
pie y además creo que tiene
indigestión.»
El siguiente en quedar
eliminado fue Charles Wright, otro
de los expedicionarios más jóvenes.
Unos días antes, Wilson había oído
de su compañero médico Atkinson
que Wright «lo estaba pasando mal»
y se lo había comentado a Scott.
Durante las primeras jornadas con
los trineos, en el cabo Evans, Scott
había escrito sobre la buena
impresión que le causó el joven
expedicionario: «Wright es uno de
los grandes éxitos. Es muy
concienzudo y está dispuesto a todo.
Al igual que Bowers, se ha adaptado
a los trineos como todo un experto y
aunque no ha tenido que enfrentarse a
pruebas muy duras, creo que será
capaz de aguantar las condiciones
más adversas. Nada parece
molestarle y no da la impresión de
haberse quejado de nada en toda su
vida».
Cuando Wright se enteró de que
tendría que regresar, se enfureció.
Estaban convencido de que tanto él
como Cherry-Garrard estaba en
mucha mejor forma que el líder de su
equipo, Teddy Evans. Escribió en su
diario que Scott había sido engañado
por su subalterno, que sólo tiraba con
fuerza del trineo cuando alguien le
observaba. Wright estaba furioso.
Es evidente que si Scott hubiera
querido asegurarse de que Teddy
Evans no llegara al polo, tal como
actualmente han sugerido algunos
críticos, habría aprovechado esta
ocasión para enviarle de regreso a la
base. Sin embargo, tanto Wright
como Cherry-Garrard daban la
impresión de estar más débiles que
Evans y ambos se abstuvieron de
acusar al jefe de su equipo de
holgazanería, a pesar de su
convencimiento de que Evans no
estaba poniendo suficiente de su
parte.
Scott se percató de la profunda
desilusión que había sufrido Wright y
trató de consolar al canadiense,
informándole que sería el navegador
principal del viaje de regreso al
cabo Evans. Por otra parte, Wright
había anotado el día anterior que
Atkinson ya no aguantaría mucho
más. Es posible que Scott también lo
hubiera notado, o quizá al ser
Atkinson médico, el capitán opinó
que su presencia sería más útil en el
cabo Evans. En cualquier caso,
Atkinson fue otro de los elegidos
para regresar a la base y, al parecer,
la noticia le causó cierto alivio. El
médico había albergado la esperanza
de que su amigo Oates les
acompañara en el viaje de regreso.
«Oates sabía que estaba agotado —
anotó Atkinson en su diario—. Se le
veía en la cara y en su manera de
caminar.» Es posible que el médico
se lo imaginara y es evidente que en
aquel momento, Oates opinaba otra
cosa.
El cuarto y último
expedicionario seleccionado para
dejar el grupo fue Patsy Keohane, el
corpulento suboficial irlandés de
Cork, que se tomó la decisión con
filosofía y sólo lamentó tener que
despedirse de su amigo Crean.
El 21 de diciembre de 1911
instalaron el último depósito antes de
enfrentarse al altiplano, en la parte
más alta del glaciar, reorganizaron
los grupos y redistribuyeron la carga
de los trineos. Scott tenía una idea
más clara respecto a la fecha
probable de su regreso, de modo que
informó a Atkinson de las nuevas
órdenes para los equipos de perros.
Es probable que Scott ya se hubiera
enterado de los planes de Meares de
partir con el Terra Nova, dejando a
Gerof como el único conductor
experto de perros. Ordenó a Atkinson
que más adelante llevara a los perros
hacia el sur, para reunirse con el
equipo que regresara del polo.
«Tuvimos una larga charla con
el armador en su tienda —escribió
Cherry-Garrard la última noche—.
Parecía preocuparle un poco que nos
desviáramos del camino, pero le
aseguramos que contábamos con un
navegador de primera... Nos expresó
su más sincero agradecimiento por
nuestra gran contribución al viaje y
dijo que sentía vernos partir.»
Al no haber visto señales de
Amundsen en el glaciar, Wright anotó
en su diario que todos estaban muy
optimistas respecto a sus
posibilidades de alcanzar el polo
antes que los noruegos. También
comentó que todos parecían estar en
buena forma y que nadie presentaba
síntomas de escorbuto. Los cuatro
expedicionarios emprendieron el
camino de regreso, desde una altitud
de 2.500 metros sobre el nivel del
mar y a 283 millas de distancia del
polo Sur.
15
La bandera negra
En febrero de 1911, al
establecerse la expedición por
primera vez en el cabo Evans, Scott
había enviado en el barco a Víctor
Campbell y a cinco hombres, a que
exploraran otra zona. Tras el
encuentro fortuito con los noruegos
en la bahía de las Ballenas y el
regreso al estrecho de McMurdo, el
barco les había desembarcado en el
cabo Adare. Diez meses más tarde,
en diciembre de 1911, el Terra Nova
les recogió de nuevo y los
desembarcó en otro punto de la
costa, para que siguieran con sus
estudios geológicos. Esperaban que
el barco les recogiera en cuestión de
un par de meses. Después del
desembarco de Campbell y los
suyos, el Terra Nova trató de recoger
a otro grupo de geólogos en la orilla
occidental del estrecho de McMurdo.
El hielo marino impidió el encuentro
y el grupo en cuestión, formado por
Taylor, Debenham, Gran y Forde,
tuvo que dirigirse por tierra hacia el
cabo Evans.
A finales de febrero de 1912, el
Terra Nova recogió a un Teddy
Evans gravemente enfermo en Hut
Point, junto con ocho hombres del
cabo Evans que preferían dejar la
expedición en vez de pasar otro
invierno en la Antártida. Asimismo,
el Terra Nova desembarcó ocho
muías y algunos perros que había
encargado Scott para un segundo
intento de alcanzar el polo, por si
resultaba ser necesario. Los hombres
que abandonaron la expedición
fueron George Simpson, Herbert
Ponting, Griffith Taylor, Raymond
Priestley, el maquinista Bernard Day,
Robert Forde, el cocinero Thomas
Clissold, Omelchenko y Cecil
Meares.
