Ranulph Fiennes - Capitán Scott

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Annotation

Sir Ranulph Fiennes fué el


primer hombre en alcanzar ambos
polos por vía terrestre y el primero
en cruzar la Antártida sin apoyo
alguno. Fiennes ha encabezado más
de treinta expediciones, que incluyen
la primera circunnavegación polar de
la tierra. En 1993, su majestad la
reina de Inglaterra le— otorgó la
orden del Imperio Británico por sus
«esfuerzos humanos y obras
benéficas», ya que en el transcurso
de sus múltiples hazañas, ha
recaudado más de cinco millones de
libras para causas benéficas. Ha
publicado varios libros, que incluyen
Beyond the Limits, The Sccret
Hunters y The Feathermen.Sin duda,
Sir Ranulph Fiennes es la persona
idónea para redactar una nueva
versión de la biografía del capitán
Scott. Por primera vez, oímos la
historia de Scott contada por alguien
que ha experimentado el mismo
sacrificio, la misma tensión y el
mismo dolor que sufrió Scott. Esta no
es sólo la biografía más completa del
explorador, escrita con la
colaboración plena de sus herederos,
sino que también relata la
tergiversación de las hazañas de
Scott y los ataques vertidos contra su
reputación.Con el mismo vigor y
estilo que tanto han contribuido a la
popularidad de los demás libros de
Fiennes, Capitán Scott es el
apasionante relato de un hombre
extraordinario.
Introducción
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notes
RANULPH FIENNES
CAPITÁN SCOTT
A los familiares de los
fallecidos vilipendiados.
Fotografía de cubierta: La
expedición britanica a la Ántartida,
13 de Abril de 1911, Cabo Evans.

Título Original: CAPTAIN


SCOTT
Autor:Ranulph Fiennes 2003
Traducción: Alistair Tremp
Editorial Juventud, 2003
ISBN:84-261-3423-8

— oOo —
Introducción

Durante el corto verano polar


del 1911-1912, cinco ingleses y
cinco noruegos se enzarzaron en una
carrera en los extremos más
meridionales de la Tierra. Sólo los
noruegos lograron regresar, pero
¿qué les pasó a los ingleses?
Deberíamos saberlo, ya que se han
escrito más de cincuenta relatos
biográficos sobre el líder de aquella
expedición. Sin embargo, no hubo
testigos ni supervivientes, así que un
puñado de biógrafos que jamás
experimentaron la crudeza de
aquellas condiciones ha ofrecido
versiones diferentes de la historia, ha
inventado detalles insospechados de
la tragedia y han recurrido a más de
una mentira. Para escribir este libro
me basé en algo a lo que no tenía
acceso ninguno de mis antecesores:
me transporté al lugar de los hechos
y recurrí a la lógica. Me basé en la
experiencia personal para reconstruir
los acontecimientos vividos por los
exploradores británicos. Ninguno de
los biógrafos anteriores de Scott
había tirado de un pesado trineo
entre las grietas del glaciar
Beardmore, había explorado campos
de hielo jamás vistos por otro
hombre, o había caminado mil
quinientos kilómetros con los pies
lesionados por la congelación. Antes
de escribir sobre el infierno, hay que
haberlo experimentado.
No me identifico con Scott, ni le
valoro a él más que a sus ilustres y
valientes coetáneos: el noruego
Amundsen y el irlandés Shackleton.
Los tres cometieron errores fatales,
mostraron graves defectos de
carácter y en algún momento de sus
carreras, causaron la muerte de otros
hombres. Lo único que nos permite
aventurar por qué fallecieron los
expedicionarios ingleses son los
diarios que redactaron los difuntos y
los escritos de sus contemporáneos,
que describieron las condiciones de
las expediciones encabezadas por
Scott. Muchos de estos autores
sintieron en algún instante amor u
odio por Scott y a menudo, sus
escritos reflejaron estos
sentimientos. He recurrido a sus
relatos y mi propia experiencia, para
ofrecer una visión imparcial de la
gesta de Scott y su equipo.
1
El gran plan de
Markham
En marzo de 1912, tres hombres
se debatían entre la vida y la muerte
en una gélida planicie de la
Antártida. Todos habían alcanzado el
polo Sur junto a Robert Scott, pero
les alcanzó la tragedia durante el
viaje de regreso. Lawrence Edward
Grace Oates, al que sus compañeros
expedicionarios llamaban «Titus»,
era uno de los exploradores que
estaban destinados a convertirse en
héroes arquetípicos del siglo XX.
Oates sufrió durante varios días y
noches, hasta que decidió poner fin a
su propia agonía y salir de la tienda
de campaña; la Antártida le mató en
cuestión de minutos. En una ocasión,
Oates expresó su opinión sobre el
líder de la expedición: «Siento una
profunda antipatía por Scott... No es
trigo limpio; sus propias necesidades
siempre son las más importantes y
las de los demás no cuentan. Cuando
ha logrado extraerte hasta la última
gota, te abandona y tienes que
arreglártelas solo». Y efectivamente,
Oates se arregló por su cuenta.
Al cabo de unas dolorosas
jornadas, dos expedicionarios más
del equipo polar de Scott se
reunieron con Oates en mejor vida.
Uno de ellos, el escocés Henry
Bowers, dijo lo siguiente de Scott:
«Yo soy fiel al capitán Scott y lo
seré hasta el final. Es uno de los
mejores y estuvo a la altura de
nuestras tradiciones más nobles,
incluso en momentos en los que se
debía enfrentar a un panorama de lo
más negro y desolador». Y en una
carta a su madre, Bowers añadió
que: «El capitán es un líder excelente
y siento una tremenda admiración por
él».
El otro expedicionario era el
médico y encargado de la misión
científica Edward Wilson, el hombre
más respetado de la expedición. En
palabras de Wilson... «Sería capaz
de hacer cualquier cosa por él. Es,
sin duda, un buen hombre. Piensa en
cada miembro de la expedición y lo
demuestra a través de pequeños actos
de generosidad... Jamás le he visto
comportarse de forma injusta. Le
conozco desde hace diez años y creo
en él con tal firmeza, que me
decepciona comprobar que le
malinterpretan. Estoy convencido de
que llegarán a conocerle y a creer en
él tanto como yo, a pesar de que a
veces su carácter es difícil.»
Scott también sufrió una muerte
lenta junto a Bowers y Wilson, de
hambre y congelación. Entonces
nació una polémica leyenda que
noventa años más tarde aún despierta
la imaginación y es capaz de generar
agrias y virulentas polémicas. Scott
sigue siendo un enigma y el vaticinio
optimista de Wilson («llegarán a
conocerle y a creer en él») no se ha
cumplido aún, a pesar de las más de
cuarenta biografías escritas sobre él.
Durante ambas guerras
mundiales, la aventura de Scott se
convirtió en un ejemplo de heroísmo
ante la muerte, en un acto de servicio
a la patria. Sin embargo, a partir de
los años ochenta el Reino Unido
empezó a echar una mirada más
recelosa a su pasado y surgió una
nueva generación de biógrafos, cuyo
retrato de la aventura de Scott fue
más cínica y la convirtió en la
historia de un fracaso. Según esta
versión, la historia de Scott fue la de
un fracaso, provocado por las
vicisitudes británicas típicamente
imperiales, en un momento en el que
las glorias del imperio habían
iniciado ya su declive. Un biógrafo
moderno que utilice el patrón de los
valores morales y sociales actuales
para juzgar a cualquier individuo de
principios del siglo XX no reflejará
más que una caricatura del personaje
original; estoy convencido de que la
historia de Scott que se cuenta en la
actualidad es una corrupción de la
realidad.
He leído todos los textos
relevantes y la correspondencia de
Scott y de sus expedicionarios, pero
a diferencia de biógrafos anteriores,
llevo muchos años viviendo
experiencias parecidas a las de Scott
y eso me permite juzgar sus
decisiones y acciones con un criterio
más pertinente. La perspectiva de mi
propia experiencia me lleva a
comprender la magnitud de los
desafíos a los que se enfrentaba
Scott. Cuando el desconocido
teniente de navío de la Armada
británica Robert Scott encabezó dos
intentos británicos de desentrañar los
misterios de la Antártida, a
principios del siglo XX, nadie sabía
siquiera si el gélido polo sur se
encontraba sobre el hielo o en tierra
firme.
En el año 1900, el Reino Unido
aún dominaba el mayor y más
floreciente imperio de la historia de
la humanidad, superando incluso al
viejo Imperio romano. Scott nació en
1868 y no era ni rebelde ni liberal,
de modo que la única realidad que
había conocido desde la
adolescencia era el mundo de las
academias navales. Scott fue un
personaje típico de su época y de su
patria. Londres era la capital
indiscutida del mundo y las familias
reales de otros países seguían las
pautas marcadas por la monarquía
británica, o trataban de unirse a ella
mediante vínculos matrimoniales. El
carbón, el vapor y el acero
británicos, aunados con un particular
genio inventivo, habían alimentado
una revolución industrial sin
precedentes. Durante el siglo XIX, la
Armada británica y una red de
instituciones como la Compañía de
las Indias Orientales o la Compañía
de la Bahía de Hudson controlaban
un tercio del comercio global. La
tecnología británica transformaba
materias primas de todos los países
en productos, cuya calidad y
fiabilidad eran reconocidas y
admiradas en todo el mundo. La
mitad de los navíos que surcaban los
mares llevaban pabellón británico y
a principios del siglo XX, el imperio
abarcaba un territorio de más de
veintisiete millones de kilómetros
cuadrados, o un veintiséis por ciento
de la superficie terrestre. Más de
cuatrocientos millones de personas
vivían bajo el dominio de los
ingleses y gracias al invento imperial
de la gutapercha y al también
británico invento del telégrafo, gran
parte de ellos estaban unidos a la
metrópolis mediante una red de más
de ciento treinta mil kilómetros de
cable submarino que recorría África,
Canadá, la India y Australia. La
lengua de la diminuta isla gobernada
por la reina Victoria empezaba a
oírse en todos los rincones del
planeta, a los que también llegaban la
moda, las costumbres y los deportes
británicos, así como el uso de los
sellos postales.
A finales del siglo XIX, Scott y
sus coetáneos eran ciudadanos de la
Gran Bretaña, más que de la pequeña
Inglaterra. Esta percepción
alimentaba la certeza de que los
demás pueblos debían adaptarse a
las costumbres británicas y no al
revés, y contribuía al orgullo que
sentían por la bondad de su dominio.
Los ingleses habían logrado crear el
sistema de gobierno imperial más
justo de la historia y además de
garantizar la libre circulación de
bienes y trabajadores en todo el
imperio, procuraban aplicar un
modelo de justicia confiable y
unificado. «Nacer inglés equivale a
ganar el mejor premio en la lotería
de la vida —dijo Cecil Rhodes—.
Da la casualidad de que somos el
mejor pueblo del mundo. Si le
preguntan a cualquiera qué
nacionalidad desearía para sí,
noventa y nueve de cada cien le
responderán que desearían ser
ingleses.»
Rhodes opinaba incluso que la
Gran Bretaña debía reconquistar a
Estados Unidos. Aunque esto último
era una exageración, lo cierto es que
en su momento de máximo vigor, el
Imperio británico rezumaba una
confianza indómita, que a veces
rallaba en la soberbia. Sin embargo,
esta confianza jamás le pareció
excesiva a mi abuelo, que trabajó
junto a Rhodes y era el típico
emprendedor imperial de su época.
Le habría escandalizado y ofendido
cualquier acusación de arrogancia o
de intolerancia, por el simple hecho
de creer a pies juntillas que lo inglés
siempre era lo mejor.
Un campo en el que el Reino
Unido y su armada habían dominado
sin rivales durante tres siglos era el
de las exploraciones polares.
Durante el último cuarto de siglo, el
presidente de la Royal Geographical
Society, Clements Markham, se había
convertido en un enérgico defensor
de las expediciones a las regiones
polares. El nativo de Yorkshire
James Cook y el escocés James
Clark Ross habían empezado a abrir
caminos en el sur, mientras que en
las tierras árticas del norte,
sucesivas expediciones navales
batían la plusmarca del punto más
septentrional alcanzado. Esto servía
para mantener vigentes las
reclamaciones geográficas británicas
y en virtud de unas leyes no escritas
pero respetadas, también mantenía
vigentes las reclamaciones
territoriales del Reino Unido. La
impresión generalizada en la
metrópolis, aunque en la actualidad
nos parezca excesiva, era que si una
tierra estaba deshabitada, pertenecía
al imperio. La térra incógnita no era
más que una futura térra pax
britannica.
Los pocos conocimientos que se
tenían sobre la Antártida se debían
en gran medida a las primeras
incursiones de la Armada británica.
En el año 1773 el HMS Resolution,
patroneado por el capitán Cook,
logró cruzar por primera vez la línea
de los 66° 33' sur y penetrar en el
círculo polar antártico. Al cabo de
cuatro años, durante su tercer intento
de atravesar la masa flotante de
hielo, Cook llegó a los 71° sur, a
unas 1.100 millas del polo Sur, con
una incursión de unas trescientas
millas en el círculo polar. Al
parecer, no le impresionó mucho lo
que halló. «Aun en el caso de que
alguien muestre la determinación y la
fuerza necesarias para llegar más al
sur que yo —escribió Cook—, me
atrevo a vaticinar que su viaje no
supondrá el menor beneficio para el
mundo.»
Aunque Cook fallecería sin
saberlo, el hielo y la mala
visibilidad habían detenido su
avance a un solo día de navegación
de la costa antártica. El siempre
estuvo convencido de la presencia de
un continente perdido, oculto entre el
hielo, pero en 1779 murió a manos
de los nativos de Hawai y el
Almirantazgo tardó más de cuarenta
años en enviar nuevas embarcaciones
a seguir con las labores de
exploración.
Uno de los muchos logros de
Cook fue el hallazgo de colonias de
focas en la isla Georgia del Sur.
Existía una gran demanda de pieles
de foca y además, las florecientes
urbes británicas necesitaban
combustible para el alumbrado
público. La grasa de focas y ballenas
era un bien preciado y a pesar de las
grandes flotas que surcaban los
mares cada año rumbo a
Groenlandia, la demanda empezaba a
superar el suministro, así que la
noticia de las colonias descubiertas
por Cook generó tanto entusiasmo
como lo haría un gran hallazgo de
petróleo en el siglo XX. Las flotas
pesqueras empezaron a partir rumbo
al sur y aquellos patrones, en busca
de más colonias de focas,
descubrieron nuevas islas e incluso
divisaron peñones de la Antártida,
aunque no la reconocieron como el
continente que era.
Cincuenta años después del
paso de Cook y setenta años antes de
la llegada de Scott, un oficial de la
armada tuvo el honor de ser el
primero en alcanzar el polo Norte
magnético, en el año 1831. La Royal
Society convenció al Almirantazgo
de que enviara a Ross hacia el sur,
para ser el primero en pisar el otro
polo magnético, cuya posición exacta
sería de una gran ayuda para la
navegación. Sin embargo, cuando
llegó a Tasmania para avituallarse y
establecer un observatorio
magnético, recibió la noticia de que
se le habían adelantado en la misma
ruta una expedición francesa y otra
estadounidense. Decidió no seguir
rumbo al sur y dirigirse al sureste,
para surcar mares jamás explorados.
Cuando sus embarcaciones Erebus y
Terror alcanzaron la masa de hielo
flotante, siguieron avanzando
impertérritas, ya que ambas eran
«navíos bomba», construidos para
resistir los golpes del hielo. Tras
cuatro días, la masa de hielo se
desvaneció y Ross pudo seguir
navegando en mar abierto.
A medida que se acercaba al
polo magnético, la emoción se
apoderaba de Ross y cuando la aguja
del compás señaló los 85°, supuso
que no podía estar muy lejos, aunque
el polo geográfico aún distaba más
de mil millas. Pero entonces
divisaron tierra: unas escarpadas
cimas montañosas, doscientas
ochenta millas después de entrar en
el círculo polar antártico. Ross
bautizó el peñasco como el cabo
Adare y tras desembarcar en una isla
cercana, reclamó la región para el
Reino Unido, con el nombre de
Tierra de Victoria. A continuación
siguió navegando junto a una costa
helada y montañosa, hasta que a unas
trescientas sesenta millas más al sur,
se topó con una barrera
infranqueable a la que llamó la Gran
Barrera helada; se trataba de un muro
que cortaba el paso de este a oeste,
con una altura de hasta sesenta
metros.
Los informes que redactó Ross
destacaban dos accidentes
geográficos que utilizarían como
referencia todos los exploradores
que siguieron sus pasos. Cuando se
topó con la barrera de hielo,
vislumbró un volcán activo de tres
mil ochocientos metros de altitud, el
monte Erebus, y una profunda bahía
en el mar de Ross a la que llamó el
estrecho de McMurdo. Siguió
navegando rumbo al este frente a la
barrera de hielo durante otras
cuatrocientas millas, antes de dar por
concluida la exploración y
emprender el camino de regreso.
Durante el viaje de regreso, anotó un
breve avistamiento de tierra en la
latitud 71° 40' sur. Cuando
finalmente regresó a casa dos años
más tarde, en 1843, él y sus hombres
habían abierto el camino hacia el
polo.
A continuación, los almirantes
del Imperio británico enviaron al
HMS Erebus y el HMS Terror, al
mando del acreditado pero
envejecido capitán sir John Franklin,
a buscar el paso del noroeste. El
legendario paso representaría un
atajo septentrional hacia las Indias,
pero a pesar de años de búsqueda,
nadie lo había localizado aún. Las
ilustres embarcaciones que tanto
habían logrado en el sur bajo el
mando de Ross, se dirigieron al norte
en 1845 a las órdenes de Franklin y
desaparecieron sin dejar rastro, junto
con ciento veintinueve oficiales y
tripulantes. Durante quince años
partieron unas treinta expediciones a
las traicioneras aguas del norte de
Canadá, en busca de Franklin.
Aunque no lograron su cometido,
aquellas expediciones contribuyeron
a solucionar el misterio del paso del
noroeste y sirvieron para explorar
gran parte del archipiélago Ártico,
mediante más de cien rutas de trineo
que recorrieron ochenta mil
kilómetros. La soberanía actual de
Canadá sobre gran parte de la región
ártica se basa en aquellas hazañas.
Sin embargo, la última expedición en
busca de Franklin también marcó
para la Armada británica el final de
una era de exploraciones polares.
En el año 1875, el Almirantazgo
decidió enviar el HMS Alert y el
HMS Discovery a las órdenes del
capitán sir George Nares, en busca
del polo Norte. El Alert logró batir
la marca del punto más septentrional
alcanzado, al llegar a cuatrocientas
millas del polo (83° 20' N), pero el
viaje de Nares se vio empañado por
la deshonra, ya que cuatro de sus
hombres fallecieron por culpa del
escorbuto. Los almirantes perdieron
de nuevo el interés por la
exploración polar.
Antes de la época de Scott,
hubo una interrupción de la política
del Almirantazgo de seguir tanteando
el norte, que duró veinticinco años.
Mientras Scott no era más que un
niño en la comarca de Devon, varias
personalidades londinenses
empezaron a preocuparse por la idea
de que el Reino Unido había dejado
«el norte» en manos de exploradores
de otras nacionalidades durante
demasiado tiempo; la supremacía
británica en el campo de la
exploración polar estaba amenazada
por rivales extranjeros. En el año
1881, cuando Scott dejó el colegio y
se embarcó en el buque escuela HMS
Britannia, en Plymouth, estaba claro
que los competidores más temibles
en las lides polares eran los
estadounidenses y los escandinavos.
Los más destacados eran el ingeniero
militar estadounidense Robert Peary
y el joven estudioso noruego Fridtjof
Nansen.
El porvenir de Scott como
explorador estaba en manos del
reconocido geógrafo nacido en 1830
Clements Markham, cuyo abuelo fue
arzobispo de York. A los trece años
de edad, Markham dejó la escuela de
Westminster y se alistó como cadete
en la armada. En el año 1851,
participó como guardiamarina en la
búsqueda de Franklin a bordo del
HMS Resolute, junto al teniente de
navío Leopold McClintock.
McClintock había desarrollado el
sistema de tracción humana para los
trineos que tanto impresionó a
Markham y le convenció que un
equipo de hombres disciplinados y
en forma era mucho más confiable
para los arduos recorridos del Ártico
canadiense, que los perros utilizados
por los esquimales. La ironía de la
historia quiso que McClintock
utilizara con éxito los trineos tirados
por perros en varios largos trayectos
polares posteriores.
Se podría decir que hubo dos
escuelas entre los veteranos de la
búsqueda de Franklin y que muchos
eran partidarios de los perros. El
almirante sir George Richards era un
famoso expedicionario de los años
1850, que consideraba que los
trineos eran tan pesados para el
hombre como «arrastrar un arado».
«Jamás habrá otro viaje al
Ártico con trineos tirados por el
hombre —escribió Richards—. No
dudaría en encerrar a cualquiera que
me lo propusiera en un manicomio.»
Tras su paso por el Ártico,
Markham decidió dejar la marina, en
parte por su discrepancia con unos
métodos disciplinarios que exigían
brutales castigos para los marineros.
Ingresó en el ministerio de las Indias
y logró sacar clandestinamente del
Perú semillas de quino, que los
peruanos protegían celosamente. Los
árboles trasplantados en la India se
convirtieron en una valiosa fuente de
quinina, que permitió controlar la
malaria endémica del lugar. Gracias
a sus servicios, Markham fue
nombrado secretario particular del
secretario de Estado para la India y
en 1863, cinco años antes del
nacimiento de Scott, le nombraron
secretario honorífico de la Royal
Geographical Society (RGS) de
Londres. Aprovechó su nueva
posición para promocionar la
participación británica en la
exploración polar. Asimismo, lanzó
una campaña para poner fin a los
latigazos como método disciplinario
en la Armada británica. Cuando
alcanzó la presidencia de la RGS,
anunció de forma categórica que el
principal objetivo de su mandato
sería la organización de una
expedición antártica británica.
Recurrió al Almirantazgo y al
Ministerio de Hacienda en busca del
apoyo y los fondos que necesitaba
para el proyecto. Dos años más
tarde, colaboró con los
organizadores del VI Congreso
Geográfico Internacional, en
Londres. Los delegados firmaron una
declaración unánime que animaba a
todos los países asistentes, que
incluían a la mayoría de las grandes
potencias europeas, a esforzarse en
completar la exploración científica
de la desconocida región de la
Antártida. A pesar de su satisfacción
por los resultados del congreso,
Markham debió sentir cierto malestar
al comprobar que los primeros en
responder a la llamada fueron una
expedición encabezada por el
noruego Carsten Borchgrevink, que
contaba con la participación de
inversores británicos, y otra dirigida
por el oficial de navío belga Adrien
de Gerlache de Gomery.
Markham estaba cada vez más
preocupado por el escaso éxito de
sus súplicas al Ministerio de
Hacienda, así que decidió recurrir a
los sentimientos y a las carteras de la
población. Lanzó una campaña para
recaudar fondos en dos frentes. Por
una parte se dirigió a los estudiosos,
que en una época de grandes
descubrimientos científicos sentían
curiosidad por una región tan
desconocida. En el año 1898,
Markham ya se había granjeado el
apoyo de la comunidad científica y
había presidido la RGS y la Royal
Society, así que era inevitable que la
expedición acabaría teniendo un
carácter eminentemente científico.
Por otra parte, recurrió también al
patriotismo de la población.
Se acercaba el septuagésimo
quinto aniversario del reinado de la
reina Victoria y la población bullía
con fervor patriótico. Markham sabía
que el público pedía a gritos grandes
gestas para encumbrar a sus héroes
nacionales. El sueño de ser los
primeros en llegar al polo sur era
seductor y prometía aligerar algunas
carteras, pero Markham tenía
vocación de científico y sabía que la
expedición debía incluir tres
aspectos fundamentales: la
participación de la Armada británica,
la exploración geográfica y una
misión científica. Sólo así cumpliría
con todos sus valores más
apreciados: el amor por la patria, el
interés por la geografía y
especialmente, la fe en los métodos y
las tradiciones de la Armada.
Markham quería lograr más que unos
simples estudios, realizados desde
una base estática; ansiaba realizar un
trayecto geográfico, trazar los
contornos de nuevas tierras y, con un
poco de suerte, batir la marca del
punto más meridional alcanzado.
Markham era un hombre de su
tiempo y gran parte de sus valores
Victorianos se contradecían con la
actual visión práctica de la vida,
como la creencia en el valor del
sufrimiento. Hoy en día no
percibimos el esfuerzo como un fin
en sí mismo, a pesar de las
exhortaciones de los manuales de
ejercicios, que nos informan que «no
hay beneficio sin dolor». Sin
embargo, en los tiempos de Markham
el hecho de librar una buena batalla
contra la adversidad o de batallar
contra las inclemencias de los
elementos era algo admirado por
todos los estamentos de la sociedad e
incluso por la mayoría de las
religiones. Si acuden a la hemeroteca
y consultan cualquier periódico
popular de la era victoriana,
comprobarán que la población de
aquella época hablaba, pensaba y
actuaba de un modo muy diferente a
nosotros. Se ha acusado a Markham
de ser un individuo anticuado,
retrógrado y estrecho de miras, pero
incluso su admiración por los
métodos navales de exploración era
típica de la época. A la Armada
británica que patrullaba los mares se
le podía atribuir la mayor parte del
conocimiento que se tenía sobre las
regiones polares. Markham no era
más que un hombre de su tiempo.
En 1899, la campaña de
Markham sólo había logrado reunir
14.000 libras (equivalente a unos
980.000 euros actuales) y las
perspectivas no eran muy
halagüeñas, hasta que recibió un
talón inesperado por valor de 25.000
libras (equivalente a 1.800.000
euros) del acaudalado empresario de
Hull y miembro de la Royal
Geographical Society Llewellyn
LongsTaff, que expresó a Markham
su deseo de contribuir a la
ampliación del conocimiento en el
mundo. El gobierno le proporcionó
otra agradable sorpresa cuando
ofreció una aportación de 45.000
libras (3.140.000 euros), con la
condición de que Markham recaudara
la misma cantidad de otras fuentes.
La RGS aportó otras 7.500 libras
(527.000 euros) a las arcas de
Markham, con lo que el total
ascendía ya a 90.000 libras
(6.283.000 euros). Por fin, la
expedición contaba con la
financiación necesaria.
El tiempo apremiaba y el
noruego Borchgrevink ya viajaba de
regreso a Nueva Zelanda, tras pasar
un invierno inactivo encerrado en una
cabaña prefabricada, en el cabo
Adare. No se había aventurado a
explorar el interior del continente ni
había realizado mucho trabajo
científico. Fue el primero en pasar un
invierno entero en la Antártida, pero
ya no suponía una amenaza para los
planes de Markham. Sin embargo, el
gobierno alemán había financiado
una expedición científica a las
órdenes del profesor Erich von
Drygalski, con 50.000 libras
(3.440.000 euros). Drygalski había
conseguido una impresionante
embarcación polar, el Gauss, y los
preparativos de su expedición
estaban muy avanzados. En el año
1901, cuando la expedición de
Markham y la alemana estaban a
punto de zarpar, un consorcio sueco
anunció que lanzaría una misión a las
órdenes del explorador Otto
Nordenskjóld, mientras que el
científico William S. Bruce anunció
en Edimburgo el lanzamiento de una
expedición nacional escocesa a la
Antártida.
Cuando hubo recaudado las
90.000 libras de la expedición,
Markham se dispuso a buscar a
alguien capaz de dirigirla, que
estuviera dispuesto a seguir su tutela
y sus métodos. Para Markham, la
participación activa de la Armada
británica era un requisito ineludible,
por la disciplina y la experiencia en
las regiones polares que
proporcionaría. También quería
garantizar unos buenos resultados
científicos, así que el jefe de la
expedición podía tratarse tanto de un
científico como de un oficial naval,
aunque Markham mostraba una
marcada preferencia por la segunda
opción. El director de la RGS tenía
setenta años y se había convertido en
un personaje poderoso y
manipulador, cuyas redes se
extendían desde la sede de la Royal
Geographical Society. Tenía un
encanto indudable, pero también era
una persona intransigente,
malhumorada, autoritaria y taimada.
Años después de su muerte, algunos
detractores aseguraron que a pesar
de sus años de matrimonio, Markham
era un homosexual encubierto. Sin
embargo, no existe ninguna prueba
concluyente de estos rumores.
Lo que más han criticado los
detractores de Markham ha sido su
preferencia por la tracción humana,
en vez de los trineos tirados por
perros. La Armada británica llevaba
tres siglos explorando el Ártico sin
la ayuda de esquimales,
escandinavos, estadounidenses o en
la mayoría de los casos, perros. Se
había enfrentado con éxito a
condiciones adversas y a temporales
de mar y hielo, gracias en gran
medida a su probado sistema de
tracción humana para los trineos.
Cuando los barcos quedaban
encallados en el hielo, destacamentos
de fornidos marineros arrastraban las
provisiones y las tiendas de campaña
a través de los témpanos, a veces
utilizando los botes salvavidas como
improvisados trineos. Si se topaban
con extensiones de agua entre los
témpanos, bastaba con echar los
botes al agua para seguir navegando.
Con el paso del tiempo, diseñaron
patines para los botes que facilitaban
la labor y si no esperaban toparse
con extensiones de agua, sólo
llevaban trineos. A Markham le
había impresionado sobremanera
este sistema en 1851, durante su
participación en la búsqueda de
Franklin, a bordo del Resolute.
Markham era un admirador del
sistema McClintock de tracción
humana, pero durante la década de
1850 se había empezado a emplear
otro sistema de transporte polar,
basado en técnicas esquimales y
desarrollado por los empleados de la
Hudson's Bay Company en Canadá.
El doctor John Rae, originario de las
islas Oreadas, había encabezado
varias expediciones que utilizaron
con éxito el sistema esquimal de los
trineos tirados por perros. Los
resultados obtenidos por Rae fueron
espectaculares: logró examinar más
de 870 millas de terreno inexplorado
y encabezó una de las expediciones
más afortunadas de la búsqueda de
Franklin, aunque su informe sobre la
suerte de la tripulación desaparecida
incluía indicios de canibalismo y el
público británico no quiso aceptarlo.
Los estadounidenses Charles
Hall, Elisha Kane, Francis Schwatka
y Robert Peary también utilizaron
métodos esquimales o lapones que
incluyeron viajes con esquís, con
perros y con trineos ligeros, además
del uso de ropa y botas de pieles, la
construcción de iglúes y la caza de
focas. Los norteamericanos utilizaron
todas estas técnicas en su carrera
hacia el polo Norte y no les quedaron
a la zaga los europeos más
acostumbrados al hielo y la nieve:
los escandinavos. Fridtjof Nansen y
Otto Sverdrup adoptaron y adaptaron
diversos métodos nativos, tal como
lo haría después Roald Amundsen. A
diferencia de los ingleses, los
americanos y escandinavos no tenían
preferencia alguna por una
metodología en especial y se
permitieron la libertad de estudiar y
experimentar, sin miedo a sacrificar
un sistema existente. Se beneficiaron
enormemente de esta libertad, con
una habilidad excepcional, sin
menoscabo para la opción elegida
por los británicos, cuyas
circunstancias eran diferentes.
A posteriori, los análisis
siempre son más fáciles y los
comentaristas suelen describir a
Peary y a Amundsen como
exploradores «brillantes y
versátiles», mientras que sus rivales
británicos de la escuela de Markham
eran «demasiado arrogantes para
aprender de los métodos indígenas».
Estas críticas son injustas. Markham
sabía que los esquimales eran
capaces de sobrevivir en las mismas
llanuras heladas en las que habían
fallecido los hombres de Franklin e
incluso escribió artículos eruditos
que loaban las técnicas de
supervivencia de los indígenas. Sin
embargo, no creía que los métodos
de los esquimales sirvieran para la
exploración polar. Solía explicar que
los esquimales no tenían necesidad
de aumentar sus conocimientos
geográficos y que sus técnicas de
pesca, caza y almacenamiento de
comida dependían de una base de
operaciones fija. La utilización de
dichas técnicas esquimales en una
expedición marítimo-terrestre, en
busca de un paso naval de 2.600
millas de longitud o de un nuevo
territorio, no era tan fácil como han
dado a entender algunos críticos
actuales.
Cuando a principios de 1899,
Markham empezó a buscar un jefe
para la expedición en círculos
científicos y de la Armada, tenía ya
una lista de sus oficiales navales
preferidos, que había elaborado a lo
largo de unos doce años. Hay quien
ha acusado a Markham de ser poco
flexible, pero jamás se empecinó con
los veteranos maestros polares de las
búsquedas de Franklin, sino que en
su búsqueda de un jefe para la
expedición, primó la juventud por
encima de la experiencia. Solía decir
que a cierta edad, los hombres ya no
eran tan receptivos a las ideas
nuevas y les faltaba la energía
necesaria para superar las
emergencias. Buscaba a alguien con
facilidad para las cuestiones técnicas
y con cierta predisposición a lo
científico, de modo que centró su
búsqueda en los oficiales de
artillería y torpederos. Su lista
incluía los siguientes nombres:

Capitán George Egerton, 46


años de edad. «Es el mejor
candidato, pero pasado en años.»
Capitán de fragata John de
Robeck, 37 años de edad. «Es duro
como las piedras, lleno de agallas,
un excelente compañero de
campañas.»
Capitán de fragata Murray J.
Park, 38 años de edad. «Un buen
deportista, duro como las piedras,
lleno de energía.»
Capitán de fragata Owen
Gillett, 37 años de edad. «Rebosa
energía.»
Capitán de fragata James W.
Combe. «Listo y muy ingenioso.»

El sexto hombre de un total de


once era Robert Scott, con treinta y
un años de edad, sin comentarios
junto a su nombre.
Markham había reparado en
Scott por primera vez en 1887,
cuando era uno de los doce
guardiamarinas del Rover, durante
una regata en las Antillas entre dos
botes de la armada.
—Me impresionó su
inteligencia, lo informado que estaba
y su encanto natural —dijo Markham
tras aquel primer encuentro.
El siguiente encuentro se
produjo diez años más tarde, cuando
Scott era ya un oficial torpedero a
bordo del Empress of India, que
realizaba maniobras frente a la costa
española. Markham pidió referencias
de Scott al capitán del navio, sir
George Egerton, que estaba
destinado a llegar a almirante y que
había encabezado las preferencias de
Markham. Egerton conocía bien a
Scott y sus aptitudes, así que le situó
en primer lugar de la lista de
oficiales que envió a Markham.
En junio de 1899, Markham
publicó un anuncio oficial
solicitando un jefe de expedición y al
cabo de un par de días, se topó por
casualidad con Scott, que se
encontraba de permiso en Londres.
Entablaron una conversación y Scott
se enteró de los planes de la
expedición nacional a la Antártida.
Tras escuchar las palabras de aliento
de Markham, Scott decidió solicitar
la plaza antes de regresar a su puesto
en el HMS Majestic. Tenía treinta y
un años de edad y con su sueldo de la
Armada mantenía a su madre y a dos
hermanas. Necesitaba un ascenso y
según tenía entendido, encabezar una
expedición polar le ayudaría a subir
varios peldaños.
¿Quién era Scott? Era un
desconocido oficial torpedero
destinado a morir en circunstancias
trágicas, pero también a convertirse
en un héroe del Imperio británico.
2
Scott, teniente de navio
torpedero
No disponemos de pruebas
concluyentes sobre los orígenes
familiares de Scott, pero la
información disponible parece
indicar que su familia procedía de
las tierras bajas de Escocia, quizá
del pueblo de Haddington en la
región de East Lothian. En el año
1908, el jefe de la Orden de la
Jarretera le contó a la hermana de
Scott que su familia descendía de la
casa de Buccleuch y de un rebelde
jacobino, que murió en la horca a
manos de los hombres del duque de
Cumberland. Un hijo o sobrino de
aquel rebelde llamado Robert Scott,
nacido en Leith en el año 1745, huyó
a Francia. Más adelante, ese mismo
Robert Scott se instaló cerca de
Plymouth, en el condado inglés de
Devon, donde ejerció de maestro.
Sus cuatro hijos se enrolaron en la
Marina y combatieron contra
Napoleón. Dos de ellos, Robert y
Edward, llegaron al cargo de
pagadores antes de retirarse de la
Armada y de comprar la pequeña
fábrica de cerveza Hoegate, cerca de
Plymouth. También adquirieron una
hermosa finca llamada Outlands,
cerca de Devonport, en la zona
marítima de Plymouth.
Uno de los hijos de Edward fue
el ingeniero que diseñó y supervisó
la construcción del Royal Albert
Hall. A su vez, Robert tuvo ocho
hijos; John, el más joven, fue un niño
enfermizo que aprendió el negocio de
la cervecería, mientras sus hermanos
se alistaron a las fuerzas armadas y
viajaron por todo el imperio. En el
año 1862, John contrajo matrimonio
con Hannah Cumming, hija de un
perito de la aseguradora Lloyds. El
matrimonio tuvo cuatro hijas y dos
hijos, uno de los cuales estaba
destinado a convertirse en
explorador polar: Robert Falcon,
nacido el 6 de junio de 1868 y
conocido por su familia con el apodo
de Con.
La finca de Outlands estaba
llena a rebosar, con la familia al
completo, una criada, una niñera y
varios familiares ancianos. Una de
las hermanas de Robert Scott dijo
que disfrutaron de una infancia feliz
pero sencilla. Jamás salían de la
región de Devon y su gran excursión
familiar consistía en un viaje anual a
la comedia musical del teatro de
Plymouth.
«Solíamos ir a robar manzanas
por pura diversión y por la emoción
de huir de un granjero gordo con
látigo —contó un amigo de la
infancia—. Con era muy generoso: él
tenía un pony y yo no, así que a veces
me lo prestaba.»
Scott se desplazaba a la escuela
del pueblo a lomos de su pony
Beppo. El hermano de la criada de
Outlands, William Hands, contó
muchos años más tarde que él y Con
solían salir a pescar anguilas y a
navegar en el estanque de la finca.
«Si se ponía de mal humor, la
mala cara no le duraba mucho. Le
encantaba divertirse y era un buen
amigo; con él era imposible
aburrirse.»
Al igual que su padre, Scott era
un niño enfermizo y con el pecho
delicado. Tenía tendencia al mal
humor y a la pereza. A pesar de que
sus experiencias posteriores le
endurecieron físicamente, tuvo que
controlar hasta el final de sus días
una tendencia heredada a la
depresión, la irritabilidad y la
indolencia. Su intolerancia hacia el
sufrimiento humano o animal, su
aprensión ante la sangre y su
tendencia a marearse en los barcos
no le habrían ocasionado el menor
problema, de haberse dedicado al
negocio familiar de la cerveza. Sin
embargo, sucumbió a la presión
familiar y a los relatos de aventuras
que contaban sus cuatro valientes tíos
militares. Scott y su hermano Archie
se enrolaron en las fuerzas armadas.
John Scott era un pilar de la
sociedad local: era juez de paz,
coadjutor de la iglesia, y presidente
de la asociación conservadora de la
región. Sin embargo, los gastos
familiares y los de la finca superaban
sus ingresos y cuando sus
compañeros de partido le animaron a
que se presentara a la Cámara de los
Comunes, Scott padre se tuvo que
negar por falta de fondos. Sentía
cierta frustración, si bien no era un
hombre amargado. Tenía un genio
terrible, que no mejoró cuando
decidió vender la renqueante fábrica
de cerveza y retirarse a cuidar el
jardín de Outlands.
Scott sentía mucho afecto por su
madre y sus hermanas, y mantenía
una fuerte amistad con su único
hermano. Aprendió de su padre las
consecuencias de un carácter
irascible y el efecto nocivo que tenía
sobre los demás; aquella lección le
animó a controlar su propio genio
desde una temprana edad. John Scott
tenía grandes ambiciones para sus
hijos y sintió cierta decepción
cuando las notas escolares de Con
resultaron ser mediocres. Sin duda,
Freud encontraría en esas malas
notas argumentos para explicar los
esfuerzos posteriores de Scott, por
triunfar en la vida por méritos
propios. Otra característica, además
de su salud endeble, que todos
destacaban era su capacidad de
ensoñación. Su padre le bautizó con
el apodo de «el hombre de la luna» y
aunque sus familiares no recordaban
los detalles de sus ensoñaciones,
todos mencionaban su facilidad para
ausentarse y pensar en las musarañas,
tanto en casa como en la escuela.
A los once años, Scott pasó de
la comodidad del hogar familiar y de
la escuela del pueblo, a la dura
realidad de una academia de la
Armada llamada Foster's, o
Stubbington House, que se
encontraba en Fareham. Permaneció
ahí hasta los trece años y tuvo que
pasar todas las vacaciones
estudiando, para compensar su
tendencia natural a pensar en las
musarañas. A esa edad aprobó el
examen para convertirse en cadete de
marina y se unió a la tripulación del
buque escuela Britannia, en su
amarre en el río Dart. La brusquedad
del cambio le obligó a sacudirse la
tendencia a la pereza y Scott tuvo que
adaptarse a la disciplina, a las
condiciones austeras, a la
conformidad, a la puntualidad y en
especial, al modo de vida de la
Armada británica. Su tendencia
innata al mal genio y su timidez eran
rasgos adversos en su nuevo hogar,
así que Scott aprendió a controlarlos
o a reprimirlos. Cuatro años antes, el
médico de la familia había
pronosticado que Scott jamás
entraría en la Armada, por su físico
enclenque y enfermizo, pero la vida a
bordo del Britannia empezó a
producir algunos cambios en su
estado de forma. Aprendió a trabajar
en la jarcia a treinta metros de la
cubierta, en condiciones de
vendaval; se acostumbró a dormir en
una hamaca, participó en diversos
ejercicios y maniobras, y se alimentó
a base de carne en salazón, col y
galleta.
Plymouth era el lugar que había
visto nacer a la Armada británica,
además de ser la fuente del imperio.
Sus robustas entrañas habían visto
partir a personajes de la talla de
Richard Grenville, John Hawkins,
Walter Raleigh, Martin Frobisher y
Francis Drake, entre muchos otros.
Sin embargo, en tiempos de Scott, a
pesar de que la poderosa Armada
británica aún dominaba los mares,
había empezado a encerrarse en el
pasado y no dejaba de revivir las
glorias del pasado, de Nelson y de
Trafalgar. Cuando en el año 1883, a
los quince años de edad Scott se unió
como guardiamarina a la tripulación
de su primer navio de guerra, el
HMS Boadkea, las victorias
infligidas por Prusia a los franceses
habían causado cierta preocupación
entre los almirantes apolillados y
pagados de sí mismos, que
decidieron empezar a arrinconar sus
prácticas de club náutico, para echar
un tímido vistazo a los avances de la
tecnología naval.
En el año 1883, los buques de
guerra británicos aún estaban
equipados con cañones obsoletos de
carga frontal. Era preciso implantar
cambios profundos y el proceso de
aprendizaje de Scott coincidió con
una época de modernización
acelerada. Aún faltaban treinta años
para la primera guerra mundial, pero
un puñado de oficiales clarividentes,
como el gran modernizador Jacky
Fisher, había empezado ya a
examinar la rivalidad tecnológica
entre la Armada británica y la
alemana. Entretanto, el joven
guardiamarina Robert Scott aprendía
las nociones tradicionales de la
marina de guerra, junto a los demás
450 tripulantes del buque insignia de
la flota del canal, el Boadkea.
Al igual que la mayoría de las
personas, Scott no tenía un don
natural de mando. No era tarea fácil
para él imponer su voluntad a los
demás, así que tuvo que aprender
técnicas para hacerlo, como aprendió
todas sus habilidades navales.
Asimismo, para sobrevivir en su
nuevo entorno, Scott tenía que
mostrar confianza y firmeza, así que
aprendió a desarrollar nuevas facetas
de su carácter. También tuvo que
arreglárselas con un sueldo anual de
treinta libras (equivalente a unos
2.080 euros actuales). Después de
pasar dos años a bordo del Boadkea,
se enroló en la tripulación de un
barco más pequeño: el Liberty. El
capitán del Liberty le describió como
«un oficial entusiasta y
concienzudo». Sus perspectivas
halagüeñas dentro de la Armada
parecían confirmarse al cabo de tres
meses, cuando el oficial al mando
del HMS Monarch le describió como
un muchacho «prometedor». Como
guardiamarina, o mocoso, a bordo de
un buque de guerra, el adolescente
Scott era un alumno que aprendía a
convertirse en maestro. Si lo
completaba con éxito, su aprendizaje
de cuatro años le convertiría en
alférez de navio y le proporcionaría
una plaza en la Real Academia Naval
de Greenwich, donde estudiaría para
convertirse en un oficial en toda
regla.
Scott aprendió a trabajar con
los marineros y desarrolló las
técnicas más efectivas para
mantenerlos controlados. A menudo
el adolescente se encontró en la
posición de ser el oficial de guardia
al mando de grupos que salían o
regresaban de su permiso en tierra.
En el mejor de los casos, eran
escandalosos, pero a menudo estaban
borrachos, eran hoscos y agresivos.
Una personalidad frágil no habría
estado a la altura de las
circunstancias, pero facilitaba la
labor el hecho de conocer las
costumbres y las tradiciones de la
marinería.
En diciembre de 1886, a los
dieciocho años de edad, Scott fue
asignado al HMS Rover, de la
escuadra de entrenamiento. El oficial
al mando de aquel buque dijo de él
que era «inteligente y competente».
Scott no escatimó esfuerzos, ya que
sabía que la promoción podía llegar
por dos caminos: por méritos
propios o por conexiones familiares.
En su caso, no tenía familiares
influyentes a quien recurrir, de modo
que se puso a trabajar y a estudiar.
Descubrió que poseía una voluntad
férrea y al finalizar su año en la
academia de Greenwich, fue uno de
los mejores de su promoción, con
cuatro matrículas de honor de un total
de cinco posibles.
No existen indicios de que al
alférez de navio Scott le atrajera la
idea de la exploración polar. Su
corto pero fatídico encuentro con
Markham, a bordo del Rover, figuró
en el cuaderno de notas del viejo
Clements, pero no hizo mella en los
planes de Scott, que tras su paso por
la academia ocupó una plaza en el
crucero HMS Amphion, fondeado
cerca de Vancouver.
Camino a su nuevo puesto en
Canadá, Scott se embarcó en un viejo
vapor en San Francisco, que zarpó
con rumbo a Alaska e hizo escala en
Vancouver. Durante el trayecto, se
toparon con un violento temporal que
duró varios días y generó el caos a
bordo. Las olas barrían la cubierta e
inundaban la cocina, donde se
agolpaban mujeres y niños mareados,
congelados y aterrorizados. Gran
parte de los hombres a bordo eran
mineros californianos y bebedores,
que empezaron a ponerse agresivos.
Reinaba un caos sórdido y miserable,
sin comida caliente que aliviara el
trance y con una tripulación cuya
única preocupación era mantener el
barco a flote. Scott no podía recurrir
a los métodos disciplinarios
habituales de la Armada británica, y
a sus veinte años, tuvo que
improvisar; se puso al mando de la
situación, organizó a los pasajeros en
grupos para que algunos atendieran a
los más indispuestos, otros limpiaran
la inmundicia y otros se encargaran
de repartir algo de comida, con lo
que logró mitigar un poco la
pesadilla. No dudó en recurrir a su
presencia y a sus puños para calmar
a los mineros que seguían
peleándose. Scott no necesitaba el
sistema disciplinario de la jerarquía
naval para imponer su voluntad, le
bastaba con la fuerza de su carácter.
Sin duda había aprendido durante sus
años como guardiamarina que los
métodos de la Armada eran buenos,
pero no eran los únicos.
Durante su estancia en América,
Scott estuvo asignado a otro barco, el
HMS Carolina, pero pronto regresó a
San Francisco, donde se enamoró de
la hija norteamericana de un
embajador. También tuvo escarceos
amorosos con la hija de un juez
canadiense y empezó a anotar sus
opiniones y preocupaciones en un
diario, costumbre que conservaría
durante el resto de sus días. Una
anotación de aquella época revela
que aún padecía las profundas
depresiones que le habían aquejado
de niño. «¿Cómo puedo aguantar esta
lenta enfermedad, que se apodera de
mí durante semanas? Escribo del
futuro, de la esperanza de
convertirme en una mejor persona,
pero ¿llegará ese momento algún
día?... Nadie leerá estas palabras, así
que puedo preguntarme con toda
libertad ¿cuál es el significado de
todo?»
Regresó al Reino Unido en
1891 con el rango de teniente de
navio, ansioso por especializarse en
la rama de los torpedos. El oficial al
mando del Amphion habló bien de él
en su informe. «Es un oficial joven y
prometedor que maneja a los
hombres con tacto y paciencia. Es
tranquilo e inteligente, y es probable
que se convierta en un buen oficial
torpedero.»
La decisión que tomó Scott de
especializarse en una rama técnica de
la Armada, de creciente importancia,
fue una decisión inteligente para
alguien que quería ascender
posiciones. Los torpedos eran un
instrumento táctico cada vez más
importante para las armadas rivales
de Alemania e Inglaterra. Los
ingleses habían tardado en darse
cuenta de que su superioridad naval
menguaba, pero en la década de 1890
finalmente habían encargado setenta
nuevas embarcaciones de guerra,
además de doscientos buques
torpederos; había gran demanda de
oficiales especializados en este
campo. Scott no tenía familiares
influyentes que le avalaran en la
carrera por los ascensos, así que la
destreza técnica debió parecerle una
buena ruta alternativa. Scott pasó los
siguientes dos años en Portsmouth, a
bordo del buque escuela torpedero
HMS Vernon. Su salario anual subió
a 182 libras con 10 chelines
(equivalente a 12.700 euros
actuales), aunque de ahí se deducía
el coste de todos sus uniformes.
Durante su estancia en el
Vernon, estudió las técnicas de
lanzamiento de torpedos en alta mar,
los ataques y defensas de los puertos
y los pormenores de la electricidad,
pero también tuvo ocasión de pasar
muchas jornadas de permiso en el
hogar familiar de Outlands. La
familia Scott formaba un clan unido y
leal. Sus hermanas, con quienes salía
a navegar por los ríos de Devon, y su
hermano Archie, con quien montaba a
caballo y jugaba al golf, eran sus
mejores amigos. «Su carácter
romántico le llevaba a idealizar a las
mujeres —explicó su hermana Grace,
cuando le preguntaron por las novias
de Robert—. Era fácil captar sus
atenciones, pero muy difícil
conservarlas.»
A estas alturas, Scott había
cambiado su físico enclenque por un
porte atlético y fornido y se mostraba
orgulloso de su buena forma física.
Su primo Bertie Scott recordó
habérselo topado en Londres en una
fría mañana de invierno. «Era la
única persona en toda la calle que no
estaba tapado hasta las cejas. En
realidad, ni siquiera llevaba abrigo.»
En aquella ocasión, Scott le dijo a su
primo que no le molestaba el frío. El
mismo primo contó que Scott se
había obligado a sí mismo a visitar
un matadero, en un vano intento por
superar su aborrecimiento innato de
la sangre.
La carrera naval de Scott
progresaba viento en popa y el joven
oficial conseguía los mejores
resultados del año en las
evaluaciones de navegación, además
de terminar el primero de diecinueve
candidatos en los exámenes prácticos
de la academia naval de Greenwich.
Asimismo, la estancia de Scott a
bordo del Vernon fue un éxito y todas
las evaluaciones de sus superiores
fueron positivas.
Su primer destino como
especialista fue a bordo del HMS
Vulcan, que era el crucero
técnicamente más avanzado del
mundo y combinaba las facetas de
buque de guerra, depósito de
torpedos y arsenal flotante. En la
cubierta superior había seis
relucientes torpederos en sus
pescantes, junto con un despliegue
impresionante de torpedos y baterías
de artillería. El teniente de navio
Scott ya no era un estudiante, sino un
oficial en toda regla de la Armada
más poderosa del mundo. Scott
estaba radiante con su posición en el
Vulcan. «Estoy en situación de
obtener tanta experiencia como en
una nave de combate —escribió a su
padre—. Si quiero labrarme un
futuro en el campo de los torpedos,
al que tanto esfuerzo he dedicado,
creo que este barco me ofrecerá la
mejor experiencia práctica que pueda
obtener un oficial. En realidad, ya me
considero un experto en los métodos
modernos de control de campos
minados y demás maniobras.»
Según los informes de la
Armada, el capitán de su
embarcación compartía esta
valoración positiva de Scott, cuyo
futuro era prometedor. «En la
actualidad, no tengo intención ni
deseos de dedicarme a nada que no
sea el avance de mi carrera»,
escribió Scott a una antigua novia
canadiense, de la Columbia
Británica.
Sin embargo, el destino estaba a
punto de interponerse en su camino.
Cuando fue a pasar la Navidad de
1894 en el hogar familiar, le
comunicaron que la familia estaba en
bancarrota y que se habían
dilapidado los fondos reservados por
su padre para la jubilación. Él y su
hermano Archie decidieron dejar en
suspenso sus carreras, para ayudar a
que la familia superara el trance.
Archie renunció a su posición como
suboficial de artillería y se alistó en
un regimiento con base en Nigeria,
que pagaba más y ocasionaba menos
gastos. Scott solicitó el traslado al
buque escuela HMS Defiance, para
estar más cerca del hogar familiar.
Sus hermanas encontraron trabajo:
Rose de enfermera, Ettie de actriz y
las otras dos de costureras.
La contribución de los hermanos
permitió a la familia Scott superar el
trance. A sus sesenta y tres años, el
padre alquiló la apreciada casa de
Outlands a un acaudalado pañero y
empezó a trabajar de gerente de una
fábrica de cerveza, cerca de Shepton
Mallet. Cuando se restableció el
equilibrio financiero de la familia,
Scott se concentró de nuevo en su
tema preferido: el desarrollo de los
torpedos y las minas. A estas alturas,
era reconocido ya como un experto
en la materia y le encargaron la
redacción de la sección de minas en
el manual de torpedos de la Armada
británica. También era una autoridad
en las técnicas de topografía,
magnetismo y electricidad; el suyo no
era precisamente el perfil de un
hombre anticuado o retrógrado.
En 1896, a los veintiocho años
de edad, Scott solicitó una plaza en
un barco que saliera a la mar, y se
enroló en el HMS Empress of India,
buque de guerra de la escuadra del
canal de la Mancha. Durante una
visita de Clements Markham a otro
barco de la escuadra, ambos
coincidieron de nuevo en Vigo, once
años después de su primer encuentro.
Scott volvió a impresionar al viejo
Markham, quien le recordaba a pesar
de los cientos de oficiales navales
con los que se había encontrado
durante aquellos años. «Me
impresionó más que nunca su
evidente don de mando», escribió
Markham. Un año más tarde,
Markham pidió a George Egerton,
capitán del barco de Scott, su
opinión sobre el joven oficial como
posible jefe de una expedición polar.
«Es el mejor candidato para algo así
—respondió Egerton—. Es fuerte,
confiable, jovial, con vocación
científica y con una buena dosis de
sentido común, además de ser un muy
buen oficial de la Armada.»
Scott se había convertido en el
líder indiscutible del departamento
de torpedos del HMS Empress of
India. En la inspección anual de
1896, el Almirantazgo redactó una
evaluación muy favorable de su
unidad. Los sesenta marineros al
mando de Scott respondían bien a su
dirección. Había pasado quince
largos años utilizando el sistema de
la Armada británica con la marinería
y jamás habían presentado una sola
queja en su contra; es lícito suponer
que tenía una buena relación con sus
hombres. A Scott se le daban bien
los métodos de la Armada y cuando
en la Antártida tuvo oportunidad de
cambiar de sistema, no halló motivos
para hacerlo.
En el verano de 1897,
ascendieron a Scott a la posición de
teniente de navio torpedero a bordo
del Majestk, el buque insignia de la
escuadra del canal. El Majestk era un
buque de guerra portentoso, superior
a cualquier otro barco de su época.
Contaba con una tripulación de
setecientos marineros al mando del
príncipe Louis Battenburg, nieto de
la reina Victoria. Dos de los
compañeros oficiales de Scout,
Michael Barne y Reginald Skelton,
estaban destinados a unirse a él en la
Antártida, al igual que tres de los
marineros: James Dellbridge, David
Alian y Edgar «Taft» Evans.
En octubre de 1897, cuatro
meses después de unirse Scott a la
dotación del Majestk, su padre
falleció de una dolencia cardiaca a la
edad de sesenta y seis años. Los
obreros de la fábrica de cerveza de
Hoegate, que había dirigido durante
los tres últimos años de su vida,
trasladaron el féretro de John Scott
hasta el cementerio local. El viejo
era popular entre los demás
feligreses de la iglesia y muchos de
ellos se unieron al cortejo fúnebre en
una larga procesión. Con y Archie
instalaron a su madre en Londres
junto con las dos hermanas
costureras, para que abrieran un
pequeño negocio en la plaza
Beauchamp. Asimismo, decidieron
pasarle 200 libras al año
(equivalente a 20.000 euros
actuales), para ayudarla en su
viudedad. Al cabo de un año, Archie
murió de fiebre tifoidea y a los
treinta años de edad, Scott se
convirtió en el único sustento de su
madre y sus hermanas. Siempre había
tenido un tren de vida austero, pero
ahora tuvo que reducir sus gastos al
mínimo.
Seis meses después de la muerte
de Archie, Scott se encontraba de
permiso en Londres, para visitar a la
familia en su taller de costura. El 5
de junio de 1899, bajaba por
Buckingham Palace Road tras salir
de la estación Victoria, cuando se
topó con sir Clements Markham.
Ambos pasearon juntos hasta la casa
de Markham, en Eccleston Square,
donde el viejo le contó sus planes
para una expedición polar. Esa
misma semana, tras años de
negativas, el gobierno británico le
había prometido el financiamiento
necesario para llevar a cabo la
expedición en cuanto la pudiera
organizar. Markham buscaba el
candidato idóneo para dirigir la
expedición y para una persona
supersticiosa, la aparición casual de
Scott en un momento tan propicio
parecería ser un guiño del destino.
Jamás sabremos si a alguno de ellos
se le pasó esa idea por la cabeza, ni
tenemos constancia de lo que
hablaron aquel día pero al cabo de
cuarenta y ocho horas, Scott solicitó
por carta la plaza de jefe de la
expedición. «Me disponía a
escribirle a mi viejo amigo el capitán
Egerton del Majestk para pedirle más
datos sobre él, cuando anunciaron su
visita —anotó Markham en su diario,
años más tarde—.Vino para
ofrecerse voluntario para dirigir la
expedición. Creí que sería el mejor
hombre en quien confiar tamaña
responsabilidad.»
Es posible que la memoria de
Markham le jugara una mala pasada,
o que efectivamente, Scott fuera a
visitarle de nuevo después de
solicitar la plaza por escrito. En
cualquier caso, la pregunta crucial es
¿por qué decidió Scott cambiar el
rumbo de su prometedora carrera,
sólo dos días después de enterarse
de una expedición a un lugar del que
no sabía nada? Más adelante,
reconoció que no tenía ningún interés
especial en la exploración polar.
«No le atraía la nieve, el hielo, ni
esa clase de aventura», dijo su
hermana Ettie, con quien estuvo en
contacto permanente durante aquella
época.
Durante los treinta años que
llevo leyendo sobre los exploradores
y sobre los motivos que les llevan a
elegir ese estilo de vida, he llegado a
sospechar que suele haber una gran
diferencia entre la explicación
pública que ofrecen todos
(especialmente en sus autobiografías)
y los motivos reales. En mi caso
particular, dirijo expediciones para
ganarme la vida, pero los
patrocinadores que hacen posibles
mis viajes se desesperan cuando
ofrezco una respuesta tan prosaica,
cada vez que los medios me
preguntan por qué lo hago.
Preferirían que la respuesta fuera
más novelesca, como las palabras
inmortales del héroe del Himalaya
Mallory: «Porque está ahí». Jamás he
sucumbido a esas presiones de los
patrocinadores, pero entiendo a los
exploradores que han decidido
adaptar sus recuerdos del cómo y el
porqué de sus viajes, a la demanda
del público.
Scott, al igual que Shackleton,
había pasado muchos años
embarcado, escuchando los relatos
fantásticos de viejos oficiales,
historias de acción, de guerra y de
lejanos destinos, pero él se
enfrentaba cada día a una sucesión de
ejercicios y maniobras que debía
realizar siguiendo las instrucciones
de un manual. Markham le ofreció la
posibilidad de vivir una aventura.
«Sentí que la base de su motivación
—dijo el gran escalador Edmund
Hillary sobre el explorador antártico
Vivían Fuchs— yacía en su sincero
amor por la aventura y en el orgullo
que alcanzaría él y proporcionaría a
su país, de ser el primero en lograr
una hazaña de ese calibre.»
«Necesito sentir que la vida merece
la pena —escribió Robert Swan, que
trató de emular el viaje de Scott en la
década de 1980—. Si logramos
llevar a cabo este viaje, habré
conseguido algo extraordinario que
me proporcionará la oportunidad que
ansío.» «Me enfrenté a la expedición
—dijo Reinhold Messner, que
atravesó la Antártida en 1989—,
porque sentía curiosidad y ganas de
aventura. Además, era una persona
ambiciosa, con ansia de
reconocimiento y ganas de mejorar.»
Es posible que Scott sintiera
todos o alguno de estos deseos: fama
y fortuna, amor por la patria, deseo
de vivir emociones fuertes,
esperanza de ganarse el respeto y
ascender en la Armada, o la
curiosidad de un aficionado a la
ciencia. Es probable que todos estos
motivos, y alguno más pedestre,
pasaran por la cabeza de Scott
durante los dos días que
transcurrieron desde su improvisada
entrevista con Markham hasta la
redacción de su solicitud. Siempre
había sentido una profunda
responsabilidad hacia su madre y sus
hermanas, así que debió pensar en lo
que supondría alejarse de ellas
durante un mínimo de dos años, pero
su hermana Ettie había contraído
matrimonio con un político
ambicioso, que empezaba a ayudar a
la familia y en quien Scott confiaba
para echarles una mano durante su
ausencia.
A Scott debió de halagarle la
atención que le dedicaba un
personaje reconocido como sir
Clements Markham, presidente de la
Royal Geographical Society,
veterano de las búsquedas de
Franklin y amigo de muchos
almirantes. Negarse a presentar su
solicitud, cuando se lo había
sugerido con entusiasmo Markham en
persona, habría parecido un gesto
maleducado. Además, era posible
que el proyecto nunca se llevara a
cabo, con o sin la participación de
Scott.
Existe la tentación de pensar
que la carrera de Scott estaba
estancada y que el motivo principal
de su solicitud fue el deseo de
ascender dentro de la Armada. Sin
embargo, no fue así y Scott no era
proclive a arriesgarse de un modo
insensato. Cabía la posibilidad de
que la expedición fuera un fracaso y
que resultara que él carecía de las
habilidades necesarias para
organizar y llevar a cabo un viaje de
aquellas características. Por otra
parte, Scott ya era un reconocido
experto en el campo de los torpedos
y las minas, ¿por qué echarlo todo
por la borda? Incluso el vizconde
Goschen, del Ministerio de la
Marina, expresó su preocupación
ante la idea de que Scott estuviera
«sacrificando una brillante carrera en
la Armada». El proyecto polar de
Markham distaba mucho de ser un
camino seguro hacia la gloria y las
promociones.
Tras presentar la solicitud y
completar sus días de permiso, Scott
regresó al Majestk y se concentró en
las labores cotidianas de la guerra
naval. Markham le escribió una serie
de cartas, para mantenerle informado
de sus posibilidades de resultar
elegido como director de la
expedición. El panorama no parecía
muy alentador, ya que la comisión
organizadora de la expedición estaba
formado por treinta y dos miembros
con muchas diferencias de opinión.
Sólo siete de ellos eran oficiales de
la Armada y muchos querían a un
científico a la cabeza de la
expedición, en vez de a un oficial
naval.
A pesar del apoyo del capitán
Egerton del HMS Majestk, del de su
almirante, del apoyo del ministro y el
viceministro de la marina, la
candidatura de Scott tardó un año en
superar las objeciones.
Durante ese período, Scott
seguía acumulando éxitos en su
carrera naval. La única referencia
que hizo a la expedición antártica en
las cartas a su madre fue un
comentario de que «tengo la mirada
puesta en una oportunidad, pero temo
que esté fuera de mi alcance». Lo que
no estaba fuera de su alcance era la
promoción a capitán de fragata, que
obtuvo en junio de 1900, gracias a su
hoja de servicio sobresaliente.
El mundo debía de ser un lugar
hermoso para Scott a sus treinta y
dos años de edad: el 9 de junio
Markham anunció su elección como
dirigente de la expedición nacional a
la Antártida y el 30 de junio le
informaron de su promoción. Ya era
el capitán de fragata Scott. En agosto
del 1900, concluyó su estancia a
bordo del Majestk y empezó la tarea
de convertirse en la gran esperanza
británica para la exploración polar.
Se veía obligado a aprender a un
ritmo descomunal.
3
Orden en el caos

Scott llevaba desde la


adolescencia dedicándose a tareas
administrativas en la Armada, pero
de pronto se enfrentaba a la
organización de una de las
expediciones científicas más
ambiciosas de la historia y sólo
disponía de catorce meses para
ponerlo todo a punto. Se dirigían a
una región completamente
desconocida y no podía recurrir a
nadie que le informara o le enseñara
las habilidades que necesitaría.
En la década de los setenta,
decidí organizar y dirigir la primera
circunnavegación del globo por el
eje polar. Trabajando a marchas
forzadas, con doce ayudantes y con la
ayuda de modernos sistemas de
comunicación, mi esposa y yo
dedicamos siete largos años de
trabajo a la organización del
proyecto. Scott no tenía ninguna
experiencia en la exploración polar
ni sabía a qué problemas se
enfrentaría en la Antártida, ni tan
siquiera contaba con un sistema de
telefonía eficaz en su oficina, pero
disponía de un año y dos meses para
transformar el concepto de Clements
Markham en una realidad, que debía
incluir un barco adecuado, una buena
tripulación y todo el equipo
necesario. Si quería aprovechar la
estrecha franja de navegabilidad del
verano polar, la expedición debía
zarpar a más tardar en agosto de
1901. Scott se puso a trabajar en
junio de 1900.
La presencia de Markham debía
de ser una sombra enorme que
sobrevolaba el proyecto. Markham
había definido las condiciones de la
expedición polar británica, que
simplemente no habría existido de no
ser por él. Había dedicado doce años
de su vida a convertir el proyecto en
realidad. En un esfuerzo solitario,
había recaudado fondos suficientes
para construir un barco adecuado y,
también en solitario, había logrado
que nombraran jefe de la expedición
a Scott. Sin embargo, los diez meses
transcurridos desde que Scott
solicitó la plaza, hasta su
nombramiento en abril de 1900, se
debían a disputas entre las varias
comisiones que tuvo que formar
Markham, con miembros destacados
de la RGS y la Royal Society. De no
ser por estas comisiones, Markham
no habría convencido a sus
patrocinadores, entre ellos el
Ministerio de Hacienda, de que le
entregaran la enorme cantidad de
90.000 libras, ni le habría cedido el
Almirantazgo los servicios de
oficiales a sueldo de la marina, como
Scott.
Markham era consciente de que
las comisiones eran un mal
necesario, pero llamaba a sus
miembros «profesores chiflados» o
«canallas quejosos» y opinaba que
eran una carga insoportable. No
dejaba de quejarse de ellos cuando
hablaba con Scott. Muchos de estos
«profesores chiflados» eran
miembros de la Royal Society, que
sólo habían accedido a nombrar a
Scott cuando sus propios candidatos
científicos se habían negado a
participar, o no habían estado a la
altura de la labor. Incluso un año
después del nombramiento definitivo
de Scott, muchos seguían
interponiendo dificultades en su
camino. Una diferencia fundamental
entre los partidarios de Markham y
sus oponentes de la Royal Society
era la cuestión del objetivo principal
de la expedición. ¿Debía tratarse de
una sucesión de experimentos
científicos, oceanógraficos y
geológicos? ¿O debía centrarse en la
exploración geográfica y en la
topografía? Markham y los
representantes de la RGS eran
partidarios de la segunda opción.
Cinco meses antes del
nombramiento de Scott como líder
absoluto de la expedición, las
comisiones habían elegido a un
geólogo, con amplia experiencia
adquirida como director de personal
científico en expediciones anteriores:
el profesor J. W. Gregory. La
intención de sus valedores era que
Gregory y su equipo científico
desembarcaran en algún punto
favorable de la costa antártica, en el
que instalarían un campamento base
para organizar misiones de
investigación. Después de
desembarcar a los científicos, el
barco seguiría navegando, realizando
una exploración topográfica de la
costa y recogiendo muestras del
fondo marino. En opinión de los
miembros de la Royal Society, el
capitán del barco llevaría el título de
jefe, pero no sería más que el taxista
de Gregory.
Por otra parte, el grupo de
Markham opinaba que el
representante de la Armada debía ser
capitán del barco y jefe indiscutible
de la expedición, al mando de todas
las operaciones y con la facultad de
supervisar las misiones del director
científico. Scott indicó a la comisión
mixta sus propias condiciones, un
mes después de aceptar la posición
de director. Les envió una lista de
cinco condiciones irrenunciables, de
las que dependía su continuidad
como jefe de la expedición.

1. Debo estar al mando


indiscutible de la embarcación y de
los equipos de reconocimiento. No
puede haber dos jefes.
2. Cualquier decisión que
afecte a los equipos de
reconocimiento debe someterse a mi
aprobación.
3. Debe haber por lo menos
cuatro oficiales ejecutivos, sin
contarme a mí.
4. Cualquier nuevo
nombramiento, ya sea civil o
militar, debe someterse a mi
aprobación, especialmente en el
caso de los médicos.
5. Debe quedar entendido que
los médicos cumplen ante todo una
función médica y sólo después son
miembros del personal científico y
no al revés.
6. Estoy dispuesto a insistir en
estas condiciones e incluso a
presentar mi renuncia si en mi
opinión la falta de su cumplimiento
pone en peligro el éxito de la
expedición.

El hecho de que Scott, como


jefe de la expedición, tuviera que
insistir en que le consultaran antes de
contratar a los miembros de la
misma, refleja la gravedad del
conflicto interno.
Scott debía obrar milagros y no
tenía mucho tiempo para hacerlo.
Seis días por semana, salía del piso
de su madre a primera hora de la
mañana y paseaba hasta Green Park.
A continuación corría hacia las
oficinas de la expedición en el
edificio Burlington House, de Savile
Row. Ahí se reunía con Cyril
Longhurst, un simpático muchacho
que a sus veintiún años de edad, ya
llevaba un año trabajando como
secretario de expediciones de
Markham. Durante la reunión, Scott y
Longhurst solían repasar las actas de
las interminables reuniones de las
subcomisiones. Markham había
convencido a la Armada de que
cediera tres oficiales más a la
expedición. El se encargó de
seleccionar al teniente de navio
Charles Royds como segundo de a
bordo del capitán, mientras que Scott
eligió a dos de sus antiguos
compañeros del HMS Majestk: el
teniente de navio Michael Barne y el
maquinista naval Reginald Skelton.
El barco de la expedición se
estaba construyendo en unos
astilleros escoceses, que Scott
procuraba visitar cada vez que
disponía de un momento para
hacerlo. Sin embargo, sabía que sus
visitas esporádicas no bastaban y
decidió enviar a Skelton y a Barne
hasta los muelles de Dundee, para
que supervisaran la construcción. No
había zarpado de las islas Británicas
ninguna expedición de la magnitud de
la que planeaban Markham y Scott
durante un cuarto de siglo. Cinco
semanas antes de la fecha de partida,
las comisiones encargadas de la
planificación aún discutían sobre los
objetivos exactos de la misión. Esto
podría haber resultado
tremendamente confuso y
desalentador para Scott, pero decidió
concentrarse en los aspectos que no
cambiarían, decidieran lo que
decidiesen los miembros de las
comisiones. El barco tendría que
navegar por aguas tropicales y por
los mares más bravos del mundo
antes de llegar a la Antártida. Debía
resistir la presión de los bancos de
témpanos y debía ofrecer la
posibilidad de convertirse en una
base flotante durante dos o tres años,
de ser necesario. Asimismo, el barco
debía transportar suficiente material
como para que los hombres de Scott,
los marineros y los científicos,
dispusieran del equipo necesario
para sus expediciones por hielo y por
tierras desconocidas.
El jefe científico de la
expedición, el profesor Gregory,
criticó la capacidad organizativa de
Scott, sugirió que era irreflexivo y
que ignoraba las necesidades de una
expedición polar. Es más, declaró
que Scott parecía no ser consciente
de sus limitaciones. Es comprensible
que un hombre que había perdido el
liderazgo de la expedición tras unas
largas y embrolladas negociaciones
en los comités estuviera enojado,
pero en realidad Scott era
completamente consciente de sus
limitaciones y procuraba ponerles
remedio. En el poco tiempo libre del
que disponía, leía todo lo que se
había escrito sobre expediciones
polares anteriores. Le ayudó mucho
Hugh Robert Mili, el bibliotecario de
la RGS, que había abandonado su
habitual carácter arisco y describió a
Scott como una persona
absolutamente encantadora.
«Trabamos amistad enseguida —dijo
Mili—. Si alguien era capaz de
imponer el orden en el caos en el que
se habían convertido los planes y los
preparativos, ése era Scott.» Mili
también alabó la capacidad que
demostró Scott de asimilar las
nociones básicas de oceanografía y
meteorología, a la vez que leía todo
lo que se había escrito sobre la
Antártida.
Había diversas rutas marítimas
posibles para llegar a los puntos
geográficos conocidos en las orillas
de la Antártida, pero el lugar
preferido por Markham era el
estrecho de McMurdo, descubierto
sesenta años antes por Ross. La
preferencia de Markham se basaba
en un viejo principio de la
exploración polar: si quieres
explorar territorio desconocido,
empieza en algún lugar conocido. A
diferencia de sus adversarios,
Markham opinaba que al llegar a la
bahía de McMurdo, Scott debía
echar anclas y prepararse para pasar
un invierno a bordo, con la intención
de organizar salidas a partir de la
siguiente primavera. Las
expediciones en cuestión se
encargarían de explorar el interior
desconocido del continente, al sur y
al oeste del brazo de McMurdo. «El
principal objetivo de esta expedición
—escribió Markham— será la
exploración terrestre del continente
antártico, para determinar sus rasgos
físicos, para estudiar la naturaleza de
sus rocas y encontrar fósiles que
esclarezcan su historia geológica...
Todo lo demás debe quedar al
criterio del capitán Scott.»
Durante los preparativos, Scott
recibió de manos de la comisión
varias versiones de los objetivos de
la expedición y ninguna mencionaba
el polo. Sin embargo, se
sobreentendía que si surgían rivales
de consideración, el Reino Unido
debía ser el primero en alcanzarlo.
El suministro de provisiones
avanzaba a buen ritmo: Cadbury's les
había regalado unos 1.600 kilos de
chocolate, Birds les había entregado
una buena cantidad de natillas en
polvo, Coleman había proporcionado
nueve toneladas de harina y también
habían recibido mantequilla de
Dinamarca. Empezaba a escasear el
espacio en las oficinas de la
expedición. Hubo quien criticó
después a Scott por llevar tanta
mantequilla danesa durante la
travesía de los trópicos, cuando la
podría haber conseguido en la última
escala de su viaje, en Nueva
Zelanda, desde donde zarparía a la
Antártida. En los años setenta,
nosotros también utilizamos
mantequilla danesa en vez de la
neozelandesa, por el simple motivo
de que nos la regalaron en cantidades
generosas.
Un elemento esencial de la lista
de Scott era el material de los
trineos. Los biógrafos actuales
tienden a verter duras críticas sobre
los exploradores británicos, por su
incapacidad de aprender técnicas
indígenas. Sin embargo, fue en gran
medida gracias a las técnicas
esquimales que Parry, James Clark
Ross y McClintock, todos ellos
miembros de la Armada británica,
lograron extender el alcance de sus
viajes. Llegaron a cubrir hasta 1.175
millas en setenta días, tirando de
trineos adaptados de los diseños
indígenas. Ross incluso realizó
varios viajes con acompañantes
esquimales y gracias a su ayuda,
pudo alcanzar el polo norte
magnético.
Sin embargo, la tecnología
había evolucionado desde aquellos
días. «Inglaterra no ha conservado su
fama en el campo de los trineos —
escribió Scott—. Ahora el viajero
moderno debe buscar lo mejor y lo
más reciente en el extranjero.» Scott
se refería a la ciudad de Oslo,
conocida en aquella época con el
nombre de Christiania, y al gran
explorador noruego Fridtjof Nansen,
a quien acudió en busca de consejos.
Nansen también era asesor del
profesor Erich von Drygalski, jefe de
la expedición antártica alemana, que
esperaba zarpar al mismo tiempo que
Scott. Tras despedirse de Nansen,
Scott fue a visitar a Drygalski en
Berlín y se asombró al comprobar la
eficiencia de los alemanes y el
estado avanzado de sus preparativos.
De regreso a Londres, Scott
impresionó a Markham con su relato
de la disciplina alemana y le
otorgaron poder absoluto sobre la
expedición; ya no tenía que rendir
cuentas a nadie más que al mismo
Markham.
Su valedor también le presentó
a un oficial de la marina mercante y
veterano de las expediciones árticas:
el teniente de navio Albert Armitage.
Markham quería que Armitage
acompañara a Scott como segundo de
a bordo y práctico, para las zonas de
hielo. Cuando conoció a Scott,
Armitage le deslumbró con su
experiencia de las zonas polares, ya
que tres años antes había explorado
la tierra de Franz-Josef, al norte de
Rusia, como segundo de a bordo de
la expedición Jackson-Harmsworth.
La admiración fue mutua y Armitage
accedió a unirse a la tripulación de
Scott, en la que pasó a ocuparse de
todo lo relacionado con los trineos.
Armitage era partidario de los
ponis para el transporte de los
trineos; explicaba que los ponis
podían servir como alimento para los
humanos y que el pony siberiano era
capaz de resistir las temperaturas
más inhóspitas, además de tirar de
cargas más pesadas que los perros,
en relación con la cantidad de
comida que precisaban. Además, la
carne de los ponis era más sabrosa
que la de los perros. El argumento de
que los equinos necesitaban pasto, un
bien inexistente en la Antártida,
mientras que los perros se podían
alimentar de las abundantes focas y
pingüinos, era engañoso. Cualquier
desplazamiento hacia el interior de la
Antártida les alejaría del mar y les
llevaría a zonas en las que no había
ni carne ni pasto. En ambos casos
estarían obligados a transportar
fardos de forraje o alijos de carne de
foca. Armitage prefería los ponis,
pero la cuestión del transporte no
estaba resuelta. ¿Debían los hombres
tirar ellos mismos de los trineos, tal
como deseaban Markham y el
veterano McClintock? ¿O debían
recurrir a los perros, como había
sugerido Nansen tanto a Scott como a
Drygalski?
Scott sabía que para completar
su primera travesía del casquete
glaciar de Groenlandia, Nansen
había tirado del trineo él mismo. Sin
embargo, los leñadores rusos y
canadienses utilizaban trineos con
perros para desplazarse por las
llanuras de la tundra, y en la década
de 1890, Nansen y el estadounidense
Robert Peary habían empezado a
recurrir a los mismos métodos. La
respuesta no estaba clara, aunque
Scott no esperaba encontrar muchas
llanuras de hielos lisos en el sur. En
las regiones desconocidas era
probable que se toparan con un
terreno agreste, en el que el mismo
Nansen había reconocido que los
perros no servirían de gran ayuda.
Por otra parte, Scott sabía que los
hombres se podrían enfrentar por
igual al terreno liso y al agreste.
Armitage tenía experiencia con los
ponis y los perros, pero a pesar de su
preferencia por los primeros, al fin
le encargaron que consiguiera dos
docenas de buenos perros.
Ahora que Armitage se ocupaba
de los trineos y los perros, Scott se
podía concentrar un poco más en el
barco. A finales del año 1900, se
había involucrado en las decisiones
sobre el diseño de la embarcación,
que no era tarea fácil debido a la
cantidad de requisitos que debía
cumplir. Además, la comisión
correspondiente había tomado
decisiones sobre el diseño del barco,
mucho antes de que se uniera Scott al
proyecto.
En 1899, Markham había
organizado una licitación para la
construcción del barco. Unos
astilleros de Barrow-in-Furness le
habían presentado una oferta de
90.000 libras (6,2 millones de euros
actuales) y la Dundee Shipbuilding
Company de Escocia presentó otra
de 66.000 libras (4,5 millones de
euros). Markham regateó con los
escoceses hasta llegar a 45.000
libras (3,1 millones de euros). Sabía
que los astilleros escoceses eran los
únicos de las islas Británicas que
aún contaban con la pericia y los
artesanos necesarios para construir
un gran velero de madera. Un casco
grueso de madera era imprescindible
para resistir el tremendo embate de
los hielos marinos, así que los
astilleros de Dundee encargaron pino
de Riga para una capa interior, roble
escocés para la estructura, pino tea,
caoba de Honduras y roble para el
revestimiento interior, y un
revestimiento exterior de madera de
olmo y greenheart.
El casco resultante alcanzaba un
grosor promedio de sesenta y seis
centímetros, mientras que el grosor
en la proa era de trescientos treinta
centímetros de madera maciza. El
diseño se basaba en el de los
balleneros escoceses, acostumbrados
a navegar entre los hielos polares,
pero estaba destinado a convertirse
en uno de los últimos veleros de tres
mástiles que se construirían en las
islas británicas. Asimismo, era la
primera embarcación construida
especialmente para una expedición
científica, desde un barco construido
en el año 1694 para el famoso
Halley, que dio nombre al cometa.
Tenía un sencillo mecanismo para
vaciar el agua de los motores y las
calderas y evitar así los daños por
congelación. No tenía ojos de buey ni
protuberancias innecesarias bajo la
línea de flotación y tanto el timón
como la hélice se podían quitar
desde la cubierta. Había capas de
amianto como aislante, entre los
distintos niveles estructurales. Y no
había componentes de hierro en diez
metros a la redonda del observatorio
magnético instalado en la cubierta. El
coste final del Discovery, incluyendo
las modificaciones y el motor, fue de
51.000 libras (3,5 millones de euros
actuales).
Cincuenta años antes, los
buques de vapor al carbón habían
empezado a disputar la supremacía
del transporte marítimo a los veleros,
pero aún eran mucho más lentos y les
limitaba su dependencia de un
suministro de carbón. En viajes de
duración indefinida que se
aventuraban hacia lo desconocido,
existía un riesgo demasiado grave de
quedarse sin combustible, así que el
barco de Markham debía combinar el
vapor con las velas. La copiosa
correspondencia entre Scott y su
viejo compañero del Majestk
Reginald Skelton, que también era el
jefe de máquinas del Discovery,
revela que pasaron largas horas
enfrentándose a una sucesión de
fallos de diseño. Los primeros
colaboradores que había contratado
Scott —Albert Armitage, Charles
Royds y Michael Barne— se
esmeraron en supervisar todas las
modificaciones y los requisitos
adicionales planteados por nuevas
misiones de investigación magnética
y oceanógrafica.
Sin embargo, el producto final
distaba mucho de ser perfecto, como
era de esperar de un velero
construido después de su época.
Hacía agua por todas partes y las
bombas de sentina no eran
demasiado fiables (lo cual no dejaba
de ser un problema en un barco que
hacía agua). Además, consumía
cantidades ingentes de carbón y
reaccionaba con una lentitud terrible
en el agua. Skelton era un hombre
crítico, sin pelos en la lengua. «La
calidad del trabajo de los astilleros
ha sido lamentable; los acabados del
hierro y el acero son atroces.»
La otra gran misión de Scott
consistía en reclutar a la tripulación.
Scott tenía muy claro cómo quería
dirigir la expedición y por
consiguiente, sabía muy bien la clase
de hombres que necesitaba.
«Desde el primer instante —
escribió más adelante—, estaba
decidido a reclutar una tripulación de
la Armada. Estaba convencido de
que su sentido de la disciplina me
sería de gran ayuda.» En realidad,
albergaba serias dudas sobre su
capacidad de controlar a otra clase
de marineros. Tres meses antes de la
fecha prevista de embarque, el
Ministerio de Marina accedió a
cederle unos veinte hombres, entre
suboficiales y marinería.
Legalmente, Scott no estaba
autorizado a dirigir el Discovery
bajo mandato de la Armada británica
y todos los tripulantes lo sabían. Sin
embargo, cada uno de los
voluntarios, ya fuera marinero,
oficial o científico, había accedido a
firmar un documento en el que
reconocía la autoridad absoluta del
capitán Scott, bajo las condiciones
de la Armada. Los científicos
recibirían el trato de oficiales y
comerían en el salón, o sala de
oficiales, en vez del comedor de la
marinería. Otras expediciones de la
época, organizadas con principios
más democráticos, habían padecido
problemas disciplinarios e incluso
motines por parte de alguno de los
expedicionarios. Amundsen,
Shackleton, Mawson, Borchgrevink y
De Gerlache se habían tenido que
enfrentar a situaciones de esta clase,
mientras que Scott logró organizar
dos expediciones importantes a la
región polar con más de sesenta
individuos, algunos de ellos de
personalidad problemática, y jamás
tuvo que enfrentarse a un conato de
motín. Frente a una misión compleja
y exigente, protagonizada por un
grupo de individuos dispares como
los que acompañaban a Scott, la
disciplina era un punto de partida
práctico y beneficioso. Scott era
partidario de una disciplina férrea,
pero era justo y compasivo en su
trato hacia la tripulación.
A algunos de los científicos que
acompañaron a Scott en sus dos
expediciones les costaba
sobremanera aceptar el sistema de la
Armada británica. El canadiense sir
Charles Wright, que acompañaría a
Scott en una expedición posterior,
expresó su sorpresa ante la
separación establecida entre el
capitán y sus hombres. En la Armada
británica, el capitán se encerraba en
un pequeño camarote y comunicaba
las órdenes a través de sus oficiales
y suboficiales. También le
sorprendió comprobar que las
órdenes se obedecían sin rechistar,
mientras que como científico, Wright
estaba acostumbrado a cuestionarlo
todo. Scott se enfrentaba a otro foco
potencial de problemas entre la
marinería, ya que el límite impuesto
por el Almirantazgo le había
obligado a contratar a marineros de
la marina mercante, que
tradicionalmente no se llevaban nada
bien con sus compañeros de la
Armada.
Un mito que se ha propagado
con fuerza es la idea de que la
marina mercante seguía un sistema de
consenso democrático, en el que la
disciplina sólo se imponía mediante
oficiales con una fuerte personalidad
o grandes bíceps. La realidad era
otra: las tripulaciones de la marina
mercante también se ajustaban a una
jerarquía estricta con normas propias
y los caballeros cadetes no solían
convivir con los inquilinos de las
cubiertas inferiores. Incluso se
percibían marcadas diferencias
sociales entre los maquinistas
navales y los oficiales que no eran de
máquinas. Con el tiempo, los
voluntarios de Scott fueron formando
un equipo unificado. A la luz de los
rumores de que violentos conflictos
de personalidad mermaron los
esfuerzos de la expedición, es
importante comprender los
antecedentes de los principales
personajes involucrados.
Charles Royds era de una
familia de Hampshire y estuvo
vinculado a la expedición antes
incluso que Scott. Era un protegido
de Markham, que profesaba un gran
respeto por Wyatt Rawson, tío de
Royds. El primer oficial de Scott era
alto, fuerte y atractivo, y resultó ser
un miembro popular y eficiente de la
tripulación. Scott detectó su
capacidad de trabajo y tendía a
exigirle mucho, pero Royds cumplía
sin rechistar.
Reginald Skelton fue el
preferido de Scott para el puesto
clave de jefe de máquinas del
Discovery. Se conocían desde los
tiempos del Majestk y la elección de
Skelton fue una decisión acertada de
Scott. El capitán también le encargó
que documentara la expedición con
fotografías y Skelton se convirtió en
un fotógrafo de primera.
Michael Barne era otro de los
compañeros de Scott del Majestk y
se había presentado voluntario en el
momento en que Scott se lo sugirió.
Ocupaba la plaza de tercer oficial,
por debajo de Royds.
Ni Scott ni Markham habían
elegido a los siguientes voluntarios.
El magnate de la prensa y propietario
del periódico Daily Mail, Alfred
Harmsworth, a quien más adelante
otorgarían el título de vizconde de
Northcliffe, había contribuido con
5.000 libras (350.000 euros) a la
expedición, con la condición de que
él propondría a dos miembros de la
tripulación, veteranos de las rutas
polares. A la comisión no le quedó
más remedio que aceptar sus
condiciones. El doctor Reginald
Koettlitz había sido el médico de una
expedición ártica que duró tres años,
dirigida por el capitán Frederick
Jackson y patrocinada por
Harmsworth. Había estudiado
medicina y era muy aficionado a la
botánica, además de ser especialista
en el tratamiento del escorbuto, que
en aquella época era una amenaza
constante —e incomprendida— para
las expediciones polares. El otro
candidato de Harmsworth era el
teniente de navio Albert Armitage, al
que ya hemos mencionado. Armitage
era veterano de la marina mercante,
veterano de las expediciones al
Ártico y amigo de Nansen. Era el
más experimentado miembro de la
tribulación del Discovery. Años más
tarde, Armitage describió las
circunstancias de su reclutamiento:

Fui a ver a Scott —escribió—,


y cené con su madre y su hermana.
El me cayó bien desde el primer
instante. Me instó a que me uniera a
la tripulación y me confió que no lo
lograrían sin mi ayuda. Tuve la
impresión de que seríamos amigos.
Yo quería ver la Antártida, Scott no
tenía experiencia de las labores a
las que se enfrentaba y yo las había
ejercido durante tres años. Me
convertiría en su asesor, en una
especie de niñera... Conocía lo
bastante bien la naturaleza humana
como para sentir cierta aprensión
ante los posibles resultados de
nuestro experimento, pero decidí
ignorar los argumentos en contra y
seguir mi instinto. Puedo afirmar
sin duda alguna que jamás había
conocido a un hombre tan
encantador como lo fue Scott,
durante la preparación de todos los
detalles de la expedición.

Armitage tenía fama de ser un


buen navegante en el hielo y se le
encomendó la misión de atravesar
los bancos de témpanos. Al cabo de
muchos años, quizá por culpa de
algún resentimiento soterrado,
Armitage aseguró que Markham le
había propuesto para la posición de
jefe, antes del nombramiento de
Scott.
Scott ya disponía de un equipo
de mando formado por Armitage,
como navegador y segundo de a
bordo, Charles Royds como primer
oficial y Michael Barne como
segundo oficial. Como tercer oficial,
la única plaza de mando que faltaba
por cubrir, le impusieron a un
hombre con una fuerte personalidad.
Ernest Shackleton había nacido en
Kildare, Irlanda, en 1874 y vivió ahí
hasta los diez años de edad, cuando
su padre inauguró una consulta
médica en Croydon, cerca de
Londres. Envió a Ernest a Dulwich
College, un colegio privado en el que
demostró grandes dotes para el
boxeo y la poesía. A los dieciséis
años de edad, se enroló en la marina
mercante como cadete, y a los
veinticinco, ya era tercer oficial en la
compañía naviera Union Castle. A
finales de 1900, Shackleton ocupó la
plaza de primer oficial en el Gaika,
que transportaba tropas a Ciudad del
Cabo para la guerra de los Bóers. En
aquel viaje conoció a Cedric
LongsTaff, hijo del empresario cuyas
25.000 libras (1,6 millones de euros
actuales) habían salvado a la
expedición de Markham. LongsTaff
quedó muy impresionado por
Shackleton, que ya había solicitado
una plaza en la expedición de Scott
sin éxito. Cedric convenció a su
padre de que debía presionar a
Markham para que enrolaran a
Shackleton, que de este modo llegó
hasta Scott en marzo de 1901, con el
apoyo total de Markham.
No es difícil imaginar el primer
encuentro entre ambos oficiales, en
el espacio reducido de la cabina de
Scott. Ambos hombres llevarían
trajes de lana tweed, botas lustradas
e incómodos cuellos almidonados.
Ambos eran ambiciosos, tenían un
carácter fuerte y podían mostrar tanto
un encanto irresistible como una
terca tenacidad. Ninguno de los dos
mostraba especial interés en explorar
o incluso en visitar la Antártida por
el placer de lo desconocido, pero
ambos esperaban que la aventura les
abriera muchas puertas.
¿Qué debió de opinar Scott de
Shackleton tras aquel primer
encuentro? El irlandés medía algunos
centímetros menos que él, pero era
fuerte y de espaldas anchas, con
facciones bien definidas y una
penetrante mirada azul. Tras su
reciente promoción a capitán de
fragata y su viaje a Noruega, Scott no
necesitaba llevar uniforme para
comunicar un aura de autoridad,
especialmente porque había logrado
resolver la mayoría de los problemas
del comité organizador. Por otra
parte, necesitaba un buen tercer
oficial y la Armada no estaba
dispuesta a ceder más hombres.
Pidió a Armitage que comprobara los
antecedentes de Shackleton, y su
compañero de la marina mercante le
proporcionó un informe elogioso.
Sin embargo, el destino le había
jugado a Scott una mala pasada,
porque Ernest Shackleton estaba
destinado a convertirse en su
archienemigo y en su mayor rival, o
por lo menos así han opinado cuatro
generaciones de periodistas y
biógrafos. Los celos, los engaños e
incluso el odio han sido los
ingredientes de este relato durante
años.
Scott había logrado reunir una
dotación completa de oficiales, pero
seguía la búsqueda de los científicos
para la expedición. Un miembro de
la comisión, el presidente de la
Sociedad de Zoología, buscaba a un
adjunto para la investigación de
Koettlitz que además fuera médico.
Durante una visita al parque
zoológico de Londres, se fijó en el
doctor Edward Wilson, que estaba
dibujando pájaros. Le impresionó su
talento artístico y supuso que sería un
buen ilustrador científico, así que le
animó a que solicitara plaza en la
expedición. Wilson tenía veintinueve
años y había ejercido la medicina en
el hospital St George s de Londres,
pero vagaba en busca de un camino
en la vida, ya que la medicina no le
satisfacía y mostraba mucho más
interés por la naturaleza, que se
dedicaba a dibujar con gran
habilidad. A Scott le cayó tan bien el
simpático retratista de aves que hizo
caso omiso de un informe médico,
que le declaraba no apto para la
expedición; la tuberculosis, que por
otra parte era una dolencia bastante
habitual en aquella época, había
dejado secuelas en uno de sus
pulmones. En diciembre del año
1900, Wilson se enroló en el
Discovery como médico adjunto y se
convertiría en otra muestra de la
certera intuición de Scott, respecto a
los miembros de su equipo.
La dotación de científicos se
completó con la presencia del
biólogo marino Thomas Hodgson,
del museo de Plymouth, el geólogo y
paleontólogo de Cambridge Hartley
Ferrar y el australiano Louis
Bernacchi, físico y veterano
investigador del magnetismo, que
además había estado en la Antártida
con anterioridad, con la expedición
de Borchgrevink en 1899. En aquella
ocasión había resumido su
experiencia en pocas palabras: «Por
ahí no camina, ni se arrastra ni vuela
ningún ser vivo».
Dado el tamaño del Discovery y
el reducido espacio de sus
aposentos, los expedicionarios
vivían en condiciones estrechas. La
tripulación total era de cuarenta y
siete hombres, incluidos cinco
científicos y treinta oficiales y
marineros a sueldo de la Armada,
más de los que había prometido
inicialmente el Almirantazgo. Sin
embargo, descubrirían durante la
estancia en la Antártida que cuando
las misiones científicas
desembarcaban y el Discovery se
dedicaba a explorar la costa, no
sobraba ni un alma. Al final del libro
hay una lista completa de los
tripulantes.
Durante la planificación del
viaje, los enemigos de Scott habían
organizado una última y desesperada
campaña de oposición. El cabecilla
de los opositores y candidato a
director científico, el profesor
Gregory, mostró una oposición cerril
a los planes de Markham de que el
Discovery pasara el invierno en la
Antártida, ya que eso convertiría a
Scott en el director del campamento
base. Gregory temía que bajo el
liderazgo de Scott no podría
defender la supremacía de su
preciado programa científico, y que
misiones que en su opinión eran
inferiores, como la exploración
geográfica, tomarían la delantera.
Scott y Gregory coexistieron durante
algún tiempo, pero en marzo de 1901
Gregory se quejó a la comisión de
que Scott había encargado algún
objeto para la misión científica sin
consultárselo.
Gregory se negaba a aceptar un
papel secundario con respecto al
capitán Scott (podemos suponer que
habría presentado las mismas
objeciones ante cualquier capitán de
navio de la Armada), así que ofreció
su dimisión en mayo de 1901. El
doctor George Murray, director del
Departamento de Botánica del
British Museum, accedió a unirse a
la tripulación para entrenar a los
científicos hasta la escala en
Australia. Entonces Murray
regresaría al Reino Unido y Scott se
convertiría en el responsable de la
misión científica. Scott y Gregory
lograron que su despedida fuera
amigable e incluso después del
regreso de la expedición, Scott
seguía escribiendo cartas amistosas
al científico, mientras que la reseña
que escribió Gregory del libro de
Scott no fue crítica en absoluto.
Scott ya no era sólo el capitán
del barco, sino el líder indiscutible
de cada faceta de la expedición.
Podría decirse que las intrigas de
Markham en las comisiones rindieron
fruto y lograron poner fin a la
bicefalia que había perjudicado a
expediciones anteriores.
Los objetivos de la expedición
del Discovery eran sencillos:
explorar la costa al este y al oeste de
la bahía de McMurdo y viajar en
trineo por tierra, para realizar toda la
investigación geológica y magnética
posible. Pasarían el invierno de 1902
en el hielo y si lo permitían los
fondos, permanecerían en el océano
Antártico durante un segundo
invierno. En una región tan
desconocida como aquélla, los
planes más sensatos son los que
permiten cierta flexibilidad. La
botadura del Discovery se llevó a
cabo el 21 de marzo de 1901 en
Dundee. Le instalaron los motores y
zarpó rumbo a un muelle en el East
India Dock de Londres, donde el
equipo de Scott se abalanzó encima
de él para instalar el equipo y los
instrumentos que llegaban al muelle.
La reina Victoria había
fallecido ese mismo año y no
llegaban buenas noticias para el
Reino Unido del frente de la guerra
de los Bóers. La expedición del
Discovery sirvió como un bálsamo
para los londinenses, que se
agolpaban en el muelle e incluso
subían a bordo, ante la desesperación
de los miembros de la tripulación,
especialmente de Ernest Shackleton,
encargado de las labores de estiba
bajo un sol de justicia. No faltaban
meses sino semanas hasta la fecha de
partida y el ritmo de los preparativos
se aceleraba. Skelton encontró más
fallos de construcción del barco,
pero el presupuesto aún resistía y no
dejaban de llegar provisiones y
material para arreglar los fallos.
Durante la última semana previa
a la partida, Scott tuvo la sensata
precaución de someter a todos los
tripulantes a una revisión dental, en
el hospital Guy's de Londres. En el
año 1979, yo acudí a un dentista en
Ciudad del Cabo junto con los demás
miembros de una expedición, con
quienes debía pasar dieciocho meses
en la Antártida. También quise que
todos nos hiciéramos una
apendectomía, para evitar el riesgo
de una peritonitis, pero me
disuadieron con el argumento de que
muere más gente por los efectos de la
anestesia general que por problemas
con el apéndice. A los hombres de
Scott les extrajeron noventa y dos
dientes y les rellenaron 170 caries,
con un coste de 62,45 libras (4.500
euros actuales). Los documentos de
la expedición no dejan constancia del
coste de cazar y eliminar los treinta y
un gatos salvajes que se habían
instalado a bordo.
El Discovery zarpó de Londres
el último día de julio de 1901, con el
apoyo de un público entusiasmado y
rodeado por las sirenas de los barcos
en el Támesis. Los nuevos reyes
subieron a bordo en el puerto de
Cowes y nombraron a Scott miembro
de la Real Orden de Victoria. A
pesar de lo que han dicho de él
sucesivos biógrafos, Scott siempre
rehuyó la publicidad y mientras el
Discovery perdía de vista las riadas
de admiradores, comentó que una
aventura que empezaba con vítores
aún podía acabar en tragedia. Sin
embargo, a pesar de sus temores
sobre las dificultades que se
avecinaban y su capacidad de
hacerles frente, tenía motivos para
estar orgulloso de sus logros de los
pasados doce meses, contra viento y
marea.
Para apreciar la magnitud de lo
que había conseguido Scott, basta
con comparar su experiencia con la
de Vivían Fuchs y Edmund Hillary,
cuya expedición en la década de
1950 fue la primera en cruzar la
Antártida de costa a costa. A pesar
de la amplia experiencia previa de
Fuchs en la Antártida y del apoyo
pleno de los gobiernos británico y
neozelandés, tardaron cinco años de
trabajo a tiempo completo para
organizar aquella expedición.
4
A través de la masa de
hielo (1901-1902)
El Discovery realizó su primera
escala en Funchal, en la isla de
Madeira. Durante la travesía, Scott y
su jefe de máquinas, Skelton, habían
prestado especial atención al
consumo de carbón del Discovery y
los datos obtenidos no eran muy
alentadores. Debían llegar a Nueva
Zelanda su punto de partida hacia la
Antártida a finales de noviembre, si
querían aprovechar el verano de
1901-1902 para llegar a la masa de
hielo flotante con posibilidades de
éxito. Scott sabía que tenían noventa
días para llegar de Funchal a Nueva
Zelanda, pero habían tardado ocho en
llegar hasta Madeira y los cálculos
revelaban que necesitaban aumentar
la velocidad media. Debían
aprovechar toda la potencia de los
motores además de las velas, pero no
les sobraba el espacio de estiba para
el carbón, así que Scott decidió
cancelar la mayoría de las escalas
previstas para realizar investigación
oceanógrafica y magnética. Scott
ansiaba cumplir la misión científica
encomendada al Discovery, pero en
este caso se vio obligado a ceder.
Las vías de agua detectadas en
Dundee dieron más problemas a
medida que el barco se acercaba al
ecuador y el casco de madera se
dilataba con el calor. Llegaron a
achicar veinte toneladas de agua
diarias. Poco después de su llegada a
los trópicos, el barco se llenó de un
olor nauseabundo y tras una revisión
de la sentina, descubrieron su
procedencia. El hambre o la
curiosidad habían llevado a unos
estibadores del muelle de Londres a
abrir varias latas de carne de las
provisiones de la expedición, y los
restos se habían podrido en la
sentina. Scott encargó a Shackleton la
complicada misión de reorganizar la
estiba en marcha. La velocidad y
eficacia con la que llevó a cabo la
misión el joven oficial le granjeó la
admiración de Scott.
La experiencia adquirida por
Shackleton en la marina mercante era
muy diferente a los antecedentes
militares de Scott, Royds, Barne y
Skelton, quienes no comprendían muy
bien su estilo desenfadado con la
marinería del Discovery. El marinero
de primera James Dell comentó que
Shackleton era un enigma para los
miembros de la marinería, ya que
mantenía buenas relaciones con los
integrantes de ambos mundos. El
estilo desenvuelto y populista de
Shackleton le permitía llevarse bien
con todos.
La marinería dormía en
hamacas, los suboficiales compartían
una cabina y los oficiales tenían
camarotes individuales. Todos
comían lo mismo, pero lo hacían por
separado y un par de camareros de la
Armada atendían a los oficiales, en
una mesa con manteles y cubiertos.
El principal físico de la expedición,
el australiano Bernacchi, comparó la
jerarquía naval a bordo del
Discovery con la democracia
anárquica que presenció en 1899 en
la expedición del Southern Cross, del
noruego Borchgrevink, que había
sido el primero en desembarcar y
pasar un invierno en la Antártida. La
ausencia de una jerarquía
estructurada había causado
verdaderos problemas para los diez
hombres de Borchgrevink; nadie
quiso aceptar la responsabilidad de
las decisiones cotidianas y se
impusieron la suciedad, el desorden
y la inactividad.
El 3 de octubre de 1901, ocho
semanas después de zarpar de
Londres, el Discovery llegó al
hermoso puerto de Ciudad del Cabo.
La base naval británica de la cercana
población de Simonstown ofreció a
Scott todo su apoyo. Buzos de la
Armada rascaron el casco, los
mecánicos realizaron algunas
modificaciones en la sala de
máquinas y corrigieran fallos
descubiertos durante la travesía, todo
ello sin costo alguno para la
expedición. Asimismo, el personal
administrativo del Ministerio de
Marina resolvió prácticamente todos
los requisitos que les planteó Scott,
incluido el incremento de la
tripulación con cinco voluntarios de
la Armada. El hecho de que el jefe
de la expedición fuera un capitán de
fragata de la Armada, en vez de un
científico civil, tenía sus ventajas.
Estaba previsto que George
Murray, el director científico que se
había unido a la expedición a las
órdenes de Scott, viajara junto al
resto de la tripulación hasta
Australia, pero decidió desembarcar
en Ciudad del Cabo. Aún no se había
organizado un barco de apoyo y
rescate para suministrar víveres al
Discovery durante su estancia en la
Antártida, o para iniciar su búsqueda
si desaparecía. Murray quería
empezar a organizar el barco de
apoyo cuanto antes y ya que habían
tenido que acortar la misión
oceanógrafica, lo más lógico era que
usara Ciudad del Cabo como base.
Los críticos de Scott han asegurado
que el desembarco prematuro de
Murray desvelaba un profundo
malestar entre ambos, pero los
documentos de la época lo
desmienten. Scott y Murray habían
trabado una buena amistad. «Murray
es un excelente compañero de
expedición y un muy buen director
científico», escribió Scott en
Funchal. Más adelante cambiaría su
opinión sobre la capacidad de
gestión de Murray, pero siempre
mantuvieron un trato muy cordial.
«Adiós, mi buen amigo —escribió
Murray, al despedirse de Scott en
una nota—. Dale una caricia a Scamp
[el perro de Scott] de mi parte.»
A Scott le fascinaba la misión
de los científicos y tomaba un papel
cada vez más activo en sus tareas. La
partida de Murray aumentó su
interés, que afortunadamente no
pareció molestar a los científicos.
Uno de los pocos tripulantes del
Discovery que contaba con
experiencia previa en las
expediciones polares, el físico
australiano Louis Bernacchi, se
mostraba crítico con muchos de sus
compañeros expedicionarios. Incluso
tuvo algún intercambio de palabras
con Scott, pero tomó buena nota del
creciente interés del jefe de la
expedición por las facetas científicas
del viaje, durante el largo trayecto
desde Ciudad del Cabo. «Su agilidad
mental le permitía analizar los
argumentos y las teorías con tanta
claridad que a veces dejaba en
evidencia a sus interlocutores —
escribió más adelante Bernacchi—.
Los científicos no tardaron en
aprender que debían construir sus
argumentos con cautela en su
presencia... Le interesaban todos los
campos de investigación que se
llevaban a cabo a bordo del
Discovery y a menudo sugería ideas
nuevas y originales a los
investigadores.»
Algunos expedicionarios se
habían empezado a formar una
opinión sobre la capacidad y la
personalidad de Scott. Sabían que se
habían presentado voluntarios para
una aventura muy peligrosa y que sus
posibilidades de sobrevivir
dependerían en gran medida de la
competencia de Scott. Todos eran
conscientes de que carecía de
experiencia previa en las regiones
polares y observaban cada uno de
sus gestos con interés. Prestaban gran
atención a sus reacciones ante las
pequeñas emergencias y a su
comportamiento hacia los demás
expedicionarios. Muchos mantenían
un diario, en el que plasmaban sus
ideas e impresiones. Todos sabían
que no podían dar rienda suelta a las
tensiones frente al capitán, pero se
podían desahogar en los diarios.
Aquellos lectores que no han vivido
las tremendas tensiones que causa la
convivencia obligatoria, en
condiciones extremas, suelen creer
que las confidencias vertidas en los
diarios, o las cartas enviadas a la
familia, representan una versión
razonada y fidedigna de los
acontecimientos y de los sentimientos
de quien las escribe. Sin embargo, la
experiencia adquirida en numerosas
expediciones me indica que éste no
suele ser el caso.
En las expediciones polares de
los pasados doscientos años, ha
habido casos en los que los
participantes han perdido el juicio
ante la adversidad de las condiciones
y las dificultades de la convivencia,
tanto a bordo de pequeñas
embarcaciones incrustadas en el
hielo, como en las reducidas
dimensiones de las bases antárticas.
A finales del siglo XX, se solía
llamar 'inviernitis' a las profundas
depresiones que afectaban a los
exploradores y científicos, tras
largas temporadas en las bases
polares. La denominación más
técnica de la dolencia es la de
«desorden afectivo estacional», o
SAD por sus siglas en inglés. Scott y
los suyos se enfrentaban a un
desconocimiento casi absoluto de lo
que les esperaba y la tensión
afectaba especialmente a los
encargados de los víveres, los ponis,
los perros, los prototipos de trineos
motorizados y los programas
científicos. Sin embargo, el que
soportaba la mayor carga de tensión
era el jefe de la expedición. En
aquellas circunstancias, cualquier
tendencia natural a la irritabilidad, a
la depresión, al pesimismo o a la
angustia se magnifica y sin la
presencia tranquilizadora de los
seres queridos, el medio más natural
y más exento de riesgos para
desahogarse de la frustración
contenida es el de los diarios o las
cartas a la familia. Es algo natural y
humano.
Si en la actualidad releo
algunos de los diarios que escribí
durante mis expediciones, o las
cartas que envié a mi mujer o a mi
madre, me pregunto cómo pude
expresar sentimientos tan retorcidos
y amargados sobre buenas personas a
quienes me une una sincera amistad.
La idea de que en el futuro, algún
biógrafo pueda utilizar aquellas
anotaciones improvisadas y
marcadas por la exaltación del
momento, como si fueran un reflejo
fiel de la historia, es simplemente
ridícula. En mi caso no sucederá,
pero la perspectiva adquirida me
obliga a ser precavido ante los
comentarios críticos vertidos por
expedicionarios polares, sometidos a
grandes dosis de tensión. Debo
recalcar que me refiero a los
comentarios críticos, ya que los
comentarios favorables suelen ser
muy escasos pero precisos y
acertados. Los diarios ofrecen
indicios, pero no pueden
interpretarse como pruebas
concluyentes. Algunas de las
biografías recientes de Scott, que
recalcan mucho más sus defectos que
sus logros y hazañas, han hecho un
uso tendencioso de los diarios y las
cartas de sus compañeros
expedicionarios.
El doctor Edward Wilson era
uno de los tripulantes que redactaba
un diario, y al parecer tenía buen ojo
para calibrar a la gente. Wilson
entabló una buena amistad con el
oficial Ernest Shackleton, cuyo gusto
por la poesía de Browning parecía
reflejar una profundidad intelectual
que, en opinión de Wilson, no
abundaba en muchos
expedicionarios. Wilson sentía gran
admiración por Scott... «Excepto por
su genio. Es impaciente y tiene mal
genio», escribió.
El camarero Clarence Haré veía
más a menudo a Scott que la mayoría
de los oficiales de la embarcación.
El escribió que su capitán no tenía
mal genio... «No en el sentido
habitual del término. Era
excesivamente sensible y se
alborotaba mucho si los
acontecimientos no se ajustaban al
plan previsto.»
Scott no dejaba de pensar en la
forma de aumentar la velocidad del
Discovery. Quería ir más rápido y no
soportaba los retrasos. Estaba
acostumbrado a la eficiencia de la
Armada y le molestaban las
respuestas más parsimoniosas, por
parte de algunos de los tripulantes
procedentes de la marina mercante.
El acostumbraba a enfrentarse a los
desafíos sin titubear, para
resolverlos y pasar al siguiente
problema enseguida; esperaba la
misma inmediatez y eficacia por
parte de su tripulación. «Lo explica
todo con una claridad absoluta —
explicó Wilson—. No deja nada sin
definir o al azar.» Wilson añadió que
bajo el mandato de Scott, nadie
podía vagar sin ocupación ni
objetivo.
Los diarios de Scott revelan que
a quien le exigía más en todos los
aspectos era a sí mismo. Cuando
sentía que el equipo del Discovery
había cometido algún error, solía
echarse la culpa a sí mismo, aunque
estuviera lejos del origen del error
en cuestión. Sin embargo, si creía
que las cosas fallaban por un caso de
mala suerte, no dudaba en decirlo.
Scott batallaba contra sus propias
flaquezas, que había tenido que
controlar desde la infancia pero que
en su situación actual, como capitán
de su propia embarcación y jefe de la
expedición más importante de su
país, le causaban una profunda
turbación. El camarero Clarence
Haré no tardó en percatarse de su
tendencia natural a la pereza y al
desorden, además de su esfuerzo
constante por reprimir ambos
impulsos. Haré anotó en su diario
que Scott se empeñaba en hacer su
propia colada, aunque no se le daba
nada bien. También anotó que a
pesar de que Scott fumaba, le
aconsejó que no lo hiciera él. «Me
dijo que a mi edad, si fumaba no
crecería más», explicó Haré. El
camarero también le vio vertiendo
leche sobre un plato de curry,
mientras pensaba en las musarañas.
«Estaba a punto de echarle también
azúcar, pero le detuve a tiempo y le
cambié el plato», dijo Haré. Las
risotadas de los oficiales que habían
presenciado el incidente despertaron
de golpe a Scott de sus ensoñaciones.
«Estas ausencias temporales —
escribió Bernacchi— podían
interpretarse como un presagio de las
depresiones, la irritabilidad y el mal
genio que se percibió en la segunda
expedición. Desde luego, mostraba
cierta tendencia irritable e
impaciente.» Sin embargo, a pesar de
los tres años que convivió con el
malhumorado capitán, no parece que
Bernacchi haya desarrollado una
especial antipatía hacia él. «El
elemento predominante de su
carácter es el sentido del bien y de la
justicia —escribió Bernacchi sobre
Scott—. La verdad, el derecho y la
justicia eran sus deidades, aunque no
lo eran por motivos religiosos... Se
comportaba con dignidad porque era
una persona digna.» De todos modos
la tripulación del Discovery no
tardaría en comprobar durante
noventa días de convivencia
estrecha, entre el cabeceo y el
balanceo de las olas, que la
diplomacia no era uno de los puntos
fuertes de Scott. No dudaba en
llamarle al pan, pan y al vino, vino,
sin sutilezas ni disimulos. «Uno de
sus fallos era la fuerza de sus
convicciones —escribió Bernacchi
—. No tenía paciencia para la gente
de mirada furtiva, para los ineptos o
los bravucones. No tenía un ápice de
hipocresía y esnobismo; le irritaban
los pedantes.»
A juzgar por algunos de estos
comentarios, Scott podría parecer un
tipo frío, serio y con tendencias
agresivas, pero cuando bajaba la
guardia era capaz de reír como el
que más y mostraba una sonrisa
contagiosa. En mi experiencia, una
buena forma de juzgar el carácter de
una persona consiste en observarle
después de unas copas de más. Scott
no era un gran bebedor, pero tomaba
una copa de vez en cuando, en las
ocasiones oficiales. «Le afectaba
enseguida —explicó Bernacchi—, se
ponía sonriente y de buen humor.»
No era' ésa la reacción de un tipo
agresivo. Las principales aficiones
de Scott, de las que disfrutaba a
menudo, eran la lectura y su pipa. La
pipa debía ayudarle a superar su
timidez social en las numerosas
ocasiones en las que se desataba el
bullicio en la sala de oficiales. No se
unía a la juerga, pero tampoco hacía
nada para impedirla. Se reclinaba en
su asiento y observaba los
acontecimientos, escudado tras un
velo de humo de su pipa.
Scott y Armitage mantuvieron la
máxima velocidad de marcha
posible, ya que el éxito de la misión
dependía de su llegada a Nueva
Zelanda a finales de noviembre de
1901. El 21 de octubre lograron
avanzar doscientas millas en
veinticuatro horas y al cabo de unos
días, habían avanzado ochocientas
millas en cuatro días. La popa alta y
redondeada del Discovery le
permitía abrirse camino a través de
las olas de más de diez metros sin
reducir trapo, a diferencia de la
mayoría de los buques de carga de la
época. En una ocasión, el timonel de
guardia se olvidó de fijar el timón y
el barco sufrió una tremenda orzada
con una ola inesperada, que arrojó al
timonel y a sus dos ayudantes a la
cubierta. Un marinero que vio cómo
se acercaba la ola dijo que era más
alta que la gavia. En el puente,
Barne, Wilson y Scott quedaron
sumergidos bajo las aguas heladas y
verduscas durante unos segundos que
debieron parecer una eternidad, hasta
que el barco se logró enderezar. La
sala de oficiales había quedado
inundada, la vajilla había sufrido
terribles destrozos y las notas de los
científicos estaban empapadas, así
como la indumentaria polar, que
acababan de subir de la bodega para
repartirla entre los tripulantes. Scott
anotó en su diario que la reacción del
barco reflejaba la calidad de su
diseño original.
En noviembre de 1979, el barco
polar que nos llevaba hacia la
Antártida —el Benjamín Bowring—
tenía instalado un inclinómetro de
latón que habíamos tomado prestado
del Discovery de Scott. En una
ocasión, una ola gigante nos llevó a
escorar cuarenta y siete grados en
ambas direcciones, según los datos
marcados por el viejo inclinómetro.
Nuestro barco alcanzaba una
velocidad punta en aquellas
condiciones de nueve nudos, con los
motores a toda máquina y el viento a
favor. El Discovery no pasaba de los
diez nudos. Nosotros sólo
contábamos con un miembro de la
tripulación que hubiera navegado en
esas latitudes tan meridionales. En el
barco de Scott no había ni uno. Yo
estaba aterrado. El obviamente no lo
estaba.
Cuando habían dejado atrás por
varios cientos de millas las rutas del
transporte marítimo, otra orzada
tumbó una lámpara de aceite junto a
un montón de impermeables y se
declaró un incendio a bordo. El
marinero de guardia lo detectó a
tiempo y pudo apagarlo. Scott siguió
avanzando rumbo a la latitud de 65°,
para estudiar las anomalías
magnéticas en aquella región, de
vital importancia científica. Sin
embargo, el Discovery se topó con la
masa de hielo y tuvo que aminorar la
marcha. El tiempo se les echaba
encima, de modo que completaron
las lecturas magnéticas y se
dirigieron a toda máquina hacia
Nueva Zelanda. Sólo realizaron una
breve escala en la remota isla de
Macquarie, para recoger muestras de
raras aves para Wilson.
Scott obligó a la tripulación a
comerse los desagradables restos de
los pingüinos y demás aves de
Wilson, una vez despellejados.

«Temía que los hombres


opondrían una mayor resistencia a
esta alimentación, que en más de una
ocasión será la única de la que
dispondremos —escribió Scott—,
pero me sorprendió comprobar que
no mostraron una especial aversión.
Al contrario, muchos proclamaron
que la comida era excelente y todos
entendieron que debían
acostumbrarse a ella. Nadie mostró
un prejuicio más enraizado que el
mío.» Algunos biógrafos modernos
han acusado a Scott de no haber
prestado suficiente atención a la
necesidad de proveerse de alimentos
frescos, para evitar el escorbuto,
pero la experiencia mencionada
demuestra lo contrario.
Cuando aún faltaban dos días de
camino para llegar a Nueva Zelanda,
Scott escribió que se habían topado
con las condiciones más extremas a
las que se podían enfrentar; el
inclinómetro marcó una escora
inaudita de 56°. El 28 de noviembre
de 1901, fondearon dentro de los
plazos previstos frente al puerto
neozelandés de Lyttelton y
demostraron así un eficiente dominio
de la navegación.
A pesar de los deseos de Scott,
el Discovery no pudo abastecerse de
combustible y seguir su camino
rumbo a la Antártida de inmediato.
El roce con la masa de hielo durante
las investigaciones magnéticas había
causado desperfectos en el casco y
las bombas necesitaban una hora
diaria para vaciar el agua que se
acumulaba en la sentina. Era esencial
sacar el barco a un dique seco, para
realizar las reparaciones necesarias.
Había que desembarcarlo todo y
Scott eligió a Shackleton para dirigir
esta delicada operación. Cuando
completaran las reparaciones,
Shackleton debía asegurarse que
estibaran cada objeto en el mismo
lugar del que había salido. Hacía
falta mucha mano de obra para
completar la tarea, pero la
tripulación estaba agotada tras un
viaje largo y exigente. Todos estaban
de permiso y disfrutaban de una
merecida juerga. Gracias a la
hospitalidad neozelandesa, a las tres
de la mañana ni un miembro de la
tripulación estaba sobrio. «Ha
habido muchas peleas y grandes
muestras de ebriedad a bordo —
anotó Skelton en su diario—. Espero
que despidan a dos de los
marineros.» Skelton llevó a los
marineros en cuestión ante Scott,
pero éste se limitó a echarles una
bronca. Sospecho que no les
despidió porque no estaba seguro de
encontrar quien les reemplazara. Sin
embargo, los deseos de Skelton se
cumplirían en parte cuando a uno le
degradaron el rango y el otro desertó.
Ocupó su plaza un excelente
marinero irlandés de la Armada
británica, Thomas Crean.
Tras la prolongada demora que
ocasionó la búsqueda infructuosa de
las vías de agua en el casco, Scott
aceptó a regañadientes que su única
opción consistía en zarpar rumbo al
sur en un barco lento que hacía
aguas, con la esperanza de que las
condiciones meteorológicas y las
bombas de achique les permitieran
mantenerse a flote. Por si fuera poco,
cuando Shackleton logró estibar tres
años de provisiones en la bodega, no
quedaba espacio suficiente para las
treinta toneladas de chozas
prefabricadas, cuarenta toneladas de
carbón y siete mil litros de parafina
que aún faltaban por cargar.
Trincaron todo el material sobrante
en cubierta, pero el Discovery quedó
en un estado muy inestable, con la
línea de flotación muy alta.
Antes de zarpar, ataron en
medio del barco a los veintitrés
perros de trineo que había encargado
Scott de Rusia. Sin embargo, los
animales empezaron a pelearse tanto
como los marineros, aunque en su
caso no tenían la excusa del alcohol.
Scott envió a su pequeño terrier,
Scamp, a casa de unos amigos suyos
neozelandeses. Temía que con la
combinación del frío extremo y una
manada de perros esquimales
hambrientos, Scamp no llegaría vivo
al final de la expedición. Shackleton
mandó construir un pequeño corral
para las cuarenta y cinco ovejas que
les había regalado un pastor local y
estibó forraje entre los tanques de
gas.
Cuando el Discovery soltó
amarras y se alejó del muelle de
Lyttelton, el 21 de diciembre de
1901, los vítores de la multitud se
mezclaron con los balidos y los
ladridos que sonaban a bordo. La
tripulación, trepada en la jarcia,
estaba saludando a los espectadores
cuando el marinero Charles Bonner
se resbaló y cayó desde lo más alto
del estay del palo mayor. Tras darse
varios golpes en la jarcia, se fracturó
el cráneo en los chigres de cubierta.
Es probable que Bonner estuviera
sobrio, pero Skelton anotó en su
diario que durante la subida a la
jarcia, llevaba una botella vacía de
whisky que le había entregado su
compañero Robert Sinclair. Presa
del pánico, Sinclair se dio a la fuga
cuando desembarcaron el cuerpo de
Bonner. Técnicamente se convirtió
en un desertor, pero Scott se mostró
compasivo y no informó a la policía
del caso. Bonner recibió un entierro
con todos los honores de la Armada
y Scott canceló los festejos
navideños que había previsto.
El Discovery se dirigió al sur
desde las hospitalarias costas de
Nueva Zelanda y enseguida entró en
un denso banco de niebla. Los
hombres de Scott estaban solos y se
dirigían a una región desconocida, en
la que millones de toneladas de hielo
aplastaban los barcos y en la que no
había presencia humana. Ya lo decía
una canción tradicional de
balleneros: «Por debajo de los
cuarenta grados sur, no existe la ley,
por debajo de los cincuenta grados
sur, no existe Dios».
5
Primer contacto con la
Gran Barrera, 1902
El día de Año Nuevo, Scott
sacó las raciones de ponche de
whisky para organizar una fiesta, y al
día siguiente, el Discovery pasó
junto a su primer iceberg. Un día más
tarde, el 3 de enero de 1902, el
Discovery penetró en el círculo polar
y se topó con la primera masa
dispersa de hielo flotante. Scott sabía
que Ross había tardado cuarenta y
seis días en atravesar la capa de
hielo flotante que protegía al
continente antártico y que en el
Ártico, algunos barcos se habían
perdido al ser aplastados como
nueces por millones de toneladas de
hielo.
Scott detuvo la marcha entre
unos témpanos de un metro y medio
de grosor, para que Wilson
recolectara muestras ornitológicas.
Asimismo, Scott aprovechó para
conseguir más raciones para el
invierno: cazaron seis focas y las
colgaron de la jarcia para
congelarlas. Al día siguiente, Scott
envió a sus hombres a que cortaran
bloques de hielo para reabastecer el
suministro de agua. Con el tiempo, el
hielo marino pierde su contenido de
sal, y al derretirse, los témpanos más
antiguos se convierten en agua dulce
y potable. Esto le permitió a Scott
dejar de utilizar la planta
desalinizadora al vapor y conservar
así el valioso suministro de carbón.
El 5 de enero de 1902, el
Discovery seguía atrapado entre los
témpanos y Scott decidió celebrar la
Navidad, ya que habían cancelado la
celebración original por la muerte
del marinero Bonner. Entregaron
esquís a los científicos, oficiales y
marineros, para que todos tuvieran la
primera oportunidad de utilizarlos,
como parte de la diversión navideña.
Incluso en la cuna escandinava del
esquí de fondo, en aquella época
sólo utilizaban un único bastón de
dos metros de longitud, que servía
para impulsarse con ambas manos,
como si de un remo se tratara. Los
esquís no eran más que unos tablones
de madera, mucho más pesados que
los modelos actuales. Las fotografías
que nos han llegado de aquella
primera jornada navideña de esquí
son muy cómicas y nos muestran a la
mitad de los tripulantes tendidos en
la nieve. Sin embargo tras un par de
horas de aprendizaje, algunos
empezaban a dominar la técnica. Se
organizó una carrera de tres
kilómetros por el hielo, encendieron
fuegos artificiales y celebraron una
sesión de canciones a bordo, todo
ello amenizado con una ración extra
de ron.
Scott había leído toda la
información disponible sobre los
trineos de tracción humana y sabía
que sus antecesores en la exploración
polar no habían utilizado esquís.
Sabía que las técnicas de descenso
de pendientes y el deslizamiento del
esquí nórdico no les servirían de
mucho a sus hombres, que tendrían
que tirar de pesados trineos por
superficies agrestes. Por
consiguiente, el dominio del esquí no
era un elemento importante de sus
planes, ya que no hacía falta mucha
técnica para arrastrar un trineo por
una superficie plana.
El 7 de enero, las nubes se
oscurecieron hacia el sur, como sólo
lo hacían en la masa de hielo flotante
por el reflejo de oscuras corrientes
de agua entre los témpanos. El día
siguiente por la mañana, el
Discovery se liberó del hielo y pudo
navegar de nuevo bajo un cielo
despejado. Scott había tenido mejor
suerte aún que Ross, al atravesar la
masa de hielo en sólo cuatro días.
Izaron todas las velas y no tardaron
en avistar en el horizonte meridional
los picos de Tierra de Victoria.
Fondearon frente a una segunda
masa de hielo flotante, a unas cinco
millas de los refugios abandonados
de la expedición de Borchgrevink, en
el cabo Adare. Scott desembarcó en
un chinchorro a remos con Bernacchi
y algunos marineros, para dejar un
bote sellado que contenía un resumen
de sus planes. Éste sería el primero
de una serie de pistas, que podrían
salvarles la vida si se encontraban en
dificultades. Si necesitaban que la
embarcación de apoyo de Markham
les rescatara, con un poco de suerte
podría localizar al Discovery gracias
a estas pistas.
Las órdenes originales que
había recibido Scott del comité
organizador le indicaban que
explorara la costa, desde el cabo
Adare hasta el estrecho de
McMurdo, y que localizara todos los
posibles puertos por el camino. Al
llegar a McMurdo y a su volcán,
Scott debía seguir por la Gran
Barrera y reclamar como propiedad
británica cualquier nuevo territorio
que hallara. Costear por el litoral de
la Antártida era la navegación más
peligrosa a la que se podía enfrentar
no sólo un barco como el Discovery,
sino cualquier otra clase de
embarcación excepto un moderno
rompehielos. En los fiordos y en los
pasajes entre islas costeras, incluso
en extensiones de agua más amplias
como el estrecho de McMurdo, las
condiciones pueden cambiar en un
abrir y cerrar de ojos, pasando de
mar abierto a masas compactas de
témpanos, capaces de aplastar
cualquier objeto que se interponga en
su camino. Sin embargo, la misión de
Scott consistía precisamente en
adentrarse en todos los recovecos de
esta peligrosa costa. Estarían
cortejando el peligro y Scott lo
sabía; organizó turnos dobles de
guardia y puso a vigilar también a los
científicos.
El 7 de enero, Skelton y
Shackleton cazaron un enorme león
marino. A Wilson le habían
encargado las provisiones de carne y
estaba encantado con la pieza
capturada. «Pesaba casi una tonelada
e hizo falta la ayuda de todos los
tripulantes de guardia para subirlo a
bordo. Era una bestia enorme con la
boca repleta de colmillos y una
cabeza más grande que la de un oso
polar», escribió. «Con el paso del
tiempo —anotó Scott en su diario—,
llegamos a disfrutar sobremanera de
los filetes de león marino y a
regocijarnos ante la idea del hígado
o los riñones de foca.» Sin embargo,
a algunos tripulantes les costó un
poco más desarrollar esta fruición de
la carne de foca.
El 14 de enero de 1902 un
temporal de fuerza once, con vientos
de 120 kilómetros por hora, obligó a
Scott a buscar refugio al sotavento de
la isla Coulman, con ambos motores
a toda máquina para luchar contra la
fuerza de la corriente, que amenazaba
con sacar al Discovery del abrigo de
la isla. Los grandes icebergs pasaban
flotando a gran velocidad, todos
ellos capaces de hundir el barco en
cuestión de minutos. El día siguiente,
cuando amainó el temporal, el
capitán Scott se acercó en un
chinchorro a una de las islas de la
bahía, para dejar firmemente
amarrado el segundo mensaje para el
buque de rescate.
Pasaron dos semanas navegando
hacia el sur y escapando por los
pelos de las encerronas de los
témpanos. Localizaron dos puertos
naturales en el trayecto hacia el
estrecho de McMurdo, adonde
llegaron el 21 de enero. Tenían la
esperanza de que los dos volcanes
avistados por Ross —a los que
bautizó con el nombre de sus barcos,
Erebus y Terror— estuvieran en una
isla que les ofreciera un pasaje
navegable hacia el sur, y se
enfrentaron a los témpanos en el
estrecho de McMurdo. Sin embargo,
se toparon con un muro impenetrable
de acantilados y desistieron de sus
intentos. A la medianoche se dieron
la vuelta, para regresar hacia el norte
y el este, con la esperanza de pasar
los volcanes por ahí. En un cabo
nororiental, próximo al punto en el
que se unían la ladera de los
volcanes y la orilla occidental de la
Gran Barrera helada, Scott, Wilson,
Royds y algún otro tripulante trataron
de desembarcar a remo, por un paso
aterrador entre dos icebergs que
amenazaban con echárseles encima.
Aquel lugar, el cabo Crozier, era
otro de los puntos acordados para
dejar sus mensajes, además de ser un
posible punto de partida para las
misiones a trineo hacia el interior.
«Había un fuerte oleaje —
escribió Wilson, sobre aquel
desembarco a remos—, y las olas se
estrellaban con furia contra la costa...
Fue un espectáculo que jamás
olvidaré. En los icebergs había
cuevas enormes, con arcos y túneles,
en los que rompía el oleaje con gran
estruendo. El mar estaba lleno de
pingüinos, que no dejaban de
aparecer y desaparecer como
conejos.» De algún modo, lograron
desembarcar y dejar el mensaje
firmemente amarrado e incluso
pudieron reunir algunas muestras
geológicas.
Scott había identificado dos
puertos naturales y desveló sus
planes a los demás miembros de la
tripulación. Uno de los marineros, el
fogonero Plumley, resumió las
palabras del capitán en su diario: «El
destacamento de exploración anunció
que [el puerto de Granite] era un
buen lugar para fondear y que si no
encontrábamos otro mejor,
regresaríamos ahí para pasar el
invierno».
Tras aquel anuncio, todos
sabían ya que la tripulación entera
pasaría el invierno a bordo y no sólo
un reducido grupo de
expedicionarios. Además del barco,
contarían con un pequeño refugio
prefabricado en tierra firme, que
utilizarían como observatorio.
Cuando se enrolaron en la misión,
todos habían aceptado la posibilidad
de pasar el invierno en la Antártida,
pero algunos albergaban esperanzas
de que el Discovery regresara a
Nueva Zelanda a pasar los meses
invernales. Sin embargo, estos
optimistas quedaron defraudados.
El 29 de enero de 1902, a las
doce del mediodía, el Discovery
superó finalmente el punto más
lejano alcanzado por la expedición
del capitán James Ross, durante su
exploración de la Gran Barrera
helada. En aquel punto, Ross había
informado de la posible presencia de
tierra al sudeste. Armitage, el
práctico designado para las zonas de
témpanos, calculó que hacia el sur, la
barrera medía por lo menos 150
metros de altura. Algunos icebergs
que flotaron junto al Discovery
vueltos del revés mostraban restos de
roca y de tierra, y el geólogo Ferrar
se acercó a ellos, para recoger
algunas muestras. Scott y los
científicos estaban convencidos de
que estas muestras demostraban la
existencia de la tierra avistada por
Ross. Por desgracia, les envolvió la
niebla; pero el día siguiente los
vigías avistaron la oscura pared de
un acantilado. A cien millas del
punto más lejano alcanzado por la
expedición de Ross, habían divisado
tierra y habían determinado otro
punto del contorno de la Antártida.
Lo bautizaron con el nombre de
Tierra del rey Eduardo VII y hoy lo
conocemos como península del rey
Eduardo VII.
Las órdenes del comité eran que
si Scott avistaba tierra y localizaba
algún puerto adecuado, debía fondear
en este sector oriental de la costa
para pasar el invierno. Sin embargo,
no habían localizado un buen punto
de fondeo e incluso se habían
perdido entre los témpanos en la
niebla, de modo que Scott tomó la
sensata decisión de regresar hacia el
oeste y la costa conocida del
estrecho de McMurdo.
El día siguiente, Scott reunió a
los tripulantes y les informó de sus
planes: el Discovery pasaría el
invierno en el puerto más meridional
del estrecho de McMurdo y de ahí
partirían dos expediciones de trineos
el verano siguiente, para explorar la
región de los volcanes. Otra
expedición saldría rumbo al sur,
mientras el barco de apoyo
prometido por Markham les
alcanzaría gracias a los mensajes
depositados en los puntos acordados.
El barco de apoyo recogería a
Armitage y le dejaría con un cuarto
equipo de trineos, en algún punto de
la costa con acceso al polo Sur
magnético. Tras esta misión, el barco
de apoyo recogería a los
expedicionarios de Armitage y les
llevaría de regreso a Nueva Zelanda.
El Discovery se encargaría de
recoger a las otras tres misiones,
para explorar un poco más hacia el
oeste, antes de regresar a Nueva
Zelanda para reabastecerse y reparar
el barco. En el verano de 1903,
tendrían ocasión de explorar más a
fondo la nueva tierra descubierta en
el este. Incluso el crítico Royds
alabó el plan de Scott, mientras que
Armitage, que se había enrolado en
la expedición con la condición de
dirigir una misión larga a trineo,
quedó satisfecho.
Unas horas más tarde, el oficial
de guardia detectó una abertura en la
Gran Barrera de hielo, que había
pasado desapercibida en el paso
anterior bajo la niebla. Se trataba de
un canal de unas dos millas de ancho
y unas doce de profundidad. En la
entrada del canal, los acantilados de
hielo medían más de cuarenta metros
de altura, pero hacia el final sólo
medían tres metros, así que los
hombres pudieron desembarcar.
Scott llevaba un globo
aerostático de hidrógeno, con una
cesta en la que podía viajar un único
pasajero. Esperaba utilizar el globo
para observar el interior de la Gran
Barrera helada, pero si el viento
viraba al norte, los icebergs entrarían
en el canal y aplastarían el
Discovery, de modo que Scott no
tenía intenciones de permanecer ahí
mucho tiempo. Mientras Skelton y
Shackleton armaban el frágil
revestimiento y los tanques de gas en
el hielo, Wilson expresaba sus
recelos ante el plan. «Se trata de un
pasatiempo terriblemente peligroso
—anotó en su diario—, en manos de
unos novatos con tan poca
experiencia.» El primero en probar
el globo —al que llamaron Eva—
fue Scott, que echó demasiado lastre
por la borda y estuvo a punto de no
poderlo contar. A una altitud de 180
metros, no se veía mucho a través de
sus prismáticos. Esto se debía en
parte a la mala visibilidad, pero
también a que la Gran Barrera era
una gran superficie, del mismo
tamaño que Francia, sin apenas
rasgos distintivos.
Se trataba de un territorio
desconocido y Scott no sabía si se
trataba de un enorme iceberg o de
una masa compacta de hielo flotante;
no sabía si el hielo estaba unido a
tierra firme ni hasta dónde llegaba.
El globo aerostático del Discovery
no proporcionó la respuesta a
ninguna de estas preguntas, ni
siquiera cuando Shackleton ascendió
hasta una altura de 250 metros y tomó
fotografías aéreas con su cámara.
Arreció el viento, se desgarró el
revestimiento y comprobaron que la
válvula principal de hidrógeno del
globo no era muy fiable. El globo
Eva resultó ser demasiado peligroso
y decidieron suspender los vuelos,
pero se habían convertido en los
primeros hombres en surcar los
cielos de la Antártida.
Scott había decidido que la
escala para probar el globo sólo
podía durar 24 horas, en parte para
evitar el peligro de quedar atrapados
por un iceberg, pero en gran medida
porque el corto verano polar llegaba
a su fin y quería alcanzar el abrigo
del estrecho de McMurdo, antes de
que se congelara el mar y les dejara
aislados. Durante los experimentos
con el globo, dos de los tres
expedicionarios con experiencia en
las regiones polares, Armitage y
Bernacchi, se llevaron a cuatro
marineros y se alejaron con un trineo
para explorar el interior y realizar
unas lecturas magnéticas. Scott
autorizó la salida pero les ordenó
que regresaran en un plazo máximo
de 24 horas. No tardaron en
comprobar que la zona costera de la
Gran Barrera estaba repleta de
pequeños valles con profundas
grietas, que debían evitar.
Con una carga de cien kilos en
el trineo, el grupo de Armitage
avanzó a unos cinco kilómetros por
hora durante unas dos o tres horas,
antes de montar el campamento. Se
percataron de que con las prisas por
salir, se habían dejado una de las
tiendas de campaña, así que
Bernacchi tuvo que pasar la noche a
la intemperie; los diecisiete grados
bajo cero sirvieron para comprobar
la calidad de su ropa protectora. Al
día siguiente, cuatro de los hombres
esquiaron dieciocho kilómetros hacia
el sur, con la esperanza de batir la
marca obtenida por la expedición del
Southern Cross, que alcanzó el punto
más meridional tras pasar un
invierno en el refugio del cabo
Adare, dos años antes. Armitage
aseguró haber batido la plusmarca,
pero Scott confesó que «en aquella
época teníamos tendencia a exagerar
la distancia recorrida en nuestras
salidas». No es probable que la
pequeña expedición de Armitage
haya superado la marca alcanzada
por los expedicionarios del Southern
Cross.
Durante la ausencia del equipo
y del trineo, Scott envió a otro grupo
a cazar alguna foca. No sabía si aún
se conseguirían focas cuando llegara
el invierno, pero necesitaban carne
fresca para prevenir el escorbuto,
que era la peor pesadilla de todas las
expediciones que pasaban una
temporada en las regiones polares.
En aquella época había muchas
teorías sobre el origen y las posibles
soluciones de la enfermedad, pero no
se sabía nada con certeza. Se creía
que el sol, la higiene, la carne fresca,
las frutas y las verduras ayudaban a
impedir la enfermedad y había
quienes opinaban que los alimentos
enlatados tenían tendencia a
contaminarse y contribuían al
escorbuto, entre ellos el propio Scott
y el doctor Koettlitz, médico
principal de la expedición. Como
segundo médico, a Wilson le tocaba
el cuestionable honor de catar el
contenido de las latas, para
comprobar que no estuvieran
contaminadas.
Scott aborrecía la muerte de los
animales, pero procuró arrinconar
esta aparente debilidad de su
carácter y mandaba a sus hombres de
caza cada vez que surgía la
oportunidad. En el brazo de mar en el
que se encontraban, bautizado con el
nombre de ensenada del Globo, vivía
una colonia de unas cien focas, que
tomaban el sol en la playa helada y
no parecían prestar mucha atención a
los primeros seres humanos que les
visitaban. Sus ojos no mostraban el
temor sino una ligera curiosidad
hacia los hombres designados por
Scott para cazarlos. Scott confesó en
su diario la vergüenza y las náuseas
que le provocaba esta profanación de
un reducto que conserva su belleza
natural... «Pero a menudo las
necesidades del hombre son
horrendas y debemos sobrevivir»,
anotó.
Cuando regresaron los
miembros de la expedición a trineo,
el Discovery zarpó de nuevo rumbo
al oeste. Se acercó a los volcanes y
se deslizó junto a las faldas del
monte Terror, antes de entrar en el
estrecho de McMurdo. Con el cielo
despejado y una lluvia de hielo que
caía de la jarcia congelada, el
práctico Armitage llevó el barco por
la masa de hielo, empujando los
témpanos con el casco. Siguieron
tanteando la costa hacia el sur, hasta
que llegaron a una cadena de cerros
que descendía desde la ladera del
volcán y formaba una estrecha
península occidental, con bahías a
ambos lados del promontorio. Scott
indicó a Armitage que se acercara a
la más septentrional de las bahías,
que bautizó con el nombre de Arrival
Bay —bahía de la llegada—. Scott y
Skelton recorrieron diez millas a pie
por la superficie helada del mar,
hasta que doblaron otro cabo y
vieron la superficie de la Gran
Barrera, que parecía extenderse hasta
el polo Sur. El geólogo Hartley
Ferrar escaló un cerro cónico más
allá de la segunda bahía e informó
que las laderas de los dos volcanes
no se comunicaban con las
cordilleras montañosas más al sur,
sino que se encontraban en una isla
volcánica, que sólo estaba unida a
las lejanas montañas por la gran
extensión de la barrera helada. A la
montaña cónica le pusieron el
nombre de monte Observatorio.
Tras una exploración más
exhaustiva a pie, descubrieron que la
bahía directamente al sur del lugar en
el que habían fondeado era un puerto
natural perfecto para pasar el
invierno, ya que la poca profundidad
impediría la entrada de icebergs.
Maniobraron con cautela entre los
escollos y entraron en la bahía
siguiente a la de su llegada. Dieron a
su nuevo hogar el nombre de Hut
Point, bahía del Refugio. Los
maquinistas y el carpintero pasaron
las siguientes dos semanas erigiendo
el refugio principal, de treinta
toneladas, además de dos refugios
menores para la investigación
magnética y las casetas de los perros,
todo ello en un promontorio de grava
que dominaba el lugar de fondeo del
barco. Desembarcaron ocho
toneladas de víveres por si el barco
se veía obligado a alejarse mientras
hubiera equipos en tierra o por si
sufrían un incendio a bordo.
Bernacchi era el único
expedicionario que había pasado ya
un invierno en la Antártida, pero lo
había hecho unas 370 millas más al
norte y ni él ni Scott sabían cómo les
trataría el hielo.
A mediados de la década de
1980, una expedición llamada «In the
footsteps of Scott» —en los pasos de
Scott— zarpó del Reino Unido en un
potente pesquero de arrastre del Mar
del Norte, reforzado para navegar
por la masa de hielo flotante.
Llegaron a la bahía de McMurdo en
la época más propicia, a mediados
de verano, y contaban con la
presencia de rompehielos de los
guardacostas estadounidenses en la
zona. Un desplazamiento inesperado
de la masa de hielo aplastó su barco
y lo hundió en cuestión de horas. En
1985, llegó un helicóptero de los
guardacostas para rescatar a los
tripulantes de aquella expedición,
pero en el año 1902, nadie conocía
la posición exacta del Discovery y
cualquier paso en falso, cualquier
golpe de mala suerte, podría
convertirse en una tragedia como la
que había sufrido la expedición de
Franklin.
Las únicas personas que se
encontraban en la Antártida en ese
momento además de Scott y los suyos
—los únicos otros habitantes del
círculo polar antartico— eran los
miembros de las expediciones sueca
y alemana, que no estaban en
condiciones de rescatar a nadie. La
expedición alemana del profesor
Drygalski, cuyos preparativos tanto
habían impresionado a Scott, habían
quedado atrapados por la masa de
hielo flotante a su llegada a las
costas de la Antártida. No sólo se
encontraban incomunicados, sino que
su propia supervivencia peligraba.
La expedición Scotia (1902-1904),
dirigida por el oceanógrafo y doctor
escocés William Bruce, otra
eminencia británica de la ciencia
polar, no había logrado alcanzar la
masa continental de la Antártida y
había decidido pasar el invierno en
las islas Oreadas del Sur, fuera del
alcance de la masa de hielo. El gran
científico y explorador sueco Otto
Nordenskjóld vio como su barco
Antarctic se hundía, tras ser
aplastado por la masa de hielo el 12
de febrero de 1903, frente a la punta
más septentrional de la península
Antartica. El explorador Jean
Charcot, que dirigía la expedición
nacional francesa de 1903-1905,
canceló sus planes de llevar a cabo
una exploración del Ártico y se
desvió hacia el sur, para ayudar a
rescatar a los suecos. Cuando llegó,
una cañonera argentina ya había
rescatado a Nordenskjóld, pero
Charcot decidió aprovechar para
realizar un viaje de reconocimiento a
la Antártida. Completó el viaje, pero
también estuvo a punto de naufragar y
de perder a algunos hombres, por
culpa del escorbuto.
Markham había elegido bien al
director de su expedición y Scott
había respondido a su confianza,
reuniendo un equipo de calidad.
«Todos los ojos están puestos en el
sur —escribió Scott, mientras caía la
larga noche polar de 1902—, la
tierra prometida.» Sin embargo, Scott
sabía que nadie sobreviviría a la
intemperie durante el invierno
antartico y se preparó para pasar los
siguientes diez meses hacinado en el
barco, junto a los cuarenta y siete
miembros de su tripulación; eran los
únicos seres humanos en un
continente más grande que la China y
la India.
6
Hombres, perros y
esquís
Ernest Shackleton estaba
encargado de los pertrechos y tenía
que decidir qué dejar a bordo y qué
desembarcar, por si había una
emergencia. Llevaban en la bodega
víveres suficientes para cuarenta y
ocho hombres durante tres años:
2.700 kilos de sopa en polvo, 19.000
kilos de carne, 3.200 kilos de
pescado y 140 litros de brandy, entre
otras provisiones. A Shackleton le
molestaba la insolencia de uno de los
encargados de la intendencia: un
cocinero australiano llamado Brett.
A pesar de que supuestamente
Shackleton desaprobaba los métodos
disciplinarios de la Armada, el
oficial de la marina mercante
denunció a Brett ante el capitán
Scott. El cocinero mostró la misma
insolencia hacia el capitán, que le
describió como «un individuo
completamente lamentable» y ordenó
que le impusieran un castigo
tradicional de la Armada británica:
indicó a los suboficiales que le
pusieran los grilletes. Brett se peleó
con los guardias y logró escapar de
los grilletes en dos ocasiones, pero
por fin le atraparon y pasó ocho
horas tiritando en el castillo de proa,
con el único calor del brasero de la
cocina. Cuando le soltaron, se mostró
mucho más comedido. No sabemos si
mejoró su habilidad como cocinero o
si demostró una mayor educación a
partir de entonces, pero lo que sí
sabemos es que aquélla fue la única
ocasión, durante los diez años en que
se dedicó a las expediciones, en que
Scott ordenó un castigo corporal para
alguno de sus hombres.
Los grilletes eran una
humillación y no eran cómodos, pero
no provocaban dolor alguno y eran
un castigo habitual en la Armada. Si
les ofrecían la posibilidad de elegir,
muchos marineros preferían pasar
unas horas en los grilletes que
quedarse sin su ración de licor, sin
tabaco, o sin permiso en tierra. En
cualquier caso, Scott aplicaba los
métodos disciplinarios de la Armada
con mucha suavidad. Prefería
mantener la disciplina con la fuerza
de su personalidad o con un buen
regaño, sin importar que el infractor
fuera uno de sus principales oficiales
o un miembro de la marinería.
Tampoco era proclive a juzgar a sus
hombres con severidad, sino que
solía concederles el beneficio de la
duda.
Scott lo pasó mal cuando el
Discovery llegó al cabo del Refugio,
el 8 de febrero de 1902. Había
encontrado un buen punto para
desembarcar, abarloando el barco
junto a una pared de hielo de cuatro
metros de altura, pero le preocupaba
la presencia de una flotilla de
pequeños témpanos, menos
impresionantes que los grandes
icebergs pero lo bastante pequeños
como para entrar en la cala. Si
cambiaba la dirección del viento, los
témpanos se irían a dar contra el
barco. Si los hombres de Scott
querían llegar a la orilla de la Gran
Barrera helada desde Hut Point, el
único camino disponible sería una
empinada cuesta por la que tendrían
que trepar con sus trineos, para
alcanzar primero la meseta de la isla
y después superar varias crestas
rocosas, antes de descender hacia la
barrera. La única otra opción
consistiría en caminar por la
superficie del mar, siempre que se
congelara lo suficiente como para
permitir el paso de los trineos. Sin
embargo, Scott sabía que el hielo
marino no era muy confiable y que
con un ligero cambio de viento,
podía romperse en unos instantes y
convertirse en témpanos a la deriva.
Cualquier trineo que se quedara
atrapado en una de esas superficies
de hielo se perdería para siempre.
La Gran Barrera helada —o el
Banco de hielo de Ross, como se
conoce en la actualidad— atraía
mucho a Scott y a sus hombres, ya
que se extendía hacia el sur y tenía
aspecto de ser fácilmente transitable
a pie o con los esquís, excepto en las
zonas de nieve profunda. Sin
embargo, el barco no podía
acercarse a ningún punto que
permitiera el acceso directo a la
barrera y Scott tendría que
enfrentarse a la dificultad de superar
una empinada cuesta con los trineos,
arriesgándose a dañar los patines en
los tramos de roca y a caer
directamente en las heladas aguas del
mar, por alguna grieta de los
glaciares. La única alternativa
consistía en esperar y arriesgarse a
caminar sobre el hielo, cuando se
congelara la superficie del mar.
Scott había planeado empezar a
probar los trineos enseguida, ya que
el invierno no tardaría en llegar. Ni
él ni la mayoría de sus hombres
tenían experiencia alguna con los
trineos. Sólo Armitage, Koettlitz y
Bernacchi los habían utilizado con
anterioridad e incluso ni estos tres
eran novatos en lo que concernía a
los trineos tirados por perros, que
según Armitage no se podían
comparar con los ponis, como animal
de carga. Tanto Armitage como
Bernacchi realizaron esfuerzos
considerables en las laderas que
rodeaban el refugio, para poner en
forma y entrenar a los veintitrés
perros de la expedición. Armitage lo
intentó con un látigo, pero no logró
que sus perros avanzaran más que
unos pasos, mientras que Bernacchi
se limitó a las instrucciones verbales
y sus perros salieron despedidos,
dejándole a él plantado en la línea de
salida.
Scott decidió enviar un pequeño
equipo sin perros, formado por
Shackleton, Wilson y Ferrar, a una
isla rocosa que divisaban en la
lejanía, con la esperanza de que
desde lo alto del cerro que coronaba
la isla podrían ver muchos más
kilómetros hacia el sur. Scott les
ordenó que trincaran en el trineo un
pequeño bote de remos, por si se
topaban con alguna extensión de mar
abierto durante el trayecto hacia la
Gran Barrera helada. El 18 de
febrero de 1902, subieron a la
embarcación/trineo, por una cuesta
de doscientos cincuenta metros, por
la ladera nevada que ascendía desde
el barco. Pasaron entre dos
accidentes geográficos destacados —
el cerro del Cráter y el cerro del
Observatorio—, por un desfiladero
bajo que les condujo hacia la Barrera
helada. Empezó a soplar el viento,
pero los tres hombres siguieron la
marcha rumbo a la isla durante nueve
horas más, hasta que el agotamiento
les obligó a detenerse y a montar un
campamento. Los comentarios
anotados por Wilson en su diario
revelan lo poco que sabían sobre
cómo lidiar con las bajas
temperaturas: «Los calcetines
estaban completamente congelados
en las botas de esquí... Por la mañana
tuvimos que agudizar nuestro ingenio
para separarlos. El sudor de nuestros
pies había formado una capa de hielo
en el interior de las botas...
Empezamos a enfundarnos en la ropa
de pieles, lo cual no era tarea fácil
en una tienda tan pequeña... A mí me
vistieron el primero, ya que me
daban calambres en los muslos con
sólo moverme. Cuando estuve
vestido, me estiré en el suelo y se
sentaron encima de mí para vestirse
ellos. Nos acostamos encima de las
guerreras marca Jaeger, pero el frío
del suelo helado las traspasaba».
El día siguiente llegaron a la
isla, a la que llamaron White Island
—isla Blanca— y escalaron su cima
de setecientos metros. Desde lo alto
del cerro, Wilson dibujó la vista
panorámica. Comprobaron que había
una ruta transitable por la Barrera
hacia el sur, entre la Isla Blanca y el
islote aledaño, al que llamaron Black
Island —isla Negra—. La ruta seguía
unas cuarenta millas hacia el sur,
hasta un risco al que llamaron cabo
Minna; aquél sería un lugar ideal
para instalar un depósito de víveres
en la barrera.
Entretanto, los demás
expedicionarios estaban
aprovechando la tenue luz del largo
atardecer polar, para practicar las
técnicas del trineo y el esquí. Sólo
una decena aproximada de
exploradores, incluidos Nansen,
Peary y Jackson, habían recurrido a
los perros para tirar de sus trineos en
el Ártico. Armitage había sido
segundo oficial de una expedición de
Jackson, así que sería injusto acusar
a Scott de carecer de expertos en la
materia. Armitage y Scott tomaron
como modelo los resultados
obtenidos por Nansen y calcularon
que necesitarían veintitrés animales
para la Antártida. Encargaron esa
cantidad al mismo especialista
siberiano que había suministrado los
perros de Nansen, pero sin el
conocimiento de Scott, el encargado
seleccionó animales de tres razas
diferentes para el Discovery. Este
error provocaría graves problemas
de agresividad entre los perros,
mientras que la falta de experiencia
de los expedicionarios les llevó a
cometer otro error: en vez de formar
equipos estables de perros para cada
trineo y fomentar así un espíritu de
colaboración y de equipo entre los
animales, todos los que probaban su
suerte como conductores de trineo
seleccionaban perros diferentes en
cada ocasión. Asimismo, al tratar de
ayudar a los perros, bajando de los
trineos y tirando de ellos junto a los
animales, éstos se malacostumbraron
y dejaron que los humanos realizaran
todo el trabajo. Armitage
desaconsejaba esta práctica y, al
final, Scott reconoció que tenía
razón. Durante los primeros días en
el refugio, los experimentos con
perros fueron decepcionantes pero no
funestos, así que Scott animó a sus
hombres a que siguieran tratando de
dominar las técnicas.
Cuando en los años setenta hice
planes para cruzar la Antártida y el
océano Ártico, tuve que decidir si
usaba trineos motorizados, perros o
tracción humana. Acudí al
equivalente actual de Nansen, el
europeo con mayor experiencia en la
conducción de trineos con perros:
Wally Herbert. «Ni se te ocurra
utilizar perros —respondió Herbert
—, a menos que tú y tus hombres
dispongáis de dos años antes del
inicio de la expedición, para entrenar
a los animales.»
Con el tiempo, llegaron a cuajar
los equipos de trabajo con los
veintitrés perros de Scott y algunos
de sus hombres desarrollaron una
habilidad aceptable como
conductores. Los intentos de Scott
por dominar las técnicas de la
tracción humana también avanzaban a
paso lento y con múltiples errores,
debidos a la falta de experiencia.
El modelo seguido por Scott era
el del explorador polar Fridtjof
Nansen, que en Noruega le había
aconsejado que reuniera el mejor
equipo disponible y había insistido
en las ventajas que ofrecían los
perros y los esquís. Scott conocía los
viajes pioneros que había realizado
Nansen en el Ártico, pero no tenía la
certeza de que los perros y los esquís
se adaptaran a las condiciones
desconocidas del continente
antartico. El primer viaje de Nansen,
que le había hecho famoso, fue la
travesía del casquete polar de
Groenlandia sin la ayuda de perros.
Había utilizado perros para su
segundo viaje, una larga travesía del
océano Ártico, pero lo había hecho
en condiciones distintas a la que
encontrarían los hombres de Scott en
la Antártida.
Nansen explicaba sin tapujos
qué significaba utilizar perros para la
exploración polar: «Era de una
crueldad innegable para los
animales, desde el principio hasta el
final —escribió Nansen—. Aún sufro
escalofríos al recordar cómo los
golpeábamos sin piedad con varillas
de fresno, cuando se detenían por el
agotamiento... Aún hay momentos en
los que me reprocho aquellos
instantes.» Sin embargo, Nansen
opinaba que «una combinación de
caballos y perros podría resultar
beneficiosa en la barrera de Ross».
El conductor de trineos británico más
experto en el uso de los perros en la
actualidad es Geoff Somers, cuyo
curriculum incluye una travesía de la
Antártida de 3.760 millas, realizada
en 220 días. Somers ha reflexionado
sobre el dilema al que se enfrentaba
Scott: «En los últimos años, equipos
sin perros han logrado completar
travesías monumentales... Por otra
parte, han fracasado algunas
expediciones que llevaban perros y
otras que no los llevaban... En la
época de Scott, las únicas travesías
con perros se habían realizado en el
hemisferio norte, donde los perros
corrían en su entorno natural, en el
que abundaba la comida y la
temporada para los desplazamientos
en trineo duraba más».
La opinión de Scott respecto a
los esquís y las raquetas de nieve era
que había que llevarlos y probarlos
sobre el terreno. Era partidario de
utilizarlos cuando resultaran útiles, y
en caso contrario, prescindir de
ellos. Antes de que el Discovery
zarpara de Londres, Scott, cuya
experiencia con la nieve se limitaba
a las peleas de bolas de nieve con
sus hermanas, tuvo que decidir qué
hacer respecto a los esquís. En el
año 1901, los esquís eran
voluminosos y pesados, con un peso
aproximado de diez kilos por par y
una longitud de dos metros diez. Diez
años después de la expedición del
Discovery, los esquís eran algo tan
ajeno para la población británica que
el autor Herbert Ponting, en su
popular libro sobre Scott, tuvo que
explicar qué eran. Nansen le había
dicho al explorador que los esquís
eran, con diferencia, la mejor opción
para avanzar sobre la nieve y Scott
no necesitaba leer los relatos de
Nansen para apreciar el valor de sus
palabras. Sin embargo, Scott estaba
destinado a comprobar que las
opiniones de Nansen eran tan falibles
como las de cualquiera de los
expedicionarios de la época. Scott
tuvo la sensata precaución de
consultar a otros expertos en el uso
de los esquís antes de zarpar.
El explorador noruego Otto
Sverdrup, otro veterano del Ártico,
escribió que la exploración polar sin
esquís era muy incómoda. El noruego
Borchgrevink sólo había utilizado los
esquís durante unos kilómetros de su
exploración antártica, siempre en
zonas costeras, así que su
experiencia no resultaba decisiva ni
a favor ni en contra de su utilización.
Algunos ingleses habían adquirido
experiencia con los esquís, entre
ellos David Crichton-Somerville,
cuyos años en Noruega le habían
permitido convertirse en un
esquiador veterano y experto.
Crichton-Somerville escribió que los
esquís eran útiles para trabajos
ligeros en nieve polvo, pero advirtió
que no los usaría en nieve dura o si
tenía que arrastrar cargas pesadas.
Por otra parte, el experto británico
Martin Conway aseguraba tras unas
semanas de experiencia en
Spitsbergen que era capaz de
arrastrar toda clase de cargas
llevando esquís.
Scott no tardó en comprobar por
sí mismo las ventajas que ofrecían
los esquís: permitían pasar por zonas
de grietas con una mayor seguridad,
al distribuir más el peso. Asimismo,
un hombre con esquís no se hundía
tanto en la nieve polvo y podía
avanzar sin cansarse tanto. A pesar
de estas ventajas, Scott sabía que los
esquís de cinco hombres añadían
cincuenta kilos a la carga de un
trineo, cuando había que arrastrarlo
en subida y no se podía avanzar con
los esquís puestos. Además, tenían
tendencia a romperse cuando los
trineos se volcaban y el peso no
permitía llevar esquís de recambio.
Considerando los datos, era tentador
prescindir de los esquís por
completo y así lo hizo Shackleton al
cabo de cuatro años, cuando tuvo que
dirigir una expedición polar propia.
Al igual que en el caso de los
perros, Scott decidió juzgar el valor
de los esquís por méritos propios,
tras realizar pruebas de carga con los
trineos. ¿Le habría servido de algo
tomar un curso con expertos
escandinavos, antes de zarpar?
Aunque hubiera dispuesto del tiempo
necesario para tomarlo, es probable
que no hubiera servido de mucho.
Durante la década de los
sesenta, pasé meses en Noruega y en
Baviera aprendiendo la técnica del
langlauf con instructores de esquí
nórdico, noruegos y alemanes. A
continuación pasé cuatro temporadas
de invierno en la frontera austriaca,
enseñando la técnica a militares
escoceses y participando en las
carreras de langlauf del ejército.
Después dirigí expediciones por los
glaciares noruegos con pesados
trineos y comprobé lo diferente que
era el esquí nórdico al llevar una
carga. Al tirar de un trineo pesado, la
técnica y la habilidad se convierten
en factores superfluos. La gran
ventaja de los escandinavos
prácticamente desaparece cuando hay
que llevar una pesada carga y la
elegancia y el deslizamiento se
convierten en factores inútiles. Con
unas horas de aprendizaje, cualquiera
puede aprender la sencilla técnica
necesaria para llevar un trineo
pesado, con o sin esquís.
Varios meses más tarde, cuando
había adquirido una experiencia
considerable con los trineos de
tracción humana, Scott ofreció una
valoración de los esquís.
«Últimamente hemos tratado de
avanzar con los esquís un par de
veces, ya que la nieve está muy
blanda y nos hundimos mucho, pero
hemos comprobado que no podemos
llevar el mismo peso que si vamos a
pie. En general, los esquís no han
resultado ser muy útiles. Nos han
ahorrado esfuerzos en las contadas
ocasiones en las que no hemos tenido
que tirar de una carga, pero dudo que
el esfuerzo ahorrado compense el
peso adicional que suponen en la
carga. Además —anotó Scott—, hay
que recordar que uno se acostumbra
a caminar, incluso en las condiciones
más adversas. Al principio cansa
avanzar en la nieve, pero no se puede
juzgar la capacidad de marcha hasta
estar totalmente acostumbrado a la
labor».
El factor que Scott sólo
aprendería tras muchas horas en la
barrera helada, en condiciones
variables de viento, nubosidad y
temperatura, era lo mucho que
afectaban todos estos elementos a la
tarea de tirar de un trineo. En
cuestión de metros, un avance fácil
puede transformarse en una
pesadilla, por culpa de un cambio en
las condiciones de la nieve y un
ascenso o un descenso de la
temperatura puede tener el mismo
efecto. Alguien que acaba de
bendecir sus esquís puede
maldecirlos al cabo de un instante, o
decidir quitárselos y llevarlos en el
trineo. Cuando Nansen aconsejó a
Scott que llevara esquís, ni él ni los
artesanos que fabricaban las tablas
informaron a Scott y a Armitage que
necesitarían pieles de foca y cera
para que los esquís tuvieran tracción
en subida. Scott y sus hombres se
zambulleron de lleno en lo más
difícil y se enfrentaron a su primera
prueba de fuego en el que debía ser
un trayecto sencillo de cien millas en
llano, de Hut Point al sur de la isla
de Ross, hasta el cabo Crozier,
donde habían dejado un mensaje un
mes antes desde el mar.
Habían establecido un
campamento de invierno y debían
regresar al cabo Crozier, para dejar
los detalles de su posición para el
barco de apoyo. Sería la primera
travesía que realizarían tirando de
los trineos. Scott estaba fuera de
combate por culpa de un esguince en
la rodilla sufrido mientras esquiaba,
de modo que fue Charles Royds el
encargado de dirigir la expedición de
cuatro trineos tirados por doce
hombres, a los que se unieron en el
último instante ocho perros. Aquellos
que habían adquirido cierta soltura
con los esquís decidieron llevarlos,
ante la oposición de aquellos que los
veían como un lastre inútil en unos
trineos demasiado pesados.
Royds salió con cuatro perros y
cinco hombres: los marineros Wild,
Vince, Weller, el norteamericano
Quartley y el doctor Koettlitz. Entre
todos tiraban de dos trineos, al igual
que los integrantes del segundo
grupo: Barne, Skelton, Plumley,
Heald, el joven neozelandés Haré y
el corpulento gales Edgar Evans.
Scott salió a despedir a los
expedicionarios el 4 de marzo de
1902. «Debo confesar —anotó más
adelante Scott en su diario—, que los
trineos cargados presentaban un
aspecto del que más adelante nos
avergonzaríamos, así como de la
ropa que llevaban los
expedicionarios. Pero nuestra
ignorancia en aquel instante era
lamentable; no sabíamos qué
ingredientes o cantidades de comida
había que llevar, no sabíamos usar
los hornillos, ni cómo montar las
tiendas... Ni siquiera sabíamos qué
ropa debíamos llevar. No habíamos
probado ni uno de los enseres que
llevaba la expedición y a pesar de
nuestra ignorancia generalizada, la
carencia de un sistema organizado
era patente en todos los aspectos.»
Cada día que pasaban en
marcha, los aficionados aprendían
algún detalle nuevo que les facilitaba
la existencia: cómo ajustarse la ropa,
o cómo dormir con los calcetines y
los guantes cerca del cuerpo para que
no se congelaran. El viaje no seguía
un trayecto excesivamente
complicado, pero se convirtió en un
valioso proceso de aprendizaje, para
una cuarta parte de los
expedicionarios de Scott.
En los meses siguientes, las
temperaturas bajarían hasta los —
56,5° C, pero a principios de marzo
eran de 0o C con muy poco viento y
ofrecían condiciones ideales para el
aprendizaje. Hacía suficiente frío
como para que los novatos
empezaran a mentalizarse, pero la
temperatura era lo bastante suave
como para evitar tragedias durante el
proceso de adiestramiento. Muchos
padecieron las dolencias habituales
en las expediciones de trineos y
sufrieron dolorosos calambres cada
noche. Además, se averió uno de los
hornillos por la falta de una caja
protectora, hubo algunos casos de
orejas y dedos congelados, y además
los expedicionarios durmieron poco
y mal, por culpa de unos sacos de
dormir demasiado pequeños y del
temible rugido de las avalanchas, que
descendían por las laderas del monte
Erebus.
Tras cuatro días de viaje a
través de la nieve polvo, sólo habían
logrado avanzar unas veinte millas y
Royds calculó que las provisiones no
les alcanzarían. Tomó la sensata
decisión de dividir el grupo en dos
equipos: Skelton, Koettlitz, él mismo
y un trineo, seguirían la marcha y
todos los demás regresarían a la base
bajo la dirección de Michael Barne.
Royds sugirió a Barne que condujera
el grupo por la misma ruta que
habían recorrido en la ida, en vez de
explorar cualquier atajo aparente.
Dos días más tarde, el 11 de
marzo de 1902, los nueve hombres y
ocho perros del grupo de Barne
estaban acampados en la Gran
Barrera helada, bajo el promontorio
fácilmente reconocible de Castle
Rock —el peñasco del castillo—,
algunos kilómetros al norte de la
bahía. Barne vislumbró una ladera
poco inclinada que llevaba hasta la
cresta que les separaba del
campamento base. Había buena
visibilidad y sabía que bastaba con
seguir la cresta hacia el sur, hasta
reconocer el cerro del Cráter, que
dominaba la ladera que descendía
hasta la bahía y el barco. La tarea no
habría tenido mayor complicación en
condiciones favorables de
visibilidad, pero por desgracia,
cuando los hombres de Barne
llegaron a la cresta el tiempo
empeoró sobremanera y la ventisca
les impidió ver el camino a seguir.
En aquellas condiciones,
Michael Barne cometió un error
fatal: en vez de detenerse con sus
ocho compañeros y esperar en las
tiendas de campaña hasta que
mejorara la visibilidad, decidió
seguir la cresta durante las cuatro
millas escasas que les separaba de la
base, para luego descender por la
ladera y ponerse a resguardo.
Dejaron el material más pesado,
incluido el trineo y las tiendas, con la
intención de regresar a buscarlo
cuando amainara el tiempo. Esperaba
estar calentito en el Discovery al
cabo de una hora. De haberles
sonreído la suerte, el plan de Barne
podría haber funcionado. Dejaron el
material y todos emprendieron la
marcha en sus botas de esquí,
excepto el joven Clarence Haré y el
jovial George Vince, oriundo de
Dorset; las botas de ambos hombres
se habían congelado tanto durante la
noche que tuvieron que salir con las
gruesas botas finnesko de noche, de
fieltro. Los nueve hombres y sus
perros avanzaban por la penumbra,
completamente ajenos a los
acantilados de hielo que se
precipitaban hacia el mar por debajo
de ellos. Ninguno de los
expedicionarios llevaba botas
cramponadas y a medida que la
pendiente se inclinaba más,
empezaron a resbalar, especialmente
Haré y Vince con sus suaves botas
finnesko.
De pronto, Haré desapareció
por la ladera sin dejar rastro y Barne
ordenó a los demás que se
espaciaran, para que Haré les
encontrara con mayor facilidad
cuando subiera de nuevo. A
continuación Evans también resbaló
y desapareció, seguido por Barne y
por el norteamericano Quartley Un
saliente de nieve acumulada detuvo
su caída y cuando la niebla despejó
durante unos instantes, pudieron
comprobar con horror que se
encontraban a pocos metros de un
enorme acantilado. Frank Wild había
introducido clavos en las suelas de
sus botas, así que tenía un poco más
de movilidad que los demás. Al
comprobar que los expedicionarios
desaparecidos no daban señales de
vida, Wild reunió a los demás
hombres, cuya temperatura corporal
empezaba a bajar a niveles
preocupantes, y les condujo en la
dirección en la que suponía que
encontrarían la base. La pendiente se
inclinó de forma dramática y los
cinco hombres resbalaron en el hielo
y se precipitaron por la ladera. Wild
y tres más lograron clavar las botas
en un saliente de nieve, en el mismo
borde del acantilado, pero los
finnesko de George Vince no le
dieron tracción y siguió deslizándose
hasta despeñarse por el abismo.
Los cuatro supervivientes,
aterrados, procuraron aferrarse a la
ladera con los cuchillos y lentamente
emprendieron la subida hacia la
cresta. Finalmente alcanzaron la
meseta rocosa que llevaba hasta el
cerro del Cráter y el camino de
regreso al barco. Jamás encontraron
el cuerpo de George Vince y aún
puede verse la cruz que erigió Scott
en su memoria, en la cima de Hut
Point. Haré logró salvar la vida
milagrosamente. Tras caer dando
tumbos, acabó tendido sin sentido en
un risco nevado y, al cabo de
cuarenta y ocho horas, llegó al barco
con una gran sonrisa y sin haber
sufrido el menor síntoma de
congelación. «Gracias a Dios, uno de
los muchachos ha regresado»,
exclamó Scott con alegría al verle.
La ventisca que había
provocado esta tragedia también
estuvo a punto de segar la vida de
Charles Royds, Koettlitz y Skelton,
que descendían por los acantilados
del cabo Crozier para dejar un
mensaje en el punto acordado,
cuando la visibilidad se redujo a
cero y casi les impidió regresar a su
campamento. De todos modos les
quedaba poca comida y tras dos
intentos fallidos más de dejar el
mensaje, con cuerdas y botas
cramponadas, Royds decidió
regresar al barco aunque los demás
querían seguir insistiendo con el
mensaje. Durante el retorno, la
temperatura descendió hasta —41°
C, pero lograron llegar tras cuatro
días de marcha. Sobrevivieron todos
los perros excepto uno, que se había
despeñado con Vince. Todos habían
aprendido mucho de aquella
experiencia.
Scott prestó mucha atención a
los informes sobre el equipo, que le
entregaban Royds y los demás, y no
tardó en ordenar una serie de
cambios y ajustes. Le alentaba la
noticia de que Haré había logrado
sobrevivir a la intemperie durante
cuarenta y ocho horas, equipado con
su ropa de trineo y sus botas
finnesko. Sin embargo, Scott estaba
preocupado por los pobres
resultados ofrecidos por el saco de
dormir de pieles, utilizado por el
equipo de Skelton; cuando lo
empezaron a utilizar pesaba 20 kilos,
pero al cabo de veinte días pesaba
35 kilos, por culpa del peso
acumulado del sudor congelado.
Tras la muerte de Vince, los
cuarenta y seis hombres restantes se
enfrentaban a la dura perspectiva de
pasar el invierno en un lugar de lo
más inhóspito. Es probable que el
ambiente a bordo del Discovery
fuera tan lúgubre como la noche
polar de cinco meses que acababa de
empezar.
7
El primer invierno