Los críticos de Scott suelen
alegar que Meares se despidió de la
expedición un año antes de lo
previsto porque se sentía ofendido
por el capitán, que le había obligado
a llegar hasta el glaciar con sus
perros, más allá de lo acordado
inicialmente. Sin embargo, todos los
documentos indican que Meares tuvo
que regresar a Inglaterra para
ocuparse de los asuntos de su amado
padre, que había fallecido de forma
inesperada.
A su regreso al cabo Evans del
Beardmore, junto a Cherry-Garrard,
Wright y Keohane, Atkinson tenía la
intención de volver al sur el 20 de
febrero con Gerof y sus perros, para
ayudar a Scott. Sin embargo el 19 de
febrero, tras la llegada de Crean,
Atkinson tuvo que recurrir a los
perros para ir a buscar al moribundo
Teddy Evans. Atkinson era el único
médico presente y decidió
permanecer junto a Evans.
Al igual que un oficial del
ejército dando instrucciones a sus
hombres antes de una misión,
cualquier jefe de expedición sensato
contará con la posibilidad de
cambiar sus planes originales, para
adaptarse a los cambios de
circunstancias. Scott dio sobradas
muestras de su flexibilidad; a medida
que avanzaba la expedición polar y
algunas etapas sucedían más lentas o
rápidas de lo esperado, el capitán
actualizaba sus instrucciones a los
sucesivos grupos que regresaban a la
base. Sin duda, esperaba que los
equipos con perros obedecerían las
últimas órdenes emitidas, junto con
Teddy Evans. Estas instrucciones,
entregadas a Atkinson sin
contratiempos por Teddy Evans,
indicaban que los perros debían
llegar hasta los 82° o los 83° sur
bajo las órdenes de Meares o de
Atkinson, más allá del depósito del
monte Hooper. De haberse llevado a
cabo estas órdenes nítidas y sensatas,
el grupo de Scott se habría podido
reunir con los perros a principios o
mediados de marzo, a los pies del
monte Hooper.
Tras la marcha de Meares, el
doctor Atkinson se concentró en
tratar de salvar a Teddy Evans y lo
logró. La tarea de llevar a los perros
a reunirse con Scott en la Gran
Barrera recayó sobre Charles
Wright, que tenía experiencia como
conductor de perros y era un buen
navegante. Sin embargo, Simpson
insistió en que al ausentarse él de la
expedición, Wright debía ocuparse
del complejo programa
meteorológico de la expedición. El
único otro candidato disponible para
acompañar a Gerof para reunirse con
Scott en la Gran Barrera era Cherry-
Garrard, cuya habilidad como
conductor de perros y navegador era
limitada. Desgraciadamente, ninguno
de los expedicionarios en el cabo
Evans se imaginaba cuánto estaba
afectando el frío la marcha de Scott y
los suyos.
¿Debieron haber reaccionado
ante el mal estado de Teddy Evans,
tal como sugirió más adelante Gran,
y haber organizado una misión de
rescate? Atkinson conocía bien los
síntomas del escorbuto. Comprobó
que ni Lashly ni Crean mostraban
síntoma alguno y sabía que al igual
que Scott, ellos habían consumido
más carne de foca que Evans. Era
evidente que Teddy Evans era un
caso único de escorbuto, debido al
esfuerzo adicional que había
realizado con su trineo antes del
viaje polar.
Si querían utilizar activamente a
los perros en plena Gran Barrera,
necesitarían víveres adicionales en
el Depósito de Una Tonelada. Scott
había encargado originalmente a
Meares que reabasteciera el
depósito, pero al regresar al cabo
Evans más tarde de lo esperado y al
zarpar después en el Terra Nova,
Meares no había cumplido la misión.
El 25 de febrero de 1912, Cherry-
Garrard y Gerof salieron de Hut
Point con una carga completa de
comida para perros, víveres
suficientes para ellos durante
veintisiete días y para el equipo de
Scott durante otras dos semanas.
El Terra Nova tenía que zarpar
de la Antártida a principios de
marzo. Tras varios intentos, el hielo
marino no le permitió recoger al
pequeño grupo de Campbell, que se
vería obligado a sobrevivir en una
cueva de hielo durante un año,
alimentándose de carne de foca. En
la isla de Ross, once hombres bajo
las órdenes del nuevo jefe, Atkinson,
esperaban ansiosos el regreso de la
Gran Barrera de Cherry-Garrard,
Gerof y los hombres de Scott. Según
todos los datos de los que disponían,
Scott aún seguía el calendario
previsto de 144 días. Si el grupo de
Scott, que había salido de Shambles
Camp el 19 de febrero, lograba
mantener un promedio de trece millas
por día (menos de lo alcanzado en
las alturas de la meseta) durante las
240 millas que les separaba del
Depósito de Una Tonelada, se
reunirían ahí con Cherry-Garrard
entre el 3 y el 10 de marzo.
Efectivamente el presidente de
la Royal Geographical Society, lord
Curzon, solicitó una investigación
para limpiar el nombre del fallecido
Scott, que nunca se llevó a cabo. Sin
embargo, los críticos del capitán
Scott han realizado sus propias
investigaciones desde entonces,
muchas de las cuales se basan en
rumores infundados que empezaron a
circular en febrero de 1913. Estos
bulos incluyeron la historia de que a
Oates se le cayeron los pies antes de
fallecer, que hubo que arrastrar a un
Taff Evans enloquecido en el trineo
durante muchas millas, o que sesenta
y un miembros del equipo habían
fallecido.
Uno de los mitos, que me
engañó durante dos años, fue el de la
última galleta de Scott. En el año
2000 salió a subasta una colección
de objetos de interés relacionados
con Scott y el Antarctic Heritage
Trust me pidió que echara una mano
con las ofertas, para evitar que los
objetos salieran del Reino Unido. El
objeto más barato en el catálogo de
la subasta era «una galleta hallada en
la tienda de campaña de Scott», así
que decidí pujar por ella por
teléfono. La subasta se convirtió en
una locura, con ofertas de todo el
mundo, y la galleta acabó
costándome casi cuatro mil libras.