El domingo después del


fallecimiento de George Vince,
celebraron un servicio religioso en
su memoria a bordo del Discovery y
los himnos entonados por cuarenta y
seis hombres sonaron entre el monte
Erebus y el mar congelado. Scott
recordó a los presentes que se
acercaba el invierno y que nadie
había pasado una temporada invernal
tan al sur, así que no podían predecir
las condiciones. Sin embargo, todos
sabían que Hut Point no toleraba los
errores humanos: a veces bastaba
con alejarse cien metros del barco o
del campamento base, para quedar
aislado por una ventisca
impenetrable. Scott avisó a todos que
no confiaran nunca en que unas
condiciones aparentemente
favorables fueran a durar. Koettlitz
les explicó los peligros de la
congelación y Scott anunció que
realizarían una última excursión
antes de que el invierno impidiera
más desplazamientos. Querían
instalar más depósitos de
provisiones en el sur y, de paso,
adquirir más experiencia con los
perros y los trineos.
Scott ya se había recuperado del
esguince en su rodilla, de modo que
partió el 1 de abril de 1902 con
Albert Armitage, Edward Wilson,
Reginald Koettlitz, ocho marineros y
dieciocho perros. La temperatura
rondaba los —40° C. Los perros
lograron avanzar veintitrés millas el
primer día, pero el segundo se
toparon con viento de cara y cuarenta
y cuatro grados bajo cero, con lo que
sólo avanzaron diez millas. El frío
extremo había convertido a la
superficie helada en una lija y los
perros sufrían cortes en las patas.
Con los dedos congelados, se
tardaba horas en realizar incluso las
tareas más sencillas en el
campamento. Las pestañas se
congelaban e impedían abrir los
ojos. Abandonaron los intentos de
tirar de los trineos por separado y se
decidieron por poner a todos los
hombres y a todos los perros para
tirar de un tren formado por todos los
trineos. Los hombres solían llevar su
bastón de esquí individual, que
permitía evitar los dedos congelados
que se producen al levantar las
manos para llevar dos bastones,
aunque no ofrecía tanta tracción
como los bastones dobles.
Después de pasar tres días y sus
noches en el purgatorio, Scott
decidió que si intentaban realizar una
travesía Antártica en invierno, los
hombres y los perros sufrirían
lesiones o algo peor. Tras dejar una
tonelada de provisiones a unas doce
millas del barco, para futuras salidas
por la Gran Barrera helada, Scott
emprendió el camino de regreso. Con
los trineos más ligeros y sabiendo
que se dirigían a casa, los perros
recorrieron el camino de regreso en
seis horas. Era la primera
experiencia como conductores de
trineo de los ocho marineros y
debieron pasarlo muy mal. Incluso
para expedicionarios veteranos de la
Antártida con equipos modernos, las
rutas en trineo son una pesadilla en el
mes de abril.
«Todo estaba mal», escribió
Scott de aquella y de otras salidas
anteriores al invierno. Sin embargo,
cuando años más tarde escribió un
libro sobre sus experiencias con el
Discovery, Scott se percató de lo
valiosas que habían sido aquellas
primeras salidas. «Si logramos
finalmente realizar largos trayectos
en trineo, se debió en gran medida a
los errores cometidos y a la
experiencia adquirida durante
aquellos primeros intentos, así como
al hecho de que nos tomábamos el
aprendizaje en serio.»
Antes de poder dedicar más
atención a las técnicas de
desplazamiento en trineo, Scott debía
concentrarse en la apremiante tarea
de organizar la vida a bordo del
Discovery, para que una cincuentena
de hombres pudieran convivir en
unas condiciones de hacinamiento
que en circunstancias normales
serían insoportables. Los únicos
precedentes a los que podía recurrir
Scott eran los del Bélgica, del
explorador De Gerlache, que pasó un
invierno atrapado en la masa de hielo
flotante, y los diez tripulantes del
Southern Cross que invernaron en un
refugio en el cabo Adare, 370 millas
más al norte que el Discovery. En
ambos casos, se habían visto
inmersos en un atolladero de riñas y
discrepancias, con brotes de locura,
odios exacerbados y casos de
escorbuto. Scott estaba decidido a
evitar un panorama similar en el
Discovery, a pesar de que tenía una
tripulación cuatro veces más
numerosa que la del Southern Cross,
con el consiguiente aumento del
riesgo potencial.
Scott sabía que el sistema de la
Armada para evitar toda clase de
problemas era sencillo: establecer
una serie de normas básicas de
obligado cumplimiento. Sin embargo,
en la vida civil a nadie le gusta la
rigidez de las reglas militares, así
que Scott tuvo el tino suficiente para
rebajar las normas de la Armada
británica hasta un mínimo que le
permitiera controlar a su variada
tripulación.
La base del sistema
disciplinario de Scott era el
tradicional sistema jerárquico militar
de tres niveles: oficiales,
suboficiales y marinería. Cada grupo
vivía en sus propias dependencias y
utilizaba sus propios comedores. Los
expedicionarios no navales, como
los científicos, recibían trato de
oficiales. Los once «oficiales»
comían y convivían en una sala
revestida de paneles de madera que
medía diez metros de larga, con una
mesa en el centro y un piano algo
defectuoso en un extremo. Siempre
que sus dedos no estuvieran
congelados, Charles Royds, el único
que sabía tocar el piano con cierta
soltura, interpretaba algunas
melodías tras la cena. Cada oficial
disponía de un pequeño camarote y
el de Scott era el más grande, aunque
también el más frío. Acostumbraban
a jugar al ajedrez, y las partidas
generaban acaloradas disputas.
Hodgson comentó que el capitán
odiaba perder, tanto en el ajedrez
como en el fútbol o la conducción de
trineos. Scott tenía un carácter
extremadamente competitivo y de no
ser así, no habría sido un buen
director de expedición.
Las dependencias más cálidas
se encontraban encima de la bodega
principal, en la cubierta en la que
instalaba la marinería sus hamacas
para dormir.
Al igual que los demás
capitanes navales de su época, Scott
sentía una profunda aprensión por el
escorbuto. En el año 1902 no se
conocía una cura efectiva para la
enfermedad, aunque se utilizaban
varios métodos preventivos cuya
eficacia no estaba demostrada. Una
de las precauciones principales era
el consumo de carne fresca y Scott
aún contaba con un buen suministro
de cordero de Nueva Zelanda.
Además, enviaba a los equipos de
caza en busca de focas y pingüinos,
ya que la tripulación entera podía
alimentarse durante dos días con la
carne de una sola foca. Sin embargo,
Scott sospechaba que las focas
desaparecerían cuando se congelara
todo el mar que les rodeaba y ordenó
que cazaran todos los ejemplares
posibles, antes de la llegada del
invierno.
Scott sabía que el sol
desaparecería por completo durante
cuatro meses, a partir del mes de
abril y sentía cierta preocupación por
las historias de anemia polar que
había escuchado tras el caso del
Bélgica. Los médicos no hablaban
aún del «desorden afectivo
estacional», el SAD, pero muchos
creían que la carencia prolongada de
luz podía provocar síntomas de
depresión, agresividad e incluso
locura. Entre las provisiones
estibadas en el Discovery, Scott
había incluido una gran cantidad de
velas, casi siete mil litros de
queroseno para las linternas y un
novedoso molino de viento, que
generaba corriente eléctrica y servía
para iluminar el barco. El Fram,
patroneado por Nansen, había
obtenido cierto éxito utilizando un
sistema parecido en el Ártico,
mientras que Drygalski llevaba una
versión alemana del sistema en su
Gauss. El jefe de máquinas Reginald
Skelton era un bondadoso gruñón que
se entretenía armando los numerosos
inventos de Scott, pero se quejó
amargamente del tiempo que
dedicaban sus maquinistas al
mantenimiento del complicado
molino.
El 23 de abril de 1902, el sol se
ocultó tras el horizonte para no
reaparecer durante 123 días. Como
era de esperar, los ánimos decayeron
entre la tripulación. Cuando el 2 de
mayo una tormenta destrozó el
molino de Scott, el alivio de Skelton
se vio empañado por su
reconocimiento de que la luz
eléctrica había ofrecido un alivio
muy apreciado por todos los
expedicionarios. «Los hombres no se
ennoblecen cuando conviven en
condiciones de aislamiento», anotó
Wilson.
Scott no podía recurrir a
manuales de psicología que
explicaran cómo enfrentarse a
aquellas condiciones, porque aún no
se había escrito nada al respecto. El
sistema utilizado por la Armada para
mantener el control del capitán sobre
los ánimos a bordo consistía en
alentar contactos directos y
constantes entre oficiales,
suboficiales y marinería. El primer
oficial por debajo de Scott era
Albert Armitage, pero su papel era
exclusivamente el de práctico para
los mares helados, así que el oficial
Charles Royds servía de enlace entre
el capitán y su tripulación. Royds
mantenía a los hombres controlados
con una mezcla de sensibilidad y
firmeza; era un disciplinario, pero
pasaba muchas horas en las
dependencias de la marinería,
hablando con los tripulantes.
Asimismo, Michael Barne y Ernest
Shackleton también sabían que
surgirían tensiones y esperaban que
al mantener un contacto permanente
con los marineros, serian capaces de
detectarlas y desactivarlas.
Los biógrafos del siglo XX han
vilipendiado a Scott, por utilizar la
disciplina de la Armada en sus
expediciones de carácter civil. Louis
Bernacchi estaba en una posición
inmejorable para juzgar los méritos
de los diferentes sistemas
disciplinarios; conoció los métodos
de Scott durante los dos inviernos
que pasó a bordo del Discovery,
pero también había pasado un
invierno desastroso a bordo del
Southern Cross en el cabo Adare,
con una tripulación que no era de la
Armada. Bernacchi era un científico
australiano de actitud crítica y sin
vínculo alguno con la Armada
británica, que ofrecía una visión
directa y sincera de lo que
presenciaba. Al referirse a las
formalidades impuestas por Scott a
la hora de la cena, comentó que
«ayudaban a mantener un ambiente de
educada tolerancia que raramente se
ha visto en una expedición polar».
Bernacchi también comentó que la
tradición naval «mejoraba
sobremanera» los aspectos
cotidianos de la vida a bordo.
En la inmensa mayoría de los
casos, bastaba para mantener la
disciplina con la fama de irascible
de Scott y su capacidad de impartir
un rapapolvo verbal en público, ya
fuera al teniente de navio Charles
Royds o al maquinista más humilde.
El refugio se encontraba a
menos de doscientos metros del
barco y habían instalado un cable
guía en gran parte del trayecto que
los unía. Sin embargo, aún corrían el
peligro de desorientarse y una noche,
Bernacchi y Skelton salieron del
refugio y no pudieron encontrar el
cable guía, que estaba tumbado por
el viento. Se perdieron durante una
hora y media y nadie escuchó sus
gritos, a pesar de que se encontraban
a escasos metros. Un grupo que
regresaba del refugio les encontró
por casualidad, pero habían sufrido
graves síntomas de congelación en el
rostro y las piernas. El incidente tuvo
lugar en el camino que iba del
refugio a la pasarela del barco, un
recorrido que conocían de sobra
todos los tripulantes. «No se ve nada
más que la ventisca —anotó Wilson
—, y el estruendo del viento es
ensordecedor. Es imposible mantener
una conversación, ya que no se oye
nada aunque te griten al oído. No
conozco nada tan aterrador como
aquellas ventiscas.»
Scott se tomaba tan en serio la
misión científica del Discovery como
la seguridad de sus hombres; incluso
inventaba aparatos que facilitaban
las labores de investigación, como
uno para medir las mareas. «El
patrón no deja de idear nuevas
teorías y nuevos métodos de
observación —anotó Wilson—. Es la
persona ideal para ocupar su
posición, siempre está repleto de
teorías y de inventiva, no deja de
pensar.»
El científico que más se exponía
a las ventiscas era Louis Bernacchi,
cuyas chozas de investigación
magnética se encontraban a unos cien
metros del refugio principal. Ahí
pasaba varias horas al día cuidando
delicados mecanismos, incluido uno
que medía la carga eléctrica de la
atmósfera y un prototipo de
sismógrafo. Bernacchi planificaba
algunos de sus experimentos para que
coincidieran al segundo con estudios
simultáneos realizados por las
expediciones alemana y sueca, en lo
que supuso el primer caso de
colaboración científica internacional
en la Antártida.
Los científicos, los oficiales y
un selecto grupo de ayudantes se
mantenían ocupados durante el
invierno con las tareas de
investigación, mientras que los
maquinistas tenían que ocuparse con
las labores de mantenimiento. No
obstante, muchos de los hombres
pasaban largas temporadas de
inactividad que preocupaban a Scott,
ya que sabía que podían generar
desasosiego. Scott pidió a
Shackleton que organizara una
publicación, The South Polar Times,
a la que todos podían contribuir con
artículos, ilustraciones, viñetas
cómicas, comentarios, o concursos.
La publicación resultó ser todo un
éxito.
Los diarios personales
permitían a los expedicionarios
desahogar sus sentimientos más
íntimos y servían para desquitarse de
pequeños agravios, antipatías y
envidias. En todas las expediciones,
los diarios tienden a criticar a la
persona con una mayor
responsabilidad, al jefe. En la
expedición del Discovery, cada gesto
que realizaba Scott, cada una de sus
acciones y reacciones, de sus
comentarios, se plasmaban de
inmediato en hasta una docena de
diarios. Se le adjudicaba la culpa de
todo lo que fallaba, o se percibía
como un fallo. La falta o rotura de
cualquier elemento se debía a la
ineficacia de Scott. Algunos de los
que escribían diarios procuraban
ofrecer una visión equilibrada y
atemperada, pero otros se limitaban a
desahogarse.
Scott trataba de mantener un
programa ligero de actividades
tradicionales navales, para que nadie
cayera en la holgazanería o en la
falta de higiene por culpa de las
tensiones del invierno polar. Cada
domingo, los hombres se cambiaban
la ropa de todos los días y se ponían
uniforme para pasar revista. Scott
había encargado un toldo de lona que
cubría gran parte de la cubierta y que
ofrecía un buen lugar para pasar
revista y celebrar el servicio
religioso dominical. El toldo ofrecía
una buena protección del viento y de
la ventisca. Scott, Royds y Skelton
inspeccionaban primero las
dependencias de los marineros y a
continuación pasaban revista a los
hombres, a la luz de una linterna que
sostenía el contramaestre Thomas
Feather.
A continuación redoblaba la
campana del barco y celebraban el
servicio religioso, aunque la
asistencia era voluntaria. Si el piano
estaba funcionando, Royds lo tocaba
para que todos cantaran
reconfortantes himnos, como el
himno de la marina Eternal father
—«Padre Eterno». «No somos
ángeles —escribió Frank Plumley de
los servicios religiosos semanales—,
pero creo que la mayoría los
disfrutamos.»
En una ocasión durante el mes
de agosto, Scott pasó más de una
hora inspeccionando las
dependencias, mientras los hombres
esperaban en cubierta, lo cual no
sentó nada bien a algunos. «Nos
tratan como niños», escribió el
irascible carpintero escocés James
Duncan. Sin embargo, aquello parece
haberse tratado de un desliz inusitado
por parte de Scott, ya que nunca hubo
más quejas por esperas de ese tipo.
Frank Wild era un oficial de la
marina mercante, que opinaba que la
revista dominical era «un poco
superflua, dadas las circunstancias».
Aunque otro marinero comentó que
«a él le mantienen contento y a
nosotros no nos molesta».
La temporada de oscuridad fue
pasando lentamente y el 22 de junio
de 1902, sesenta días después de la
puesta del sol, organizaron una
celebración especial del ecuador del
invierno. Todos los hombres
recibieron un regalo y una
felicitación, tras un almuerzo
navideño a base de pavo y un pudín
de Navidad con una generosa ración
de brandy. «El capitán mostró toda la
emoción que permite la dignidad de
su cargo», comentó Hodgson.
Duncan llevaba algún tiempo
lamentándose de la falta de
entretenimiento, así que construyó un
escenario en el refugio principal, en
el que representaron la primera obra
de Charles Royds, Ticket of Leave,
con Frank Wild en el papel
protagonista masculino y dos
marineros como primeras damas de
la compañía. El espectáculo tuvo
tanto éxito que Royds empezó a
preparar otra obra enseguida.
Poco después de la inyección de
ánimos que supuso la celebración del
ecuador del invierno, llegó el nadir
de una semana sin luna y con una
sucesión de ventiscas. Clarence
Haré, el tripulante más joven, anotó
en su diario que hubo más peleas y
discusiones que de costumbre y que
algunos miembros de la tripulación
se comportaban de un modo
desagradable, pero se mostraba
comprensivo: «Estas pequeñas
dificultades son de esperar —
comentó Haré—. No ha habido
expedición que se haya librado de
ellas».
A principios de junio, Scott
indicó a todos que se prepararan
para empezar las pruebas de
conducción de trineo en cuanto
llegara la primera penumbra. No
reveló los detalles de las salidas
previstas, ni la composición y
destino de los distintos equipos, y la
incertidumbre generada contribuyó a
que todos se mantuvieran alerta y en
forma. Algunos habían ganado sus
galones el otoño anterior y esperaban
formar parte de uno de los equipos
de trineo. La actuación firme de
Frank Wild el día que murió Vince,
por ejemplo, había contribuido a
salvar la vida de otros hombres. Al
cabo de quince años, Wild se
convertiría en el hombre de
confianza de Shackleton, quien a su
vez adquirió experiencia polar
cuando Scott le seleccionó como
conductor de trineo.
Scott vio que había tres
hombres que destacaban por su
fuerza, su ecuanimidad y su
capacidad de realizar arreglos en el
material, o incluso de construir
material nuevo si fallaba algo. Estos
hombres eran Edgar Evans, William
Lashly y Tom Crean. A finales de
junio, Wilson creyó que la hinchazón
en las piernas de Crean era el primer
síntoma de un caso de escorbuto.
Afortunadamente, al cabo de un mes
la hinchazón había desaparecido y el
médico pudo descartar el escorbuto.
Dos meses más tarde, una serie de
inspecciones exhaustivas realizadas
por ambos médicos revelaron que no
había ocurrido un solo caso de
escorbuto o deficiencia de vitamina
C a bordo del Discovery, así que la
alimentación rica en carne de foca
parece haberles protegido de la
enfermedad que había afligido a la
tripulación del Bélgica.
Gracias a la información
detallada que ofrecieron Royds y los
demás expedicionarios que habían
padecido las deficiencias del
material en las salidas a trineo del
otoño, Scott sabía con precisión qué
cambios había que realizar. Con dos
meses por delante con una luz tenue
pero que aumentaba de forma
progresiva, Crean y compañía se
pusieron manos a la obra. Diseñaron
y fabricaron arreos para los perros,
reforzaron las tiendas de campaña,
fabricaron sacos de dormir de pieles
más amplios y cómodos, armaron los
trineos y añadieron acero niquelado
en los patines, remendaron los
costales para la comida y
construyeron cajas para transportar
galletas y demás provisiones sin que
se rompieran. En algún momento,
hasta veinte hombres se dedicaban a
los preparativos de los trineos,
especialmente a coser pieles de lobo
y de reno con las habilidades
adquiridas a base de reparar velas.
Terminaron todas las labores
previstas a tiempo para las primeras
pruebas de la primavera, pero al
igual que lo haría más adelante su
rival noruego Amundsen, las ganas
de empezar las pruebas cuanto antes
habían llevado a Scott a subestimar
la dureza de las condiciones
primaverales. La primera salida que
realizaron, así como lo mal que lo
pasaron, fue una desagradable
sorpresa para Scott y sus hombres.
Algunas voces críticas (entre
ellas la del propio Scott en su diario)
han asegurado que deberían haber
empezado las pruebas con los trineos
antes, incluso aprovechando los días
con luna para salir a practicar, en vez
de jugar al fútbol. El único con
permiso para salir en las condiciones
más extremas era Bernacchi, cuyo
programa científico en los refugios
con material magnético requería un
seguimiento constante. En muchas
ocasiones, para llegar de regreso
tenía que recorrer el trayecto entero a
gatas, sin soltar la línea de vida que
llevaba al barco. Llegó a tener una
actitud displicente al respecto y
escribió que algunas de las pruebas
con los trineos podrían haber
empezado antes, pero es probable
que eso hubiera causado bajas entre
los perros y casos graves de
congelación entre los hombres. La
decisión de Scott de iniciar las
pruebas a finales de agosto sin duda
fue acertada.
Las primeras salidas, que
sirvieron para comprobar un nuevo
sistema de arreos para los perros,
llevaron a Scott y a seis de sus
hombres a explorar parte del litoral
de la isla de Ross, el 2 de
septiembre. La impresión general que
Scott se había llevado de las
primeras tentativas, antes de la
muerte de Vince, era que tirar de
trineos pesados por la barrera helada
era muy difícil, especialmente con
mal tiempo. Sin embargo, también
había decidido que la presencia de
los perros facilitaba un poco las
travesías. A pesar de la leyenda que
se ha generado al respecto, Scott no
tenía una especial preferencia por la
tracción humana para tirar de los
trineos, así que se concentró en las
pruebas con los perros, con la
esperanza de que el método les
facilitara las travesías que les
esperaban. Quería organizar la salida
más importante para mediados de
octubre, cuando tratarían de llegar lo
más al sur que les permitiera el
terreno y los víveres.
La leyenda de que Scott se
empecinaba en la superioridad de la
tracción humana dista mucho de la
realidad. No dejaba de buscar
nuevas soluciones para los
problemas y obstáculos que se le
presentaban; a veces, si la solución
no surgía, se la inventaba. Tratar de
orientarse en medio de una ventisca
es una tarea difícil y desalentadora,
ante la ausencia total de puntos de
referencia objetivos. Scott decidió
atar un hilo de lana a una varilla de
bambú, para guiarse con la dirección
del viento.
En la región polar antártica, las
desviaciones magnéticas eran tan
confusas que los compases normales
eran prácticamente inútiles, o por lo
menos muy poco prácticos. Scott
desarrolló un sistema de navegación
basado en un pequeño reloj solar de
madera con dos diales, uno que
marcaba los puntos del compás y
otro subdividido en intervalos de
media hora. Cualquiera que
entendiera los principios de la
navegación sería capaz de usar aquel
pequeño artilugio. También
desarrolló un sistema más complejo
que le permitía detectar los cambios
diarios en la declinación del sol,
para calcular su latitud cuando no
hubiera accidentes geográficos a la
vista. Se inventó una red de arrastre
de gran resistencia, ya que todas las
redes que llevaba el Discovery se
habían roto, además de un ingenioso
sistema para medir las mareas. Se
inventó un sistema para impedir la
congelación en el rostro al
desplazarse en dirección contraria al
viento: una capucha con un embudo
delantero que llevaba un alambre de
cobre en la orilla, lo bastante dúctil
para torcerlo a voluntad y adaptarlo
a la forma necesaria, pero lo bastante
rígido como para mantener esa
forma. Los científicos que viajan a la
Antártida en la actualidad aún
utilizan el sistema de embudo y
alambre. Según Cherry-Garrard,
Scott también diseñó unos patines
para trineo más anchos por delante
que por detrás, que permitían avanzar
con menos fricción. Scott fue el
primero en instalar una línea de
teléfono en la Antártida, de Hut Point
al cabo Evans.
El capitán Scott acostumbraba a
observar a sus hombres y a anotar en
privado las impresiones sobre su
rendimiento, que podían ser muy
críticas o muy elogios. No tardaba en
superar y olvidar los fallos, a
diferencia de otros jefes de
expedición como Amundsen y, al
cabo de unos años, Shackleton. Un
hombre que hubiera caído en
desgracia un día, podía resarcirse el
día siguiente. Un historial médico
defectuoso no preocupaba mucho a
Scott, si el enfermo había logrado
recuperarse y llevar a cabo alguna
hazaña con el trineo. Es posible que
este carácter de Scott se debiera a su
propia experiencia de niño
enfermizo. Wilson le había caído
bien desde su primer encuentro en
Londres y había prestado oídos
sordos a todos los que le aconsejaron
que no llevara a alguien que había
padecido tuberculosis. Scott había
pensado primero en Michael Barne
para el gran trayecto en trineo hacia
el sur, pero cuando Barne se lastimó
los dedos durante el primer intento
primaveral de instalar un depósito de
provisiones en el Risco, tuvo que
cambiar de idea. Durante el invierno,
Scott había llegado a confiar en
Wilson y a admirarle, hasta tal punto
que pasó por alto su historial de
tuberculosis y le eligió para el
trayecto hacia el sur.
Como seguidor de Nansen, que
realizó sus célebres exploraciones
del polo Norte con un solo
acompañante, Scott decidió armar un
equipo lo más reducido posible. Sin
embargo, Wilson le convenció de
que había que llevar a una tercera
persona, porque si sólo viajaban dos,
una lesión resultaría desastrosa.
Scott aceptó los argumentos de
Wilson y eligió a Ernest Shackleton,
en quien había llegado a confiar por
sus evidentes aptitudes. Asimismo,
Shackleton era de complexión
robusta y tenía un físico ideal para
tirar de un trineo, además de ser un
buen amigo de Wilson.
Algunos biógrafos que no han
participado jamás en una expedición
polar han afirmado que Shackleton
había dado señas de rivalidad hacia
Scott, pero de haber sido eso cierto,
el capitán no le habría seleccionado
para participar en la salida hacia al
sur. Ante todo, Scott valoraba la
aptitud y la competencia; había
seleccionado a Shackleton para las
pruebas con los trineos desde el
primer instante y le había pedido que
editara el South Polar Times, algo
que no habría hecho en una
comunidad tan reducida de haber
visto a Shackleton como un rival.
Al seleccionar los miembros de
mis expediciones polares, me
decanto por personas que muestren
confianza y aptitud, que no digan
amén a todo pero que tampoco
cuestionen mi liderazgo. En los años
siguientes, Shackleton estaba
destinado a convertirse en un rival de
Scott, pero aún faltaba mucho para
que eso sucediera. Dos personas de
fuerte carácter que persigan un
mismo objetivo siempre acabarán
por convertirse en rivales y las
habladurías no dudarán en inventarse
una animosidad entre ambos. En el
caso de Scott y Shackleton, esta
leyenda ha durado años. Pero a pesar
del valor dramático del encono y la
rivalidad cerril, los hechos
documentados no parecen demostrar
su existencia.
Shackleton estaba encantado de
que Scott le invitara a ser el tercer
expedicionario de la gran travesía
hacia el sur. Si él o cualquiera de los
demás pensaba que Scott reservaría
las posiciones más codiciadas para
sus compañeros de la Armada, les
sorprendió comprobar que elegía a
un civil, Wilson, y a un oficial de la
marina mercante, Shackleton.
El plan de Scott era sencillo:
los tres hombres saldrían a mediados
de octubre con los veintidós perros.
Durante las semanas anteriores a la
salida, Shackleton entrenaría y
aprendería a entrenar a los equipos;
no sería tarea fácil, pero contaría con
la ayuda de Armitage. A fin de
conservar las fuerzas de los perros
para la salida, Michael Barne
dirigiría una salida con hombres
tirando de los trineos, para dejar
provisiones en el depósito del Risco
y en la latitud 79° 30' sur. Para llegar
hasta el polo, que se encontraba en
los 90° de latitud, tendrían que
realizar un viaje de ida y vuelta de
1.480 millas, que podrían lograr si se
encontraban con una superficie de
hielo practicable durante todo el
trayecto. Necesitarían mantener un
ritmo medio de dieciséis millas por
día durante cien días y sabían que
Nansen había logrado ese promedio,
durante su travesía de Groenlandia.
Scott no mencionó la posibilidad de
alcanzar el polo durante esta salida,
pero Wilson mostró un mayor
entusiasmo. «Nos dirigiremos al sur
en línea recta por la barrera, hasta
alcanzar el polo de ser posible, o
hasta descubrir una nueva masa
terrestre», escribió.
Cuando salió el sol sobre la
base, a principios de septiembre,
salieron grupos de cazadores para
reabastecer al Discovery de carne
fresca de foca. Asimismo, empezaron
a realizar pruebas con cuatro trineos
y dieciséis perros, en la superficie
congelada del mar. Los resultados
confirmaron que era mejor enganchar
todos los perros juntos a los trineos
en caravana, que poner cuatro perros
en cada trineo. Así se evitaba que se
formaran grupos y peleas entre los
perros.
Tras un trayecto de treinta y
siete millas que les llevó por la
orilla del mar congelado al norte de
la base, el grupo de Scott regresó con
la satisfacción del buen rendimiento
ofrecido por los perros de
Shackleton y por los
cuentakilómetros caseros fabricados
por Skelton, con ruedas de bicicleta.
Sin embargo, otras salidas fallaron
por culpa de descuidos y errores
elementales, como un saco de dormir
que se llevaba el viento, o una tienda
de campaña sin fijar. Scott se
lamentó de no haber aprovechado los
largos meses de oscuridad invernal
para practicar los aspectos básicos
de la acampada, en las
inmediaciones del barco. Sin
embargo, es fácil criticar a posteriori
y en mi experiencia, las pruebas
realizadas cerca del barco durante el
invierno antartico no se parecen
mucho a la realidad posterior y,
además, pueden provocar una falsa
sensación de seguridad entre los
expedicionarios. Los hombres de
Scott seguían cometiendo algún
error, pero habían superado por
mucho su rendimiento del otoño
anterior.
El 11 de septiembre, Armitage
salió con cinco hombres para buscar
una ruta hacia el polo Sur magnético.
La localización del polo magnético
era una misión capital, que permitiría
actualizar los mapas magnéticos del
hemisferio sur y mejorar las
condiciones para la navegación
marítima. Y si además lograban
localizarlo antes que Drygalski, tanto
mejor. Armitage era el viajero polar
con más experiencia a bordo del
Discovery y su escepticismo
respecto a la utilidad de los esquís
en los viajes con trineo era notorio,
así que muchos se extrañaron al ver
salir de la base a sus hombres, con
los esquís puestos y bastón en las
manos. «Tengo serias dudas respecto
a la utilidad de esta innovación»,
anotó Scott en su diario.
Armitage llevó a sus hombres
por una ruta zigzagueante por el
litoral, hasta el brazo al que habían
llamado New Harbour, puerto nuevo.
Ahí descubrió el inicio de una
prometedora ruta hacia el interior, al
final de un gran glaciar que bautizó
en honor de Ferrar. Sin embargo, una
ventisca les obligó a detenerse, ya
que los intentos de realizar pequeñas
salidas de reconocimiento a pie se
volvieron muy peligrosos, por la
falta de visibilidad y la fuerza del
viento. Para colmo, Ferrar y Heald
enfermaron con síntomas de
escorbuto. Sabía que tenían que
regresar a la base enseguida para
evitar que los demás expedicionarios
sucumbieran a la enfermedad.
Cuando llegaron al Discovery,
Wilson confirmó que todos los
miembros del equipo de Armitage
mostraban síntomas de la temida
enfermedad.
«¿Cómo es posible? —se
preguntó Royds con asombro—,
teniendo en cuenta las grandes
cantidades de carne fresca que han
consumido todos durante el
invierno»... Scott había salido en
otro viaje de aprovisionamiento, de
modo que Royds, Wilson y Armitage
decidieron aumentar la ración diaria
de carne enseguida. También
realizaron una nueva comprobación
de las raciones disponibles de zumo
de lima, de mermelada, de fruta
envasada, de patatas y demás
verduras. Aumentaron la frecuencia
de las salidas de caza, pero Armitage
sabía que muchos hombres no se
comían la carne de foca por su sabor
rancio. Esto se debía a la dejadez del
cocinero Henry Brett, que no quitaba
toda la grasa de la carne. Armitage
se encaró con Brett y le avisó que de
ahí en adelante, su sueldo dependería
de la calidad de la comida que
preparara.
Scott, Shackleton y el
contramaestre Thomas Feather
regresaron al barco el 4 de octubre,
tras una salida alentadora con
dieciséis perros. Habían dejado
víveres suficientes para tres hombres
y dieciocho perros durante seis
semanas, en el depósito del risco. A
pesar de un accidente en la grieta de
un glaciar, que pudo haberle costado
la vida a Feather, habían recorrido
las sesenta y siete millas del camino
de regreso en sólo tres días. Scott
estaba complacido con el
rendimiento de los perros y no tenía
nada que objetar al de Shackleton,
con quien había realizado más
salidas en trineo que nadie.
«Ninguno de ellos había sufrido
daño alguno —escribió Wilson al
regreso de los expedicionarios—,
excepto Shackleton, que tiene algunas
ampollas en los dedos por culpa de
la congelación y parece estar muy
cansado. Ha perdido algunos kilos y
tiene un aspecto más flaco.»
Scott no se alteró mucho al
recibir la noticia del escorbuto y
elogió a Armitage, por las medidas
que había tomado para evitar males
mayores. Sin embargo, el incidente
había afectado mucho a sus planes
para el viaje hacia el sur, que
contaban con una salida a mediados
de octubre. Ahora habría que esperar
un mes, para comprobar que ningún
miembro de su grupo mostrara
síntomas de escorbuto. En vez de los
cien días que quería para el viaje al
sur, ya sólo contarían con diez
semanas. El tiempo no les permitiría
llegar a los 90° del polo Sur, pero
quizá alcanzarían los 85° y podrían
explorar una buena cantidad de
terreno desconocido.
El cambio de programa
demostró lo acertada que era la
política de Scott de no revelar
muchos detalles de sus planes a la
tripulación, ya que en la Antártida,
incluso los planes más cuidados
podían sufrir cambios inesperados.
El profesor Drygalski ya había
advertido a Scott que las teorías
desarrolladas en Londres no servían
de mucho en la Antártida.
Mientras los intentos de
mantener a raya el escorbuto seguían
a bordo del Discovery, con cambios
para mejorar la higiene, la humedad
y la ventilación, Charles Royds salió
con un equipo el 4 de octubre, rumbo
al cabo Crozier. Ahí logró por fin
actualizar el mensaje para el buque
de apoyo, con los últimos planes de
los expedicionarios. Una ventisca les
obligó a refugiarse en las tiendas
durante cinco días, mientras el
termómetro marcaba cincuenta
grados bajo cero. Desde un
acantilado cercano al cabo Crozier,
Skelton, Frank Wild y el fogonero
norteamericano Arthur Quartley
vislumbraron una colonia de unos
trescientos pingüinos emperador en
una playa solitaria. Supusieron que
aquella playa era el lugar de cría de
los pingüinos, pero el mal tiempo
obligó a Royds y a sus hombres a
emprender el camino de regreso.
Todos a bordo del Discovery dieron
un suspiro de alivio cuando el doctor
Wilson y Koettlitz les hicieron un
reconocimiento y proclamaron que
no presentaban síntomas de
escorbuto. Habían logrado contener
el brote de la enfermedad, así que
tras dar instrucciones a Armitage y a
Royds para sus siguientes salidas,
Scott emprendió un viaje hacia el
interior, el 2 de noviembre.
8
El viaje al sur, 1902-
1903
Scott y sus dos compañeros, tan
inexpertos como él, se disponían a
tratar de desentrañar los enigmas de
la última masa continental que
faltaba por explorar. ¿Se trataría de
una plataforma de hielo flotante,
perforada por un puñado de islas? ¿O
se trataba más bien de un continente
helado? Lo único que alcanzaban a
ver hacia el sur y el este era la
interminable barrera helada, que en
la perspicaz opinión de Scott era una
sola masa flotante de hielo. Al oeste
yacía la lejana cordillera de Tierra
de Victoria, que en la opinión de los
expedicionarios no debía ser más
que una isla. No sabían si se
enfrentaban a superficies difíciles, ni
lo frecuentes que serían las
ventiscas, la niebla, las grietas y
demás obstáculos, así que Scott no
podía pronosticar la distancia que
recorrerían por día, a medida que
agotaban los víveres. Sin embargo,
sabía que llevaban comida suficiente
para setenta y cinco días y que al
cabo de treinta y cinco jornadas de
viaje, tendrían que darse la vuelta y
volver al norte.
El mejor método para controlar
su situación en una planicie sin
accidentes geográficos consistía en
guiarse por el sistema náutico de los
grados de latitud. Cada grado se
subdivide en sesenta minutos y cada
minuto equivale a una milla náutica y
a 1.852 metros. Las distancias del
viaje están marcadas en millas
náuticas, tal como lo hizo Scott. Hut
Point estaba en la latitud 77° 40' sur
y el polo se encontraba en los 90°
sur, así que la distancia en línea recta
entre los dos puntos era de 740
millas. Sin embargo, en cualquier
momento del trayecto podían toparse
con alguna cordillera y con una
barrera de hielo impenetrable.
Asimismo, los expertos habían
predicho que se toparían con
profundas grietas y con volcanes que
les obligarían a desviarse. Haría
falta un hombre valiente y resuelto
para llevar a los hombres hasta el
límite de su aguante, pero la
comisión organizadora había
seleccionado a Scott sin saber qué
resultados ofrecería en este aspecto.
Al emprender el trayecto en trineo
hacia el sur, Shackleton y Wilson
tampoco sabían qué clase de líder
sería Scott.
Antes de partir, los tres
hombres redactaron cartas de
despedida para sus seres queridos.
Scott escribió a su madre viuda,
Wilson a su joven esposa y
Shackleton a su prometida. Además
Scott redactó instrucciones para el
segundo de a bordo, Albert
Armitage. «Si no he regresado
cuando exista algún peligro de que el
barco quede atrapado de nuevo en el
hielo, deberá zarpar rumbo a Nueva
Zelanda, dejando provisiones en el
refugio y si lo cree conveniente, un
equipo de rescate formado por
algunos hombres, que podría recoger
la temporada siguiente.» Las
instrucciones dejaban claro que era
posible que el equipo de Scott no
regresara y que se lo tragara la Terra
Incógnita. Scott sería el principal
navegante de su equipo, pero si
quedaba incapacitado por algún
motivo, Shackleton le sustituiría.
Durante el invierno, el irlandés había
realizado prácticas con el teodolito,
instrumento elegido por Scott en
lugar del sextante, que era más ligero
y fácil de utilizar, pero también
menos exacto. A diferencia de los
sextantes, los teodolitos no necesitan
que el horizonte sea visible y son
ideales para las tareas de
agrimensura en zonas montañosas
como las que esperaban encontrar.
Los primeros intentos de
esquiar mientras los perros tiraban
del trineo no resultaron muy
satisfactorios, así que durante los
primeros dos días, los hombres
trincaron los esquís en los trineos, tal
como lo había hecho el gran Nansen
durante su primera travesía de
Groenlandia. El tercer día, la
superficie de la nieve cambió y les
permitió utilizar los esquís. Llevaban
un único bastón cada uno, fijaciones
de puntera y botas finnesko de
Laponia, tal como les había
aconsejado Nansen. Los esquís de
madera se adherían bien a la
superficie de la nieve sin necesidad
de llevar pieles de foca o ceras
especiales, ya que el terreno era
completamente llano. Durante cuatro
días mantuvieron un promedio de
once millas por día, pero llegaron las
ventiscas y les obligaron a reducir el
paso y por fin llegaron al depósito
del Risco el 10 de noviembre. El
cuarto día de marcha, Wilson
anotaba en su diario que Shackleton
mostraba algún problema de salud.
«Shackle ha empezado a toser en la
tienda de un modo persistente y
preocupante», escribió.
Durante las primeras dos
semanas, les siguió un equipo de
apoyo dirigido por Michael Barne.
«Confiamos en nosotros mismos —
anotó Scott en su diario—, confiamos
en el material, confiamos en los
perros y debemos sentirnos
emocionados por las opciones que se
nos presentan.» Sin embargo, el día
siguiente, cuando les dejó Barne,
emprendieron la marcha con los
trineos completamente cargados y
comprobaron que la velocidad de
avance disminuyó de forma radical;
los perros no podían con el peso
adicional. «Shackleton iba por
delante —escribió Scott—, tirando
del trineo con todas sus fuerzas; a
pesar del enorme esfuerzo que
realizaba, de vez en cuando
alcanzaba a girarse para animar al
equipo.»
Decidieron que el rendimiento
cada vez más pobre de los perros se
debía en parte a la falta de puntos de
referencia visuales para el can que
iba en cabeza. En un arco de 180° de
las desiertas inmensidades, no había
un solo accidente geográfico al que
podían apuntar. Scott anotó en varias
ocasiones que la solución más
evidente habría sido que uno de los
hombres se adelantara lo bastante
como para que el perro guía le
siguiera. Sin embargo, no podían
permitirse la pérdida de un tercio de
la tracción humana del trineo y
además, no era ése el único motivo
del bajo rendimiento de los perros.
Como mucho, podían poner a un
hombre a tirar en la delantera, junto a
los primeros perros. Si las
condiciones lo permitían, Scott
procuraba seguir avanzando aún con
mal tiempo, ya que si se detenían
gastaban comida sin ganar terreno.
Cuando amainó el viento y la
temperatura subió hasta los —6,5° C,
tirar del trineo se convirtió en una
tarea ardua y calurosa. Seguir en
aquellas condiciones habría
significado matar a los perros de
agotamiento, de modo que Scott tomó
la difícil decisión de dividir la carga
y avanzar por turnos: tirarían de tres
de los seis trineos durante cinco
millas (menos en condiciones de
mala visibilidad), los dejarían y
regresarían a por los otros tres. Esto
significaba que recorrían tres millas
por cada milla que avanzaban. Scott
también decidió viajar de noche para
evitar las horas más calurosas; a
pesar de que en el verano austral no
se ponía el sol, se acercaba más al
horizonte durante las horas
«nocturnas».
Un fenómeno que asustó a
hombres y perros por igual cuando se
lo toparon por primera vez fue el
llamado temblor de la barrera, al que
uno de los expedicionarios llamó «el
sonido más estremecedor
imaginable». Tuve ocasión de
experimentar esta clase de temblores
cerca del polo, durante una
expedición a la Antártida; cuando la
nieve se acumula encima de una capa
de hielo formada por el hielo, que
puede medir tanto como un campo de
fútbol o tan poco como una pequeña
habitación, basta con la pisada de un
perro para que se desplome la masa
suspendida. Jamás caen más de unos
centímetros, pero con eso basta para
generar un estruendo que dura varios
segundos.
A principios de diciembre, tras
muchos días de avance por turnos,
los hombres decidieron que el
principal motivo de la debilidad de
los perros era la mala calidad de su
comida. Siguiendo el consejo de
Nansen, habían llevado pescado seco
de Noruega en vez de las galletas
Spratt's de aceite de hígado de
bacalao, que pensaba llevar Scott
para los perros y que en realidad les
habían dado de comer durante gran
parte del invierno, junto con unas
raciones de carne fresca de foca.
Supusieron que el pescado se había
echado a perder durante el viaje por
mar, en las condiciones húmedas y
calurosas del trópico. En su diario,
Scott asumió las culpas por no haber
detectado el problema a tiempo.
Como jefe de la expedición tenía
toda la razón al asumir las culpas,
pero por lógica algo tan evidente
como el pescado podrido debería
haber llamado la atención de
Armitage, que les había dado
pescado de comer a los perros con
anterioridad, de Shackleton,
encargado de las bodegas, o del
doctor Koettlitz, experto en
bacteriología.
Tras varias semanas de viaje en
la monótona barrera flotante,
vislumbraron una mancha negra un
poco a la derecha de su rumbo
austral. Ante la posibilidad de que se
tratara de otra isla, emprendieron
camino hacia la mancha. El hambre
se iba apoderando de sus entrañas,
como un ser vivo que les roía por
dentro. Scott había decidido reducir
la ración diaria de comida, a fin de
llegar un poco más al sur. Estaban
comiendo menos de 820 gramos de
comida diaria y con eso no les
bastaba para reponer las calorías que
perdían con la ardua tarea de tirar
del trineo. Consumían unas 4.000
calorías diarias, pero quemaban más
de 7.000. Debían perder casi 300
gramos de peso corporal por día y lo
más probable es que sus reservas de
grasa se agotaran durante el primer
mes de la expedición, así que en
diciembre, sus cuerpos estaban
digiriendo la masa muscular que
tanto necesitaban para avanzar.
Debieron recibir una inyección
de ánimos el 25 de noviembre,
cuando el teodolito de Scott indicó
que habían superado el paralelo 80 y
que se habían acercado más que
ninguna otra persona al polo,
viajando desde cualquier punto de la
orilla de la Antártida. Sin embargo,
la alegría por la hazaña lograda no
apaciguó la sensación acuciante de
hambre. Scott descubrió que su
pequeña ración diaria de tabaco
ayudaba a engañar un poco su
estómago. «Hoy he probado viejas
hojas de té —anotó Scott cuando se
agotó su ración de tabaco—, pero
saben muy mal.»
Los diarios de los tres hombres
indican que formaban un grupo bien
avenido. Si la impaciencia habitual
de Scott hizo acto de presencia de
vez en cuando, los diarios no lo
reflejan. Wilson anotó en su diario
tras un mes de viaje que tenían a
Scott «controlado».
En algunas ocasiones la tierra
parecía estar muy cerca, pero si caía
la niebla se quedaban sin puntos de
referencia y trataban de marcar una
derrota de compás, que incluso
después de semanas de experiencia
era una labor lenta y frustrante. Cada
vez que se detenían unos instantes
para descansar se quedaban
congelados enseguida, pero al tirar
de nuevo de los trineos les caía el
sudor. Los perros seguían
esforzándose junto a sus amos. «La
cantidad de gritos y golpes que
precisan los perros antes de ponerse
en marcha causa asco y pavor —
anotó Wilson—. Siguen sintiendo los
efectos del calor, a pesar de la
marcha en horas nocturnas.»
A finales de noviembre,
empezaban a ver con claridad
algunos detalles de la tierra al
sudeste. «Aún nos encontramos a
unas 50 millas de la costa que hemos
avistado —anotó Wilson—. Tiene un
aspecto bellísimo, con cimas
nevadas, impresionantes acantilados
y riscos.» Poco después, hubo un
cambio radical de visibilidad, que
Wilson también reflejó en su diario:
«Copos de nieve que caen durante
todo el día. Nos rodea el silencio
blanco».
Al igual que todos los demás
expedicionarios polares, sus vidas
dependían de su tienda de campaña.
Wilson anotó un incidente ocurrido
el 2 de diciembre, Cuando se
detuvieron para comer: «Mientras
Scott calentaba la comida prendió
fuego a la tienda, pero
afortunadamente llegamos en aquel
instante con la segunda carga y
pudimos apagar el fuego. Los únicos
daños fueron un agujero del tamaño
de una cabeza». Aquella noche,
Shackleton se puso manos a la obra
con la aguja de coser, para reparar
los desperfectos antes de la siguiente
ventisca.
A principios de diciembre,
Scott empezó a temer que las
provisiones de combustible no
alcanzarían para todo el viaje, así
que dio la orden de comer la carne
de foca congelada en vez de hervida,
en las paradas del mediodía. A
mediados de diciembre, las cargas se
habían aligerado lo bastante como
para tirar sin necesidad de hacer
turnos, con lo que cada milla que
recorrían suponía un avance real
hacia el sur. Durante la pesadilla del
mes anterior, sólo habían logrado
avanzar treinta millas a la insólita
velocidad media de una milla por
día, a pesar de que en realidad
habían recorrido noventa millas. Las
cargas se habían aligerado porque al
acercarse a la tierra avistada, habían
decidido dejar un depósito para el
camino de regreso, con la certeza de
que la proximidad de un accidente
geográfico les permitiría encontrarlo
de nuevo. Habían tratado de
acercarse a la masa de tierra para
recoger piedras y muestras, pero les
separaba un profundo abismo que
cerraba el paso, como una gran
bisagra que conectaba la barrera de
hielo con la tierra. Era imposible
cruzar, así que dejaron de dirigirse al
sudoeste y regresaron a la ruta que
les llevaba hacia el sur. En las
noches se enfrentaban a una densa
niebla que ralentizaba su marcha, de
modo que decidieron viajar de nuevo
durante el día. «Tenemos un hambre
atroz —anotó Wilson en su diario el
19 de diciembre—. Hemos decidido
alimentar a ocho o nueve de los
mejores perros con los restos de los
otros, pero cuando esos últimos
perros se hayan consumido los unos a
los otros, tendremos que tirar
nosotros de todo el material.»
Algunos críticos han desafiado
la evidencia escrita y han sugerido
que Scott jamás habría planificado
una matanza tan poco británica de los
perros, a pesar de que los noruegos
lo defendían como un método
respetable para viajar por las
regiones polares y acusaban de
sensiblería a quienes lo rechazaban.
Scott era incapaz de utilizar a los
perros hasta que murieran de
agotamiento, como lo hacían
exploradores de la talla de Fridtjof
Nansen. Sin embargo, aceptaba la
posibilidad de tener que sacrificar a
los animales. El invierno anterior, él
y Wilson habían detallado un plan
preciso para alimentar a unos perros
con los demás, tal como refleja el
diario de Wilson. Es probable que
ambos albergaran la esperanza de no
tener que recurrir nunca a sus planes,
pero estaban preparados por si fuera
necesario.
Durante los días que pasaron
avanzando lentamente hacia el sur,
con dos hombres tirando del trineo
junto a los perros y el tercero
haciendo restallar el látigo desde la
parte trasera, todos llegaron a odiar
aquella utilización de los animales y
juraron no repetirla jamás. Cada vez
que moría un perro de agotamiento o
lo sacrificaba Wilson, los hombres
anotaban su nombre en los diarios de
viaje, como el de un viejo amigo. A
Scott no le cabía duda de que los
perros permitían realizar viajes más
largos, pero también estaba
comprobando que el precio a pagar
era la tortura y muerte lenta para los
animales. Wilson utilizaba un bisturí
médico para perforar los corazones
de sus víctimas y proporcionarles
una muerte rápida, pero cuando la
ceguera provocada por la nieve le
impidió seguir realizando esta
truculenta tarea, pasó a ocuparse de
ella Shackleton. Scott se avergonzaba
de sus remilgos... «Siento una
tremenda vergüenza por mi cobardía
moral y soy plenamente consciente
de que mis compañeros de viaje lo
odian tanto como yo... Wilson se
ocupa de toda mi ración del trabajo
sucio.»
Wilson, el médico, llevaba un
botiquín básico para ocuparse de las
quemaduras del sol, la ceguera
provocada por la nieve, los cortes,
las infecciones de hongos, las llagas,
la diarrea, los dientes fracturados al
comer carne congelada de foca, la
gangrena y un sinfín de dolencias
potenciales. Al igual que todo lo
demás en el trineo, el peso del
botiquín se había reducido al mínimo
imprescindible. Un botiquín típico de
la época de Scott llevaba polvo de
creta, bismuto y compuesto de plomo
(todos ellos con opio), un tónico que
contenía estricnina, lactato sódico y
clorodina. Además, podía llevar
quinina para la fiebre, cáscara
sagrada para el estreñimiento,
calomelanos para las purgas,
sublimado corrosivo como
antiséptico y cocaína líquida para la
ceguera causada por la nieve. El
arsenal del médico se completaba
con una selección de vendas,
esparadrapos y emulsión para los
esguinces, además de unas pinzas y
algún bisturí.
La ceguera temporal provocada
por la nieve era una dolencia
habitual en las expediciones polares.
«El pobre Wilson ha sufrido un
ataque de ceguera —anotó Scott—,
mucho más grave que cualquiera que
hayamos padecido hasta el momento.
Nos ha obligado a acampar antes de
tiempo y Wilson ha pasado la tarde
desesperado de dolor. Ha sido un
espectáculo angustiante, ya que no
podíamos hacer nada al respecto. El
efecto de la cocaína es temporal y a
fin de cuentas, parece empeorar su
condición. Jamás había visto un ojo
tan inyectado de sangre como el de
Wilson y la inflamación ha empezado
a afectar también al párpado. Dice
que en los momentos más dolorosos
siente unas punzadas y una quemazón
casi inaguantable en el ojo.»
Hubo ocasiones durante el
trayecto en que dos de los tres
hombres padecían esta ceguera
temporal y el tercero sólo veía bien
con un ojo. Mientras Wilson tiraba
del trineo con los ojos vendados,
Scott tiraba a su lado y le describía
la tierra que había a su derecha.
Ningún hombre había visto jamás
aquel paisaje, con sus acantilados
negros y rojizos, y montañas que
medían más de cuatro mil metros de
altura. Ellos no lo sabían, pero
estaban recorriendo la abrupta costa
continental de la Antártida y cada
hueco que se abría entre los
accidentes geográficos marcaba la
desembocadura de un glaciar, que
descendía a la barrera helada desde
los 3.000 metros de altitud de la
meseta interior. Wilson trató de
sobreponerse a su ceguera cada vez
que se detenían, para esbozar el
paisaje con una precisión admirable.
El día de Nochebuena, mejoró
el terreno y los hombres
comprobaron con alivio que podían
tirar de los trineos sin la ayuda de
los perros que aún seguían con vida.
Shackleton había escondido en su
equipaje un diminuto pastel
navideño, con un ramito marchito de
acebo para decorarlo. Lo sacó
durante la cena de Noche-vieja y
Scott sacó raciones triples para
celebrar la Navidad. Se encontraban
a diez millas escasas de los 82° sur,
pero sólo les quedaba comida para
otros cuatro días de viaje de ida, si
no querían que se agotaran los
víveres durante el regreso. A pesar
de los casos de ceguera temporal y
de un tiempo inhóspito, el 28 de
diciembre habían superado su meta
invisible por cinco millas. Se
encontraban en la boca de un ancho
pasaje hacia el oeste, entre dos
macizos montañosos. Sabían que si
lograban recorrer unas millas más
hacia el sur, quizá podrían
comprobar si aquella entrada era
sólo un brazo de mar, o un canal que
separaba dos islas.
Ni Wilson ni Shackleton
indicaron en sus diarios la menor
preocupación ni la idea de que
estaban avanzando más allá de lo
prudente. Scott anotó que habían
«discutido» sobre el tema, pero no en
el sentido contencioso que le han
atribuido sus detractores, al argüir
que los hombres se habían enfrentado
para decidir cuándo debían
emprender el camino de regreso.
«Sin embargo, discutimos que nunca
se sabe qué puede pasar —anotó
Scott en su diario—, y a pesar de las
perspectivas poco prometedoras,
decidimos seguir avanzando mientras
las fuerzas nos lo permitieran. Los
acontecimientos confirmaron que
nuestra discusión fue certera, ya que
si hubiéramos regresado en aquel
momento, nos habríamos perdido uno
de los rasgos más distintivos de la
costa.»
Hay quien elogia a los
exploradores que deciden regresar
antes de lo estrictamente
imprescindible, por su cautela, pero
también hay quien los tacha de
cobardes. En mi opinión y al parecer
también en la de hombres como
Wilson o Lashly que se presentaron
voluntarios para acompañarle en más
expediciones, Scott era un hombre
osado que no rehuía el peligro, pero
no era un insensato.
Una anotación de Wilson en su
diario, el 28 de diciembre, demuestra
lo satisfecho que estaba con el curso
de los acontecimientos. «Hemos
disfrutado del sorprendente e
inesperado placer de contemplar un
nuevo litoral, lleno de macizos
montañosos para esbozar y medir.»
Las condiciones del día
siguiente no les permitieron avanzar
mucho, pero el 30 de diciembre se
aventuraron por la misteriosa
ensenada, bajo un espeso manto de
niebla. Scott y Wilson se adelantaron
con los esquís, con la intención de
averiguar un poco más sobre la
entrada. Habían renunciado a seguir
avanzando hacia el sur y a aumentar
su plusmarca del punto más
meridional alcanzado. El día de
Nochevieja del año 1902, se despejó
lo bastante la niebla como para
comprobar que no se alcanzaba a ver
el final de la ensenada, que medía
veinte millas de ancho. Los hombres
decidieron que debía tratarse de un
estrecho entre dos islas y Wilson
esbozó todos los accidentes
geográficos hasta los 83° sur. Scott
bautizó la ensenada como la entrada
de Shackleton y el promontorio
aledaño como el cabo Wilson.
Sabían que era importante recoger
muestras geológicas para determinar
el origen de aquella tierra, así que
decidieron tratar de llevarse unas
piedras de regreso al Discovery,
pero no pudieron franquear las
enormes grietas en el hielo que les
separaban de la tierra.
Regresaron a la tienda de
campaña con un hambre voraz y
prepararon una sopa para cenar, pero
Shackleton tiró la olla y tuvieron que
recoger los restos del suelo, para
cocinarlos de nuevo. Nadie levantó
la voz ni anotó comentarios airados
en su diario, pero al recordar la
vergüenza que he pasado por culpa
de incidentes parecidos en mis
expediciones, puedo imaginar lo que
le pasó por la cabeza al pobre
Shackleton. «Afortunadamente, todo
cayó sobre una tela impermeable —
anotó Scott en su diario—, y cuando
terminamos de recogerlo, creo que
no desperdiciamos ni una gota.»
El día de Año Nuevo, después
de haber descubierto y de haber
trazado el mapa de casi trescientas
millas de territorio desconocido, los
tres hombres y los once perros que
seguían con vida emprendieron el
camino de regreso. Es probable que
el punto más meridional que
alcanzaron fuera 82° 11' sur. Se
enfrentaban a una carrera contra
reloj, habitual en estas expediciones
cuando los víveres para el regreso se
calculan con tan poco margen. La
relación entre la velocidad de avance
y el ritmo al que se consumen los
víveres puede llevar a la muerte por
inanición o a una llegada ajustada a
la base. El explorador que regresa
con provisiones abundantes de
comida y combustible comprueba
que podría haber avanzado más y
haber explorado más territorio. Por
otra parte, el que no es capaz de
viajar lo bastante rápido o se
enfrenta a contratiempos inesperados
sufre una muerte llena de
lamentaciones, por no haberse dado
la vuelta antes.
Cuando en la década de 1990,
Mike Stroud y yo calculamos las
provisiones necesarias para
atravesar el continente de la
Antártida en cien días tirando de un
trineo, incluimos raciones de
emergencia suficientes para diez
días. En el año 1902, para un viaje
de setenta días Scott llevó raciones
adicionales para cinco días, pero al
dedicarse a buscar muestras durante
un día, recortó su margen de
seguridad hasta cuatro días. Uno de
los principales objetivos del viaje al
sur realizado por Scott, quizá el más
importante, era determinar cuál era la
naturaleza de la Antártida. Si
hubieran logrado recoger las
muestras, es posible que hubieran
demostrado la existencia de un
continente austral. Los detractores de
Scott critican la irresponsabilidad
que supuso el desvío, pero obvian el
hecho de que a los hombres aún les
quedaba el recurso de recortar las
raciones a la mitad y alargar así el
viaje, famélicos, pero capaces de
seguir avanzando.
A pesar de su agotamiento,
durante cuatro días los
expedicionarios lograron recorrer un
promedio de ocho millas por día, un
ritmo que les permitiría llegar al
depósito de víveres sin tener que
recurrir a las raciones de
emergencia. Sin embargo, los perros
fallecían uno tras otro y desde el 5 de
enero, los hombres tiraron
exclusivamente de los trineos,
mientras que los animales que
seguían con vida caminaron junto a
ellos. Los animales se habían
convertido en una caravana inútil,
cuya población menguante sobrevivía
gracias al canibalismo. A la
medianoche del 13 de enero, Scott
oteó el horizonte a través del catalejo
de su teodolito y se emocionó al
divisar un punto negro, en medio de
un desierto de blancura. Había
localizado el depósito de víveres.

«Di un brinco —anotó Scott—,


y exclamé a los muchachos que
habíamos encontrado el depósito.
Por lo general no somos muy
expresivos, pero nos permitimos dar
unos alaridos de alegría por la
noticia.» Acamparon junto al
depósito y decidieron llevar sólo el
equipo más imprescindible. También
decidieron sacrificar los dos últimos
perros que seguían con vida. «Creo
que todos estábamos a punto de
llorar por el fin de aquella trágica
historia —anotó Scott—. Incluso me
cuesta escribir al respecto.» Ni él ni
Shackleton olvidarían jamás la
desventura ocasionada por la
experiencia con los perros y ambos
decidieron no repetirla jamás.
Ninguno de los documentos y
las versiones escritas que han
sobrevivido de la época mencionan
discusión alguna entre Scott y sus
compañeros. Sin embargo, una
historia contada por Armitage al
cabo de veinticinco años generó el
mito de que Scott y Shackleton se
habían peleado. Con el paso del
tiempo, la verdad se ha perdido y el
mito creado por Armitage ha crecido
hasta adquirir unas dimensiones
considerables. Muchos lectores
deducen que cuando el río suena,
agua lleva, y ni Scott ni Shackleton
se encuentran entre nosotros para
negar la historia y denunciarla como
una invención sin fundamento. Los
hechos indiscutibles son los
siguientes: La salud de Shackleton se
deterioró durante el viaje de regreso
y seguía en mal estado tras un mes de
descanso y buena comida a bordo del
Discovery. Scott tenía que decidir a
quién enviar de regreso a casa en el
barco de apoyo y ambos médicos le
recomendaron que enviara a
Shackleton; Wilson se lo recomendó
convencido y Koettlitz lo hizo con
algunas reservas.
Cuando Albert Armitage, el
antiguo rival de Scott para dirigir la
expedición del Discovery, escribió
su versión de los hechos dos años
más tarde, no mencionó discusión
alguna entre Scott y Shackleton. Sin
embargo, Armitage se fue amargando
con los años por culpa de las
tensiones de un matrimonio
desastroso y de una difícil carrera
naval durante la primera guerra
mundial. En el año 1925, veintidós
años después de la expedición,
redactó una autobiografía en la que
indicaba que Scott se había tratado
de deshacer de todos los oficiales de
la marina mercante, enviándole a él y
a Shackleton de regreso en el barco
de apoyo. Armitage también escribió
una carta a H. R. Mili, que había
navegado en el Discovery hasta
Madeira en 1901 y que estaba
escribiendo una biografía de
Shackleton. En la carta, Armitage
contó una versión sorprendente e
inesperada:

Poco después de su regreso del


viaje al sur, Shackleton me dijo que
Scott quería enviarle a casa y me
pidió que tratara de hacer algo al
respecto. Estaba muy preocupado y
no entendía la decisión. Se lo
consulté a Koettlitz y me respondió
que Scott estaba en peor estado que
Shackleton. A continuación acudí a
Scott y le pregunté por qué enviaba
de regreso a Shackleton. Le dije que
no era necesario desde el punto de
vista médico, pero tras unos rodeos
me dijo que si no regresaba por
motivos de salud, lo haría con una
baja deshonrosa. Se lo conté a
Shackleton y prometí cuidar de sus
intereses.
A continuación, Armitage
ofreció otro antiguo «recuerdo», que
también contaba por primera vez.

Durante el invierno, Wilson me


contó el siguiente relato, que
Shackleton confirmó más adelante.
Una mañana durante el viaje hacia
el sur, Wilson y Shackleton estaban
cargando sus trineos cuando oyeron
un grito de Scott: «Ven aquí,
condenado idiota». Ambos se
acercaron y Wilson le preguntó en
un tono tranquilo si le hablaba a él.
«No, Bill», contestó Scott.
«Entonces debe ser a mí», interpuso
Shackleton. «Así es. Eres el peor
condenado idiota de todos y cada
vez que te atrevas a hablarme así, te
contestaré en el mismo tono.» Antes
de irse, Shackleton me confesó que
pensaba volver, para demostrarle a
Scott que era mejor que él.

¿Es probable que Wilson, el


gran amigo de Scott cuya lealtad era
notoria, contara un relato así a
Armitage, a quien nunca le unió una
gran amistad? El historiador de la
exploración polar David Wilson,
sobrino nieto de Edward Wilson,
está convencido de que un Armitage
amargado por las dificultades
sufridas durante dos décadas, se
inventó la conversación con Wilson.
Pero ¿por qué se inventaría Armitage
algo así? Las anotaciones personales
del jefe de máquinas del Discovery,
Skelton, ofrecen alguna pista:
«Armitage es un tipo extraño,
especialmente cuando se enzarza en
una discusión... Sus métodos no
siempre son del todo honorables».
Tras la muerte de Armitage,
Skelton escribió lo siguiente sobre él
y sus relatos.

Creo que a menudo, el carácter


de Armitage era bastante agrio;
creía que le escatimaban el mérito
de su contribución a la expedición y
no fue muy querido, ni entre los
demás expedicionarios ni en su
empresa, la P amp;O. Scott
mantenía un trato diplomático con
él y jamás nos enzarzamos en
disputas mayores. Mostraba el
absurdo sentimiento de inferioridad
que a veces sienten los oficiales de
la marina mercante hacia sus
compañeros de la Armada. Lo pasó
muy mal en su vida privada: tuvo un
hermano en la Armada que se
suicidó, para no enfrentarse a unas
acusaciones graves en un consejo
de guerra. Su esposa era una
«mujer de carácter» que le hizo la
vida imposible y le dejó sin blanca,
aunque el pobre Armitage siempre
se portó demasiado bien con ella.
Durante los últimos diez años de su
vida, tras dejar la P amp;O, acabó
pobre y amargado por el poco
reconocimiento que le mostraban
los demás... Yo jamás tuve una
discusión con él, pero tampoco nos
escribimos nunca ni entablamos
amistad alguna y lo mismo podría
decirse de la mayoría de los
tripulantes del Discovery. Sus libros
no siempre se ajustaron a la verdad
y por lo general, tenía tendencia a
adjudicarse un papel más
importante del que tuvo en realidad.

¿Qué dijo el propio Scott, al


enviar a Shackleton de regreso a
casa? Se halló una carta a su madre
en la que reflejaba sus sentimientos
al respecto. «Por lo general me estoy
deshaciendo de varios elementos
indeseados —escribió—, pero no es
ése el caso de Shackleton, que es un
tipo excelente y cuyo único fallo es
su constitución.»
El diario de Shackleton
confirma sin lugar a dudas que la
relación entre ambos fue buena
durante el trayecto de regreso en
trineo. Sin embargo, el mito generado
por Armitage ha adquirido vida
propia y se ha perpetuado en los
relatos de biógrafos sucesivos. La
versión de Shackleton en su diario
ayuda a aclarar el entuerto:

El 15 de enero sufrí un ataque


debido al agotamiento y tuve una
hemorragia; esto era preocupante
porque nos encontrábamos a ciento
setenta millas del barco. Sin
embargo, pude aguantar durante las
nueve o diez millas diarias que
recorría el equipo... El capitán
Scott y el doctor Wilson no podían
haberme ayudado más de lo que lo
hicieron. A ellos les tocó realizar la
mayor parte del esfuerzo durante el
regreso, pero a pesar de las
dificultades y de las
preocupaciones, jamás se les borró
la sonrisa.

En mi experiencia, la prueba de
fuego de la convivencia entre
hombres que han compartido un viaje
tan largo y espinoso llega tras el
regreso, cuando pueden por fin
alejarse los unos de los otros. La
noche después del regreso de los tres
hombres a sus camarotes en el
Discovery, el oficial Gerald Doorly
del buque de apoyo pasó junto a los
camarotes de Scott y Shackleton y
oyó un comentario amistoso del
capitán. «Oye, Shackles... ¿Te
apetecen unas sardinas con pan
tostado?» El tono no parece indicar
un distanciamiento entre ambos
hombres y menos una agria disputa.
Cuando Scott envió a
Shackleton de regreso a casa, los
setenta tripulantes del Discovery se
dedicaron a cotillear y a
intercambiar rumores —práctica
habitual en las expediciones— para
averiguar qué había pasado en
realidad. Los expedicionarios que se
quedaban a bordo para pasar el
siguiente invierno también redactaron
cartas para sus seres queridos,
aprovechando que el buque de apoyo
se las podría llevar. En años
recientes, los biógrafos de Scott han
escudriñado aquellas cartas y diarios
(incluidas cincuenta y seis epístolas
del lenguaraz Charles Royds), en
busca de alguna mención de un
conflicto entre el capitán y
Shackleton. Sin embargo, hasta el
momento no ha surgido ni una
referencia que confirme aquella
historia.
Otro mito que alentó —o
inventó— el rencoroso Armitage,
diez años después de la expedición,
fue su «recuerdo» de que Wilson le
había confiado que había «hablado
claro con Scott» durante el viaje al
sur, respecto al trato que empleaba el
capitán con Shackleton. En el año
1933, el escritor George Seaver citó
unos documentos que le había
mostrado la viuda de Wilson antes de
destruirlos, en las que Edward
Wilson mencionaba la misma frase:
«Hablé claro con Scott». Algunos
biógrafos del capitán han
interpretado que a pesar de la falta
de pruebas documentales, esta cita
ambigua de Wilson confirma que el
médico le recriminó a Scott el trato
que daba a Shackleton. No hay nada
que confirme la veracidad de esa
acusación, pero por culpa de aquel
mito, existe la noción de que Scott
trataba mal a Shackleton y que
Wilson se lo echó en cara.
No podemos confirmar que
Wilson «hablara claro» con Scott por
culpa de Shackleton y la
conversación pudo deberse a algo tan
sencillo como los deseos del médico
de detenerse para esbozar el paisaje,
la obligación de salir de la tienda
para orinar en vez de hacerlo dentro
en una lata, los turnos de cocina, o
incluso diferencias religiosas. No
hay una sola referencia en los
completos diarios de Wilson ni en
ningún otro documento a un incidente
que justificara ese «hablar claro».
Sin embargo, generaciones de
historiadores polares han decidido
que el relato de Seaver demuestra el
papel de pacificador jugado por
Wilson e indica que el médico
criticaba a Scott por algún incidente
ocurrido con Shackleton. Es posible
que decidiera advertir a Scott de las
consecuencias de su mal genio y su
impaciencia, pero no existe ninguna
prueba y sólo podemos especular al
respecto.
Por otra parte, no hace falta
especular sobre lo que opinaba
Wilson de Scott, ya que su diario y
sus cartas lo dejaban claro. «El
capitán y yo hemos hablado largo y
tendido de todos los temas
imaginables —escribió el 23 de
enero—, y no cabe duda de que es un
conversador de lo más ameno,
cuando se suelta.» En una carta
enviada por Wilson a la madre de
Scott tras el regreso al Discovery,
Wilson reveló sus experiencias con
el capitán: «Naturalmente, durante
esos tres meses pasamos mucho
tiempo juntos. Estoy convencido de
que confirmará mis palabras si digo
que llegamos a conocernos a fondo y
que nos unía una amistad más sincera
tras el regreso que antes del viaje. El
aguantó las inclemencias de la
travesía mejor que yo y que
Shackleton; en realidad, diría que es
tan fuerte como el que más y resiste
cualquier cantidad de agotamiento y
exposición a las inclemencias del
tiempo».
El 25 de enero, con ropa
harapienta, rostros en carne viva,
encías hinchadas por el escorbuto y
un hambre voraz, divisaron la
fumarola del volcán Erebus. Aún se
encontraba a cien millas, pero
marcaba la posición de Hut Point. Al
cabo de nueve días, Skelton y
Bernacchi salieron a su encuentro en
la orilla de la barrera helada. «El
buque de apoyo Morning había
llegado una semana antes —escribió
Wilson el 3 de febrero—. Por lo
general las noticias eran buenas, pero
el Discovery seguía atrapado por
más de ocho millas de hielo. Sin
embargo, aquello no nos preocupó en
exceso... Cuando vimos el barco
engalanado con las banderas y la
tripulación entera subida en la jarcia,
dándonos la bienvenida con sus
vítores mientras subíamos a bordo...
Llegó el momento de bañarnos y de
quitarnos la ropa que llevábamos
puesta desde el 2 de noviembre del
año pasado. Por último, disfrutamos
de una opípara cena.»
Según contó Skelton, en la cena
de bienvenida sonaron brindis en
honor de todo el mundo. El propio
Skelton propuso un brindis por todos
los que habían fallecido sirviendo al
progreso de la ciencia, incluidos los
perros. Shackleton no asistió a la
cena y él mismo explicó los motivos:
«Cuando llegamos a bordo, fui
directo a la cama tras darme un buen
baño... El primero en noventa y
cuatro días. No estaba en las mejores
condiciones. Es muy agradable estar
de vuelta, pero el viaje ha sido toda
una experiencia».
»Habíamos recorrido una
enorme planicie nevada con una
suerte variable —escribió Scott—, y
habíamos recorrido un total de 960
millas terrestres, cosechando algunos
éxitos y algunos fracasos.» Esta
modesta síntesis resumía la primera
incursión importante en el continente
desconocido de la Antártida.

La idea de enviar un barco a la


Antártida en el verano austral de
1903, para ofrecer a Scott el apoyo
que necesitara, había surgido de
Clements Markham. Ya en mayo de
1901 el principal patrocinador de la
expedición, Llewellyn LongsTaff,
había ofrecido 5.000 libras (350.000
euros) para enviar un buque de
apoyo, a sabiendas de que si el
Discovery zozobraba en la Antártida,
todos los hombres de Scott podían
correr la misma trágica suerte que el
malogrado Franklin. Markham reunió
más fondos y pudo cumplir su
promesa de enviar un barco de
apoyo, que transportara provisiones
y correo a Scott, y que se llevara a
los hombres que hubieran quedado
incapacitados.
En Noruega, Markham había
encontrado un ballenero de madera,
menudo y resistente, por 3.800 libras
(270.000 euros), el Morgenen. Le
cambió el nombre al de Morning y
contrató al capitán de marina
mercante William Colbeck para
llevarlo al sur. Colbeck tenía unos
antecedentes inmejorables, ya que
había estado con Borchgrevink en el
viaje del Southern Cross y había
pasado un invierno en el cabo Adare.
La Armada británica autorizó a dos
de sus oficiales para unirse a la
tripulación de Colbeck: el experto
agrimensor George Mulock y el
alférez de navio gales Edward
«Teddy» Evans, que luego obtendría
el título nobiliario de lord
Mountevans. Ambos oficiales tenían
veintiún años. Colbeck seleccionó
otros oficiales, como Gerald Doorly,
de la marina mercante. «Evans me
pareció un zopenco —comentó
Royds, después de conocer a la
tripulación del nuevo barco—, y no
es un representante digno de los
oficiales de la Armada. Al parecer,
su falta de diplomacia ya ha
levantado ampollas.»
La pregunta que estaba en boca
de todos era si el deshielo permitiría
que el Discovery se liberara antes de
la partida del Morning. Los primeros
intentos de Armitage y de Royds de
abrir un canal con explosivos
resultaron infructuosos. Llegado el
10 de febrero, el hielo no daba
muestras de remitir más y Scott
ordenó que transportaran las
provisiones al Discovery en trineo,
por si permanecía otro invierno sin
poder salir de la bahía del Refugio.
Ambos capitanes estuvieron de
acuerdo en que el Morning era mucho
menos resistente al hielo que el
Discovery y que no se podía
arriesgar a quedar atrapado. Si el
hielo remitía después de su marcha,
el Discovery podría seguir rumbo al
norte tras realizar otra exploración
de la costa.
Los hombres de Scott se
alegraron sobremanera al recibir las
provisiones de Colbeck,
especialmente la fruta, la verdura y
la carne de cordero. Según los
cálculos de Scott, la tripulación
podría aguantar otros dos años
atrapados en aquella bahía, siempre
que lograran cazar un total de
doscientas focas.
Durante la ausencia de Scott, se
había solucionado un error anterior.
Al principio, habían seguido la
costumbre de las expediciones
árticas y habían dejado los botes
salvavidas junto al Discovery, para
despejar espacio e instalar toldos en
cubierta, Sin embargo, dejar los
botes salvavidas en el mar helado
suponía un enorme riesgo. Al apilar
los botes en un témpano cercano,
Scott se había limitado a seguir una
costumbre probada y demostrada de
la Armada británica, así que no se lo
tomó muy bien cuando el físico Louis
Bernacchi le advirtió que los botes
corrían peligro. Le respondió que se
ocupara de sus asuntos, pero por
mucha confianza que tuviera en los
métodos árticos de la Armada, Scott
debería haber escuchado las
advertencias del científico y por lo
menos, haber revisado el estado de
los botes con asiduidad. Gracias a
las acciones de Royds y sus hombres,
la situación se había remediado y los
botes estaban listos para utilizarse de
ser necesario, a diferencia del
Discovery, que parecía condenado a
pasar otros doce meses atrapado en
la Antártida.
Llegó el momento de decidir
quién debía partir con el Morning.
Entre los diez elegidos, había dos
hombres que se iban por motivos de
salud. El doctor Koettlitz recomendó
que el suboficial de la Armada
William MacFarlane dejara la
expedición, a pesar de sus ruegos
para que le dejaran quedarse. Scott
había seleccionado a MacFarlane
para sus salidas con trineos, pero
durante el viaje que realizó con
Armitage hacia el oeste, mientras
Scott exploraba el sur, el suboficial
había padecido un conato de infarto.
Su condición parecía haber
mejorado, pero Scott no podía
arriesgarse a que MacFarlane
sufriera otro infarto durante el año
siguiente y decidió enviarle a casa.
MacFarlane gozaba de popularidad
entre sus compañeros y provenía de
la Armada, pero no fue el único en
dejar la tripulación por motivos de
salud y en contra de su voluntad.
Scout también había decidido que la
salud de Shackleton no le permitiría
enfrentarse a los rigores de las
siguientes salidas en trineo. Wilson
estuvo de acuerdo con la decisión de
Scott, porque había presenciado el
rápido y preocupante deterioro de la
salud de su amigo, durante el viaje al
sur. Wilson afirmó que la garganta y
los conductos respiratorios de
Shackleton habían resultado dañados
y que los ataques de disnea, la tos y
la sangre que escupía
desaconsejaban otro invierno a
bordo.
Koettlitz hizo un reconocimiento
de Shackleton y no encontró secuelas
permanentes de sus ataques, así que
respondió a los ruegos del paciente
—que no quería irse de la
expedición— y dijo a Scott que en su
opinión, no era necesario enviarle de
regreso a casa. Scott insistió en que
le confirmara sin duda alguna que
Shackleton estaba en condiciones de
dirigir un viaje con trineos. «Según
la opinión del doctor Wilson —
escribió entonces Koettlitz—, el
ataque sufrido por el señor
Shackleton durante su viaje al sur se
debió sin duda a un caso de
escorbuto. Estoy completamente de
acuerdo con su diagnóstico. En la
actualidad se ha recuperado casi por
completo de la enfermedad, pero en
respuesta a su memorándum respecto
a su capacidad como oficial
ejecutivo, no puedo afirmar que esté
en condiciones de aguantar una
mayor exposición a las condiciones
de la expedición.»
A Koettlitz no debió gustarle
que Scott le instara a presentar un
informe médico oficial sobre el
estado de Shackleton, en vez de
conformarse con su confuso
diagnóstico inicial. No tardó en
ventilar sus quejas con su compañero
científico Hodgson. «Tengo
entendido —escribió Hodgson tras
su intercambio con Koettlitz—, que
tal como sospechaba, el verdadero
motivo de la marcha de Shackleton
son las desavenencias personales.»
Éste fue el único comentario al
respecto de todos los participantes.
El camarero Clarence Haré, que
pasaba mucho tiempo con los
oficiales y los científicos y anotaba
gran parte de lo que veía en un diario
muy completo, jamás habló de
ninguna muestra de rencor entre Scott
y Shackleton. Tampoco mencionó
nada el prolífico escritor de cartas
Charles Royds, a pesar de su habitual
ojo crítico. Asimismo, recordemos el
pesar que expresó Scott en una carta
a su madre, por la marcha de
Shackleton. «Con mucha renuencia
—escribió Scott en el informe oficial
—, debo ordenar el regreso de
Shackleton. Confío en que todos
entenderán que lo hago
exclusivamente por su estado de
salud y que sus perspectivas de
futuro no deben sufrir las
consecuencias de esta decisión.»
Era evidente que el corazón y
los pulmones de Shackleton tenían
una especial predisposición a
padecer alguna dolencia que no era
el escorbuto. Su historial clínico
posterior y su muerte prematura
confirmarían esta teoría, pero ya
entonces Wilson y Scott tenían serias
dudas sobre su estado de salud, tras
ver el empeoramiento que padeció
frente a ellos. Ese era el único
argumento necesario para enviar a
Shackleton de regreso a casa junto a
MacFarlane.
Sin querer, Scott añadió más
leña al mito de la rivalidad con
Shackleton, cuando sugirió al adusto
segundo de a bordo Albert Armitage
que quizá también debía regresar en
el Morning. Antes de unirse a la
tripulación del Discovery, Armitage
había confiado a Scott que necesitaba
la aprobación de su esposa. Ahora
Colbeck había entregado a Scott
instrucciones confidenciales del
Almirantazgo, con el sello de
Markham, conminándole a que tratara
de convencer a Armitage para que
regresara. Las instrucciones no
detallaban los motivos, pero
mencionaban un escándalo que se
avecinaba con la señora Armitage, su
hijo pequeño y una tercera persona.
Los esfuerzos diplomáticos de Scott
por convencer a su segundo de a
bordo fallaron estrepitosamente y
Armitage dedujo que el capitán
trataba de deshacerse de él porque
era oficial de la marina mercante, al
igual que Shackleton.
«Afortunadamente —escribió
Armitage—, mi nombramiento no
dependía de él. Me negué en
redondo.»
Scott confiaba en que
Shackleton presentaría una visión lo
más halagüeña posible de la
expedición, a su regreso a Inglaterra.
De haber existido una notoria
enemistad entre ambos, no le habría
enviado de regreso ni habría escrito
a sus patrones de la Royal Society
que «El señor E. H. Shackleton
regresa muy a mi pesar, pero su
presencia será sumamente útil para
explicarles los detalles de nuestra
posición y nuestras necesidades para
el futuro». Cuando llegó a Inglaterra,
Shackleton redactó un informe de mil
doscientas palabras sobre el viaje al
sur, en el que no se vislumbraba
señal alguna de culpa, rencor o
victimismo. Su diario personal
tampoco reflejaba ninguno de estos
sentimientos.
Cuando el Morning zarpó de
Hut Point, el 2 de marzo, Shackleton
llevaba más de un mes de reposo y
de buena alimentación y sin embargo,
aún no se había recuperado del todo,
como anotó su amigo Michael Barne
tras acompañarle por el hielo para
despedirse de él: «Avanzamos muy
despacio, ya que el pobre Shackles
aún se encuentra muy débil».
Shackleton derramó lágrimas cuando
el Morning zarpó rumbo al norte.
Scott y los treinta y seis hombres que
permanecían en la Antártida se
despidieron de él desde la orilla del
hielo. Shackleton era un hombre
orgulloso y la ambición que le había
llevado a unirse a la tripulación del
Discovery se veía redoblada, así
como el deseo de demostrar su valía
a todo el mundo. Al elegir a
Shackleton como compañero de viaje
para la travesía hacia el sur y
después enviarle a casa por motivos
de salud, Scott se había ganado un
rival para toda la vida.
9
Perdidos en la meseta,
1903-1904
Mientras los hombres de Scott
se disponían a pasar una segunda
temporada de trabajo, en agosto de
1903, ¿qué hacían los
expedicionarios alemanes del
profesor Drygalski? El barco de los
alemanes había sobrevivido a sus
doce meses de cautiverio en el hielo
marino, a muchas millas de la región
que deseaban explorar. Trataron de
llegar al interior con trineos, pero las
grietas en el hielo y el terreno agreste
se lo impidieron y se tuvieron que
conformar con un laboratorio iglú, a
cuatro días de viaje del barco.
Cuando aquel laboratorio resultó
poco práctico, instalaron su material
de investigación magnética en un
témpano junto al barco. El viento
destruyó el molino que habían
construido en cubierta, al igual que
en el caso del Discovery, y se
quedaron con las lámparas de aceite
y de grasa de ballena como únicas
fuentes de luz. Casi todos sus intentos
de realizar experimentos científicos
en la zona se vieron frustrados por
las ventiscas, la mala calidad de su
equipo, la falta de entrenamiento de
los perros y las averías de los
trineos.
Mientras en otro lugar de la
Antártida, Scott regresaba de su viaje
en trineo hacia el sur, el hielo que
rodeaba el Gauss empezó a dar
muestras de remitir y los alemanes
trataron de destruir los témpanos, con
explosivos y grandes serruchos para
el hielo. Sus esfuerzos no fueron muy
efectivos, pero el 8 de febrero un
temporal rompió los témpanos y les
permitió escaparse hacia el norte.
Más adelante, Drygalski hizo un
intento de regresar al sur pero una
combinación del mal tiempo y la
falta de carbón se lo impidió. Estuvo
a punto de padecer un motín a bordo
y recibió la orden de regresar a
Berlín, ya que se habían agotado los
fondos para la expedición. Antes de
su regreso lograron realizar una gran
cantidad de investigación
oceanógrafica y magnética,
descubrieron una plataforma de hielo
y un volcán apagado, el Gaussberg,
pero no pudieron explorar el interior,
viajar hacia el sur o confirmar la
existencia de una masa continental.
El otro coetáneo de Scott, el
escandinavo Otto Nordeskjóld, no
había tenido mucha más suerte. La
expedición sueca realizó una buena
labor trazando el mapa de la
península Antartica y de Georgia del
Sur, hasta que su barco zozobró. La
expedición escocesa dirigida por
William Bruce cosechó unos buenos
resultados científicos, pero no logró
avanzar mucho hacia el sur. En
definitiva la expedición del
Discovery, que se disponía a pasar
su segundo invierno en el hielo,
había resultado ser el equipo de
exploración geográfica más efectivo
de la Antártida. Además de la
investigación y las mediciones
realizadas alrededor de la isla de
Ross, y de las diversas excursiones
realizadas hacia el interior antes del
viaje al sur completado por Scott,
Barne y Armitage también habían
completado importantes viajes de
exploración.
Armitage había descubierto una
complicada ruta hacia un gran
glaciar, al que habían bautizado con
el nombre de Ferrar. El glaciar
ascendía entre los terraplenes de las
montañas occidentales, hasta la
planicie interior de la Tierra de
Victoria. Durante su viaje, Armitage
había anotado lecturas magnéticas
que ayudarían a determinar la
ubicación geográfica del polo Sur
magnético. Si hubiera podido seguir
avanzando hacia el oeste, hasta la
meseta de 2.700 metros de altitud
detrás del glaciar, quizá habría
demostrado que la Tierra de Victoria
no era una isla sino parte de un
continente. La última oportunidad del
año de demostrar que la Antártida
era una masa continental
correspondería al grupo de Michael
Barne.
Mientras Scott emprendía su
viaje hacia el sur y Armitage abría un
camino a través de las montañas
occidentales, los seis hombres del
equipo de Barne salieron del
depósito instalado en el cabo Minna
y se dirigieron al peñasco más
meridional que alcanzaban a ver. El
3 de enero de 1903 llegaron a un
tramo del litoral completamente
desconocido. A pesar de los días de
niebla espesa y gélida, durante la
semana siguiente Barne realizó un
reconocimiento exhaustivo del
terreno y descubrió tres grandes
entradas entre las regiones
exploradas al este por Scott y al
oeste por Armitage.
Al principio del segundo
invierno, tras leer los informes
detallados escritos por Barne y
Armitage, Scott había felicitado a
ambos por los éxitos logrados en
circunstancias adversas y a menudo,
también peligrosas. Con la ayuda de
George Mulock, un experto topógrafo
llegado en el Morning para sustituir a
Shackleton, Scott realizó un
detallado mapa del litoral con las
mediciones, las fotografías y los
esbozos realizados durante las tres
salidas. La carta resultante definía
unas trescientas veintiséis millas del
litoral al sur y al oeste de la isla de
Ross, además de ofrecerle a Scott la
información que precisaba para
trazar planes para el siguiente
verano.
Scott sabía que su carrera se
resentiría si al cabo de doce meses,
el Discovery quedaba atrapado en el
hielo otra vez. El Almirantazgo le
echaría la culpa a él, en vez de al
hielo marino. Para evitarlo, estaba
decidido a utilizar explosivos y un
serrucho enorme para el hielo, con la
intención de escapar a la primera
oportunidad de la que dispusieran,
probablemente a mediados de
diciembre de 1903. Los grandes
viajes hacia el interior con trineos
eran poco aconsejables antes de
octubre, por culpa de las bajas
temperaturas, de modo que sólo
dispondrían de diez semanas para
resolver el misterio continental.
Asimismo, si querían realizar salidas
en octubre, tendrían que instalar
depósitos en el frío mes de
septiembre y además, no quedaban
muchos perros y los viajes
dependerían de la tracción humana.
A mediados de invierno, Scott
disponía de un plan de campaña.
En primer lugar, él ascendería
por el glaciar de Ferrar con un
equipo de once hombres, que le
acompañaría durante todo o parte del
trayecto. A continuación recorrería la
meseta interior descubierta por
Armitage, con la esperanza de
encontrar los límites occidentales de
la Tierra de Victoria. En segundo
lugar, Michael Barne y George
Mulock saldrían con siete hombres,
para explorar la región al sur y al
este del cabo Minna, donde las
expediciones anteriores de Barne y
Scott no habían logrado definir la
naturaleza de las grandes entradas
avistadas. Por último, Wilson y dos
acompañantes estudiarían el cabo
Crozier, para tratar de descifrar los
misterios de la cría de los pingüinos
emperador, que según varios
científicos internacionales
desvelarían un enigma de la
evolución. Esas tres salidas
mantendrían ocupados a todos los
hombres excepto a trece, incluidos
dos oficiales: Royds y Armitage. Y
de esos trece, un oficial y por lo
menos siete hombres tendrían que
quedarse a bordo del Discovery.
Scott atendió al consejo del
experto en magnetismo Bernacchi y
decidió que la cuarta y última salida,
con seis hombres dirigidos por un
oficial, se encaminara al sudeste por
la Gran Barrera, lejos de la zona
explorada. El viaje cumpliría con
dos objetivos: en primer lugar
Bernacchi podría anotar las lecturas
magnéticas de la zona, mientras
tomaban más lecturas los
expedicionarios de Scott en oeste. El
polo Norte y el polo Sur magnéticos
son los dos únicos puntos del globo
terráqueo en que el campo magnético
es absolutamente vertical, sin
componente horizontal; en ambos
puntos, la aguja del compás sólo
apunta hacia el suelo. La
combinación de las lecturas
separadas ayudaría a fijar la
posición exacta del polo Sur
magnético, aunque Scott no lo
encontrara en la planicie.
Scott se enfrentaba a la difícil
decisión de enviar a Armitage o a
Royds al mando de esta última
expedición. Al final se decidió por
Royds por dos motivos: en primer
lugar le tocaba encabezar una
expedición, ya que Armitage había
realizado una buena parte de la
exploración hasta el momento. En
segundo lugar, Scott albergaba dudas
respecto al carácter que había
demostrado Armitage durante el
viaje al glaciar de Ferrar, tras los
informes recibidos de Skelton, en
cuyo criterio confiaba el capitán. No
sabemos qué le dijo Skelton a Scout,
pero en su diario criticaba a
Armitage por su actitud
excesivamente cauta y su avance
lento, además del tono autoritario
que adoptó con el joven científico
Ferrar y del hecho que no lograba
infundir ánimos en sus hombres,
quienes se quejaban de él a sus
espaldas. Armitage contaba con
encabezar una gran expedición hacia
el sur y se molestó cuando Scott se lo
negó y le informó que permanecería a
bordo del Discovery. El capitán trató
de amortiguar el golpe, al ofrecerle
la oportunidad de dirigir una
expedición más breve, al sudoeste
del estrecho de McMurdo, pero
Armitage le guardaría rencor a Scott
de ahí en adelante.
«En mi opinión —dijo Charles
Royds de los planes de Armitage de
encabezar una expedición al sur—,
su único objetivo consiste en batir la
plusmarca conseguida por el
capitán.»
«Armitage solicitó al capitán
que le permitiera intentar llegar más
al sur que nuestra salida del año
pasado —añadió Wilson—,
exclusivamente con trineos tirados
por hombres. Creo que tuvo toda la
razón al negárselo. El capitán calculó
los requisitos del viaje y me mostró
los resultados; estuve de acuerdo con
él en que sería mucho mejor
concentrar nuestros esfuerzos en
misiones nuevas, en vez de repetir
trayectos ya realizados, con la
perspectiva de lograr tan poco al
final. La consecuencia es que
Armitage ha quedado excluido de la
lista de expedicionarios para esta
temporada, aunque no sabría decir si
es por culpa suya o de otra persona.»
Era evidente que faltaban
hombres y trineos para organizar otro
viaje hacia el sur, incluso para
instalar los depósitos de provisiones
necesarios. Sin embargo, desde la
perspectiva de Armitage, Scott se
adjudicaría el mérito de explorar la
planicie de la Tierra de Victoria que
él había descubierto, mientras que a
él le prohibían dirigirse al sur;
Armitage jamás perdonó a Scott. Al
final de la expedición del Discovery,
pareció despedirse del capitán sin
rencor y escribió un libro en el que
alababa la figura del capitán, que
gozó de un gran éxito de ventas.
Durante varios años después de la
muerte de Scott, Armitage siguió sin
mostrar ninguna hostilidad
encubierta, pero veinticinco años
después de los acontecimientos,
publicó una autobiografía en la que
vertía los rencores largamente
soterrados. Muchos biógrafos han
recurrido a la versión de Armitage
para acusar a Scott de varios
defectos, así que vale la pena
estudiar los detalles de sus
acusaciones.
Aún perduraba el rencor de
unas diferencias que surgieron
durante la negociación de su
contrato:

Mi nombramiento fue
independiente del de Scott, aunque
por supuesto él estaba al mando. De
ser posible, debían desembarcarme
con un refugio y con equipo
suficiente para sobrevivir durante
dos años, con ocho hombres —
incluido uno de los médicos— y un
equipo de perros. No debía
limitarse en absoluto mi capacidad
de realizar viajes en trineo. No
debía haber más de cincuenta libras
al año de diferencia entre mi sueldo
y el de Scott, debían empezar a
pagarme cuando dejara mi barco de
la P amp;O y seguir pagándome
hasta que me uniera a la tripulación
de otro barco.
Con la única excepción del
monto del salario, ninguna de estas
condiciones se cumplieron. No me
empezaron a pagar hasta dos
semanas después de dejar mi barco,
pero dejaron de pagarme al final
del mes en el que llegamos a
Inglaterra, aunque pasé nueve
meses más antes de embarcarme de
nuevo. Cuando llegamos a la base
en la Antártida, Scott me rogó que
me olvidara de las demás
condiciones, aunque todas eran
completamente viables. Argumentó
que mis condiciones inutilizarían
sus propios planes y que no podía
pasar sin mí. Por supuesto, accedí a
quedarme con el resto del grupo.

Armitage resumió sus


impresiones sobre Scott, que había
fallecido más de diez años antes,
cuando dijo que a pesar de todos los
aspectos loables de su carácter,
estaba convencido de que no dejaba
que nada se interpusiera en su
camino. También sostuvo que Scott
era de naturaleza desconfiada y que
era capaz de utilizar incluso a sus
mejores amigos para sus propios
fines. Armitage incluso aseguró que
no se podía confiar en la palabra de
Scott.

Me indicaron que buscara un


pasaje entre los picos montañosos
del sur de Tierra de Victoria, hacia
el oeste, y que alcanzara la meseta
interior si lo había. Cumplí el
cometido, aunque él nunca creyó
que lo lograría, como quedará
demostrado en otra carta. Sin
embargo, no me permitió que
continuara con la misión: se
encargó él de completar la
exploración y se negó a permitir
que yo u otro expedicionario nos
dirigiéramos al sur, con el
argumento de que no había
necesidad alguna de intentarlo de
nuevo. Al cabo de unos años, él lo
intentaría y lograría alcanzar el
polo, aunque se llevaría la sorpresa
de que se le habían adelantado.

Armitage vertía acusaciones


graves sobre un antiguo compañero,
que había fallecido años antes.
Al final de la expedición del
Discovery, Scott escribió una carta
de referencia para Armitage: «Me
ofreció una ayuda valiosa al preparar
el equipo para la expedición y llegué
a apreciar su lealtad. Desempeñó
todas sus labores con eficacia y
demostró ser un excelente navegador.
Puedo recomendarle a cualquiera que
desee contratar sus servicios, con
toda confianza».
Sin embargo, Armitage
esperaba recibir una promoción tras
la expedición, tal como explicó en su
autobiografía:

No quise olvidar el asunto,


porque consideraba que cuando
ascendieron a Scott al rango de
capitán de la Armada por sus
servicios en la Antártida, fue una
injusticia excluirme a mí. Cuando
mi antiguo capitán tuvo una muerte
trágica, escribí al señor Churchill
que era ministro de la Marina y le
expliqué la situación. Le dije que él
tenía fama de ser un hombre justo y
le pedí que me adjudicara la
retribución a la que tenía derecho.

Sin embargo, sus argumentos no


conmovieron al Almirantazgo.
Según Skelton, durante el
segundo invierno a bordo del
Discovery, en 1903, Armitage no se
llevó bien con los demás
expedicionarios. No era un tipo
popular y se sentía despreciado. Su
principal confidente, con el que
realizaba labores de topografía, era
otro solitario, George Mulock.
Pasaron los meses del invierno
sin los siniestros de la temporada
anterior, gracias a la familiaridad de
los expedicionarios con las
condiciones extremas, a pesar de que
en mayo padecieron temperaturas de
hasta —55° C, que congelaron el
mercurio de los termómetros. Los
tipos más agresivos se habían ido a
bordo del Morning y ya no estallaban
peleas en la cubierta de los
marineros. El ambiente era más
agradable en general y el cambio del
cocinero Brett por su antiguo
ayudante, Clark, había resultado todo
un éxito. Clark tenía experiencia
como panadero y la mejoría fue
notoria: servía carne fresca de foca o
de págalo casi cada día y Royds
comentó que el sabor del ave marina
se asemejaba al del pato. Skelton y
un equipo de maquinistas instalaron
un sistema de iluminación con
acetileno en todas las partes
habitadas del barco, que supuso una
mejora considerable con respecto a
las lámparas humeantes y las velas.
A veces Wilson caía presa de la
añoranza y llenaba su diario de
palabras románticas. Contó que la
noche se iluminaba con las
llamaradas que escupía el monte
Erebus o recordaba a su esposa. «Ya
hace dos años que me casé con Ory y
sólo hemos pasado tres semanas de
ese tiempo juntos.»
Los expedicionarios jugaban
partidas de bridge y de ajedrez, que a
menudo conducían a riñas entre
Scott, que siempre deseaba ganar, y
Koettlitz, cuya falta de sentido del
humor era conocida. Hodgson daba
clases de matemáticas a tres de los
marineros y Bernacchi trataba de
explicar los secretos de la aurora
austral.
Los científicos trabajaban todo
el día y todos los días, fueran cuales
fuesen las condiciones
meteorológicas. Michael Barne solía
extraviarse solo con su equipo de
sondeo en un trineo, Mulock se
perdía en sus cartas de navegación y
Bernacchi se encerraba en los
refugios de investigación, o salía a
las planicies heladas con Koettlitz.
En una ocasión hubo que rescatar a
Hodgson, cuando un témpano en el
que estaba pescando camarones se
desprendió de la masa de hielo. A
veces Wilson le ayudaba con la
recolección de muestras. «Cientos de
miles de anfipodos se agolpaban
sobre los pedazos de carne de foca
—anotó Wilson—, como una masa
de gusanos marinos.»
Royds procuraba que los
hombres se mantuvieran ocupados
durante el invierno, con las
reparaciones y modificaciones de los
trineos, y con la construcción de
material nuevo para los viajes. Taff
Evans, Crean y Lashly eran cada vez
más valiosos, gracias a su habilidad
de improvisar soluciones y a su
creciente conocimiento del medio.
Llegó el mes de agosto con el
espectáculo pirotécnico de la aurora
austral y la orilla encarnada del sol
asomó por el horizonte, para iluminar
durante unos instantes el mundo de
los expedicionarios. La fumarola
negra del monte Erebus se tiñó de
oro, pero la temperatura descendió
de nuevo hasta batir todas las
marcas. El 15 de agosto, Wilson
encontró a la perra Tin-tacks, que no
había salido en los viajes del verano
anterior porque era demasiado joven,
mostrando signos evidentes de dolor.
«Cuando la he reconocido hoy —
escribió—, he visto que había
perdido la mayor parte de su
lengua... Debe haber tratado de lamer
alguna superficie fija de metal y se le
ha adherido... Tras tirar con todas
sus fuerzas se la debe de haber
amputado ella misma de un
mordisco. Es terriblemente doloroso
verla acercarse a la comida y al
agua... Sin lengua, sólo puede tragar
si le inclinamos la cabeza hacia atrás
y le vertemos algún líquido por la
garganta.»
Tuvieron que sacrificar a Tin-
tacks, pero cuando Hodgson solicitó
sus restos para su nasa, un marinero
que había desarrollado una relación
de amistad con ella se la llevó en
secreto y la enterró.
«Cada martes cenamos págalo
—explicó Wilson—, media ave por
cabeza; basta para saciar el hambre y
sabe muy bien. Un día por semana
comemos corazón relleno de foca,
otro día cenamos pastel de carne y
riñones de foca, otro día bistec de
foca encebollado y así
sucesivamente. Siempre nos tocan
los mejores platos por la mañana:
hígado de foca dos veces por
semana, carne estofada de foca o
carne en salsa de curry. Todos han
bautizado el jueves como el "día del
escorbuto", porque es el único día de
la semana en el que comemos carne
enlatada.»
A pesar de la mala experiencia
de los viajes en trineo de la
primavera anterior, Scott estaba
decidido a empezar cuanto antes en
septiembre de 1903. Confiaba en que
no se repetirían percances como el
accidente del pobre Vince, porque
los hombres ya no eran unos novatos.
El 7 de septiembre salió la
expedición a la pingüinera del cabo
Crozier, bajo el mando de Charles
Royds. Dormían, o más bien trataban
de hacerlo con el temblequeo del
frío, en dos sacos de dormir de tres
plazas. «Me cuesta imaginar algo
más incómodo que aquello —
escribió Wilson—. Uno siempre
acaba despertando a los demás al
cambiar de posición... No es posible
permanecer en el mismo lado durante
mucho tiempo, así que en cinco o
seis ocasiones durante la noche, uno
acaba respirando el aliento de otro
hombre.»
Necesitaban huevos con
embriones vivos para resolver las
dudas de los científicos, sobre la
evolución. Por desgracia, todos los
huevos que hallaron en la colonia
estaban muertos, pero la presencia de
polluelos indicó a Wilson que debía
regresar en pleno invierno si quería
recoger huevos con embriones vivos.
Al mismo tiempo, Michael
Barne había salido con otro grupo de
trineos para instalar un depósito de
víveres en la barrera helada, al
sudeste de la isla White. El 9 de
septiembre Scott, Skelton, Taff
Evans, Bill Lashly, Dailey y
Handsley salieron para instalar un
depósito al oeste y no tardaron en
hallar una ruta más directa al glaciar
de Ferrar que la que había
encontrado Armitage un año antes.
Dejaron el depósito más meridional
en el glaciar, a unos seiscientos
metros de altitud y lograron un
promedio de veinte millas diarias
durante el viaje de regreso, a pesar
de las horas de oscuridad y de los —
45,5°C. Incluso un equipo de
noruegos experimentados con perros
se habrían sentido orgullosos de
aquel promedio.
Cuando todos los marineros y
oficiales regresaron de sus salidas,
sin desgracias que lamentar y con
todos los depósitos en posición,
pudieron salir las expediciones
principales. El equipo de Barne salió
el 6 de octubre y el de Scott, el 12 de
octubre.
El grupo de Scott estaba
formado por tres grupos de trineos.
Le acompañaron los mismos hombres
con los que había salido a dejar el
depósito, excepto Dailey, sustituido
por Thomas Feather. Ferrar y dos
marineros con el segundo trineo
debían concentrarse en la geología
del glaciar, mientras Dailey, Thomas
Williamson y Frank Pluinley saldrían
con un tercer trineo para instalar más
depósitos.
Los hombres de Scott tiraban de
noventa y tres kilos cada uno y aun
así lograron avanzar un promedio de
trece millas por día a pesar de las
dificultades del terreno. Al evitar la
arriesgada ruta trazada por Armitage,
llegaron a la base del glaciar en sólo
seis días, a diferencia de los
veintisiete que había tardado el
segundo oficial. Sin embargo, la ruta
más directa y veloz había pasado
factura a los patines del trineo, que
se rompieron y fueron imposibles de
reparar.
Scott hizo de tripas corazón y
regresó a la base, pero lo hizo con
una demostración de eficiencia y
habilidad. Bernacchi era el tripulante
del Discovery con más experiencia
en la Antártida y su opinión fue
definitiva: «Su viaje de regreso de
noventa millas, con medias raciones,
fue todo un récord en los
desplazamientos antárticos y
demostró lo que pueden lograr tres
hombres en buena forma, con poca
carga y sin perros: ochenta y siete
millas en tres días». «Si él puede
hacerlo —comentó Lashly de la
habilidad de Scott con el trineo—, no
veo por qué yo no; mis piernas son
tan largas como las suyas.»
Fabricaron un nuevo trineo con
piezas y restos de otros trineos y al
cabo de unos días, gracias a su
determinación inquebrantable se
encontraban de nuevo en el glaciar.
Los patines de los trineos seguían
causando problemas y requerían
reparaciones sobre la marcha, que
realizaban Lashly, Evans y el
carpintero, Dailey. Cuando llegaron
al depósito más occidental,
descubrieron que durante su ausencia
el fuerte viento había aflojado la tapa
de la caja de navegación de Scott y
se había llevado unos logaritmos
náuticos esenciales. Scott explicó el
problema al que se enfrentaba:

Sería difícil exagerar la


gravedad de esta pérdida. Sin
embargo, aunque era consciente del
compromiso en el que nos metíamos,
creí que nada justificaba un
segundo viaje de retorno al barco.
De todos modos, pensé que sería
justo plantear la situación a los
demás; tal como esperaba, me
infundió confianza su aceptación
completa de los riesgos que suponía
avanzar en aquellas condiciones.
Debo explicar qué significaba
nuestra pérdida. Al viajar hacia el
oeste, contábamos con pasar varias
semanas sin destacados puntos de
referencia geográficos o visuales.
En esta situación, el expedicionario
con su trineo se encuentra en la
misma situación que un marinero
entre las olas sin tierra a la vista:
sólo puede averiguar su situación
mediante observaciones del sol o de
las estrellas, que le permiten
determinar su latitud y longitud. Sin
embargo, para calcular dichas
coordenadas a partir de la
observación del sol o de las
estrellas, hace falta conocer la
declinación exacta del astro en
cuestión y para calcular la longitud,
además hay que utilizar una serie
de tablas logarítmicas. Es decir,
para establecer la latitud y la
longitud es imprescindible contar
con algunos datos. Todos los datos
necesarios se encuentran en un
libro publicado por la Royal
Geographical Society, titulado
Almanaque para viajeros. Yo
contaba con ese tomo para calcular
la situación exacta de nuestro
grupo.
El lector comprenderá la
situación en la que nos hallábamos
después de perder ese libro: si no
regresábamos al barco para
reemplazarlo, nos arriesgábamos a
vagar por una tierra desconocida,
sin saber cómo lograríamos
regresar.

En 1981 viajé al polo Sur y


pasé penas y esfuerzos tratando de
localizar los rasgos más distintivos
del glaciar de Scott, para
descenderlo rápido con mi equipo.
Utilicé la misma clase de teodolito y
las mismas tablas náuticas que Scott
y aun contando con todos los datos
astronómicos necesarios, supuso un
verdadero esfuerzo. No siento más
que admiración por el ingenio de
Scott, que diseñó un sistema
improvisado para calcular los
cambios diarios de declinación del
sol.
El mismo Scott explicó su
sistema de navegación:
Por supuesto, no dejaba de
pensar en la perspectiva que se nos
presentaba: vagar por una enorme
planicie nevada, sin saber
exactamente dónde estábamos... Se
me ocurrió que podríamos hacernos
una idea de nuestra latitud si
improvisaba algún sistema para
calcular el cambio diario de la
declinación del sol.
Ni corto ni perezoso, procedí a
delinear una hoja de mi cuaderno
con recuadros, con la intención de
trazar una curva con la declinación
del sol. Empecé a dar vueltas al
asunto y descubrí que podía
rellenar algunos datos, al calcular
la declinación de algunos días
determinados, como por ejemplo el
primer día en que volvimos a ver el
sol. Conseguimos otros datos
gracias a las observaciones
realizadas en puntos conocidos del
glaciar... Pasé todos los datos al
papel cuadriculado y tracé a pulso
una curva de la que podía sentirme
orgulloso, ya que al regresar al
barco descubrí que en ningún
momento contenía un error superior
a 4'.
No todos confiaban plenamente
en la capacidad de Scott de navegar
en las blancas llanuras de la meseta
sin los métodos probados y
demostrados de navegación. Skelton,
el más experto en las matemáticas,
albergaba serias dudas sobre sus
probabilidades de encontrar el
camino de regreso.
Sin embargo, los tres grupos de
trineos de Scott fueron avanzando
por el valle helado, a veces con
grandes distancias entre trineos,
aunque siempre acampaban juntos de
noche. Lashly y Skelton tuvieron que
recurrir a todas sus habilidades para
reparar una serie de averías en los
patines, mientras Thomas Feather se
dedicaba a arreglar los crampones,
que padecían con las largas
extensiones de hielo azul. El 4 de
noviembre, a 2.100 metros de altitud,
una ventisca inesperada les
sorprendió en una superficie tan dura
que no pudieron clavar sus tiendas de
campaña ni tallar bloques de nieve
para utilizar como anclas.
Afortunadamente, Thomas Feather
logró solucionar el problema de
algún modo antes de que el frío les
afectara demasiado.
Durante siete largos días y sus
respectivas noches, los temibles
vientos catabáticos mantuvieron a los
hombres encerrados en sus tiendas.
Bautizaron aquel lugar como el
Campamento de la Desolación y
compartieron un mismo libro entre
todos: El viaje del Beagle de Charles
Darwin. Lograron escapar cuando el
temporal remitió un poco, el octavo
día, y siguieron escalando el glaciar.
Ferrar y sus dos «aprendices de
geólogo» se separaron del resto del
grupo para recoger rocas y fósiles.
A menos de media milla del
Campamento de la Desolación,
ambos grupos de expedicionarios
salvaron un puente de nieve que
atravesaba una grieta enorme.
«Estábamos al borde de un abismo
—explicó Scott—, pero a nadie le
importaba porque lo único que
queríamos era alejarnos de aquel
lugar infernal.» Scott marcó el mismo
ritmo vertiginoso de costumbre y
alcanzaron la cima del glaciar, a
2.700 metros de altitud, el 13 de
noviembre. Desde ahí divisaron «una
gran planicie nevada, con el
horizonte plano en todas
direcciones». Antes de dejar atrás
los promontorios rocosos que
sobresalían del glaciar, Scott
aprovechó unos momentos de buena
visibilidad para esbozar los
peñascos con detalle. Las siluetas
rocosas podían ser imprescindibles
al cabo de unas semanas, cuando
trataran de localizar de nuevo la
cabecera del glaciar, para encontrar
los depósitos de víveres y el camino
a casa.
Cuando Armitage había
alcanzado este punto el año anterior
y se convirtió en el primer hombre en
ver aquella planicie, tuvo que darse
la vuelta y emprender el camino de
regreso, pero Scott había llegado al
mismo punto con cinco semanas de
provisiones. Esperaba que si
avanzaba a buen ritmo, aquellas
provisiones bastarían para
determinar si la planicie era la
meseta de una isla o parte de una
masa continental.
Feather y Handsley no estaban
tan en forma ni eran tan fuertes como
los demás hombres de Scott, así que
tomó la difícil decisión de enviarles
de regreso al barco, tras siete días en
la planicie. Sin embargo, no podía
enviarles de vuelta sin un navegador,
así que Skelton tuvo que
acompañarles. Skelton acostumbraba
a anotar en su diario las quejas
cotidianas y durante el ascenso desde
el Campamento de la Desolación,
comentó que Scott se impacientaba
con los retrasos que ocasionaban
aquellos hombres. Añadió que
durante los retrasos podía espetar
comentarios hirientes, aunque aclaró
que no eran malintencionados y que
las condiciones climatológicas eran
tan malas que sacarían de quicio a
cualquiera. «Todos nos conocemos
mucho mejor —escribió Ferrar en
una carta privada, tras el viaje—, y
se lo debemos agradecer al capitán,
por su amistad y por el ejemplo que
nos ofrece de trabajo en equipo.»
Durante aquellos días, Scott
trató de explicar en su diario las
privaciones a las que se enfrentaban
durante un viaje con trineos, en
temperaturas tan extremas:

La peor época para los viajes


en trineo es la temporada más fría...
El cuerpo humano no deja de
exudar humedad a través de los
poros de la piel... Una pequeña
cantidad permanece en la ropa y se
congela enseguida, hasta que la
capa de hielo adquiere tal grosor
que dificulta sobremanera la
movilidad. Hay hielo por todas
partes... y todo lo que a bordo del
Discovery era suave y esponjoso se
ha puesto duro como una tabla. Lo
peor es que también hay una gruesa
capa de hielo en las cosas que
utilizamos para pasar una noche
cómoda: los sacos de dormir, la
chaqueta de noche y las botas
nocturnas están duras y heladas.

Hacia el final de una larga


jornada con los trineos, anotó más
impresiones sobre las dificultades
del viaje:

Los trineos están cada vez más


pesados y tanto las piernas como la
espalda empiezan a dar aviso de
que llega la hora de acampar. Cada
vez cuesta más respirar: el aliento
se ha congelado en la capucha y ha
formado largos carámbanos de
hielo bajo las barbillas sin afeitar.
Las pestañas también están llenas
de hielo y de vez en cuando hay que
sacar una mano del guante durante
unos segundos, para descongelar un
párpado y devolver la vista a su
propietario.

La llegada al campamento
tampoco ofrecía un gran solaz, tal
como explica Scott: «En este clima
no hay que permanecer inmóvil, sino
mantenerse activo en todo momento
hasta que podemos entrar al exiguo
refugio que ofrece la delgada tienda
de campaña».
Lo único que iluminaba el
lóbrego interior era una vela colgada
de un palo de la tienda, pero
cualquier gesto imprudente lo podía
hacer saltar por los aires. Mientras el
cocinero preparaba la cena, los
demás expedicionarios se cambiaban
el calzado: se quitaban las botas
finnesko empapadas y los calcetines
acartonados con el hielo y se ponían
los calcetines de noche, que habían
guardado en un bolsillo de la camisa.
Era habitual que alguien gritara de
dolor al sufrir un calambre, dando
una patada que podía pasar
peligrosamente cerca del hornillo.

Cuando hierve la comida,


quitamos la tapa de la olla y la
tienda se llena con una nube de
vapor, mientras el cocinero sirve
los platos... Éstos son instantes de
gloria... A la comida sigue una
deliciosa taza de chocolate
hirviendo, pero en el mismo instante
en el que nos la tomamos, sentimos
que se acaban nuestros momentos
de placer. El hornillo ya está
apagado, el vapor que no se ha
esfumado por las rendijas se ha
transformado en cristales de hielo
pegados a las paredes de la tienda y
el frío de la noche empieza a
penetrar de nuevo en nuestro
santuario...
Extendemos el saco de dormir
y tras muchos esfuerzos, logramos
meternos en él... El hielo que
impregna sus fibras cruje cuando lo
abrimos a la fuerza y hay que
utilizar todo el peso del cuerpo para
aplanarlo en posición extendida. Lo
que otrora fue una suave solapa se
yergue con rigidez, calado de hielo.
Por dentro, el saco está tan duro
que en algunas partes, al
golpetearlo con los nudillos suena
como una puerta de madera. ¿Habrá
alguna cama menos apetecible que
aquélla?
Antes de acostarnos hay que
echar una ojeada a las
condiciones... ¿Se avecinará una
ventisca? Un último vistazo al
termómetro indica que la
temperatura ha descendido hasta
los cuarenta y ocho grados bajo
cero... Los preparativos son
agotadores... levantamos la cubierta
del saco y nos metemos en él... Es el
momento para las anotaciones en
los diarios, los informes
meteorológicos, las reparaciones
sencillas, y las pipas. La pipa ofrece
uno de los pocos momentos
agradables de la velada, aunque la
experiencia demuestra que hay que
guardarla en un lugar muy cálido,
para evitar que la boquilla esté
permanentemente congelada...
Al llegar al final de todas estas
tareas, los ocupantes se van
introduciendo uno a uno en las
profundidades acartonadas del saco
de dormir. El último en meterse es
el que ocupa la posición central,
que se esmera en ajustar los cierres
por encima de las cabezas de los
demás, antes de meterse entre sus
compañeros como buenamente
pueda y sellar el último tramo del
cierre...
La última contorsión ha
provocado que la visera de la
capucha nos roce la cara. Está
empapada con el hielo acumulado
durante la marcha de hoy, pero se
ha empezado a descongelar y una
gota nos cae en la nariz. No
podemos pensar en otra cosa que
aquella gota. Es terriblemente
molesta y ardemos en deseos de
enjugárnosla, pero si movemos una
mano sacrificaremos la posición
medianamente cómoda y caliente
que tanto nos ha costado encontrar.
Mientras nos cuestionamos si
debemos movernos o no, cae una
segunda gota. Eso es más de lo que
podemos aguantar y sacamos una
mano para resolver el problema,
aunque pasamos los siguientes
quince minutos tratando de
recuperar aquella posición.

El mayor desafío de las


mañanas era el de ponerse las botas:

Es una tarea agotadora. Con la


precaución que otorga la
experiencia, anoche procuramos
dejar las botas congeladas en una
forma lo más parecida posible a
nuestros pies. Tras la marcha, las
botas estaban completamente
empapadas y nos las pudimos quitar
sin problemas; pero sabíamos que
sólo permanecerían suaves y
dúctiles durante unos instantes, así
que a medida que se congelaban,
fuimos dándoles la forma adecuada.
Al cabo de media hora, estaban tan
duras que podíamos tirarlas sin
riesgo de que perdieran la forma.
Por la mañana están, si cabe, más
duras aún y estamos a punto de
comprobar los resultados de
nuestras labores escultóricas.
Repiquetean como zuecos cuando
las depositamos en el suelo.
Nos ponemos en cuclillas y nos
quitamos el calzado nocturno de un
pie, mientras buscamos en el
bolsillo de la camisa los calcetines
de día. Hallamos uno, que aún está
húmedo pero por lo menos no está
frío. Nos lo ponemos y con grandes
esfuerzos, procedemos a introducir
el pie en una bota que parece estar
hecha de madera. La bota finnesko
lleva una suela de piel de reno y
una plantilla de pasto sennegroes.
La plantilla es suave, pero la suela
está tan dura y rígida como el resto
de la bota y hace falta empujar con
fuerza para introducir el pie. Con
suerte, logramos introducir la mitad
del pie en un primer intento. Lo
dejamos ahí durante unos instantes
y empezamos con el otro. Cuando
finalmente hemos logrado
introducir la mitad del pie, podemos
ganar un par de centímetros más
con el primero y así, centímetro a
centímetro, cumplimos la pesada
tarea de ponernos las botas.
Durante el proceso, los pies se nos
han enfriado mucho, así que nos
vemos obligados a caminar y
patalear para calentarlos.

Cuando partió el pequeño grupo


de Skelton, el 23 de noviembre, Scott
se quedó con dos marineros: Taff
Evans, a quien conocía bien de sus
días en el Majestk y el fogonero
William Lashly. Evans pesaba 80
kilos, Lashly pesaba 86 kilos y Scott
pesaba 72,5. Cada uno tiraba de más
de 90 kilos, pero formaban un equipo
muy bien compenetrado. «Con estos
hombres a mi lado —escribió Scott
—, el trineo parece tomar vida
propia; se acabaron los días de
avance lento.»
Scott no dejaba de comprobar el
rumbo cada vez que se entreveía la
posición del sol, gracias a un
sencillo reloj solar que llevaba atado
al cuello. También llevaba un
compás para los momentos en los
que el sol permanecía oculto y
condujo a su equipo primero hacia el
oeste y después al sudoeste, por las
llanuras nevadas. Avanzaron por la
monótona tundra durante veintiún
días, con la esperanza imperecedera
de toparse con algún accidente
geográfico que recompensara sus
esfuerzos. Su avance se veía
obstaculizado por unos cordones
agudos y paralelos en el hielo
llamados sastrugi, que medían hasta
sesenta centímetros de altura y
llegaban a volcar los trineos. Cada
vez les costaba más respirar, ya que
en el polo, la altitud a la que se
encontraban equivalía a unos 4.500
metros en los Alpes o el Himalaya.
Las volcaduras constantes habían
provocado ligeras pérdidas de
queroseno de sus bidones sellados,
pero Scott decidió arriesgarse y
continuar hacia el sudoeste hasta el
último día de noviembre, la fecha
límite para iniciar el viaje de
retorno. Sin embargo, el día en
cuestión el horizonte era tan
monótono como todos los días
anteriores en aquella «inmensa
planicie vacía», que se extendía sin
fin aparente en la Tierra de Victoria.
Tras mantener un promedio de
dieciséis millas diarias durante una
semana del viaje de retorno, Scott
preguntó a sus compañeros si estaban
dispuestos a avanzar una hora más al
día, sacrificando la comida del
mediodía y reduciendo su ración
diaria de provisiones. Los demás
aceptaron su propuesta, pero pronto
se quedaron sin rastros que seguir
del viaje de ida, ya que los habían
tapado la ventisca y la nieve
acumulada. Tampoco contaban con
almanaques náuticos ni rasgos
geográficos para orientarse, así que
no tardaron en sentir dudas sobre el
camino a seguir. El 10 de diciembre
Evans avistó un punto negro en el
horizonte, que pronto se convirtió en
una serie de formaciones rocosas.
Sin embargo, Scott no las reconocía
y tuvieron que ejercer un fuerte
autocontrol para evitar que la
aprensión se apoderara de ellos; si
no encontraban la cabecera del
glaciar de Ferrar, con sus depósitos
vitales de provisiones, no
dispondrían de otra ruta para
regresar.
Por fin encontraron una cuesta
sin grietas, por la que descendieron
lentamente con los crampones
puestos. Scott tomó la delantera y los
demás se situaron detrás del trineo,
para evitar que se acelerara por la
ladera. Sin embargo, Lashly tropezó
y la sacudida del trineo desequilibró
a los demás, que acabaron cayendo
por la ladera con el trineo
desbocado. Tras unos cien metros de
caída y de golpes en los bloques de
hielo, se detuvieron sin lamentar más
daños que unos moretones y un buen
susto. No sólo no se habían roto
ningún hueso, sino que al levantar la
vista comprobaron que sabían dónde
estaban. El cielo estaba despejado y
alcanzaban a ver hasta el monte
Erebus. «Media hora antes,
estábamos perdidos —escribió Scott
—. Ahora, en unas circunstancias
extraordinarias, se había levantado el
velo y descubrimos que nuestros
métodos improvisados de navegación
nos habían permitido llegar a nuestro
destino con una precisión inusitada.»
Veían a unas millas de distancia las
rocas que indicaban la posición de su
primer depósito, así que cargaron de
nuevo el trineo, que por algún motivo
milagroso no había sufrido daño
alguno, y emprendieron la marcha
por la siguiente planicie.
De repente cedió un puente de
hielo por el que avanzaban, por
encima de una grieta enorme que
había pasado desapercibida y Scott y
Evans cayeron al abismo. Por
fortuna, el trineo se quedó atrancado
a unos centímetros del borde de la
grieta y Lashly procuró sujetarlo,
mientras los otros dos se
balanceaban, suspendidos en la
grieta con sus arneses. Con sumo
cuidado, Lashly utilizó un par de
esquís para anclar el trineo en la
nieve y permitir así a los dos
hombres moverse, sin temor a que el
trineo cayera.
Con trabajos, Scott logró
balancearse hasta una pequeña
cornisa en la escarpada pared de
hielo azul. Cuando llegó a ponerse de
pie en la pequeña plataforma helada,
ayudó a Taff Evans para que se
reuniera con él. Se encontraban a
unos cuatro metros de la boca de la
grieta, por la que veían una tira de
cielo y el perfil del trineo. El frío en
aquella cámara helada era atroz y
Scott sabía que no tardarían en
perder toda sensibilidad en las
manos, así que ascendió con la ayuda
de sus arreos, tratando de
sobreponerse a las ampollas y el
entumecimiento en las manos. Hizo
gala de toda su fuerza hasta llegar a
un punto en el que Lashly le podía
ayudar a ascender. A continuación,
los dos tiraron de Evans hasta
sacarle a la superficie. «¡Estoy
rendido!», exclamó el marinero
gales, que seguía aturdido por la
caída.
No tardaron en llegar al
depósito y dos días más tarde el
incansable Scott decidió que
disponían de provisiones suficientes
para pasar un día explorando los
valles que se extendían a ambos
lados del glaciar de Ferrar. El
desvío que realizaron el 7 de
diciembre de 1903 les permitió
descubrir una red de estrechos valles
de roca sin hielo, pero con lagos y
riachuelos. «Sin duda, se trata del
valle de los difuntos —escribió Scott
—. ¡Ni siquiera el gran glaciar que
se abrió paso entre la roca ha
logrado sobrevivir aquí!» Habían
descubierto uno de los escasos valles
secos de la Antártida.
«¡Qué buen lugar para plantar
patatas!», comentó Lashly con un
espíritu más práctico, al ver la
cantidad de lodo aluvial en el fondo
del valle.
El 20 de diciembre, los tres
hombres superaron un risco y
comprobaron con desconsuelo que el
mar en la bahía de McMurdo seguía
profundamente congelado en muchas
millas a la redonda. Temieron que el
Discovery se vería obligado a pasar
otro año en la Antártida. Cuatro días
más tarde, el 24 de diciembre de
1903, llegaron al barco y les
informaron que la orilla del hielo
marino se encontraba aún a veinte
millas de distancia y que según las
instrucciones que habían dejado,
Armitage se había instalado en los
témpanos con un gran serrucho de
hielo, para abrir una ruta que
permitiera el paso a Colbeck en el
Morning. Cuando llegó un informe
optimista de Armitage, sobre el ritmo
al que estaban abriendo paso, Scott
decidió tomar unos días de descanso
con los hombres que le habían
acompañado, para recuperarse del
viaje y reflexionar sobre lo que
habían logrado.
Sin embargo, la primera
prioridad de Scott consistía en
comprobar si su reloj era exacto, ya
que lo habían utilizado para
determinar la longitud, junto con las
lecturas del teodolito que fijaban la
latitud, al trazar la ruta de su viaje.
Tras realizar los cálculos
pertinentes, los resultados fueron
asombrosos: durante ochenta y un
días, habían recorrido 827 millas con
todo tipo de condiciones
meteorológicas y de nieve, y habían
ascendido más de seis mil metros de
desnivel. En el año 1949, el director
del Instituto Scott de Investigaciones
Polares, de la Universidad de
Cambridge, ofreció una valoración
del viaje realizado por el capitán:
«Pocas expediciones con perros,
avanzando por la planicie, han
conseguido superar la marca lograda
por Scott durante el regreso a pie de
su viaje a la planicie en el año
1903». Charles Royds también sentía
una gran admiración por las hazañas
de Scott: «Entre los más resistentes,
él se lleva la palma. Lleva un total de
197 días de salida en dos
temporadas».
En cuanto a la convivencia, el
viaje también había resultado todo un
éxito. Nansen redactó la mayor parte
de los informes de sus épicas
caminatas por el Ártico en primera
persona del singular, a pesar de que
viajaba en pareja. Por el contrario,
en sus anotaciones Scott jamás decía
«yo», sino «nosotros». El afecto que
sentía por Taff Evans y Bill Lashly
era evidente en su diario. Scott
disfrutaba de la compañía de sus
hombres, de convivir, comer y sufrir
junto a ellos, compartiendo un saco
de dormir durante meses, riendo,
bromeando y cantando juntos. «Es
rara la hora de acampada en la que
falta una risotada de Evans o una
canción de Lashly —anotó Scott—.
No hay hombres más preparados y
entrenados para enfrentarse a los
trances y las vicisitudes de los viajes
en trineo que los marineros.» Scott
llegó a forjar un compañerismo tan
verdadero con Evans y Lashly como
con Skelton o Wilson. Nansen se
había quejado de que su compañero
de viaje, el marinero Johansen, no le
proporcionaba «ninguna compañía
intelectual», y a menudo pasaban
días en los que reinaba un silencio
hostil entre ambos. Esto jamás
sucedió con Scott y sus compañeros
de viaje, que comprendían y
perdonaban sus ocasionales brotes
de genio y depresiones.
Tras el viaje al oeste, Scott
jamás volvió a realizar una salida en
trineo sin por lo menos uno de sus
tres hombres de confianza: el gales
Evans, su paisano del oeste de
Inglaterra Bill Lashly, o el irlandés
Tom Crean.
Durante la ausencia de Scott, las
demás expediciones habían
cosechado resultados desiguales. Se
habían realizado varias visitas a los
pingüinos del cabo Crozier, ya que
Wilson estaba cada vez más
convencido de que un embrión
demostraría que aquellas aves eran
el eslabón perdido, entre los pájaros
y sus antepasados del jurásico. Sin
embargo, no lograron recuperar ni un
huevo entero con embriones
desarrollados.
Durante las expediciones de
Michael Barne del verano de 1902-
1903, hacia el sudoeste, el topógrafo
George Mulock había logrado
inspeccionar más de doscientas
montañas y había reunido datos
suficientes para realizar un mapa
detallado de trescientas millas de la
costa al sur y al sudoeste del cabo
del Refugio. Durante los viajes,
Barne recogió muestras geológicas
que más adelante contribuirían a
demostrar que la Antártida era una
masa continental.
Charles Royds y Louis
Bernacchi habían recorrido por
primera vez el sector sudeste de la
barrera helada y habían demostrado
que formaba una gran plataforma. Sus
lecturas magnéticas ofrecerían
importantes datos sobre el
magnetismo en toda la región.
Durante su regreso del glaciar
de Ferrar, antes que Scott, Skelton
había tomado dos fotografías
panorámicas incomparables, de las
montañas del sudoeste. Durante el
mismo viaje, Hartley Ferrar había
recogido una serie de fósiles que
cuando finalmente se estudiaron a
fondo (en el año 1928), en el museo
de Historia Natural, ofrecieron
valiosas pruebas de la historia
geológica de la Antártida como
componente del supercontinente de
Gondwana, hace 300 millones de
años.
Al igual que la mayoría de los
proyectos científicos, harían falta
muchos años de trabajo
especializado para apreciar los
resultados de la expedición del
Discovery, pero ya era posible
afirmar que los científicos de Scott
habían cosechado un enorme éxito,
especialmente durante la segunda
temporada. Habían reunido
abundantes datos meteorológicos,
magnéticos, geográficos, biológicos,
geológicos y glaciológicos, habían
realizado el primer gran viaje al
interior del continente y habían
descubierto la meseta interior. Al
encontrar y ascender por el glaciar
de Ferrar, Armitage había localizado
el glaciar de valle más grande del
mundo. Scott y la expedición del
Discovery habían superado con
creces los logros de sus coetáneos
Nordenskjóld (1901) y Drygalski
(1902).
La única misión que no
progresaba era la de Albert
Armitage, que trataba de abrir un
paso en el hielo marino, con
explosivos y serruchos. Scott acudió
a inspeccionar el estado de la
operación y ordenó que la
cancelaran. Tendrían que esperar a
que la naturaleza les echara una
mano. Entretanto, esperarían la
llegada del buque de apoyo, el
Morning.
El buque llegó el 5 de enero de
1904, como estaba previsto, pero
todos reaccionaron con asombro al
comprobar que le acompañaba otro
barco más grande, el Terra Nova.
Scott quedó destrozado cuando subió
a bordo del Morning y se encontró
con una carta del Almirantazgo, en el
que le informaban que si no podían
liberar al Discovery del hielo de
inmediato, él y toda la tripulación
debían abandonarlo y regresar a casa
en los buques de apoyo. Scott reunió
a sus hombres en el Discovery y les
informó del ultimátum del
Almirantazgo, mientras trataba de
aguantar las lágrimas de emoción.
Agradeció a todos los presentes los
años de servicio fiel que habían
ofrecido a la misión y según anotó
Charles Ford, los hombres saludaron
a Scott con una cerrada ovación.
La expedición no necesitaba que
la rescataran. Sólo había empezado a
escasear el carbón y para eso,
bastaba con la visita del buque de
apoyo Morning. La ayuda de un
barco era útil, pero la visita de dos
era inesperada e indeseada. Antes de
la llegada de los barcos, Scott
incluso había empezado a trazar los
planes para otro invierno, ya que era
evidente que había más hielo que el
año anterior. Sabía que disponían de
suficientes provisiones para pasar
otros cinco años y habían logrado
conjurar la amenaza del escorbuto,
así que ¿por qué les daban la orden
de abandonar el barco? Cuando abrió
el resto del correo, empezó a
comprender la verdadera dimensión
del problema.
Tras la campaña inicial de
1903, para reunir fondos para el
viaje del buque de apoyo Morning,
Markham había tenido que realizar
otra campaña para el segundo viaje
de apoyo, en 1904. Solicitó una
ayuda del gobierno y el Ministerio de
Hacienda, temiendo que la
expedición se convertiría en un pozo
sin fondo, tomó cartas en el asunto y
accedió a financiar un último viaje,
lo bastante grande para traer de
regreso a la tripulación entera del
Discovery, si no lograba liberarse
del hielo. Clements Markham montó
en cólera, pero no pudo hacer nada al
respecto ya que no disponía de
fondos. Una carta del secretario de
Markham para la expedición, el
compañero londinense de Scott Cyril
Longhurst, reflejó el malestar que
provocaba la decisión: «Estoy tan
indignado por todo esto que apenas
puedo expresarlo con palabras —
escribió Longhurst—. Imagino que
estarás enfurecido por la presencia
del Terra Nova».
Scott confesó su opinión al
respecto en una carta privada que
escribió a un amigo suyo:

Los esfuerzos innecesarios que


se han realizado y el terrible
derroche de dinero que han
supuesto me duelen sobremanera.
Tuve que escribir muchas cosas en
poco tiempo el año pasado y no dejo
de preguntarme si hubo algún
motivo, pero nadie sospechaba nada
ni nos preocupaba la situación en
absoluto... Pasamos el segundo
invierno con toda comodidad, sin
rastros de enfermedades o de
agitación...
Supongo que cualquiera se
quejaría si le retiraban de una
situación como ésta, ¡por mucho
que comprendieran los motivos! Y
para colmo, los barcos han traído
toneladas de provisiones que no
necesitamos en absoluto, mientras
que sólo llevaban unas míseras 75
toneladas de carbón, lo único que
les pedí...
Sospecho que no tendré
muchos amigos en el Almirantazgo,
después de los problemas que les he
ocasionado, pero espero que estén
dispuestos a mostrarse generosos
con los marineros y los demás
oficiales, que se merecen esa
generosidad por encima de todo.
Para evitar que el Morning y el
Terra Nova también quedaran
atrapados en el hielo, los tres
capitanes decidieron que
abandonarían el Discovery a más
tardar el 25 de febrero, si no lo
habían logrado liberar para entonces.
Es probable que Scott aceptara la
decisión a regañadientes, pero
redoblaron los esfuerzos para abrir
paso en el hielo, con explosivos,
serruchos y todos los hombres
disponibles. El 5 de febrero la orilla
del hielo se encontraba a unas seis
millas escasas del barco. «Llevan
todo el día con el algodón explosivo
—escribió Wilson—, y el capitán
supervisa la operación.» «Hoy nos
ha sorprendido un espectáculo
maravilloso —anotó Scott la noche
del 14—. El hielo se partía ante
nuestros ojos, a una velocidad
inesperada. Ha bastado con que se
alejara un gran témpano para que se
abriera una grieta enorme en la
superficie restante de hielo y tras
ésa, otra grieta, alimentando la masa
de témpanos que fluyen hacia el
noroeste.»
El 16 de febrero al amanecer,
Scott detonó dos explosiones más y
el barco quedó libre del hielo. Hubo
un estallido de júbilo entre las
tripulaciones de los tres barcos y se
celebró una fiesta a bordo, para dar
las gracias a Harry McKay del Terra
Nova y a sus hombres de Dundee.
«Scott estaba tremendamente
emocionado —escribió William
Colbeck, del Morning—. Subió a
bordo en cuanto nos abarloamos a la
pared de hielo y apenas podía
articular palabra. Para él, esto ha
marcado la diferencia entre un éxito
moderado y uno absoluto; no había
nadie más contento que Scott esa
noche.» Antes de zarpar, todos los
hombres se reunieron alrededor de
una cruz dedicada a la memoria de
George Vince y Scott pronunció una
oración, para el que había sido la
única víctima mortal de la
expedición en la Antártida.
Aquella noche se levantó un
temporal y los buques de apoyo se
hicieron a la mar. Los motores del
Discovery estaban a punto e izaron la
mayor porque los témpanos que
llegaban desde el sur habían
empezado a ofrecer un aspecto
amenazador. El viento arreció e
impulsó al Discovery hacia uno de
los bajos que tanto atractivo habían
ofrecido a su llegada a la bahía del
Refugio, ya que desviaba la llegada
de los icebergs. Sin embargo, al
sentir los golpes del casco contra las
rocas comprobaron que el bajo era
un arma de doble filo. Entonces
sucedió algo que sembró el desánimo
entre la tripulación: se detuvieron los
motores. «Tras echar la sonda a
intervalos regulares, a lo largo del
barco y desde el extremo del botalón
de foque —explicó Wilson—,
comprobamos que no había
posibilidad alguna de pasar por
encima del bajo. Debíamos
retroceder para zafarnos de aquel
obstáculo.» Sin embargo, lo único
que podían hacer de momento era
esperar.
«A la hora de comer —
prosiguió Wilson—, el capitán me
confesó que temía por el barco... Los
marineros también opinaban que el
barco no saldría de aquélla y cuando
nos sentamos a cenar, a las seis de la
tarde, el ambiente era de lo más
apesadumbrado.»
Por otra parte, algunos
miembros de la tripulación actuaban
como si no pasara nada y Bernacchi
comentó el caso de un camarero que
barrió la sala de oficiales y se puso a
sacar brillo a la cubertería de plata.
«Mulock estaba de guardia —explica
Wilson—, y a la mitad de la cena
bajó a informarnos que el viento
amainaba, que el barco había
empezado a virar y que nos
estábamos zafando del bajo hacia
atrás... Los maquinistas se pusieron
manos a la obra enseguida y cuando
lograron encender los motores,
dimos marcha atrás. Sonó la orden de
todos a cubierta y empezamos a
correr de una borda a la otra, para
balancear el barco... Pasamos media
hora pasando de un lado al otro,
mientras los motores seguían
trabajando incansables.»
Por fin Scott pudo dar la orden
de atrás toda y el Discovery se zafó
de los bajos, para reunirse con el
Terra Nova en mar abierto. Incluso
tras aquella aventura, Scott seguía
con ganas de explorar un tramo más
de costa, pero el timón dañado, la
falta de carbón y los vientos en
contra le obligaron a dirigirse a
Nueva Zelanda. Sólo permaneció en
la Antártida George Vince, para
vigilar la base abandonada.
10
Una promesa
incumplida
A su llegada al puerto de
Spithead el 10 de septiembre de
1904, el Discovery tuvo un
recibimiento caluroso de la nación.
Durante los dos años y tres meses de
su ausencia, había concluido la
guerra de los Bóers y por lo menos
durante un tiempo se había
desvanecido el sentimiento
generalizado de que la grandeza del
Imperio tocaba a su fin. Cuando el
Discovery zarpó en el año 1901, la
guerra parecía encaminarse a una
derrota inevitable, a manos de los
insignificantes pero aparentemente
invencibles bóers. Sin embargo, en
1904 se había logrado un armisticio
del todo honorable. Como estímulo
adicional para levantar la moral del
pueblo, a principios de 1904 la
prensa británica había celebrado con
gran algarabía la incursión
aventurera en el Tíbet del
comandante Francis Younghusband,
que había llegado a las murallas de
la ciudad prohibida de Lhasa. Esta
hazaña había avivado el interés de la
nación por los relatos de aventuras,
de modo que la llegada de Scott de la
misteriosa región de la Antártida no
pudo suceder en mejor momento. Fue
todo un éxito de relaciones públicas,
aunque ni Clements Markham ni los
demás involucrados se habían
preocupado de la cuestión.
A sus treinta y seis años de
edad, Scott se convirtió en héroe
nacional. Uno de los primeros en dar
la bienvenida al Discovery a su
llegada a Inglaterra fue Ernest
Shackleton, que tras su propio
regreso un año antes, se había
dedicado a defender los intereses de
Scott contra sus críticos en el
Ministerio de Marina. Shackleton
sabía que Scott no necesitaba una
misión de rescate y que no la
recibiría con los brazos abiertos, así
que había rechazado una oferta de
ponerse al mando del Terra Nova.
De haber sentido algún rencor
personal hacia Scott, es probable que
hubiera aprovechado la ocasión para
marcarle un gol al capitán. Por el
contrario, escribió la siguiente nota
para darle la bienvenida a Scott:

Mi muy estimado capitán Scott,


Escribo esta carta para darte
la bienvenida y celebrar tu regreso
sano y salvo, tras una temporada
tan prolongada y repleta de
desafíos... Me alegro mucho de que
la expedición haya resultado un
éxito tan rotundo y de que podrás
disfrutar de un merecido descanso
de tu trabajo. Sin duda sabrás que
me he casado y que he conseguido
el empleo de secretario del Royal
Scottish Geographical Society
(RSGS). Sólo me pagan 200 libras
[14.000 euros] al año, pero es
mejor que hacerse a la mar... Pensé
en enrolarme en otra expedición,
pero he renunciado a la idea ya que
nadie parece tener fondos para
invertir y además, ahora que estoy
casado debo ganar algún dinero.

Más adelante, Shackleton se


reunió con Scott y con Markham y los
tres pasaron «una velada muy
amena», demostrando así que no
había ningún rencor entre ellos. La
RSGS decidió otorgar a Scott su
medalla más prestigiosa, el rey le
invitó a pasar unos días con él en
Balmoral y los miembros del
Almirantazgo que se mostraban más
críticos hacia el capitán no tardaron
en cambiar de parecer para loar sus
hazañas, por lo menos en público.
Scott extendió sus propias
alabanzas y agradecimientos a sus
hombres y oficiales, en numerosas
conferencias que pronunció a lo
largo y ancho del país. Shackleton le
acompañó a un buen número de
homenajes y audiencias y jamás
mostró el menor resentimiento hacia
Scott. Armitage participó
activamente en la preparación del
Discovery para abrirlo al público,
tras su llegada a Londres; en la cena
inaugural de aquella exposición,
brindó a la salud de Scott como
compañero y como líder, por el que
todos los hombres del Discovery
«harían cualquier cosa y lo
sacrificarían todo».
Ese mismo año, un reportero del
Daily Mail que había asistido a una
conferencia de Scott, frente a 7.000
espectadores en el Royal Albert Hall
londinense, insinuó en un artículo que
el capitán había acusado a
Shackleton de hacerse el enfermo
durante el viaje. Scott escribió una
airada carta de protesta al redactor:

Se deriva de su artículo que


tras los problemas de salud del
señor Shackleton, durante el viaje
al sur, hubo que llevarle en el trineo
durante 150 millas. En realidad, a
pesar de su pésimo estado de salud
y de lo preocupados que estábamos
por él, el señor Shackleton demostró
un coraje y una resistencia
admirables, y logró seguir
avanzando junto al trineo sin
convertirse en una carga para
nosotros.
Tanto el doctor Wilson como
yo mismo acusamos el esfuerzo
realizado durante aquellas jornadas
agotadoras, pero el avance fue
mucho más agotador para un
hombre enfermo, que bajo
circunstancias normales estaría
guardando cama.
Espero que entienda los
motivos de mi insistencia en
recordar el valor y el carácter que
demostró el señor Shackleton. Debo
instarles a que rectifiquen las
declaraciones vertidas en su
artículo.

Scott tenía la posibilidad de


rebatir las afirmaciones vertidas en
el Daily Mail, pero las
aseveraciones críticas de Armitage
llegarían después del fallecimiento
del capitán.
El Ministerio de Marina le
concedió un permiso especial de
nueve meses y Scott se dedicó a
escribir un libro sobre la expedición
del Discovery. Al igual que la
mayoría de los autores noveles,
dudaba de su capacidad de completar
un libro, pero terminó en el verano
de 1905 y en octubre de ese mismo
año, se publicaron los dos tomos de
The voyage of the 'Discovery', con un
impresionante despliegue de bocetos
realizados por Wilson y fotografías
tomadas por Skelton. Las reseñas de
los críticos fueron muy elogiosas. En
la actualidad, un boceto original de
Wilson puede costar hasta 9.000
euros, pero cuando Scott ofreció a
Wilson 100 libras (7.000 euros) por
la colección de su obra, el artista se
negó a aceptar pago alguno, aunque
Scott insistió en pagarle de todos
modos.
La llamada misteriosa de las
llanuras polares, conocida por los
noruegos con el nombre de
polarhüller, es capaz de atraer a los
exploradores una y otra vez a las
latitudes más extremas, y ni Scott, ni
Shackleton, ni dos de sus
compañeros del Discovery fueron
inmunes a la llamada. Es posible que
el libro de Scott contribuyera a
acelerar los planes expedicionarios
de Michael Barne, Teddy Evans (un
oficial del Morning) y Shackleton.
Sin embargo, en ningún momento —
excepto en las divagaciones
autobiográficas de Armitage—
sugirió Shackleton que el
resentimiento hacia Scott fuera un
acicate de su carrera posterior como
explorador. Es probable que el hecho
de haber tenido que regresar
temprano, por problemas de salud,
contribuyera a la necesidad de
demostrar su valía, pero de ningún
modo se trataba de un resentimiento
mezquino hacia Scott.
Cuando Scott pudo dar por
terminado el autoexilio que se había
impuesto para escribir el libro,
empezó a aceptar algunas de las
invitaciones sociales que le llovían,
gracias a su fama recién adquirida.
Se codeó con eminencias literarias
como el dramaturgo escocés James
Barrie, afamado autor de Peter Pan, y
conoció al artista Aubrey Beardsley.
En una comida organizada por la
hermana del pintor, Mabel, Scott se
fijó en una bella escultora llamada
Kathleen Bruce. Cuando salió de la
fiesta, Scott la siguió a una distancia
prudencial pero no se atrevió a
dirigirle la palabra. Por fin, un año
más tarde se la presentaron, en otra
fiesta en casa de los Beardsley y
Scott se dedicó a cortejarla con
tesón.
Kathleen tenía trece años menos
que Scott y su carácter extrovertido y
excéntrico estaba en contraposición
con la reserva y la formalidad del
capitán. Al igual que Scott, tenía
sangre escocesa: su padre era un
párroco residente en Wiltshire, que
descendía del héroe escocés Robert
the Bruce. Acababa de regresar
después de una temporada en París,
donde vivía en la rive gauche y
estudiaba escultura con Rodin.
Durante su estancia en Francia, había
desarrollado una buena amistad con
la alocada bailarina Isadora Duncan
y con otros destacados bohemios de
la época. Sin embargo, era tan capaz
de codearse con la alta sociedad
como con los más mendigos de París
que poblaron sus cuadros y le traía
sin cuidado lo que opinaran sobre
ella los demás. Desechó a numerosos
pretendientes de razas y orígenes
variados, para conservar una
virginidad muy propia de la época.
Abrigaba el sueño de que cuando se
entregara a un hombre, él se
convertiría en el padre de sus hijos y
por consiguiente, debía ser perfecto.
No está muy claro por qué
demostró más interés en Scott que en
sus pretendientes anteriores, ni
siquiera tras leer su diario. Era una
mujer muy convencida de sus ideas y
al igual que Scott, a veces mostraba
una lengua muy afilada. Sin embargo,
se complementaron bien con
naturalidad. Kathleen reconocía su
esnobismo intelectual, pero nunca
demostró una actitud de superioridad
social. Jamás había sufrido la
pobreza y no daba mucha
importancia al dinero, a diferencia
de Scott, que había tenido que
desarrollar una gran frugalidad
durante su vida. Algunos meses
después de pedirle que se casara con
él, Scott confesó a Kathleen alguna
de sus preocupaciones en una carta:
«Ardo en deseos de casarme contigo,
pero sería absurdo fingir que podré
hacerlo sin grandes esfuerzos... Mi
madre tiene sesenta y siete años y es
terriblemente frágil. La vida le ha
jugado algunas malas pasadas y me
he propuesto que pueda disfrutar de
sus últimos años de vida sin
angustias».
Scott no tenía nada claro que
pudieran casarse, cuando él enviaba
la mitad de sus exiguos ingresos a su
madre. Incluso envió a Kathleen un
plan para su vida en común, que
había redactado como si de una
expedición se tratara: 25 libras para
la lavandería, 15 libras para el
carbón, cinco libras de papelería, 45
para pagar a una muchacha, 10
chelines cada uno por semana, para
los gastos de comida, en total 329
libras (23.000 euros) al año. A Scott
le acosaban las dudas sobre la
viabilidad financiera de su
matrimonio y sus diferencias de
carácter, pero por fin acordaron una
fecha para la boda y Scott alquiló
una casa en Buckingham Palace
Road, en su zona preferida de
Londres, donde hoy en día se
encuentra la cochera de la Estación
Victoria.
A muchos de los compañeros
expedicionarios de Scott, incluido
Wilson, les costó aceptar a Kathleen:
no tenía pelos en la lengua ni
acostumbraba a rehuir una
confrontación. Su diario incluye
opiniones sobre notables personajes
públicos, como el pez gordo del
gobierno lord Birkenhead: «Imagino
que en el mundo no habrá otro
individuo tan repugnante como él...
Debería morir. Siempre supe que era
un borracho y un libertino, pero no
sabía que su lengua fuera tan
viperina». Sus opiniones sobre
Winston Churchill fueron un poco
más moderadas: «Quizá sea cierto
que es un genio, pero lo disimula
muy bien...».
Durante estos años de cortejo y
noviazgo, Scott no prestó mucha
atención a la posibilidad de
organizar más expediciones polares,
pero su libro sobre el Discovery
animó a Michael Barne, que propuso
a Shackleton que organizaran un
viaje hacia el sur. Ambos se
reunieron con Clements Markham en
octubre de 1905 para informarle de
sus planes, un mes después de la
publicación del libro de Scott. Sin
embargo, la Royal Geographical
Society rechazó sus planes y
desecharon el proyecto.
Al parecer, en septiembre del
año siguiente Scott había empezado a
albergar nuevas ilusiones polares y
se dirigió a Markham para
proponerle una nueva expedición.
Scott también propuso a Barne que se
uniera a la expedición y,
curiosamente, su propuesta se cruzó
con una carta del mismo Barne, que
le instaba a retomar sus actividades
como explorador. Ninguno de los
tres divulgó este intercambio de
correspondencia y nadie se enteró de
los incipientes planes de Scott, ni
siquiera Shackleton, hasta el 18 de
febrero del siguiente año. Scott y
Barne estaban convencidos de que el
mejor método para viajar hacia el
polo no sería la tracción humana ni
los perros, sino alguna clase de
automóvil capaz de avanzar por la
nieve. Scott encargó a Barne que
investigara la viabilidad de un
aparato de esas características, ya
que él debía hacerse de nuevo a la
mar si quería mantener su posición
en la Armada británica. Las fuerzas
navales estaban al mando del
almirante Jacky Fisher, que mostraba
una clara preferencia por los
oficiales de navio, por encima de los
exploradores, a la hora de repartir
promociones. En la Navidad de
1906, Scott planteó sus ideas
embrionarias sobre una nueva
expedición a la Antártida a otro
veterano del Discovery, el topógrafo
George Mulock, que accedió a unirse
al proyecto. Scott también había
dado un paso importante al informar
de forma confidencial a sir George
Goldie, presidente de la RGS, y a su
secretario, el doctor John Keltie, de
sus planes de viajar de nuevo al sur.
Durante todo este proceso de
planificación, Scott supuso que tenía
el camino completamente libre. Los
grandes especialistas en asuntos
polares, como el almirante
estadounidense Peary y su
compatriota el doctor Frederick
Cook, o el noruego Roald Amundsen,
tenían las miras puestas en el polo
Norte, mientras que Shackleton había
informado a Scott tras el regreso del
Discovery en 1904 que no pensaba
realizar más viajes de exploración.
Por consiguiente, Scott no tenía prisa
alguna en divulgar sus aún inciertos
planes de viaje, cuando regresó al
servicio activo en alta mar, a
principios del año 1907. Keltie,
Barne y Mulock también guardaron el
secreto sobre los planes de Scott.
Shackleton también ignoraba
que Scott, su antiguo jefe, pensaba
organizar otra expedición y había
dejado su empleo en la RSGS para
probar suerte en la política, sin
mucho éxito. A finales de enero de
1907, Shackleton se enteró por los
rumores que recorrían la RGS que un
polaco residente en Bélgica, Henryk
Arktowski, contemplaba un intento
de alcanzar el polo sur mediante
trineos motorizados. Al parecer,
Arktowski pensaba utilizar la ruta
abierta por Scott durante su viaje al
sur, por el estrecho de McMurdo.
Shackleton había empezado a
trabajar para un acaudalado
empresario de Clydeside, llamado
William Beardmore, y le propuso
que patrocinara para un viaje de
exploración. Cuando Beardmore
accedió, Shackleton acudió raudo a
la RGS para informar al secretario,
John Keltie, de sus planes. Keltie no
informó a Shackleton de los planes
alternativos de Scott, ya que éstos
eran confidenciales; por
consiguiente, Shackleton supuso que
tenía el camino libre para anunciar
sus planes en público. Ese mismo
día, el 11 de febrero de 1907,
Shackleton se topó con Arktowski en
la RGS y éste le dijo que pensaba
anunciar sus planes aquella misma
noche, en una cena de la RGS. Ni
corto ni perezoso, Shackleton se le
adelantó y anunció sus propios
planes en la cena, minutos antes de
que lo hiciera Arktowski. Tras la
cena, Shackleton informó al
periódico The Times que había
lanzado un proyecto nacional de
exploración, para vencer a un rival
extranjero.
Cuando al cabo de una semana,
Scott se enteró de la extraordinaria
noticia lanzada por Shackleton,
estaba pasando por un complicado
trance a bordo del barco HMS
Albemarle. Debido a una colisión
grave en aguas atlánticas, Scott temía
que el futuro de su carrera naval
corría un verdadero peligro. El día
de Año Nuevo de 1907, Scott se
había puesto al mando del acorazado
Albemarle y al cabo de seis semanas,
justo antes de que Shackleton
notificara sus intenciones, se
encontraba en medio de unas
complicadas maniobras en el
Atlántico, al oeste de Portugal.
Durante una noche cerrada, ocho
buques de guerra de acero avanzaban
a toda máquina sin luces, en una
formación escalonada y con sólo
doscientos metros de separación de
un barco al siguiente. Scott se
ausentó del puente de mando durante
unos instantes, para entregar un
mensaje dirigido al almirante,
cuando de pronto oyó que los
motores se detenían y echaban
marcha atrás. A continuación hubo un
impacto espantoso, cuando la proa
del Albemarle embistió a otro barco.
La noticia del accidente,
vinculado al nombre del capitán
Scott, no tardó en saltar a las
portadas de todos los periódicos.
Scott escribió a su madre para
avisarle de que se celebraría una
investigación oficial y aunque más
adelante la pesquisa le absolvió de
toda culpa, el día que llegó la noticia
de los planes de Shackleton, el
capitán aún se enfrentaba a la tensión
de un futuro muy incierto, que podía
incluir un consejo de guerra y una
deshonra imborrable. Dadas las
circunstancias, la carta de respuesta
que escribió Scott a Shackleton el 18
de febrero de 1907 puede
considerarse comedida:

Mi muy estimado Shackleton,


Me he enterado por el Times
del 12 de febrero que estás
organizando una expedición para
recorrer nuestra vieja ruta. La
situación es un poco incómoda para
mí, ya que había anunciado mis
intenciones de hacer lo mismo, e
incluso he celebrado reuniones para
hablar del asunto. En realidad,
siempre he querido llevar a cabo
otro intento, pero debido a mi
dependencia de la Armada tuve que
reintegrarme en el servicio activo
para adquirir más experiencia,
antes de pedir más tiempo de
permiso. Durante ese lapso decidí
mantener mis planes en secreto,
pero ya he puesto en marcha los
preparativos y Michael Barne se
encuentra en Londres,
organizándolo todo hasta agosto,
cuando espero poderme ocupar de
nuevo de la expedición.
Comprenderás que tu anuncio
afecta de lleno a mis planes, mucho
más que si lo hubieras anunciado
hace dos meses, cuando informé por
primera vez a la Geographical
Society y a otros de mis intenciones.
No hace falta que te diga que
no deseo perjudicarte a ti ni a tus
planes, pero de algún modo siento
que tengo un derecho previo a esa
zona, al igual que Peary reclamó el
estrecho de Smith y muchos
exploradores de Africa adquieren
derechos sobre su zona de
influencia. Estoy convencido de que
estarás de acuerdo conmigo y,
asimismo, no me cabe duda de que
sólo decidiste usar la ruta del
Discovery sin consultármelo porque
ignorabas mis planes... Tenía
intención de retrasar un poco mis
planes, para probar todo el material
a fondo antes de zarpar.

Scott terminó su carta con una


posdata:

Confio en que si lo hablamos


un poco, podremos trabajar
coordinados en vez de enfrentarnos.
No creo que los extranjeros logren
gran cosa. La zona está a nuestra
disposición.

Ese mismo día, Scott redactó


una segunda carta para Shackleton,
en la que le contaba más a fondo sus
impresiones, sus intenciones y sus
reservas:
No quiero pecar de egoísmo ni
perjudicar a nadie, mucho menos a
alguien a quien considero parte de
mi equipo, pero sigo opinando que
cualquiera que haya tenido algo que
ver con la exploración estará de
acuerdo en que la zona me
corresponde... Ahora la pregunta es
la siguiente: ¿qué piensas hacer? Si
te diriges al estrecho de McMurdo
tendrás que utilizar unas
instalaciones para el invierno, que
sin duda alguna me corresponden y
yo me veré obligado a cancelar mi
expedición, o a buscar otro lugar...
A mi pesar, debo recordarte que fui
yo quien te llevó al sur por primera
vez y que durante aquel viaje, todos
mostramos una lealtad intachable
entre nosotros...
Creo que en las circunstancias
actuales, aún podríamos llegar a un
acuerdo... Mi estimado amigo, sería
una tremenda lástima apresurar una
expedición que debe culminar el
trabajo realizado con el
Discovery... También he decidido
informar del caso a Wilson, a quien
ambos respetamos y cuya integridad
es incuestionable. Pediré su opinión
y le instaré a que se ponga en
contacto contigo...
Me despido por el momento
pero dada la importancia del
asunto, te ruego que respondas con
toda franqueza.

La respuesta de Shackleton
tardó quince días en llegar, ya que la
envió primero a Wilson, que se había
convertido en el intermediario entre
ambos, y le pidió su opinión. «Creo
que deberías renunciar a utilizar la
base de McMurdo —respondió
Wilson—. Coincido con Scott en que
él tiene derecho a utilizarla antes que
nadie.» Se intercambiaron varias
cartas y, por fin, parecían haber
llegado a un acuerdo aceptable para
todas las partes. Shackleton había
seguido con sus preparativos y había
empezado a contratar a los miembros
de su equipo, pero aseguró a Scott
que no había tenido el menor indicio
de los planes del capitán antes de
recibir su carta. También atestiguó su
intención de llevar a cabo una
expedición lejos de la zona
reclamada por Scott, en el estrecho
de McMurdo. A continuación, en una
carta enviada el 8 de marzo,
Shackleton informó a Clements
Markham de las condiciones
acordadas:

Siempre albergué la esperanza


de regresar a nuestras viajes
instalaciones, aunque la posibilidad
real de hacerlo sólo haya surgido
hace muy poco. Sin embargo, habrá
que cambiar los planes ya que el
capitán Scott me ha informado de su
intención de hacer otro intento... No
tenía la menor sospecha de que así
fuera y en realidad, cuando
estábamos en el sur nos dijo que su
trabajo en la Armada se lo
impediría... Hemos intercambiado
cartas sobre la cuestión y me ha
confirmado sus intenciones; le he
respondido que por supuesto
renunciaré a la base del estrecho de
McMurdo...
Espero que Scott consiga una
buena provisión de fondos y que su
expedición sea todo un éxito.
Imagino que querrá alcanzar el
polo y yo jamás he ocultado que ésa
es una de mis metas. Sin embargo,
creo que es posible lograrlo y, al
mismo tiempo, resolver el misterio
de la Barrera helada.

El 16 de marzo, Scott envió a


Shackleton una misiva amistosa
dándole las gracias por su gentileza
al cambiar de planes de un modo tan
honroso y por «el sacrificio que has
decidido realizar». A pesar de la
buena educación de la que hicieron
gala, a partir de entonces la relación
entre Scott y Shackleton había
cambiado irremediablemente. Jamás
perdieron el respeto mutuo, pero
empezaron a considerarse rivales en
busca de un mismo objetivo; como
tales, eran susceptibles de sufrir
malentendidos y de ser víctimas de
los enredos malintencionados de la
prensa.
Ambos se reunieron el 17 de
mayo y Shackleton resumió en una
carta a Scott el acuerdo al que habían
llegado:

Para dejar claros los arreglos


y los planes de ambas expediciones,
respecto al cuadrante de Ross de la
Antártida, siguiendo tu consejo he
decidido ponerlo todo por escrito...
Te cedo la base del estrecho de
McMurdo y procuraré desembarcar
en el lugar conocido como la
entrada de la Barrera, o en la
Tierra del rey Eduardo VII... No me
acercaré a la costa de la Tierra de
Victoria en absoluto. Si resulta
imposible desembarcar en la Tierra
del rey Eduardo VII, en la entrada
de la Barrera, o más al noreste,
quizá trate de desembarcar en algún
otro lugar. Creo que esto resume
mis planes y pienso respetar
escrupulosamente lo acordado.
Tres días después de que
Shackleton enviara esta carta, el
explorador estadounidense Frederick
Cook anunció sus planes de alcanzar
el polo sur, partiendo de la isla de
Ross. Shackleton aceleró sus
preparativos y compró el Nimrod, un
barco construido en Dundee para la
caza de la foca. En julio de 1907
zarpó rumbo al mar de Ross, con una
tripulación que incluía a Frank Wild
y a Ernest Joyce del Discovery.
Ninguno de los oficiales del
Discovery estaban disponibles para
unirse a la expedición del Nimrod y
Wilson tuvo que rechazar la
invitación de Shackleton, por culpa
de un compromiso previo. «Con
Scott —escribió Wilson a Markham
—, será un honor caer en cualquier
grieta helada del mundo. Siento
mucho aprecio por él.»
Mientras avanzaban las
negociaciones y los planes de
Shackleton, Scott permaneció otros
siete meses al mando del Albemarle
hasta que le relevó el capitán Johan,
que después se convertiría en el
conde de Jellicoe, almirante de la
flota. Después del Albemarle, Scott
se puso al mando del HMS Bulwark,
buque insignia de la división Nore.
La misión del Bulwark era la defensa
de las aguas territoriales de
Inglaterra y Scott tuvo que delegar en
Michael Barne, que sobrevivía
gracias al medio salario que recibía
de la Armada. A Barne le
correspondía ocuparse del trineo
motorizado, una parte esencial de los
planes de Scott para alcanzar el polo
sur. Scott no era el único que creía
en las posibilidades de la
motorización: el gran explorador
francés Jean Charcot había
encargado un trineo motorizado, de
los fabricantes parisinos De Dion
Bouton, al mismo tiempo que
Michael Barne. Ni el modelo de
Barne, ni el parisino, ni un tercer
prototipo construido en Finchley, que
utilizaba la novedosa idea de una
oruga continua en vez de ruedas,
demostraron mucha efectividad
durante las pruebas preliminares. Sin
embargo, Scott decidió guardar
paciencia con la esperanza de que
los ingenieros no tardarían en lograr
algún avance. Sabía que aun en el
caso de que el intento de Shackleton
fracasara, el polo no le esperaría
eternamente.
En enero de 1908, el Nimrod de
Shackleton llegó al extremo oriental
de la Gran Barrera helada, a una
zona alejada del territorio reservado
por Scott. Shackleton había
prometido al capitán que procuraría
desembarcar ahí, pero tuvo una
discusión importante con el patrón
del Nimrod; el capitán Rupert
England era un hombre cauto, nacido
en Yorkshire, que acusó a Shackleton
de ser un inconsciente y de arriesgar
el barco al querer explorar entradas
que, en su opinión, eran trampas
mortales. La nueva región, bautizada
en 1901 por Scott con el nombre de
Tierra del rey Eduardo VII, no
parecía ofrecer ni un buen puerto
para desembarcar, de modo que el
Nimrod se dirigió al oeste y recorrió
el litoral de la barrera, en busca de
alguna entrada como la que habían
utilizado con Scott para los ascensos
en globo aerostático.
Sin embargo, desde entonces se
habían desprendido grandes masas
de hielo de la barrera y habían
desaparecido muchas de las entradas
descubiertas no sólo durante la
primera visita del Discovery, sino
también por los barcos Erebus y
Terror de Ross y el Southern Cross
de Borchgrevink. Dos de las entradas
documentadas por Borchgrevink
habían sido sustituidas por una bahía
mucho mayor, a la que los hombres
del Nimrod llamaron la bahía de las
Ballenas. Shackleton decidió que
sería una locura utilizarla de base, ya
que cualquier desprendimiento
posterior podría enviar a la deriva el
campamento base, como parte de un
iceberg gigante. Empezó a temer que
no tendría más remedio que
instalarse en la única bahía conocida
y disponible: el estrecho de
McMurdo, que era justo el lugar en
el que le había prometido a Scott que
no desembarcarían.
El médico principal del
Nimrod, el doctor Eric Marshall,
opinaba que la bahía de las Ballenas
era una opción perfectamente
aceptable y que Shackleton podía
pensar desembarcar en McMurdo...
«Tiene madera de canalla, a pesar de
lo que pueda decir a todo el mundo
cuando regrese.» Poco tiempo
después, el Nimrod se salvó por los
pelos de una colisión de icebergs
mientras buscaba desesperadamente
un punto de desembarque alternativo
al estrecho de McMurdo. Cuando
Shackleton se resignó a que sus
únicas opciones consistían en
cancelar la expedición o romper la
palabra otorgada a Scott, se dirigió
al estrecho de McMurdo con pesar.
«He pasado por un infierno —
escribió Shackleton a su esposa,
Emily—. Las fuerzas de la naturaleza
me han obligado a romper la
promesa que le hice a Scott.»
A miles de kilómetros de
distancia, Scott ni siquiera podía
acelerar sus planes porque no
contaba con un trineo motorizado
confiable, pero cuando oyó que
Shackleton había hecho caso omiso
del acuerdo alcanzado, jamás se lo
recriminó en público. Guardó su
disgusto para sí y sólo lo expresó en
cartas a su familia.
El primer contacto de
Shackleton con la Antártida había
sido como hombre de confianza de
Scott, pero ahora se disponía a tratar
de alcanzar el polo Sur por una ruta
extraoficialmente reservada para
Scott. Hoy en día, mucha gente diría:
«¿Y qué? Yo habría hecho lo mismo
en su lugar». Sin embargo, hace casi
un siglo prevalecía aún un código de
conducta, de honor, en el que una
promesa era algo sagrado. Cuando
Shackleton regresó a Inglaterra, su
viejo amigo y compañero de
expediciones Edward Wilson dejó
muy claro que en su opinión, una
promesa incumplida era algo
imperdonable y jamás le volvió a
dirigir la palabra.
El francés Jean Charcot, que
también realizaba experimentos con
los trineos motorizados, expresó su
opinión al respecto: «No cabe duda
de que el mejor camino para alcanzar
el polo es la Gran Barrera helada,
pero entendemos que les corresponde
a los exploradores ingleses y no
tengo intención de entrometerme en
territorio ajeno». Amundsen, que a la
postre se convertiría en el gran rival
de Scott, expresó una opinión
parecida en una carta a Nansen: «No
tengo intención de hostigar a los
ingleses en su ruta. Es incuestionable
que ellos tienen un derecho
prioritario y debemos conformarnos
con lo que ellos desechen».
En los ambientes polares
actuales, hay quienes están de
acuerdo con la opinión de Eric
Marshall y sospechan que Shackleton
siempre tuvo la intención de utilizar
la base de McMurdo, a pesar del
acuerdo alcanzado con Scott. Yo
discrepo de esta teoría y la
investigación reciente realizada por
Robert Headland, archivero del
Instituto Scott de Investigaciones
Polares, también parece desmentirla.
Headland presenta como prueba un
proyecto filatélico organizado por
Shackleton, antes de su llegada a la
Antártida: un sello conmemorativo
neozelandés de un penique, con las
palabras «Tierra del rey Eduardo
VII». Durante su estancia en Nueva
Zelanda, el primer ministro nombró a
Shackleton jefe oficial de correos y
éste inauguró una sucursal del
servicio postal neozelandés mientras
estuvieron fondeados frente a la
bahía de las Ballenas. No parece
probable que Shackleton se hubiera
tomado tantas molestias, si no
hubiera tenido la intención de
desembarcar en la Tierra del rey
Eduardo VIL En mi opinión la
promesa de Shackleton fue sincera,
pero las circunstancias le obligaron a
desembarcar en McMurdo, para su
disgusto.
En cualquier caso, la estancia
del Nimrod en el estrecho de
McMurdo fue una fuente de
preocupaciones constantes para
Shackleton. Una gran barrera de
hielo impedía el acceso a Hut Point,
los intentos de desembarcar y utilizar
un automóvil con ruedas modificadas
para el hielo resultaron ser un
fracaso estrepitoso. Incluso hubo un
accidente durante el desembarco, en
el que un miembro de la tripulación
perdió un ojo. Cuando por fin
Shackleton logró desembarcar todo
el material en un puerto natural junto
al cabo Royds, unas diez millas al
norte de la bahía del Refugio, se
había peleado con el capitán England
y la tensión crecía entre los demás
expedicionarios. En una ocasión,
frente al cabo Royds, Shackleton
arrancó de las manos del capitán
England el tubo que comunicaba el
puente con la sala de máquinas y dio
la orden de «avante a toda máquina».
El capitán a su vez le arrebató el
comunicador y procedió a dar la
orden de «atrás toda».
En la siguiente expedición de
Shackleton, en 1914, el explorador
incurrió en otra disputa territorial
cuando anunció que desembarcaría
en una base de la bahía de Vahsel, en
la costa del mar de Weddell. El
aventurero austrohúngaro Félix
Kónig había reclamado esa zona con
anterioridad y la Sociedad
Geográfica de Viena escribió a la
Royal Geographical Society, con una
queja oficial sobre las acciones de
Shackleton. Cabe preguntarse si
Shackleton era proclive a los
pequeños engaños. En 1956 el más
importante explorador polar
australiano, sir Douglas Mawson,
contó sus experiencias con
Shackleton: «Durante algún tiempo
me estuvo traicionando... Más
adelante comprobé con indignación
que se había estado aprovechando de
mis propuestas... Había obtenido
ofertas importantes de fondos y la
sociedad científica australiana
accedió a concederme un tercio de su
presupuesto, pero sólo si Shackleton
se mantenía completamente al margen
de la expedición».
Mientras Shackleton pasaba el
invierno de 1908 en el cabo Royds,
Scott proseguía con su carrera naval
al mando del Bulwark, seguía
alentando los preparativos polares
de Michael Barne, se preparaba para
contraer matrimonio y revisaba los
resultados científicos de la
expedición del Discovery. La
actividad era febril. «Estoy muy, muy
ocupado —escribió Scott—, desde
las seis y media cuando me levanto,
hasta las once y media de la noche,
cuando me acuesto. Podrás imaginar
todo lo que tengo que hacer: barco
nuevo, nuevos oficiales, nueva
tripulación...»
Unos tres años después de que
los científicos del Discovery
entregaran los resultados de sus
experimentos a los organismos de
investigación encargados de
analizarlos, empezaban a publicarse
los primeros estudios sobre sus
trabajos. Bernacchi comentó que la
expedición no disponía de fondos
para que los mismos científicos del
Discovery analizaran y publicaran
los resultados, así que la ingente
tarea había recaído en los científicos
que trabajaban para diversos
departamentos del gobierno. Se
habían vertido críticas contra el
trabajo del físico Bernacchi y el
aprendiz de meteorólogo Royds, pero
cuando Scott estudió los informes,
comprobó que las propias críticas
del instituto de meteorología
presentaban graves incongruencias.
Por ejemplo, se habían cometido
errores al transcribir los datos de la
expedición, como la ubicación de los
campamentos diarios e incluso la
aplicación de la variación magnética,
en los informes de las expediciones
en trineo. Scott y sus científicos
estaban enfurecidos y el capitán
solicitó que se organizara una
investigación oficial. Sin embargo, la
Royal Society rechazó la solicitud
para no dejar en evidencia a figuras
consagradas del mundo científico. El
almirante Mostyn Field era un
antiguo oponente de Scott, que en
1901 se había opuesto con virulencia
al nombramiento del capitán como
jefe de la expedición del Discovery.
Había llegado a ser hidrógrafo
principal de la Armada y desde su
posición oficial, también se opuso a
una investigación de los estudios
científicos. Sin embargo, para
apaciguar a Scott concentró las
críticas en el equipo científico de la
expedición, exonerando al capitán de
cualquier culpa. Esto sirvió para
enfurecer aún más a Scott, pero tenía
las manos atadas y no consiguió una
reevaluación justa y oportuna del
informe. Cuando finalmente se
realizó un estudio objetivo en 1913,
fue demasiado tarde para que Scott
lo viera.
Se tardaron décadas en analizar
gran parte de los datos recogidos por
el Discovery y no fue hasta la década
de 1960 cuando se pudo constatar sin
ningún género de duda la enorme
superioridad del trabajo realizado en
aquella expedición, por encima de
todas las demás de su época.
Asimismo, desde la perspectiva de la
exploración geográfica, hubo otras
cuatro expediciones nacionales (las
de Drygalski, Bruce, Nordenskjóld y
Charcot) que se dirigieron al sur a
principios de siglo, pero que apenas
lograron poner pie en el continente
antartico.
Los hombres del Discovery
fueron los primeros en volar sobre la
Antártida (en globo) y en tomar
fotografías aéreas del continente. A
Thomas Hodgson siempre se le ha
considerado el pionero de la
biología marina en la Antártida y un
equipo de treinta y dos especialistas
en la materia transcribió sus
resultados impresionantes en una
obra de cinco tomos. Gran parte de
sus descubrimientos consistían en
especies marinas desconocidas hasta
entonces. Edward Wilson, a su vez,
descubrió nuevas especies de ave y
realizó estudios originales sobre la
vida y comportamiento de las aves en
la Antártida. Sus estudios incluyeron
la primera investigación de las
colonias de cría de los pingüinos
emperador. Sus magníficas acuarelas
de paisajes se han convertido en
piezas codiciadas para
coleccionistas del mundo entero.
Charles Royds y sus asistentes
recogieron datos meteorológicos
durante dos años sin interrupción
alguna e identificaron el fenómeno
del invierno antartico uniforme, en el
que las temperaturas se mantienen
más o menos estables durante toda la
estación invernal; sus hallazgos
suscitaron gran interés entre
meteorólogos de todo el mundo.
Scott, Evans y Lashly entraron a los
insólitos valles áridos de la Tierra
de Victoria, durante una de las
veintiocho salidas en trineo que
realizaron los expedicionarios en
condiciones muy adversas. Louis
Bernacchi recogió lecturas
magnéticas, a menudo coordinadas
con las del equipo alemán de
Drygalski, que combinadas con los
datos recogidos por Armitage y
Mulock permitieron fijar la posición
del polo sur magnético, con tanta
precisión como si lo hubieran
alcanzado. Los resultados obtenidos,
junto con los de Drygalski,
permitieron trazar una carta
magnética del hemisferio sur que
tanto querían alemanes y británicos, y
que fue un elemento clave de la
navegación por las rutas marítimas
meridionales hasta el advenimiento
de la navegación por satélite.
Realizaron el primer
descubrimiento del siglo XX en la
Antártida, cuando hallaron la Tierra
del rey Eduardo VII, cuya costa
formaba el límite oriental de la Gran
Barrera helada. Acertaron en su
valoración de que la Gran Barrera
helada era una enorme masa flotante,
conectada a la masa continental con
un efecto bisagra. Divisaron una
inmensa cordillera —la
Transantártica— y la trazaron en el
mapa hasta los 83° de latitud sur,
unas 320 millas en total. El viaje al
sur no alcanzó el polo, pero
estableció una ruta y llegó hasta los
82° 11' sur. Hartley Ferrar, el
pionero de la geología antártica,
recogió una extensa selección de
ejemplares de roca, incluido el fósil
de una hoja que definió la posición
de la Antártida en el supercontinente
tropical de Gondwana, hace 300
millones de años. Sus muestras y los
indicios recogidos por los demás
expedicionarios apuntaban a que la
Antártida era una masa continental,
en vez de un archipiélago de islas.
El programa científico del
Discovery fue un éxito indiscutible, a
pesar de las disputas previas entre
sus organizadores londinenses, de las
condiciones extremas en las que
trabajaron y de la falta de
experiencia de algunos de los
encargados de la investigación,
incluido el director activo del
programa: el capitán Scott.

En mayo de 1908, Scott escribió


a Kathleen henchido de orgullo para
contarle que se había convertido en
el capitán más joven al mando de un
acorazado, con un sueldo anual de
832 libras (58.000 euros actuales).
El 2 de septiembre de 1908, Scott se
casó con Kathleen en la capilla real
del palacio de Hampton Court, bajo
una tormenta y con ciento cincuenta
invitados entre los que se encontraba
el antiguo profesor de arte de
Kathleen, Rodin. Tras pasar la luna
de miel en Francia (Kathleen confesó
que había sido tan «confusa e
insegura como lo suelen ser las lunas
de miel»), ella se instaló en su casa
adosada en Victoria, mientras Scott
se hizo de nuevo a la mar con el
Bulwark. Ni Scott ni ningún otro
oficial de la armada podían bajar la
guardia en aquella época, que el
almirante sir John Fisher, ministro de
la Marina, había emprendido una
campaña feroz que desechaba
cualquier oficial o buque de guerra
que se considerara obsoleto. Scott
estaba orgulloso del rendimiento de
su tripulación de 750 hombres y así
se lo indicó a Kathleen: «A medida
que mejoramos nuestra comprensión
mutua, logramos aumentar los niveles
de confianza mutua y también nuestra
eficacia. Sin duda seremos un gran
buque de guerra».
Los planes de Scott para la
expedición quedaron un poco
relegados durante esta época, ya que
sabía que Shackleton podía alcanzar
el polo Sur en cualquier momento.
Michael Barne le llamaba a menudo
al Bulwark, para interesarse por la
evolución de los planes. «Estaba
completamente comprometido con la
causa —escribió Scott—, pero por
desgracia, no pude ofrecerle muchas
noticias.» A Scott los momentos de
duda e incertidumbre siempre le
habían provocado un ataque del
«perro negro», como llamaban sus
hermanas a los períodos de
depresión y falta de autoestima que
aquejaban al capitán. Es posible que
Scott padeciera una depresión
clínica, que en la actualidad se
trataría con medicamentos. Scott
tenía éxito, era famoso, disfrutaba de
una buena carrera en la Armada y
estaba casado con la mujer que
amaba. ¿Por qué se desanimaba y
valoraba tan poco sus logros? «Soy
un terco —escribió a Kathleen—,
estoy abatido, me obceco y tengo el
ánimo por los suelos... Tú estás tan
elevada, que siento que no puedo
alcanzarte.»
Le habría ayudado mucho
recibir buenas noticias de los
ingenieros que trabajaban en los
trineos motorizados Finchley, pero
no había avances en ese frente. Los
mejores esfuerzos realizados por
Scott durante la expedición del
Discovery les habían dejado a menos
de la mitad del camino del polo, de
modo que el capitán daba mucha
importancia a la cuestión de los
trineos motorizados. Sabía que
Shackleton había llevado consigo un
automóvil adaptado para el polo y
ocho ponis de Manchuria.
¿Ofrecerían éstos la solución? Ni
Scott ni Shackleton deseaban repetir
la angustiante experiencia que habían
vivido con los perros, durante su
primer viaje al sur.
Durante los primeros seis meses
de su matrimonio, Scott estuvo
embarcado la mayor parte del tiempo
y apenas vio a su mujer. Una vidente
visitó a la pareja durante un permiso
de fin de semana del capitán y
comentó que Scott era «ocioso,
desaliñado, susceptible y con
tendencia a la melancolía». Kathleen
ratificó el dictamen de la vidente sin
dudarlo. Sin embargo, en enero de
1909 puso a su marido de muy buen
humor, cuando le dio la noticia de su
embarazo. Durante unos instantes,
Scott se olvidó del protocolo de la
Armada y dio unas cabriolas de
felicidad y orgullo por la cubierta,
con uno de sus oficiales.
Dos meses más tarde, las
condiciones de la pareja mejoraron
cuando el Ministerio de la Marina
ascendió al comandante en jefe de la
flota de Scott a la posición de
viceministro y éste decidió que
necesitaba un auxiliar para asuntos
navales. Ofreció el puesto a Scott,
que lo aceptó enseguida. El nuevo
cargo le permitía dormir en casa y
dedicar el tiempo libre a planificar
la expedición polar. El 26 de marzo
de 1909, el mismo día en que
empezaba a trabajar en su nueva
posición, Scott pasaba junto a una
estación de tren con su amigo y
veterano del Discovery Tom Crean,
cuando vio en un titular que por muy
poco, Shackleton no había alcanzado
el polo. «Creo —dijo a Crean—, que
ahora nos toca a nosotros intentarlo.»
Enseguida envió un telegrama a
Nueva Zelanda, para Shackleton:
«Felicidades incondicionales por una
expedición tremendamente positiva».
Scott jamás había divulgado en
público los detalles de su acuerdo
con Shackleton sobre la utilización
de la bahía del Refugio como base en
la Antártida, ni había hablado con
nadie de la promesa que incumplió el
irlandés, de modo que sólo un
puñado de especialistas en temas
polares y los amigos y familiares
más cercanos de Scott conocían el
caso. Scott y Shackleton no hablaron
nunca más del asunto, tras el regreso
triunfal de Shackleton en junio de
aquel año. Jamás mostraron señal
alguna de antipatía mutua, aunque es
muy posible que sintieran la
hostilidad natural que puede
generarse entre dos individuos
ambiciosos que persiguen la misma
meta. Sin embargo, no existe prueba
alguna de animosidad en el trato
entre ambos y por el contrario,
lograron alcanzar acuerdos cuando se
avecinaba un probable conflicto de
intereses. El comportamiento de
ambos refleja una considerable dosis
de sentido común, aunque en cartas
privadas a sus amigos más íntimos y
a sus familias, a menudo se quejaban
de las acciones del otro, algo que
también suele suceder entre
hermanos por muy cercanos que sean.
Cuando Shackleton llegó a
Londres el 14 de junio de 1909, una
masa enfervorizada se agolpaba en la
estación ferroviaria de Charing
Cross para darle la bienvenida. En
comparación con el fervor popular
por el triunfo de Shackleton, la
llegada de Scott y los
expedicionarios del Discovery cinco
años antes había sido discreta; el
sentir popular había cambiado. El
país era mucho más consciente del
peligro que suponía para la
hegemonía británica el progreso de
Alemania y apreciaba cualquier gesta
que aumentara la autoestima de la
nación. El viaje épico de Shackleton
era idóneo y eso le granjeó un apoyo
popular mucho mayor que el
obtenido por Scott, gracias también
al auge de la prensa popular.
Shackleton incluso había filmado una
película que documentaba sus
experiencias en el polo.
Scott no estaba seguro de si
debía acudir al regreso triunfal de
Shackleton o no, pero el doctor Hugh
Mili, valedor del irlandés en la
Royal Geographical Society y
veterano del Discovery, animó al
capitán a que le acompañara. En la
estación de Charing Cross se
abrieron paso entre la multitud y
Scott logró coger la mano de
Shackleton y exclamar un «¡Bravo!»
al oído del irlandés. A continuación,
Shackleton subió a un carruaje con su
esposa y sus hijos, desdeñando los
automóviles que ya dominaban las
calles, y recorrió las calles entre
multitudes enardecidas hasta llegar a
Trafalgar Square. «Jamás había visto
a nadie que disfrutara tanto del
éxito», escribió Hugh Robert Mili,
que más adelante se convertiría en el
biógrafo oficial de Shackleton. Sin
embargo, Mili también advirtió que
Shackleton «no quería saber nada de
la ciencia ni de la Antártida, y le
habría dado lo mismo buscar tesoros
hundidos en el Caribe».
Scott se alejó sin desvelar su
identidad, consciente de que era el
momento de gloria de Shackleton.
Durante las semanas siguientes,
dedicó sus esfuerzos a asegurar que
la hazaña de Shackleton obtuviera el
reconocimiento debido en lugares
estratégicos. En la cena oficial de
bienvenida, celebrada en el club
Savage, Scott presidió la mesa y
habló del logro de Shackleton en
términos sumamente elogiosos.
También anunció su intención de
impedir que los explóradores
extranjeros aprovecharan la ruta que
habían abierto él y el irlandés, para
tomarles la delantera y alcanzar el
polo. «En un futuro próximo —dijo
—, y antes de que otros países
lleguen para adjudicarse el mérito
del gran trabajo realizado por el
señor Shackleton, este país debe dar
un paso al frente y organizar otra
expedición.»
El regreso de Shackleton y el
interés renovado por el polo Sur que
generó entre la población animaron a
Scott a seguir con sus propios planes.
En primer lugar, quería aprender
todas las lecciones que ofreciera la
experiencia de Shackleton. El hielo
marino había obligado a la
expedición del Nimrod a
desembarcar en el cabo Royds,
veintitrés millas más lejos de la
Barrera y por consiguiente también
del polo, que Hut Point. Habían
pasado un invierno más tranquilo y
cómodo en su refugio que en el frío
del Discovery. Cinco
expedicionarios, ninguno de los
cuales tenía mucha experiencia como
alpinista, habían logrado ser los
primeros en alcanzar la cima del
monte Erebus, de 3.800 metros de
altura. El prototipo de automóvil
polar había resultado inútil, excepto
en algunos témpanos planos, así que
Shackleton se había concentrado en
los ponis y en la tracción humana.
Shackleton dividió a sus
hombres en tres equipos. Uno de los
grupos, que incluía al australiano
Mawson, realizó un viaje épico que
permitió alcanzar el polo Sur
magnético por primera vez. Otro
grupo, dirigido por Raymond
Priestley, realizó tareas de
exploración geológica en los montes
occidentales.
El viaje principal de Shackleton
fue el que emprendió con el tercer
grupo para alcanzar el polo Sur
geográfico. Le acompañaron el
veterano del Discovery Frank Wild,
un teniente de navio de modales algo
bruscos llamado Jameson Boyd
Adams y el médico de la expedición,
un jugador de rugby y antiguo alumno
de Cambridge llamado Eric
Marshall, corpulento y arrogante.
A menudo se ha loado el hecho
de que a diferencia de Scott,
Shackleton jamás separó a los
oficiales de la marinería, en los
aposentos invernales de su
expedición. Sin embargo, un vistazo
a los expedicionarios de clase media
y esencialmente civiles que reclutó
Shackleton para su expedición revela
que una división de ese tipo no
habría tenido mucho sentido.
Shackleton era el único con derecho
a una habitación individual y los
demás colgaron sábanas para
delimitar su propio espacio. La única
división jerárquica era entre el líder
y todos los demás, en vez de
subdividir a los expedicionarios en
diversos estratos.
A finales del invierno de 1908,
Shackleton salió con un pequeño
grupo de hombres para probar el
automóvil adaptado y el siempre
crítico Marshall expresó una
sensación generalizada de alivio
entre los expedicionarios: «Todos
nos sentimos aliviados por la
ausencia de Shackleton y a nadie le
duele reconocerlo. Todos estamos de
mejor humor y se han calmado los
ánimos. Es fácil ver cuál es la fuente
del malestar». Marshall no explicaba
en qué consistía ese «malestar» y es
evidente que Shackleton no guardaba
ningún rencor especial hacia él, ya
que le seleccionó como médico y
navegador principal del viaje hacia
el sur.
Los perros que habían llevado
consigo permanecieron en la base
cuando Shackleton salió rumbo al
polo, el último día de octubre de
1908. Los cuatro ponis que habían
superado el invierno demostraron ser
mucho más útiles que los perros
entrenados por Shackleton para el
viaje al sur de Scott, en 1903. El
último pony murió al caer a una
grieta, tras ascender a 500 metros de
altitud por el glaciar. Más adelante
se comprobó que Shackleton padeció
de problemas intermitentes en los
pulmones y el corazón durante la
mayor parte de su vida, pero por lo
demás estaba en forma y era tan
fuerte como un roble. Diseñó un
sistema de raciones a base de carne
seca y pan bizcochado que sólo
pesaba seiscientos ochenta gramos
por día y hombre, tanto como el
complemento que se repartía en el
Discovery. El vigor del irlandés
quedó demostrado cuando llevó a su
equipo por las primeras veintitrés
millas de hielo marino hasta la Gran
Barrera, durmió cuatro horas y
recorrió treinta y nueve millas más
en veinticuatro horas. Ni él ni sus
hombres utilizaron esquís en ningún
momento de su intento de alcanzar el
polo y sus ponis no contaban con
raquetas para la nieve. En el viaje al
sur de 1903, las limitaciones de los
perros habían obligado a Scott,
Shackleton y Wilson a llevar la carga
por etapas, lo cual triplicó la
distancia que tuvieron que recorrer.
Pero en 1909, Shackleton no tuvo que
utilizar este sistema gracias a los
ponis y pudo recorrer la misma
distancia por la superficie helada en
la mitad del tiempo.
Cuando llegaron al punto en el
que una cordillera parecía cerrarles
el paso, tras superar la Gran Barrera
helada, Shackleton divisó la entrada
de un glaciar monumental que
parecía una autopista hacia el sur.
Sin demorarse ni un instante,
Shackleton halló una ruta segura
hacia el glaciar, tras sortear las
grietas que lo separaban de la
barrera helada. A continuación
sorteó el paso que bautizó con el
nombre de Gateway, el portal, antes
de ascender los 2.750 metros de
desnivel y 120 millas de la rampa,
que bautizó con el nombre de glaciar
Beardmore, en honor de su
patrocinador.
A diferencia de las anotaciones
hechas en 1904 por los
expedicionarios de Scott, el diario
del compañero de Shackleton,
Marshall, rezumaba hostilidad y
tensión. Sin embargo, el grupo logró
alcanzar la meseta tras el glaciar y
cuando se vio obligado a emprender
el camino de regreso, sólo se
encontraba a noventa y siete millas
del polo Sur. Su marca del punto más
meridional alcanzado había superado
a la de 1902, conseguida por Scott,
por 366 millas. El viaje de retorno
fue otro ejemplo clásico de salvarse
por los pelos de la muerte por
inanición, pero el momento que
eligió Shackleton para regresar les
permitió llegar con vida. Más
adelante, describió el momento de la
decisión en una carta a su esposa:
«Pensé que preferirías tener a un
asno vivo que a un león muerto».
El motivo de su decisión de
regresar era sencillo: él y sus
hombres sabían que si seguían
avanzando un día más, no podrían
llegar de regreso al campamento.
Eran conscientes de que sucumbir a
la tentación de seguir significaba la
muerte; la decisión era indiscutible
para cualquier expedicionario en su
sano juicio. Tres años más tarde,
cuando Scott viajó de nuevo a la
Antártida, no tuvo que enfrentarse a
esa decisión porque alcanzó el polo
Sur sin que sus provisiones hubieran
llegado al punto de retorno obligado.
Por lo general en sus viajes de
retorno, cuando Scott y Shackleton
llegaban a los depósitos de víveres,
sólo les quedaba alimento y
combustible suficiente para medio
día. En este aspecto, ni Scott ni
Shackleton tomaron jamás una
decisión que produjera una muerte
por inanición, aunque los críticos de
Scott lo hayan cuestionado.
Shackleton y sus hombres
realizaron un viaje de 1.613 mirlas
náuticas, más de la mitad del cual
transcurrió por territorio virgen, en
poco más de cuatro meses.
Estuvieron a punto de alcanzar el
polo con trineos de tracción humana,
con la única ayuda de cuatro ponis y
sin perros. Esta fue la principal
lección que debió extraer Scott de la
experiencia del irlandés.
Con toda justicia, la expedición
del Nimrod recibió encendidos
elogios tanto en Inglaterra como en
otros países, por la valentía que
habían demostrado los
expedicionarios, por los éxitos
cosechados por sus científicos y
sobre todo, por su ascenso del
glaciar Beardmore. A Shackleton le
llovieron medallas, premios y
alabanzas de muchos países. El rey
le nombró caballero en 1909, ya que
a diferencia de Scott, Shackleton no
había ofendido a los ministerios de
Hacienda y de la Marina, ni se había
echado encima enemigos en las altas
esferas. El gobierno le concedió una
ayuda de 20.000 libras (1.410.000
euros) para cancelar las deudas de la
expedición y durante un tiempo, su
fama eclipsó a la de su antiguo jefe,
Robert Scott.
«Gracias a las hazañas de
Shackleton —escribió Roald
Amundsen a la RGS—, la nación
inglesa ha logrado una victoria
insuperable en la exploración
antártica. Shackleton representa en el
sur lo que fue Nansen en el norte.»
Algo que no debió pasar
desapercibido para Amundsen ni
para los demás aspirantes
extranjeros, era que las expediciones
del Discovery y el Nimrod habían
abierto una atractiva ruta hacia el
polo. Cualquiera de sus rivales podía
ganarle la carrera a Scott, que en esta
ocasión no contaba con
patrocinadores: ni Clements
Markham, ni una provisión de
fondos, ni el apoyo del Ministerio de
Marina.
Abundaban los rumores de una
expedición japonesa a la Antártida,
dirigida por un tal teniente Nobu
Shirase, pero nadie se tomaba muy en
serio a los nipones. También sonaban
voces en Bélgica, alimentadas por el
recuerdo de su expedición fallida
unos años antes, pero a ellos
tampoco les prestaban mucha
atención. Los que habrían hecho
saltar todas las alarmas eran los
noruegos, maestros indiscutibles de
los viajes en hielo y en nieve, pero el
más importante de sus exploradores,
Roald Amundsen, estaba
concentrando sus esfuerzos en el
polo Norte.
Shackleton no tardó en saltar de
nuevo a las páginas de los
periódicos, cuando anunció que haría
otro intento en la Antártida en 1911,
pero escribió una carta a Scott para
asegurarle que en sus planes no
entraban ni el polo ni la Gran
Barrera helada. En esta ocasión,
Scott confió en su palabra sin pedir
un documento firmado.
Lo que no sabía Scott era que el
hombre al que hoy podríamos llamar
el vengador de las tinieblas había
empezado en secreto los
preparativos para vencerle en la
carrera hacia el polo. Hay versiones
contradictorias sobre la cronología
exacta de los preparativos de cada
explorador y los biógrafos contrarios
a Scott han utilizado algunas fechas,
como evidencia de que Amundsen no
conocía los planes de Scott cuando
decidió dirigirse al polo Sur. A fin
de aclarar el orden de los
acontecimientos, la siguiente
cronología demuestra que Amundsen
sólo podía ignorar los planes de
Scott si tenía la cabeza enterrada en
la arena.