Hubo otros objetos que llegaron a
venderse por más de sesenta mil
libras. Jamás llevé la galleta a mi
casa, donde tenemos varios perros,
sino que la deposité en el National
Maritime Museum de Greenwich.
No podía explicarme por qué
los hombres de Scott, que fallecieron
en parte de hambre, habían dejado
una galleta. Empecé a investigar su
procedencia y en diciembre de 2002,
la nuera de Scott —lady Philippa
Scott— me contó que la había
encontrado en una maleta, que guardó
su marido —sir Peter Scott— en un
banco londinense durante años. La
maleta procedía de Kathleen Scott,
que había informado a su hijo que
contenía «reliquias de Scott».
Probablemente eran objetos
recuperados de la tienda por
Atkinson y entregados a su viuda.
Uno de los artículos era una solitaria
galleta. Al repasar las obras de
referencia, encontré una cita en la
página 90 de South: the race to the
pote, publicada en el año 2000 por el
National Maritime Museum: «Se
sabe que Scott, Wilson y Bowers
prácticamente se habían quedado sin
comida en sus días finales; sus
compañeros sólo encontraron una
bolsa de arroz y un par de galletas en
la tienda». Hablé con el autor del
libro, quien me informó que los datos
procedían de otro libro escrito por el
profesor Robert Feeney, del
Departamento de Alimentación de la
Universidad de California. En
febrero de 2003 recibí una nota del
profesor Feeney, en la que aseguraba
que:
«Siento no poderle ayudar con
el origen de la frase citada, por el
simple motivo de que no está
incluida en mi libro. Los editores [de
South] añadieron muchas imágenes y
una tabla nueva. Quizá también
añadieron esa frase.» Lo más
probable es que yo pagara casi
cuatro mil libras por una galleta
traída de la expedición del Terra
Nova, pero que nunca estuvo en la
tienda de Scott. Me dejé engañar por
uno de los muchos bulos que rodean
a Scott y después de estudiar su
historia a través de cartas privadas,
112 libros escritos sobre él y un
sinfín de archivos conservados en
museos y colecciones privadas, me
he topado con otros mitos mucho más
dañinos, la mayoría de los cuales
proceden de la imaginación de un
antiguo periodista: Roland Huntford.
Sin embargo, aún hoy millones de
personas aceptan aquellos mitos a
pies juntillas.
En 1913, los supervivientes del
Terra Nova y los amigos de la
expedición formaron un comité para
ocuparse de la publicidad y los
aspectos financieros. Teddy Evans
jugó un papel destacado, bajo la
tutela del venerable presidente de la
Royal Geographical Society, lord
Curzon. Entregaron los diarios de
Scott a Leonard Huxley, un antiguo
profesor que había editado el libro
del Discovery, a fin de que los
organizara para publicarlos. A pesar
de otro rumor al respecto, no existe
ninguna prueba de que Kathleen
tratara de intervenir en el proceso
editorial. Cherry-Garrard se
empezaba a resentir de los
comentarios que le acusaban de no
haber hecho suficiente para rescatar
a Scott: «El comité (Curzon) quería
echar tierra sobre el asunto —
escribió Cherry-Garrard—, y estaban
dispuestos a sacrificarme a mí».
Cherry-Garrard sospechaba que el
comité encargado del libro había
dado instrucciones a Huxley para que
ofreciera una imagen impoluta de
Scott. Sin embargo, en el caso de que
existieran tales instrucciones, Huxley
no pareció hacerles mucho caso.
Publicaron el libro llamado The
Personal Journals of Captain Scott a
toda velocidad, con muchos
comentarios en los que Scott se
mostraba crítico consigo mismo. Es
probable que de haber editado él
mismo los diarios, tal como deseaba,
Scott los habría eliminado. Los
diarios originales se encuentran en el
Museo Británico y el público puede
consultar ejemplares facsímiles, de
modo que no es difícil compararlos
con la versión editada por Huxley.
Durante un período de treinta y
cinco años he escrito varios libros
sobre mis expediciones, basados
principalmente en mis diarios
privados. Suelo anotar en caliente
todas mis primeras impresiones
sobre experiencias, estados de ánimo
y observaciones, incluyendo algunos
comentarios en los que me desahogo
y doy rienda suelta a la frustración,
el enojo o la depresión con
referencias ocasionales a mis
compañeros. Durante un viaje al
Ártico a mediados de los setenta,
escribí unas notas críticas sobre los
hombres que estaban conmigo, a fin
de elegir a los más capacitados para
acompañarme en una expedición
importante. Cuando utilicé aquel
diario como base para mi libro
titulado Hell on Ice, eliminé los
comentarios más mordaces sobre mis
compañeros de equipo. Si hubiera
fallecido y una tercera persona
hubiera editado los diarios, habría
deseado que eliminaran los mismos
pasajes y no lo definiría como un
intento de echar tierra sobre la
verdad.
Durante la edición, Leonard
Huxley eliminó algunos comentarios
personales de Scott, quizá unos
setenta, pero conservó muchas de las
anotaciones autocríticas del capitán y
éstas pasaron a convertirse en la
base de una gran parte de los
comentarios contrarios a Scott
vertidos hasta el presente.
En mi opinión, Scott se excede
en su voluntad de autocrítica,
llegando casi a la auto flagelación.
«Acostumbraba a criticarse a sí
mismo», escribió Cherry-Garrard.
Antes de partir de Inglaterra en 1901,
Scott escribió una carta confesional a
Nansen, revelando sus profundas
inseguridades: «Soy muy consciente
de que carezco de un plan —escribió
—; tengo algunas ideas nebulosas,
vertebradas alrededor del objetivo
principal, que no es otro que partir
desde lo conocido y explorar lo
desconocido. Pero estoy
completamente dispuesto a descubrir
que mis fantasías inexpertas son
impracticables y a tener que
improvisar planes sobre la marcha.
Estas ideas sólo confirman lo lejos
que estoy de poderme comparar con
los hombres ilustres que han dirigido
expediciones polares en el pasado».