Enero 1908
Se publica en Le Monde
parisino la noticia de las pruebas
de Scott con trineos motorizados en
Lauteret, Francia.

Septiembre 1908

Scott contrae matrimonio. Los


artículos periodísticos mencionan
sus intenciones de realizar otra
expedición a la Antártida.

Marzo 1909
Scott ve la noticia de que
Shackleton no ha alcanzado el polo,
por poco.

Sept. 1909

Rumores en la prensa hablan


de planes estadounidenses para
alcanzar el polo Sur, mientras tanto
Cook como Peary aseguran haber
alcanzado el polo Norte (en 1908 y
1909 respectivamente). La polémica
sobre esta disputa centra la
atención del mundo en el polo Sur.
13 sept. 1909

Scott anuncia oficialmente sus


planes de alcanzar el polo Sur. El
18 de septiembre se publica la
noticia en la prensa noruega.
(Amundsen impide cualquier intento
de Scott por conseguir los mejores
perros de trineo de Groenlandia:
encarga él mismo cien perros y
escribe una carta al ministro danés
al mando de los asuntos de
Groenlandia, para recordarle que él
tiene la prioridad, por si alguien
quisiera comprar perros.)
15 sept. 1909

En Terranova, Peary anuncia


sus planes de alcanzar el polo Sur.
El alemán Filchner también ha
anunciado planes para una
expedición al polo (el intento de
Peary no fructificó).

En 1907, Amundsen había


anunciado su intención de organizar
una expedición científica al Ártico.
Trató de ocultar el verdadero
objetivo de su expedición, que no era
otro que ser el primero en alcanzar el
polo Norte, de compañeros como
Peary. El 15 de septiembre de 1909,
cuando oyó la proclamación de
Peary, cambió sus planes del polo
Norte al Sur y al cabo de dos días,
encargó cincuenta perros de
Groenlandia.
Dos días después del anuncio
de Scott, Amundsen cambió sus
planes en secreto y no se lo contó a
nadie excepto a su hermano. Más
adelante, aseguraría que no conocía
los planes de Scott cuando cambió
los suyos. A pesar de ser un hombre
inteligente y observador, cuyo
máximo interés en la vida eran las
actividades polares, esperaba que la
gente creyera que no había oído
hablar de los planes que llevaba
gestando Scott desde hacía casi dos
años. Scott trataba con varios
proveedores de material polar con
los que también trabajaba Amundsen.
En aquella época (y también en la
actualidad), los circuitos polares de
Londres y Oslo eran un hervidero de
rumores y de cotilleos sobre quién
planeaba qué.
La prensa había revelado
detalles de los planes de Scott y de
sus pruebas con vehículos para la
nieve desde enero de 1908 y en
marzo de 1909, la prensa noruega de
la región de Lülehammer, cerca de
Oslo, reveló que Scott había
realizado más pruebas con trineos
motorizados. La afirmación de
Amundsen, de que no conocía los
planes de Scott cuando decidió
dirigirse al polo Sur, era una
evidente falsedad.
Amundsen demostró ser todo un
maestro del engaño. No contó a nadie
sus intenciones, excepto a su
hermano y socio comercial, León.
Sabía que se tendría que enfrentar a
varios rivales si quería ser el
primero en llegar al polo sur y no
quería ponerles sobre aviso.
Convenció a todos de que seguía
centrado en el Ártico. Además, sabía
que perdería los fondos recaudados y
el barco que le había «prestado»
Nansen si anunciaba un cambio de
planes en público. Estaba
fuertemente endeudado y eso no
ayudaba, pero demostró dominar
tanto las redes del engaño como las
técnicas de la exploración polar.
Scott seguía desarrollando sus
planes sin saber nada de las
intenciones de Roald Amundsen y
planteaba un gran programa
científico, además de su intento de
alcanzar el polo. Si en cualquier
momento durante los preparativos,
Scott hubiera sospechado que se
enzarzaría en una carrera con los
noruegos, habría acudido a su buen
amigo Fridtjof Nansen para pedirle
consejo. Es probable que Nansen le
hubiera aconsejado llevar un equipo
de los mejores perros entrenados
para correr con trineos y los mejores
esquiadores noruegos, especialistas
en conducir trineos, o que se
olvidara de ganar la carrera. Si no
competía en igualdad de condiciones,
Scott tenía tantas posibilidades de
ganar al noruego, como tenía
Amundsen de derrotar a Scott en una
batalla naval con torpederos.
Los preparativos de Scott
recibieron un espaldarazo cuando se
unió a su pequeño equipo Teddy
Evans, veterano oficial del Morning
que ahora tenía veintiocho años y era
teniente de navio. Evans se había
emocionado al oír los relatos de
Shackleton sobre el Nimrod y había
empezado a reunir fondos para su
propia expedición a la Antártida. Sin
embargo, Clements Markham le
exhortó a que se uniera a la
expedición de Scott y Evans accedió
enseguida. «No había lugar suficiente
para dos expediciones británicas —
explicó Evans—, y nadie, ni siquiera
Shackleton, rivalizaba con la
capacidad de Scott como organizador
y director de una empresa científica.
Accedí con gusto a sacrificar mis
planes y conseguí que gran parte de
mis patrocinadores apoyaran al
capitán Scott.»
No obstante, la presencia de
Evans en el equipo de Scott tenía un
coste: tenía que nombrarle segundo
de a bordo de la expedición.
Clements Markham había informado
a Scott de esta condición, que causó
un verdadero dilema para el capitán
ya que había prometido la plaza a su
viejo amigo Reginald Skelton, jefe
de máquinas del Discovery. Evans se
opuso a la presencia de Skelton, ya
que éste estaba jerárquicamente por
encima de él en la Armada. La idea
original de modificar automóviles
para usarlos en la Antártida había
sido de Skelton. A pesar del poco
éxito logrado por Shackleton en sus
intentos de utilizar un coche
adaptado, Scott y Barne habían
decidido perseverar y Skelton les
había ayudado con su considerable
habilidad como ingeniero. Cuando
Evans entró en contacto con
Markham, Skelton había dedicado ya
muchas horas valiosas al desarrollo
del trineo motorizado en Finchley y
en el extranjero, así que Scott no
quería echarle de una expedición que
aún no contaba con fondos ni
publicidad. Skelton conocía bien a
Scott, sentía una fuerte lealtad hacia
él y estaba completamente dispuesto
a poner en suspenso su propia
carrera y las necesidades de su
familia, para pasar otros dos años en
la Antártida bajo el liderazgo de
Scott. Por otra parte, Teddy Evans
había conseguido ya un apoyo
considerable y una buena cantidad de
fondos, rebosaba de energía y
entusiasmo; era un oficial naval
experto en navegación y un topógrafo
con experiencia previa en la
Antártida. Además, existía el riesgo
de que si no le aceptaba Scott en su
expedición, el impredecible Evans
seguiría con sus propios planes y
consumiría una parte de los recursos
disponibles para una expedición
británica.
Scott tenía la esperanza de que
podrían llegar a algún arreglo, pero
Evans insistió que no podía aceptar
la posición de número dos, si viajaba
con la expedición un oficial de
mayor rango (Skelton era capitán de
fragata) que tendría que obedecer sus
órdenes. Fue tajante, aunque Skelton
había manifestado su voluntad de
acatar las órdenes de Evans y a pesar
de los abundantes casos de
expediciones en las que se había
recurrido a arreglos similares. La
negativa de Evans fue tan categórica
que Scott pidió a Skelton que hablara
con él para tratar de suavizar su
postura. «Escríbele o habla con él
con discreción —dijo Scott—, y trata
de convencerle de que deponga su
oposición a tu presencia.» Por
desgracia, Evans se negó a cambiar
de actitud. La nieta de Skelton, Judy,
ha pasado muchas horas estudiando
los abundantes diarios redactados
por su abuelo y no ha logrado
encontrar nada que explique la
animadversión de Evans hacia
Skelton, pero conserva cartas que
intercambiaron Scott y su abuelo
durante los tres años siguientes. Es
evidente por su contenido que ambos
hombres conservaron el respeto
mutuo y la amistad, a pesar del
problema ocasionado por la llegada
de Evans.
El teniente Evans estaba
destinado a jugar un papel importante
en los acontecimientos de la
expedición y en mi opinión, si Scott
hubiera tenido una bola de cristal en
la primavera de 1909, habría
rechazado la participación del joven
teniente, a pesar de los argumentos a
favor de su presencia. Evans era un
alborotador encubierto, uno de los
tres o cuatro que enroló Scott en su
expedición ese año sin darse cuenta.
En la expedición del Discovery Scott
había tenido mejor suerte, ya que ahí
Albert Armitage fue el único con
tendencia natural a guardar rencor.
A mediados de septiembre de
1909, Scott alquiló una oficina en la
calle Victoria, como sede de su
expedición británica a la Antártida.
Se ocupaban de la oficina Teddy
Evans y una secretaria que cobraba
cuatro libras (285 euros) por semana.
En esta ocasión el comité de ocho
notables, incluido Clements
Markham, ayudó a Scott en vez de
entorpecer sus planes. En una
muestra de humildad, el nombre de
Scott no aparecía en los membretes
de la expedición.
Aquél fue un mes rico en
experiencias para Scott. Su mujer,
aún embarazada de ocho meses, le
había despertado el interés por las
máquinas voladoras al llevarle a una
reunión internacional de
constructores y propietarios de
aeronaves. Scott quedó fascinado y
redactó un informe detallado para el
Ministerio de Marina, sobre las
diversas clases de aeronave con sus
puntos a favor y en contra, desde la
perspectiva de un oficial naval
especialista en torpedos.
En el otoño de 1909 la National
Geographic Society, que era el
equivalente estadounidense de la
Royal Geographical Society, anunció
sus propios planes de lanzar una
expedición al polo Sur, que tomaría
como punto de partida la costa del
mar de Weddell. El director de
aquella expedición, Robert Peary,
escribió a Scott para preguntarle si
tenía algo que objetar. Scott
respondió que no y ambos llegaron a
un acuerdo de colaboración para la
faceta científica de sus expediciones.
Scott dio permiso para que se
publicara su correspondencia con
Peary y comentó en una nota a pie de
página que la rivalidad entre ambos
sería «completamente amigable»,
aunque ambos deseaban llegar
primero. A continuación, Peary
anunció sus intenciones en
Washington y alimentó la emoción
popular, al declarar que: «La carrera
entre norteamericanos y británicos
para alcanzar el polo Sur será la
competición más emocionante y
apasionante que se haya visto en el
mundo».
Peary estaba enzarzado en una
agria polémica con el doctor Cook,
sobre cuál de los dos había llegado
antes al polo Norte, mientras que el
objetivo de Scott era sencillo: «El
principal objetivo es el de alcanzar
el polo Sur —escribió Scott—, en
nombre del Imperio británico». No
hablaba mucho del completo
programa de actividades científicas
que pensaba llevar a cabo, porque el
fin de su anuncio era el de recaudar
fondos, apelando al fervor popular
por las hazañas nacionales (un
sentimiento que no era exclusivo de
los ingleses y que sigue tan vigente
hoy como lo era entonces).
Scott hizo un llamamiento
inicial que fijaba una. meta de
40.000 libras (2,7 millones de euros)
y explicó su plan de completar el
trayecto hasta el polo con una
combinación de medios: trineos
motorizados, ponis de Manchuria y
perros. El Times londinense resumió
el llamamiento de Scott el día
siguiente en un artículo: «Se
necesitan 40.000 libras. Los
exploradores británicos se han
enfrentado a grandes dificultades
para continuar con la labor iniciada
por el capitán Cook en el siglo XVIII
y no deberían flaquear nuestras
fuerzas, ahora que la meta parece
estar al alcance de la mano».
El día siguiente, 14 de
septiembre de 1909, Kathleen dio a
luz al primer y único hijo de Scott, al
que bautizaron con el nombre de
Peter por su amistad con James
Barrie, célebre autor de Peter Pan.
Dos meses más tarde, Scott
renunció a su plaza en el Ministerio
de Marina y pasó a cobrar medio
sueldo, mientras recorría el país
pronunciando conferencias y
recaudando fondos para la
expedición. Teddy Evans resultó ser
un recaudador nato, que disfrutaba de
la oportunidad de hacerlo. «No sirve
de nada —declaró Evans— hablarles
a los empresarios de magnetismo,
geología, meteorología y demás
temas científicos.» Por el contrario,
Evans se dedicaba a embelesar a los
potentados galeses, con relatos de
los tesoros minerales que se
ocultaban bajo la superficie de los
glaciares y de las riquezas de la caza
de ballenas.
En Inglaterra, todo el mundo
quería que Scott fuera el primero en
alcanzar el polo, pero nadie quería
pagar. Durante sus conferencias,
Scott tuvo que responder a menudo a
las críticas de socialistas
bienintencionados, que exigían saber
por qué había que gastar en otra
costosa excursión al polo, cuando en
las islas Británicas había gente
hambrienta y sin empleo. En aquella
época, el político Lloyd George
había presentado planes para un
presupuesto popular que recaudaría
enormes cantidades de dinero para el
estado del bienestar, mediante
impuestos a la renta y al patrimonio
heredado. Los ricos no estaban de
humor para regalar su dinero a Scott.
Los mineros y los estibadores
amenazaban con ir a la huelga y los
obreros empezaban a tomar
conciencia de su poder.
Scott y Evans siguieron con sus
tenaces esfuerzos de recaudación y
aprendieron a reducir la cantidad de
dinero que precisaban, cuando les
regalaban material o se lo entregaban
con un buen descuento. En su
momento de mayor fama literaria el
autor de Sherlock Holmes, sir Arthur
Conan Doyle, hizo un llamamiento
público a la nación, con la
advertencia de que sólo quedaba un
polo por alcanzar y que Scott debía
partir con posibilidades de
alcanzarlo para el Reino Unido. El
gobierno acabó por acceder y le
entregó 20.000 libras (1,4 millones
de euros).
Scott sabía que debía zarpar de
Inglaterra en junio de 1910 si quería
aprovechar las corrientes de hielo y
establecer su base a principios de
1911. Tenía siete meses, en los que
debía conseguir un barco, contratar a
todos los expedicionarios y recaudar
muchos más fondos. El ambicioso
programa científico de Scott le
obligaba a construir aposentos en
tierra firme para treinta y tres
oficiales, científicos y marineros.
Dependiendo del tamaño del barco,
otros treinta permanecerían a bordo
ya que en esta ocasión, Scott no tenía
intención de dejar el barco atrapado
durante el invierno.
Los preparativos resultaron más
fáciles que en la primera expedición
de Scott, ya que en esta ocasión era
el líder indiscutible, sin retrasos ni
objeciones del comité. Se había
convertido en un explorador veterano
y respetado, con una agenda repleta
de valiosos contactos. De todos
modos, siete meses no era mucho
tiempo y tuvo que aprovechar todas
sus bazas para organizar un viaje tan
ambicioso. Scott había pedido
voluntarios para la expedición de
todo el Imperio británico y la
respuesta fue sobrecogedora e
inmediata. Ocho mil candidatos
acudieron a las oficinas de la calle
Victoria en persona, o enviaron
cartas detalladas que explicaban sus
méritos para unirse al equipo.
A su regreso de la Antártida, el
explorador francés amigo de Scott,
Jean Charcot, escribió que había
perdido toda fe en la utilización de
los vehículos motorizados para la
exploración polar. Sin embargo, esto
no preocupó mucho a Scott, que
había desarrollado sus planes de
viaje basados en una sensata
combinación de las técnicas
utilizadas por el Discovery y el
Nimrod. En resumen, su plan
consistía en dividir el trayecto de la
base al polo en tres etapas: la Gran
Barrera helada, el glaciar Beardmore
y la meseta. Si no lograba encontrar
un buen sistema de transporte para
ascender por el glaciar, Scott
recurriría a la tracción humana, tal
como había hecho Shackleton.
Shackleton se había visto
obligado a regresar cuando sólo le
faltaban noventa y siete millas para
alcanzar el polo, por culpa de la falta
de comida y combustible. La
conclusión evidente era que Scott
debía llegar a ese mismo lugar con
una mayor dotación de provisiones.
Lo mismo cabía decir del paso por la
Gran Barrera helada: si Shackleton
había utilizado cuatro ponis, Scott
debía llevar por lo menos ocho. Los
viajes del Nimrod no habían
utilizado perros ni esquís, pero Scott
decidió cubrirse las espaldas y
llevar ambas cosas.
En marzo de 1910, unos tres
meses antes de la fecha límite para su
partida, Scott llamó a Roald
Amundsen, a quien no conocía en
persona, para proponerle un
programa de colaboración científica
entre su expedición al sur y la del
noruego al norte. Amundsen quería
evitar a toda costa que se desvelaran
sus planes de llegar al polo Sur antes
que Scott y se negó a contestar la
llamada. Informaron a Scott que
Amundsen «no estaba disponible».
Amundsen logró seguir engañando a
su valedor, Nansen, al gobierno
noruego, propietario de la
embarcación que usaría para su
viaje, a todos sus patrocinadores y
sobre todo, a Robert Falcon Scott.
11
Empieza la carrera,
1910
La Hudson's Bay Company
había comprado el Discovery y se
negaba a venderlo a Scott a un precio
razonable para la segunda
expedición. Seis décadas más tarde,
la HBC me suministró unas pieles
rusas de lobo para fabricar ropa de
abrigo y los directivos de la empresa
me confesaron cuánto lamentaban el
trato obcecado que habían
demostrado sus antecesores hacia
Scott. «Perdimos una gran
oportunidad de generar una buena
imagen», dijo un directivo.
La misión de rescate realizada
por el Terra Nova en 1904 había
sacado de quicio a Scott, pero el
capitán también se había fijado en el
comportamiento impecable que tuvo
aquel barco en el hielo, así que hizo
una oferta de compra a sus
propietarios, la empresa Bowring
Brothers de Terranova. Acudió a
inspeccionarlo junto con Teddy
Evans, su segundo de a bordo, a
quien le tocaría desempeñar el papel
de capitán de la embarcación. Evans
redactó sus impresiones sobre el
barco:

Era el más grande y el más


resistente de los buques balleneros
escoceses, había probado su valía
en la masa de hielo de la Antártida
y había demostrado un
comportamiento magnífico en sus
expediciones de caza de focas,
durante un período de veinte años.
A pesar de la edad del barco, sus
prestaciones eran impresionantes...
Jamás olvidaré el día en que
visité por primera vez el Terra
Nova, en los muelles West India:
tenía un aspecto enclenque entre
aquellos trasatlánticos y mercantes,
pero fue un caso de amor a primera
vista con mi primer barco como
capitán. Pobre embarcación, con un
aspecto tan sucio y abandonado, y
sin embargo, su nombre
permanecerá para siempre en los
anales de la navegación; no se
puede decir lo mismo de los
elegantes trasatlánticos que lo
eclipsaban en el muelle. Sentía
cierta vergüenza cuando venían a
visitarnos los almirantes, por culpa
de la suciedad de mi barco. De
entrada, la bodega estaba equipada
con tanques enormes para
transportar grasa y esperma de
ballena y de foca. El hedor era
insoportable y no hace falta repetir
los comentarios de aquellos que
insistieron en revisar todo el barco.
Sin embargo, quitamos los tanques,
limpiamos a fondo las bodegas,
pintamos el interior, vaciamos y
lavamos la sentina, desinfectamos el
barco de proa a popa y un equipo de
hombres se dedicó a mejorar su
aspecto. A continuación empezaron
las labores de equipamiento, que
fueron mucho más agradables.

Scott regateó con los


propietarios hasta conseguir un
precio de compra de 12.500 libras
(895.000 euros). No fue difícil
convencerles, ya que Bowring era
una empresa familiar que apoyaba
los esfuerzos de los exploradores
británicos y que incluso donó 500
libras (35.000 euros) a la expedición
de Scott. El capitán pagó una entrada
de inmediato, sin saber cómo
conseguiría el resto.
Contando con una salida a
principios de noviembre, Scott
consultó con una serie de expertos
meteorólogos que habían estudiado
los informes del Discovery y calculó
que el viaje al polo duraría un total
de 144 días. Si llegaban de regreso a
la base el 27 de marzo, el barco se
habría tenido que alejar del estrecho
de McMurdo mucho antes, aunque
esto no preocupaba a Scott, ya que
llevaría provisiones suficientes para
pasar un segundo invierno, y además
pensaba realizar un programa
científico impresionante.
Todos los planes dependían de
un viaje al polo sin presiones
añadidas. De haber sabido antes de
zarpar en 1910 que el año siguiente
se tendría que enfrentar a una carrera
por el polo con uno de los
principales especialistas en los
viajes por la nieve y el hielo, es
probable que Scott hubiera cambiado
sus planes de viaje, o se hubiera
concentrado exclusivamente en el
programa científico. Sin embargo, no
contaba con tener que enzarzarse en
una carrera y diseñó sus planes en
consecuencia. Pensaba utilizar cuatro
medios de transporte en el inicio de
su viaje, para ir desechando los
medios que no funcionaran. Trataría
de utilizar los trineos motorizados,
pero contaba con sufrir fallos
mecánicos por el camino y no
pensaba confiar mucho en ellos. Si
funcionaban al principio y facilitaban
un tramo del camino, supondrían una
ligera ventaja adicional y a eso se
limitaba su contribución, ya que
todos los cálculos de Scott se
basaban en no utilizar la tracción
mecánica.
Scott se oponía a los planes que
causaran el sufrimiento de los
animales, pero no tenía nada que
objetar al sacrificio de los animales
o a usarlos como alimento, ya fuera
para los perros o las personas. «No
existe ninguna justificación real para
considerar más valiosa la vida de un
perro que la de una oveja —escribió
Scott—, y en cambio, a nadie se le
ocurriría lamentar la crueldad de
sacrificar las ovejas de un rebaño,
para alimentar a viajeros en climas
más cálidos.» Scott se dedicó a
revisar los puntos a favor y en contra
de cada medio de transporte. A favor
de los perros anotó un dato
proporcionado por McClintock: dos
perros consumían el mismo peso en
comida que un solo hombre, pero
avanzaban un veinticinco por ciento
más con la misma carga. Además, los
perros no necesitaban llevar equipo
pesado como tiendas de campaña,
hornillos, ropa o esquís. Por otra
parte, Scott había comprobado que
en los viajes largos, por terreno
agreste y con cargas pesadas, los
perros fallaban más que los hombres.
El había cosechado sus mejores
resultados en la Antártida sin la
ayuda de los perros. Scott llegó a la
conclusión de que los perros eran
capaces de transportar una carga más
lejos que los hombres, pero había
que ignorar el considerable
sufrimiento de los animales para
lograr ese rendimiento. En esta
ocasión decidió recurrir a los perros,
pero sólo los utilizaría mientras no
fuera necesario maltratarlos. En
cualquier caso, no serían el sistema
principal de tracción.
Eso dejaba dos medios de
transporte que tendrían suma
importancia para el plan de Scott: los
ponis y los hombres. Esta
combinación había permitido a
Shackleton llegar a sólo noventa y
siete millas del polo. Bastaba con un
cálculo elemental para ver que Scott
podría cubrir esta distancia si salía
con más ponis, más hombres y más
provisiones. Shackleton había
aprendido de las técnicas de Scott en
1903 y había logrado resultados
espectaculares. Ahora le tocaba a
Scott mejorar la técnica de
Shackleton lo bastante como para
recorrer la distancia que le había
faltado.
Sólo había un factor
imponderable: la meseta.
«Shackleton pasó ahí cinco semanas
y casi le derrotó —escribió Scott—,
mientras que nosotros tendremos que
pasar diez semanas en la meseta; si
nos topamos con mal tiempo, no
habrá forma de superarla.»
Scott tenía claro cuáles eran los
factores a favor y en contra de los
ponis. Pesaban demasiado para
poderlos levantar si se caían en una
grieta y, además, ejercían más
presión en la nieve que los hombres
y los perros, así que se hundían más
cuando la nieve era blanda.
Asimismo, era más probable que
rompieran los puentes de hielo que
cruzaban las grietas. No se adaptaban
tanto a las temperaturas extremas del
polo como los perros y, al ser
herbívoros, necesitaban forraje ya
que no había pasto ni podían
alimentarse de carne.
Ni Scott ni sus compañeros eran
grandes expertos en asuntos ecuestres
(excepto Oates, que se encontraba en
la India) y eso no facilitaba las
cosas. Sin embargo, Shackleton se
había enfrentado al mismo problema
y aun así, los ponis habían sido un
ingrediente clave de su éxito.
Shackleton había demostrado que en
una mezcla de superficies heladas y
nevadas, los ponis podían cargar con
más peso que los perros. Asimismo,
los ponis siberianos y de Manchuria
podían resistir el clima de la Gran
Barrera helada si no los trataban de
utilizar antes de noviembre (en
comparación, se podía salir con los
perros unas tres semanas antes). Si se
planteaba una carrera hacia el polo,
los perros serían la clave de la
victoria pero como ya hemos visto,
Scott no esperaba verse involucrado
en una carrera.
Scott contrató a un presunto
experto en la conducción de trineos
con perros llamado Cecil Meares,
para que se ocupara de conseguir
tanto los perros como los ponis.
Meares venía altamente
recomendado por el fotógrafo y
cineasta profesional Herbert Ponting,
que también se había unido a la
expedición. A pesar de que era hijo
de un comandante del ejército,
Meares no había conseguido un
grado de oficial. Sin embargo, había
decidido alistarse de todos modos y
era veterano de la guerra de los
Bóers. Después de aquella contienda
se había dedicado a viajar sin rumbo
ni empleo fijo, aunque mucha gente
sospechaba que tenía contactos con
los servicios de inteligencia
británicos. Pasó algún tiempo en la
región fronteriza del norte de la India
y jugó un papel en la guerra fría entre
Inglaterra y Rusia, que se disputaban
los favores de los guerreros nativos
del Himalaya y procuraban dominar
esa puerta de entrada a la India.
Meares también había ejercido de
comerciante de pieles, recorriendo
las regiones de Okotz y Kamchatka,
al este de Siberia, en trineos tirados
por perros. Había combatido en la
guerra entre Rusia y Japón y
dominaba el ruso, el chino y el hindi.
«Sólo es feliz en las zonas más
salvajes y recónditas de la tierra»,
dijo Scott de Meares. A Scott debió
de parecerle un regalo caído del
cielo: alguien con años de
experiencia en Siberia con perros y
trineos, que conocía las zonas en las
que se conseguían los mejores perros
y ponis. Además, era capaz de
regatear en el idioma local y era
poco probable que le engatusaran y
le vendieran animales viejos o
magullados.
Meares revisó y adquirió treinta
y un perros y diecinueve ponis, que
llevó a Nueva Zelanda en el plazo
previsto. También contrató a dos
rusos, un conductor de perros
llamado Demetri Gerof y un mozo de
cuadra llamado Antón Omelchenko,
que ayudarían a cuidar a los animales
durante la expedición. Más adelante,
se uniría al equipo el experto en
caballos Oates, pero llegó
demasiado tarde para ayudar a
Meares con la selección de los ponis
en Manchuria, ya que no consiguió el
permiso de su regimiento de
caballería en la India hasta marzo de
1910. Llegó a Londres para unirse al
Terra Nova en mayo, tres semanas
antes de que zarpara la expedición.
Se ha comentado que Scott
ordenó a Meares que sólo comprara
ponis blancos, porque su aspecto en
un paisaje nevado era encantador. En
realidad, Scott había estudiado a
fondo la experiencia de Shackleton
con los ponis y había comprobado
que la mayoría de los cuatro que
murieron en aquella expedición eran
oscuros, a diferencia de los que
habían sobrevivido. Basándose en
aquella experiencia, Scott había
indicado su preferencia por los ponis
claros.
El capitán envió a su cuñado
Wilfred Bruce, un oficial naval de la
reserva que se había enrolado en la
tripulación del Terra Nova, a
Vladivostock. Su misión consistía en
ayudar a Meares con el transporte de
los animales hasta Nueva Zelanda,
pero no tardaron en surgir tensiones
entre ambos. Bruce era un tipo
corpulento y afable, pero Meares,
que era proclive a criticar, le
consideraba un holgazán. «Nos
hartamos el uno del otro —dijo
Bruce en una carta escrita a su
hermana—. No era en absoluto un
tipo de mi agrado.»
Mientras Teddy Evans y Scott
se dedicaban a reducir la lista de
8.000 voluntarios hasta una cantidad
razonable, Wilson se dispuso a
seleccionar a los científicos, a fin de
cumplir el deseo de Scott de llevar el
equipo de especialistas más
completo, más profesional y mejor
equipado a la Antártida. A Wilson, al
igual que a Scott, le había dolido el
informe inexacto realizado por la
oficina meteorológica sobre el
trabajo de los meteorólogos del
Discovery. Ahora estaba decidido a
evitar que se repitiera una
difamación como aquélla y había
emprendido una búsqueda para
encontrar a los mejores especialistas
de toda la Commonwealth.
En 1901, Scott había rechazado
a un físico de la oficina
meteorológica de la India llamado
George Simpson, que no había
superado la inspección médica.
«Lamento mucho tener que rechazarle
—escribió entonces Scott—, ya que
me parece un tipo muy simpático...
Habría sido ideal para la misión.»
En esta ocasión decidieron olvidar
los problemas médicos de Simpson y
le recibieron con los brazos abiertos.
El físico contribuía a la expedición
con su extraordinaria experiencia y
una gran colección de instrumental
científico. Los resultados obtenidos
por Simpson en la segunda
expedición de Scott le convertirían
en el padre de la meteorología
antártica y con los años, en el
director de la Oficina Meteorológica
británica. «Simpson es nuestro único
socialista —escribió Wilson—, está
en contra de todo y es lector
empedernido del Manchester
Guardian.»
El asistente de Simpson era
Charles Wright, un físico canadiense
de veintitrés años de edad,
procedente de la Universidad de
Cambridge. Los resultados obtenidos
por ambos durante su estancia en la
Antártida fueron impresionantes y el
taciturno Simpson, a quien los demás
expedicionarios bautizaron con el
apodo irónico de «Jim el risueño»,
ensalzó a Scott y le describió como
un gran director científico. «Algo que
no deja de asombrarme —escribió
Simpson en las primeras semanas de
la expedición—, es la versatilidad
del capitán Scott. No hay un solo
científico entre nosotros que no
disfrute al comentar con él los
vericuetos de sus trabajos. Él no deja
de repetir que es profano en la
materia, pero demuestra una mayor
capacidad que nadie de captar la
esencia de cualquier problema.»
Scott había tratado de reclutar a
Douglas Mawson, famoso geólogo
australiano que había alcanzado el
polo Sur magnético en la expedición
del Nimrod. Mawson llegó a
enemistarse con muchos de sus
antiguos compañeros y cuando
acudió a una entrevista en Londres
para la expedición del Terra Nova,
anotó en su diario que no le había
caído bien Wilson, aunque es posible
que su expresión de desagrado sea
más comprensible a la luz de otra
anotación en su diario: «Sólo estaba
dispuesto a unirme a la expedición
como jefe del equipo de científicos,
pero habían nombrado ya jefe a
Wilson y por consiguiente, no quise
enrolarme».
Wilson siguió impertérrito con
su misión y localizó a tres geólogos
profesionales: los australianos Frank
Debenham y Griffith Taylor, y el
veterano del Nimrod Raymond
Priestley, que procedía de
Cambridge. También reclutó a dos
biólogos del laboratorio marino de
Plymouth: Dennos Lillie, oriundo de
Birmingham y de veintiséis años —
su aspecto enclenque no inspiró
mucha confianza a Scott—, y Edward
Nelson, que procedía de Cambridge
y tenía fama de calavera. «Cuando
está en tierra —escribió de Nelson la
esposa de Scott, Kathleen—, salta de
juerga en juerga y eso le da el
aspecto de estar constantemente
fatigado.»
En el Terra Nova, al igual que
en el Discovery, los científicos
tendrían el rango de oficiales, pero
hubo dos expedicionarios que sin ser
científicos, se enrolaron con esa
categoría. Uno era Bernard Day, el
mecánico de Arrol Johnston Motors
que había adaptado el automóvil de
Shackleton y el trineo motorizado de
Scott. En la expedición del Nimrod,
el automóvil sólo había servido para
recorrer superficies lisas de hielo
marino, pero el trineo de Scott
llevaba orugas en vez de ruedas y
Day era más optimista sobre sus
posibilidades (el primer defensor de
la idea del trineo motorizado, Barne,
se había retirado de los planes y de
la expedición al contraer
matrimonio). El otro miembro del
equipo que no era científico se
llamaba Apsley Cherry-Garrard y era
un amigo de Wilson de familia
acaudalada. Inicialmente, Cherry-
Garrard ofreció 1.000 libras (71.000
euros) si le permitían unirse a la
expedición pero le rechazaron y él le
pidió a Scott que se quedara con el
dinero de todos modos. Al capitán le
impresionó tanto su generosidad que
le entrevistó de nuevo y decidió
contratarle como ayudante de
zoólogo. La mayoría de los oficiales
que compartían aposentos con los
científicos procedían de la Armada
británica.
Dos individuos que llegaron a
bordo en los últimos meses de la
expedición en Londres, que estaban
destinados a afectar el curso dé los
acontecimientos y a compartir mucho
sufrimiento con Scott, eran Henry
Bowers y Lawrence Oates. Desde
niño, Henry Bowers había soñado
con seguir los pasos de su padre y
echarse a la mar. Sin embargo,
cuando cumplió catorce años su
familia no pudo pagarle la academia
de oficiales de Dartmouth y se enroló
en el HMS Worcester, un buque
escuela de la marina mercante,
basado en Greenhithe. Tras un
período de ocho años en la marina
mercante solicitó el traspaso al
Royal Indian Marine Service, en el
que el alférez de navio Bowers
recorrió las complicadas y
turbulentas aguas del Irrawaddy en
una lancha patrullera. Aprendió a
hablar hindi, pero le enviaron a
patrullar el golfo Pérsico en busca de
piratas. Con una sed constante de
aventuras, leyó el libro de Scott
sobre el Discovery y el de
Shackleton sobre el Nimrod. «Si se
olvidan del polo Sur durante algún
tiempo —escribió en una carta a su
familia—, quizá tendré alguna
oportunidad de alcanzarlo. ¡En
serio!» Clements Markham había
conocido a Bowers años antes,
cuando aún era un cadete, y le había
impresionado tanto que le defendió
ante Scott como candidato, con tanta
convicción que el capitán lo aceptó
sin haberle visto nunca.
Quizá fue mejor así, ya que la
primera vez que Scott conoció a
Bowers, la sorpresa fue
considerable. «Era un hombre bajito
y rechoncho —escribió Frank
Debenham—, con una nariz enorme y
una mata de pelo rojo, además de un
ánimo irreductible y una energía que
parecía inagotable.» Los bromistas
del Terra Nova no tardaron en
ponerle el apodo de Birdie
(pajarito).Tenía veintisiete años
cuando se enroló en la expedición y
llegó seis semanas antes de la fecha
de salida. Su ritmo de trabajo era tan
impresionante como su fuerza física,
aunque su aspecto recordaba un poco
al jorobado de Notre Dame. Teddy
Evans mostró su desaprobación
cuando oyó que días después de su
llegada, Bowers se había precipitado
por la escotilla principal y había
caído desde una altura de casi seis
metros, sobre un montón de lingotes
de hierro. «¡Qué zopenco!», exclamó
Evans. Sin embargo, el oficial Víctor
Campbell le contó con asombro que
Bowers había salido ileso de la
caída. «¡Qué tipo tan increíble!»,
respondió Evans. Había nacido la
leyenda de Bowers el indestructible.
Lawrence Oates, vástago de una
familia aristocrática de Essex, tenía
tres años más que Bowers y era muy
diferente a él en todos los aspectos.
La imagen que proyectaba Lawrence,
cuyo apodo era Titus, por un notorio
conspirador del siglo XVII, era la de
un lánguido hacendado rural que
rezumaba confianza e incluso
arrogancia. Sin embargo, Oates
también era disléxico y sus palabras
seguían el mismo ritmo parsimonioso
que sus ideas. Era todo un
especialista en suspender exámenes
para luego echar la culpa a sus
superiores. Me veo completamente
reflejado en él y comprendo muchas
de sus reacciones ante la vida.
Ambos perdimos a nuestros padres a
temprana edad y tuvimos la suerte de
contar con una madre bondadosa.
Ambos procedemos de familias
fuertemente arraigadas en Inglaterra y
sin preocupaciones financieras.
Ambos fuimos incapaces de aprobar
los exámenes y de entender las
matemáticas. Ambos fuimos al
colegio en Eton y ninguno de
nosotros llegó a la universidad.
Ambos ansiábamos seguir los pasos
de nuestros padres, en el mismo
regimiento de caballería: los Royal
Scots Greys. Ambos combatimos
contra los enemigos de nuestro país
en tierras lejanas, pero ninguno llegó
a pasar de capitán del ejército y
acabamos en las inmensidades de las
regiones polares. Al igual que Oates,
siempre quise ser el jefe de mi
propio feudo y he tendido a criticar a
mis superiores cuando se han opuesto
a lo que yo veía como la mejor
opción.
Oates hacía precisamente eso en
las frecuentes cartas que enviaba a su
madre. Aunque se trataba de una
familia acomodada, la madre de
Oates controlaba su asignación, para
obligarle a mantenerse en contacto
con ella y para enseñarle a no
derrochar el dinero. Dada mi empatia
con las razones de fondo de las
cartas de Oates y la enorme
admiración que siento por Scott, me
entristece sobremanera comprobar
que las quejas viscerales de Oates
sobre el capitán, quien para él no era
más que otro jefe al que criticar,
contribuyeron tanto al desprestigio
que sufrió Scott a partir de 1979.
Cuando Oates oyó hablar por
primera vez de la expedición del
Terra Nova, en 1909, estaba punto de
cumplir treinta años y ardía en
deseos de salir del ejército. Se había
desplazado junto a su regimiento a la
India, donde sus frustraciones y
quejas contra la vida en general (y
contra sus superiores en particular)
protagonizaban las muchas cartas que
escribía a su madre. Uno de sus
reproches se centraba en una
campaña del Ministerio de Guerra,
que trataba de reclutar oficiales
inteligentes entre la clase
trabajadora. «Los hombres
inteligentes —refunfuñó Oates— son
demasiado listos para meterse en las
fuerzas armadas.»
Oates no quería unirse a ninguna
expedición para desempeñar un
papel secundario. «Le dije a Scott
que no tenía intención de permanecer
en la base —escribió en una carta a
un amigo, tras su entrevista inicial—,
y que quería formar parte del equipo
que tratara de alcanzar el polo.» Tras
la entrevista, también informó a su
madre de sus impresiones: «El
trabajo se ajusta a la perfección a
mis preferencias. Es prácticamente
seguro que Scott alcanzará el polo y
no estaría mal poder decir que fui
con el primer grupo».
No sabemos cómo reaccionó
Scott a las exigencias de Oates de no
permanecer en la base. Oates era uno
de los 8.000 voluntarios y no estaba
en condiciones de exigir nada al
capitán, pero ofreció una
contribución de 1.000 libras (71.000
euros) a los fondos de la expedición
que Scott no podía rechazar y,
además, era experto en el manejo de
los caballos y esa cualidad le
convertía en una baza valiosísima.
Oates fue el primer militar del
ejército que participaba en una
expedición polar británica. Se
disponía a entrar en un mundo de
disciplina y tradiciones navales;
cuando ascendió por la pasarela del
Terra Nova en Londres, los
tripulantes de la expedición
esperaban ver a un bigotudo y
estereotípico soldado reaccionario.
Sin embargo, es posible que Oates
fuera lo bastante perspicaz como
para entender que sus antecedentes
podían convertirse en una desventaja,
porque llegó con un atuendo raído y
un sombrero estropeado. Al parecer
la táctica dio resultado ya que Tom
Crean, que había vuelto para trabajar
con Scott y fue uno de los primeros
en conocer a Oates, comentó que se
había presentado a los marineros con
sencillez. «Jamás imaginamos que
pudiera ser oficial —comentó Crean
—. Decidimos que debía ser
granjero; siempre fue muy simpático
con nosotros, se portó como uno más
y siempre fue muy educado.»
Oates se adaptó sin problemas a
las labores de la marinería. Era
aficionado a la navegación a vela y
al subirse a la jarcia, se sentía como
en casa. Teddy Evans y el oficial de
cubierta Victor Campbell, que
también había estudiado en Eton,
opinaron que Oates era un buen
elemento y propusieron a Scott que le
contratara para los preparativos
vitales del último mes antes de
zarpar. Scott accedió y le contrató
como guardiamarina por un pequeño
sueldo semanal. Oates era demasiado
modesto para sacar a relucir sus
habilidades ecuestres y de todos
modos, era demasiado tarde para
viajar a Manchuria, ya que Meares
había comprado los ponis algún
tiempo antes.
En marzo de 1910, mientras el
equipo iba tomando forma, Scott
viajó con Kathleen a Fefor, en
Noruega, para realizar las últimas
pruebas de su trineo motorizado.
Estaba pendiente de cualquier
invento que pudiera mejorar sus
probabilidades de éxito, y en 1910
no faltaban artilugios nuevos e
innovadores. La propulsión eléctrica
había empezado a superar en
importancia al viejo sistema de
vapor, mientras que los aviones y
submarinos eran cada vez más
sofisticados, aunque no estaban aún
lo bastante perfeccionados para
servirle a la expedición de Scott. El
telégrafo requería demasiados
aparatos voluminosos, pero la
compañía antecesora de la British
Telecom proporcionó a Scott una
línea de telefonía terrestre que fue
muy útil durante los preparativos en
Londres.
El último trineo motorizado de
Scott procedía de la empresa
Wolseley Motors de Birmingham,
llevaba un motor de gasolina y
orugas articuladas; era un precursor
de los vehículos que utilizarían
Vivían Fuchs y Edmund Hillary
cuarenta años más tarde, para
completar la primera travesía de la
Antártida. Las pruebas de Scott en
Fefor progresaban bien, bajo la
atenta mirada de Fridtjof Nansen, de
Bernard Day (que viajaría a la
Antártida con la expedición) y de
Skelton, que no les acompañaría. En
una superficie de nieve dura, el
trineo logró arrastrar un remolque
lleno de voluntarios noruegos, que
pesaba unos 1.350 kilos, por una
empinada cuesta.
Scott y Kathleen estaban
encantados, Day se mostraba
optimista, pero a Skelton le
preocupaba que las pruebas en nieve
polvo dejaran en evidencia al trineo.
Si Nansen quedó impresionado por
la prueba, no lo demostró. Se limitó
a felicitar a Scott por los cincuenta
pares de esquís noruegos que
acababa de comprar y le señaló que
ahora necesitaría un instructor de
primera línea, para dar clases a sus
cincuenta esquiadores. Le presentó y
le recomendó a un campeón noruego
de esquí de veintiún años de edad,
llamado Tryggve Gran.
A la mitad de las pruebas
realizadas en Fefor, se rompió un eje
del trineo motorizado. Gran bajó
esquiando los dieciséis kilómetros
que les separaban del pueblo,
recogió un eje de recambio que
pesaba 11,5 kilos en el taller de
Bernard Day y lo llevó de regreso al
trineo. Completó el viaje de ida y
vuelta en cinco horas y Scott quedó
muy impresionado, no sólo con la
habilidad demostrada por Gran, sino
también por las modificaciones que
había realizado en su equipo:
utilizaba dos bastones, mejores botas
y unas fijaciones muy ingeniosas, que
representaban una importante mejora
sobre el material utilizado en el
Discovery. Scott no dudó en reclutar
a Gran para la expedición, como
asesor en materia de esquís.
Antes del fin del viaje de Scott
a Noruega, Gran se ofreció a
presentarle a Amundsen, ya que el
capitán seguía tratando de localizarle
para proponer un programa científico
coordinado, entre el Ártico y la
Antártida. Gran y Scott se
desplazaron hasta el hogar de
Amundsen en Bundefjord y se
encontraron con un hermano de
Amundsen, Gustav. Al parecer,
Gustav había informado a su hermano
de la visita de Scott y se mostró
extrañado de que no se encontrara en
casa. «Esperamos durante más de una
hora —escribió Gran—, pero el gran
explorador de la ruta del noroeste no
dio señales de vida.»
Se retiraron, Gran con
sensación de bochorno y Scott con
decepción, Amundsen se había
escondido de sus visitantes, a los que
no deseaba ver y no contestaba el
teléfono, ya que debía impedir que el
gobierno noruego, sus
patrocinadores, los miembros de su
propio equipo y especialmente, el
gran Nansen descubrieran sus planes.
Nansen era un hombre honorable que
se habría opuesto de forma
inequívoca a un cambio subrepticio
de destino, de la anunciada ruta al
Ártico a una carrera desesperada
para llegar al polo Sur antes que
Scott.
«¿Podría Scott haber derrotado
a Amundsen? —se preguntó más
adelante Gran—. Debo responder sin
duda alguna que para competir en
igualdad de condiciones, tendría que
haber conocido los planes de
Amundsen de dirigirse al polo Sur
antes del invierno de 1910; estas
batallas se ganan o se pierden
durante los preparativos.»
A mediados de mayo, Gran
llegó a bordo del Terra Nova en los
muelles londinenses West India. «Me
encontré con un hervidero de
actividad —escribió—, que me
impresionó casi tanto como el
tránsito en las calles de la
metrópolis. Los hombres trabajaban
como hormigas y había marineros
subidos en toda la jarcia.» Entre las
provisiones del barco había regalos
para mantener alta la moral de los
hombres, que incluían 35.000 puros,
media tonelada de tabaco, pastel de
navidad, un piano y un gramófono
HMV con una selección de discos.
Entre los expedicionarios había
algunos hombres de solvencia
contrastada, que habían navegado a
las órdenes de Scott con anterioridad
y deseaban viajar de nuevo con él.
Además de Edward Lashly, Taff
Evans y Tom Crean, el suboficial
Thomas Williamson también había
solicitado plaza en la expedición.
«Estimado señor, tengo entendido
que piensa realizar otra expedición
al sur —escribió Williamson—.
Espero que cuando llegue el
momento de seleccionar a los
expedicionarios, no se olvide de mí.
Estoy convencido de poder servirle
mucho mejor que en la primera
ocasión, por el sencillo motivo de
que ahora tengo mayor edad y
experiencia. Confío en que me
informará si hay alguna posibilidad
de que me acepte para acompañarle
de nuevo.»
Kathleen mostraba un creciente
interés en la expedición de Scott y
empezaron a circular comentarios
malintencionados sobre quién
llevaba los pantalones. Ella se
encargaba de alentar las ambiciones
de Scott y de levantarle los ánimos
cuando caía víctima de sus períodos
depresivos. «Irás al polo —escribió
ella en una ocasión—. Vaya por
Dios, ¿de qué serviría tener energía y
espíritu emprendedor si no pudieras
realizar una pequeña misión como
ésa? Hay que hacerlo, así que date
prisa y no dejes ningún detalle sin
resolver.» «Kathleen es una mujer
muy, muy inteligente —escribió el
noruego Gran—, con mucha
ambición y arrojo... No creo que
Scott hubiera ido a la Antártida de no
haber sido por ella.»
Si Scott no se hubiera dirigido
al sur, es probable que su pericia en
el campo de los torpedos y su
experiencia de mando le habrían
permitido ascender rápidamente en la
Armada, durante la gran guerra que
se avecinaba mientras ponían a punto
al Terra Nova. El día antes de
zarpar, el director del periódico
londinense The Daily Mail informó a
Scott de la impresión generalizada de
que los alemanes estarían «a punto
para lanzar un ataque en el verano de
1914». «Entonces —respondió Scott,
tras una breve pausa—, ya podré
ponerme al mando de un crucero de
la clase Invencible. El verano de
1914 me parece un buen momento.»
Otro periódico publicó una entrevista
con Scott, en la que mencionaba el
conflicto inminente: «Dijo que no era
alarmista, pero nos contó que había
estado en el Ministerio de Marina y
que, en su opinión, se acercaba el día
en que harían falta jóvenes
dispuestos a luchar. Temía que la
amenaza que empezaba a aparecer en
el exterior fuera muy grave y estaba
convencido de que no debíamos
tomarla a la ligera. Scott creía que en
los días que se avecinaban,
desearíamos tener la armada más
fuerte de nuestra historia».
El rey Eduardo VII, en cuyo
honor había bautizado Scott una
península enorme en la Antártida,
falleció tres semanas antes de que
zarpara el Terra Nova. Scott recordó
que la salida del Discovery, nueve
años antes, también se había visto
empañada por la muerte de la reina
Victoria. Mientras se alejaron del
muelle, Scott se despidió de los
amigos, muchos de los cuales
llevaban meses dedicando su tiempo
y sus esfuerzos a la expedición, sin
cobrar. Entonces alcanzó a ver el
conocido perfil del Discovery, que
estaba amarrado del otro lado del
muelle para cargar provisiones de la
Hudson's Bay Company, antes de
zarpar rumbo a Norteamérica.
En junio de 1910 se dirigieron a
Cardiff, donde cargarían carbón para
el viaje. Scott llamó a todos a
cubierta y les instó a que escribieran
sus testamentos. «Si no saben nada
del barco a mediados de enero de
1912 —escribió Scott en una carta al
Almirantazgo—, quizá puedan
organizar una expedición de apoyo.
Pero les ruego que no tomen ninguna
medida hasta el final de la temporada
1911-1912.»
En Cardiff, llenaron las bodegas
con el carbón que les regalaron en
las minas galesas, el alcalde de la
ciudad prometió donar 1.000 libras
(71.000 euros) a la expedición y se
celebró un banquete en honor de los
expedicionarios. Taff Evans era muy
conocido en su País de Gales natal
desde la época del Discovery y se
sentó entre Scott y el alcalde.
«Ninguna otra persona —reveló
Evans en un discurso improvisado—,
me habría convencido para bajar de
nuevo, pero si hay un hombre en el
mundo capaz de llevar a buen
término esta empresa, ése es el
capitán Scott.» Durante la cena,
Evans se excedió con la bebida e
hicieron falta seis hombres forzudos
para llevarle de regreso al Terra
Nova. Durante estos días, el también
gales Teddy Evans empezó a
enemistarse con su tocayo de la
marinería. Al parecer, el conflicto
surgió cuando Taff notó un error
cometido por Teddy al encargar unas
fijaciones de esquí y fue a contárselo
a Scott. Encargaron nuevas fijaciones
y el primer oficial Evans fue
relevado como encargado del
material de esquí por el suboficial
Evans. Teddy no era muy alto, pero
su orgullo tenía unas dimensiones
considerables; el oficial jamás dejó
de guardar rencor por el incidente.
Scott no partió con el barco
cuando éste se alejó por fin de las
islas Británicas, ya que aún faltaban
8.000 libras (569.000 euros) para
cubrir los gastos de la expedición. Si
tomaba un vapor rápido a Ciudad del
Cabo, Scott aún tendría tiempo para
recaudar fondos en Inglaterra, para
firmar contratos y para vender los
derechos de su historia a revistas,
periódicos y empresas
cinematográficas, con el fin de pagar
las facturas pendientes. A pesar de
todos sus compromisos, logró
encontrar un momento para visitar el
hogar de su niñez, Outlands. Ahí se
despidió de sus recuerdos y grabó su
nombre en un árbol que había
plantado años antes. Decidió
postergar la despedida de Kathleen y
le pidió que le acompañara en el
vapor a Ciudad del Cabo. La esposa
de Wilson, Oriana, y la de Teddy
Evans, Hilda, viajarían con ellos en
el mismo vapor. Se reunieron todos
en la estación de Waterloo para una
pequeña ceremonia de despedida con
algunos amigos. Entre ellos se
encontraba Ernest Shackleton, que
lanzó vítores para el capitán y la
señora Scott, mientras el tren se
alejaba de la estación.
Entretanto, en el Terra Nova los
hombres empezaban a conocerse más
a fondo, en sus condiciones de mareo
y hacinamiento. Los turnos
compartidos en las bombas de
sentina y echando carbón en las
calderas les ayudaron a romper el
hielo. «Las carboneras contienen
unas cincuenta toneladas cada una —
comentó Wilson—. Hacemos turnos
de unas tres horas... Es un trabajo
abrasador y al cabo de diez minutos
sudamos a chorro y estamos negros
por el hollín.» En uno de sus turnos,
Wilson y Bowers lograron palear
siete toneladas, a pesar de que el
balanceo de las olas era tan violento
que les costaba esquivar los pedazos
de carbón que volaban en la
oscuridad. «El carbón es un
combustible con un efecto
terriblemente irritante en los ojos y
la piel —escribiría más adelante
Wilson—, ya que contiene brea y
resina. La irritación puede durar
muchas horas, incluso después de
lavarse a fondo.»
«Gracias a este esfuerzo —
observó Teddy Evans—, los
oficiales, los marineros y los
científicos han podido forjar buenas
amistades y desarrollar un gran
respeto mutuo.» Los científicos
aprendieron varias habilidades
novedosas para ellos; según el
canadiense Charles Wright,
aprendieron a ajustar cabos, a
manipular el carbón, a pintar y quizá
la más inquietante, a amarrar velas
desde lo alto de la jarcia.
Uno de los trucos favoritos de
Teddy Evans consistía en levantar a
un hombre del suelo con la boca,
agarrándole por el cinturón con los
dientes. Bajo su liderazgo, las
bromas algo rudas se convirtieron en
práctica habitual. Oates debía
sentirse como en casa, tras haber
visto ambientes muy parecidos en las
salas de oficiales del ejército, pero
es probable que los científicos y la
marinería albergaran dudas sobre esa
clase de comportamiento.
Se retrasaron un poco en las
calmas ecuatoriales, pero en el
último tramo que les llevaría hasta la
base naval de Simonstown, al sur de
Ciudad del Cabo, la fuerte brisa de
poniente les permitió avanzar a toda
vela y a buen ritmo. Llegaron el 15
de agosto para alivio de Scott, que
llevaba algún tiempo esperándoles.
Había que ponerse manos a la obra
en el puerto para realizar los últimos
preparativos, aunque todos
aprovecharon para tomarse un
pequeño respiro y la Ciudad del
Cabo les trató con la hospitalidad
que la caracteriza.
Oates describió el Terra Nova
como un barco terriblemente sucio y
se mostró poco impresionado por su
velocidad. «El patrón ha decidido
embarcarse con nosotros hasta
Melbourne —escribió Oates en una
carta a su madre—. Su decisión no
ha sido muy popular, pero creo que
es una buena idea, ya que le
permitirá conocer más a fondo a los
expedicionarios y a nosotros nos
permitirá conocerle a él.» La
decisión de Scott de embarcarse en
el Terra Nova, en vez de seguir con
Kathleen en el vapor, fue abrupta e
inesperada. Decidió que Wilson
ocupara su plaza en el vapor y eso
permitió al científico pasar más
tiempo con su esposa Oriana. Es
posible que hayan circulado rumores
sobre el deseo de Scott de escaparse
de Kathleen, o sobre sus celos por la
buena relación de Teddy Evans con
los expedicionarios, pero no hay
pruebas de lo uno ni de lo otro. En
cualquier caso, si Evans se resintió
de perder su posición privilegiada
antes de tiempo jamás lo confesó por
escrito, ni siquiera en sus diarios
personales. Por otra parte, Bowers,
cuyos primeros diarios en la India
fueron muy críticos con sus
comandantes, sólo tuvo palabras de
elogio para Scott en Ciudad del
Cabo: «Scott se lleva bien con todo
el mundo y es un líder de primer
orden. Se ha interesado en persona
por cada uno de nosotros... Sólo
acepta respuestas claras a sus
preguntas... Se mantiene firme en sus
convicciones, sabe lo que quiere y no
vacila en sus decisiones».
El Terra Nova zarpó de Ciudad
del Cabo rumbo a Australia el 3 de
septiembre, con Scott al mando.
Siguió el ambiente bromista, aunque
se moderó un poco ante la presencia
del jefe. El físico canadiense Charles
Wright, que admiraba a Scott por su
interés en los temas científicos,
comentó que si bien el capitán se
mantenía al margen de las bromas, no
parecía estar en contra de ellas. «Si
en el viaje de Cardiff a Simonstown
disfrutamos de un espléndido
ambiente de compañerismo —
escribió más adelante el noruego
Gran—, la travesía de Sudáfrica a
Australia demostró sin duda alguna
el buen ojo que tuvo Scott al elegir a
sus expedicionarios. En Noruega
presencié una faceta jovial de Scott y
esa primera impresión se reforzó a
través de la convivencia con él.
Quizá tenía mal genio a veces y era
aconsejable apartarse de su camino
cuando estaba de mal humor, pero si
trataba a alguien con injusticia no
dudaba en rectificar de inmediato.»
Cuatro días después de zarpar
de Ciudad del Cabo, el compatriota
de Gran, Roald Amundsen, empezó a
seguir al Terra Nova en secreto, a
bordo del Fram. El 6 de septiembre,
los noruegos zarparon de Madeira
con la intención de llegar a la Gran
Barrera helada sin realizar más
escalas. Amundsen debía sospechar
que el público reaccionaría con
hostilidad a su engaño y decidió dar
un mínimo aviso de sus intenciones,
para el mundo en general y los
ingleses en particular. Envió un
telegrama críptico que Scott recibiría
a su llegada en Melbourne, cuando ya
no podría cambiar sus planes ni
comprar más perros. «Me permito
informarte —decía el mensaje—, que
el Fram se dirige a la Antártida.
Amundsen.»
También escribió una carta
confidencial a un amigo suyo
noruego: «El Fram se dirige al sur
desde Madeira hacia las regiones
polares, para competir con el inglés
en la carrera hacia el polo Sur».
Scott seguía navegando hacia
Australia, sin el menor indicio de
que estuviera embarcado en una
carrera y mucho menos que se
enfrentara a un gran profesional de
los desplazamientos en hielo como
Roald Amundsen. Siguió
desarrollando los procedimientos a
seguir con los científicos y
perfeccionando sus propios planes
para alcanzar el polo en una travesía
lenta, pero segura. Scott, cuyo
proyecto se basaba en las
experiencias del Discovery y el
Nimrod, no tenía intención de
alcanzar el polo con el uso exclusivo
de la tracción humana. Quería utilizar
todos los medios a su alcance,
recurriendo sobre la marcha a los
que demostraran ser más útiles. En
cualquier caso, su elección final de
medios de transporte no dependería
de la velocidad, sino de la
posibilidad de llegar al polo con
seguridad y en un tiempo razonable.
Poco después de que el Terra
Nova zarpara de Ciudad del Cabo, el
periódico sudafricano Cape Times
publicó la siguiente nota: «Mientras
el capitán Scott y sus compañeros se
dirigen al sur, hacia un polo que el
hombre aún no ha conquistado, el
capitán noruego Roald Amundsen se
ha dirigido al norte, para resolver
algunos de los misterios de la región
polar ártica».
Amundsen había logrado
engañar por completo a la prensa
mundial. El noruego no mostraba el
más mínimo escrúpulo por el hecho
de invadir territorio ajeno. «No soy
de aquellos exploradores que opinen
que el océano polar es mi dominio
exclusivo... El primero en llegar será
el primero en servirse.» Con este
planteamiento, Amundsen se dedicó a
leer todo lo que se había escrito
sobre expediciones anteriores a la
Antártida y tras consultar las obras
de Ross, Borchgrevink, Scott y
Shackleton, decidió que el mejor
punto de partida para su conquista
del polo era la Gran Barrera helada,
en la zona de la bahía de las
Ballenas. El principal factor en
contra de este plan era que si
construía un refugio en la orilla de la
Barrera, se podía desprender un
témpano e irse a la deriva el
campamento. Sin embargo, a
diferencia de Scott y Shackleton,
Amundsen consideraba que merecía
la pena correr con ese riego. Supuso
que si existía algún peligro, no debía
ser muy importante ya que Ross y
Shackleton habían avistado el mismo
tramo de la barrera con setenta años
de diferencia. Tal como revela la
fotografía por satélite de la primera
sección de imágenes, Amundsen se
estaba arriesgando mucho, pero la
apuesta salió bien. También confiaba
en encontrar un glaciar que le
permitiera ascender hasta la meseta.
A diferencia de los planes de Scott,
los de Amundsen dependían en gran
medida de la suerte con la geografía.
Amundsen sabía que Scott
pensaba llevar a cabo un gran
programa científico con muchos
especialistas y gran cantidad de
equipo y aparatos. Scott estaría
acompañado por sesenta y cinco
hombres, mientras que Amundsen no
había llevado científicos, sino un
reducido equipo de especialistas en
desplazamientos, que incluía a los
mejores conductores de trineo y
esquiadores del mundo. En total, su
expedición contaba con diecinueve
hombres, entre especialistas polares
y tripulantes del barco.
Cuando el Fram salió del puerto
de Funchal el 6 de septiembre de
1910, Amundsen llamó a sus
hombres a cubierta para darles la
gran noticia del cambio de destino.
Les contó que ya no serían unos
segundones en la llegada al polo
Norte, sino que serían los primeros
en alcanzar el polo Sur. Amundsen
añadió que sólo faltaba derrotar al
inglés en la carrera. El campeón de
esquí Bjaaland respondió con una
sonora aclamación. «Eso significa
que llegaremos nosotros primero»,
exclamó Bjaaland. Tres semanas
después de la salida del Fram de
Madeira, cuando Scott ya no estaba a
tiempo de cambiar sus planes, León
anunció a la prensa mundial los
nuevos planes de su hermano Roald.
Eligió sus palabras con cuidado para
evitar las acusaciones de duplicidad:
«A primera vista, esto puede parecer
un cambio de planes. Sin embargo,
no es así. Se trata sólo de una
ampliación de los planes de la
expedición, no de un cambio». Scott
recibió el escueto telegrama de
Amundsen a su llegada a Melbourne
el 12 de octubre. Se lo mostró a
Gran, quien comentó enseguida que
la fecha de envío desde Oslo era del
3 de octubre, aunque el Fram había
zarpado de Madeira tres semanas
antes. Siguiendo el consejo de Gran,
Scott envió un telegrama a Nansen
para pedirle su opinión sobre el
mensaje de Amundsen. No sabemos
si para entonces, Nansen conocía ya
los entresijos del engaño de
Amundsen, pero su respuesta a Scott
fue escueta y enigmática: «Lo
ignoro», escribió.
Para añadir más confusión al
asunto, Scott recibió un mensaje de
Markham en el que mencionaba una
declaración del Fram a la prensa,
explicando que pensaban realizar
investigaciones oceanógraficas en la
región de Punta Arenas. Esto daba a
entender que Amundsen pensaba
dirigirse a la Antártida, pero al mar
de Weddell y no a la Gran Barrera
helada. Por otra parte, Markham
también se había enterado que
Amundsen había comprado al
Ministerio de Marina cartas náuticas
del estrecho de McMurdo y del mar
de Ross. «Amundsen se dirige al
estrecho de McMurdo para robarle el
polo a Scott —dedujo Markham—.
Si yo fuera Scott le prohibiría el
desembarque en mi tierra, pero él
siempre ha sido demasiado buena
persona.»
Justo cuando entregaron a Scott
el primer telegrama del noruego, en
Melbourne, le estaban presentando al
nuevo geólogo de la expedición, el
australiano Frank Debenham, que
más adelante fundaría el Instituto
Scott de Investigaciones Polares en
la Universidad de Cambridge.
Debenham comentó que la noticia de
Amundsen no pareció afectar
demasiado a Scott. La mayoría de los
demás expedicionarios tuvieron otra
reacción ante la noticia de los
noruegos. Raymond Priestley
resumió el sentir general: «Fue la
peor impertinencia geográfica
cometida jamás». El canadiense
CharlesWright comentó que ajuicio
suyo y al de sus compañeros, el
comportamiento del explorador
noruego no había sido muy correcto.
En Londres, Shackleton expresó su
sorpresa ante el «considerable
cambio de planes» de Amundsen, sin
siquiera haber ofrecido «una
explicación más completa».
El único expedicionario del
Terra Nova que no percibió nada
indecoroso en el comportamiento de
Amundsen fue Oates, a pesar de sus
tendencias xenófobas y sus recelos
hacia todo lo extranjero. Pero cuando
expresó una opinión sobre la noticia
de Amundsen, había vuelto a su viejo
vicio de criticar al jefe, en este caso
Scott y en menor medida, Evans.
Nada de lo que hicieran ellos dos
podía ser bueno, así que la reacción
de Oates fue ambigua. «Malditos
noruegos —masculló—. Ha sido
todo un disgusto que decidieran venir
al sur. Sólo espero que no lleguen
antes que nosotros.» Sin embargo, la
antipatía que sentía por Scott no
tardó en imponerse a su xenofobia:
«En cualquier caso, nos dejaría en
ridículo después de tanta
palabrería... Acusan a Amundsen de
planificar su expedición de forma
solapada, pero yo no veo nada de
malo en guardar en secreto las
intenciones... Si Scott comete algún
error absurdo, como no dar suficiente
de comer a los ponis, perderá sin
duda alguna».
Cuando el Terra Nova zarpó de
Melbourne, Teddy Evans estaba de
nuevo al mando y Wilson había
regresado a bordo. Scott se había
visto obligado a emprender de nuevo
la recaudación de fondos, buscando
apoyo en Australia para hacer frente
a las deudas pendientes. El alcalde
de Sydney realizó un llamamiento en
su nombre y el gobierno local de
Nueva Gales del Sur donó 2.500
libras (177.500 euros), la mitad de lo
que necesitaba. Scott debía saber que
si mencionaba el engaño de
Amundsen, sería más fácil que los
australianos aflojaran sus carteras y
sus bolsillos. Sin embargo, decidió
no recurrir a ese argumento. «Las
acciones de Amundsen han sido
completamente reflexivas y sólo las
podrá justificar el éxito. El hecho de
que sus acciones queden al margen
de mi propio código de conducta no
me lleva necesariamente a
condenarlas y bajo ninguna
circunstancia me permitiré
pronunciar en público una opinión al
respecto.»
Scott tenía muchos problemas
más apremiantes que el de
Amundsen. La verdadera intención
de su trayecto a bordo del Terra
Nova, de Ciudad del Cabo a
Melbourne, había sido la de decidir
quiénes eran los candidatos idóneos
para quedarse con él en la Antártida.
Al recordar la eficiencia demostrada
por Ernest Shackleton en el
desembarco del Discovery, en Hut
Point, Scott había nombrado
provisionalmente al teniente de navio
Henry Rennick, como encargado de
las bodegas y las provisiones. Sin
embargo, durante el trayecto en el
Terra Nova Scott se había fijado en
las impresionantes dotes de
organización de Bowers, además de
su fuerza y su portentosa memoria.
Antes de dejar atrás la civilización,
tenía la obligación de informar a
Henry Rennick que había decidido
reemplazarle en el grupo del
desembarque y que su sustituto sería
el escocés Bowers. Rennick
permaneció a bordo del barco
durante el resto de la expedición,
pero no pareció ofenderse por la
decisión, ni expresó rencor alguno
contra Scott o Bowers. Al igual que
todos los líderes, Scott procuraba
promocionar a los individuos muy
buenos, por encima de los que eran
simplemente buenos, aunque no
disfrutaba al hacerlo. «Es un buen
tipo —escribió el capitán sobre
Rennick—, y me aflige ponerme en
su situación actual, imagino que debe
estarlo pasando muy mal.»
Sin embargo, la decisión fue del
todo acertada, ya que Bowers resultó
ser un intendente magnífico.
Scott y Kathleen tomaron un
vapor de pasajeros hasta Nueva
Zelanda, y a su llegada les esperaba
la noticia de que los esfuerzos de
recaudación realizados en Australia
habían rendido fruto. Un acaudalado
ciudadano de Sydney había igualado
las 2.500 libras donadas por su
gobierno y había cancelado así las
deudas de Scott. Un problema menos
del que preocuparse. Sin embargo,
los periodistas también les dieron la
bienvenida con ávidas preguntas
sobre la carrera que se había
desatado, sobre los noruegos y sobre
los planes de Scott a partir de ahora.
El capitán logró mantener la calma y
deseó suerte a Amundsen, mientras
aseguraba a los medios que sus
propios planes no cambiarían en
absoluto.
A su llegada al puerto de
Lyttelton el 29 de octubre de 1910,
Bowers supervisó la operación de
descarga del Terra Nova. A
continuación llevaron el barco al
dique seco para tapar las fugas de
agua, limpiar las bombas y apretar
todos los tornillos. De regreso al
puerto, comprobaron que el viejo
barco hacía mucha menos agua y
empezaron a estibar de nuevo la
carga. Bowers repitió el inventario
de la carga y cambió el embalaje de
una buena parte de las provisiones,
en cajas ligeras pero fuertes e
identificadas por un código de
colores. Scott pensaba dividir el
grupo de desembarque en dos
equipos, uno de los cuales pasaría el
invierno en los alrededores de Hut
Point y otro, dirigido por el oficial
Victor Campbell, que desembarcaría
en el extremo oriental de la Gran
Barrera helada, para explorar la
Tierra del rey Eduardo VII,
descubierta por Scott en 1901.
Llamaron a este grupo de seis
integrantes el equipo oriental y
pintaron de verde todas sus cajas.
Bowers trabajaba con sus
hombres de día y de noche, tratando
con educación de ignorar el torrente
de curiosos que se acercaba al barco.
Oates expresó su rabia ante la
costumbre de alguno de estos turistas
de grabar sus nombres en la pintura
del barco. A medida que llegaban
nuevas provisiones a la cubierta del
Terra Nova, la línea de carga del
buque se sumergía cada vez más.
Scott y los demás tripulantes de la
marina sabían que era peligroso,
pero no tenían otra alternativa. Todo
lo que llevaban resultaría
imprescindible en el sur. Entre los
artículos más pesados había unas dos
toneladas y media de bidones de
gasolina; cajas de instrumentos
científicos que además de abultar,
eran muy delicados; tres trineos
motorizados, con sus respectivas
piezas de recambio y las
herramientas de Bernard Day; 460
toneladas de carbón y cinco
toneladas de alimento para los
perros. «Meares se resiste a darles
de comer a los perros carne de foca
—comentó Scott—, pero creo que
será inevitable hacerlo durante el
invierno.»
Los diecinueve ponis estaban
instalados en unas cuadras diseñadas
por Oates, directamente encima de
los aposentos de la marinería y a los
hombres les caía un chorro
intermitente de orina de caballo.
Había treinta y tres perros de trineo,
que trataban de matarse entre ellos,
aullaban, ladraban y ensuciaban la
cubierta. Los había tenido que
encadenar con una distancia
prudencial entre uno y otro animal,
de modo que la cubierta entera
estaba llena de canes enfurecidos
atados a sacos, cajas y cornamusas.
También llevaban un gato negro de la
buena suerte llamado Nigger, un
gatito persa, tres conejos, una
paloma, unas ardillas y un conejillo
de Indias que vivía en una caja de
tabaco (que más adelante, alguien
echó por la borda por error). Cuando
terminaron de construir el
refrigerador de a bordo, guardaron
los restos de 162 ovejas. Amarraron
en la cubierta veinticuatro trineos,
seguidos de treinta y dos toneladas
de forraje para ponis, que había que
procurar mantener seco de algún
modo y que Oates no tardó en
aumentar hasta las cincuenta
toneladas. La cubierta era
completamente invisible bajo el
manto de provisiones.
Oates empezó a mostrar su
hostilidad hacia Scott en Nueva
Zelanda. En parte esto fue culpa del
capitán, que trataba de ocuparse de
un sinfín de detalles, pero a pesar de
que había encargado los asuntos
ecuestres a Oates, no estaba
dispuesto a ceder en todas sus
demandas. Oates era experto en
caballos y Scott no sabía nada del
tema, ni pretendía saberlo, pero los
planes para la expedición no siempre
le permitían seguir todos los
consejos de Oates, por buenos que
fueran. Asimismo, Oates sabía tan
poco como Scott sobre el
comportamiento y las habilidades de
los ponis de Manchuria en la nieve.
El capitán procuraba apreciar el
panorama global, mientras que Oates
se centraba exclusivamente y con
virulencia en su limitado campo.
Oates quería llevar cincuenta
toneladas de forraje en vez de treinta
y dos y si faltaba espacio, habría que
eliminar otra cosa. «Scott se ha
estado quejando de nuevo del forraje
—escribió Oates—, pero he logrado
pararle los pies y además, hemos
embarcado otras dos toneladas a
escondidas.» Más adelante, comentó
de nuevo sus intenciones de burlar
los planes del capitán: «Acabo de
encargar un poco más de forraje, que
trataré de estibar con discreción esta
tarde». Para aplacar a Oates, Scott
consintió en ordenar a Bowers que
desembarcara una cantidad de
carbón, para poder llevar el forraje
adicional. La reacción de Oates fue
triunfal: «Querida madre —escribió
—, me he enzarzado en una gran
disputa con Scott sobre el forraje de
los caballos. Me ha dicho que era un
condenado fastidio, pero al final ha
cedido, demostrando así que se
puede razonar con él». La confianza
inquebrantable que mostraba Oates
en su propio criterio y el lenguaje
combativo que utilizaba, con
palabras como «ceder» en vez de
«estar de acuerdo», me recuerda de
nuevo a mí mismo, cuando he tenido
que trabajar a las órdenes de otra
persona.
Bowers no dudó en convertirse
en cómplice de Oates: «Oates
insistía en la necesidad de conseguir
un alimento caro a base de linaza,
mientras que Scott prefería la
variedad más económica. Cuando me
preguntaron por mi opinión (aunque
no sabía nada del forraje para
caballos), Oates me guiñó el ojo y
respondí que nada se comparaba a la
calidad del alimento de linaza. Para
alegría de Oates, se decidió comprar
el alimento que él quería». Oates
también insistía en la pésima
condición de los ponis comprados
por Meares en Manchuria, en lo que
sospecho se trataba de una maniobra
interesada por su parte.
Siete semanas después de la
salida de Meares y Bruce de
Vladivostok, llegaron a Lyttelton con
todos los ponis vivos excepto uno, a
pesar de los cincuenta y dos días de
viaje sin descanso; durante el
trayecto, los ponis no se habían
podido echar ni una vez por falta de
espacio. Desembarcaron a los ponis
y los perros en la pequeña isla de
Quail, a cinco millas de Lyttelton,
donde pasaron por un proceso de
cuarentena y disfrutaron de un
merecido descanso antes de la
llegada del Terra Nova. Cuando
Scott y Oates acudieron al
campamento de Meares en la isla de
Quail, se encontraron con que Bruce
tenía dos ojos morados y la nariz
hinchada por culpa de un pony
peleón, pero aparte de eso todo
estaba bien. Scott felicitó
calurosamente a Meares por los
animales que había comprado.
«Querida madre —escribió a su vez
Oates—, los ponis son de primera,
pero mucho me temo que con todo
los que les he dado de comer se
pondrán juguetones y eso nos puede
generar problemas.»
Algunos marineros se acercaron
a la isla para ayudar a que los
animales se ejercitaran, mientras
Oates se instaló en el campamento de
Quail, donde trabó una amistad con
los rusos Gerof y Omelchenko.
También empezó a realizar pruebas
para enseñar a los ponis a tirar de
cargas. A pesar del juicio favorable
que había expresado en la carta a su
madre, Oates se encargó de entregar
a Scott un informe mucho más
adverso, cuyo resumen incluía las
siguientes apreciaciones:

Víctor... Estrecho de pecho,


patizambo... Problemas con los
ojos. Viejo y sin aliento.
Snippets... Se queda sin
aliento. Tendones traseros de patas
delanteras dudosos. Puntas de las
pezuñas hacia dentro. Viejo.
James Pigg... Restos de una
herida sobre las patas traseras.
Viejo.
Bones... Viejo.
Snatcher... Marcas oscuras
bajo un ojo. Viejo.

Fuera o no la intención de
Oates, el informe debía servir para
convencer a Scott y a los demás
miembros del equipo de que los
ponis eran una porquería. Así Oates
se protegería si a pesar de todos sus
esfuerzos, fallaban en la Antártida.
Sin embargo, comprobó para su
disgusto que Scott seguía expresando
una «gran satisfacción» respecto a
los ponis. Oates sentía que Scott
había desoído su opinión, aunque no
está muy claro exactamente qué
quería conseguir con sus consejos, ya
que a estas alturas no era posible
rechazar a los ponis y pedir otros. El
único otro punto en el que insistió
Oates fue el de mejorar la calidad y
la cantidad del forraje y es evidente
que en esa cuestión, Scott accedió a
sus deseos sin rechistar.
Cuando Scott logró aplacar a
Oates, por lo menos de momento,
empezaron a surgir problemas en otra
parte. Durante los ajetreados tres
últimos días antes de zarpar de
Lyttelton, el obispo de Christchurch
logró encontrar un hueco en la
cubierta para bendecir el barco. Los
hombres de la Armada se pusieron
sus mejores galas, que por lo general
tenían guardadas con naftalina. Todo
marchaba viento en popa hasta que
Taff Evans, que se había permitido
una última juerga en tierra, cayó a las
aguas del puerto, borracho. En otra
versión del incidente relatada por
Wilfred Bruce a Cherry-Garrard,
Taff Evans se acercaba al barco en
plena borrachera justo cuando
llegaba el obispo y el teniente de
navio Evans le echó al mar. Taff era
un veterano del primer viaje al sur de
Scott, además de ser uno de los
hombres con más experiencia de
todos los expedicionarios, así que el
hecho de haberse tomado unas copas
de más, en la última oportunidad de
la que dispondría durante al menos
dos años, no ameritaba el despido de
la expedición. Sin embargo, el
concepto de la disciplina naval era
uno de los pilares básicos de la
aventura y Scott debía dar la
impresión de castigar al imponente
suboficial gales. Le envió de regreso
a casa, después de reprenderle por
haber dejado en evidencia a toda la
expedición. Teddy Evans, a quien no
le caía bien su tocayo, expresó su
satisfacción. Cuando zarpó de
Lyttelton, el barco tuvo que recalar
en Port Chalmers para embarcar más
carbón y el gales se las ingenió para
permanecer a bordo durante ese
corto trayecto. Cuando llegaron, rogó
a Scott que recapacitara su decisión
de echarle. El capitán no era un
tirano y tendía a aplicar el sentido
común, más que un cumplimiento
estricto de todas las normas; accedió
a perdonar al arrepentido suboficial,
que además era el principal experto
en desplazamientos con trineo. Sin
embargo, el perdón concedido
provocó un conflicto con Teddy
Evans, que opinaba que la
reincorporación de su tocayo sería
pésima para la disciplina a bordo.
Teddy Evans confió a algunos
compañeros que pensaba presentar la
dimisión si no llegaba a un acuerdo
claro con Scott. Según Bowers, los
problemas empeoraron por culpa de
los celos y las envidias de las
esposas, que aguijoneaban a sus
maridos para que establecieran su
autoridad y superioridad. Bowers,
Oates y Atkinson decidieron que
ellos también renunciarían en
solidaridad si Teddy Evans
presentaba su dimisión y preguntaron
a Cherry-Garrard si estaba dispuesto
a unirse a ellos. El muchacho se
negó, con la opinión de que la
marcha de Teddy Evans no sería una
tragedia para la expedición. «Evans
siempre me ha caído mal —escribió
—, desde el primer instante.»
Cherry-Garrard opinaba que el
derroche de buen humor de Teddy
Evans ocultaba una personalidad
superficial, «que carece de la
complejidad de Scott y del altruismo
reflexivo de Wilson».
Los diarios de Scott no
mencionan un conato de motín ni una
amenaza de dimisión, aunque se
refieren a las «vagas y descabelladas
quejas» de Teddy Evans. Los diarios
de Evans no mencionan el incidente,
cuya existencia sólo conocemos por
las anotaciones realizadas por el
joven Cherry-Garrard, que también
contó que el caso se cerró cuando
Scott retó a Teddy Evans a que
actuara y «Evans cedió».
Hay varios diarios que hablan
de un ambiente tenso entre Hilda
Evans y Kathleen Scott, que según
Bowers se debía a los celos mutuos.
Bowers admiraba mucho la «belleza
desbocada» de Hilda Evans, en
cambio Kathleen le había pedido
cuentas sobre algún detalle de su
gestión de las provisiones. «No le
cae bien a nadie de la expedición —
escribió—, y el silencio incómodo
que reina cada vez que ella llega es
la única nota discordante de esta
aventura. Es un secreto a voces que
la que manda ahora mismo es ella y
que su palabra es la ley... a través
del armador. A nadie le caen bien los
intrigantes y ella lo es sin duda
alguna... Todos sentimos que cuanto
antes zarpemos, mejor.»
En algún momento de los
últimos días en Port Chalmers,
mientras Hilda y Kathleen se
disponían a despedirse de sus
maridos, ambas mujeres se
enzarzaron en una disputa. A Oates le
llegó el relato de la discusión
resultante y a su vez lo narró en una
carta: «Querida madre, la señora
Scott y la señora Evans han
protagonizado una tremenda batalla,
que según me cuentan, ha terminado
en empate tras quince asaltos. La
señora Wilson se ha unido a la pelea
tras el décimo asalto y volaban más
pelos y sangre por la habitación del
hotel que en un matadero de Chicago
durante un mes. A los maridos les
han llegado las secuelas y el
ambiente se ha enfriado de forma
notable. Espero que no lleven la
enemistad consigo cuando lleguemos
al refugio, aunque a mí no me
afectará mucho si lo hacen».
Aunque con tintas algo
cargadas, la versión de Oates resume
el incidente a la perfección. Scott y
Kathleen pudieron escaparse para
dar un último paseo por las colinas y
el día antes de zarpar, recogieron a
Teddy Evans y se dirigieron juntos al
barco. El mismo día de la salida, el
29 de noviembre de 1910, Kathleen
lanzó una última pulla en su diario:
«Los berrinches de Evans echaron a
perder el día —escribió—. Me contó
un montón de mentiras y palabrería».
Bowers parecía disfrutar del mal
ambiente que reinaba entre las
damas: «Espero que no se sepa nunca
lo cerca que estuvo el Terra Nova en
aquellas últimas horas de no zarpar».
Kathleen no quiso dar un beso
de despedida a su marido, para que
«los demás no le vieran triste». La
señora Evans amenazaba desde el
puente con padecer un ataque de
nervios, aunque al final no pasó
nada. Kathleen se la llevó junto con
Oriana Wilson a tomar una taza de té
en la popa, «y todas charlamos
animadamente». «Sentía una
profunda aflicción en el corazón —
confesó Teddy Evans—, pero al
igual que todos los demás, me
concentré en las labores del barco y
en seguir al capitán Scott hasta el
final. Temamos trabajo que hacer y
la tripulación agradeció las órdenes
que les mantenían ocupados y les
permitían ocultar sus sentimientos.
En momentos así existe una terrible
sensación de soledad, para todos los
que se han presentado voluntarios
para el servicio en el polo Sur.»
Scott envió sus últimas cartas a
casa, entre ellas una para su joven
sobrina:

Si tuvieras un telescopio
enorme, capaz de ver a través de la
tierra bajo tus pies, nos verías a la
tía Kathleen y a mí en el extremo
opuesto... Los perros ladran mucho
y aquellos que no los conocen
tratan de no acercarse demasiado,
por si les sueltan una dentellada.
Sin embargo, hubo una niña de la
misma edad de Phoebe, que se
acercó al perro más fiero de todos y
se abrazó a su cuello... Y al perro no
le importó en absoluto. Cuando seas
mayor, comprenderás que hay
muchos animales, y muchas
personas, que son como ese perro.
Nos disponemos a zarpar y
mientras tú estés disfrutando del
banquete de Navidad, puedes
imaginarte al Terra Nova entre las
masas de hielo... Hay icebergs más
grandes que la Casa de la Moneda,
incluso que la Torre de Londres y el
mar está lleno de focas y
pingüinos... Pensaré en ti durante
todas las navidades, esperando que
te lo estés pasando muy bien y que
no te hayas olvidado de mí,
Tu tío que te quiere, Con.