Después de la salida de las
expediciones, los diarios de Scott se
convirtieron en sus confesionarios,
como lo habían sido desde su
adolescencia, y a menudo, las
anotaciones diarias reflejaban sus
depresiones. Al igual que los líderes
de muchas grandes expediciones,
Scott se había comprometido a
escribir un libro sobre sus
experiencias. Tenía intención de
utilizar las anotaciones de sus
diarios, pero no en su estado
original. Es probable que Huxley lo
supiera y tratara de adivinar lo que
habría hecho Scott con las
anotaciones, para realizar su trabajo
de edición. Cherry-Garrard resumió
la situación con exactitud: «De haber
sobrevivido Scott —escribió—, su
diario no habría sido más que la base
para escribir su libro».
He repasado algunos de los
pasajes en los que Scott se criticaba
a sí mismo y que Huxley decidió no
eliminar; el resultado no fue el de
una operación cosmética muy
efectiva, si efectivamente fue ésa la
intención del comité de Curzon. Estas
son algunas de las anotaciones: «No
habíamos probado ni un artículo de
la expedición y la ignorancia
generalizada dejaba patente una falta
de sistema en todos los aspectos».
«Es evidente que si hubiéramos
embalado aquellas piezas en cajas
metálicas, ahora estarían como
nuevas. No puedo ni imaginar por
qué no tuvimos la sensatez de
hacerlo.» «Se tarda bastante más en
cocinar para cinco que para cuatro,
quizá una media hora a lo largo del
día. No lo consideré al reorganizar el
equipo.» No es probable que Scott
hubiera decidido publicar estos
comentarios, terriblemente críticos y
de una sinceridad brutal, si hubiera
editado él mismo el libro. No creo
que las anotaciones de sus diarios
estuvieran pensadas para pasar a la
posteridad, por lo menos no sin un
proceso de edición.
En su biografía doble de Scott y
Amundsen, Huntford asegura que
«Scott tenía una tendencia natural a
esquivar la responsabilidad y a echar
las culpas a los demás». Este
comentario se contradice con las
numerosas anotaciones en los
diarios, en las que Scott asume las
culpas de casi todo lo que falla, en
mi opinión, sin razón. En el invierno
de 1911, Ponting preguntó a Scott si
había empezado a escribir ya un
libro. «Respondió que lo dejaría
hasta que regresara a casa —explicó
Ponting—, y que sólo utilizaría las
notas de su diario como puntos de
referencia, para ampliarlas en la
versión oficial.» Después de invertir
todos sus ahorros en la aventura, la
principal esperanza de Scott de hacer
frente a las deudas de la expedición
radicaba en la posibilidad de contar
la historia, primero en la prensa y
después en un libro.
Hasta que llegaron a unas millas
del Depósito de Una Tonelada y
desde luego hasta llegar al depósito
del monte Hooper, Scott y sus
hombres tenían fundadas esperanzas
de que les rescataran con los perros,
tal como habían acordado. Hasta
entonces, el diario de Scott fue
esencialmente una sucesión de
memorandos. Sólo en las últimas dos
semanas, cuando la muerte parecía
cada vez más inevitable, pudo
empezar a escribir directamente para
la posteridad, aunque en esos días se
concentró en la tarea de escribir
cartas y no prestó mucha atención al
diario. Resumió lo que más le
importaba en su mensaje al público,
que debió escribir cuando aún
conservaba la lucidez y la capacidad
de sujetar un lápiz con fuerza, para
escribir con letra legible.
Desde su época de
guardiamarina en la Armada, Scott
había aprendido a escribir cuadernos
de bitácora precisos y detallados;
asimismo, era un lector empedernido
y escribía con una prosa clara y
concisa. Su desenvoltura con el
idioma fue admirable, en unas
condiciones tan adversas.
Algunos críticos de Scott han
denunciado la «osificación de Scott
como gran héroe nacional, en un
proceso orquestado con maestría e
iniciado por él mismo, desde su
lecho de muerte». Le acusan de
escribir sus últimas cartas, «sin
quitar un ojo de un público
imaginario, más preocupado por su
fama que por sus acciones». También
le han acusado de «tallar su imagen
posterior a la expedición, mediante
las anotaciones en su diario», y de
«preparar su coartada... buscar su
inmolación en aquella tienda de
campaña... a fin de convertir la
derrota en una victoria». Las
anotaciones mencionadas, en las que
se muestra profundamente crítico
consigo mismo, desmienten estas
acusaciones. En el tribunal secreto
de su propia mente, Scott era
implacable consigo mismo. Las
últimas anotaciones antes de fallecer
reflejan el carácter inquieto y crítico
de Scott, que parecía fomentar un
debate riguroso en los años
siguientes, más que la «osificación
como héroe nacional» o la «obsesión
por su fama».
Al cabo de nueve décadas, La
última expedición de Scott, el libro
sobre la aventura del Terra Nova
editado por Huxley y extraído de los
diarios del capitán, sigue siendo un
clásico de lectura apasionante.
Cuando se publicó, los ingleses y
otros pueblos de Europa vivían bajo
la amenaza de la agresividad y el
inmenso poder acumulado por
Alemania, en una época en la que la
invención de los bombardeos aéreos
y de las ametralladoras había
otorgado a la guerra un carecer
mucho más mortífero. Un año
después de oír la noticia de la muerte
de Scott, miles de individuos se
enfrentarían a un infierno de balas y
trincheras. La historia de Scott fue
una fuente de inspiración para todos
ellos. Es probable que los
especialistas alemanes en
propaganda bélica hubieran
preferido a Oates y Scott con vida,
en vez de los grandes inspiradores en
los que se habían convertido después
de morir.
Herbert Ponting se dedicó a dar
conferencias sobre la expedición
durante los diez meses anteriores a la
guerra. Mandaron copias de sus
filmaciones del Terra Nova a
Francia, donde las vieron más de
cien mil oficiales y soldados. El
principal capellán de las fuerzas
armadas le dio las gracias: «El
profundo atractivo de su historia se
refleja en el silencio reverente que
reina durante las proyecciones para
las tropas. Todos sentimos que
hemos heredado de Oates y de sus
compañeros un legado y un
patrimonio de un valor inestimable,
que nos ayudará a llevar a cabo las
tareas que nos esperan». Las tareas
que les esperaban incluían la muerte
de dieciséis mil hombres en un solo
día y cientos de miles de mutilados.
Cínicos británicos de épocas más
recientes se han olvidado a menudo
de sus paisanos que necesitaron
ayuda para superar dos guerras
mundiales y que la hallaron en el
ejemplo de sus héroes
contemporáneos, como Scott y sus
hombres.
Cabría imaginar que la muerte
diaria de miles de héroes en el frente
occidental podría haber borrado la
imagen de Scott y su tienda de
campaña, como un acontecimiento
lejano e irrelevante. Sin embargo, la
historia de Scott no era una simple
extensión del patriotismo original de
la guerra, como los versos de Rupert
Brooke o la voz de un niño que
arengaba a los soldados. Scott y
Oates se convirtieron en una
verdadera fuente de fortaleza, en una
imagen de la capacidad de
resistencia del ser humano, a la que
podían recurrir los hombres para
combatir sus propios miedos y
debilidades. «Birdie falleció en una
tienda de campaña en la Gran
Barrera helada, hace veintiséis años
—escribió Cherry-Garrard antes de
la segunda guerra mundial—. Cabría
imaginar que la acumulación de
tragedias habría superado
ampliamente su historia. Sin
embargo, la historia tiene algo que le
permite perdurar, a pesar de las
miserias y de los horrores
innumerables. Creo que en parte
sirve como ejemplo y en parte como
fuente de esperanza. Y en estos
tiempos, todos los hombres y mujeres
en su sano juicio necesitan una dosis
de esperanza.»
Todo el mundo acaba por
romperse pero, tal como señaló
Cherry-Garrard, «ahí radicaba la
grandeza de aquellos hombres que
encontramos en la tienda de
campaña: en que jamás se
rompieron». Los documentos de
Kathleen, que salieron a la luz tras su
muerte en 1947, incluían fajos de
cartas de soldados, que expresaban
su agradecimiento hacia Scott, por el
ejemplo que tanto les había ayudado
en sus momentos de adversidad.
Como superviviente conocido
del Terra Nova, Cherry-Garrard
también recibió numerosas cartas
durante muchos años, que no sólo
procedían de soldados. «Cuentan con
gran emoción que la historia les ha
servido como fuente de inspiración
—escribió—. Escriben desde los
confines de la tierra y cuentan que en
sus heridas, en sus pasos por el
quirófano y en sus peores desafíos, la
historia de aquellos hombres les ha
ayudado. He oído a los que hablan
del fracaso de la expedición —
añadió—. Las mismas personas
habrían condenado el fracaso de
Jesucristo, colgando de la cruz, o de
Juana de Arco quemada en la
hoguera... Sin embargo, tú y yo
sabemos que si juzgamos el éxito y el
fracaso con criterios superiores,
aquellos hombres jamás fracasaron...
El mundo está repleto de hombres
que se esfuerzan por dejar algo que
dure después de su muerte... Scott y
sus hombres lo han logrado,
plantando algo en la mente de los
hombres.»
«Fallecieron mientras
realizaban una gran hazaña —declaró
Tryggve Gran al salir de la tienda en
la que habían perdido la vida—Qué
difícil debe de ser la muerte para
aquellos que no han logrado nada.»
Los detractores de Scott
aseguran que su popularidad sólo fue
duradera porque el gobierno utilizó
su historia como propaganda bélica,
para convencer a la carne de cañón
que «se sacrificaran como lo había
hecho Scott», disimulando los
elementos discordantes de la
historia. Por ejemplo, la introducción
de la biografía de Scott y Amundsen
escrita por Roland Huntford incluye
una cita de Liddell Hart: «Es más
importante presentar las evidencias
para un veredicto certero que pasar
por alto los hechos incómodos, a fin
de proteger la reputación de los
individuos. Esto sugiere enseguida al
lector que Huntford es un
investigador minucioso, dispuesto a
desvelar facetas inquietantes de Scott
que las instancias oficiales se han
encargado de ocultar». Sin embargo,
el gobierno de aquella época jamás
hizo el menor intento de erigir un
monumento oficial en honor de Scott
y generaciones de investigadores han
sido incapaces de encontrar algún
documento oficial que mencionara
planes del gobierno de utilizar a
Scott, para poner las lanzas de la
población en ristre. Cuando se
publicaron los diarios de Scott, no
hubo un ministerio de propaganda
encargado de imprimir miles, o
incluso cientos, de ejemplares. No
apareció ningún Goebbels
londinense, dispuesto a enviar a los
expedicionarios del Terra Nova a
pronunciar arengas a las tropas.
De todos modos, Scott y sus
hombres se convirtieron en un motivo
de orgullo nacional y una fuente de
inspiración para millones de
personas, durante los años que duró
la carnicería de la gran guerra y hubo
aspectos de la muerte de Scott que se
trataron con reverencia. Uno de estos
aspectos fue el hecho de que Scott
había fallecido el último. En mi
opinión, no importa mucho quién de
los tres valientes amigos falleció el
primero y quién el último, pero me
opongo a que se realice una burda
distorsión de la historia, en un intento
de derribar a un héroe de su pedestal.
Hubo seis hombres que
contemplaron los cadáveres
congelados, cuando hallaron la
tienda y podemos deducir de sus
comentarios algunos detalles sobre
los últimos días de Scott, Bowers y
Wilson. «El capitán Scott estaba en
el centro —escribió Gran—, con la
mitad del cuerpo fuera del saco de
dormir. Bowers se encontraba a su
derecha y Wilson a su izquierda,
aunque estaba en una posición algo
torcida, con la cabeza apoyada en el
mástil de la tienda. Wilson y Bowers
estaban completamente enfundados
en sus sacos de dormir. Con el frío,
la piel se les había quedado
amarillenta y vidriosa, con
numerosas marcas de congelación.
Scott parecía haberlo pasado muy
mal al morir, pero los otros dos
tenían aspecto de haber fallecido
mientras dormían.» «Daba la
impresión de que el capitán Scott
había sido el último superviviente —
comentó William Lashly—. Debe de
haber sido una experiencia horrenda
esperar la llegada de la muerte.»