El 29 de noviembre, el Terra
Nova zarpó de Port Chalmers con
una tripulación inquieta, por culpa de
la carga excesiva y la lentitud del
avance. Muchos rezaron porque el
tiempo se mantuviera estable, por lo
menos hasta que hubieran avanzado
lo suficiente para consumir una buena
cantidad de peso en combustible.
Llegaran o no los rezos a su
destinatario, nadie confiaba mucho
en aquella región notoria por sus
temporales.
No todos estaban preocupados.
El gato Nigger, que había aprendido
a subirse por los cabos y a hacer
cabriolas, era el niño mimado del
barco. Sus admiradores incluso le
habían fabricado una hamaca
especial con cojines, en la que
pasaba la mayor parte del día. Un
año más tarde cayó al mar en mitad
del océano y toda la tripulación se
movilizó para enviar un bote
salvavidas, que rescató al gato
empapado. Mientras, en Nueva
Zelanda, los diputados y sus esposas
estaban tan fascinados por los
sucesivos relatos de Scott y de
Shackleton que empezaron a hablar
de visitar ellos mismos la Antártida.
La agencia de viajes Thomas Cook &
Sons incluso anunció que enviaría un
barco lleno de turistas al mar de
Ross, el verano siguiente. (A día de
hoy, aún no lo ha enviado.)
En cuanto a Kathleen Scott,
Oriana Wilson y las familias de Taff
Evans, Titus Oates y Birdie Bowers,
jamás volverían a ver a sus hombres.
12
El desastre acecha,
1911
El 1 de diciembre de 1910,
menos de veinticuatro horas después
de zarpar de Port Chalmers, Wilson
expresaba sus preocupaciones sobre
el tiempo: «¿Qué nos traería esta
caída tan brusca del barómetro? —
escribió más adelante—. Lo único
que no queríamos era un temporal
fuerte, pero no se hizo esperar y nos
sacudió de lleno». Todos a bordo del
Terra Nova, empezando por Scott y
Teddy Evans, comprendían el peligro
que corrían por haber cargado tanto
el barco. Sin embargo, no hubo
recriminaciones porque todos sabían
que no tenían otra opción. «Quien no
se arriesga, no gana —comentó
Bowers—. Si no había fondos
suficientes para equipar otro barco,
estábamos obligados a sobrecargar
el que teníamos, o a sufrir peores
consecuencias en el sur.»También
conocían el doble peligro que les
deparaba el barco, que por una parte
tenía tendencia a hacer agua,
mientras que por otra las bombas de
sentina, que eran vitales para vaciar
el agua que se acumulara, tendían a
taponarse con los residuos grasientos
del carbón. Los intentos realizados
en Cardiff, Ciudad del Cabo y
Lyttelton de reparar las pérdidas y de
modificar las bombas habían fallado,
así que no tenían más remedio que
arreglárselas.
Cherry-Garrard comprobó el
barómetro el 1 de diciembre: «Me
invade la angustia con sólo verlo»,
escribió. Vertieron aceite por la
borda, siguiendo el método
tradicional para amainar el mar que
sacudía el barco, pero fue inútil y las
olas no tardaron en empezar a barrer
la cubierta. Los ponis se caían y los
perros encadenados flotaban de un
lado a otro, a la merced de las olas.
«Soplaba un temporal en toda regla
—escribió Ponting el 1 de diciembre
—, y el viento aullaba entre la jarcia,
mientras las olas enormes se
precipitaban con furia sobre
nosotros. El barco cabeceaba y se
balanceaba con violencia; el mar
pasó toda la noche sacudiéndonos
con fuerza a barlovento y
descargando toneladas de agua por
minuto encima de nosotros.»
Todas las escotillas estaban
cerradas, pero el temporal no
amainaba y el barco se llenaba
inexorablemente de agua. El viernes
2 de diciembre, Lashly pasó horas
con el agua al cuello, tratando de
desatascar las válvulas de las
bombas de sentina, pero el nivel del
agua llegó a una altura en el que ya
no pudo seguir trabajando y las
bombas se atascaron de inmediato.
Trataron de utilizar la bomba
secundaria pero ésta tampoco tardó
mucho en atascarse. Una marea de
agua inmunda bañaba la sala de
máquinas y las calderas. El estruendo
del temporal, las nubes de vapor y el
rugir del agua generaban un ambiente
dantesco. En la cubierta, se
rompieron los amarres de algunos
sacos de carbón que se convirtieron
en misiles y a base de golpes,
soltaron unos cuantos bidones de
gasolina. Los pesados bidones eran
un peligro para cualquier persona o
animal que se interpusiera en su
camino. Se rompió la cadena que
sujetaba a uno de los perros y una ola
se lo llevó por la borda en cuestión
de segundos. Otro perro cayó al mar,
pero la cadena resistió y el siguiente
golpe de mar lo devolvió a bordo.
«Me temo que la situación no
pinta nada bien —comentó el capitán
Scott a Bowers, mientras
supervisaba el amarre de los bidones
—. ¿Tú qué opinas?» Bowers le
respondió con su optimismo habitual,
pero no tardó en romperse el
pasamanos de sotavento, entre la
regala y una pesada caja que contenía
uno de los trineos. Scott tuvo que
impedir a Bowers que saliera a tratar
de recuperar los bidones de gasolina,
diciéndole que el riesgo no merecía
la pena.
En la sala de máquinas, el agua
subía tanto que los maquinistas
temían una implosión de vapor y se
vieron obligados a apagar la caldera
y los motores. Sólo les podían salvar
las bombas manuales, pero ya habían
tratado de utilizarlas sin mucho éxito
y Scott dividió a los hombres en dos
turnos, balde en mano. «Parece una
idea muy primitiva —escribió
Debenham—, esta de achicar el agua
con un balde.» «Nos vimos
obligados a utilizar un sistema
inaudito para un barco de 750
toneladas —comentó su compatriota
australiano, el geólogo Griffith
Taylor—, ¡achicar con baldes!»
Scott sabía que la principal
bomba de mano era la clave de su
salvación. El, Teddy Evans, el
oficial de cubierta Víctor Campbell y
el primer oficial Harry Pennell
trazaron un plan para alcanzar la
bomba principal, abriéndose paso a
través de una escotilla de acero en un
mamparo. Por fin lo lograron y
Teddy Evans se abrió paso entre el
agua grasienta de la sentina, debajo
de la bomba junto con el pequeño
Bowers. Tras muchas horas de
trabajo, entre ambos lograron sacar
suficientes baldes de los residuos
grasientos de carbón y la bomba
empezó a funcionar de nuevo.
En un momento del temporal,
Pennell vio a Scott «en las batayolas
de popa, con el verde del mar hasta
la cintura». «Anoche murió ahogado
un perro —escribió Scott—. De vez
en cuando el fuerte oleaje se llevaba
alguno y sólo le salvaba su cadena.
Meares y algunos hombres más se
tuvieron que dedicar a salvar a los
pobres animales de morir
ahorcados.» Evans se encontró a
Oates cuidando de los ponis sin
ayuda alguna, ya que los rusos
estaban inutilizados por culpa del
mareo. «Estaba levantando a los
pobres ponis con sus propias manos,
para ayudarles a ponerse de pie cada
vez que el oleaje los lanzaba a
sotavento —explicó Evans—. El no
daba muestras de padecer molestia
alguna, aunque debía de tener las
manos y los pies completamente
congelados.» «Pasé toda la noche
empapado —escribió Oates—. Un
pony se cayó hasta ocho veces y dos
fallecieron. Uno cayó y se rompió
una pata y a otro le tiró la ola con
tanta violencia que ya no pudo
levantarse.» Por azares del destino,
los dos ponis fallecidos se llamaban
[1]
Davy y Jones.
Cuando los esfuerzos de Evans,
Bowers y los maquinistas lograron
poner en funcionamiento la bomba
manual, hubo una progresiva mejora
de la situación: cayó el nivel del
agua y al cabo de algún tiempo,
pudieron encender de nuevo las
calderas. El sábado al mediodía la
pesadilla había finalizado. Scott,
Oates y otros lograron sacar los
cuerpos de los ponis fallecidos por
la escotilla del castillo de proa y los
echaron por la borda. Scott colmó de
alabanzas a los marineros, cuyos
colchones, enseres y aposentos
estaban empapados. No tenían luz ni
aire fresco y les llovían
constantemente los orines de las
cuadras. «No han pronunciado ni una
palabra de protesta; los hombres que
viven en aquellos aposentos han
tratado de sobrellevar la
incomodidad como han podido, pero
sin pronunciar ni una queja.»
A los científicos y los oficiales
les había ido un poco mejor, pero sus
libretas, diarios y enseres personales
también flotaban en el agua que había
inundado sus camarotes. «El mismo
Scott se puso a trabajar como los
mejores —escribió Teddy Evans—,
y aguantó como el que más. Nadie
olvidará esa imagen: todos hartos...
todos mugrientos.» Tardaron
semanas en quitarse del todo los
residuos grasientos del pelo.
A pesar de haber perdido un
perro, dos ponis, parte del carbón y
algunos bidones de gasolina, el barco
había sobrevivido y se había
generado un gran respeto entre los
hombres. Teddy Evans, Bowers,
Oates, Meares, y los maquinistas
habían demostrado su capacidad de
aguante y nadie había dado señales
de escurrir el bulto, lo cual reflejaba
el buen tino de Scott al seleccionar a
sus tripulantes. No hubo en los
diarios ni una palabra de crítica
hacia el jefe, o el «armador», como
habían empezado a llamarle
afectuosamente los hombres; ni
siquiera en el de Oates.
«El capitán Scott estuvo
magnífico —escribió Bowers, que
tan crítico se había mostrado con
Kathleen Scott una semana antes—.
Parecía que estaba en una navegación
de placer y dicho sea en honor suyo y
de Teddy Evans, los hombres más
terrestres no sospecharon ni en el
momento más desesperado la
verdadera dimensión del peligro...
Doy fe de que es uno de los mejores
y de que se estuvo a la altura de
nuestras tradiciones más nobles,
incluso en momentos en los que él
mismo se debía enfrentar a un
panorama de lo más negro y
desolador.»
Tras el temporal, el Terra Nova
siguió rumbo al sur a vela y vapor.
El 5 de diciembre los hombres le
tomaron el pelo a Gran por haber
avistado un «iceberg» que resultó ser
el bufido de una ballena. Sin
embargo, el Terra Nova se topó con
los límites del hielo flotante más al
norte de lo esperado, probablemente
porque Scott había planeado una
fecha de llegada mucho más
temprana que el Discovery o el
Nimrod; la masa de hielo no había
empezado aún a dispersarse y las
preocupaciones de Scott sobre un
posible retraso se volvieron
irrelevantes. Ahora dependían por
completo de los caprichos del hielo
marino y no había forma de saber
cuánto tardarían en llegar hasta el
mar de Ross. El Discovery sólo
había tardado cuatro días, pero otros
barcos se habían quedado atrapados
en el hielo durante doce meses o
más.
La mejor forma de avanzar un
poco consistía en mantener los
motores a toda máquina veinticuatro
horas al día, para empujar los
témpanos sin cesar y buscar siempre
su punto más flaco. Sin embargo,
para hacerlo les habría hecho falta
más carbón del que llevaban y sólo
podían recurrir a la paciencia. Scott
era famoso por su impaciencia y
estaba desesperado por llegar al
estrecho de McMurdo, a fin de
instalar la base y llevar los depósitos
de provisiones antes del mes de
marzo, cuando ya no podrían viajar
más.
El barco no tardó en quedar
atrapado entre los témpanos y la
mayoría de los tripulantes se
alegraron de poder disfrutar de un
merecido descanso, de secar su ropa
empapada al sol y de estar en una
situación insólita. El desalinizador
del barco no daba el abasto para
mantener a más de sesenta hombres
sedientos, junto con otros tantos
animales, así que el contramaestre
salió con un equipo de marineros
joviales, para recoger bloques de
hielo viejo de los témpanos, que ya
hubieran perdido toda la sal.
A sus veintiún años y recién
salido de la universidad, Cherry-
Garrard era uno de los miembros
más jóvenes de la expedición.
Empezó junto a Wilson el
aprendizaje de su nueva profesión,
de asistente de taxidermista,
despellejando pingüinos cazados en
los témpanos aledaños. «Jamás había
conocido nada tan emocionante como
esta vida —declaró con entusiasmo
—. La novedad, el interés, el color,
la fauna y el compañerismo.» No es
probable que los pingüinos
apreciaran tanto a Cherry-Garrard
como el aprendiz de zoólogo a ellos.
El y Wilson habían diseñado un
novedoso sistema para matarlos. «El
doctor Wilson utilizaba el sistema de
la médula —explicó Debenham—. El
sistema consistía en introducir un
pincho por la parte trasera de la
cabeza y perforar el cerebro. Para
matar un pingüino con métodos
tradicionales pueden hacer falta hasta
veinte disparos, pero éstos quedaban
inmóviles en menos de veinte
segundos.»
Teddy Evans y Harry Pennell
tomaban turnos en lo alto de la cofa,
buscando señales de fragilidad o
ruptura en los témpanos y dando
indicaciones al timonel con un
megáfono. De nuevo empezaron los
juegos y las bromas en la sala de
oficiales, con una participación
destacada y escandalosa de Oates y
Wilson. Gran decidió aprovechar la
oportunidad para empezar con su
misión de convertir a los
expedicionarios en expertos
esquiadores. Los témpanos llanos
ofrecían una buena superficie de
aprendizaje y Gran se esmeró como
instructor. Oates y su amigo Edward
Atkinson, médico de la Armada, se
quitaron la camisa, se pusieron unas
gafas protectoras y recorrieron el
témpano a toda velocidad, aunque no
parecía preocuparles mucho la
técnica. Sin embargo, los demás
expedicionarios no mostraban mucho
interés en «aquellos tablones». Gran
había sido instructor de esquí de la
reina de Noruega, pero aquello debió
de ser fácil en comparación con el
desafío de enseñar a cincuenta
ingleses ignorantes y torpes que se
dirigían a la conquista del polo.
Meares y Gerof enjaezaron un equipo
de perros a uno de los trineos y
salieron a dar una vuelta, animados
por los vítores de los marineros, la
mayoría de los cuales jamás habían
visto un trineo en marcha y menos
uno tirado por perros.
Teddy Evans no logró que el
barco superara una velocidad de un
nudo a toda máquina y tras consultar
con Scott, decidió conservar el
carbón y apagar las máquinas.
Expresó su frustración en su diario el
13 de diciembre, tras cinco días de
marcha a vela: «El Terra Nova
parece un caracol atravesando un
campo lleno de galletas, que alguien
ha desparramado por la superficie
del mar. Nuestra paciencia está al
límite. Hemos empezado a comer
estofados de pingüino, para
conservar las provisiones... Wilson
ha encontrado una nueva especie de
solitaria de pingüinos, con la cabeza
en forma de hélice. ¡Han bautizado a
la lombriz con el nombre de uno de
los expedicionarios! Ya nos quedan
menos de 300 toneladas de carbón...
no tenía no idea de que el capitán
Scott fuera capaz de tanta paciencia;
pone buena cara pase lo que pase,
aunque sé que está decepcionado por
la poca potencia del Terra Nova.»
«Para Scott, cualquier retraso
era intolerable», escribió Cherry-
Garrard, años más tarde. Estoy
convencido de que su apreciación fue
certera y que Scott debía estar
haciendo verdaderos esfuerzos para
ocultar su impaciencia, que veía
como su peor defecto. Sin embargo,
el diario ofrecía una vía de salida
para sus frustraciones, tal como
vemos en el siguiente pasaje,
redactado hacia el final de las tres
semanas angustiosas que pasaron
entre los témpanos:
Se me ocurren pocas cosas tan
desesperantes como las largas
horas desperdiciadas en la espera.
Es doloroso comprobar que
consumimos toneladas de carbón
para avanzar distancias irrisorias...
La experiencia es pésima para los
ponis y para los humanos... Es fácil
imaginar cuántas veces y con qué
ansia subimos a la cofa, para
inspeccionar el panorama.

Más adelante, describió la vista


de la masa de hielo flotante:
Icebergs enormes se acercaban
y se alejaban de nosotros en
silencio; no dejábamos de
observarlos con el telémetro y el
compás para establecer nuestro
desplazamiento relativo, a veces
con dudas sobre la posibilidad de
sortearlos... A veces nos
encontrábamos en medio de
extensiones de hielo desmenuzado,
que siseaba mientras nos abríamos
paso, aunque a veces el siseo se
detenía sin motivo aparente y
comprobábamos que aunque la
hélice giraba, no avanzábamos
nada... Durante estos días me he
encariñado con el Terra Nova.
Mientras se abría paso entre los
témpanos con sacudidas y
estruendos, trazando una ruta
sinuosa para aprovechar los huecos
en el hielo, parecía un ser vivo
enzarzado en una gran pelea.

Celebraron el día de Navidad


con el barco firmemente encajonado
entre los témpanos y Ponting ofreció
un recital de canciones,
acompañadas por su banjo. Scott
había presenciado muchas sesiones
musicales en el hielo y no se mostró
muy impresionado. «Es sorprendente
que un grupo con tan pocas dotes
para la música insista tanto en
cantar.»
Scott trató de mantener su
frustración a raya con largas sesiones
en su camarote, preparando al detalle
los planes para el desembarco. Con
tacto y prudencia, tenía que nombrar
a los hombres más competentes para
las diversas tareas que se
avecinaban. Uno de los elegidos fue
Ponting, para un viaje al interior
tripulado por geólogos. Scott eligió a
Ponting para dirigir el viaje porque
era el decano del grupo y el que más
experiencia tenía en los
desplazamientos con trineo. Cuando
Scott informó al geólogo australiano
Griffith Taylor que sería el número
dos de la expedición, éste sufrió tal
desilusión que el capitán decidió
reunirse con ambos para aclarar la
cuestión. «Cuando comentamos la
situación los tres —explicó Scott—,
Ponting renunció al liderazgo sin
dudarlo y apoyó el nombramiento de
Taylor.» Sin embargo, no todos los
hombres de Scott mostraban tanta
flexibilidad y comprensión. Oates
siguió haciendo gala de su hostilidad
hacia Scott y Evans. «La ignorancia
de ambos es monumental», escribió
Oates en una carta a su madre.
Durante los treinta y dos años
que llevo realizando expediciones,
he comprobado que algunos
individuos muestran una resistencia
innata a obedecer las órdenes. Por lo
general, para evitar las
confrontaciones con tipos como éstos
les dejo hacer lo que quieran,
siempre que no pongan en riesgo a la
expedición. Al leer los diarios de
Scott y de Oates, así como de los
más confiables de sus compañeros,
percibo un desafortunado choque de
personalidades dispares entre el
oficial del ejército y el de la
Armada. «Los esfuerzos de Oates por
cuidar a los animales son infatigables
—escribió Scott a finales de
diciembre—, pero creo que no ha
comprendido del todo que mientras
permanezcamos atrapados en el hielo
el barco se mantendrá estable y por
consiguiente, el poco espacio
disponible en la cubierta serviría
para que los animales hicieran un
poco de ejercicio.» La idea era
buena pero, por algún motivo, parece
que Scott jamás se la propuso a
Oates. De todos modos, Oates se
decidió por fin a sacar a los ponis
para que estiraran un poco las
piernas y para limpiar los establos,
aunque primero escribió una carta a
su madre, para quejarse de que Scott
no hubiera propuesto sacar a los
animales a pasear en los témpanos. A
Scott se le daba muy bien su trabajo
complejo y multifacético, mientras
que Oates demostraba una capacidad
insuperable en la tarea que le habían
encomendado y sin embargo, ninguno
de los dos era capaz de salvar la
brecha de su hostilidad mutua, ya que
ambos eran de carácter introvertido.
Scott se habría puesto de peor
humor de haber sabido que el barco
de Amundsen, el Fram, alcanzaría el
hielo flotante sólo una semana
después de que el Terra Nova llegara
de nuevo a mar abierto, el 29 de
diciembre. Es más, el Fram logró
atravesar el hielo con facilidad en
cuestión de cuatro días, tal como
había hecho Scott a bordo del
Discovery en 1901. «Al comentarlo
con el capitán Scott —escribió Frank
Debenham—, me dijo que, en su
opinión, la lentitud de nuestro
tránsito por el hielo se debió a que
llegamos demasiado pronto en la
temporada, además de un caso
flagrante de mala suerte.»
Scott esperaba toparse con una
franja de unas doscientas millas de
témpanos sueltos, pero en realidad
tuvo que atravesar cuatrocientas
millas. Había previsto gastar treinta
toneladas de carbón y acabaron
consumiendo más de sesenta.
Algunos críticos han acusado a Scott
de equivocarse con la fecha escogida
para el viaje, pero el capitán no tenía
forma de conocer el comportamiento
exacto de una masa flotante que era
tremendamente variable. Ahora
sabemos, gracias a los centenares de
viajes realizados a la Antártida
desde entonces y a las fotografías por
satélite, que la masa de hielo sufre un
cambio brusco a principios o a
mediados de enero, así que basta con
una semana de diferencia para
toparse con un denso mar de
témpanos en diciembre, o con una
travesía fácil en enero. En el viaje
del Discovery, Scott había tenido
suerte al llegar en enero, pero en
1910 sus ganas de ponerse manos a
la obra cuanto antes sólo le causaron
frustración.
El 30 de diciembre, dejaron
atrás los últimos restos del hielo
flotante y el día de Año Nuevo
avistaron el monte Erebus, a 115
millas de distancia. Scott emprendió
el camino directo hacia el cabo
Crozier, donde esperaba instalar el
campamento base. Sin embargo, en el
cabo las olas sacudían la playa con
fuerza y los icebergs acechaban a
poca distancia de la costa. El Terra
Nova tuvo que seguir el litoral hacia
el oeste, hasta la zona más conocida
del estrecho de McMurdo y Hut
Point. El 4 de enero por la mañana el
barco llegó a dos extensas bahías,
unas diez millas al norte de Hut Point
y Scott organizó una reunión con
Teddy Evans, Víctor Campbell,
Harry Pennell y otros oficiales.
Cuando llegaron todos a un
acuerdo, se dirigieron directamente a
un cabo que en 1901 habían apodado
la «colonia de págalos», el Skuary,
con la esperanza de que una playa al
norte del cabo ofrecería un buen
lugar para pasar el invierno. Todos
se mostraron reacios a dirigirse a
Hut Point por la experiencia vivida
en 1903 y 1904, cuando el hielo
marino se negó a soltar al Discovery.
La nueva ubicación, en el cabo
Skuary, se encontraba doce millas
más al norte y ofrecería un mejor
acceso a los barcos. Las doce millas
adicionales serían tolerables para los
trineos, ya que el trayecto de hielo
marino que separaba Hut Point del
cabo Skuary era llano y fácilmente
transitable. El Terra Nova se dirigió
directamente hacia la bahía del lado
norte del cabo de los págalos y Scott
lo bautizó con el nombre de cabo
Evans, en honor de su segundo de a
bordo.
Tal como esperaban, una masa
de hielo marino les impidió llegar
hasta la misma playa, pero estaban a
sólo una milla y media del punto
elegido como campamento y el
trayecto era llano. La tripulación se
puso a las órdenes del experto
contramaestre Alf Cheetham, fijaron
anclas en el hielo y empezaron a
descargar el material, bajo la atenta
mirada de Bowers. Desembarcaron
dos de los tres trineos motorizados,
seguidos por los diecisiete ponis que
seguían con vida, que se regocijaron
al poder revolcarse por el hielo.
Meares desembarcó a los perros, en
perjuicio de un buen número de
pingüinos cuya curiosidad les costó
la vida. Al cabo de unas horas de su
llegada los expedicionarios habían
organizado una caravana de
provisiones y enseres, empezando
por la madera para construir un
refugio en la base, que se instalaría
en un punto de la playa que contó con
el visto bueno de todos los presentes.
«Una ubicación cómoda para el
refugio —dijo Scott del lugar elegido
bajo el cabo Evans—, hielo para
derretir y obtener agua, nieve para
los animales, buenas laderas para
esquiar, amplias extensiones de
rocas para pasear.»
Las tareas de desestiba y
descarga continuaron día y noche; si
los hombres se cansaban, echaban
una cabezadita y volvían al trabajo.
La rapidez era esencial. El tiempo
podía empeorar en cualquier
momento y el Terra Nova se vería
obligado a encender las calderas
para salir a mar abierto, lo cual
provocaría horas o incluso días de
retraso. Después de las dificultades
que había ocasionado el paso por la
masa de hielo flotante, Scott no podía
permitirse más retrasos si quería
organizar los viajes para instalar
depósitos de víveres en la Gran
Barrera helada, antes de la llegada
del invierno, en abril. Cada día se
desprendían bloques de hielo marino
junto al barco y los hombres de
Cheetham se ocupaban de cazar y
recolocar las anclas en el hielo. La
distancia que separaba el barco de la
playa se fue reduciendo. A finales de
enero no quedaría más hielo en la
bahía y probablemente seguiría así
durante tres o cuatro meses.
Por fin descargaron el último
trineo motorizado y lo instalaron en
la superficie helada, a la espera de
que llegara Day para encender el
motor y llevárselo. Unos treinta
minutos más tarde llegó al barco un
mensaje, en el que Scott les advertía
que el hielo se estaba deteriorando
rápidamente, que no debían llevar a
los ponis por las zonas peligrosas y
que llevaran el trineo motorizado a la
orilla cuanto antes. Antes de que el
equipo dirigido por el oficial de
cubierta Víctor Campbell hubiera
podido arrastrar el trineo cien
metros, el hielo empezó a ceder y
arrancó de las manos de los
marineros el cabo de arrastre. La
profundidad de la bahía era de cien
brazas y no había la menor
posibilidad de recuperar el trineo
perdido; Scott asumió todas las
culpas por la pérdida.
En muchas ocasiones durante
los pasados veinticinco años, yo he
transportado máquinas más pesadas
por extensiones de hielo marino de
gruesos variables y aún soy incapaz
de predecir la resistencia del hielo y
su respuesta ante el peso. Si cada vez
que me encontrara un tramo dudoso
me echara atrás, mi carrera de
explorador polar no habría llegado
muy lejos. Un día en el año 1982,
mientras paseaba por Hut Point tras
una travesía de la Antártida, me topé
con un monumento a la memoria de
un tal Richard T. Williams, que el 6
de enero de 1956 conducía un tractor
de treinta toneladas cuando el hielo
marino cedió y el vehículo se hundió.
Williams recorría un camino
cercano al cabo Evans, claramente
trazado en el hielo marino, que
utilizaban decenas de máquinas
pesadas de una expedición
norteamericana.
Scott fue sensato y no dejó que
el revés le afectara. «Lo que logra
atrapar el hielo —dijo en otra
ocasión Shackleton—, se lo queda el
hielo.» «Las condiciones indefinidas
—explicó más adelante el siempre
perspicaz Cherry-Garrard— eran las
que más ponían a prueba la paciencia
de Scott. En cambio, era capaz de
enfrentarse a una catástrofe y poner
mejor cara que la mayoría.»
Al cabo de unos días hubo que
interrumpir de nuevo la operación de
descarga, cuando cambió el viento y
Pennel tuvo que mover el barco. A
sólo unas millas de la costa
embarrancó. Charles Wright explicó
que él y Scott presenciaron desde la
costa los esfuerzos que realizaban
los tripulantes del Terra Nova por
desembarrancar el barco. Por fin lo
lograron y Wright quedó muy
impresionado por el aplomo que
había mostrado Scott durante unos
instantes que podrían haber sido
funestos. «Lo menciono —escribió
Wright—, porque fue la primera vez
que vi a Scott enfrentándose a una
catástrofe que podría haber dado al
traste con todos sus planes.» «El
mismo Scott se reunió con nosotros
en el refugio —escribió Cherry-
Garrard, que también acompañaba a
Wilson—, y siguió embalando
provisiones para el viaje de los
depósitos. En momentos como aquél,
en los que acechaba la calamidad,
mostraba su naturaleza filosófica.»
Cuando no estaba ayudando con
las labores, Herbert Ponting se
mantenía ocupado con sus cámaras.
Una mañana fue a dar un paseo por
los témpanos cercanos al barco, para
filmar oreas y pingüinos. Las
ballenas vieron la oportunidad de
complementar su dieta de pingüinos y
trataron de cazar a Ponting. Tras
zambullirse a gran profundidad,
empezaron a dar golpes y a
desestabilizar el témpano en el que
se encontraba Ponting. El fotógrafo
salió huyendo con su cámara,
saltando de témpano en témpano con
las oreas en sus talones.
Desafortunadamente, nadie más tenía
una cámara para inmortalizar el
incidente.
El geólogo Raymond Priestley
tenía tendencia a comparar todos los
detalles del Terra Nova con su
experiencia en el Nimrod, de
Shackleton, en parte para recordar a
sus compañeros que a diferencia de
ellos, él era todo un veterano: «Al
comparar el trabajo que realizamos
aquí con el desembarque en el cabo
Royds... Veo que aquí hay
demasiados oficiales que supervisan
y que los hombres nunca saben a
quién deben acudir para que les den
sus órdenes... Si se quiere garantizar
el éxito de una expedición, hay que
alejarse de las ideas de la Armada...
En este caso me quedo con la
expedición de Shackleton, sin
dudarlo ni un momento».
La realidad de ambas
expediciones fue completamente
opuesta al resumen simplista
ofrecido por Priestley. Scott logró
finalizar la operación de descarga en
sólo ocho días, a pesar de que
llevaba provisiones y material
científico mucho más complejo que
el Nimrod. Shackleton tardó catorce
días, en gran medida por culpa de sus
diferencias con el capitán England,
que advertía el peligro de fondear a
barlovento de la costa elegida por
Shackleton, para su base del cabo
Royds. Bajo el mando de Scott,
Teddy Evans supervisaba la
construcción del refugio, Oates se
ocupaba de las cuadras para los
ponis, Meares de las casetas de los
perros y Bowers de mantener bajo
control la ubicación exacta de las
provisiones.
Scott se había fijado en el
rendimiento de los diversos sistemas
utilizados en el desembarque, por la
superficie dura y helada del hielo
marino. Expresó su «asombro» ante
la fuerza de los ponis, que lograban
tirar de cargas de 500 kilos, a pesar
de lo resbaladizo que era el hielo.
«Oates es un maestro con los ponis
—escribió—. No sé qué haríamos
sin él.» Ocho de los ponis llevados
por Shackleton habían sobrevivido al
viaje en el Nimrod. Gracias a Oates,
Scott disponía del doble. Muchos de
los ponis mordían, coceaban, se
encabritaban y se negaban en
redondo a obedecer las órdenes. «Es
casi imposible imaginar un grupo de
ponis menos prometedores para
iniciar un viaje como el nuestro»,
escribió Oates. «Quizá su forma de
tratarlos podría servir de ejemplo al
director de un manicomio», comentó
a su vez Cherry-Garrard de Oates.
Scott también se había fijado en
los otros métodos de transporte no
mecánicos y anotó sus impresiones:
«Los perros están mejorando, pero
de momento sólo son capaces de
llevar cargas muy ligeras y aun así,
regresan agotados de todas las
salidas. En su estado actual no
inspiran mucha confianza, pero el
clima templado también juega en su
contra».
El 15 de enero de 1911 Scott
había acompañado ya a Meares, en
un viaje corto con perros y trineos
para comprobar las condiciones en
las que se encontraba el viejo refugio
de su expedición anterior. Aquel
refugio era una parte esencial de sus
planes y le dejó consternado el
estado en el que lo encontraron.
«Encontramos el viejo refugio lleno
hasta el techo de nieve dura —
explicó más adelante Wilson—.
Tuvimos que entrar con dificultad
por una ventana y empezamos a
vaciarlo con palas; fue una tarea
ardua que no parecía acabar nunca.
El último en utilizar el refugio había
sido Shackleton con su equipo,
cuando regresaron de su viaje al sur.
Su equipo de apoyo y el de los
depósitos también pasaron ahí algún
tiempo y lo dejaron en un estado
inmundo. Además, rompieron una
ventana y no se dignaron taparla con
tablas, así que las ventiscas
depositaron ahí cada vez más nieve,
hasta llenar el refugio.»
Scott había llevado bastones
suficientes como para que todos los
miembros del equipo utilizaran dos,
en vez de uno solo como en la época
del Discovery. «Todos comentan que
los bastones ayudan mucho al cargar
peso —escribió—. Es sorprendente
que no se nos ocurriera utilizarlos
antes.»
El 18 de enero, los tripulantes
destinados a quedarse en tierra
empezaron a instalarse en el refugio
de la base, que Scott había dividido
en dos secciones según el sistema de
la Armada. El y quince oficiales y
científicos ocupaban dos terceras
partes del espacio, mientras que los
nueve marineros ocupaban el resto.
Los dos espacios estaban separados
por un tabique con estantes. Nadie
expresó la menor queja sobre esta
sólida división del espacio,.ni
siquiera en los diarios. Aparte de los
científicos, todos los demás
expedicionarios se habían
desenvuelto en este rígido sistema
social desde la más temprana
adolescencia. Si no hubo ni una queja
sobre el sistema aplicado por Scott
en el refugio, probablemente se
debió a que todos se encontraban
más tranquilos y relajados entre sus
iguales.
Gracias a la experiencia
adquirida con el Discovery, Scott
sabía que sus probabilidades de
alcanzar el polo Sur el verano
siguiente dependerían de los
depósitos de provisiones que
instalara en la Gran Barrera helada.
Bowers ya estaba agotado tras el
desembarque, pero era el
administrador más eficiente de la
expedición y Scott le pidió que
preparara las cargas de los trineos,
para realizar el viaje de los
depósitos cuanto antes. Le cedieron
toda la mano de obra que necesitara
para la operación y Bowers se
comprometió a tenerlo todo listo el
24 de enero. Scott se aseguró de
informar a todos de la importancia de
este viaje: instalarían una serie de
depósitos, empezando en la orilla de
la barrera helada y terminando en los
80° sur, a 140 millas del primer
depósito, rumbo al polo. El último
depósito sería el más grande de
todos y lo llamaron el Depósito de
Una Tonelada. No utilizarían
vehículos porque el hielo marino se
había vuelto demasiado inestable.
Les acompañarían ocho de los ponis
más fuertes, de los diecisiete
desembarcados en el cabo Evans,
cada uno tirando de un trineo con 260
kilos de provisiones, seguidos por
dos equipos con perros que tirarían
de 220 kilos en cada trineo. Habría
doce hombres encargados de
conducir los trineos y fue evidente
para todos que los elegidos por Scott
para el viaje al polo, del verano
siguiente, saldrían de entre los
veteranos de este primer viaje.
Dos días antes de salir del cabo
Evans, Scott comentó que le
desagradaba revelar sus planes a la
prensa (y a todo el mundo),
especialmente «los detalles, que a
veces hay que cambiar sobre la
marcha». Los científicos, que estaban
acostumbrados a que les consultaran
y a estar enterados de los
acontecimientos con más antelación,
se ofendieron cuando no les
anticiparon todos los detalles. Los
únicos que habían estado en el sur
con anterioridad eran Wilson y
Priestley, así que los demás no eran
conscientes de que las condiciones
imprevisibles del tiempo y los
cambios en el hielo justificaban el
aparente secretismo de Scott, que
trataba de evitar cambios constantes
de los planes que habrían minado la
confianza en su liderazgo.
Diez días antes de la salida, el
14 de enero, Scott había redactado
una lista de los que le acompañarían
en el viaje de los depósitos e
informó a todos los elegidos. Cherry-
Garrard fue una elección
sorprendente como conductor de
ponis, mientras que el nombramiento
de Wilson como conductor de perros
no fue tan sorprendente. La caravana
salió por el hielo marino con 2.400
kilos de provisiones, suficientes
víveres y combustible para
sobrevivir durante catorce semanas.
Aparte de Crean, Scott y Wilson,
ninguno de los demás había viajado
por la Antártida con anterioridad.
Scott opinaba que algunos tenían
madera de exploradores polares y
que este viaje serviría para
evaluarles. El cirujano naval
Atkinson había ocultado unas
ampollas que padecía en el talón,
probablemente con la esperanza de
que se le curarían y nadie se daría
cuenta. Sin embargo, al cabo de dos
días las ampollas se habían
convertido en una llaga purulenta y el
médico cojeaba. Asimismo, la nieve
le había provocado un caso leve de
ceguera temporal.
Los ponis luchaban por avanzar
en los tramos de hielo derretido,
pero poco a poco fueron
transportando la carga hacia el sur y
doblaron los últimos cabos de la isla
Ross para llegar a la barrera. Dos
días después de la salida, Scott
regresó al barco con un equipo
rápido de perros para dar las gracias
a los tripulantes y a los dos equipos
de científicos que se disponían a
emprender viajes en otras
direcciones. Los dos geólogos
australianos, Debenham y Taylor,
junto con el físico Charles Wright y
el suboficial Forde saldrían durante
seis semanas bajo los cuidados de
Taff Evans, para estudiar tres
glaciares al oeste de la isla Ross. El
Terra Nova quedaba a las órdenes de
Harry Pennell y llevaría un equipo de
seis expedicionarios, dirigidos por
Víctor Campbell, hasta el extremo
oriental de la barrera helada, para
explorar la Tierra de Eduardo VIL
Tras el desembarco de este equipo
con sus provisiones, el barco se
dirigiría de regreso a Nueva Zelanda.
Scott dio las gracias a todos y les
deseó buena suerte. No esperaba
volver a ver a los tripulantes del
barco, ni a los hombres de Campbell,
durante un año.
Tras cuatro días de camino,
transportando material por la
superficie helada del mar, el equipo
de los depósitos había llegado hasta
la Gran Barrera helada. Oates había
empezado a soltar una nueva letanía
de quejas, pero por lo demás el
equipo marchaba a buen ritmo hasta
que una milla después de llegar a la
Barrera helada, los ponis se toparon
con un tramo de nieve blanda y
empezaron a avanzar con mucha
dificultad. Scott ordenó que se
detuvieran cuando se habían
internado unas millas en la Barrera y
parecía improbable que el hielo se
desprendiera, para salir flotando por
el mar de Ross. Llamaron a esta
primera parada el Safety Camp,
«campamento seguro».
Atkinson tuvo que reconocer sus
problemas de salud, ya que su talón
entero se había convertido en una
llaga supurante. Scott reaccionó con
irritación, porque no podía dejar
solo al médico y tuvo que renunciar a
Tom Crean, para que cuidara de él.
No sería ésta la última ocasión en la
que los planes de Scott quedarían
desbaratados, a manos de individuos
que habían ocultado deliberadamente
sus flaquezas.
Scott ya tenía una buena idea
del potencial de avance del grupo de
los depósitos, por la superficie
irregular que presentaba la barrera
helada en otoño. También había
perfeccionado el sistema para
utilizar una combinación de ponis y
perros con cargas pesadas. Hasta
entonces, todos los planes se basaban
en la teoría y no en la realidad, pero
ahora podía desvelar sus planes con
claridad y sencillez. Ya no tenían una
prisa desesperada, más bien al
contrario ya que habían llegado a
terreno seguro y ya no podía ceder el
hielo bajo sus pies. Scott informó a
sus hombres que se dirigirían al este
desde Safety Camp, el campamento
seguro, para evitar una zona de
grietas inmediatamente al sur, entre
la isla Blanca y la Negra. Después de
dejar atrás esta zona peligrosa,
instalarían otro depósito llamado
Córner Camp y a continuación,
marcharían hacia el sur durante diez
días, para llegar a los 80° sur e
instalar un depósito con una tonelada
de provisiones, a punto para el viaje
principal al polo del verano
siguiente.
Por otra parte, Oates la había
tomado con Gran y así se lo hizo
saber a su madre en una carta: «No
aguanto a este tipo noruego, es un
cochino y un holgazán...». Pero Oates
también tenía críticas para Scott: «El
capitán prefiere pasarse la tarde en
el refugio, admirando lo bien que le
quedan sus polainas nuevas, que salir
a echar un vistazo a las patas de los
ponis o los perros». Sin embargo,
Scott tenía las de perder con Oates,
porque si al capitán se le ocurría
sacar el tema del bienestar de los
ponis, aquél lo consideraba una
intromisión inoportuna en sus
labores.
Scott consideraba que los ponis
eran la clave del éxito, por lo menos
hasta llegar al glaciar Beardmore.
Shackleton había demostrado lo que
se podía lograr con sólo cuatro
ponis, así que le interesaba
conservar con vida el mayor número
de animales posible para el verano
siguiente. La presión aproximada que
ejerce el casco de un pony sin herrar
es de un kilogramo por centímetro
cuadrado, cinco veces más que un
perro, así que antes de la llegada de
Oates de la India, Scott y Meares
habían decidido que sería esencial
proteger la salud de los animales con
alguna clase de raqueta o zapatilla
para la nieve. Adquirieron
suficientes hestersko (una especie de
zapatilla noruega para los caballos)
para equipar a todos los ponis. Sin
embargo, todos se encontraban en el
cabo Evans porque Oates no les tenía
confianza y había decidido dejarlos,
excepto un par que pensaba probar
durante el trayecto. Los ponis de
Shackleton habían llegado al
Beardmore sin protección en los
cascos y quizá Oates los consideró
innecesarios por eso, pero cuando
Scott probó el único par de hestersko
en el pony de Gran, un animal lento
llamado Weary Willie (Willie el
fatigado), la diferencia fue abismal.
Scott estaba encantado con los
resultados de la prueba, pero también
estaba irritado con Oates, aunque
dadas las circunstancias la anotación
que hizo en su diario fue bastante
comedida: «Si tuviéramos más de
estas zapatillas, sin duda se las
pondríamos a siete de los ocho ponis
que llevamos... Es frustrante pensar
que hemos dejado en la base un
elemento que nos habría ayudado
tanto».
Instalaron el depósito de la
esquina a treinta millas de Hut Point
y entonces les atrapó el mal tiempo,
en una zona de fuertes vientos entre
el risco de Minna y el cabo Crozier.
Esta fue la primera ventisca de
Cherry-Garrard y la describió como
un «caos rugiente», que duró tres
días y tres noches. Se acurrucaron en
sus tiendas piramidales de cuatro
plazas, encendieron sus pipas y se
dedicaron a esperar. Cherry-Garrard
decidió que había tenido suerte al
compartir tienda con Scott, quien
sabía poner buena cara ante la
adversidad. «La tienda de Scott era
cómoda y me alegré mucho cuando
me invitaron a unirme a ellos... Scott
siempre se preocupaba —según
algunos, incluso se preocupaba
demasiado, aunque yo no lo creo—
de que todo estuviera ordenado y en
su lugar.» Cherry-Garrard también
describió el panorama que les
esperaba cuando salían de la tienda:
«Si logras alejarte unos pasos de la
tienda, la pierdes. Si pierdes el
sentido de la orientación, no hay
nada que te indique el camino de
regreso».
Los perros se echaron a dormir
acurrucados en la nieve, pero los
ponis, a los que no les habían salido
aún los frondosos pelajes que les
protegían durante el invierno ártico,
lo pasaron francamente mal. Fue
Scott y no Oates el que pensó en
construirles pequeños muros con
bloques de nieve, para proteger un
poco el flanco de barlovento de cada
pony y al parecer, la mejora fue
considerable, aunque el daño ya
estaba hecho: «Todos los ponis han
quedado debilitados tras la ventisca
—escribió Cherry-Garrard—, y dos
están prácticamente inutilizados».
Esto debía interpretarse como
una prueba de que los perros estaban
mejor adaptados al frío polar que
incluso los ponis de las estepas de
Manchuria, pero era incontrovertible
que en la misma ruta, Shackleton
había logrado batir todas las marcas
de desplazamientos en la Antártida
utilizando ponis y no perros.
Tras los tres días de ventisca en
Córner Camp, siguieron rumbo al sur
y al cabo de una semana, Scott
dividió el equipo en dos grupos.
Teddy Evans, Robert Forde y Patrick
Keohane regresarían a la base con
los tres ponis más debilitados,
viajando despacio y tratando de
mantenerlos vivos, mientras los
demás seguirían avanzando con los
cinco ponis sanos, para tratar de
alcanzar la meta de los 80° sur.
El 14 de febrero el pony de
Gran, Weary Willie , empezó a
retrasarse cada vez más con respecto
a los demás y acabó por echarse en
la nieve justo cuando pasaban los
perros. Cuando vieron a un pony en
posición indefensa, se le echaron
encima en manada y el caos
resultante sólo remitió cuando Gran,
Meares y Wilson lograron apartar a
los perros a base de latigazos. Weary
Willie había sufrido muchas
mordeduras y siguió avanzando aún
más despacio que antes del incidente,
sin poder tirar de su trineo. «Esto nos
ha enseñado más sobre las
características del lugar que muchas
horas conduciendo trineos», escribió
Scott. Al redistribuir la carga, el
capitán se percató de que el trineo
que cargaba Willie era mucho más
pesado que los demás y aunque no lo
dejó claro en su diario, es muy
posible que Oates fuera responsable
de comprobar los pesos de los
trineos. «El incidente ha sido
lamentable —escribió Scott—, y
todos somos responsables... Sin
embargo, me considero el más
responsable por no haber controlado
más estos detalles y por dejar que
147147 se retrasara tanto.» Este fue
otro de los muchos casos en los que
Scott exhibía su tendencia a
responsabilizarse de cualquier
problema. La suya era una actitud de
responsabilidad total, en la que no
cabía escurrir el bulto por el hecho
de haber delegado en alguien más.
Durante este trayecto hacia el
sur con cinco ponis, Scott y otros
cuatro expedicionarios utilizaron una
sola tienda de campaña de cuatro
plazas, mientras los cuatro que
conducían los trineos con perros
utilizaban otra tienda. Nadie expresó
la menor queja sobre la incomodidad
de tener a un hombre de más en la
tienda y Scott tomó nota: «Somos
cinco en la tienda y sin embargo,
estamos bastante cómodos».
Era útil saberlo. Tres días más
tarde estalló el conflicto entre Scott y
Oates. Al ver el sufrimiento de
Weary Willie, Scott decidió que sólo
tenían dos opciones: podían forzar la
marcha y completar las treinta millas
que faltaban para llegar a los 80° sur
(un punto sin rasgos geográficos
destacados, donde Scott había
decidido instalar el Depósito de Una
Tonelada), en cuyo caso era
probable que los ponis fallecieran, o
podían instalar el depósito donde
estaban y dar la vuelta. Así tendrían
más posibilidades de regresar a la
base con alguno de los ponis vivo, a
sabiendas de que la siguiente
temporada podrían realizar el viaje
principal, con su pelaje completo de
invierno.
El 17 de febrero, Scott informó
a sus hombres que había decidido
instalar el depósito en su ubicación
actual, a treinta y dos millas de
distancia de los 80° sur y que
regresarían a casa, tratando de
mantener con vida los ponis. Oates
reaccionó con indignación e insistió
en que siguieran, sacrificando a los
ponis sobre la marcha cuando ya no
pudieran seguir y dejando la carne en
pequeños depósitos para que la
comieran los hombres o los perros
más adelante.
Muchos años más tarde, Gran
describió la conversación que en su
opinión, mantuvieron ambos
oficiales: «Oates propuso a Scott que
mataran al animal (Weary Willie) y
que siguiéramos con los otros ponis,
pero Scott rechazó la idea y le confió
que había sentido náusea ante el
sufrimiento del animal. Oates le
advirtió de que se arrepentiría de su
decisión, a lo que Scott le contestó
que de cualquier manera, ya había
tomado una determinación, como
caballero cristiano».
Y no se habló más del tema. El
depósito no se instaló en los 80° sur
sino en los 79° 29' sur, unas treinta y
una millas más al norte. Ese déficit
de millas generaría ríos de tinta más
adelante.
«Habría sido absurdo acabar
con los ponis este año, como quería
el soldado —escribió Scott—. Ahora
incluso pienso que forcé demasiado a
los tres primeros.» Scott comentó a
menudo que Oates demostraba un
esmero y unas atenciones
insuperables a cada uno de los ponis,
pero no bastaba con aquellos
cuidados. Quizá era uno de los
mayores expertos en caballos del
mundo, pero en la Gran Barrera
helada había otras consideraciones
tan importantes como ese
conocimiento. Según Scott: «A Oates
no se le da nada bien juzgar el
trabajo que conlleva cada tipo de
superficie. Tampoco es muy bueno
decidiendo la capacidad de avance
de cada animal.»
Erigieron un mojón de un metro
ochenta de altura en el Depósito de
Una Tonelada y estibaron en su
interior mil kilos de combustible,
comida y material. Scott sabía que en
general, sus planes avanzaban bien.
En condiciones normales, las treinta
y una millas sacrificadas no debían
suponer un problema muy grave, ya
que en teoría las raciones de
combustible y víveres permitirían
cubrir esa distancia adicional sin
problema. Lo que más preocupaba a
Scott era el debilitamiento
progresivo de los ocho ponis que
seguían en la Gran Barrera helada.
Pidió a Oates que se llevara a Weary
Willie y los otros cuatro animales de
regreso, con sumo cuidado. Los
trineos ya no llevaban sus pesadas
cargas y tendrían los vientos de la
Gran Barrera de cola. Le preocupaba
más el estado de los tres ponis que
había enviado de regreso una semana
antes, con Teddy Evans. Scott
decidió regresar a toda velocidad
con los perros, para ayudar a Evans a
llegar a la base cuanto antes con los
animales que siguieran con vida.
Scott dejó a Oates, Bowers y
Gran con los ponis y se unió a
Meares, Wilson y Cherry-Garrard,
cuyo pony había fallecido, con los
perros. Los trineos no llevaban peso
y lograron un buen ritmo en el
trayecto de regreso a Safety Camp, el
campamento seguro, de treinta millas
por día. El 21 de febrero, los trineos
tirados por perros llegaron a las
inmediaciones del Córner Camp, el
punto en el que la ruta se dirigía al
oeste tras pasar las grietas de la isla
Blanca. La extensión exacta de la
zona de grietas era un misterio y
Scott, que viajaba con Meares,
decidió arriesgarse y girar antes de
tiempo. «No esperábamos que esto
nos llevara a una zona de grietas»,
escribió Cherry-Garrard, que seguía
a Scott en el segundo trineo.
Wilson relató lo que pasó a
continuación:

Yo avanzaba con mi equipo a


unos cien metros a la derecha de
Meares, cuando de pronto vi
desaparecer su equipo completo, un
perro tras otro, a medida que caían
en una grieta en la superficie de la
barrera. Diez de sus trece perros
desaparecieron ante mis ojos.
Parecían ratas que se metían en su
madriguera... aunque la madriguera
no se veía. Simplemente
desaparecieron bajo la superficie
blanca. Vi a Scott, que corría junto
a ellos, saltar encima del trineo
enseguida y vi que Meares pisó el
freno con fuerza, mientras yo dejé a
Cherry al mando de mi trineo y los
perros y me acerqué corriendo para
ver qué pasaba. Vi que llevaban
algún tiempo avanzando a lo largo
de una grieta tapada, de unos dos
metros de ancho, que el trineo
cargado seguía estando encima de
la grieta, detrás de un abismo azul
en el que estaba suspendida una
ristra de perros. El perro líder,
Osman, era un animal de primera
que había logrado mantenerse en la
superficie, al igual que los dos
perros más próximos al trineo.

Los cuatro hombres


comprendieron enseguida que sólo la
fuerza de Osman al frente de la
cordada impedía que los otros perros
y el trineo se precipitaran al abismo.
Lograron subir a la superficie a todos
los perros excepto dos, que se habían
zafado de sus arreos y habían
aterrizado en una cornisa, a veinte
metros de profundidad. Cherry-
Garrard explicó lo que pasó a
continuación: «Scott le dijo a Meares
que bajara a por los perros, pero
Meares se negó. Yo les dije que
había descendido por el pozo de mi
casa en varias ocasiones y que me
dejaran a mí bajar. Scott preguntó a
Bill [Wilson] qué opinaba al
respecto y Bill le contestó que, en su
opinión, no debía bajar nadie pero si
alguien lo tenía que hacer, sería él.
Entonces Scott dijo que él lo haría y
bajó».
Suspendieron a Scott de una
cuerda para rescatar a los dos
animales, pero mientras se
encontraba en la grieta, empezó una
pelea feroz entre los perros en la
superficie. Una hora más tarde,
finalizada la batalla campal, subieron
a los dos perros y a Scott, congelado.
«Creo que incluso un hombre no muy
dado a las oraciones —escribió
Cherry-Garrard sobre el incidente de
la grieta— rezaría esta noche.» Años
más tarde, añadió otro detalle a su
relato: «Hasta ese día, Scott había
comentado a Meares que los perros
llegarían al polo. Después de aquel
incidente, jamás le oí decirlo otra
vez». No es de extrañar que
cambiara de parecer, tras ver cómo
una pequeña grieta en la barrera casi
se había tragado un equipo completo
de perros, especialmente al pensar en
las terribles experiencias de
Shackleton en los campos de grietas
del glaciar Beardmore.
No tardaron en llegar a Safety
Camp, el campamento seguro, donde
comprobaron que a pesar de los
esfuerzos de Teddy Evans, dos de
sus tres ponis habían fallecido. Por
otra parte el tercero, llamado Jimmy
Pigg, había recobrado fuerzas. Sin
embargo, a Scott le esperaban
noticias aún peores en una larga carta
enviada por Víctor Campbell. Tras
despedirse de Scott cuatro semanas
antes, el Terra Nova había navegado
hacia el extremo opuesto de la Gran
Barrera helada, para dejar a
Campbell y a sus cinco hombres en
el litoral de la península de Eduardo
VII. Sin embargo, Pennell se había
topado con un peligroso laberinto de
témpanos, grandes icebergs y
enormes acantilados de hielo. Se
dirigieron de regreso hacia el oeste,
buscando un punto alternativo para
desembarcar a Campbell. No lo
encontraron y Pennell decidió buscar
en la zona de la bahía de las
Ballenas. Al llegar, comprobó con
sorpresa y horror que se les había
adelantado el Fram y que el refugio y
las tiendas de los noruegos de
Amundsen se encontraban a unas tres
millas de la barrera.
Amundsen estaba bien
informado de los acontecimientos y
opinaba que el barco de los ingleses
aparecería en algún momento, pero
cuando los noruegos avistaron el
Terra Nova, uno de los marineros del
Fram expresó sus nervios: «Si
piensan hacer algo malo (no dejamos
de preguntarnos qué opinarán los
ingleses de nuestra competencia) los
perros lograrán rechazarles... Más
vale que me arme por si acaso». Esto
indica que los tripulantes del Fram
eran conscientes de que era posible
considerar las acciones de Amundsen
como un engaño malicioso.
Víctor Campbell había esquiado
en Noruega a menudo y hablaba
bastante bien el idioma, así que fue a
visitar el campamento con algunos
compañeros del Terra Nova.
Noruegos e ingleses revisaron con
curiosidad las instalaciones de los
otros y reinó un ambiente educado,
pero algo forzado. Informaron a
Campbell que el Fram había
navegado desde Madeira sin escalas,
había logrado franquear la banda de
hielo flotante en sólo cuatro días,
había llegado a la bahía de las
Ballenas el 9 de enero y casi un mes
más tarde, los tripulantes seguían con
la operación de desembarque.
Amundsen ofreció educadamente a
Campbell que instalaran su base en
un lugar idóneo, a una milla escasa
del campamento noruego y que sus
trineos y sus perros les ayudarían con
el desembarque. Campbell rechazó la
oferta con otro alarde de educación.
«Los noruegos parecen todos
encantadores —escribió Wilfred
Bruce—, incluso el pérfido
Amundsen.» No obstante, Bruce
añadió que el alarde de educación no
duró mucho cuando el Terra Nova
salió de la bahía. «Sonó con fuerza
un acopio de palabras malsonantes
—escribió—...,y hubo enconadas
discusiones sobre el derecho de
Amundsen a instalarse ahí y sobre
nuestras posibilidades de vencerle.
Su experiencia y la cantidad de
perros que llevan no parecen
dejarnos muchas opciones.»
«Es una tremenda lástima que
Amundsen no haya sido más sincero
sobre sus intenciones de venir al sur
—comentó el doctor Levick—. De
todos modos, el verano que viene la
carrera será emocionante.» Priestley
añadió que él y los demás habían
hecho conjeturas sobre los noruegos
y su evidente dominio de los
desplazamientos polares,
especialmente al ver la gran cantidad
de perros que llevaban.
Cuando se alejó el Terra Nova,
los noruegos terminaron el
desembarque y empezaron a instalar
sus depósitos para el viaje al sur.
Amundsen esperaba instalar
depósitos en los 83° sur, 180 millas
más cerca del polo que el capitán
Scott. Además de su dominio de los
trineos tirados por perros y de los
esquís, la base de Amundsen se
encontraba sesenta millas más al sur
que la de Scott y eso eliminaba
distancia en el viaje de ida y en el de
vuelta, además de reducir el trayecto
que debía realizar hasta la Gran
Barrera, por el peligroso hielo
marino.
Los noruegos empezaron a
instalar sus depósitos el 21 de
febrero, con un equipo de ocho
hombres que no dejaban de discutir
entre ellos, siete trineos con
trescientos kilos de carga cada uno y
seis perros por trineo. Amundsen no
había previsto que sus perros
perdieran tanta condición física
durante el viaje en el Fram. Se
cansaban enseguida, perdían peso
con facilidad y el hielo les cortaba
las patas, que se convertían en una
pasta ensangrentada. Llegaron a los
81° sur el primero de marzo, pero
por algún motivo, se habían olvidado
de un manual esencial para la
navegación, el Almanaque Náutico
de 1912. Sólo llevaban un ejemplar
para el año 1911, pero una noche se
incendió con una lámpara de aceite y
cuando lo rescataron, sólo se habían
salvado las páginas de septiembre a
diciembre de 1911. Amundsen
decidió que esto era una señal de que
debía llegar al polo y regresar a su
base antes del 31 de diciembre de
1911. No tenía que preocuparse de
científicos ni de un programa de
investigaciones, así que todos sus
hombres excepto el cocinero
concentraron sus esfuerzos en el
viaje al polo.
Amundsen siempre insistió en
que odiaba ver sufrir a sus perros,
pero el 6 de marzo, mientras se
aproximaban a los 82° sur, su
ayudante Johansen ofreció un relato
algo diferente: «Hoy hemos
recorrido dieciséis millas y media, el
último tramo a paso muy lento. Ha
habido que usar el látigo con los
pobres animales». El relato seguía el
día siguiente: «Hoy hemos recorrido
trece millas con aún más dificultades
y el paso es muy lento... Los perros
del jefe son los peores, ya no hacen
caso a los latigazos, simplemente se
echan en el camino y es todo un reto
ponerlos en marcha de nuevo».
Al igual que a Scott, las
limitaciones de los animales
obligaron a Amundsen a instalar su
último depósito más lejos del polo
de lo previsto. «He decidido instalar
el depósito en los 82° sur —escribió
—. No sacaremos nada de seguir
avanzando.»
Los perros eran capaces de
realizar viajes en la primavera antes
que los ponis, pero también podían
seguir saliendo durante más tiempo
al final de la temporada, así que
Amundsen pudo realizar otro viaje
hasta mediados de abril. Añadió más
provisiones a los depósitos más
próximos a la base, pero pagó un
precio cuando perdió dos perros en
una grieta. Tenía una línea de
suministros asegurada hasta los 82°
sur, podía empezar a desplazarse por
lo menos dos semanas antes que los
ponis de Scott y la ubicación de su
base le ahorraría un total de 120
millas entre la ida y la vuelta, en
comparación con los ingleses. La
situación pintaba bien para
Amundsen. «Tenemos que llegar los
primeros a toda costa —escribió el
noruego—. Hay que apostarlo todo a
esa carta.» Todo iría bien, siempre
que su base no se desprendiera de la
barrera y saliera flotando, y siempre
que encontrara una buena ruta hacia
el polo al final de su línea de
depósitos.
Después de salir de la bahía de
las Ballenas con el Terra Nova,
Harry Pennell llevó a Campbell al
cabo Evans, para que informara a
Scott de la presencia de Amundsen.
A continuación llevó a sus hombres
al cabo Adare y el 18 de febrero
desembarcaron en la playa que había
sido el campamento original de la
expedición de Borchgrevink, en
1899. Debido a circunstancias ajenas
a su control y a su agrado, el equipo
oriental de Scott se había convertido
en el equipo del norte. Después del
desembarco, el Terra Nova se
encaminó a Nueva Zelanda con la
intención de regresar el verano
siguiente, para recoger a los
expedicionarios.
De regreso en Safety Camp,
Scott reaccionó con consternación
ante las noticias de Campbell sobre
al Fram. Roald Amundsen, el gran
especialista en viajes sobre el hielo,
no se dirigiría al polo sur por el mar
de Weddell, sino que se encontraba
del otro lado de la Barrera helada,
sesenta millas más cerca del polo
que el cabo Evans. «Todos los
acontecimientos del día —escribió
Scott— pierden importancia ante el
contenido turbador del saco de
correspondencia.»
Cherry-Garrard, que se había
enterado de la noticia junto con
Scott, describió la escena:

Pasamos más o menos una


hora enfurecidos, con el propósito
irracional de dirigirnos a la bahía
de las Ballenas para arreglar las
cosas con Amundsen y los suyos de
inmediato, por las buenas o por las
malas. Aquel temperamento no
podía durar y no tardamos en
calmarlos, pero el disgusto estaba
más que justificado. Acabábamos de
realizar el primer paso de lo que
sería un esfuerzo desgarrador,
trazando un camino hacia el polo y
con razón o sin ella, sentíamos que
nos habíamos ganado el derecho a
ser los primeros. Habíamos
potenciado el sentido de la
colaboración y la solidaridad hasta
unos niveles inimaginables, y
habíamos arrinconado tanto el
espíritu competitivo que su abrupta
intromisión provocó una terrible
nota discordante. No pretendo
justificar nuestro ataque de ira,
porque no fue más que eso, pero
debo recordarlo como un elemento
humano de nuestra historia. No tuvo
mayores consecuencias.

Muchos años más tarde y tras


padecer ataques de melancolía y
prolongados períodos de distracción
mental, Cherry-Garrard habló de
aquel episodio con su amigo y vecino
George Bernard Shaw, que adoraba a
Kathleen Scott, pero a pesar de no
haberle conocido nunca, sentía
antipatía por el capitán Scott,
fallecido años antes.
Bernard Shaw ayudaba a
Cherry-Garrard a escribir su libro y
éste le contó varias versiones que
contradecían su versión inicial,
escrita tras la expedición. Según este
relato posterior, cuando Scott oyó la
noticia sobre Amundsen, saltó de su
saco de dormir y exclamó que
acababan de perder una buena
oportunidad de enviar al noruego de
regreso, en el barco. Un Cherry-
Garrard envejecido ofrecería una
tercera versión años más tarde:
«Scott estaba en la tienda conmigo y
con Wilson y dijo que debíamos ir a
enfrentarnos con Amundsen, que no
había leyes más allá de los sesenta
grados sur... Insistió en ello durante
horas. Wilson me comentó que Scott
ya les había dado problemas en el
Discovery, pero que jamás había
llegado a aquellos extremos».
Estas divagaciones fantasiosas
de un Cherry-Garrard envejecido,
enfermo y algo trastornado se
contradicen con el relato claro que
ofreció él mismo a su regreso de la
Antártida y de la versión de Teddy
Evans, que también estuvo presente
durante los acontecimientos:

Pasamos aquella noche muy


desanimados, a pesar de los
intentos de ponernos de buen
humor. Era evidente que nuestra
única opción consistía en
olvidarnos del programa científico
y dirigirnos directos al polo tras el
invierno, en cuanto las condiciones
lo permitieran. La única pregunta
era si debíamos utilizar perros o
ponis, aunque estaba claro que
necesitaríamos los ponis para tirar
de la mayor parte de nuestro
material, a menos que pudiéramos
confiar en los trineos motorizados,
cosa que todos dudábamos. Sin
embargo, podíamos discutir durante
horas y eso no expulsaría a
Amundsen del continente antartico,
así que había que poner buena cara
ante la adversidad. El capitán Scott
se lo tomó relativamente bien, en mi
opinión mejor que los demás,
máxime teniendo en cuenta todo el
trabajo previo que había realizado
en la Antártida. Scott fue el primero
en abrir caminos por el continente
con trineos, fue el verdadero
pionero y todos lo sentíamos mucho
por él.

El propio Scott anotó su opinión


respecto a la noticia de Amundsen y
a su propia forma de reaccionar:
«Sólo sé una cosa con certeza
absoluta y es que lo mejor que
podemos hacer nosotros, lo más
sensato, será seguir como si esto no
hubiera sucedido. Debemos seguir
nuestros planes y tratar de defender
el honor de nuestro país sin temor ni
alarma. No cabe duda de que el plan
de Amundsen supone una grave
amenaza para el nuestro. Se
encuentra sesenta millas más cerca
del polo que nosotros y además, no
esperaba que consiguiera cruzar el
hielo con tantos perros vivos. Su
plan de avanzar con los perros
parece impecable y sobre todo, él
puede iniciar su viaje a principios de
la temporada, mientras que a
nosotros los ponis no nos lo
permiten». Al tomar la decisión de
seguir el plan original y hacer caso
omiso de la amenaza de Amundsen,
sin saberlo Scott estaba siguiendo
una máxima de George Bernard
Shaw: «Si tienes un destino, jamás lo
alcanzarás si te detienes a pelearte
con los demás por el camino».
Cuando Scott dejó la base del
cabo Evans la primavera siguiente,
dio órdenes para el oficial que
permanecería al mando, Simpson, de
que ayudara a Amundsen si los
noruegos se lo solicitaran. El diario
de Wilson no menciona una reacción
iracunda de Scott y él mismo expresa
sus dudas sobre las posibilidades de
éxito de Amundsen: «En cuanto a las
probabilidades de Amundsen de
alcanzar el polo, no creo que sean
muy buenas... Creo que no se da
cuenta de lo mal que les sienta a los
animales la monotonía y las
condiciones adversas de la Barrera
helada».
¿Y qué hay de las reacciones de
los demás ante la noticia del secreto
bien guardado de Amundsen? ¿Qué
hay de los que no pertenecían al
círculo inmediato de Scott? «Tryggve
Gran estaba tan disgustado por las
acciones de su paisano —escribió
Bowers—, que daba lástima ver la
posición incómoda en la que se
encontraba.» «Si nosotros somos
capaces de llegar al polo —escribió
a su vez Gran—, también lo será
Amundsen y llegará semanas antes.
Nuestras perspectivas no son muy
halagüeñas. Lo único que puede
salvar a Scott es que le suceda algo a
Amundsen.» Más adelante, añadiría
su opinión personal sobre el talante
de su compatriota: «Creo que las
acciones de Amundsen distan mucho
de lo que haría un caballero; jamás
había sucedido algo así en la historia
de la exploración polar».
Cuando regresó a Noruega, los
mismos paisanos de Amundsen que
antes le admiraban como a un héroe
de la categoría de Nansen, le
abandonaron avergonzados. Tal fue
la hostilidad que suscitó, que cuando
sus valedores solicitaron al gobierno
noruego una subvención del
parlamento, la reacción fue muy
reacia.
Cuando Bowers, Gran y Oates
llegaron a Safety Camp con los cinco
ponis, los animales aún estaban
vivos pero muy debilitados. Scott
sabía que no había tiempo que
perder. «Ahora debemos dedicar
todos los esfuerzos a salvar a los
animales restantes», escribió. La
única esperanza de salvarlos
consistía en sacarles de las duras
condiciones de la Barrera helada y el
único albergue del que disponían era
el de Hut Point. La mejor ruta para
los ponis atravesaba el hielo marino,
que no tenía un aspecto muy estable;
el hielo seguía aparentemente firme,
pero había charcas en los témpanos
que presagiaban su rotura. En
cuestión de horas, la plataforma
podía fracturarse y flotar a la deriva
en forma de miles de témpanos.
Wilson era el más curtido de los
presentes en los hielos polares y
Scott le pidió que se adelantara con
dos trineos tirados por perros: el
suyo y el de Meares. Sólo les
separaban cuatro millas en línea
recta de Hut Point, aunque una ruta
alternativa les llevaría hacia un punto
más cercano: un desembarcadero
natural en la isla Ross, llamado el
Peñasco. De ahí tendrían que cargar
con los trineos y con todo el
material, llevando a los perros por
parejas para cruzar unas tres millas y
media de rocas resbaladizas. Este
tramo sería especialmente difícil
para los ponis, que se arriesgaban a
romperse las patas. Considerando
que por la ruta directa, la Punta se
encontraba a una hora de camino
para los ponis y a veinte minutos
para los perros, y que el hielo aún
tenía un aspecto pasable, decidieron
que los ponis correrían más peligro
pasando por el Peñasco que cruzando
el hielo marino en línea recta.
Sin embargo, Wilson se había
decantado por la ruta del Peñasco y
Scott decidió ofrecerle una solución
intermedia: si Wilson decidía que la
ruta por el mar no tenía buen aspecto,
podía tomar la iniciativa y decidir la
ruta que le pareciera idónea. Wilson
y Meares partieron el 1 de marzo,
rumbo a Hut Point. A su derecha
tenían un banco de niebla espesa y
Wilson sabía que eso señalaba la
presencia de mar abierto o de una
charca derretida. Ya en enero habían
avistado charcas en el hielo marino,
así que Wilson decidió seguir de
momento, pero a continuación se
topó con una serie de finas grietas
regulares que subían y bajaban con el
movimiento de las olas. Sabía que
cuando cambiara la marea, aquellas
grietas podían ensancharse para
formar un archipiélago de témpanos a
la deriva y que, si soplaba el viento
del sur o del este, los témpanos
saldrían a mar abierto en cuestión de
instantes. El peligro era innegable,
así que Wilson y Meares decidieron
retroceder.
No tardaron en llegar a un punto
del que en opinión de Wilson,
podrían dirigirse al Peñasco sin
acercarse a la charca derretida.
Wilson veía a los ponis que conducía
Bowers a menos de media milla,
dirigiéndose directamente hacia
ellos. Wilson y Meares azuzaron a
los perros y se dirigieron con sus
trineos hacia el norte, justo enfrente
del grupo de Bowers. Emprendieron
el camino hacia el Peñasco con la
certeza de que Bowers les seguiría.
Entonces Bowers decidió seguir
por el camino derecho hacia Hut
Point en vez de seguir el rastro de
Wilson. La decisión tendría
consecuencias trágicas, así que
merece la pena analizar los motivos
de Bowers. Cabe preguntarse si
actuó por iniciativa propia, como
había hecho Wilson, o si Scott le
había dado instrucciones. La
anotación de Scott al respecto en su
diario no deja lugar a dudas: «El
plan era que los ponis siguieran los
rastros de los perros», escribió
Scott. «Meares y yo nos disponemos
a llevar a los perros a Hut Point con
todo nuestro material —escribió
Wilson—, y el grupo de los caballos
nos seguirá a nosotros. Analizamos
la ruta a seguir durante algún tiempo.
Yo era partidario del peñasco e
insistí en ello, pero me desoyeron y
me indicaron que siguiera la ruta
directa (por el cabo Armitage) de ser
posible, aunque también debía actuar
con entera libertad y seguir mi
propio criterio. No tendríamos que
preocuparnos de los ponis, que
estarían al mando del capitán Scott.»
Lo que no sabía Wilson es que Scott
no viajaba con Bowers y los ponis,
por culpa del desfallecimiento de
Weary Willie. «Mis órdenes
consistían en dirigirme a Hut Point
por el hielo marino sin demora —
escribió a su vez Bowers—, y seguir
a los perros.»
La clave de los trágicos
acontecimientos posteriores fue que
Bowers, al ver que Wilson se dirigía
de pronto hacia el peñasco, dedujo
que aquél había malinterpretado las
órdenes «y en vez de marcarnos el
camino, decidieron adelantarse por
su cuenta». Tom Crean, uno de los
más experimentados acompañantes
de Scott y veterano de numerosos
desplazamientos por el hielo marino,
acompañaba a Bowers. Ambos
hombres y el tercer miembro del
grupo, el joven Cherry-Garrard,
decidieron seguir en línea recta hacia
Hut Point. Al igual que había hecho
Wilson, ellos habían tomado su
propia decisión.
A cada paso del camino,
Bowers mostró la sensatez de pedir
la opinión de Tom Crean. «Crean
había recorrido el hielo poco antes
—escribió Bowers—, y me dijo que
más adelante estaba bien.» Después
de avanzar entre la niebla durante
algún tiempo, se encontraron con las
mismas grietas que había visto
Wilson y tomaron la sensata decisión
de retroceder hasta llegar al hielo
firme, más cerca de la barrera.
Bowers no se arriesgó al tomar esta
decisión y siguieron retrocediendo
algún tiempo, antes de detenerse para
montar un campamento. Creyendo
que habían salido del hielo marino y
se encontraban en las condiciones
relativamente seguras de la Gran
Barrera helada, construyeron
parapetos de nieve para proteger a
los ponis y se prepararon una bebida
caliente. En la penumbra, Bowers
confundió el cacao con el polvo de
curry, pero estaban tan cansados que
«Crean se lo bebió todo antes de
percatarse del error». Bowers cuenta
lo que pasó a continuación:

Ya eran las dos cuando nos


dispusimos a acostarnos. Salí para
comprobar que todo estuviera bien:
aún había niebla al oeste pero
alcanzaba a ver por lo menos una
milla y todo estaba tranquilo. Sin
embargo, el cielo estaba muy oscuro
en la zona del estrecho y eso era
una señal inequívoca de mar
abierto. Fui a dormir. Al cabo de
dos horas y media desperté al oír un
ruido. Mis dos compañeros aún
roncaban y supuse que era eso lo
que había oído. Me disponía a
echarme de nuevo a dormir tras
comprobar que sólo eran las cuatro
y media, cuando oí el ruido de
nuevo. Lo primero que pensé fue
que mi pony estaba robando las
provisiones de avena, así que salí a
comprobarlo.
Me cuesta describir lo que
presencié y lo que sentí, así que
dejaré ambas cosas a su
imaginación. Nos encontrábamos en
medio de una flota de témpanos de
hielo. Se alcanzaban a ver los picos
de las colinas, pero por debajo
había una fina niebla y no había
hielo firme a la vista; todo el hielo
se había disgregado y los témpanos
subían y bajaban con las olas.
Había largas lenguas de agua por
todas partes. El témpano en el que
nos encontrábamos se había partido
en medio de la cuerda de los ponis y
había cortado por la mitad el
parapeto de Guts. El pobre de Guts
había desaparecido y se veía una
marca oscura de agua, donde se
había abierto el hielo debajo de sus
pies. Los dos trineos que sujetaban
el extremo opuesto de la cuerda se
encontraban en el borde de otro
témpano, a punto de caer al agua.
Nuestro campamento estaba
instalado en un témpano que no
medía más de treinta metros de
ancho. Desperté a Cherry y a Crean
de un grito y salí corriendo en mis
calcetines para tratar de salvar los
dos trineos; más adelante había un
punto contiguo entre ambos
témpanos, así que empujé los
trineos hasta ahí para pasarlos a
nuestro lado. Entonces nuestro
témpano se partió en dos, pero
afortunadamente nos
encontrábamos todos en la misma
parte. Me puse las botas finnesko y
comenté que habíamos pasado
algunos malos tragos, pero que éste
se llevaba la palma. Después me
han comentado que fue quijotesco
por mi parte no haberlo dejado todo
para salvarnos nosotros. Sin
embargo, comprenderá que ni se me
pasó por la cabeza abandonarlo
todo.

Mientras, en la tierra firme del


peñasco, Wilson y Meares instalaron
su campamento sin comprender por
qué Bowers no les había seguido.
Wilson vio con sus prismáticos que
los otros también habían acampado y
se acostó.

Me desperté a las cinco de la


mañana y comprobé con horror que
todo el hielo marino se había puesto
en marcha, que todo el hielo
durante muchas millas se había
desmoronado, más allá del punto en
el que nos habíamos dado la vuelta
y del campamento de los otros.
Vimos que el equipo de los ponis
estaba a la deriva en un témpano,
separados del hielo firme de la
barrera por extensiones de agua y
por un sinfín de témpanos flotantes.
Veíamos con los prismáticos que
corrían con los ponis y los trineos,
pasando de un témpano a otro cada
vez que tenían la oportunidad,
tratando de acercarse a la
seguridad de la Barrera helada. El
estrecho entero se había convertido
en mar abierto al norte del cabo
Armitage, con niebla en todas
partes y una multitud de hielo
flotante que se dirigía al norte por
el mar de Ross.
13
El peor viaje, 1911

En 1982, pasé tres meses con un


amigo, aislados en un témpano que
flotó a la deriva por el océano Ártico
durante 400 millas, con el temor
constante de que el témpano se
rompiera en pedazos. En la
Antártida, dos científicos británicos
fallecieron hace poco en un témpano
que se separó de la costa, a pocas
millas de su base permanente y a
pesar de los años de experiencia y un
gran conocimiento del hielo por parte
de ambos. Cualquier desplazamiento
por el hielo marino es peligroso,
pero en muchas partes de la
Antártida, como en la zona habitada
por los hombres de Scott cerca de
Hut Point, no existen alternativas
razonables. Hay que observar el
tiempo, evaluar el estado del hielo y
si todo tiene buen aspecto,
emprender el viaje. El clima puede
cambiar sin previo aviso y provocar
condiciones en las que es imposible
desplazarse, en cuyo caso hay que
acampar en la masa de hielo y
olvidarse de llegar rápido a tierra
firme. Si la suerte no acompaña, el
viento puede romper el hielo en
múltiples témpanos individuales que
pueden alejarse hacia alta mar. En
ese caso hay que enfrentarse al
peligro de morir de frío, de hambre,
ahogado, o a manos de las oreas que
merodean entre los témpanos y
pueden partir una masa de hielo para
cazar a sus víctimas.
Cuando Henry Bowers salió de
su tienda en la madrugada del 1 de
marzo de 1911, sus probabilidades
de sobrevivir eran mínimas. Estaban
flotando hacia el oeste, rumbo a alta
mar y comprobó enseguida que su
única opción consistía en dirigirse al
sur, pasando de un témpano al
siguiente cuando hubiera contacto
entre los dos. Afortunadamente,
comprobaron que los ponis estaban
dispuestos a franquear pequeñas
brechas de agua y lograron avanzar
despacio, pero seguros, hacia la
orilla de la Gran Barrera helada, del
que se había separado su témpano.
«Después de unas horas —
escribió Bowers—, vimos hielo
sólido más adelante y dimos gracias
a Dios.» Sin embargo, les esperaba
otra sorpresa desagradable, cuando
llegó una manada de oreas feroces.

Estaban provocando una


escabechina entre las focas que
permanecían en los témpanos y
navegaban entre los pedazos de
hielo, mostrando sus enormes aletas
dorsales y soltando fuertes bufidos.
Tardamos más de seis horas en
acercarnos al hielo sólido, que
resultó ser la Gran Barrera, aunque
vimos que algunos pedazos enormes
de la misma barrera se rompían y se
unían a la masa flotante... Me dirigí
a un gran témpano inclinado, que
esperaba que nos llevara hasta la
barrera. Corrimos por la ladera
hacia la salvación, pero al llegar a
la cima nos encontramos con un
panorama que nos cogió
completamente desprevenidos. A lo
largo de la orilla de la barrera se
había abierto un canal de agua, de
unos diez o quince metros de ancho.
El canal estaba lleno de restos de
hielo, hechos añicos por el oleaje
que imprimía un movimiento
constante a la escena. El canal
estaba repleto de oreas, que
acechaban a cualquier presa que se
pusiera a su alcance, mientras que
la orilla de la barrera se había
convertido en un talud
inexpugnable, de unos cinco o seis
metros de altura. Estábamos tan
cerca y a la vez tan lejos. De
pronto, el témpano inclinado en el
que nos encontrábamos se partió
por la mitad y corrimos a
refugiarnos en otro témpano con un
aspecto más sólido.
Tanto Cherry-Garrard como
Crean se ofrecieron para adelantarse
y buscar ayuda, pero Cherry-Garrad
era miope y no veía bien sin sus
gafas, así que Bowers envió a Crean.
«Escribí una nota para el capitán
Scott, llené los bolsillos de Crean
con provisiones y le vimos alejarse.»
Observaron a Crean a través del
telescopio, mientras saltaba de un
témpano a otro y al cabo de unas
horas, comprobaron que había
llegado a la Gran Barrera. «Avancé
sin detenerme ni una vez —explicó
Crean más adelante, cuando le
preguntaron por la velocidad a la que
había completado un viaje tan
peligroso—. Las oreas no eran una
compañía muy grata.»
Tras la partida de Crean,
Cherry-Garrard y Bowers montaron
la tienda y ataron a los ponis cerca
de ellos. El témpano flotaba cerca de
la Barrera y los hombres rezaban
para que no soplara un viento de
tierra que les alejara mar adentro,
antes de que llegaran los demás para
ayudarles. Bowers anotó sus
impresiones durante aquella espera:
Las orcas mostraban
demasiado interés por nosotros
como para ofrecer un espectáculo
agradable. Tenían la costumbre de
sacar toda la cabeza del agua para
ver si había focas en los témpanos.
Aquellas cabezas enormes, negras y
amarillas, con sus miradas
escalofriantes que a veces sólo se
encontraban a unos metros de
nuestra posición y que no dejaban
de rodearnos, se convirtieron en
uno de los recuerdos más
inquietantes que conservo de aquel
día.

Ese mismo día a las siete de la


tarde, Tom Crean llegó a la orilla de
la barrera con Scott y Oates, tras
arriesgarlo todo para conseguir
ayuda. «Scott estaba demasiado
aliviado de encontrarnos a salvo —
escribió Bowers—, como para
expresar cualquier emoción que no
fuera alegría. Cuando le pregunté qué
opinaba de los ponis y los trineos,
respondió que le importaban un pito,
que lo que quería era rescatarnos a
nosotros. Más adelante me enteré de
que al oír la noticia de Crean, Scott
se había enojado conmigo por no
haberlo abandonado todo para
salvarnos.»
Entre todos, utilizaron los
trineos para construir una escalera
que les permitió remontar la orilla de
la Barrera.

El capitán Scott se alegró tanto


que comprendí lo que debió de
sentir durante todo el día. Se había
echado la culpa de nuestras
muertes, pero nos había encontrado
vivos y coleando... No obstante, yo
era partidario de rescatar a los
animales y salvar los trineos, así
que nos dejó regresar al témpano...
Scott conocía más el hielo que todos
nosotros y comprendía el peligro al
que nos enfrentábamos sin saberlo,
por lo que nos recomendaba que lo
abandonáramos todo.

En una ocasión estuvieron a


punto de subir a los ponis por una
rampa improvisada, cuando las
condiciones les depararon otra
sorpresa:
Para mi enorme desilusión, el
hielo empezó a moverse de nuevo...
Tratamos con todas nuestras
fuerzas de mantener la rampa
estable, hasta que el capitán Scott
nos dio una orden incontestable de
regresar. Corrí a quitarles los
morrales a los ponis, subimos por la
rampa y tiramos de los trineos para
recuperarlos, segundos antes de que
se alejara el témpano. La brisa del
sudeste era muy suave, pero su
efecto se hizo sentir lo bastante
como para ensanchar el canal de
agua que nos separaba de los ponis:
un metro, dos metros, tres, cinco... y
a pesar de lo mucho que nos dolía
perder a los ponis, nos alegrábamos
de estar a salvo en hielo firme.

Instalaron sus tiendas a una


media milla de la orilla, ya que no
dejaban de romperse pedazos de la
barrera que se convertían en icebergs
y se alejaban flotando.

Mientras preparaban la cena,


Scott y yo nos acercamos de nuevo a
la orilla. El viento había rolado al
este y todo el hielo se había puesto
en movimiento. Nos separaba del
hielo un canal de más de veinte
metros de ancho, por el que las
oreas no dejaban de patrullar a
toda velocidad. Nuestros tres
pobres animales se encontraban a
cierta distancia, navegando en
paralelo a la barrera. Mientras
regresamos al campamento, yo tenía
el ánimo por los suelos. Sin
embargo, lo que yo sentí no debía
ser nada en comparación con lo que
tuvo que aguantar el capitán Scott
ese día... Me contó que no confiaba
en los trineos motorizados en
absoluto, ya que las orugas habían
quedado maltrechas durante el
desembarque. Su confianza en los
perros había disminuido mucho tras
los acontecimientos del viaje de los
depósitos y ahora había perdido los
mejores ponis de transporte, el bien
más preciado del que disponíamos.
Me dijo que de todos modos
trataríamos de hacer un buen
esfuerzo la temporada siguiente,
pero que ya no confiaba mucho en
alcanzar el polo.

El día siguiente comprobaron


que el témpano de los ponis se había
desplazado en paralelo a la orilla y
estaba relativamente cerca de la
Gran Barrera, así que hicieron otro
intento de salvar a los tres animales.
Bowers describió el curso de los
acontecimientos, en los que él quería
rescatar los ponis a toda costa,
mientras Scott estaba más pendiente
del peligro de quedar todos a la
deriva en un témpano.

El salto más difícil fue el


primero, pero no era nada
comparado con lo que habían
logrado hacer el día anterior, así
que lo intentamos primero con
Punch. No sé por qué se echó atrás,
pero lo hizo en el último instante y
acabó en el agua. No quiero ni
recordar el esfuerzo que hicimos
para sacar al valiente pony del mar,
pero fue en vano y Titus tuvo que
poner fin a su sufrimiento con un
piolet.
Ahora sólo quedaban mi pony y
Nobby. Decidimos desechar aquella
ruta y el capitán Scott investigó
otra un poco más larga, que nos
obligaba a alejarnos de la orilla
por otros témpanos. Decidimos
probar suerte por aquella ruta si
lográbamos sacar a los animales
del témpano, ya que primero tenían
que hacer un salto considerable,
fuera cual fuese el camino elegido.
El capitán Scott dijo que a ser
posible no se debía repetir la
desgracia sufrida por Punch y que
prefería sacrificarlos en el
témpano. De todos modos, tratamos
de animar al viejo Nobby a que
saltara, pero se negaba a hacerlo.
Parecía un esfuerzo inútil pero lo
intenté una y otra vez hasta que al
final lo logramos... Titus aprovechó
la oportunidad y llevó a mi pony
hacia el salto, también con éxito. A
continuación regresamos hacia la
Barrera y seguimos hacia el oeste,
hasta que encontramos un lugar que
parecía ofrecer una oportunidad de
subir. Scott y Cherry empezaron a
abrir un camino, mientras Titus y yo
regresamos por el hielo marino
para recoger a los ponis.
Llevábamos un trineo vacío para
utilizarlo como puente o escalera,
en caso de emergencia y tuvimos
que superar unos cuarenta
témpanos para llegar a los ponis. El
camino estaba en buenas
condiciones y logramos llevarlos
con éxito hasta los dos últimos
témpanos, que se habían separado
un poco.
Nobby superó el último salto
como un campeón, pero de pronto
en una charca aledaña asomó la
cabeza por lo menos una docena de
fieras oreas. La llegada de los
cazadores debió de asustar a mi
pony, que no saltó derecho sino en
diagonal, y no logró alcanzar el
témpano con las patas traseras. Fue
otra situación espantosa, pero Scott
logró subir con Nobby a la
plataforma, mientras Titus, Cherry
y yo tratábamos de rescatar al
pobre Unele Bill. Por algún motivo
las oreas se mantuvieron al margen
y por fin logramos llegar con el
pony a la orilla de la barrera,
tirando de él a través del hielo.
El capitán Scott temía que nos
pasara alguna desgracia con las
oreas tan cerca y era partidario de
abandonar el pony ahí mismo, pero
yo no podía pensar en nada excepto
en el animal y cuando logramos
llevarlo hasta la orilla del hielo
quebradizo, atamos dos cuerdas a
sus patas delanteras. Crean estaba
demasiado cegado como para hacer
nada excepto permanecer junto al
otro animal en la Barrera, pero los
demás tiramos con todas nuestras
fuerzas, hasta lograr sacar al pony
del agua. El hielo quebradizo era
tan fino que si una orea hubiera
arremetido contra él, lo habría
hecho añicos y todos nos habríamos
ido al agua. La desilusión fue
terrible cuando comprobé que el
pony no se podía poner de pie. Titus
declaró que estaba acabado, que
jamás lograríamos subirle a la
Barrera con vida. Traté de
levantarle en vano y después de tres
intentos, se echó hacia atrás y cayó
de nuevo al agua. Entonces nos
enfrentamos a un nuevo e
inesperado peligro: un tramo de la
Barrera empezó a hundirse
lentamente en el mar.
Era evidente que se había
agrietado con anterioridad, pero la
marea estaba completando el
trabajo. Nos ordenaron que
regresáramos de inmediato y sin
duda era urgente, pero Titus y yo no
podíamos separarnos del viejo
Unele Bill. Dije que no quería dejar
que lo devoraran las oreas con vida.
Teníamos un piolet, pero Titus
declaró que se negaba a pasar por
el calvario de tener que matar otro
animal. De todos modos, no quería
que nadie más que yo sacrificara a
mi animal. Cogí el piolet y le di un
golpe en el punto que indicó Titus.
Me aseguré de haber completado la
labor antes de correr hacia la
Barrera, con un piolet
ensangrentado en la mano, en vez
del pony que parecía estar casi a
salvo.

Habían sobrevivido dos ponis,


Jimmy Pigg y Nobby, de los ocho que
realizaron el viaje de los depósitos.
Los dos supervivientes se
encontraban bajo techo junto al viejo
refugio de la Punta, del que con gran
esfuerzo, Atkinson y Crean habían
logrado sacar todo el hielo y limpiar
la inmundicia. Durante los días
siguientes, todos los grupos se
reunieron ahí.
La bahía que separaba Hut Point
de la base principal en el cabo Evans
se había convertido en mar abierto,
así que los trece hombres que habían
participado en el viaje de los
depósitos se verían obligados a
pasar un mes o dos en el refugio,
hasta que se congelara de nuevo el
mar. Los aposentos no eran
precisamente paradisíacos. «Había
una fogata abierta de grasa de foca en
el centro del refugio —explicó
Cherry-Garrard—. No había abertura
para que escapara el humo y el tizne,
de modo que era prácticamente
imposible ver a los demás o charlar
sin sufrir un ataque de tos... Además,
decir que en el refugio hacía frío es
quedarse muy corto.»
Scott caminó hasta un punto
elevado en la cresta que dominaba el
refugio, para observar el panorama
hacia el norte. Se asombró al
comprobar que la mitad de la lengua
de un glaciar, que tenía siglos de
existencia, se había desprendido para
convertirse en un iceberg. Scott
comprendió entonces la magnitud de
las fuerzas naturales que habían
provocado la reciente disgregación
del hielo marino. Por una funesta
casualidad, el grupo de Bowers
había emprendido su fatídica travesía
del hielo, que en condiciones
normales habría durado como
máximo una hora, justo en el peor de
los momentos. «Seis horas antes —
escribió Bowers para ilustrar su
pésima suerte—, habríamos llegado
al refugio por un camino de hielo
sólido. Y de haber llegado a la orilla
de la barrera unas horas más tarde,
nos habríamos encontrado con una
extensión de mar abierto.»
«Nadie podía prever que el
hielo se disgregaría justo durante el
breve período que pasamos en él»,
comentó a su vez Cherry-Garrard.
Sin embargo y como era de
esperar, Oates ofreció una versión
distinta en una carta a su madre:
«Perdimos seis ponis, entre ellos el
mío, que era con diferencia el mejor
que teníamos. Me sentó muy mal,
especialmente porque creo que lo
podríamos haber salvado de no
haberse puesto Scott tan agitado. El
mío fue uno de los que se ahogó y la
pérdida de los ponis fue por culpa de
Scott, sin duda alguna».
El noruego Gran describió el
ambiente entre los expedicionaríos al
conocerse la noticia del desastre:
«El grupo está dividido y parecemos
un ejército derrotado, desanimado e
inconsolable. Scott era el que más
motivos tendría para estar
descorazonado, pero la verdad es
que él ha sido quien más se ha
esforzado en animarnos a los
demás». Más adelante, Gran comentó
que el refugio era una especie de
cuchitril lleno de humo: «El interior
es lóbrego y desagradable. La
chimenea escupe humo sin cesar».
No tardaron en surgir las bromas
habituales entre los expedicionarios:
«La velocidad a la que las ideas
iluminan tu cerebro —dijo en una
ocasión Wilson a Oates—, me
recuerda a un caracol subiendo por
el tallo de una col».
«Pasábamos las tardes con
largas discusiones, que rara vez
llegaban a una conclusión», explicó
Cherry-Garrard. Sentados en cajas
de embalar y a la luz de las velas y
una lámpara de grasa de foca, se
dedicaban a fumar hasta la hora de
tender en el suelo los sacos de
dormir, de piel de reno. Pasaban la
noche mojados por culpa de las
goteras, pero después de aguantar
durante seis semanas los rigores de
los viajes en trineo, eran capaces de
dormir doce horas seguidas sin
problema. «Quizás a mucha gente no
le gustaría esto —comentó Cherry—,
pero a nosotros no nos parecía mal.»
Al cabo de dos semanas, el 15
de marzo de 1911, apareció otro
grupo que había salido en trineo,
para realizar una prospección
geológica de la sierra occidental, el
glaciar Ferrar y los valles áridos.
Llegaron por la cresta que dominaba
el refugio, tras recorrer la misma ruta
desde la Gran Barrera que los
expedicionarios originales del
Discovery, en un viaje al cabo
Crozier realizado en la misma época
en que falleció George Vince. La
llegada de este grupo, que incluía a
Griffith Taylor, Charles Wright,
Frank Debenham y Taff Evans,
aumentó aún más la superpoblación
del refugio hasta los dieciséis
habitantes. Ya sólo cabían si dormían
por turnos y lo más lógico habría
sido que los ánimos se enardecieran,
pero no fue así.
Los individuos desaliñados,
barbudos y mugrientos entablaban
debates emocionados alrededor de la
estufa. «Scott y Wilson siempre se
enzarzan en alguna discusión...
Taylor tampoco se queda corto y a
menudo sus comentarios son
originales, aunque quizá algo burdos.
Las afirmaciones imprudentes sobre
cuestiones objetivas tenían su peligro
en una comunidad formada por tantos
especialistas; los errores no tardaban
en ser descubiertos.» Griffith Taylor
también anotó sus impresiones sobre
la temporada que pasaron todos en
aquel refugio húmedo y
superpoblado: «Formé un vínculo
más próximo con Scott que en
cualquier otro momento. Dormíamos
uno al lado del otro en nuestros sacos
de dormir. ¿Qué debates se
formaban! A Scott parecían
interesarle todos los temas; una tarde
hablamos del mormonismo, de las
murallas medievales de Aigues
Mortes y de la pronunciación del
griego antiguo. Seguíamos hablando
horas después de que los demás se
quedaran dormidos. Y menos mal,
porque no había nada que leer: un
ejemplar de Family Herald, algunas
revistas, y un par de copias de The
Girl's Own».
Hartos de tener los ojos
irritados y de estar siempre cubiertos
de hollín grasiento, Wilson, Oates y
Gran hicieron algunas pruebas con
acetileno, pero la lámpara
improvisada explotó y estuvo a punto
de matar a Meares. «Esta vida es
bastante interesante, a pesar de la
monotonía —escribió Gran—. El
tiempo pasa volando y eso es lo
principal.»
Todos se turnaban para cocinar
el estofado del día. Oates, Meares y
Debenham eran de los que mejor se
desenvolvían en la cocina, o por lo
menos así opinaba Oates. Cuando
algún otro expedicionario servía
algún mejunje exótico, Oates no
dejaba de soltar un comentario en
voz alta para que todos le oyeran:
«Hay algunos en este grupo que se
las dan de cocineros, pero que logran
echar a perder la comida con sus
intentos de crear algún plato
original».
Había una idea que no dejaba
de preocupar a los expedicionarios,
especialmente a Scott: sabían que el
hielo sólo se podía haber
desmoronado a aquella velocidad
por la acción de un enorme mar de
fondo. «Nos preguntamos qué le
habrá sucedido a nuestro refugio en
el cabo Evans —escribió Wilson—,
ya que está construido en una playa
baja que da al norte y al parecer las
olas procedían de aquella dirección
o del noreste.» «Además de las
muchas preocupaciones que ha tenido
que aguantar últimamente —comentó
a su vez Cherry-Garrard—, Scott
teme que un temporal lo bastante
fuerte como para romper la lengua
del glaciar, que debía llevar siglos
ahí, se haya llevado el refugio en el
cabo Evans.»

Las preocupaciones de Scott


sobre un posible desastre en el cabo
Evans eran absolutamente
comprensibles, ya que había
instalado ahí el campamento basado
en los patrones meteorológicos en el
estrecho de McMurdo en los años
anteriores. No contaba con que un
temporal fuera capaz de llevarse algo
tan aparentemente sólido como la
lengua del glaciar. Ahora le
asaltaban los temores y las
anotaciones en su diario trataban de
justificar la elección del cabo Evans:

A la hora de elegir Home


Beach como lugar para el refugio,
pensé en la posibilidad de que los
vientos del norte provocaran mar de
fondo, pero en primer lugar
comprobé que en el estrecho no
había constancia de la entrada de
temporales del norte. En segundo
lugar, supuse que un viento del
norte traería consigo una masa de
hielo flotante, que serviría para
amortiguar el oleaje. En tercer
lugar, pensé que el lugar estaba
muy bien protegido por el glaciar
Barne y por último, comprobé que
la playa no presentaba señales del
paso de las olas y que las rocas
eran regulares.
Cuando construimos el refugio
y comprobé que los cimientos sólo
estaban tres metros y medio por
encima del nivel del hielo marino,
tuve dudas, pero al repasar todos
los elementos que protegían la
playa me tranquilicé.