Charles Wright explicó en su diario
que al abrir la tienda, vieron los tres
cuerpos y comentaron que debió de
ser el último en fallecer, con un
brazo apoyado en el cuerpo de
Wilson y el diario a su lado.
Tom Crean mencionó un detalle
revelador: «Al entrar, comprobé que
los sacos de dormir de Wilson y
Bowers estaban atados, mientras que
el del pobre Scott no lo estaba. Esto
demostraba que él había fallecido el
último y que ató los sacos de dormir
de los otros dos. Todos habían tenido
la muerte honrosa de un caballero
inglés, a pesar de que disponían de
los medicamentos necesarios para
quitarse la vida si así lo deseaban.
Crean, cuya mentalidad práctica le
había convertido en unos de los
encargados de diseñar y modificar el
material de los trineos, junto con Taff
Evans y Bill Lashly, conocía bien los
detalles de los sacos de dormir y sus
complicados cierres, algunos de los
cuales no se podían atar desde
dentro. En su opinión, el hecho de
que los sacos de Bowers y Wilson
estaban atados demostraba que Scott
había sido el último en fallecer.
Crean lloró y más adelante, declaró
que con la muerte de Scott, había
perdido a un buen amigo.
«Bowers y Wilson dormían en
sus sacos —escribió Cherry-Garrard
—.Al final, Scott había apartado una
parte de su saco de dormir. Tenía la
mano izquierda apoyada en Wilson,
su amigo del alma... Cerca de Scott
había una lámpara, construida con
una lata y una mecha sacada de una
bota finnesko. La habían utilizado
para quemar los restos de alcohol
que les quedaban. Sospecho que
Scott la utilizó para escribir hasta el
final. Estoy convencido de que él fue
el último en fallecer... y pensar que
en algún momento creí que él no
duraría tanto como los demás. Jamás
apreciamos lo fuerte que era, tanto en
lo físico como en lo mental, hasta
ahora.» «El capitán Scott fue el
último en morir —escribió Atkinson,
el médico, en su informe oficial—.
Falleció con parte del cuerpo fuera
del saco de dormir y con un brazo
apoyado en el doctor Wilson, quien
había fallecido tranquilamente en su
saco de dormir, mientras dormía...
Era evidente que Bowers también
había fallecido mientras dormía.
Murieron de frío y de hambre.»
Cherry-Garrad fue el único en
mencionar que Bowers tenía los pies
apuntando hacia la portezuela de la
tienda, a diferencia de sus
compañeros. Los ronquidos de
Bowers eran notorios y además,
llevaba semanas entrando y saliendo
de la tienda para tomar lecturas para
la navegación, así que es probable
que llevara meses durmiendo así.
Gran confundió un poco el tema,
cuando dibujó a Wilson con los pies
apuntando hacia la puerta en vez de
Bowers, en un esbozo de la escena.
Sin embargo, es probable que la
versión de Cherry-Garrard sea la
más acertada. «Me acerqué al cuerpo
de Bill —escribió Cherry-Garrard
—. Era muy desagradable tocarlo y
costó mucho localizar el cronómetro,
que se encontraba en el bolsillo de la
camiseta, cerca de su piel... fue
horrible.»
Scott escribió una nota a la
señora E. A. Wilson, aunque no
sabemos exactamente cuándo la
escribió: «Si recibe esta carta, Bill y
yo habremos fallecido. Nos
encontramos muy cerca del final y
quiero informarle de lo bien que se
ha portado él al final... no ha perdido
los ánimos en ningún momento. Tiene
una mirada azul, repleta de
esperanza... Lo único que puedo
hacer para consolarla es decirle que
falleció como vivió: con valentía y
honestidad; fue un buen compañero y
un amigo fiel. Le envío mis más
sinceras condolencias».
Esta carta parece confirmar que
Wilson falleció antes que Scott, al
igual que una serie de cartas que
empezó a escribir para su familia y
que no pudo terminar. Scott también
escribió una nota para la madre de
Bowers: «Le escribo cuando nos
encontramos cerca del final de
nuestro viaje y me encuentro junto a
dos caballeros valientes y nobles.
Uno de ellos es su hijo, que se ha
convertido en uno de mis amigos más
fieles y cercanos... A medida que los
problemas se han ido multiplicando,
él ha demostrado un espíritu
indómito y cada vez más radiante, sin
perder la esperanza hasta el final.
Los caminos de la providencia son
inescrutables, pero debe haber algún
motivo que explique el porqué del
sacrificio de una vida tan joven,
vigorosa y prometedora. Le envío
mis más sinceras condolencias».
Esta nota parece sugerir que
Bowers también falleció antes que
Scott, pero no podemos asegurarlo,
ya que al igual que los periódicos
preparan las notas necrológicas de
personajes conocidos con mucha
antelación, es posible que Scott haya
hecho lo mismo. Aunque no es
probable que lo hiciera si
sospechaba que moriría antes que los
demás.
Scott escribió una carta para su
buen amigo James Barrie,
dramaturgo y autor de Peter Pan:
«Llevamos cuatro días encerrados en
la tienda de campaña por la tormenta
y no nos queda comida ni
combustible. Teníamos intención de
quitarnos la vida si las cosas
llegaban a este extremo, pero hemos
decidido tener una muerte natural,
por el camino». Considerando que la
tormenta les inmovilizó el 19 de
marzo, esta carta indica que el 24 de
marzo, cuando Scott la escribió,
Bowers y Wilson aún estaban vivos.
La última anotación en el diario del
capitán data del 29 de marzo.
Hubo un solo detalle en la
tienda que sugirió que Bowers había
sobrevivido durante más tiempo que
Scott y puso en duda la versión de
todos los expedicionarios. Charles
Wright halló una nota manuscrita en
el dorso de una carta de Scott. La
letra era de Bowers y la nota decía
«el diario de Wilson está en su
cartera y en la caja de instrumentos
hay dos de sus cuadernos de dibujo.
H. R. Bowers».
Cuando el principal detractor de
Scott, Roland Huntford, buscó esta
nota sin éxito en 1979, declaró que el
Instituto Scott de Investigaciones
Polares de Cambridge había ocultado
el documento para que no se
conociera su contenido. En 2003
hablé con un representante del
instituto y un amigo mío se desplazó
hasta Cambridge, para tratar de
localizar la nota esquiva. Con la
ayuda inestimable de Bob Headland,
el principal archivero del instituto,
localizamos la carta en cuestión en
un marco, pero la nota de Bowers
estaba en el dorso de la carta y por
consiguiente, llevaba años oculta.
Desmontamos el marco antiguo y
efectivamente, localizamos la nota
manuscrita de Bowers en el dorso de
la carta de Scott. La carta no estaba
fechada, pero Scott la había escrito
en el interior de su diario y había
arrancado la página. También había
arrancado varias hojas más para
escribir otras cartas y una declaraba
que «estamos en las últimas,
llevamos cuatro días de temporal,
justo cuando nos acercábamos al
último depósito». Esto indica que la
carta, al igual que la de James
Barrie, data del 24 de marzo, cuando
aún estaban vivos los tres.
Cuando tres hombres pasan
varios días encerrados en una tienda
de campaña, no todos duermen al
mismo tiempo. En una ocasión, en
1981, tuve que permanecer en la
meseta durante diecisiete días y
noches, en una tienda de tres plazas a
doscientas millas del polo. Ninguno
de los presentes padecimos
congelaciones y pasamos la mayor
parte de aquella eternidad en
nuestros sacos de dormir. El
principal recuerdo que conservo de
aquella experiencia es que el tiempo
perdió cualquier valor casi
enseguida. Al despertar, encontraba a
los otros dormidos y los tres no
tardamos en desarrollar horarios de
sueño completamente diferentes. Si a
eso le sumamos el dolor de la
congelación, el frío extremo, el
hambre y la deshidratación, lo más
probable es que Wilson pidiera a
Bowers, quizá en un momento en el
que Scott dormía, que indicara en una
nota la ubicación de sus diarios.
Bowers habría reaccionado cogiendo
el lápiz y anotando el recado de
Wilson en el diario de Scott, ya que
ni él ni Wilson escribían ya en sus
diarios, ni para anotar sus
reflexiones personales ni para anotar
los datos meteorológicos, y ninguno
de los dos dispondría de un lápiz o
un papel. También es más probable
que Bowers anotara el recado de
Wilson en el mismo momento en que
se lo pidió, que varios días más
tarde.
Wilson murió poco tiempo
después, y más adelante falleció
Bowers. En algún momento, Scott se
encargó de escribir cartas a los
familiares más cercanos de sus dos
compañeros y por fin decidió
acelerar su propia muerte, abriendo
el saco de dormir para dejar que se
escapara el poco calor corporal que
aún le quedaba. Si Bowers hubiera
estado vivo y en condiciones de
escribir la nota de Wilson con pulso
firme cuando esto sucedió, es
probable que sus profundas
convicciones religiosas y su lealtad
hacia Scott le hubieran impulsado a
tender al capitán en una posición más
digna, cerrarle los ojos y colocar sus
brazos junto al cuerpo. La nota
escrita por Bowers sólo sugiere que
Wilson fue el primero en fallecer,
pero no afecta las pruebas de que
Scott murió el último.
Para decidir si una empresa ha
sido un fracaso, primero hay que
ponerse de acuerdo en la definición
de un concepto tan artificial. Para
alguien que pasa toda la vida
persiguiendo una meta, ya sea una
cura del cáncer o una plusmarca en
los mil quinientos metros de
atletismo, ¿constituye un fracaso que
otra persona también encuentre la
cura, o consiga la marca deseada,
tres semanas antes? ¿Fracasó Scott
por haber fallecido antes de su
regreso a la base, como Mallory en
el Everest? En absoluto. Antes de
partir, él mismo había mencionado la
posibilidad a los periodistas: «Quizá
no sobrevivamos —declaró—. Quizá
no logremos regresar».Tanto
Shackleton como Amundsen estaban
destinados a fallecer en misiones que
no llevaron a buen término, el
noruego en la búsqueda aérea de un
aeróstata perdido en el Ártico y
Shackleton de un ataque al corazón,
durante el regreso de otro viaje a la
Antártida. Scott falleció en la
Antártida, tras haber completado con
éxito su misión. En 1940, el biógrafo
George Seaver puso en perspectiva
los logros de Scott.
«Podría decirse que James
Cook definió la región Antartica —
dijo el mismo Scott—, y que James
Ross descubrió el continente.» «Pero
Scott fue el primero en adentrarse en
él», añadió Seaver. Los
supervivientes del Terra Nova no
consideraban que su expedición
hubiera sido un fracaso. Charles
Wright declaró que la misión había
sido un triunfo sobre la adversidad,
con hombres que fallecieron por
culpa del mal tiempo y de la mala
suerte, pero no por fallos propios.
«La fama de Scott no se basa en la
conquista del polo Sur —declaró
Cherry-Garrard—. Llegó a un nuevo
continente, averiguó cómo
desplazarse por él y comunicó sus
hallazgos al mundo; descubrió la
Antártida y creó escuela. Fue el
último de los grandes exploradores
geográficos.»
«Gracias a los grandes
descubrimientos de Ross, Biscoe,
Balleny, Weddell, Scott, Shackleton,
Mawson y otros exploradores
británicos —escribió Louis
Bernacchi en 1938—, ahora
disponemos de un discreto imperio
en el extremo sur del planeta, cuyos
derechos territoriales serán tan
importantes en el futuro como lo han
sido los derechos adquiridos por
Canadá y la Rusia soviética en el
norte. No es probable que una
potencia enemiga cuestione nuestros
derechos sobre las regiones
antárticas.»
Scott fue uno de los varios
exploradores británicos que habrían
otorgado al Reino Unido los
derechos territoriales del polo sur.
Afortunadamente, se acabaron
imponiendo las consideraciones
científicas sobre las ambiciones
políticas y a finales de la década de
los cincuenta, había un total de
cincuenta y dos estaciones científicas
repartidas por el continente antartico,
con tripulaciones de unos doce
países. Además de trabajar en
coordinación con científicos
alemanes y suecos, Scott también
había tratado de convencer a
Amundsen de realizar experimentos
conjuntos; con toda probabilidad le
habría gustado lo que pasó en la
Antártida, ya que él fue uno de los
pioneros de ese espíritu de
colaboración.
Junto con Skelton, Day y Barne,
Scott había contribuido a diseñar los
primeros vehículos para la nieve con
orugas, que llegaron a ser mucho más
efectivos que los trineos con perros
para las tareas antárticas. Asimismo,
en 1917 las orugas contribuyeron a la
derrota del ejército alemán, cuando
las adaptaron como sistema de
tracción a los tanques británicos,
sólo cinco años después de los
experimentos de Scott en la Gran
Barrera.
Un detalle irónico es que los
británicos fueron los últimos de
todos los países con presencia en la
Antártida, incluidos los noruegos, en
dejar de utilizar perros junto a los
vehículos motorizados. En 1981
utilizamos el avión de una de mis
expediciones para llevar a un par de
perras esquimales desde una base
británica hasta Nueva Zelanda, a
1.600 millas de distancia, para que
se aparearan con otros perros y
evitaran la endogamia entre los
últimos cuatro equipos de perros de
la Antártida.
Otro detalle irónico es que en el
siglo XXI, las expediciones
modernas se dedican a competir
entre sí con expediciones que
requieren el máximo esfuerzo físico.
Los mismos periodistas que critican
a Scott por utilizar la tracción
humana censuran a los aventureros
polares actuales, si se les ocurre
utilizar alguna ayuda externa en sus
travesías. Scott se habría reído, o
estaría desconcertado.
En 1993, Mike Stroud y yo
atravesamos la Antártida sin ayuda
externa, tirando de nuestros trineos.
Los perros no habrían podido
realizar el viaje sin un
reabastecimiento de provisiones, así
que demostramos que la tracción
humana era un sistema más eficiente
y autónomo que los perros. Sin
embargo, en lo que respecta al
rendimiento logrado por Scott y por
Amundsen con sus respectivos
sistemas, nuestra hazaña no
demuestra nada, ya que ambos
utilizaron el sistema de depósitos, y
con esa ayuda externa, los perros son
más eficaces que los hombres.
Cuando estalló la segunda
guerra mundial, tan poco tiempo
después de la carnicería de la
primera guerra, el National Book
Council de Londres recomendó a los
soldados la lectura de El peor viaje
del mundo, de Cherry-Garrard. El
antiguo compañero de Scott recibió
de nuevo un sinfín de cartas de los
soldados, quienes le contaban que la
historia de Scott y Oates había sido
una fuente de inspiración para
hombres enfrentados a los peligros y
a los miedos de la guerra. La Gran
Bretaña no ganó la guerra por sí sola,
pero en el verano de 1940 era el
único país europeo que aún resistía a
los nazis. La campaña de propaganda
orquestada por Goebbels era efectiva
y estridente, pero los británicos
resistían gracias a la fe que
mantenían en sí mismos y en valores
como los que encarnaba Scott. El
principal logro del explorador fue
que sus hazañas y el modo en que las
contó inspiraron a sus compatriotas,
como los discursos de Churchill, y
les animaron a resistir con gallardía.
Scott no había previsto las
circunstancias de su muerte pero
cuando aceptó que era inevitable,
decidió enfrentarse a ella con
valentía. «A fin de cuentas —
escribió en su tienda de campaña
congelada—, estamos dando un buen
ejemplo a nuestros compatriotas, no
por habernos metido en dificultades,
sino por enfrentarnos a ellas como
hombres.»
En su libro The English, de
1998, el autor Jeremy Paxman
declaró que «la guerra y los años
inmediatamente posteriores fueron la
última ocasión en la que los ingleses
tuvieron un sentido claro y positivo
de su identidad». Paxman añadió que
a partir de entonces y hasta el
presente, «cualquier alarde de
orgullo nacional se convirtió en algo
ingenuo y moralmente cuestionable...
A nadie se le ocurriría ya ponerse de
pie al oír el himno nacional».
Paxman citó unas palabras de Orwell
al respecto: «Entre la izquierda, lo
normal es avergonzarse un poco de
ser inglés y pensar que hay que
burlarse de cualquier institución
propia del país, desde las carreras
de caballos a los tradicionales
pudines de manteca». Orwell podría
haber mencionado también a Scott,
pero escribía en 1948, cuando aún no
le habían convertido en blanco de
críticas. Gracias a la sencillez y la
fuerza de su mensaje, Scott aún
conservaba el respeto del público y
el mismo año en que Orwell se
lamentaba del pudín de manteca, los
estudios cinematográficos Ealing
producían Scott de la Antártida. La
película, protagonizada por John
Mills, obtuvo un éxito fenomenal
entre el público y los mayores de
sesenta años aún la recuerdan con
emoción.
La fama de Scott se mantuvo
firme durante dos guerras mundiales
y aún aguantaría otras tres décadas.
Sin embargo, la actitud del Reino
Unido hacia su pasado estaba
cambiando y bastó con que un
hombre plantara las semillas para
que Scott se transformara, de héroe
en idiota.
19
La última palabra
— oOo —
notes
[1] La tradición marinera
asegura que los ahogados en alta mar
acaban en «el baúl de Davy Jones»
(N. delT.).
Table of Contents
Introducción
1 El gran plan de Markham
2 Scott, teniente de navio torpedero
3 Orden en el caos
4 A través de la masa de hielo
(1901-1902)
5 Primer contacto con la Gran
Barrera, 1902
6 Hombres, perros y esquís
7 El primer invierno
8 El viaje al sur, 1902-1903
9 Perdidos en la meseta, 1903-1904
10 Una promesa incumplida
11 Empieza la carrera, 1910
12 El desastre acecha, 1911
13 El peor viaje, 1911
14 Un glaciar peligroso
15 La bandera negra
16 Indicios de tragedia
17 La mayor marcha de la historia
18 El legado
19 La última palabra