Hut Point estaba rodeada por el


mar por todas partes, excepto en una
ladera llamada Arrival Heights,
Cumbres de la Llegada. Había una
complicada ruta hacia la Gran
Barrera por esta ladera que, a pesar
de las dificultades para recorrerlo
con cargas y ponis, era transitable
durante todo el año. Sin embargo, la
ruta hacia el norte y el cabo Evans
quedaba cortada hasta que se
congelara de nuevo el mar. Scott y
Wilson exploraron una posible ruta
alternativa hacia el norte, pasando
por las laderas del monte Erebus,
pero había que franquear una zona
repleta de grietas y escalar a más de
1.500 metros de altitud, de modo que
renunciaron a comprobar el estado
del refugio en el cabo Evans.
A finales de marzo, la
temperatura había descendido hasta
los cuarenta grados bajo cero y
cuando amainó el viento, el mar se
congeló. Sin embargo, bastó con que
soplara una ligera brisa para
deshacer la nueva capa de hielo;
cualquier intento de desplazarse por
el mar antes de la formación de una
capa sólida de hielo podría conducir
a una tragedia. El 17 de marzo un
temporal del sur sacudió Hut Point,
con olas de hasta diez metros que se
estrellaban contra las rocas y
lanzaban una lluvia de espuma, que
se congelaba en el instante en que
tocaba las paredes del refugio.
Meares y Wilson tuvieron que soltar
a los perros de las estacas, porque la
espuma no tardó en cubrir sus pieles
con una sólida armadura de hielo.
Incluso en la cruz de Vince, que se
encontraba doce metros por encima
del refugio en la ladera del cerro,
estaba recubierto con una capa de
dos centímetros de hielo.
A fin de aprovechar al máximo
este descanso forzoso, Scott envió a
otro equipo en trineo a que llevara
más provisiones al depósito de
Córner Camp. Antes de regresar, el
grupo dirigido por Teddy Evans
midió una temperatura de cuarenta y
un grados bajo cero. Tenían una
cantidad limitada de provisiones en
el refugio, así que salían a cazar
focas cada vez que podían. «Hoy nos
hemos acabado el azúcar —escribió
Wilson, tras cinco semanas en el
refugio—. También se ha acabado la
harina y la avena, pero tenemos
mucha carne de foca, pan bizcochado
y chocolate para beber. Se nos está
acabando la mantequilla, ¡pero no
nos moriremos de hambre! Y
además, somos un grupo de bohemios
muy satisfechos, con ropa
impregnada de grasa de foca y
hollín.» Un día Wilson cazó un
pingüino emperador: «Era un macho
entrado en carnes. Una pechuga y el
hígado bastaron para alimentar a
dieciséis hombres, sin más
guarnición que unos guisantes, pan
bizcochado y chocolate para beber.
Lo freímos en mantequilla y quedó
muy sabroso». Cherry-Garrard
explicó el método que utilizaban para
cazar a las focas. Primero las
sacudían en el hocico con un palo
para aturdirías y luego les clavaban
un cuchillo de 35 centímetros en el
corazón para rematarlas. La grasa se
desprendía con el pellejo, cortaban
la carne, sacaban las visceras y
guardaban el hígado. Lo dejaban todo
para que se congelara y cortaban
pedazos con un hacha a medida que
los necesitaban.
Scott estaba cada vez más
preocupado por el grupo en el cabo
Evans, así que el 7 de abril decidió
llevar a un pequeño grupo a probar
el hielo, que ya tenía aspecto de estar
bastante sólido. El viaje fue un éxito,
gracias a la originalidad y la
habilidad que demostraba Scott al
buscar rutas. Aprovechó un saliente
de roca volcánica que perforaba la
pared de hielo, para bajar con
cuerdas los doce metros que
separaba al grupo del hielo marino.
A continuación condujo al equipo
junto a los restos de la lengua del
glaciar, hasta la bahía más cercana al
cabo Evans.
«Fue toda una hazaña
transportarlo todo sano y salvo hasta
el hielo —comentó Teddy Evans
sobre el descenso del acantilado—, y
me pareció una decisión admirable
por parte de Scott la de utilizar esa
ruta. Un hombre más timorato se
habría echado atrás, porque después
de alcanzar el hielo marino sería
prácticamente imposible volver a
subir y tendríamos la obligación de
avanzar hasta el cabo Evans.» A las
seis y media de la tarde, Scott
preguntó a los siete hombres si
querían acampar en aquel mismo
lugar, o se animaban a recorrer las
siete millas que les separaban del
cabo Evans de noche.
«Emprendimos encantados una
marcha nocturna, a las ocho de la
tarde —escribió Teddy Evans—,
imaginando la copiosa cena que nos
esperaría a nuestra llegada.» Nadie
votó a favor de acampar excepto
Bowers, que debía recordar las
penalidades sufridas poco antes en la
frágil superficie del hielo marino.
«Parecía una locura aventurarse por
un tramo de hielo sin explorar y
recién congelado, en mitad de la
noche», escribió más adelante
Bowers. A las diez de la noche, la
brisa había arreciado hasta
convertirse en un vendaval y Scott
decidió acampar al abrigo del islote
Little Razorback. Todos querían
seguir avanzando y es probable que
Scott, experto conductor de trineos,
también quisiera. Sin embargo, las
condiciones descritas por Cherry-
Garrard eran impracticables: «La
nieve lo ocultaba todo; incluso nos
costaba ver el islote aunque lo
teníamos encima. Era imposible
seguir avanzando y tuvimos que
acampar en el hielo marino... Sólo
nos separaban de quince a
veinticinco centímetros de hielo de
las oscuras aguas de la bahía. Yo
decidí que prefería permanecer
despierto en un campamento tan
inestable».

«Fue la muestra de insensatez


más temeraria que he visto nunca —
comentó más adelante Taylor—, y no
puedo admirar a Scott por habernos
puesto en aquella situación. No
teníamos comida y la ventisca era
terrible. En vez de unas horas,
tardamos dos días para recorrer las
pocas millas del trayecto y tuvimos
suerte de llegar. Diría que aquélla
fue mi peor experiencia en la
Antártida.» Debenham, el australiano
geólogo compañero de Taylor,
explicó su versión de las
deliberaciones entre los
expedicionarios: «Había opiniones
encontradas en el campamento. Yo
quería seguir avanzando a pesar de la
ventisca y Griff insistió en ello, quizá
incluso con demasiada vehemencia».
Como todo buen conocedor de
las expediciones de aventura, Scott
debía ser consciente de que cuando
los tipos con personalidades fuertes
tienen frío y están desanimados,
suelen tratar de seguir avanzando
para entrar en calor con el
movimiento. Sin embargo, esta
reacción natural no siempre es la
mejor opción. Scott sabía que cuanto
más al norte y al oeste avanzaran,
más se acercarían a la entrada de la
bahía y mayores serían las
probabilidades de toparse con hielo
quebradizo y extensiones de agua.
Era mejor permanecer entre la costa
y el grupo de islotes en el que se
encontraban, por lo menos hasta que
mejorara la visibilidad. Instalaron un
campamento en el hielo marino, hasta
que Bowers notó una cornisa de roca
en la base del acantilado en el islote,
donde acamparon con una mayor
tranquilidad. Scott no perdió el
sentido del humor y explicó a los
demás que cambiaban de
campamento «para garantizar la
seguridad de Taylor».
Permanecieron en la cornisa
descubierta por Bowers durante
veinticuatro horas, mientras el
temporal seguía bramando con
fuerza. «Es terrible —escribió Gran
—. No me atrevo a quitarme las
botas, por si no soy capaz de
ponérmelas de nuevo cuando se
endurezcan. El saco de dormir está
empapado y me castañetean los
dientes mientras escribo estas
palabras.» El 13 de abril, Scott
decidió avanzar: «Desperté a los
demás a las siete de la mañana y no
tardamos en ponernos en marcha, con
un frío atroz, una fuerte brisa y la
ropa congelada». La última bahía
parecía extenderse sin fin.
«Llegamos a unos icebergs varados
en el hielo —escribió Gran—, los
rodeamos para llegar a la punta y
vimos el refugio... No tardaron en
salir todos para darnos la
bienvenida. No nos habíamos visto
en ochenta días y los saludos fueron
muy calurosos. ¡Qué maravilla poner
pie en este palacio! Pronto me
bañaré ¡y después a dormir!» La
sensación de alivio de Scott debió de
ser enorme.
El capitán salió de nuevo al
cabo de cuatro días, para traer a más
hombres de Hut Point. Los ponis y
los perros no podían descender por
el acantilado, así que los dejaron a
cargo de Meares y seis hombres, que
tenían instrucciones de reunirse con
los demás cuando el hielo se hubiera
endurecido del todo. Los demás
organizaron carreras en el camino de
regreso al cabo Evans, en un trayecto
fácil ahora que la visibilidad era
buena.
Durante la ausencia de los
expedicionarios que habían instalado
los depósitos, el refugio del cabo
Evans se había convertido en un
lugar muy cómodo para hombres,
perros y ponis por igual. Había
música de un gramófono y a veces de
una pianola. Unas lámparas de
acetileno proporcionaban luz
abundante las veinticuatro horas del
día. Incluso había un suministro de
agua caliente y el material científico
estaba todo instalado y en marcha,
gracias al meteorólogo Simpson, al
ingeniero Bernard Day y al biólogo
Edward Nelson. Scott tenía una
cabina repleta de libros, fotografías
de su familia y montones de libretas
en las que anotaba planes para los
viajes siguientes. Ponting tenía un
cuarto oscuro de revelado. Gran y
los «coloniales» de Australia y
Canadá compartían una sección del
refugio, junto a otra en la que vivían
Cherry-Garrard y su buen amigo
Bowers y a otra sección en la que
dormían Oates, Meares y Atkinson.
Cuando todos se instalaron en la
base de la expedición, Scott desveló
sus planes. Tal como había
adelantado cuando se enteró por
primera vez de la presencia de
Amundsen, el plan de Scott hacía
caso omiso de la competencia de los
noruegos. Todos sus cálculos y su
sistema de transporte se basaban en
el único viaje anterior que había
estado a punto de llegar al polo: el
de Shackleton. Scott no dependería ni
de los perros ni de los trineos
motorizados, aunque a diferencia de
Shackleton, sí llevaría esquís y los
utilizaría cada vez que facilitaran el
avance, por lo menos hasta el glaciar
Beardmore.
Scott era partidario de elegir a
los equipos para los trineos en el
último momento, como un escalador
a punto de coronar con su equipo la
cima del Everest. Esto le permitía
seleccionar a los hombres que
estaban en mejor forma en el
momento clave, en vez de contar con
un equipo predeterminado y tener que
descartar a los que no dieran la talla,
con las consiguientes desilusiones y
tensiones. Declaró que seleccionaría
al equipo más adelante, pero todos
debían ser conscientes de que sería
necesario pasar un segundo invierno
en el cabo Evans. El rendimiento de
los ponis en el viaje de los depósitos
había hecho inevitable este segundo
invierno: no soportaban las bajas
temperaturas de la primavera y sería
imposible salir antes del primero de
noviembre. Por consiguiente, los
expedicionarios que fueran al polo
regresarían al cabo Evans demasiado
tarde para zarpar con el Terra Nova,
después de su corta estancia estival.
Todos aquellos que no se sintieran
capaces de pasar otro año en el hielo
tendrían que zarpar con el barco.
Scott calculaba que necesitaría
provisiones suficientes para un viaje
de 144 días, ochenta y cuatro de los
cuales transcurrirían en la meseta.
Scott comentó que Shackleton había
salido con cuatro ponis, mientras que
ellos dispondrían del doble;
calculaba que los animales
adicionales, además de la gran
cantidad de provisiones que habían
dejado en los depósitos, les
permitirían cubrir las doscientas
millas que le habían faltado a
Shackleton.
Scott zarpó de Inglaterra el año
anterior con dos objetivos: realizar
un completo programa científico, que
ya estaba en marcha, y llegar al polo
Sur. El plan que desveló en el cabo
Evans el 8 de mayo de 1911
consiguió la aprobación de la
mayoría de los presentes, aunque no
disipó sus temores de que los
noruegos les vencerían en la carrera.
Scott sabía que no podía competir
con la experiencia de los noruegos
como esquiadores y conductores de
trineos con perros. Su equipo estaba
formado por efectivos de la Armada
y científicos, algunos de los cuales le
habían acompañado a la Antártida
diez años antes. Estaban dispuestos a
continuar con los experimentos
iniciados entonces y habían
procurado aprender de la experiencia
adquirida en 1903, con los trineos,
los perros y los esquís. Sin embargo,
era impensable vencer a un grupo
formado por los mejores esquiadores
y conductores de trineo de Noruega.
Cuando Teddy Evans y Oates se
enteraron de la presencia de
Amundsen en la bahía de las
Ballenas, se declararon partidarios
fervientes de cambiar los planes y de
competir con ellos. Sin embargo,
pronto cambiaron de actitud, tal
como explicó Gran: «El viaje al
Córner Camp puso remedio a los
deseos de Teddy Evans de partir
antes de tiempo». Scott sabía que las
noticias de la presencia de
Amundsen le habían llegado
demasiado tarde para hacer algo al
respecto. Sin embargo, tenía una
ligera esperanza de que a pesar de
las 120 millas menos que tenían que
recorrer los noruegos, se dirigirían al
glaciar Beardmore, que era la única
ruta conocida. En su paso por el
glaciar, Shackleton había demostrado
que no era un lugar adecuado para
los perros y eso podía ralentizar su
marcha. Tras el engaño de
Amundsen, la única esperanza de
Scott de ser el primero en alcanzar el
polo radicaba en la posibilidad de
que los noruegos tuvieran algún
percance. Scott debía saberlo, pero
no podía reconocer ante sus hombres
que les habían engañado, que tenían a
los enemigos, los mejores
especialistas en desplazarse por la
nieve, en la puerta y que su única
esperanza de triunfo era por
incomparecencia de los rivales.
¿Qué podía hacer o decir Scott
después de enterarse de la presencia
de los noruegos en la Gran Barrera?
Podía concentrarse en el programa
científico y anunciar que renunciarían
a alcanzar el polo, ya que sería
imposible llegar antes que los
noruegos. O podía seguir con sus
planes, con la esperanza de que el
destino jugara a su favor y detuviera
a los noruegos. Yo habría elegido la
segunda de estas dos opciones, al
igual que hizo Scott. Aún había mil y
un detalles que podían fallar en los
planes de Amundsen y a Scott le
habría dolido mucho que el intento
de los noruegos fallara si él no era
capaz de aprovecharlo. Amundsen
podría haberse lesionado, y sin él,
los noruegos no habrían tenido el
empuje ni la capacidad suficientes
para completar el viaje. La
plataforma de hielo en la que se
encontraba la base de los noruegos
podría desprenderse de la Gran
Barrera y haberse ido a la deriva,
como hizo más adelante. La ruta
desconocida que siguió Amundsen
por la Gran Barrera podría haber
topado con algún obstáculo
infranqueable en el paso hacia la
meseta. Indudablemente, Scott acertó
en seguir sus planes originales, ante
el duro golpe sufrido con la llegada
de los noruegos. El invierno en el
cabo Evans debía continuar según lo
previsto, por lo menos en las
apariencias. Sin embargo, en su fuero
interno Scott debía sentir una presión
ingente.
Cuando Scott terminó de
presentar sus planes, solicitó la
opinión de los hombres. «Tras la
presentación —explicó Gran—,
entablamos un largo debate. Al final,
Scott dio las gracias a todos por su
contribución y comentó que era fácil
hacer planes desde el calor del
refugio, pero que no era tan fácil
llevarlos a cabo.» A Charles Wright
le impresionó tanto la presentación
realizada por Scott como el debate
que se produjo a continuación.
El 14 de mayo, Cecil Meares y
los cinco hombres que habían
permanecido en Hut Point llegaron
de regreso al cabo Evans con los dos
equipos de perros y los ponis que
habían sobrevivido tras el viaje de
los depósitos, Jimmy Pigg y Nobby.
El hielo marino era sólido en todo el
trayecto, aunque si soplaba un fuerte
temporal de sudoeste aún existía el
riesgo de que se rompiera.
Un pony se había debilitado
mucho durante el viaje y tuvieron que
sacrificarlo, aunque Oates fue
incapaz de identificar la causa de su
enfermedad. Quedaban diez ponis de
los diecisiete que habían
desembarcado en el cabo Evans. La
salud de los ponis era un elemento
clave de los planes de Scott y esa
responsabilidad correspondía por
completo a Oates. Scott había
acertado de lleno al seleccionarle
para esa misión, ya que Oates hizo
una labor magnífica cuidando de los
diez animales durante el invierno.
Scott le colmó de halagos y de
gratitud por su labor y debió de
lamentar que Oates no llegara a
tiempo para la selección de los
animales. El 17 de mayo, como parte
de una serie de conferencias que
organizaron en el refugio, Oates
ofreció una clase magistral de
cuidados equinos que duró dos horas.
Terminó con una divertida anécdota
sobre una sofisticada cena a la que
había asistido, en la que una señorita
había llegado muy tarde y acalorada,
por culpa de un caballo que se
negaba a avanzar. «La anfitriona
comentó que quizá el caballo era un
rehusón —explicó Oates—, a lo que
la muchacha respondió con inocencia
que no, que según repitió el cochero
con insistencia, era un cabrón.»
Oates era un tipo callado pero
de carácter fuerte, que atrajo a su
órbita al también taciturno Cecil
Meares, a Edward Atkinson y en
menor medida, a Frank Debenham.
Al igual que Oates, Debenham
utilizaba las cartas a su madre como
vía de escape para ventilar sus
sentimientos.

Lamento decir que me ha


decepcionado... No cabe duda de
que es capaz de ser muy simpático
ni de que se interesa mucho por
nuestras labores científicas.
Asimismo, es un experto con el
trineo y es un gran organizador...
Pero su genio es imprevisible... Ante
las crisis uno nunca sabe cómo
reaccionará... Me ha defraudado
mucho. Supongo que a menudo su
decisión final es acertada, pero
pierde el control sobre sus palabras
y provoca un ambiente
desagradable... No diría que es el
menos popular y la verdad es que
todos aún estamos dispuestos a
seguir sus órdenes... Pero lo
increíble es que el armador es la
única excepción en un ambiente
general de camaradería y buen
humor.

Es habitual que los


campamentos base de las
expediciones se conviertan en un
hervidero de cotilleo y de
camarillas, que critican al director
de turno. Scott tuvo suerte de que
sólo se formara una camarilla
quejumbrosa y además, sus sesiones
de crítica se celebraban en las
cuadras mientras Oates preparaba el
salvado para sus ponis, así que el
ambiente en el refugio no se resintió
de los murmullos hostiles de una
minoría.
Este aislamiento también llevó a
que los cotilleos contrarios a Scott se
mantuvieran en secreto hasta que el
archivo virulento de la señora
Caroline Oates (que contenía cartas
de Debenham, Atkinson y Meares)
salió a la luz tras su fallecimiento.
Meares había escrito a la señora
Oates que su hijo estaba
profundamente defraudado por el
liderazgo de Scott, mientras que el
propio Oates comentó que el capitán
y Meares «no se pueden ver». De vez
en cuando, alguno de los demás
escuchaba uno de los comentarios
insidiosos de la camarilla de las
cuadras. Ponting comentó que él y
Scott habían oído a Meares decirle a
Oates que el capitán debía comprarse
un «manual básico de transporte».
Durante los largos y oscuros meses
de invierno, Oates, Meares y
Atkinson formaron vínculos y
compartieron quejas, frente a la
estufa del establo.
Scott no parecía ser consciente
de la presencia de este tumor
maligno, pero de haberlo sabido
tampoco habría podido hacer gran
cosa al respecto, excepto doblegarse
ante todos los caprichos que
emanaran de los establos. Lo que sí
trató de hacer fue evitar las
confrontaciones directas con Oates.
Tanto Oates como Meares
estaban al margen de las tradiciones
de la Armada británica y de la vida
universitaria. Sus compañeros de
refugio eran ingeniosos expertos del
debate académico, procedentes de
varias universidades diferentes;
Wilson, Nelson, Wright y Taylor
eran de Cambridge, Cherry-Garrard
era de Oxford, Debenham de Sydney
y Simpson de Manchester. He
comprobado en varias expediciones
que una sensación innata de
inferioridad suele perjudicar la
comunicación entre dos personas. Es
probable que Scott, un chico de clase
media que estudió en Dartmouth y
empezó como guardiamarina, viera
en Oates, con el típico acento de su
colegio de Eton y de una familia de
terratenientes de Essex, a un
miembro de las casas superiores. Por
otra parte, es probable que Oates
sintiera que sus modestas
capacidades intelectuales y su
dislexia le situaban en desventaja
frente a la mente lúcida y ágil de
Scott.
Oates tenía una confianza
absoluta y fundada en sus
conocimientos ecuestres, pero es
probable que le costara reconocer
que gracias a su perspicacia y
sentido común, Scott había logrado
eliminar algún pequeño fallo en sus
métodos, por ejemplo al construir
parapetos de nieve para proteger a
los ponis del temporal, o al probar
las zapatillas protectoras hestersko.
«Una tarde —comentó Cherry-
Garrard durante el viaje de los
depósitos—, vimos que Scott extraía
bloques de nieve de la barrera y
construía un muro a barlovento de su
pony. No nos pareció una idea muy
útil, pero más adelante la experiencia
nos convencería a todos que aquellos
parapetos eran una bendición para
los ponis.» No tardaron todos en
copiarle a Scott la idea, incluso
Oates.
El caso de las zapatillas
protectoras había calado en ambos
hombres. A Scott le sirvió para
comprobar que debía vigilar más de
cerca a Oates en el futuro, para
asegurarse de que no se repitiera un
error tan básico, pero que resultó tan
caro. Por otra parte, Oates lo tomó
como una intromisión de Scott en su
dominio. «Creo que hay bastantes
probabilidades de que me incluyan
en el grupo para alcanzar el polo —
escribió Oates a su madre—, con la
condición de que Scott y yo no nos
peleemos, ya que sería insoportable
pasar cuatro meses con él. Es un
entrometido...»
Las intromisiones de Scott
acabaron por convencer a Oates de
llevar dos clases de protector, o
hestersko, para los cascos de los
ponis en todas las salidas siguientes:
unas raquetas para la nieve polvo y
una especie de bolsa de lona para el
hielo. Lo que Oates percibía como
intrusismo de Scott provocó más de
un comentario amargo en las cartas a
su querida madre.
«Por lo que veo —escribió
Oates—, no es difícil llegar al polo
si cuentas con los medios de
transporte adecuado, pero con la
porquería que tenemos nosotros será
casi imposible.» «Por lo que veo,
Scott quiere que me quede aquí otro
año —añadió Oates en otra carta—,
pero pienso largarme si llego a
tiempo para subirme al barco y
espero que así sea. Sólo se quedarán
un puñado de hombres hasta la
temporada siguiente y Scott asegura
que él será uno de ellos, aunque yo
me apuesto cinco libras que se
largará, si es que llega al polo. Si no
logra alcanzarlo y nos envían algún
animal decente de carga en el barco,
le he prometido que me quedaré para
echarle una mano con otro intento,
pero entre tú y yo, creo que si fracasa
esta vez quedará un poco harto del
asunto.» «Por mi parte —escribió en
otra carta—, siento una profunda
antipatía por Scott y lo echaría todo
por la borda si no fuera porque
somos una expedición británica y
tenemos que ganar a esos noruegos.
Scott siempre ha sido educado
conmigo y tenemos fama de llevarnos
bien. Pero el fondo de la cuestión es
que no es trigo limpio; él siempre es
lo primero y los demás no figuramos
en sus prioridades.»
De vez en cuando, Oates
parecía percatarse de que sus
invectivas no estaban del todo
justificadas y añadía algún
comentario positivo, como «me lo
estoy pasando de primera en la
expedición», o «te ruego que tengas
en cuenta que cuando un hombre está
pasando por momentos difíciles,
puede llegar a decir cosas sobre los
demás, de las que después se
arrepiente». Asimismo, en otra carta
a su madre dijo «espero que lo que te
cuento de Scott no te lleve a pensar
que los expedicionarios corremos
algún riesgo bajo su mando, todo lo
contrario».
Scott permanecía
completamente ajeno a las
divagaciones paranoicas de Oates y a
menudo dirigió comentarios
positivos a la señora Oates sobre su
hijo. No sospechaba que Oates
quisiera dejar la expedición antes del
segundo año. El tesón mostrado por
Oates desde la salida de Lyttelton,
cuando no se rindió hasta que logró
embarcar provisiones adicionales
para los ponis (pagando él mismo
una parte); el coraje, la fuerza y la
determinación que había demostrado
para salvar a los ponis durante el
temporal, así como los esfuerzos
incesantes e individualizados que
dedicó a los animales durante el
crudo invierno, todas las acciones
del oficial reflejaban un compromiso
absoluto con la expedición. Había
entrenado a un cuidador individual
para cada uno de los ponis,
enseñándoles a lidiar con el carácter
imprevisible y a veces violento de
los animales. Había reservado a
Christopher, el pony más agresivo,
que mordía y daba coces cada vez
que se le acercaba alguien, para sí
mismo. Es una lástima que Oates no
fuera capaz de superar su tendencia
innata a la deslealtad y a las quejas
sobre sus superiores.
Al igual que Oates, a Meares
tampoco le debían caer muy bien los
comentarios de Scott sobre su
especialidad. Tras las primeras
semanas de actividad en la Antártida,
Scott comprobó que el régimen
alimenticio diseñado por Meares
para los perros no era el más
adecuado para aquellas condiciones
y así se lo hizo saber enseguida.
«Meares es un experto en la materia,
pero desconoce las condiciones de
este lugar. Una cosa que puedo
afirmar sin duda alguna es que los
perros no podrán continuar
arrastrando los trineos con los
conductores de pasajeros; todos
tendremos que acostumbrarnos a
correr con los equipos y a olvidarnos
de la costumbre rusa. Creo que
Meares tenía la ilusión de llegar
hasta el polo y regresar a bordo de
un trineo. Este viaje ha sido toda una
revelación para él.»
A pesar de sus críticas directas
hacia Scott, incluso Debenham
reconocía que la armonía del grupo
se debía en gran medida al papel
desempeñado por el capitán: «Scott
muestra una capacidad admirable de
combinar la dosis precisa de
disciplina —escribió Debenham—,
sin imponer demasiadas
formalidades». Incluso Oates
reconoció algunos méritos del
capitán: «Todos nos llevábamos muy
bien —escribió—, y no se producían
las peleas que cabría esperar con un
grupo de hombres hacinados en un
refugio lóbrego durante una
temporada de invierno».
Oates no era el único
expedicionario que sucumbía a la
tentación de criticar a su líder. Unos
cientos de millas al noroeste del
cabo Evans, el otro grupo de seis
científicos bajo el mando del teniente
de navio Víctor Campbell también se
enfrentaba a conflictos de
personalidad. Los más problemáticos
de aquel grupo eran el cirujano naval
George Levick y el científico
Raymond Priestley «Priestley y yo
estamos desarrollando una buena
amistad —escribió Levick—. Creo
que empiezo a ejercer más influencia
sobre Campbell y me alegro de ello,
ya que me permite disuadirle de
muchos de sus caprichos. No es mal
tipo, pero está totalmente fuera de
lugar como líder, por culpa de sus
complejos y su lamentable carencia
de agallas.» «A veces me siento un
poco mezquino —añadió Levick más
adelante—, cuando Priestley y yo nos
dedicamos a criticarle, mientras
mantengo una amistad aparente con
él.»
Y unos cientos de millas al este
del cabo Evans, los hombres de
Amundsen se dividían en dos
facciones opuestas e implacables.
Bjaaland explicó que Amundsen
había informado a Johansen y
Prestrud que no contaba con ellos
para el viaje al polo, ya que si se
juntaban podían provocar problemas
graves para la misión.
A mediados de los años setenta,
realicé una serie de expediciones
polares con dos compañeros que
tenían una buena amistad entre sí:
Oliver Shepard y Charlie Burton. En
el caso completamente factible de
que formaran ellos dos una
camarilla, la situación habría sido
muy incómoda. Ambos tenían madera
de líderes por sí mismos, no
acostumbraban a asentir porque sí y
no les gustaba mucho recibir
órdenes. Cada vez que estaban en
desacuerdo con alguna de mis
instrucciones, me lo decían por
separado y a la cara, evitando así los
cuchicheos furtivos que pueden
envenenar incluso a una expedición
corta. Tuve la suerte de seleccionar a
dos individuos carentes de malicia.
El entrenamiento inculcado a
los soldados les enseña a valorar que
los mejores líderes son aquellos
capaces de asumir los principios de
lealtad hacia otros líderes. Al igual
que la mayoría de las organizaciones
dedicadas a estudiar la Antártida, la
British Antarctic Survey (BAS)
comprende el valor de esta clave del
liderazgo. El doctor Phillip Law,
director del famoso DEA Antarctic
División australiano, ofreció su
opinión al respecto en los años
ochenta: «Sin duda, lo más
importante es nombrar a un líder de
primer calibre, ya que no hay entorno
que ponga más a prueba la madera de
un líder que una estación en la
Antártida... Existe una cualidad que
no puede fallar en el equipo: la
lealtad. Los expedicionarios deben
ser leales a la expedición, al líder y
a sí mismos. Hay hombres que lo son
por naturaleza y otros con una
tendencia natural al antagonismo, a la
crítica mordaz y a la deslealtad.
Dejamos muy claro a todos nuestros
expedicionarios que la prueba de la
lealtad no radica en el apoyo que
brindan al líder cuando están de
acuerdo con él, sino su apoyo cuando
están en desacuerdo».
Oates, Meares y Atkinson no
habrían obtenido muchos puntos en el
escalafón del doctor Law. Atkinson
era un hombre bajito y peleón, que
compartía con Oates su afición al
boxeo. Durante el segundo invierno
en el cabo Evans, se convirtió por
defecto en el oficial de mayor rango
de la base. En ausencia de Scott,
decidió mantener la rutina
esencialmente sin cambios. La
personalidad de Meares estaba mejor
definida y Debenham le describió en
uno de sus escritos: «Meares es el
más trotamundos de todos los
presentes y muestra todas las
grandezas y las flaquezas de los
individuos errantes. Se encuentra a
gusto en China, en Siberia, en la
India, o en cualquier lugar donde las
condiciones sean inhóspitas, pero ya
se ha cansado de este lugar. Es un
buen tipo, pero me caía mejor antes
de que se cansara de la Antártida».
El 22 de mayo, Scott y cinco de
sus hombres recorrieron a pie las
cinco millas que les separaban del
cabo Royds y pasaron la noche en el
refugio construido por Shackleton.
Aún había tramos en los que el hielo
marino no era muy estable, pero
llegaron a salvo al refugio y se
dedicaron a especular sobre los
expedicionarios que acompañaron a
Shackleton. «Fue muy interesante —
comentó Wilson— estudiar los restos
que había dejado aquel grupo tras su
estancia, en todos los rincones del
refugio.»
Como de costumbre, a Wilson
le tocó ocuparse de la caza de las
focas, esencial para evitar el
escorbuto. Sus conocimientos de
anatomía le convertían en un
candidato idóneo para matar y
despedazar a los animales. Asimismo
a quinientas millas al noroeste, le
tocó al médico George Levick
convertirse en el carnicero del
equipo septentrional. Su compañero
Raymond Priestley comentó que no
se habían acostumbrado aún a
sacrificar aquellos animales tan
simpáticos y que incluso a Levick, a
pesar de estar acostumbrado al
bisturí, le desagradaba tener que
matarlos. «El viejo macho yacía en
la nieve, emitiendo algún gruñido
entre sueños. Mientras me acercaba
con sigilo, le oí soltar un suspiro de
satisfacción. Levanté la barra de
hierro y le di en el hocico con todas
mis fuerzas; aprovechando su
aturdimiento, me abalancé sobre él
con el cuchillo de caza de
veinticinco centímetros que había
comprado en Christchurch, levanté su
aleta y le clavé el puñal en el
corazón. La sangre salió a
borbotones y yo acababa de matar mi
primera foca.»
Quince días más tarde,
celebraron el cumpleaños de Scott
con el refugio engalanado de
banderitas y un ambiente distendido.
En el exterior, dos perros rivales
decidieron disputarse la supremacía
de la manada en una pelea a muerte.
Tryggve Gran logró separar a los
perros, que por casualidad se
llamaban Peary y Cook. Despues del
incidente, Gran entabló una
conversación sobre la complicada
situación en la que se encontraba: en
un refugio repleto de ingleses,
mientras su pérfido compatriota
Amundsen acechaba en el extremo
opuesto de la Gran Barrera. Las
reparaciones y adaptaciones de los
trineos siguieron durante todo el
invierno. Durante la operación del
desembarque, habían sometido a los
trineos motorizados a muchas horas
de trabajo en el duro hielo que
separaba el barco del refugio y las
piezas de madera de las orugas,
trescientas en total, habían quedado
deshechas. Esto no habría sucedido
en una superficie de nieve polvo,
pero Day no había contado con esta
eventualidad y sólo llevaba treinta
piezas de recambio. Sin embargo,
agudizó el ingenio y construyó un
torno improvisado, adaptando el eje
del cigüeñal de un motor de gasolina
y tras muchas horas de trabajo, logró
fabricar piezas de recambio. En
1979, mientras desembarcábamos el
material para una travesía de la
Antártida, todos los montantes de
acero de nuestros trineos se
rompieron. Inspirado por el recuerdo
de Bernard Day, dediqué los
siguientes cinco meses de invierno a
reparar los desperfectos en una
cueva de hielo y los trineos
aguantaron las 1.800 millas de la
travesía.
Scott comentó que durante el
invierno, Evans y Crean habían
trabajado en los trineos, Gran en los
esquís y unos cuantos
expedicionarios en adaptar las botas
finnesko. «Pero dedicamos muchas
horas a pensar en adaptaciones o
cambios que facilitaran nuestra
marcha.» Mientras, los hombres de
Amundsen también se dedicaban a
realizar adaptaciones y a pesar de la
superioridad de su experiencia polar
y de los grandes especialistas en
esquís que había en Christiania (hoy
Oslo), se estaban topando con tantas
dificultades como los
expedicionarios del cabo Evans.
Durante el invierno, tanto Teddy
como Taff Evans adaptaron diversos
tipos de bota para los esquís y los
crampones e, irónicamente, tuvieron
más éxito que los noruegos, quizá por
los diferentes requisitos que
planteaba la perspectiva de tirar
ellos de los trineos. Gran escribió
sus impresiones tras probar el equipo
nuevo: «Las fijaciones de los esquís
han resultado ser todo un éxito.
Sujetan el pie con firmeza en los
mukluks, sin apretarlo demasiado y
facilitan mucho el giro». El equipo
de Scott utilizaba botas finnesko
fabricadas en Laponia, pero los
lapones suelen tener los pies
pequeños y Scott tuvo que encargar
botas a la medida, con heno de sen
para acolchar la puntera. Al quitarse
las botas por la noche, había que
sacudir con firmeza el heno para
quitarle el hielo del sudor congelado.
Las largas botas de piel utilizadas
por Amundsen, que llegaban hasta la
rodilla o el muslo, no habrían
servido para los expedicionarios de
Scott, ya que se sudaba mucho más al
tirar del trineo uno mismo que al
conducir uno tirado por perros, como
hacían los noruegos.
Durante la expedición de 1902,
Scott había comprobado que los
únicos sacos de dormir que estaban a
la altura de las condiciones eran los
de la piel invernal de los renos. En
Noruega se había dedicado a
comprar todos los sacos que había
encontrado con estas características.
Los sacos fabricados con la piel
veraniega pelechaban al mojarse.
Los sacos de tres plazas eran un poco
incómodos, pero en condiciones
extremas permitían conservar el
calor mucho mejor que los
individuales.
Habían encargado a la empresa
de John Edgington las tiendas de
campaña, de tela verde de
Willesden, de forma piramidal, 2,75
metros de largo, sostenidas por seis
palos. En la década de los ochenta
seguíamos utilizando una versión
modificada del mismo modelo, que
seguía siendo la mejor tienda para
aquellas condiciones y la seguía
fabricando la misma empresa: Black
& Edgington, de Greenock.
«Nosotros utilizábamos una tienda
especial —escribió Wilson de la
suya—, adaptada por Sverdrup en su
última expedición y fue todo un
hallazgo, ya que era mucho más
cómodo para acampar.»
La mayoría de los
expedicionarios del cabo Evans
hacían ejercicio cuando las
condiciones lo permitían. Algunos
salían a esquiar o a pasear por los
alrededores del refugio, otros
jugaban al fútbol o al hockey sobre
hielo. «Scott jugaba detrás de mí —
comentó Taylor en una ocasión—, y
él seguía con una sonrisa enorme
¡aunque yo ya estaba agotado! La
ventisca casi se llevaba volando la
pelota.» Oates fue un participante
destacado en las actividades
deportivas, a pesar de una vieja
herida en una pierna, que databa de
la guerra de los Bóers. Seguían
jugando aunque la temperatura
descendiera a los veinte grados bajo
cero y soplara un viento de
veinticinco nudos. Gran había jugado
con la selección noruega, mientras
que el ruso Omelchenko no había
visto un balón de fútbol en su vida.
Tengo buenos recuerdos de jugar al
cricket en el polo Sur, en 1981,
enfundado en el traje polar para
resistir los cuarenta y dos grados
bajo cero.
Los científicos tenían trabajo de
sobra para mantenerles ocupados, de
día y de noche. Simpson se dedicaba
a controlar sus complejos
experimentos y soltaba globos sonda
con instrumentos científicos, para
registrar datos en la atmósfera.
Atkinson buscaba parásitos y
bacterias en los peces que pescaba
con sus trampas. Wright estudiaba el
hielo y la nieve, Nelson tomaba
sondeos de las profundidades y
Taylor se dedicaba a estudiar
muestras de rocas recogidas en los
valles áridos, registrando siempre
sus lugares de origen en una carta de
la zona. Gran y Debenham tuvieron
que refugiarse de los elementos
durante seis días, cuando realizaron
una visita relámpago a Hut Point,
para recoger una colección de fósiles
que había dejado ahí Debenham.
Encontraron junto al refugio a un
perro que se le había escapado a
Meares un mes antes. Encontraron al
perro esquimal, Mukaka, con el
hocico embadurnado de restos de
foca. Reclutaron al animal para que
les ayudara a tirar de los 135 kilos
que pesaba el trineo, de regreso al
cabo Evans, y cuando llegaron hubo
que presentarlo de nuevo a los demás
perros con diplomacia; cualquier
ausencia puede convertir a un perro
en un extraño para los demás
miembros de la manada, que no
dudarán en atacarlo.
Con la excepción de la cuadrilla
de las quejas, reinaba un muy buen
ambiente en el refugio y según
Cherry-Garrard, nunca faltaban temas
de conversación. En la sección
principal, Scott se sentaba en la
cabecera de la mesa pero los demás
se distribuían como les placiera. «Si
tenías ganas de charlar —escribió
Cherry-Garrard—, Debenham
siempre estaba dispuesto a escuchar;
si preferías escuchar, lo mejor era
sentarse junto a Taylor o Nelson,
pero si lo que querías era
permanecer en silencio, lo mejor era
acercarse a Atkinson o a Oates.»
Tras observar a Scott durante
aquellos meses, Cherry-Garrard
escribió lo siguiente:

Scott siempre me impresionaba


por la cantidad de trabajo que
lograba llevar a cabo sin esfuerzo
aparente. Sin duda, él era el motor
de la expedición: en el refugio se
dedicaba a organizar los planes con
discreción, contrastando una
cantidad enorme de datos, se
interesaba mucho en los
experimentos científicos de la
misión, tanto, que era capaz de
escribir un trabajo detallado sobre
cualquier problema que surgiera.
Le encantaba su pipa y un buen
libro.
Siempre estaba dispuesto a
aceptar un consejo, si lo
consideraba práctico y no le
importaba contemplar las teorías
más inverosímiles si ofrecían la
esperanza de conducir a un fin
deseado. Tenía una mente ágil y
moderna, que aplicaba a fondo ante
cualquier pregunta, cuestión o
teoría. Su personalidad era
esencialmente atractiva y tenía muy
claras sus preferencias; tenía el don
de convertir a los expedicionarios
en sus amigos, mediante unas
oportunas palabras de aliento o un
cumplido. Jamás he conocido a
nadie, hombre o mujer, con tal
poder de atracción cuando así lo
deseaba.
Se esmeraba más con el trineo
que ningún otro hombre que haya
conocido. Los expedicionarios no
apreciaban a Scott en todas sus
dimensiones hasta que salían con él
en un viaje con los trineos.
Tenía un carácter complejo,
repleto de luces y de sombras. La
suya era sin duda la personalidad
más destacada de un grupo en el
que no faltaban personajes
interesantes. No me cabe duda de
que habría destacado en cualquier
reunión, pero pocos de los que le
conocieron sabían lo retraído y
reservado que era. En parte a eso se
debieron los casos de
incomprensión que generaba.

Cherry-Garrard sabía que lo


más probable era que sus lectores
supusieran que exageraba: «Si afirmo
que vivimos así durante casi tres
años, desde el día que zarpamos de
Inglaterra hasta el día que
regresamos a Nueva Zelanda, casi
sin roce alguno, algunos supondrán
que lo digo por cumplimiento,
faltando a la verdad más estricta.
Debo decir que de cumplimiento,
nada, que sólo es la verdad».
Hubo un expedicionario cuyos
diarios reflejaron otra visión de la
convivencia en el refugio. Scott
jamás quiso formar relaciones
demasiado próximas y familiares con
los demás. Si se formaba una gran
familia en el refugio, él prefería
desempeñar el papel del patriarca:
amable pero un poco distante. Frank
Debenham reflejó esta actitud en sus
escritos: «Con la excepción del
armador, todos formamos una gran
familia feliz. El capitán Oates es un
buen amigo... Pero Griff [Taylor] no
se está adaptando muy bien...
Demuestra ser un poco egoísta en los
detalles y sus pocas costumbres
impropias de un caballero
desentonan entre la colección de
caballeros presentes... Tendré que
compartir con él una cabina y no me
hará mucha gracia. Trigger Gran, el
noruego, también me ha
decepcionado. Es muy generoso y
bondadoso, pero es un inmaduro... Su
pereza, su tendencia al desorden, su
moralidad y su apetito contrastan con
los demás expedicionarios y en
consecuencia él lo pasa mal».
La opinión de Scott respecto a
Gran variaba de un mes a otro.
Comentó que el noruego parecía
rehuir el trabajo durante el
desembarque y que se mostraba
impaciente al conducir un trineo con
ponis; incluso llegó a lamentar
haberle llevado durante los días de
espera en Hut Point. En una ocasión,
el joven noruego sacó tanto de quicio
a Scott que éste le echó una sonora
bronca frente a los marineros. «Me
preocupa el muchacho —escribió
Scott en aquella ocasión—. En
realidad no es más que un niño y en
circunstancias normales sería de lo
más agradable: bondadoso, tranquilo,
servicial... Sospecho que el frío y las
condiciones excepcionalmente
adversas en las que tenemos que
trabajar durante la temporada de
invierno no sólo le han afectado
físicamente, sino anímicamente...
Estoy enojado, pero me alegro mucho
de que no sea uno de los nuestros el
que se comporta de ese modo.»
Gran preguntó a Wilson por los
motivos del enfado de Scott. ¿Era
por su nacionalidad noruega? Wilson
le respondió que no, que Scott tenía
aversión por la holgazanería y que si
Gran se mantenía ocupado, o por lo
menos daba la impresión de
mantenerse ocupado, ya no tendría
más problemas. El consejo de
Wilson resultó ser certero y de
regreso al cabo Evans, Scott se
reconcilió con el joven instructor de
esquí. Scott echó la mayor bronca a
Gran durante los primeros días en
Hut Point y si no hubiera existido un
buen motivo, es probable que el
noruego le habría guardado rencor al
capitán. Sin embargo, Gran continuó
mostrando una lealtad absoluta hacia
Scott. «Scott era un hombre —
escribió tras la expedición—.
Siempre estaba dispuesto a
escucharte. Amundsen no escuchaba
a nadie, sólo estaba interesado en sí
mismo. Como persona, Amundsen no
valía mucho, pero Scott tenía mucho
valor como ser humano. Podría
decirse que Amundsen aparentaba
ser un caballero pero que no tenía la
mentalidad de un caballero. Scott sí
la tenía.»
El 22 de junio, el cabo Evans se
iluminó con las celebraciones del
solsticio de invierno. Tras una
opípara cena, todos tuvieron que
pronunciar unas palabras y Gran
explicó con su acento particular lo
difícil que era para él, como
noruego, estar en un equipo británico
y competir contra sus compatriotas.
Sin embargo, reiteró su compromiso
absoluto hacia el equipo que había
elegido y deseó de todo corazón a
los expedicionarios del capitán Scott
que cosecharan un gran éxito en su
misión. Bowers creó un árbol de
Navidad con un bastón de esquí y
ramas hechas de plumas de pingüino.
Hubo regalos para todos los
miembros del equipo y Scott leyó en
voz alta algunos artículos del South
Polar Times, editado por Cherry-
Garrard e ilustrado por Wilson.
Todos los artículos eran anónimos,
pero corrieron las apuestas sobre la
identidad de los autores. En pago por
las apuestas utilizaron cigarrillos y
pagarés para cenas en los mejores
restaurantes de Londres. Tras la
fiesta, los hombres se fueron
durmiendo. A Wilson le tocaba la
guardia nocturna y salió del refugio,
donde las mágicas oleadas de la
aurora australis se unieron con las
notas apenas perceptibles del
gramófono, para ofrecerle un
espectáculo memorable de luces y
sonidos bajo el volcán.
Por lo general, durante los
largos meses de invierno el silencio
reinaba en el refugio a partir de las
diez de la noche, con la excepción de
algunos ronquidos. Bowers era el
más notorio de los roncadores y al
parecer, sus resuellos llegaban a
provocar un coro de aullidos de los
perros. Los mecanismos de los
instrumentos científicos no se
detenían durante la noche y de vez en
cuando avisaban de algún hito con el
tintineo de una campana. A veces un
pony daba una coz en los establos o
alguien gemía o hablaba en sueños,
pero en las noches de buen tiempo
esos sonidos eran los únicos que
interrumpían el silencio. Sin embargo
cuando llegaban los temporales, el
fuerte rugido del viento no permitía
oír ningún otro sonido. Hubo una
ventisca en particular que duró seis
días y sopló con tanta fuerza que
lanzaba piedras de la playa contra el
refugio de madera. A veces el
refugio entero se estremecía y la
chimenea vibraba, con un estruendo
como el de las puertas del infierno.
Aquel invierno, Roald
Amundsen no compartió la opinión
de Scott (y mía) de que no era
aconsejable anunciar hasta el último
instante qué integrantes del equipo se
dirigirían al polo. La prudencia
permite elegir a los hombres que se
encuentren más en forma cuando
llegue el momento, pero Amundsen
no dejaba de anunciar nuevos planes
y de cambiarlos una y otra vez. «La
presencia de los ingleses no le
dejaba descansar —escribió uno de
sus expedicionarios, Sverre Hassel
—. Si no éramos los primeros en
alcanzar el polo, más valdría
habernos quedado en casa.» A
diferencia de la extensa misión
científica de los expedicionarios del
Terra Nova, lo noruegos sólo tenían
que preocuparse del polo y el
comentario de Hassel era certero. El
4 de julio, Amundsen informó a sus
hombres que quería salir a mediados
de septiembre, en vez del primero de
noviembre (fecha elegida por Scott).
Pero a finales de julio, declaró que
quería realizar una salida de prueba
en agosto, el mismo día que
reapareciera el sol. Johansen, el
número dos de la expedición, le
advirtió que sería demasiado pronto
pero Amundsen hizo caso omiso.
Incluso el mes de septiembre resultó
ser demasiado inhóspito para
avanzar en condiciones: los perros
sufrieron heridas en las patas y a los
noruegos se les congelaban los
talones.
El 25 de junio, tres días después
del solsticio de invierno, Scott llevó
a Wilson a un lado para charlar con
él en privado. Ambos llevaban meses
contemplando la posibilidad de
realizar un viaje invernal al cabo
Crozier. Si querían recoger el
espécimen más codiciado por los
zoólogos, un embrión vivo de
pingüino emperador, no les quedaba
más remedio que realizar un largo
viaje en trineo en una época del año
en que parecía casi un suicidio. Sin
embargo, el cabo Crozier presentaba
una cita ineludible y Wilson había
convencido a Scott de que le dejara
organizar un viaje; Bowers y Cherry-
Garrard se habían presentado
voluntarios para acompañarle.
«Insistió mucho —explicó Wilson de
las advertencias de Scott aquel día
—, en que debía regresar del cabo
Crozier con mis dos acompañantes
sanos y salvos, para el viaje al sur.»
Es posible que esto indicara la
intención de Scott de llevar a los tres
consigo en el intento de alcanzar el
polo.
En cualquier caso, Scott tenía
motivos para temer que perdería a
tres de sus mejores hombres cuando
Wilson, Bowers y Cherry-Garrard se
alejaron del refugio en la época más
oscura y fría del año, en un viaje de
cinco semanas al cabo Crozier. Sin
embargo, sabía que para Wilson, la
misión de los pingüinos emperador
era uno de los principales motivos
que le habían impulsado a unirse al
equipo del Terra Nova. Asimismo,
según el plan original la base de la
expedición habría estado mucho más
cerca del cabo Crozier y de la
colonia de pingüinos. En opinión de
Wilson si la misión tenía éxito, se
convertiría en uno de los avances
científicos más importantes del siglo
XX y demostraría el vínculo entre las
aves y los dinosaurios.
Cuando Scott comprobó que
Wilson estaba resuelto, decidió
aprovechar la ocasión para probar el
equipo adaptado y el sistema de
raciones, especialmente las ventajas
respectivas de la grasa, la proteína y
los hidratos de carbono en
condiciones extremas. Scott tomó
nota de los cambios realizados en el
equipo. «Otro cambio consiste en la
decisión de llevar sacos de dormir
de plumón, en vez de las pieles de
reno. La primera parte del viaje será
sin duda muy cómoda, pero habrá
que ver si la acumulación de hielo en
los sacos genera muchos problemas a
medida que pasen los días. Day se ha
dedicado a construir una estufa
alimentada con grasa de foca, gracias
a la experiencia adquirida en Hut
Point.»
El 27 de junio, los tres hombres
se adentraron en la negra noche de la
Antártida, dispuestos a realizar un
viaje de 140 millas con dos trineos
de casi tres metros de largo,
aparejados uno detrás de otro, con
una carga total de 340 kilos. Habían
decidido que los perros no se
adaptarían a las condiciones
invernales y el buen tino de su
decisión quedaría demostrado poco
tiempo después por la experiencia de
Amundsen. Sin embargo, en el último
instante comprobaron que la carga
era enorme y decidieron dejar el
peso adicional y algunos esquís para
aligerar los trineos. Scott se despidió
de los hombres desde el refugio.
«Este viaje invernal —escribió— es
una experiencia audaz e innovadora,
pero los hombres que han salido son
los mejores para intentarlo. ¡Les
deseo muy buena suerte!»
Durante el segundo «día» de
avance, mientras tiraban de los
trineos para subirlos a la Gran
Barrera helada desde el hielo
marino, Cherry-Garrard se quitó los
guantes durante unos instantes para
tirar mejor de la cuerda. En cuestión
de sesenta segundos, todos sus dedos
se habían congelado y no tardaron en
salirle ampollas de varios
centímetros, llenas de líquido helado.
Se trata de una dolencia atroz, que
conozco bien. Así empezó un viaje
que Wilson describiría como «la más
insólita expedición ornitológica que
se haya celebrado nunca». Unos años
más tarde, Cherry-Garrard se basaría
en la experiencia para escribir El
peor viaje del mundo, elegido en
varias ocasiones durante el siglo XX
como el mejor libro de viajes de la
historia. Me limitaré a ofrecer un
bosquejo de las experiencias de
aquellos tres hombres, durante los
treinta y seis días que duró su viaje.
Durante las noches los dedos
lastimados de Cherry-Garrard
supuraban pus, que se congelaba el
día siguiente. El dolor era constante,
pero se agudizaba cada vez que
usaba las manos para cualquier tarea,
ya fuera atar un cordón o abrochar
los jaeces del trineo. Cada noche, los
tres padecían calambres atroces en
las piernas. Sus sacos de dormir
absorbían humedad cada vez que
acampaban: el de Cherry-Garrard
pesaba ocho kilos cuando empezaron
el viaje y al final, pesaba veinte. La
ropa les protegía cada vez menos, a
medida que las fibras se
impregnaban de hielo. El forro
interior de la tienda de campaña les
proporcionaba calor, pero retenía la
humedad y pasó de pesar quince
kilos a pesar veintisiete. Ganaban
más peso con el hielo que
acumulaban, que el que perdían con
los víveres y el combustible que
consumían.
La temperatura en la Gran
Barrera helada, a los pies del monte
Erebus, descendió hasta los cuarenta
y cuatro grados bajo cero la segunda
noche, cuarenta y nueve la noche
siguiente y tras una semana, a
cincuenta y un grados bajo cero.
Wilson expresó su aprobación
respecto a sus compañeros de viaje:
«Son los mejores de la nueva tanda
de conductores de trineo», comentó.
Wilson disfrutaba del espectáculo
que ofrecía la aurora, las falsas lunas
y los haces luminosos de las cruces
lunares, causadas por la inversión
térmica. Los dientes de Cherry-
Garrard se fracturaron por el frío y
sus gafas estaban perpetuamente
empañadas, dejándole casi ciego.
«La exploración antártica —escribió
— no suele ser tan dura como te la
imaginas, no suele ser tan difícil
como parece, pero ese viaje fue casi
indescriptible. No encuentro
palabras para relatar aquel horror.»
Sin embargo, aún faltaba lo peor. El
6 de julio el termómetro descendió
hasta los sesenta grados bajo cero y
cayó una niebla helada tan densa que
no se veían las puntas de los esquís.
Por la mañana tardaron unas cuatro o
cinco horas para vestirse, preparar el
desayuno, guardar sus pertenencias y
cargar los trineos. En el instante en
que apagaban la estufa de grasa de
foca, la ropa se congelaba como una
armadura y ya no había modo de
cambiarle la forma. Una mañana tras
salir de la tienda, Cherry-Garrard se
detuvo para observar algo a su
derecha durante unos quince
segundos y cuando quiso mirar de
nuevo al frente, se encontró que el
cuello y la capucha de su abrigo
estaban sólidos. Tuvo que avanzar
mirando a un lado durante media
hora, hasta que el calor de la marcha
le permitió descongelar el cuello y
mirar al frente. Tras aquel incidente,
todos se aseguraron de mantener una
postura adecuada para la marcha
cada vez que salían de la tienda de
campaña.
Al introducir los fósforos en el
ambiente calado de la tienda, se
humedecían enseguida y era
imposible encenderlos. El frío atroz,
combinado con las ventiscas que
agitaban la nieve recién caída,
llenaba el camino de cristales de
hielo tan ásperos como el papel de
lija. Era casi imposible tirar del
trineo y tuvieron que organizar un
sistema de relevos, por lo que sólo
avanzaban una milla de camino por
cada tres que recorrían. En una
ocasión, sólo lograron avanzar una
milla y media tras ocho horas de
trabajo agotador.
«Yo había llegado a tal grado
de sufrimiento —escribió Cherry-
Garrard—, que no me habría
importado morir si con ello me
libraba del dolor.» La oscuridad y
las bajas temperaturas convertían el
viaje en una experiencia
inaguantable. Entonces la niebla se
cerró aún más y tuvieron que dejar
de avanzar con relevos, ya que no
alcanzaban a ver las huellas que les
conducían de un trineo a otro. De
nuevo tuvieron que arrastrar los dos
trineos a paso de caracol por la
superficie adherente. Por fin, tras
diecinueve días de pesadilla,
llegaron al paso junto al montículo
que buscaban y montaron la tienda en
una hondonada en la nieve. Wilson
sabía que necesitarían permanecer
varios días si querían encontrar la
colonia de pingüinos y realizar el
trabajo deseado, de modo que
construyeron un pequeño refugio de
piedra, a la luz de la luna menguante.
Partieron del refugio con
piolets, crampones y cuerdas
especiales para el hielo, que
utilizaron para sortear las escarpas
heladas, los afloramientos rocosos,
las grandes grietas y las caóticas
masas de hielo que les impedían el
paso. Oían los graznidos de los
pingüinos emperador en la distancia,
pero cada vez que se acercaban se
topaban con un obstáculo que les
impedía llegar y temiendo quedarse
sin luna, regresaron al refugio. El día
siguiente lo intentaron de lleno por
un camino mucho más peligroso,
directo por los acantilados que
llevaban hasta la playa de los
pingüinos. Si pasaban ahí la noche
sin refugio era probable que
murieran congelados, así que se
apresuraron a buscar huevos que aún
estuvieran calientes. Bowers pisó
una placa de hielo marino frágil y sus
calcetines se empaparon y se
congelaron como piedras, pero
envolvieron los preciados huevos en
su ropa interior y de paso cazaron
tres pingüinos, para abastecerse de
grasa para la estufa.
De nuevo llegaron al refugio al
filo de la noche y justo antes de la
llegada de un temporal de nieve.
Aquella noche, la estufa escupió
grasa caliente al ojo de Wilson y le
causó un dolor espantoso. Durante
las siguientes cuarenta y ocho horas,
el viento arreció hasta fuerza diez y
se llevó su tienda, junto con los
guantes, los calcetines y más material
que habían guardado en su interior.
El refugio se empezó a llenar de
nieve, que se colaba por las grietas
más recónditas. Un tubo de la estufa
se fundió en una soldadura y les
obligó a tratar de arreglárselas y
cocinar con la lámpara. A
continuación, el viento se llevó el
techo de lona del refugio y dejó a los
tres hombres semienterrados en la
nieve, en sus sacos de dormir
congelados. Fue imposible comer
nada, excepto durante una breve
tregua del temporal.
Tras cuarenta y ocho horas de
suplicio, lograron cocinar un poco de
carne seca sin salir de los sacos de
dormir. Para alivio de todos, Bowers
localizó la tienda, que había
descendido unos quinientos metros
por la ladera. Sin embargo, no
funcionaba la estufa, sólo les
quedaba un bidón de aceite para la
lámpara y la situación aún era
extrema. Decidieron a regañadientes
dejar de buscar huevos y emprender
el camino de regreso al cabo Evans.
En la oscuridad, se aventuraron
demasiado hacia el este y entraron en
una zona de grietas. En una ocasión,
Bowers quedó suspendido en el
vacío, hasta que los demás lograron
arrebatarle del oscuro abismo,
tirando de sus arreos con las manos
llenas de ampollas. La pesadilla
continuó durante otras dos semanas,
en las que no cesó el dolor de sus
dedos en carne viva, ya que las
ampollas se habían reventado, pero
el frío no permitía que creciera la
piel nueva.
El 2 de agosto llegaron de
regreso al cabo Evans y
comprobaron que sólo tres de los
huevos contenían embriones
adecuados; no serían suficientes para
un estudio concluyente en Londres,
así que el éxito de la misión quedaba
en entredicho. Los tres hombres
pasaron varias semanas cojeando,
con los pies dañados por la
congelación, pero el día siguiente de
su regreso Scott no parecía estar muy
preocupado sobre la salud de los
expedicionarios: «Wilson ha
adelgazado mucho, pero mantiene su
fuerza y agudeza; Bowers está igual
que siempre. Cherry-Garrard tiene
aspecto de estar agotado. Es evidente
que él ha sido el que peor lo ha
pasado... Bowers es el que mejor ha
resistido... Jamás había conocido a
un hombrecillo tan robusto, activo e
invencible».
Al comparar las raciones que
habían consumido los tres hombres,
Scott pudo diseñar un programa de
alimentación especial con la ayuda
de Wilson, para las condiciones
extremas que esperaba encontrar en
la meseta polar. Las llamó las
raciones de la cima y después de
estudiar la experiencia del cabo
Crozier, decidió incluir mucha más
grasa que en las raciones polares de
expediciones anteriores. La dieta de
Cherry-Garrard había sido la más
efectiva, ya que a pesar de haberse
debilitado mucho más que los demás,
sólo había perdido medio kilo de
peso, frente a los 1,15 kilos que
había perdido Bowers y los 1,6 kilos
de Wilson. La pérdida de peso
relativamente menor y el hecho que
ni siquiera los dedos congelados de
Cherry-Garrard habían padecido
daños irreversibles convencieron a
Scott de que a pesar de su
incomodidad en temperaturas tan
extremas, la ropa y los sacos
elegidos serían más que adecuados
para el viaje al polo. Los tres
hombres sugirieron varias
modificaciones para distintos
elementos del equipo, que se
realizaron durante los dos meses
siguientes. El viaje había sido muy
valioso como prueba de material y
de equipo, si bien no se había
resuelto el enigma de los pingüinos
emperadores. Finalmente, los huevos
llegaron a manos de un especialista
de la Universidad de Edimburgo, tras
meses de indiferencia en manos de
científicos del Museo de Historia
Natural, en Londres, que no
mostraron mucho interés en ellos. Sin
embargo, no aportaron pruebas
concluyentes sobre el paso evolutivo
de las escamas a las plumas.
Unas semanas más tarde,
Atkinson se perdió durante unas
cinco horas hasta que le encontró una
partida de rescate equipada con
linternas. Tenía una mano muy
congelada y sabía que Scott debía
estar afligido por su ausencia, así
que se llevó una grata sorpresa
cuando no le tocó el rapapolvo que
esperaba. «Fue culpa mía —comentó
Atkinson a Cherry-Garrard—, pero
Scott no me regañó en absoluto.»
En agosto, empezaron a
alargarse las horas de penumbra
hasta que el día 25, por fin se asomó
el contorno del sol y celebraron con
champán, canciones y jolgorio.
«Todos estábamos fuera celebrando
la llegada del sol —escribió
Debenham—, y vi al armador
retozando con los perros como un
niño.» Omelchenko, el mozo de
cuadra ruso, estaba convencido de
que las luces de la aurora eran
malignas y sintió un alivio enorme
ante su desaparición. Llevaba meses
dejando sus preciados cigarrillos en
la nieve, para aplacar a los espíritus
del invierno. Gran celebró con una
lata de pato, que había tomado
prestada de las provisiones de
Shackleton, en el cabo Royds. Puso
la lata en un hornillo pero al cabo de
media hora «sonó un estallido y
salieron volando miles de piezas de
lata».
Con la llegada del sol, se alteró
la sangre tanto de Scott en el cabo
Evans como de Amundsen en la
bahía de las Ballenas. Scott se obligó
a sí mismo a ser paciente, aunque una
carta que escribió a un amigo
neozelandés revelaba sus
sentimientos: «Soy plenamente
consciente de la complicación que
supone la presencia de Amundsen,
pero a sabiendas de que intentar
competir podía poner en peligro
nuestras posibilidades de alcanzar el
polo, decidí hace tiempo seguir con
nuestros planes, exactamente como
estaban antes de conocer la presencia
de Amundsen. Si logra alcanzar el
polo, es probable que lo haga a gran
velocidad gracias a los perros, pero
imagino que el éxito justificará su
viaje y nosotros quedaremos al
margen. Sin embargo, si fracasa ¡más
vale que se esconda! En cualquier
caso, se está arriesgando mucho y
quizá sea merecedor de su suerte si
logra pasar ¡aunque aún no ha
llegado! Mientras, te aseguro que nos
esforzaremos en cumplir mis planes
lo mejor que podamos».
14
Un glaciar peligroso

Teddy Evans era bajo de


estatura pero su amor propio era de
todo menos limitado y estaba
decidido a alcanzar el polo. Era
consciente de que la habilidad para
tirar de un trineo contaría mucho
cuando Scott seleccionara el equipo
final y Evans creía que el dominio de
los esquís le ayudaría. «Le consumía
la idea de convertirse en el mejor
esquiador de la expedición —
explicó Gran—. Cada día insistía en
competir contra mí. Por supuesto, le
motivaba el deseo de participar en el
viaje al polo. Evans afirmaba sin
cortapisas que como segundo oficial
de la expedición, de tener ocasión de
acompañar al líder, tendría que estar
mejor preparado física y
técnicamente que los demás.» Evans
se acercó a Scott en agosto de 1911
para sugerir que él, Gran y el
suboficial Forde realizaran un viaje
preliminar al Córner Camp, para
comprobar que el depósito estaba en
buen estado y para despejar la nieve
acumulada. Scott debía considerar
que el viaje era innecesario, pero al
parecer no se le ocurrió ningún
motivo para rechazar el plan de su
subalterno. «Si tenéis ganas de sufrir
—respondió—, ¡yo no os lo pienso
impedir!» A fin de cuentas, la misión
de Evans resultó ser provechosa, ya
que el depósito estaba
completamente cubierto por la nieve
y no fue fácil encontrarlo. Durante el
camino de regreso, Evans mostró su
faceta competitiva y condujo el
equipo al límite de sus capacidades,
para recorrer treinta y cuatro millas
en un trayecto ininterrumpido de
veinticuatro horas.
También Scott buscaba
cualquier excusa para escapar de los
confines del campamento. No
soportaba la inactividad y se crecía
ante cualquier desafío físico. Eligió a
tres compañeros para una salida
primaveral: el científico Simpson y
dos expertos con el trineo, su viejo
amigo Taff Evans y su valor en alza,
Bowers. El objetivo declarado del
viaje era el de comprobar la
velocidad de avance del glaciar
Ferrar, midiendo la posición de unas
estacas clavadas en el hielo por
Wright el otoño anterior. El grupo
recorrió 175 millas en diez días,
tirando de 80 kilos cada uno. La
temperatura había descendido hasta
los cuarenta grados bajo cero, a
pesar de que no se encontraban en la
Gran Barrera sino cerca del litoral.
La cara de Simpson se llenó de
ampollas causadas por el frío y
durante el último día de viaje,
recorrieron veintiuna millas tirando
de sus trineos, a pesar de un fuerte y
gélido viento de cara. Bowers
comentó que el viaje era pan comido,
demostrando así que estaba
plenamente recuperado de la salida
al cabo Crozier en busca de
pingüinos. Scott anotó en su diario
que el intendente de la expedición
era una verdadera maravilla. «Jamás
había conocido a nadie que dominara
tanto el trineo como él», escribió. Si
Bowers no era ya uno de los elegidos
para el viaje al polo, es probable que
aquella salida inclinara la decisión
de Scott a su favor. Taff Evans
demostró su fortaleza habitual y se
convirtió en otro firme candidato al
equipo definitivo. «Fue una
excursión primaveral muy agradable
y con un notable valor didáctico»,
comentó Scott, sobre el viaje al
glaciar Ferrar.
El primero de septiembre, dos
semanas antes de la excursión de
Scott, Cecil Meares y Demetri Gerof
viajaron a Hut Point con todos los
perros. Una semana más tarde y a
cuarenta millas de distancia, la
impaciencia dominó a Roald
Amundsen y contra las enérgicas
advertencias de su segundo oficial
Hjalmar Johansen, decidió no
esperar a que mejoraran las
condiciones y salir el 8 de
septiembre de 1911 rumbo al polo,
con siete acompañantes y todos los
mejores perros. Al cabo de una
semana, regresó a la base tras
enfrentarse a temperaturas de
cincuenta y seis grados bajo cero.
Reinaba la confusión entre sus
hombres, los perros habían sufrido
graves daños en las patas por culpa
del hielo e incluso le acusaron de
cobardía por sus actos. Cinco perros
habían muerto congelados.
La mañana después del regreso
del equipo noruego, Amundsen
describió el ambiente tenso que
había generado el incidente:
«Durante el desayuno, Johansen se
atrevió a pronunciar comentarios
despectivos sobre mí y sobre mi
liderazgo en nuestra expedición. No
sólo opinaba que el viaje reciente
había sido completamente
injustificable, sino que también
criticaba otras acciones que había
realizado en el curso de mi
liderazgo. El aspecto más flagrante e
imperdonable de sus palabras fue
que las pronunció delante de todos.
Debo coger el toro por los cuernos y
darle un castigo ejemplar de
inmediato». Amundsen logró
desactivar el conato de motín
después de expulsar a los dos
principales alborotadores de su
equipo de expedicionarios para el
polo. Scott jamás se enfrentó a un
motín tan grave por tres motivos: por
su cuidado al seleccionar a los
viajeros, por la estructura de
disciplina naval que reinaba en la
expedición y que incluso los
científicos comprendían, y en tercer
lugar, porque jamás obligó a sus
hombres o a los animales a
emprender un viaje tan imprudente.
Wilson había insistido en realizar su
viaje invernal y Teddy Evans había
pedido permiso para recorrer la
Barrera helada, aproximadamente al
mismo tiempo que el viaje fallido de
Amundsen, pero el oficial inglés sólo
se había alejado unas cincuenta
millas y el riesgo de aquella salida
fue muy limitado. Ni estos casos ni
algunos accidentes que ocurrieron
bajo el mando de Scott podían
compararse con la obcecada necedad
de Amundsen, que estuvo a punto de
provocar un motín entre sus hombres
en la primavera de 1911.
La reacción implacable de
Amundsen impidió cualquier muestra
posterior de insubordinación, pero
no le sirvió para amansar su rencor
hacia Johansen, a quien humilló
públicamente cuando regresaron a
Noruega. Es posible que aquellas
humillaciones contribuyeran al
suicidio posterior de Johansen.
Durante los días siguientes al
viaje fallido, Amundsen decidió
posponer cualquier nuevo intento
hasta mediados de octubre. El mal
tiempo retrasó un poco más su viaje
y salió por fin el 19 de octubre, sólo
doce días antes que los ingleses. El
mes de espera en el refugio noruego
se caracterizó por la tensión y los
rencores.
Seis semanas antes de la fecha
de salida de los británicos, el 13 de
septiembre de 1911, Scott anunció
sus planes de viaje tras muchas horas
de análisis junto al más hábil
administrador de su equipo, el
siempre jovial Bowers. Puso en la
mesa un mapa dibujado a mano y
mostró a los expedicionarios
reunidos las tres etapas del viaje al
polo: la Gran Barrera, el glaciar y la
meseta. «El viaje completo de ida y
vuelta —explicó— será de unas
1.530 millas, una distancia que jamás
se ha recorrido en trineo en un solo
viaje. Las cifras de Shackleton nos
ofrecen una guía inestimable, así que
he desarrollado estos planes
basándome en datos extraídos de su
libro... Según este cálculo, el viaje
completo durará 144 días. Debo
insistir que nuestros planes hacen
caso omiso de la presencia de
Amundsen.»
Scott no tenía mucha confianza
en los trineos motorizados, pero
decidió que partieran con una carga
completa una semana antes de la
fecha de salida, por si resultaban
útiles. Scott tampoco confiaba mucho
en la utilidad de los ponis o los
perros después de alcanzar el glaciar
Beardmore y a partir de ahí, pensaba
realizar el resto del viaje con
tracción humana. Tres equipos de
tres o cuatro hombres cada uno
partirían juntos. Al cabo de quince
días regresarían los primeros y
después de otras dos semanas,
regresaría el segundo equipo,
dejando el tercero para tratar de
llegar al polo.
El plan para cruzar la Gran
Barrera helada era que diez ponis
tiraran de una carga de 250 kilos
cada uno y que a medida que se
agotaran, sacrificarían los ponis y los
utilizarían como provisiones.
Sacrificarían los dos últimos ponis
tras el trigésimo cuarto día de
camino. Scott esperaba que los dos
equipos de perros transportaran sus
cargas hasta la base del glaciar y que
los esquís resultarían útiles hasta ese
punto. Diez años antes, Scott, Evans
y Lashly habían sufrido privaciones
para sobrevivir en la meseta durante
treinta y cinco días. En esta ocasión,
el capitán pensaba pasar un total de
setenta y cinco días en la meseta.
«No sé si es posible sobrevivir ahí
durante tanto tiempo —comentó—,
casi lo dudo.»
Scott ofreció muchos más
detalles menores y alabó
indirectamente a Oates, cuando
comentó que los ponis estaban en
condiciones mucho mejores que los
que habían llevado el verano
anterior, a instalar los depósitos y
que el pienso enriquecido los había
fortalecido mucho. Las raciones para
los expedicionarios habían sufrido
cambios considerables tras el viaje
invernal de Bowers y Wilson al cabo
Crozier. Las habían dividido en
raciones normales y de altura, para
sobrevivir a las condiciones
extremas que esperaban encontrar en
la meseta.
Si la expedición no lograba
llegar al polo y los noruegos también
fallaban, realizarían un segundo
intento el año siguiente con muías.
Oates había sugerido el plan
alternativo tras el viaje de los
depósitos del año anterior y Scott
había encargado los animales
enseguida, de la India. Los hombres
no llevarían látigos para los ponis,
sólo utilizarían las riendas si
resultaba necesario y los animales
llevarían protectores en los cascos.
Los sacrificarían de un disparo antes
de que sufrieran más que si hubieran
permanecido en Manchuria, como
bestias de carga y ningún pony
pasaría más de treinta y cuatro días
en el hielo. Durante el viaje de los
depósitos, Scott había comprobado
que los ponis sufrirían si partían en
una fecha que les permitiera competir
con los noruegos, de modo que este
verano sólo viajarían en fechas y
condiciones comparables a las de la
Manchuria natal de los animales.
Scott había hecho el intento de
viajar con perros, cuando nadie
había recorrido más de diez millas
por el hielo marino de la Antártida.
Durante el primer viaje con Wilson y
Shackleton, en 1903, habían
recorrido casi 900 millas mientras
los perros iban cayendo por el
camino. Su siguiente viaje con Evans
y Lashly, con tracción humana,
también había sido un éxito sin
precedentes y había incluido treinta y
cinco días en la meseta. Durante la
expedición del Nimrod, Shackleton
había estado a punto de llegar al polo
con la combinación de tracción
humana y ponis, sin un solo perro. En
el relato de Shackleton sobre aquel
viaje extraordinario, el explorador
había dejado claro que las grietas
espantosas del glaciar Beardmore,
por el que también pasaría Scott,
formaban un terreno impracticable
para ponis y perros. Scott ya había
estado a punto de perder un equipo
de perros entero en una sola grieta y
tenía intención de llevar animales a
un glaciar repleto de grietas, de 120
millas de longitud y 2.750 metros de
altitud. Para poner en contexto la
decisión de no llevar perros al
glaciar, merece la pena consultar la
opinión del mejor escritor sobre
temas polares, Cherry-Garrard, cuyas
apreciaciones sobre los métodos de
Scott a menudo eran críticas: «No
creo que sea posible llevar perros de
ida y de vuelta, o cruzar con ellos el
hielo escabroso de la llegada al
altiplano... Sin embargo, lo más
probable al viajar con perros bajo
condiciones extremas como las que
experimentamos en el viaje anterior
sería verles caer al abismo de una
grieta. Si alguien es capaz de evitar
esa clase de desastres, allá ellos,
pero si no es así, es mejor no utilizar
perros y los que afirmen lo contrario
no saben de lo que hablan... Si Scott
pensaba ascender por el glaciar
Beardmore, es probable que la
decisión de no llevar perros fuera la
más acertada».
Cuando Scott decidió que la
tracción humana era el medio de
transporte más efectivo para sus
fines, no sintió ningún menoscabo al
recurrir a él, ni al informar al mundo
de la pericia de sus hombres con los
trineos. Muchos expedicionarios
actuales tratan de lograr hazañas
puristas, sin la ayuda de medios
modernos. Reinhold Messner se
sintió más orgulloso de su gran
ascensión al Everest, sin oxígeno y
sin la ayuda de un sherpa, que de
todos los logros anteriores
cosechados con la ayuda de medios
modernos.
El plan de ataque polar de Scott
había evolucionado con sentido
común y el capitán mostró un talante
democrático al pedir la opinión de
los hombres, la mayoría de los
cuales eran científicos, con
mentalidades analíticas y sin miedo a
expresar su opinión. Además, todos
habían pasado el invierno debatiendo
sobre muchas de las mismas
cuestiones que había considerado
Scott. No eran de los que decían
amén a todo ni eran miembros
disciplinados de la Armada
británica. Habría sido razonable
esperar preguntas y críticas de los
sectores habituales, los pesimistas y
los perfeccionistas, pero cuando
Scott les ofreció la oportunidad de
expresar sus opiniones, nadie tuvo
nada que objetar. El plan
desarrollado por el capitán y por
Bowers era exhaustivo, prudente y se
basaba en el antecedente más
confiable con el que contaban: el
viaje del Nimrod.
Lo que más interesaba a los
hombres de los planes de Scott era la
lista de participantes. El primero de
noviembre partirían del cabo Evans
diez conductores de ponis, incluido
Scott, junto con los equipos de
perros conducidos por Meares y
Gerof. Una semana antes saldría el
equipo motorizado, formado por
Bernard Day y Bill Lashly, bajo el
mando de Teddy Evans. Aparte de
Day, Meares y Gerof, cualquiera de
los demás podía formar parte del
equipo final hacia el polo,
dependiendo de sus condiciones en
aquel momento. Los conductores de
ponis serían Scott, Wilson, Bowers,
Oates, Atkinson, Wright, Cherry-
Garrard, Taff Evans, Crean y
Keohane. Scott había dedicado
mucho tiempo a la selección de los
hombres clave. Durante el invierno,
había anotado los puntos fuertes y las
flaquezas de cada individuo, para
complementar las primeras
impresiones obtenidas durante el
período en el Terra Nova. Por lo
general, el criterio de Scott resultó
ser atinado, pero los acontecimientos
posteriores demostrarían que no era
infalible.
Ahora sólo quedaba esperar
hasta noviembre, para que las
temperaturas les permitieran salir a
la barrera sin lastimar a los ponis.
Scott sabía que los perros de
Amundsen resistirían condiciones
más duras y que era probable que el
noruego saliera mucho antes que
ellos. La impaciencia y la tendencia
depresiva de Scott, sus dos grandes
defectos, lo asaltaron ante aquella
espera, en parte por culpa de una
serie de contratiempos menores. Tres
de sus hombres quedaron
incapacitados para el viaje: Forde
sufrió un caso de congelación,
Clissold padeció varias heridas al
caer de un iceberg, donde estaba
posando para una fotografía de
Ponting y Debenham sufrió una lesión
en la rodilla mientras jugaba al
fútbol. Uno de los perros falleció a
causa de una enfermedad misteriosa,
que podía contagiarse a los demás
perros en cualquier momento. Y el
24 de octubre de 1911, se partió la
caja protectora de un eje mientras los
trineos motorizados se disponían a
salir. «Todo esto pone a prueba mi
paciencia —escribió Scott—, pero
estoy más allá del abatimiento.»
Tampoco contribuía a mejorar
el estado de ánimo de Scott saber
que fuera o no un éxito el viaje al
polo, la expedición estaba
profundamente endeudada. El capitán
había logrado reunir los fondos
justos para llegar a la Antártida, pero
sabía que las deudas y los intereses
se acumulaban en Londres y ya había
invertido todos sus ahorros
personales en la aventura. Cuando
llegara el Terra Nova él no habría
regresado aún de su viaje, pero el
barco llevaría el correo de regreso a
casa y Scott escribió una carta al
director del banco, para asegurarle
que estaba haciendo todo lo que
podía. Antes, a mediados de octubre,
había reunido a todos los
expedicionarios para contarles la
gravedad de la situación y pedirles si
alguien se ofrecía a renunciar a sus
honorarios de todo un año. La
respuesta inmediata y generosa de
los hombres permitió a Scott firmar
una instrucción formal de que se
dejaran de pagar una serie de
salarios, incluido el suyo.
Seis días antes de la salida del
viaje al polo, Kathleen tuvo una
pesadilla en Londres. «Hoy ha sido
un día desagradable —escribió a su
marido—. Me ha despertado una
pesadilla sobre ti y Peter se me ha
acercado para afirmar
categóricamente que "papá no
volverá", como si respondiera a mis
pensamientos absurdos.»
Las únicas pesadillas que debía
sufrir Scott eran las que le causaban
los trineos motorizados. Sin
embargo, Bernard Day logró arreglar
el protector del eje, y el 24 de
octubre, los dos equipos de Teddy
Evans salieron a motor del cabo
Evans, tirando de tres toneladas de
provisiones. «Hooper viajaba en el
vehículo de Lashly —escribió Teddy
Evans—, y yo acompañé a Day... Se
expresaron muchas dudas sobre la
utilidad de los trineos vilipendiados,
pero hicimos caso omiso de las
burlas de nuestros amigos.» Scott
había informado a Evans que se daría
por satisfecho si los trineos llegaban
hasta la isla Blanca, pero los cuatro
hombres estaban dispuestos a hacerlo
lo mejor posible. Las orugas
empezaron a patinar, sin tracción en
el duro hielo del mar y sólo lograron
avanzar una milla por hora. «Antes
de rendirse por completo —escribió
Evans—, los trineos motorizados
lograron transportar las provisiones
del viaje al sur 51 millas, por hielo
agreste, resbaladizo y lleno de
grietas. Esto dio a los ponis la
oportunidad de avanzar sin carga
hasta Córner Camp y eso es lo que
había pedido Oates.»
Herbert Ponting recorrió una
parte del trayecto con los trineos
motorizados, para fotografiar y
filmar el grupo de Teddy Evans. «Es
difícil exagerar los elogios que
merecen Day y Lashly —escribió
Ponting más adelante—, por el
esfuerzo incansable que realizaron
para reparar aquellos motores. En
una ocasión se pasaron la noche en
vela, trabajando a una temperatura de
veinticinco grados Fahrenheit bajo
cero (-32° C) y con fuerte viento. A
pesar del frío y de la incomodidad,
lograron desmontar uno de los
motores y cambiaron un vástago con
el único recambio del que disponían.
Sabiendo lo que falló con los
motores de Scott y por qué, ahora
será posible construir vehículos
capaces de funcionar bien en la
Antártida. Por consiguiente, Scott
merece los honores de ser el pionero
del transporte motorizado en las
regiones polares, ya que él lo utilizó
con cierto éxito.»
Más adelante, Tryggve Gran
comentó que los expedicionarios no
consideraban el rendimiento de los
trineos motorizados como un fracaso,
sino más bien al contrario, como
todo un éxito. Cherry-Garrard, que
sobrevivió a la expedición y
combatió en la primera guerra
mundial, ofreció su opinión al
respecto: «El diseño global era
acertado; lo único que hacía falta era
experiencia. Como experimento
fueron un éxito en la Antártida,
aunque Scott jamás llegó a conocer
su potencial: fueron los antecesores
directos de los tanques franceses en
la guerra».
Setenta y ocho años más tarde,
atravesé la Antártida con dos amigos
por la línea aproximada del
meridiano cero, para llegar hasta Hut
Point. Utilizamos tres pequeñas
motos de nieve con motores de dos
tiempos refrigerados por aire,
tirando de tres trineos con
cuatrocientos cincuenta kilos cada
uno. Aquellos vehículos eran
descendientes directos de los
prototipos de Scott y nos permitieron
completar la primera travesía de la
Antártida que no se acercaba al polo
desde extremos opuestos del
continente.
El 2 de noviembre de 1911,
cuando los trineos se negaron a
seguir avanzando, Teddy Evans y sus
hombres pasaron 340 kilos de
material a un trineo manual y
siguieron avanzando hacia el sur,
dejando un rastro para los ponis y los
perros. Cada tres millas construían
un mojón de nieve amontonada. Si
lucía el sol, los hitos de nieve eran
muy eficientes ya que actuaban como
reflectores y eran visibles a una gran
distancia, mucho más que un fino
bastón negro. En condiciones de
ventisca no se ven ni los hitos ni los
bastones, si no es por casualidad.
Los grupos principales de la
expedición salieron en la fecha
prevista, el primero de noviembre.
Diez ponis siguieron el rastro
marcado por Teddy Evans hacia el
sur, cada uno conducido por un
hombre y tirando de un trineo. Al
detenerse en Hut Point, alguien se
percató de que faltaba la bandera
británica que les había presentado la
reina, así que Scott utilizó el teléfono
que había instalado en el refugio
durante el invierno, para llamar a
Gran en el cabo Evans. El noruego
recorrió el hielo marino con sus
esquís para entregarle a Scott la
bandera. Ambos eran conscientes de
la carga irónica del momento. «Tú
eres joven —dijo Scott, al estrechar
la mano de Gran—, y tienes toda la
vida por delante. Cuídate y que Dios
te bendiga.»
El 4 de noviembre llegaron a la
Gran Barrera y siguieron por el
camino trazado por Evans, sin el
menor contratiempo. Por fin llegaron
a los trineos, abandonados y
solitarios en la inmensidad de la
Antártida, pero siguieron avanzando
por una extensión blanca, sin sol y
sin perspectiva. Los ponis avanzaban
a distintas velocidades y se fueron
alejando unos de otros. Con la
visibilidad reducida, los hombres ni
siquiera podían ver el rastro que
debían seguir. En una ocasión,
Bowers forzó la vista para
identificar lo que le parecía una
manada de vacas frente a él, pero
enseguida se percató de que en
realidad eran las bostas de otro pony.
Los animales se resistieron a
cualquier intento de ponerles los
protectores hestersko para los
cascos, ya que los encontraban
molestos. Afortunadamente, al
desplazarse por un camino abierto
por los otros trineos, avanzaban con
más facilidad que sus difuntos
congéneres del año anterior.
Los hombres llevaban botas
finnesko cálidas y de suelas lisas,
que eran cómodas y efectivas
siempre que no hiciera falta tirar con
mucha fuerza de los trineos. Los
intentos de llevar esquís y guiar a los
caballos con un dogal fracasaron, ya
que los animales se asustaban con el
ruido de las tablas en la nieve y
nadie quería que le atropellara un
pony desbocado o el pesado trineo
que llevaba a remolque.
No vieron señales de tierra
durante días, ni siquiera la isla
Blanca o el risco Minna, mientras
seguían avanzando por una blancura
envolvente en la Gran Barrera, donde
el cielo y la nieve se fundían en una
sola cortina inseparable. Viajaban de
noche para el bien de los ponis. La
temperatura fluctuaba alrededor de
los dieciocho grados bajo cero, ya
que había llegado el verano.
«Cuando el día se despeja —
comentó Bowers—, utilizamos un
maravilloso reloj de sol desarrollado
por el capitán Scott. Basta con
ajustar la sombra a la hora y permite,
entre otras cosas, trazar la ruta con
facilidad.» Sin embargo, por lo
general no disfrutaron de las
condiciones meteorológicas estables
habituales en aquella época y el 13
de noviembre, Bowers describió un
panorama desolador: «El tiempo ha
sido más nefasto de lo que
pudiéramos temer; soplaba una fuerte
brisa cargada de nieve procedente
del este. La nevada está dejando una
superficie casi impracticable para
los trineos... Jamás había visto nieve
como ésta tan al sur, con copos
grandes y mullidos; no favorece en
nada la labor de los trineos».
El humor de Scott, así como el
de sus compañeros, fluctuaba con las
variaciones de la meteorología y del
terreno. «Fue curioso comprobar que
todos nuestros diarios se
deprimieron cuando llegó el mal
tiempo —comentó Cherry-Garrard
—, y lo rápido que nos animamos
todos cuando salía el sol. No cabe
duda de que los ponis sentían algo
parecido.» No llevaban combustible
suficiente para fundir la nieve para
los ponis, pero les habían enseñado a
comérsela durante el invierno. «Cada
vez que come nieve —escribió Scott
—, Chinaman suele meterse un
bocado demasiado grande en la boca
y el efecto es bastante cómico:
cuando la nieve le enfría por dentro
se revuelve con las cuatro patas y
pone una cara ofendida y alterada.
Sin embargo, al cabo de unos
instantes no duda en coger otro
bocado.»
Los ponis avanzaban a distintas
velocidades y Scott era el primero en
salir del campamento cada mañana,
con los más lentos. También para
equilibrar la velocidad de avance,
Scott había dado instrucciones a
Meares y Gerof de que esperaran
unos días en Hut Point, antes de
reunirse con los ponis. Así lograrían
ahorrar una buena cantidad de
comida para perros y algunas
raciones de los expedicionarios.
Meares llegó mucho antes de lo que
Scott esperaba, el 7 de noviembre de
1911, ya que había logrado viajar en
condiciones de ventisca en las que
los ponis no podían avanzar. La
ventaja de los perros sobre los ponis
en aquellas condiciones se debía a
varios motivos, entre ellos que los
perros esquimales tenían párpados
nictálopos que los protegían de la
ventisca más feroz y que eran
capaces de seguir un rastro sin
necesidad de verlo, especialmente
con todos los olores que habían
dejado los expedicionarios de Scott.
Por una parte, Scott estaba
molesto por el hecho que la llegada
prematura de Meares supondría un
gasto excesivo de comida para
perros, pero por el otro estaba
tremendamente impresionado por el
rendimiento de los perros. «Es
alentador comprobar que los perros
son capaces de tirar de sus cargas y
de avanzar con vientos tan recios de
cara —dijo Scott a Cherry-Garrard
—. Esto demuestra que nos serán de
mucha ayuda.» Scott también
comentó que era evidente que en sus
intentos anteriores, no había sacado
lo mejor de los perros y que
posiblemente, Meares podría
acompañarles más allá de la base del
glaciar Beardmore. En cualquier
caso, se lo planteaba como una
opción por si se retrasaban mucho
sobre el calendario previsto.
A pesar de que el tiempo seguía
sin ser nada favorable, los ponis
lograban avanzar unas doce millas
por día, bastante más que durante el
viaje de los depósitos. «Hoy me ha
dicho Scott que está muy satisfecho
por el rendimiento de los ponis —
comentó Oates—, y ha tenido la
amabilidad de decir que estaba en
deuda conmigo por los esfuerzos que
he realizado. Debo confesar que
están progresando mejor de lo que
esperaba.» El pony de Oates,
Christopher, era todo un demonio y
había que avanzar con él sin
detenerse, de un campamento al
siguiente. Oates era el único capaz
de lidiar con él aunque, para
lograrlo, debía avanzar durante todo
el día sin detenerse siquiera a comer.
«El soldado opina que Chinaman aún
aguantará muchos días de camino —
escribió Scott—, lo cual no deja de
ser una muestra de confianza
inesperada por su parte... Si rinden
mejor de lo esperado, se deberá por
completo a las labores de Oates.»
Por su parte Oates, que estaba más
debilitado que los demás por culpa
del esfuerzo que ejercía para lidiar
con Christopher, anotó lo siguiente:
«Si estos viejos lisiados logran
aguantar y nos ayudan a transportar el
material hasta el glaciar, quizá lo
logremos... Meares me ha dicho que
le sorprendía comprobar lo bien que
avanzaban los ponis, lo cual no deja
de ser divertido ya que él fue
responsable de comprar estos
jamelgos».
Aquel mismo día, el 13 de
noviembre de 1911, los hombres de
Amundsen llegaban al extremo
meridional de la Gran Barrera y unos
cientos de millas al sudoeste hicieron
un «descubrimiento fortuito» en el
mismo eje de la ruta que habían
elegido. Con una suerte envidiable,
al dirigirse al sur desde la bahía de
las Ballenas habían dado con el pie
del glaciar Axel Heiberg, que ofrecía
una rampa directa hacia la planicie
polar. Fueron doblemente
afortunados, porque el glaciar estaba
sesenta millas más al sur que el
Beardmore y eso les permitía
recorrer 120 millas menos en las
temidas condiciones de la meseta.
Amundsen había salido doce días
antes, con sesenta millas de ventaja y
ahora se encontraba unas 300 millas
más al sur que Scott.
Sin sospechar el golpe de suerte
de los noruegos, el 15 de noviembre
los hombres de Scott llegaron al
Depósito de Una Tonelada, donde
aprovecharon para descansar un día
y aligerar la carga de los ponis,
dejando fardos de hígado de foca
para consumir en el viaje de regreso.
Ahora los ponis fuertes tiraban de
265 kilos, los débiles de 180 kilos y
cada equipo de perros tiraba de 365
kilos. Scott podía revisar ahora sus
planes, basándose en el rendimiento
que habían ofrecido los equipos
durante las 130 millas recorridas
desde Hut Point. Scott informó a
Oates que faltaban nueve días para
sacrificar el primer pony, mientras
que el último debía morir a los pies
del glaciar. No harían ningún intento
de llevar a los ponis por el
Beardmore.
Scott estaba cada vez más
preocupado, porque los días de mal
tiempo les habían llevado a
retrasarse con respecto al principal
indicador del que disponían sobre el
éxito o el fracaso de la misión: el
registro del viaje de Shackleton.
Frank Wild, que estuvo presente
tanto en la expedición del Discovery
como en la del Nimrod, había
entregado a Scott las anotaciones
diarias sobre el progreso del viaje
de Shackleton y éstas se habían
convertido en la Biblia del capitán.
Si lograba avanzar más rápido que
Shackleton, o por lo menos mantener
el mismo ritmo de avance, contaba
con alguna posibilidad de éxito. A
finales de noviembre, bajo una
molesta niebla, llevaban seis días de
retraso y Scott no estaba muy
contento. Durante este último tramo
clave de la Gran Barrera, todo
dependía de los ponis y Scott no
dejaba de cuestionar a Oates sobre
su rendimiento. Sin embargo, éste
reaccionó mal ante lo que
interpretaba como una intromisión
del capitán en sus asuntos. «Ahora
Scott comprende lo lamentables que
son nuestros ponis —escribió—, y su
cara larga lo demuestra.» En una
carta a Kathleen, Scott reconoció las
deficiencias de los ponis: «Te
escribo una nota desde la Gran
Barrera para decir que te amo...
Todo marcha bastante bien, aunque
nos llevamos un buen susto la semana
pasada respecto a la condición de los
ponis. La selección de los animales
no fue la mejor y esto ya lo sabía en
Nueva Zelanda, aunque no quise
decírtelo. Si ahora están avanzando a
buen ritmo y transportando nuestro
material durante este primer tramo
del viaje, se debe enteramente a
Oates, que ha resultado ser todo un
hallazgo».
El 21 de noviembre, el grupo de
los ponis alcanzó a Teddy Evans en
los 82° 32' sur. Evans y sus tres
acompañantes habían avanzado a pie,
abriendo el camino, desde que
abandonaron los trineos motorizados.
Teddy tenía una personalidad tan
competitiva como la de Scott y, tras
forzar la marcha, habían llegado al
punto de encuentro antes de tiempo y
habían esperado durante seis días
enteros, consumiendo raciones sin
nada que hacer. Para no aburrirse, él
y sus hombres construyeron una torre
de nieve de 4,5 metros junto a su
campamento.
A partir de entonces, la
expedición avanzó hacia el
Beardmore en cinco pequeños grupos
que salían por separado del
campamento: primero salían los tres
hombres dirigidos por Teddy Evans,
el navegador, que tiraban de sus
propios trineos; después los tres
grupos de ponis, de forma
escalonada; y por último los perros.
Incluso Scott reconocía que la
cabalgata era un poco caótica. El 24
de noviembre, según el plan previsto,
los primeros hombres emprendieron
el camino de regreso: un pequeño
trineo tirado por Bernard Day y
Frank Hooper. Scott les dio
instrucciones para entregar a
Simpson, que se había quedado al
mando de la base: «Los ponis están
rindiendo bastante bien. Espero
llegar al glaciar sin dificultades,
pero por si acaso voy a llevar a los
equipos de perros más lejos de lo
previsto en el plan original. Es
posible que los equipos tarden en
regresar, o que no vuelvan en
condiciones de seguir trabajando, o
que no logren volver en absoluto... Si
no están en condiciones de llevar
provisiones al Depósito de Una
Tonelada, habrá que organizar una
salida de tracción humana para llevar
más víveres». Este mensaje muestra
que Scott estaba enteramente
dispuesto a cambiar los planes
originales si era necesario, para
adaptarlos a los cambios constantes
de la meteorología y a las
condiciones de la superficie.
Tras la marcha de Day y
Hooper y el sacrificio de Jehu, el
más débil de los ponis, los demás
siguieron avanzando con un viento de
cara de diecisiete nudos. «Meares
me acaba de informar —escribió
Scott—, que ha logrado extraer
cuatro lotes completos de comida
para los perros de Jehu y que aún
conservaba unas buenas reservas de
grasa. Meares dice que le bastará
con otro pony para llegar hasta el
glaciar.» Charles Wright escribió
que a partir de entonces, él y los
demás conductores de ponis
observaban a Meares con recelo,
temiendo que eligiera su animal
como el siguiente a sacrificar.
Bowers y Wright comentaron
que la cantidad de grasa que
conservaba en el momento de su
sacrificio Jehu, el más débil de los
ponis, indicaba que habría sido
capaz de seguir trabajando y
avanzando rumbo al glaciar. Era
evidente que estaban sacrificando los
ponis para alimentar a los perros y
para conservar el forraje para los
animales restantes, pero no porque
fueran incapaces de seguir
avanzando. Sin embargo Bowers, que
sentía tanto cariño por los ponis
como para haber arriesgado su vida
por ellos el verano anterior, expresó
su satisfacción ante el hecho de que
ahora les sacrificaran sin que
sufrieran. «Los hemos cuidado
durante un año —escribió—, han
comido bien, han trabajado durante
tres semanas y los hemos tratado con
compasión, con una carga decente y
unas buenas raciones de comida. Y
por último, una muerte rápida e
indolora. Si alguien se atreve a
declarar que les hemos dispensado
un trato cruel, ni lo comprendo ni
estoy de acuerdo.» El 28 de
noviembre sacrificaron a Chinaman.
«Era un diablillo animoso —dijo
Oates a modo de epitafio—, y debió
de ser un buen animal hace unos
quince años.»
El día siguiente se despejó la
niebla. Tras 370 millas de monotonía
y penumbra en la Gran Barrera, con
el ritmo continuo de las pisadas
como única distracción, les
recompensó una vista espectacular:
los tres picos del monte Markham,
con sus 4.200 metros de altitud, se
perfilaban contra un cielo azul y
despejado. Frente a ellos y en
diagonal, vieron una serie de
acantilados negros que se perdían a
lo lejos, al este y al oeste. «El
panorama general es mucho más
agradable —escribió Scott—, y
todos están muy animados.»
Esa noche se comieron a
Chinaman. Su antiguo conductor,
Charles Wright, comentó que el pony
había fallecido de viejo, precipitado
por una bala. Declaró que estaba
orgulloso de haberle protegido
durante tanto tiempo de convertirse
en comida para perros, pero que
ahora estaba satisfecho de comérselo
él. Prepararon estofado de pony y
todos lo disfrutaron, aunque
comentaron que la carne estaba un
poco dura. El combustible estaba
racionado y tuvieron que comerse la
carne medio cruda y aunque ellos no
lo sabían, eso les permitió
aprovechar al máximo su contenido
de vitamina C. Los estofados que
preparaban a diario podían contener
cualquiera de los ingredientes que
llevaban, desde el pan bizcochado a
las pasas, la pasta de curry, la carne
seca e incluso el chocolate en polvo.
Cuando acamparon al este del
monte Markham, se encontraban
cuatro millas más al sur que la marca
establecida en 1902 por el capitán
Scott. A partir de ahora, viajarían
por una ruta hacia el sur que sólo
había recorrido Shackleton. En 1902,
Scott había tardado cincuenta y ocho
días en llegar hasta este punto con la
ayuda de algunos perros, mientras
que Shackleton lo había logrado en
veintitrés días con cuatro ponis,
aunque también había disfrutado de
condiciones meteorológicas mucho
mejores. En esta ocasión, Scott había
recorrido el trayecto en veintinueve
días y tenía un retraso de seis días
con respecto a su programa. Sin
embargo, se encontraban en el
paralelo 83 a 420 millas del polo.
«Las cosas pintan bien, si el tiempo
nos da una oportunidad de llegar al
glaciar.»
El primero de diciembre Oates
sacrificó al rebelde Christopher, su
propio pony, que se movió en el
momento de la ejecución, salió
corriendo y provocó un último
desbarajuste en el campamento antes
de que Oates lograra atraparlo. Los
conductores de los perros eran los
encargados del despiece de los
ponis, ya que avanzaban más rápido
que los demás y disponían de tiempo
libre para hacerlo. A estas alturas,
todos habían comprobado que a
pesar de ser inferiores a los huskis
de Groenlandia que llevaba
Amundsen, los perros avanzaban
mejor que los ponis y la tracción
humana, por lo menos en trayectos
sin grietas. Bowers comentó que era
probable que Amundsen y sus 120
perros les hubieran vencido.
El pony de Wilson, Nobby,
había permitido que le pusieran
protectores en los cascos y la mejora
fue inmediata. «No cabe duda de que
estas zapatillas son lo mejor para los
ponis», escribió Scott. El siguiente
pony en ser sacrificado fue Víctor, y
su leal conductor, Bowers, expresó
su desagrado al respecto: «Víctor ha
avanzado a muy buen ritmo y se ha
mantenido en cabeza todos los días.
Como de costumbre, hoy ha sido el
primero en llegar al campamento,
con una carga de 205 kilos. Parece
una lástima sacrificar un animal tan
robusto». El plan de Scott de llegar
al glaciar con uno de los ponis había
funcionado bien. A pesar de las
críticas sobre la elección de los
animales, habían rendido tan bien
como se esperaba de ellos.
Los expedicionarios deberían
haber conservado una mayor
cantidad de la carne de los animales,
enterrándola con cuidado en los
depósitos para protegerla de los
efectos del sol. Esta tarea
correspondía a Meares y Gerof, que
se ponían manos a la obra después de
la salida de los demás
expedicionarios. No hay forma de
saber si Meares seguía con
diligencia las órdenes de Scott
respecto a la carne de los ponis.
Tanto Charles Wright como Cherry-
Garrard se quejaron en sus relatos
posteriores de que tendrían que haber
conservado más carne en la base del
glaciar Beardmore, aunque ambos
reconocieron que era fácil decirlo a
posteriori. En el momento, ni
siquiera el precavido experto en
intendencia Bowers dijo nada al
respecto.
Aun siguiendo los pasos de
Teddy Evans, la expedición empezó
a atravesar crestas ondulantes en el
hielo, algunas de las cuales medían
hasta siete metros y medio de altura.
Al este veían claramente el caos de
la desembocadura del glaciar
Beardmore, que invadía la Gran
Barrera con una serie de enormes
olas heladas, plagadas de grietas.
Frente a ellos había una especie
de cerro redondeado, con enormes
rocas alisadas por la erosión. Aquel
cerro al que llamaron el monte Hope,
esperanza, señalaba el único camino
posible para ascender al glaciar
desde la barrera y Shackleton lo
había bautizado con el nombre de
Gateway, la puerta de entrada. Sólo
faltaba medio día de marcha para
enfrentarse a la región de grietas
traicioneras que separaban la
Barrera del glaciar, pero no podrían
pasar a menos que las condiciones de
visibilidad fueran idóneas. «Era
importante contar con buen tiempo
para los siguientes días, en los que
nos acercaríamos a la tierra firme —
explicó Cherry-Garrard—. Durante
su viaje anterior al sur, Scott no pudo
alcanzar una cordillera que se erigía
a su derecha, por culpa de un abismo
que se abría ante él. Se trataba de lo
que los geólogos llaman una grieta de
rotura, formada por la acción de una
lengua de glaciar a medida que se
aleja de la tierra de la que fluye.»
Shackleton se había topado con el
único camino posible para ascender
por el glaciar Beardmore y con un
arrojo impresionante, había logrado
remontar las 120 millas y 2.750
metros de desnivel que le separaban
de la meseta, sorteando algunos de
los campos de grietas y cataratas
heladas más temibles de la Antártida.
Entonces, justo en el momento
en el que menos les convenía, llegó
el mal tiempo. En la Antártida las
tormentas de nieve pueden aparecer
en cualquier instante, pero tal como
me dijo una meteoróloga
estadounidense, la doctora Susan
Solomon, «no con aquella intensidad
ni en aquel lugar». El 3 de diciembre
Scott y Bowers trataron de avanzar
con esquís, con una visibilidad nula.
Lograron avanzar diez millas antes
de instalar su campamento bajo la
ventisca. «El viento derribó el
parapeto de protección para los
ponis —escribió Scott—, se
amontonó la nieve y los trineos no
tardaron en quedar sepultados.
Aquélla fue la ventisca más fuerte
que he presenciado jamás en el
verano antartico.» Sin embargo, la
temperatura no dejaba de subir y los
hombres y los ponis luchaban por
avanzar por la nieve primavera.
Bowers comprobó con asombro que
el termómetro marcaba 0,6 °C.
«¿A qué puede deberse un clima
tan nefasto en esta época del año? —
se preguntó Scott con impotencia—.
Hemos tenido pésima suerte.» «Aún
creo que alcanzaremos el polo —
comentó por su parte Oates—, pero
es muy probable que los noruegos
lleguen antes que nosotros.» La
ventisca siguió durante cuatro días en
los que el desánimo se apoderó de
unos hombres y ponis empapados y
congelados. «Ha empezado a soplar
otra ventisca —escribió Teddy
Evans—, que ha destrozado
cualquier posibilidad de éxito para
la expedición... Ha sido el golpe más
demoledor... de momento.»
¿Y qué hay de Amundsen?
Mientras Scott y sus hombres se
refugiaban de una húmeda ventisca,
los noruegos habían logrado
ascender ya su propio glaciar.
Primero lo bautizaron como el
Folgefonni pero después le pusieron
el nombre de Axel Heiberg, en honor
de uno de sus patrocinadores. En
cualquier caso, se trataba de un
glaciar muy diferente del Beardmore
descubierto por Shackleton. En las
décadas siguientes se han enfrentado
con éxito al Axel Heiberg una
expedición neozelandesa de 1961-
1962 —que ascendió el glaciar
dirigida por el británico Wally
Herbert, con trineos tirados por
perros— y en los años ochenta un
equipo anglo-noruego, dirigido por
la especialista en ciencias Monika
Kristensen. Ni los neozelandeses ni
los anglo-noruegos se toparon con
grietas en el hielo, a diferencia de
los equipos que han ascendido el
Beardmore desde 1912, incluidos
uno mío y otro de Reinhold Messner.
Las cascadas de hielo del Axel
Heiberg son más abruptas que las del
Beardmore, pero es más fácil
rodearlas, y Amundsen disfrutó de
condiciones favorables
meteorológicas y de visibilidad
durante todo su ascenso, que le
permitieron superar con éxito los
obstáculos en vez de dirigirse a
ciegas hacia el sur entre la niebla.
Scott tuvo que esperar cuatro
días a que amainara la ventisca, a fin
de poder sortear las grietas mortales
de la lengua del glaciar. Sin
embargo, cuando llegó el temporal
Amundsen ya se encontraba en la
meseta y disfrutó de un clima
moderado, completamente diferente
al que padecía Scott. En aquellas
circunstancias la altitud era esencial,
ya que el temporal era «de ladera»,
es decir que ascendía por la
pendiente desde la planicie pero
enseguida se quedaba sin fuelle. Los
noruegos se encontraban
completamente a salvo de la ventisca
que castigaba a Scott.
El 8 de diciembre, cuarto día de
la ventisca, Scott empezó a
preocuparse en serio por el forraje
de los ponis ya que sólo quedaba
suficiente para un día más.
Asimismo, los hombres habían
empezado a consumir las raciones
especiales reservadas para la etapa
más difícil del viaje, aunque todavía
les faltaban nueve millas de camino
para llegar al glaciar. El viento
parecía querer amainar un poco y
Scott reunió a sus hombres. Tuvieron
que quitar un metro y medio de nieve
acumulada para recuperar sus
trineos, y a continuación, Teddy
Evans y sus expedicionarios trataron
de tirar de un trineo con cuatro
hombres sentados encima, para
comprobar si sería posible avanzar
por la nieve húmeda. Con grandes
esfuerzos lograron desplazar el
trineo, un metro tras otro, pero si se
quitaban los esquís caían rendidos
sin avanzar en absoluto.
Acto seguido, trataron de tirar
de un trineo cargado con el pony de
Wilson, Nobby, que se hundió en la
nieve hasta el abdomen. Wilson dijo
que en su opinión, los ponis ya no
podían seguir; Teddy Evans no
expresó su opinión al respecto, pero
la plasmó en su diario: «Creo que lo
más justo sería pegarles un tiro
ahora. ¿Qué diferencia puede haber
en las doce millas de camino que
faltan? Si saliéramos ahora tirando
de unos cien kilos por persona, cada
quien con su trineo, les ahorraríamos
a las pobres bestias el suplicio del
hambre y el frío en esta ventisca,
sólo por si nos pueden ayudar un
poco. Mis hombres y yo no hemos
dejado de tirar de nuestros propios
trineos durante las pasadas
cuatrocientas millas, ¿por qué no se
ponen los arreos los demás y tiran de
sus trineos?».
Por otra parte, Oates insistió
ante Scott que los ponis serían
capaces de resistir otro tramo de
marcha, para llegar hasta el Gateway
a pesar de las pésimas condiciones
de la superficie. El 9 de diciembre
cargaron en los trineos todo el
material empapado, Bowers y
Cherry-Garrard se adelantaron para
abrir camino y los demás trataron de
seguirles como pudieron.
Durante este último tramo de
marcha, todos los conductores de
pony entregaron a sus animales la
mitad de sus raciones de pan
bizcochado. Cherry-Garrard
describió la escena:

Ninguno de los presentes era


partidario de provocar el
sufrimiento de otro ser vivo, pero
¿teníamos alguna alternativa? No
podíamos dejar a los ponis en
aquella ciénaga. Seguimos
avanzando paso a paso, una hora
tras otra; no quisimos detenernos
para comer, a sabiendas de que si lo
hacíamos, sería imposible ponernos
en marcha de nuevo. Tras superar
una multitud de enormes ondas en el
terreno, de pronto nos vimos
rodeados de masas de hielo en
montículos y tuvimos que ascender
por una ladera empinada, con un
abismo enorme a nuestra derecha...
pasamos dos horas avanzando en
zigzag... Scott se reunió con
nosotros... Con cada paso, nuestros
pies se hundían unos cuarenta
centímetros... Snatcher se libraba
de lo peor gracias a unas raquetas
para la nieve y se encontraba al
frente de la caravana de ponis.
Snippets estuvo a punto de
precipitarse en una grieta, cuando
patinó y sus patas traseras
quedaron suspendidas sobre el
abismo. Sin embargo, lograron
quitarle los arreos y tirar de él
hasta sacarlo de ahí.

En algún momento, Scott


decidió realizar un viaje de
exploración paralelo al abismo y por
fin descubrió un buen lugar para
cruzar. Sin prisa pero sin pausa, los
ponis tiraron de sus cargas hasta
llegar a dos millas de Gateway, la
puerta de entrada al glaciar. «Los
caballos ya no podían avanzar —
comentó entonces Cherry-Garrard—.
Se hundían hasta el abdomen y se
dejaban caer en la nieve.» Con gesto
adusto, Oates se encargó de dar los
tiros de gracia a los cinco animales
exhaustos. Los expedicionarios
decidieron llamar a aquel lugar
Shambles Camp, «el campamento del
matadero». En lo alto del glaciar
Axel Heiberg, Amundsen había
sacrificado a veintidós de sus perros
en el que llamaría «el campamento
de la carnicería».
Scott había contado con llegar
al glaciar seis días antes, con la
ayuda de los últimos ponis. Sabía
que al llegar a la base del glaciar,
Shackleton había tratado de seguir
con el último pony que le quedaba,
llamado Socks. El animal había
desaparecido sin dejar rastro, cuando
lo engulló una grieta enorme y estuvo
a punto de llevarse consigo a Frank
Wild, su conductor. A duras penas
lograron rescatar el trineo y las
provisiones vitales que transportaba.
«Nos tumbamos boca abajo junto a la
grieta —escribió en aquella ocasión
Shackleton—, pero ni oímos ni
vimos nada, excepto un abismo negro
sin fondo aparente.» Tres días más
tarde, Shackleton había llegado al
final de la nieve acumulada desde la
barrera helada y los patines de los
trineos habían empezado a deslizarse
con facilidad, por el hielo azul del
glaciar. En cambio, la ventisca que
azotó a Scott había llevado mucha
más nieve hacia el glaciar. En pleno
verano y en un lugar en el que
esperaban avanzar a buen ritmo, la
maldición del temporal siguió
actuando como un lastre para Scott.
¿Podría Scott haber previsto
aquellas condiciones
meteorológicas? El único registro
existente de las condiciones en
aquella zona era el del viaje de
Shackleton, que había disfrutado de
unas condiciones mucho más
benignas, tanto en la meteorología
como en la calidad de la superficie
en la lengua del glaciar. Una
meteoróloga estadounidense, la
doctora Susan Solomon, me ofreció
la siguiente impresión al respecto:

Una ventisca de carácter


cálido y húmedo, de tan larga
duración y con vientos que
superaron los cincuenta nudos no es
un acontecimiento habitual en la
zona. En una estación
meteorológica cercana no se ha
registrado un solo caso en los ocho
años que lleva de mediciones... Y
otra estación lleva catorce años sin
registrar un solo caso... El temporal
más prolongado y con los vientos
más fuertes que haya registrado una
estación moderna en aquella zona
ocurrió en diciembre de 1995. Duró
unos dos días, con vientos de
sesenta y cinco kilómetros por hora.
Sin embargo, Scott y sus hombres
pasaron cuatro días enteros
refugiados en sus tiendas de
campaña, mientras el temporal
dejaba caer grandes cantidades de
nieve y soplaba un viento estimado
de 130 km/h. Scott y los suyos
tuvieron muy mala suerte, al sufrir
un temporal de una duración y una
magnitud excepcionales. Es
probable que la causa del fenómeno
fuera una bolsa de aire cálido y
húmedo procedente del océano, que
entró más lejos de lo habitual por la
Gran Barrera.
La faceta más pesimista de Scott
había hecho acto de presencia, pero
no estaba todo perdido y ahora
tocaba ponerse a tirar de los trineos.
En realidad, aparte de un déficit de
cuatro días en las raciones estivales
y unos días de retraso con respecto al
plan óptimo, el progreso de los
expedicionarios era aceptable. Scott
no dudó en asignar gran parte del
mérito a Oates.
—¡Muy bien! —exclamó
Wilson—. ¡Te felicito, Titus!
—Y yo debo darte las gracias,
Titus —añadió Scott.
A partir de aquel instante, ya sin
la preocupación respecto a los ponis,
desapareció del diario de Oates el
tono quejica y criticón contra el
capitán.
El 11 de diciembre de 1911
instalaron un depósito de víveres en
lo alto de la rampa del Gateway, la
puerta de acceso al glaciar, y Scott
envió a los perros de regreso a la
base. Habían resultado ser más útiles
de lo esperado, tirando de sus cargas
durante unas 145 millas y dos
semanas más de lo previsto en los
planes originales. Gracias a esa
ayuda aún era factible alcanzar el
polo, a pesar del contratiempo que
supuso el temporal. Llevaban siete
días de retraso respecto al programa
de Scott.
Sin embargo, las dos semanas
adicionales que habían recorrido
hacia el sur les obligaban a recorrer
también dos semanas más de lo
previsto para llegar a la base.
Meares y Gerof no llegaron al
refugio hasta el 5 de enero, en vez
del 10 de diciembre como tenían
previsto inicialmente. A fin de
completar las raciones para los
conductores de los trineos, todos los
expedicionarios llevaban algún
tiempo apartando una parte de su
ración diaria de pan bizcochado.
Meares se había ofrecido a renunciar
a las paradas para comer al
mediodía, durante el viaje de
regreso. Fue un gesto noble pero en
términos de consumo de calorías, los
conductores de perros salían mejor
parados que los expedicionarios que
tiraban de sus propios trineos.
Además, si Meares hubiera retrasado
unos días su salida de Hut Point,
como le pidió Scott en su plan
original, habría dispuesto de
raciones adicionales para el viaje de
regreso, tanto para ellos como para
los perros. Asimismo, según el
científico Charles Wright, Meares
había dado de comer a sus perros de
más durante los primeros días, con lo
cual había afectado la cantidad de
comida disponible para el retorno.
Wright comentó con indignación que
con las dos semanas que llevaba de
ventaja, Meares se había asustado y
había utilizado más raciones de los
depósitos que las que les tocaban, a
pesar de que el trabajo con los
perros no era tan pesado como el de
los demás.
Las raciones de altura
diseñadas por Scott proporcionaban
un total de 4.500 calorías diarias a
cada expedicionario. Según un
estudio realizado en los años noventa
por el doctor Mike Stroud, uno de los
principales expertos británicos en
nutrición bajo condiciones extremas,
tanto los expedicionarios de Scott
como los de Shackleton gastaban más
de 7.000 calorías por día mientras
tiraban de sus trineos. El estudio
científico de Mike se basaba en una
serie de viajes polares de tracción
humana, en las que él participó
durante un período de nueve años.
Cuando en 1993 atravesé la
Antártida con Mike, tirando de
nuestros propios trineos, las
detalladas anotaciones que realizó
durante un período de sesenta y ocho
días (de los noventa y tres que duró
el viaje en total), quemamos un
promedio diario muy superior a las
7.000 calorías y perdimos veinte
kilos de peso corporal. Durante el
ascenso por los hielos desde el nivel
del mar hasta los 3.000 metros de
altitud, quemamos más de 11.000
calorías por día, 5.500 más de las
que consumíamos. (El cuerpo
humano es incapaz de asimilar más
de 7.000 calorías en 24 horas,
aunque esté quemando más de esa
cantidad.) Nuestro gasto energético
excedía por mucho cualquier dato
recogido en los anales científicos.
Por ejemplo, el gasto calórico
registrado en el Tour de France, una
de las pruebas de resistencia más
exigentes del mundo, demuestra que
los mejores corredores queman unas
8.000 calorías por día, mientras que
un corredor típico gasta unas 2.500
calorías para completar una maratón
de cuatro horas.
Nosotros tirábamos de trineos
con una carga inicial de 220 kilos
cada uno y avanzamos sin tomar ni un
día de reposo durante noventa y tres
días. Scott y sus hombres pasaron un
total de cien días (sin contar los días
que pasaron refugiados en sus
tiendas) tirando de sus trineos. La
carga media por expedicionario era
de unos 80 kilos, pero costaba más
tirar de los trineos de Scott, por
culpa de unos patines que no eran tan
eficientes como sus equivalentes
actuales. A veces esquiaban y a
veces caminaban, al igual que
nosotros. En general, su desgaste
calórico debió de ser tan elevado y
tan devastador como el nuestro.
Cuando Scott empezó a
enfrentarse al glaciar, sus hombres
estaban en plena forma gracias al
ejercicio realizado con los ponis,
con la excepción de Teddy Evans y
de Bill Lashly (y en menor medida de
Atkinson), que habían recorrido ya
300 millas tirando de sus propios
trineos. Es posible que Scott
considerara ya entonces que aquellos
tres no debían formar parte del
último equipo que tratara de alcanzar
el polo. Iniciaron el ascenso del
glaciar tres equipos, formados por
cuatro hombres cada uno y tirando de
un trineo con 225 kilos de carga cada
equipo. Los miembros de cada
equipo eran los siguientes:

1— Scott—Wilson—Oates—
Taff Evans
2— Teddy Evans—Lashly—
Wright—Atkinson
3— Bowers—Cherry-Garrard
—Crean—Keohane
Si Scott albergaba alguna
ilusión de que la tortura de la nieve
pesada y el avance lento terminarían
cuando pisaran el hielo del glaciar,
sus esperanzas de desvanecieron
enseguida. El extraordinario
temporal había cubierto con un manto
de nieve húmeda el hielo azul del
que disfrutó Shackleton. La
experiencia de los hombres de Scott
se asemejó más a la pesadilla de
recorrer un campo enlodado, o de
escalar una duna de arena fina. En
vez de necesitar crampones para no
resbalar en el hielo, los hombres se
hundían hasta las rodillas con cada
paso y resoplaban de cansancio. En
vez de oír el silbido metálico de los
patines sobre la superficie helada, se
enfrentaban al silencio plúmbeo de
unos trineos que se resistían a
avanzar y que se hundían hasta los
travesaños con cada metro de
avance. Estas pésimas condiciones
para el avance coincidieron con el
momento en el que más pesaban los
trineos, que además abultaban tanto
que a menudo volcaban.
«No habríamos podido avanzar
ni una milla a pie sin los esquís»,
comentó Wilson. «Lo peor era
ponerse en marcha —añadió Cherry-
Garrard—; había que dar por lo
menos quince tirones violentos para
lograr que se moviera el trineo.» En
una ocasión, sólo lograron avanzar
media milla tras nueve horas de
frustrante trabajo, durante las cuales
tuvieron que volcar los trineos en
varias ocasiones para quitar el hielo
acumulado en los patines metálicos.
«Jamás había visto que un trineo se
hundiera tanto —escribió Bowers—.
Nunca había tirado con tanta fuerza,
ni había castigado tanto mi pecho y
mi espalda, con los constantes
empellones en el arnés de cuero que
rodea mi pobre estómago.»
Bañados en sudor, los hombres
se quitaron las prendas protectoras y
se quedaron en ropa interior. Las
gafas protectoras se empañaban y
tuvieron que quitárselas, aunque a
muchos les llevó a padecer la agonía
de la ceguera temporal provocada
por la nieve. «Tras hervir y
aprovechar las hojas de té en dos
ocasiones —explicó Cherry-Garrard
—, en vez de tirarlas, las utilizamos
para aliviar el dolor en unas
compresas para los ojos.» «Además
de enfrentarme al trabajo más
agotador de mi vida —escribió a su
vez Bowers—, he padecido dolores
infernales en los ojos... Fabriqué
unas compresas para aliviarlos, con
un pequeño agujero en el centro que
me permitía ver la punta de mis
esquís, pero las gafas protectoras se
empañaban constantemente con el
sudor y mis ojos no dejaban de
llorar. Durante la marcha no es
posible secarse las lágrimas, ya que
ambas manos están ocupadas con los
bastones y además, la carga era tan
pesada que si uno de los hombres
aflojaba el ritmo, el trineo se detenía
en seco.»
Los rayos ultravioletas del sol
reflejados en la nieve no sólo
dañaban sus córneas, sino que
quemaban cualquier superficie de
piel que dejaran expuesta. Los
hombres tenían los labios agrietados
y las caras repletas de costras y
ampollas.
Scott no sólo comprobaba el
paso de los días del verano polar
para evaluar el avance de la
expedición, sino para controlar la
cuenta atrás hacia una muerte segura
o un éxito ajustado. El mejor punto
de comparación para que el capitán
estudiara las posibilidades de su
expedición era el registro del
progreso de Shackleton,
proporcionado por Frank Wild, que
estuvo en ambas expediciones y
escribió completos diarios de viaje.
Los depósitos de Scott en la Gran
Barrera ya estaban instalados, pero
si quería regresar al refugio a tiempo
para evitar las condiciones asesinas
del invierno, tendría que alcanzar el
ritmo de avance de Shackleton.
Afortunadamente, Scott poseía
una característica que le diferenciaba
de la mayoría: era capaz de forzar
los confines de su propia resistencia
y de lograr que sus hombres también
rindieran más allá de los límites
habituales. Esta era una cualidad que
también tenían Shackleton y Peary,
así como Livingstone o Colón. Según
Cherry-Garrard, Scott tenía «un
arrojo fenomenal». El capitán
impulsó a sus hombres a seguir sin
descanso durante once o doce horas
diarias. A sus casi cuarenta y tres
años de edad, era uno de los
expedicionarios más viejos pero su
energía parecía ser inagotable. Se
irritaba ante cualquier retraso y se
mostraba impaciente con los
miembros del equipo que no fueran
capaces de seguir el ritmo.
Durante mis años de
expediciones al Ártico y a la
Antártida, he comprobado que los
mejores individuos para una
expedición en la que hay que
competir contra el reloj (por culpa
de la corta temporada estival) son
aquellos que tienen el instinto
competitivo más desarrollado. El
hecho de competir entre trineos, hora
tras hora, día tras día, puede
provocar brotes de hostilidad entre
los expedicionarios, pero se trata de
un precio menor cuando se compara
con la posibilidad de lograr el éxito.
Cuanto más avance una expedición
por día, menos tarda en alcanzar su
objetivo. El mayor esfuerzo supone
un gasto adicional de calorías, pero
éste se compensa al pasar menos
tiempo alejados de la base. Al
reducir el número de días previsto
para cualquier viaje, se puede
reducir también la cantidad de
comida necesaria, aligerar así los
trineos y acelerar el paso del viaje.
A fin de cuentas, la clave del éxito
de estos viajes siempre radica en la
velocidad y el mejor método para
avanzar más rápido consiste en
fomentar la rivalidad competitiva
entre los expedicionarios.
Sin embargo, también es posible
excederse con el ritmo y el esfuerzo
realizado. En una superficie de hielo
duro y liso, un hombre puede avanzar
unas dos millas por hora tirando de
un trineo, pero con nieve blanda o
hielo en mal estado la distancia
recorrida puede reducirse a media
milla por día. A veces lo mejor es
mantener un ritmo lento pero
constante, sin detenerse para
descansar o realizando las paradas
mínimas e imprescindibles. En
cambio, al enfrentarse a un campo de
grietas en condiciones de buena
visibilidad, es mejor forzar el ritmo
para llegar a terreno seguro antes de
que caiga un banco de niebla.
Por lo menos dos de los
expedicionarios que acompañaban a
Scott eran, como él, competidores
natos que odiaban perder: Bowers y,
a veces, Teddy Evans. A medida que
los tres equipos con sus respectivos
trineos ascendían un metro tras otro
por el glaciar Beardmore, con sus
cincuenta kilómetros de ancho y
2.700 metros de altitud, se
enzarzaban en una carrera de
resistencia y de fuerza de voluntad.
El primer equipo que empezó a
rezagarse y a obligar a Scott a
detenerse para esperar fue el de
Teddy Evans. «El equipo de Evans
no podía mantener el ritmo —
escribió Scott—, y Wilson me contó
que según Atkinson, Wright lo está
pasando mal y Lashly estaba lejos de
su mejor estado de forma.» Aquella
noche, en la tienda, Scott preguntó a
Teddy Evans qué fallaba en su
equipo. Evans respondió que él y sus
hombres llevaban cuatrocientas
millas más que los demás, tirando de
sus propios trineos y que llevaban
cinco semanas más en marcha que los
conductores de ponis, con las mismas
raciones. Scott lo sabía y entendía
los argumentos de su subalterno, así
que se ofreció a llevar parte de la
carga de su trineo, sin embargo,
Evans era un hombre orgulloso y
rechazó la oferta.
En una carta escrita en el cabo
Evans tras una salida extenuante con
los trineos, Scott había comentado a
su esposa que había aguantado el
tipo. Debía sentir un gran orgullo y
cierto alivio de que diez años
después del Discovery y a pesar de
los muchos meses que había pasado
embarcado y sentado detrás de un
escritorio, aún podía defenderse
frente a individuos más jóvenes y
más fuertes. Es fácil adoptar una
posición crítica y censuradora, para
declarar que las exigencias de Scott
conducían a sus hombres hasta el
agotamiento. Los críticos que así
opinen supondrán que disponía de
otra opción razonable. Sin embargo,
si hubiera avanzado a un ritmo menor
se habría enfrentado al fracaso, aun
contando con condiciones favorables
en el viaje de regreso.
Bowers era el expedicionario
más enérgico con el trineo y
disfrutaba de la competencia con
Scott. «El capitán Scott estaba en
vena y no había quien le detuviera —
escribió Bowers—. Mis gafas no
dejaban de empañarse con los
bufidos de mi aliento y teníamos
cada vez más calor con la ropa
protectora... Las condiciones eran
muy incómodas. Por fin se detuvo y
comprobamos que habíamos
recorrido catorce millas y tres
cuartos. Entonces nos propuso que
llegáramos hasta las quince para
celebrar la Navidad y no tuvimos el
menor problema en seguir
avanzando... Siempre es mejor
progresar con ganas que marchar a
paso lento y con dificultades.» En
otra ocasión, las anotaciones de
Bowers reflejan el placer que obtuvo
de superar al capitán. «Scott
avanzaba a marchas forzadas, como
era habitual, pero aun así logramos
alcanzarle con brío. A Scott le costó
aceptar que su equipo se resentía más
que nosotros del peso de su carga...
Por supuesto que no era necesario
competir, pero lo hacíamos de todos
modos y si me encontrara en la
misma situación, lo haría de nuevo.»
Y en una carta a su madre, Bowers
escribió lo siguiente: «Al tirar de los
trineos en condiciones adversas,
llegas a conocer el fondo de las
personas. Sale a relucir el carácter
de la gente y a veces ves cosas
inesperadas. Llegas a conocer a tus
compañeros al dedillo y en algunos
casos los respetas más, aunque
desafortunadamente, en otros casos
les pierdes el respeto. Mi opinión
respecto al capitán es cada vez
mejor... pero no puedo decir lo
mismo de Teddy Evans».
En las mismas fechas, hubo un
par de expedicionarios que también
empezaron a mostrarse críticos en
sus diarios sobre el rendimiento de
Teddy Evans. «Wright quería lanzar
a Teddy Evans al fondo de una grieta
—escribió Cherry-Garrard el 14 de
diciembre—. Cuando tiramos los
bidones de aceite no los oímos tocar
fondo. Es una lástima que no lo
hiciera.»
Cuando pasaron el paralelo 84,
sólo les faltaban 360 millas de
camino.
Sin embargo, Roald Amundsen
y sus cinco compañeros alcanzaron
el polo ese mismo día, con una
temperatura suave de —2oC.
Permanecieron ahí durante tres días
para cerciorarse de la ubicación
exacta del polo, ya que suponían que
los ingleses les pisaban los talones.
«Scott no tardará en llegar —dijo
Amundsen a sus hombres—. Si
conozco a los británicos, una vez se
hayan puesto en marcha no se
detendrán hasta cumplir con su
objetivo, a menos que se lo impida
alguna fuerza mayor. Son demasiado
fuertes y testarudos para rendirse.»
Cabe preguntarse si Scott habría
cejado en sus intentos, de haberse
enterado entonces de que los
noruegos habían alcanzado ya el
polo. Jamás lo sabremos con certeza,
pero rendirse habría sido un craso
error, ya que aún cabía la
posibilidad de que Amundsen
sufriera algún percance durante el
viaje de regreso.
Muchos años más tarde,
exploradores de todo el mundo
ávidos de enfrentarse a grandes
desafíos han recalcado que mientras
Amundsen fue el primero en alcanzar
el polo en trineos tirados por perros,
Scott fue el primero en hacerlo por
su propio pie. Cuando una
expedición estadounidense erigió una
estación científica en el polo, le puso
el nombre de Amundsen Scott South
Pole Station, en honor de dos grandes
hazañas, muy diferentes entre sí.
El 17 de diciembre, Scott seguía
avanzando a buen ritmo e instaló un
depósito de víveres a la mitad del
ascenso del glaciar. Se había
apartado de la ruta trazada por
Shackleton, al alejarse del abrigo de
los acantilados. El capitán estaba
convencido de que el hielo en cada
lado era más irregular que en la parte
central del glaciar. Los hombres de
Scott avanzaban en paralelo a los
imponentes parapetos del
Cloudmaker, una grandiosa montaña
que solía estar rodeada de las nubes
de su propio macroclima. Los
expedicionarios se enfrentaron a una
oleada tras otra de crestas o
cordones en el hielo; tiraban con
fuerza de sus trineos para ascender
por una cara y descendían a toda
velocidad por la otra, entre las
fauces de las enormes grietas que les
rodeaban. Es probable que se
alegraran de no haber llevado a los
perros.
Otro temporal de nieve detuvo
la marcha, pero afortunadamente la
interrupción no duró mucho y la
superficie del hielo seguía estando
dura, aunque en algunos tramos era
tan frágil que no resistía el peso de
sus botas. Los hombres sufrían
violentas sacudidas cuando se
rompía la fina capa superior y sus
pies sacudían con fuerza el hielo más
duro, a unos veinte centímetros. Los
crampones diseñados por Taf Evans
habían dado buen resultado y les
ayudaron a recortar distancias con
Shackleton, que a pesar de su
ausencia actuaba como liebre. Cada
noche, Scott se dedicaba a comparar
la distancia recorrida y el tiempo
invertido con los datos del diario que
Frank Wild le había prestado, con el
permiso de Shackleton, para ese
mismo cometido.
Uno de los reproches más
habituales que han vertido los
críticos de Scott, es que el capitán se
encerraba en su tienda cada noche de
forma obsesiva, para comparar su
progreso con el de «su antiguo
enemigo, Shackleton». Esta versión
de los motivos de Scott para
comparar su avance con el del
irlandés se complementa con el mito,
que en mi opinión es infundado, de la
enemistad entre ambos hombres.
«Por supuesto que disponíamos de
las cartas, de los diarios y de la
experiencia de Shackleton como guía
—comentó Teddy Evans—.
Hablábamos a menudo del viaje de
Shackleton y nos asombrábamos ante
su impresionante progreso. Nosotros
dispusimos en todo momento de
raciones completas de comida, de las
que Shackleton carecía a estas
alturas.» Es comprensible que los
expedicionarios realizaran estas
comparaciones. Amundsen expresó
su enorme alegría y anotó en
mayúsculas la palabra
PLUSMARCA en su diario, el día en
que superó el punto más meridional
alcanzado por Shackleton, mientras
que el mismo irlandés no dejó de
comparar su progreso con su punto
de referencia: el viaje al sur de enero
de 1902, con Scott y Wilson.
«Hemos logrado alcanzar esta latitud
en mucho menos tiempo que el que
necesitamos durante la larga marcha
con el capitán Scott», anotó
Shackleton en su diario.
En los días posteriores al 17 de
diciembre, el grupo de Scott logró
recorrer un día trece millas y al
siguiente, veintitrés. Empezaron a
acortar las distancias. «Nos duelen
mucho los labios —comentó Scott, a
unos 600 metros sobre el nivel del
mar—. Los cubrimos con una
compresa de seda fina... Padecemos
mucha sed mientras avanzamos y
consumimos pequeños bloques de
hielo, además de beber grandes
cantidades de agua cada vez que nos
detenemos.» El grupo seguía
avanzando por el centro del glaciar y
Charles Wright anotó en su diario
que en una ocasión, Scott había
comentado que alguien tendría que
ser el primero en precipitarse a una
de las enormes grietas y que, poco
después, el mismo Scott había sido el
primero en hacerlo.
A pesar de la necesidad de
acortar distancias con Shackleton y
de no perder ni un minuto, Scott tenía
que completar un programa
científico, a diferencia de Amundsen.
Cada vez que la visibilidad lo
permitía, debían medir y esbozar el
glaciar. «Teddy Evans y Bowers —
escribió en una ocasión Scott— están
ocupados midiendo ángulos; llevan
todo el día haciéndolo y al final,
dispondremos de datos suficientes
para realizar una carta muy
completa.» Cuando llegaron a los
1.750 metros de altura, empezaron a
vislumbrar la masa de la meseta.
Cherry-Garrard comentó que en esta
sección, el hielo parecía estar
sometido a una presión formidable y
que el glaciar Mili era amplio y con
numerosas grietas. «También parece
haber una serie de cascadas de hielo
entre la isla Buckley y la cordillera
Dominion —escribió Cherry-Garrard
—, y mañana, Scott tiene intención
de dirigirse al centro de la
cordillera.»
Los hombres sentían cada vez
más alivio ante la ausencia de
huellas de los noruegos, ya que
suponían que Amundsen habría
elegido la ruta del glaciar
Beardmore. El 20 de diciembre, a
casi dos mil metros de altitud,
cruzaron el paralelo 85 con sólo tres
días de retraso respecto a
Shackleton. Había llegado el
momento de seleccionar al primer
grupo que emprendería el camino de
regreso; no era tarea fácil, ya que
nadie demostraba muchas ganas de
regresar. «Odiaba tener que elegir
entre ellos —escribió Scott—. No
hay tarea más difícil que ésa.» A
trescientas millas de distancia hasta
el polo, Scott aún disponía de un
equipo completo y ninguno de sus
hombres daba señales de heridas o
lesiones.
Algunos críticos han sugerido
que para aquel entonces, Oates había
empezado ya a cojear por culpa de
una vieja herida de la guerra de los
Bóers. No existe evidencia alguna
que confirme esta teoría, pero una
anotación en su diario no presagiaba
nada bueno: «Mis pies me están
dando muchos problemas. No han
dejado de estar mojados desde que
partimos de Hut Point, y ahora la
caminata con crampones por la dura
superficie del hielo los ha hecho
trizas. Sin embargo, no soy el que
peor los tiene de todo el grupo, ni de
lejos».
Scott no reveló sus intenciones
a nadie hasta el último instante.
Según las memorias de Cherry-
Garrard, escritas muchos años más
tarde, el capitán había informado a
Wilson que se debatía entre Cherry-
Garrard y Oates, pero que en
igualdad de condiciones, prefería
llevar al más veterano. Scott sabía
que muchos exploradores polares
habían logrado sus hazañas más
impresionantes a una edad madura.
El primero en alcanzar el polo Norte,
el almirante Peary, tenía cincuenta y
dos años cuando lo logró, aunque
viajaba con un trineo tirado por
perros. Sir Vivían Fuchs, director de
la primera expedición que atravesó
toda la Antártida, lo logró a los
cincuenta años de edad, aunque
completó su viaje en la cabina de un
vehículo, y el mismo Scott tenía
cuarenta y tres años. Cherry-Garrard
sufrió una desilusión al oír la noticia
de que tendría que regresar a la base.
No la esperaba y disfrutaba de la
experiencia de tirar de los trineos.
Después de asimilar la noticia, quiso
hablarlo con Scott. «Le dije que
esperaba no haber hecho nada para
disgustarle —escribió Cherry-
Garrard—, pero me cogió del brazo
y exclamó que de ningún modo. Si es
así, debo aceptarlo. Me confesó que
cuando estábamos en la base del
glaciar, ni siquiera él estaba muy
seguro de poder seguir avanzando.
No sé qué le pasa, pero le duele un
pie y además creo que tiene
indigestión.»
El siguiente en quedar
eliminado fue Charles Wright, otro
de los expedicionarios más jóvenes.
Unos días antes, Wilson había oído
de su compañero médico Atkinson
que Wright «lo estaba pasando mal»
y se lo había comentado a Scott.
Durante las primeras jornadas con
los trineos, en el cabo Evans, Scott
había escrito sobre la buena
impresión que le causó el joven
expedicionario: «Wright es uno de
los grandes éxitos. Es muy
concienzudo y está dispuesto a todo.
Al igual que Bowers, se ha adaptado
a los trineos como todo un experto y
aunque no ha tenido que enfrentarse a
pruebas muy duras, creo que será
capaz de aguantar las condiciones
más adversas. Nada parece
molestarle y no da la impresión de
haberse quejado de nada en toda su
vida».
Cuando Wright se enteró de que
tendría que regresar, se enfureció.
Estaban convencido de que tanto él
como Cherry-Garrard estaba en
mucha mejor forma que el líder de su
equipo, Teddy Evans. Escribió en su
diario que Scott había sido engañado
por su subalterno, que sólo tiraba con
fuerza del trineo cuando alguien le
observaba. Wright estaba furioso.
Es evidente que si Scott hubiera
querido asegurarse de que Teddy
Evans no llegara al polo, tal como
actualmente han sugerido algunos
críticos, habría aprovechado esta
ocasión para enviarle de regreso a la
base. Sin embargo, tanto Wright
como Cherry-Garrard daban la
impresión de estar más débiles que
Evans y ambos se abstuvieron de
acusar al jefe de su equipo de
holgazanería, a pesar de su
convencimiento de que Evans no
estaba poniendo suficiente de su
parte.
Scott se percató de la profunda
desilusión que había sufrido Wright y
trató de consolar al canadiense,
informándole que sería el navegador
principal del viaje de regreso al
cabo Evans. Por otra parte, Wright
había anotado el día anterior que
Atkinson ya no aguantaría mucho
más. Es posible que Scott también lo
hubiera notado, o quizá al ser
Atkinson médico, el capitán opinó
que su presencia sería más útil en el
cabo Evans. En cualquier caso,
Atkinson fue otro de los elegidos
para regresar a la base y, al parecer,
la noticia le causó cierto alivio. El
médico había albergado la esperanza
de que su amigo Oates les
acompañara en el viaje de regreso.
«Oates sabía que estaba agotado —
anotó Atkinson en su diario—. Se le
veía en la cara y en su manera de
caminar.» Es posible que el médico
se lo imaginara y es evidente que en
aquel momento, Oates opinaba otra
cosa.
El cuarto y último
expedicionario seleccionado para
dejar el grupo fue Patsy Keohane, el
corpulento suboficial irlandés de
Cork, que se tomó la decisión con
filosofía y sólo lamentó tener que
despedirse de su amigo Crean.
El 21 de diciembre de 1911
instalaron el último depósito antes de
enfrentarse al altiplano, en la parte
más alta del glaciar, reorganizaron
los grupos y redistribuyeron la carga
de los trineos. Scott tenía una idea
más clara respecto a la fecha
probable de su regreso, de modo que
informó a Atkinson de las nuevas
órdenes para los equipos de perros.
Es probable que Scott ya se hubiera
enterado de los planes de Meares de
partir con el Terra Nova, dejando a
Gerof como el único conductor
experto de perros. Ordenó a Atkinson
que más adelante llevara a los perros
hacia el sur, para reunirse con el
equipo que regresara del polo.
«Tuvimos una larga charla con
el armador en su tienda —escribió
Cherry-Garrard la última noche—.
Parecía preocuparle un poco que nos
desviáramos del camino, pero le
aseguramos que contábamos con un
navegador de primera... Nos expresó
su más sincero agradecimiento por
nuestra gran contribución al viaje y
dijo que sentía vernos partir.»
Al no haber visto señales de
Amundsen en el glaciar, Wright anotó
en su diario que todos estaban muy
optimistas respecto a sus
posibilidades de alcanzar el polo
antes que los noruegos. También
comentó que todos parecían estar en
buena forma y que nadie presentaba
síntomas de escorbuto. Los cuatro
expedicionarios emprendieron el
camino de regreso, desde una altitud
de 2.500 metros sobre el nivel del
mar y a 283 millas de distancia del
polo Sur.
15
La bandera negra

Los ocho hombres restantes


recorrieron más de diez millas en
ocho horas. Scott estaba convencido
de haber elegido bien a sus hombres,
ya que Teddy Evans avanzaba bien
junto a sus nuevos compañeros:
Bowers, Lashly y Crean. «Hemos
eliminado los puntos más débiles —
comentó Scott—. Mañana debemos
avanzar más horas, espero que unas
nueve.» Apenas se quitaban los
esquís y utilizaban dos bastones, uno
en cada mano. Cada vez que se
detenían para comer, construían un
hito de nieve y cuando instalaban su
campamento para pasar la noche,
construían dos, para ayudarles a
localizar los depósitos de comida en
el viaje de regreso.
A fin de evitar las peores
cascadas heladas que había descrito
Shackleton, en la zona en la que el
hielo de la meseta empezaba a fluir
hacia el glaciar como unas gélidas
cataratas del Niágara, Scott se
dirigió hacia el oeste, en un ángulo
de 90° respecto a la ruta trazada por
el explorador irlandés. Durante algún
tiempo la táctica pareció dar
resultado, pero no hubo forma de
esquivar los campos de grietas. «Al
marchar en cabeza —comentó Scott
—, soy el primero en enfrentarme a
las posibles grietas y no cabe duda
de que pone los nervios de punta no
saber en qué momento cederá el
hielo bajo mis pies... Casi hemos
llegado a la cima y prácticamente
estamos al día con las fechas que
indica la línea de provisiones. Es de
esperar que lo logremos.» Tiraban de
unos 85 kilos cada uno y tenían
demasiada prisa para avanzar con
mucha cautela. Según una anotación
de Scott del 22 de diciembre, las
grietas eran «tan anchas como la
calle Regent» de Londres. Scott
utilizó sus conocimientos sobre la
formación de las masas de hielo para
trazar una ruta entre aquel caos
majestuoso, aquella «confusión de
elevaciones y depresiones», como él
mismo la describió.
La primera vez que tuve que
trazar una ruta entre las mismas
cascadas heladas del glaciar
Beardmore, en 1993, anoté algunas
impresiones al respecto en mi diario:
«Los horizontes que se abrían ante
nosotros eran sobrecogedores: una
vasta extensión de roca y hielo,
enzarzados en un movimiento casi
inapreciable pero imparable».
Diseñé una ruta compleja que me
llevaba entre algunos de los
elementos más peliagudos del
glaciar, pero yo hacía «trampa», ya
que disponía de mapas detallados y
de fotografías aéreas. Scott no
contaba con ayudas semejantes ni
podía estar seguro de que la ruta
trazada no les condujera a un temible
callejón sin salida.
Más adelante, Teddy Evans
anotó sus impresiones respecto al
progreso de los expedicionarios
antes de la Navidad. «El ritmo que
lograron mantener ambos equipos fue
admirable, así como la velocidad a
la que montaban y desmontaban el
campamento, sin desperdiciar ni un
segundo. También era extraordinario
comprobar cómo los equipos
lograban sintonizar sus esfuerzos,
sincronizar sus pasos, tratando
constantemente de superar al otro
equipo y presentando una imagen
constante de vigor. Sin embargo —
añadió—, un observador atento,
alguien acostumbrado a velar por la
salud de los expedicionarios, o un
entrenador de atletas, habría
detectado alguna anomalía.» Evans
redactó estas palabras años más
tarde, tratando de identificar el
primer instante en que aparecieron
señales de debilidad entre los
expedicionarios. Es posible que
hubiera echado mano de su
imaginación, ya que a pesar del
debilitamiento progresivo y gradual
que provocaba el déficit diario de
calorías, los diarios de los hombres
no contienen señal alguna de lesiones
comprometidas, excepto las quejas
de Oates sobre el dolor de sus pies.
Por fin, el 23 de diciembre se
abrió el horizonte en todas las
direcciones. «Confío en que éste sea
el punto de inflexión de nuestra
suerte», escribió Scott. En ocho
horas de camino recorrieron quince
millas y salvaron 250 metros de
desnivel, tirando de comida y
combustible suficiente para doce
semanas. El día de Navidad de 1911,
lograron recorrer otras quince millas
y lo celebraron con un banquete
especial, incluida una generosa
ración de pastel de frutas que ni
Wilson ni Scott se pudieron terminar;
es evidente que no padecían síntomas
de desnutrición.
Llevaban cincuenta y cinco días
en marcha, pero sólo habían tenido
que tirar de sus propios trineos
durante las últimas ciento cuarenta
millas. Empezaron a consumir las
raciones de altura que había probado
Cherry-Garrard en el viaje al cabo
Crozier, con 225 gramos de
mantequilla, 340 gramos de carne
seca y otros 340 gramos de pan
bizcochado por día. Los tres hombres
que participaron en la salida al cabo
Crozier tiraban de unos 105 kilos
cada uno al inicio del viaje y tras
padecer condiciones de frío extremo
durante los treinta y cinco días de la
salida, sólo perdieron un kilo de
peso corporal cada uno. Esta
experiencia previa con las raciones
desmiente a los críticos actuales que
han denostado la alimentación
diseñada por Scott. Asimismo,
parece evidente que la sugerencia de
Teddy Evans de que había «alguna
anomalía» sólo podía aplicarse a
Bill Lashly y al propio Evans, que
llevaba 400 millas más que los
demás tirando de sus propios trineos
y consumiendo las raciones básicas,
en vez de las de altura.
Aquel día celebraron el
cumpleaños de Bill Lashly, que
cumplía cuarenta y tres años. Tenía
unos meses más que Scott y era el
más veterano de los expedicionarios.
Sin embargo, celebró su aniversario
cayendo en una grieta de quince
metros de profundidad. «El
panorama era horripilante —comentó
Lashly—, suspendido en mi arnés
sobre el abismo.»
El día siguiente tuvieron que
trazar una ruta entre una serie de
impenetrables cascadas heladas. «No
puedo perder la concentración o
despistarme ni un segundo —dijo
Scott, encargado de la navegación—.
Qué preocupación y cansancio
provoca entrar en zonas tan
accidentadas.» La tensión le llevó a
regañar a Bowers, que había roto el
último termómetro hipsómetro que
llevaban para medir la altitud. No
sólo se trataba de un elemento clave
para el programa científico, sino que
contaban con él para facilitar la
localización de los depósitos de
provisiones, durante el viaje de
regreso. Asimismo, Bowers no había
sido lo bastante cuidadoso con su
reloj, que se había atrasado un poco.
«A menudo los relojes se retrasaban
por distracciones —explicó
Debenham más adelante—, a pesar
de que las últimas palabras que se
pronunciaban en las tiendas antes de
dormir siempre eran "dadle cuerda a
los relojes". Afortunadamente, el
reloj de Scott aún marcaba la hora
exacta, ya que el trabajo de los
navegadores dependía de la
precisión de los cronógrafos.
De haber estado en la posición
de Scott, yo me habría enfurecido
con Bowers, que era el navegador
oficial del grupo. Sin una lectura
precisa de la hora en el meridiano de
Greenwich, es imposible calcular la
longitud con certeza. Durante una
aproximación al polo, esto puede
provocar días de confusión y de
vagar en círculos, ya que todas las
líneas de longitud convergen en los
noventa grados. El tiempo y la
longitud son valores que se basan en
el mismo principio; un retraso de
veintiséis minutos cerca del polo
sólo representará un desvío de unos
pasos. En el polo, es posible dar la
vuelta al mundo en un segundo, pero
al dirigirse de regreso al norte los
meridianos se alejan entre sí, de
modo que la falta de precisión del
cronógrafo de Bowers se convertiría
en un problema cada vez más grave
para la navegación; en el ecuador,
sesentas segundos de error en el
cronógrafo representan una milla
náutica de distancia. Durante el viaje
más famoso realizado por Nansen al
polo Norte, él y su compañero
Hjalmar Johansen se olvidaron de
dar cuerda a sus relojes. La situación
podría haber sido desastrosa, ya que
no tenían forma de fijar su posición
exacta. Asimismo, Bowers no había
tenido el cuidado necesario con su
reloj y además había roto el
hipsómetro. Sólo un santo habría
pasado por alto dos errores tan
garrafales con instrumentos
esenciales para la expedición, y
Scott no tenía madera de religioso.
«Me llevé un sonoro rapapolvo —
explicó Bowers—, y ahora mismo mi
nombre está por los suelos. Es una
lástima quedar tan mal con el líder a
estas alturas de la expedición.»
Cabría preguntar por qué no
llevaban un hipsómetro de recambio.
Al igual que Shackleton, Scott
procuraba no llevar nada que no
fuera imprescindible, a fin de reducir
el peso de los trineos. En 1993 hice
lo mismo y emprendí una travesía del
continente sin llevar siquiera un
cepillo de dientes. Un hipsómetro no
pesa mucho en sí mismo, pero hay
que llevarlo en una sólida y pesada
caja protectora. En el cabo Evans,
Scott repartió hipsómetros a todos
los grupos que salían en solitario y
no sólo al suyo. Además, los dos
grupos que habían permanecido en la
costa del mar de Ross también
llevaban instrumentos. Sin duda,
Scott podría haber proporcionado
cada instrumento importante, como
los teodolitos, por duplicado. Sin
embargo, el peso de la carga en los
trineos aumentaba con rapidez, y al
tirar de los trineos en persona, sin la
ayuda de los perros, había que
establecer un límite estricto.
Tras librarse del peligro
constante de las grietas, ambos
equipos pasaron cinco días
avanzando a muy buen ritmo por la
meseta, entre los 2.700 y los 3.000
metros de altitud. Unos días antes, el
26 de diciembre, Oates había
anotado un comentario fatídico en su
diario, que reflejaba una secreta
preocupación sobre su estado de
salud: «El tendón trasero de mi
pierna derecha parece haberse
estirado unos diez centímetros —
anotó—. Espero que no me cause
más problemas». Oates, que tiraba
del trineo inmediatamente detrás del
líder y navegador, Scott, no reveló
las dolencias de su pierna. Tuvo la
suerte de que Scott se estaba
concentrando en el otro equipo, que
había empezado a retrasar el ritmo
de marcha de la expedición. «Scott
está muy molesto con el otro trineo
—comentó Oates—. Deben de haber
pasado una semana pésima... Han
tenido un muy mal día hoy y han
llegado al campamento 45 minutos
después de nosotros... Pobres, deben
de estar pasándolo fatal. Llevan una
carga más ligera que la nuestra, pero
debe de fallar algo en su trineo.»
Quizá el problema radicaba en la
carga del trineo, en sus patines o en
los encargados de tirar de él, o quizá
se trataba de una combinación de los
tres factores.
Al igual que Teddy Evans, Bill
Lashly estaba mucho más débil que
los demás y es probable que al igual
que cualquier persona en las mismas
circunstancias, albergara la
esperanza de que los demás también
estuvieran en las últimas. Se trata de
una sensación que conozco bien.
A fin de identificar la causa del
pobre rendimiento del equipo, Scott
intercambió posiciones con Teddy
Evans y no tardó en comprobar que
costaba más tirar de aquel trineo que
del suyo. Scott sospechaba que
Lashly podía ser el eslabón más
débil, así que le sustituyó por el
corpulento Taff Evans. Hubo una
mejora, pero no lo suficiente como
para explicar la diferencia, así que
Scott cambió a los equipos
completos y todos llegaron a la
conclusión de que el problema estaba
en el trineo de Teddy Evans y no en
su equipo. Comprobaron los patines,
que estaban en buen estado, y tras
comentar el problema a fondo,
llegaron a la conclusión de que al
apretar demasiado las cinchas de la
carga, el equipo de Teddy Evans
había desviado los patines.
Es probable que el problema
resultara irritante para Scott, ya que
los hombres de Teddy Evans
llevaban el tiempo suficiente con los
trineos como para ser capaces de
identificar y solucionar un problema
tan básico por su cuenta. Así lo
reconoció Evans en una anotación en
su diario: «El capitán Scott entró en
nuestra tienda de campaña y nos dijo
que habíamos desequilibrado los
patines del trineo, al apretar
demasiado las cinchas o al distribuir
mal la carga. Creo que tenía razón,
ya que unos días antes a Oates se le
había caído el saco de dormir del
trineo por no haberlo sujetado bien;
quisimos asegurarnos de que no nos
sucedería a nosotros y es probable
que deformáramos el trineo al
apretar demasiado las cinchas».
Durante el paso por la Gran
Barrera, los caballos se habían
convertido en una fuente de
distracción, al igual que el paisaje
sobrecogedor y las grietas del
glaciar. Sin embargo, las extensiones
yermas y monótonas de la meseta
polar obligaron a los hombres a
refugiarse en sus propias ideas y
debilidades. Cada minuto y cada
hora que pasaba parecía una
eternidad, a medida que las dudas e
inseguridades roían a los
expedicionarios por dentro y el
suplicio de los dedos congelados
competía con el dolor que provocaba
la ropa interior, al rozar la carne
viva. Sin embargo y a pesar de los
efectos de la altitud, los
expedicionarios británicos lograban
avanzar un promedio de trece millas
por día tirando de sus trineos, en
comparación con las quince millas
diarias que promediaban los
noruegos con sus perros.
«Hemos alcanzado la marca de
Shackleton», anotó Scott por fin, el
31 de diciembre. Aún no habían visto
rastros de los noruegos y la
esperanza se apoderaba de los ocho
británicos. No tenían modo alguno de
saber que aquella misma noche,
Amundsen se había cruzado con ellos
en los 87° de latitud y a unas cien
millas al este; el noruego se dirigía
de regreso a su base en la Gran
Barrera.
Aquella noche, Scott instaló el
primero de los depósitos de la
meseta a 180 millas del polo: el
depósito de tres grados. De aquí en
adelante, la velocidad era esencial y
era importante aligerar las cargas.
Debido a la presencia de los
cordones de hielo llamados sastrugi
en aquella parte del altiplano, a
menudo resulta más fácil tirar del
trineo andando que en esquís.
Cuando Mike Stroud y yo recorrimos
el mismo trayecto en 1993, tirando
de nuestros trineos, preferimos
avanzar a pie que esquiando, a pesar
de que llevábamos cargas más
pesadas. Scott necesitaba que el
segundo equipo, dirigido por Evans,
viajara durante otros tres días antes
de emprender el camino de regreso.
Para acelerar su marcha, el único
peso que podía eliminar del trineo
sin consecuencias adversas era el de
los piolets, las cuerdas alpinas, los
esquís y los bastones. Al dejarlos en
el depósito de los tres grados, se
ahorraron 36 kilos de carga. Al cabo
de otras sesenta millas, Scott decidió
dejar también los esquís y los
bastones de su propio equipo en los
88°. Sin embargo, no tardó en
cambiar radicalmente la superficie
por la que transitaban y el capitán
decidió regresar para recoger los
esquís de nuevo. «Es difícil decidir
qué hacer con los esquís —escribió
Scott—. Pesan mucho, pero en
ciertas condiciones resultan
tremendamente útiles.» Otro
problema que surge en las zonas de
sastrugi es que los trineos tienen
tendencia a volcar y cualquier objeto
amarrado a la parte superior de la
carga, como esquís o bastones, puede
romperse. Durante muchas millas de
nuestro tránsito por el glaciar
Beardmore en 1993, Mike Stroud
utilizó esquís y bastones y yo no. A
pesar de que en terreno llano Mike
era un buen esquiador, yo avanzaba
más rápido que él en aquellas
condiciones.
Las provisiones que dejaron en
el depósito de los tres grados les
permitió aligerar las cargas y Scott
decidió aplicar su plan de adaptar
los trineos y reducirlos de su
longitud original de 3,65 metros
hasta los tres metros. Taff Evans y
Tom Crean habían ensayado la
modificación con anterioridad, pero
jamás la habían realizado a 2.700
metros de altitud ni a veintitrés
grados bajo cero. Completaron la
misión con éxito, pero no sin pagar
un precio: Taff Evans se lesionó una
mano. Según una versión, al
suboficial se le reabrió o agravó una
vieja herida, mientras que otras
versiones sugieren que la lesión Fue
un corte nuevo y profundo. En
cualquier caso, logró ocultar la
lesión con éxito a los oficiales,
probablemente porque ansiaba
alcanzar el polo y sabía que si estaba
lesionado, sería uno de los elegidos
para regresar a la base.
Cuando terminaron de adaptar
los trineos, regresaron a las tiendas
de campaña. Por primera vez, la
tienda elegida para el intento de
alcanzar el polo llevaba un doble
Forro. Scott invitó a Teddy Evans a
que celebrara la Nochevieja con
ellos, mientras los suboficiales, tres
buenos amigos, realizaron su propia
celebración en la otra tienda de
campaña después de terminar las
modificaciones de los trineos. Es
evidente que no reinaba un ambiente
tenso entre Teddy Evans, Oates,
Scott o los otros dos, mientras se
sentaron a descansar y tomaron té.
Incluso Oates se mostraba tranquilo y
locuaz. «Nos habló de su casa —
explicó Teddy Evans—, de sus
caballos... no dejó de hablar y sus
ojos castaños relucían mientras nos
contaba sus travesuras infantiles en
el colegio de Eton...» En un momento
de la charla, Scott se acercó a Oates
y le cogió el brazo en un gesto de
confianza. «¡Eres un tipo de lo más
curioso y sin duda has salido del
cascarón! —exclamó Scott—. ¿Te
das cuenta de que llevamos casi
cuatro horas charlando? ¡Ya es Año
Nuevo y es la una de la mañana!»
El día siguiente, el grupo de
Teddy Evans partió a pie. «Scott y su
equipo jamás se nos acercaron —
comentó Evans—. Incluso les
sacamos más ventaja.» El 2 de enero
de 1912, Evans seguía avanzando a
pie y añadió otro comentario: «Hoy
hemos recorrido quince millas con
facilidad —comentó—, pero ya sólo
tiramos de 60 kilos por cabeza». El 3
de enero, todos los planes diseñados
por Scott con tanto esmero llegaron a
un punto crítico. Desde la
perspectiva de los víveres y a menos
de 150 millas del polo, ahora debía
completar el complejo sistema de
pirámide que había calculado con
tanta atención y que él mismo había
desarrollado en su viaje anterior a la
Antártida.
Cuando en 1953 el hombre
coronó el Everest por primera vez, el
director de la expedición, John Hunt
fue eliminando a su equipo de
escaladores expertos y sus sherpas.
Cuando sólo faltaba una etapa para
alcanzar la cima, quedaba un selecto
grupo de los hombres que estaban
más en forma. Eligió a Edmund
Hillary y a Tensing Norgay, pero
hasta aquel momento nadie, ni
siquiera Hunt, podía predecir
quiénes serían los encargados de
llegar a la cima. Es probable que
Hunt tuviera preferencias y es
posible que hubiera deseado que uno
u otro escalador estuviera en buena
forma en el momento justo. Incluso
cabe la posibilidad que los cambios
de última hora le obligaran a cambiar
de un equipo de dos personas a uno
de tres para alcanzar la cima.
Asimismo, Scott se reservaba el
derecho absoluto de elegir a quien él
considerara conveniente para el
equipo que trataría de alcanzar el
polo, entre todos los expedicionarios
que se habían embarcado en el Terra
Nova, con la sola condición de que
quisieran formar parte del equipo.
Durante el tiempo que pasó a bordo
del barco, las primeras pruebas con
los trineos y el largo invierno que
pasaron en el cabo Evans, Scott
había realizado numerosas
anotaciones en su diario sobre los
diversos candidatos, que en algunas
ocasiones eran positivas y en otras,
más bien groseras. Estaba eligiendo
a los hombres para viajar al polo de
un modo pausado y metódico.
Llegado el momento del viaje de los
depósitos en 1911, Scott había
reducido la lista de candidatos a los
hombres que llevó consigo como
conductores de los ponis, además de
un par de individuos que estaban
embarcados en las misiones
científicas.
Muchos observadores de Scott
han comentado que el capitán debió
de elegir a sus hombres justo antes
de la Navidad de 1911, durante el
ascenso del glaciar Beardmore, ya
que entonces anotó los nombres y las
edades de los cinco individuos en la
contrasolapa de un cuaderno de notas
que empezó a utilizar el 22 de
diciembre. Sin embargo, esto no
demuestra nada, ya que las notas de
las solapas y las contrasolapas
pueden no ser cronológicas.
Asimismo, es perfectamente posible
que anotara los nombres semanas
después de elegir a los
expedicionarios.
El 10 de diciembre, a medio
ascenso del Beardmore, Scott tuvo
que elegir, entre los doce hombres
que seguían con él, quién regresaría a
casa. «Por supuesto, el suboficial
Evans es fuerte como un roble —
había anotado en su diario—, pero
Oates y Wilson también se están
portando muy bien.» Esta nota sirve
para entender cuáles eran las
preferencias de Scott en fechas tan
avanzadas, especialmente si la
consideramos junto con otra pista
anterior: cuando el invierno polar de
1911 empezó a tocar a su fin, Scott
ansiaba ponerse en marcha y a
mediados de septiembre, partió
rumbo al glaciar Ferrar. Entre todos
los hombres disponibles para
acompañarle en aquella salida, había
seleccionado a Bowers y al
suboficial Evans. También les había
acompañado Simpson, pero su
presencia respondía a un objetivo
específicamente científico. «Mi
mayor fuente de satisfacción —
comentó Scott, tras aquel gélido
viaje— consiste en saber que cuento
con hombres como Bowers y el
suboficial Evans para el viaje al sur.
No creo que se hayan enfrentado a la
ruta hombres más resistentes o
mejores conductores de trineo que
ellos. Bowers es todo un
descubrimiento.»
Antes de iniciar el viaje al polo,
en el campamento del cabo Evans,
Scott había acordado con Ponting que
filmara la vida cotidiana de los
expedicionarios en las tiendas de
campaña. Scott había elegido a Taff
Evans, a Wilson y a Bowers para
protagonizar aquella película. Por la
suma de estos indicios, podemos
suponer que Scott pensaba incluir a
Oates, Wilson, Bowers y Taff Evans
en el equipo que alcanzara el polo.
Como criterio principal para
elegir a los expedicionarios, Scott
quería asegurarse de que mostraran
un enorme afán de alcanzar el polo y
de regresar al cabo Evans cuanto
antes, completando labores
científicas por el camino. Algunos
estudiosos se han basado en un único
comentario de segunda mano
(atribuido por Cherry-Garrard a
Wilson, años más tarde) para afirmar
que Scott quería contar con un
representante del ejército en el polo.
Sin embargo, no contamos con
ninguna prueba escrita de que el
capitán deseara formar un grupo
representativo de las fuerzas armadas
al completo, o de que la presencia de
un oficial del ejército y un suboficial
de la marina tuvieran algún valor
simbólico.
Ante todo, Scott precisaba un
buen navegador, capaz de
complementar su propia habilidad en
este campo. En el viaje de 1903
había demostrado su competencia
con el sextante y el teodolito.
Durante mis años en las regiones
polares, he utilizado ambos
instrumentos y puedo afirmar que es
como montar en bicicleta; la
habilidad como navegador no se
olvida. El mejor navegador entre los
expedicionarios era, con diferencia,
Bowers, que también mostraba gran
profesionalidad como encargado de
anotar los datos meteorológicos de la
expedición. Ello habría bastado para
que Scott eligiera a Bowers para el
equipo del polo, sin importar quiénes
fueran los demás elegidos.
Otro criterio importante para
Scott era el de contar con alguien que
demostrara una sólida formación
médica, o por lo menos una habilidad
considerable con los primeros
auxilios. Por consiguiente, es
probable que aunque Wilson no
hubiera sido íntimo amigo de Scott y,
al igual que Bowers, un experto
conductor de trineos, habría sido uno
de los elegidos.
De aquí en adelante, el proceso
de selección de Scott empezó a
complicarse. Como veterano de
numerosas expediciones polares con
trineos, puedo ponerme en el lugar de
Scott y preguntarme qué cualidades
buscaría, tras cubrir las plazas clave
de líder (Scott), navegador (Bowers)
y galeno (Wilson). La única
respuesta indiscutible es la de elegir
a hombres fuertes y resistentes para
tirar de los trineos. ¿Quiénes de los
expedicionarios restantes cumplían
mejor con estas cualidades? ¿Quizá
Teddy Evans o Lashly? Por culpa del
excelente trabajo que habían
realizado con los trineos motorizados
y de las cuatrocientas millas
adicionales que habían tenido que
recorrer tirando de sus propios
trineos, ambos habían perdido más
fuerza y masa corporal que los demás
candidatos, Oates, Taff Evans y Tom
Crean, de modo que yo renunciaría a
la presencia de ambos.
Algunos críticos han sugerido
que los motivos de Scott para enviar
a Teddy Evans de regreso al
campamento Fueron otros e incluso
según una teoría rebuscada, el
capitán le habría puesto al mando de
los trineos motorizados para
eliminarle del equipo polar. En una
carta al administrador neozelandés
de la expedición, Scott dijo que
Teddy Evans era «un hombrezuelo
completamente bienintencionado,
pero es un poco zoquete para todo lo
que no sean labores navales y como
segundo de la expedición, no sirve».
Por sí solos, estos argumentos no
servirían para descartar a Teddy
Evans del equipo del polo, ya que un
zoquete bienintencionado puede tirar
de un trineo como el que más. «Lo
sentí por Scott cuando tuvo que
darnos la noticia —escribió más
adelante Teddy Evans, sobre el
momento de recibir las órdenes del
capitán—, pero la esperaba. Lashly y
yo sabíamos que no podíamos
esperar formar parte del equipo
polar, después del largo trayecto que
recorrimos.» «Pobre Teddy —
escribió Bowers—, estoy
convencido de que quería formar
parte del equipo por su esposa. Me
dio una pequeña bandera de seda que
le había entregado ella, para que
ondeara en el polo... Se había hecho
ilusiones sobre su presencia en el
equipo.»
No había muchas diferencias
entre los tres candidatos restantes.
Todos ellos eran corpulentos, aunque
los más fuertes eran Taff Evans y
Oates, quienes habían acompañado a
Scott durante el ascenso del glaciar.
Tom Crean era tan devoto de Scott
como Evans y también era veterano
de la expedición anterior, pero en
opinión del capitán no era tan fuerte
como los otros dos y por un estrecho
margen, Scott decidió enviarle de
regreso a la base. Tom Crean jamás
le guardó rencor y su biógrafo
Michael Smith escribió en el año
2000 que sesenta años después de su
fallecimiento, las hijas de Crean
afirmaron que jamás habían oído a su
padre pronunciar una sola palabra en
contra de Scott.
El dilema del capitán se había
reducido a dos hombres, ambos
fuertes y capaces de trabajar bien en
equipo. La respuesta más evidente
consistía en llevar a ambos.
¿Había dado Scott con
anterioridad muestras de querer
formar un equipo de cinco hombres,
en vez de cuatro, para alcanzar el
polo? No tenemos constancia escrita
de ello, aunque hay indicios que
parecen sugerirlo. Las tiendas de
campaña estaban diseñadas para
cuatro ocupantes y solían ser equipos
de cuatro los que tiraban de los
trineos. Sin embargo, un bosquejo de
Wilson trazado en noviembre de
1911, antes de la salida del cabo
Evans, muestra a cinco hombres con
esquís tirando de un trineo cargado
(ver la cuarta sección de imágenes).
El esbozo muestra claramente el
ángulo de tiro de cada hombre, así
como la longitud de las cuerdas de
arrastre, como si se tratara de un
diagrama. Wilson no solía dibujar
escenas teóricas o ficticias, sino que
se concentraba en imágenes
auténticas, con gran lujo de detalle.
¿Por qué habría dibujado un grupo de
cinco hombres, si no había
comentado nada al respecto con
Scott?
Ni el diario de Scott ni los
demás registros documentales de la
expedición aclaran en qué momento
decidió el capitán llevar a cinco
hombres, en vez de cuatro. Sospecho
que esperó hasta el último momento
antes de decidirse, pero que había
calculado algún tiempo antes que
sería factible llevar a cinco y que lo
había comentado con Wilson, tal
como refleja el boceto del médico
que muestra a cinco hombres tirando
de un trineo. La presencia de cinco
hombres ofrece una clara ventaja
sobre un equipo de cuatro, que es el
aumento de la fuerza de tracción, sin
un aumento apreciable del peso de la
carga. A pesar de la presencia de un
hombre adicional, los elementos más
pesados siguen siendo la tienda de
campaña, el trineo, el equipo de
navegación y el instrumental médico,
pero resulta más fácil tirar de ellos
entre cinco que entre cuatro.
Asimismo el ingeniero Bill Lashly,
que había sufrido en persona el
peligro de las grietas en la superficie
del hielo, opinaba que un grupo de
cinco hombres ofrecía las mejores
garantías de seguridad ante las
grietas.
Sin embargo, era indiscutible
que la presencia de cinco personas
también conllevaba algunas
desventajas y quizá la más evidente
era el reducido espacio disponible,
en una tienda de campaña diseñada
para cuatro. «En un hogar hay
espacio de sobra para cinco personas
—escribió en una ocasión Henrik
Ibsen—. Aunque entre enemigos, es
demasiado estrecho para dos
personas.» Estas palabras reflejan
bien la dificultad de las condiciones,
en una tienda de campaña helada y
superpoblada, pero el objetivo de
Scott era el éxito de la expedición y
si para lograrlo había que sufrir
cierta incomodidad, pues mala
suerte.
El cambio no afectaría en
absoluto las raciones instaladas en
los depósitos, calculadas para todos
los hombres que habían llegado hasta
el último depósito. En el improbable
caso de que hubiera llegado un
expedicionario adicional (en
paracaídas, por ejemplo) después de
la instalación de los depósitos,
habría faltado comida, pero los
cambios implementados por Scott no
suponían la llegada de un hombre
nuevo, sino una pequeña
redistribución de las raciones
restantes, entre su grupo y el de
Teddy Evans. Los expedicionarios
de Evans tendrían que enfrentarse al
relativo engorro de separar y dejar
una cuarta parte de las raciones
previstas para ellos en cada depósito
de víveres, pero ésta no era una tarea
muy complicada, considerando que
había sesenta millas de distancia
entre los depósitos.
Aun contando con el peso
adicional de otro par de esquís en el
trineo, la reducción de espacio en la
tienda y el tiempo adicional que
habría que dedicar a preparar
alimentos, las recompensas de llevar
tanto a Oates como a Taff Evans eran
evidentes para Scott y lo son para mí.
Sin embargo, los dos Factores que no
conocía Scott cuando tomó la
decisión final fueron la herida en la
mano de Taff Evans y el pie
lesionado de Oates. Taff Evans sabía
que si alcanzaba el polo, podría
cumplir su sueño de abrir un bar y
retirarse en Swansea. Es probable
que confiara en que la herida de su
mano sanaría y no supondría un
estorbo para el avance de la
expedición. Los hombres solían
llevar guantes a todas horas y no
sería difícil disimular una lesión así
de la mirada del doctor Wilson.
Evans procuró mantener la mano
oculta, mientras que Oates no daba
señales de cojera y por el contrario,
tiraba con Fuerza del trineo.
En ningún momento de la
expedición, antes del mismo día de
la selección del equipo polar, hubo
mención alguna por parte de Oates o
sus compañeros de una vieja herida
de guerra, o de su cojera. Durante el
ascenso del glaciar, Oates se había
quejado en su diario sobre un tirón
en los tendones, pero sólo mencionó
la pierna derecha, mientras que su
herida de bala había sido en la
izquierda. Cuando Cherry-Garrard
declaró que «el pie que le Falló
debió de ser el de la pierna
lesionada en África», su conclusión
fue del todo errónea.

Wilson no comentó nada por


escrito cuando Scott le eligió para
formar parte del equipo polar, pero
es probable que se alegrara de
formar parte del grupo. «No sé si
tendré la suerte de estar lo bastante
en forma de ser uno de los cuatro
elegidos —escribió Wilson tres
semanas antes de la selección—.
Nadie sabe aún quiénes serán.» Al
igual que los demás, Wilson
aceptaba el hecho de que llegado el
momento, Scott presentaría su
selección final como un hecho
consumado, sin discusión posible.
El 3 de enero de 1912, Scott
anunció los nombres de los cuatro
expedicionarios elegidos para
acompañarle al polo Sur: Wilson,
Bowers, Oates y Taff Evans. Eran un
médico, un soldado, un infante de
marina y un hombre de la Armada. Su
viejo mentor Clements Markham, el
gran partidario de las expediciones
organizadas según los preceptos de
la Armada británica, se habría
escandalizado.
Cuatro días antes de realizar la
selección final, Scott había pedido a
Teddy Evans que se deshiciera de
casi cincuenta kilos de material que
no necesitarían, como piolets y
cuerdas, ya que según las
anotaciones de Shackleton, no se
toparían con más grietas. También
dejaron los esquís de algunos
expedicionarios (por culpa de la
presencia de sastrugi anunciada
también por Shackleton), incluyendo
a Bowers. Esto sugiere que en aquel
momento, Scott no pensaba llevar a
un quinto hombre, aunque no implica
que el sacrificado tuviera que ser
Bowers ya que las fijaciones
fabricadas por Taff Evans eran
ajustables y se adaptaban a las botas
de todos. Bowers podría haber
utilizado tranquilamente los esquís
de otra persona.
Tras la elección del equipo,
Scott entregó una serie de mensajes a
Teddy Evans para que los llevara de
regreso a la base del cabo Evans.
Uno de los mensajes era para
Meares, con una actualización de sus
instrucciones anteriores sobre lo que
debía hacer con los equipos de
perros. Según las nuevas
instrucciones, que cancelaban las
anteriores, Meares debía salir a la
Gran Barrera para encontrarse con
Scott entre los 82° y los 83°, a
mediados de febrero.
Oates también entregó una carta
a Evans, para su madre: «Temo que
la carta que escribí desde el refugio
estaba repleta de quejas—confesó
Oates en la misiva—, pero me
preocupaba mucho empezar el viaje
con aquellos ponis. Si llegara a
pasarme algo durante este viaje, cosa
que dudo —prosiguió—, pide mi
diario de viaje. En la contracubierta
he anotado instrucciones para que te
lo envíen, pero te ruego que
recuerdes que cuando un hombre lo
está pasando mal, pronuncia palabras
duras sobre los demás, de las que se
puede llegar a arrepentir».
Teddy Evans, Bill Lashly y Tom
Crean siguieron al grupo de Scott
rumbo al polo durante algunas millas,
para comprobar que el trineo
funcionara bien con la tracción de
cinco hombres. Por fin, el 4 de enero
de 1912 se despidieron de sus
compañeros.
«Me temo, Teddy —dijo Oates
a Evans—, que no tendrás que
enfrentarte a muchas cuestas en el
viaje de regreso, pero el viejo
Christopher os espera en la barrera,
para que os lo comáis cuando
lleguéis.» Teddy Evans vitoreó a los
hombres de Scott, mientras se
alejaron rumbo al sur. Aún no habían
visto rastros de los noruegos, el sol
brillaba y el cielo era azul.
Cabe preguntarse si el sistema
de tracción de cinco hombres era
efectivo para tirar del trineo.
«Todos los nuestros iban en
esquís —escribió Bowers—,
excepto yo. En primer lugar amarré
mi arnés al arco central, pero
después me amarré al cazonete del
trineo, para tirar por el centro entre
las huellas del capitán Scott y el
doctor Wilson. Descubrí que éste era
el mejor lugar, ya que yo avanzaba a
mi propio ritmo.» «A Bowers le
cuesta un poco seguir a pie el ritmo
de los esquiadores —comentó Scott
—, pero da la impresión de ser
incansable. Es maravilloso
comprobar cómo, gracias a Evans —
añadió—, puede estibarse todo el
material en un trineo tan pequeño.
Me preocupaba la idea de tirar de
todo el material, pero me he alegrado
al comprobar que no ha sido tan
difícil. Bowers avanza a pie entre
Wilson y yo, un poco retrasado
respecto a los demás. Sin embargo y
a pesar de que tiene que esforzarse
para seguirnos, no nos retrasa ni nos
estorba en absoluto.»
Seis días más tarde, Scott loaba
aún más a Bowers: «No hay nada que
le parezca excesivo o inoportuno,
ninguna tarea que sea demasiado
ardua para él. No es fácil lograr que
se retire a descansar en la tienda;
parece ser inmune al frío, y en las
noches se dedica a escribir en su
diario y a realizar complejos
cálculos, cuando los demás ya
duermen».
Bowers siguió avanzando a pie
sin rechistar, sin entorpecer la
marcha de los esquiadores y sin
bajar el ritmo en ningún momento.
Con o sin esquís, era el más
resistente de los expedicionarios. Sé
muy bien que los que tenemos las
piernas largas solemos lamentarnos
al comprobar que compañeros más
bajos y más robustos tiran de sus
trineos con la fuerza de una
locomotora. He competido con y sin
esquís con Mike Stroud, que tiene las
piernas mucho más cortas pero
también más fuertes que las mías,
durante miles de millas. Tanto
Bowers como Mike Stroud se
quejaban sin cesar de la desventaja
que suponía tener las piernas cortas.
Dos días después de la llegada
de un quinto hombre a la tienda de
campaña, Scott comentó que el
tiempo que dedicaban a la
preparación de la comida había
aumentado unos treinta minutos por
día y que por consiguiente, también
había aumentado mucho el gasto de
combustible. Según mi experiencia,
treinta minutos adicionales suponían
un aumento excesivo, que sólo se
podía deber a los efectos de la
alteración de la rutina en la tienda. A
medida que el grupo de Scott se fue
adaptando a la nueva rutina de cinco
hombres, es probable que agilizaran
sus operaciones y que como mucho,
invirtieran unos diez minutos
adicionales en las tareas culinarias.
Es posible consultar pruebas de esta
mejora en los registros
meteorológicos de la expedición (del
3 de noviembre de 1911 al 12 de
marzo de 1912), hallados en la tienda
en la que murió Scott y completados
con diligencia por Bowers. Los
registros incluyen las horas precisas
en las que instalaron sus
campamentos y se detuvieron para
preparar el almuerzo cada día, así
como el número de millas que
recorrían al día; con el aumento a
cinco hombres tirando del trineo, la
distancia recorrida por día aumentó
de forma radical.
«Nuestra comida sigue
satisfaciendo a todos —comentó
Scott, tres días después de salir—.
¡Qué suerte haber encontrado una
fórmula tan ideal para las raciones!
Nos sentimos muy a gusto en la
tienda doble... Los sacos de dormir
aún están en buen estado...No puedo
exagerar la admiración que siento
por mis compañeros.» Siguieron
avanzando rumbo a las extensiones
desconocidas de la meseta. Cada
hombre estaba envuelto en su ropa de
abrigo y en sus propias ideas,
lamentos y dolencias. El sol no
amanecía ni se ponía, pero por las
noches se acercaba al horizonte a la
derecha de los hombres. A
continuación se desplazaba con una
tremenda lentitud, hasta que al
mediodía los hombres podían seguir
el camino que marcaban sus propias
sombras, que se convertían en una
especie de compás inverso que
señalaba directamente al polo Sur.
Después del mediodía, aún con
mucha lentitud, las sombras
empezaban a girar a medida que el
sol se desplazaba hacia la izquierda
de los hombres.
«Nuestro avance es
terriblemente monótono», escribió
Scott. Tenían los labios agrietados,
quemados por el sol y sangrientos,
mientras sufrían los efectos
combinados de los rayos ultravioleta
y el viento polar. «No puedo
distinguir si sufro de congelación en
la cara —comentó Bowers—, ya que
toda ella está cubierta de escamas,
así como mis labios y mi nariz.»
«Este es el peor sastrugi esculpido
por el viento que he visto jamás —
declaró Wilson, el artista—. Está
recubierto por una capa de cristales
de hielo que parecen aulaga... Todos
forzamos la vista para ver algo en el
hielo... Tenemos las bocas y las
barbas llenas de hielo... y las manos
también se nos congelan al sujetar
los bastones de los esquís.»
Años más tarde, Cherry-Garrard
escribió sobre sus compañeros
fallecidos y declaró quedas
anotaciones escritas en sus diarios en
la meseta reflejaban sus esperanzas;
sólo les faltaba una semana de viaje
para alcanzar el polo y tenían la
fundada esperanza de ser los
primeros en llegar al fin del mundo.
«Oí a Scott mencionar la posibilidad
de regresar en abril —comentó
Cherry-Garrard—, y aseguró que
llevaban comida suficiente para
alargar el viaje sin tener que recortar
las raciones.» Más adelante, Cherry-
Garrard reiteró la misma opinión:
«El equipo polar de cinco hombres
disponía de raciones abundantes en
el trineo y los depósitos. Además,
contaba con unas buenas provisiones
de carne de pony».
El 6 de enero, a 3.200 metros de
altitud, se toparon con una región
plagada del peor sastrugi que se
habían encontrado hasta entonces,
«un mar de olas con forma de
anzuelos» por el que era imposible
avanzar con esquís. Las condiciones
no mejoraron el día siguiente, y
cuando cargaban los esquís en el
trineo se arriesgaban constantemente
a romperlos con las volcaduras.
Scott decidió dejar los esquís en un
depósito, pero las condiciones del
terreno mejoraron y hubo que
regresar a buscarlos. Sólo perdieron
una hora, pero Scott había aprendido
ya la lección. «Después de esto —
escribió—, siempre debo llevar los
esquís.»
Amundsen había cometido el
error durante su viaje al polo, al
dejar todos los crampones en un
depósito por el camino. «Sin ellos es
prácticamente imposible escalar en
hielo —escribió Amundsen más
adelante—. Me pasaron un millón de
ideas por la cabeza. ¿Podría haber
perdido la oportunidad de alcanzar el
polo, por culpa de una idiotez de ese
calibre?»
El 7 de enero, Scott se quedó
consternado al comprobar que Taff
Evans padecía «un corte profundo en
la mano; espero que no le ocasione
problemas». «Evans se cortó el
nudillo hace unos días, durante
nuestra estancia en el último depósito
—escribió Wilson—. Hoy tiene la
herida repleta de pus.» En el año
1993 tuve la suerte de tirar de un
trineo en la Antártida junto con un
médico que sabía exactamente cómo
tratar las acumulaciones de pus
típicas de las regiones polares.
Recuerdo haberle observado una
noche, mientras se operaba un
absceso hinchado en su propio pie.
«Le observé con una fuerte
admiración —escribí entonces—,
mientras se anestesiaba con una
inyección de xilocaína y hundía un
bisturí en la hinchazón, con cortes
profundos en diagonal. El pus
chorreó de la herida y la hinchazón
descendió casi de inmediato. A
continuación, Mike se vendó el talón
y guardó el equipo médico. No sé si
él se mareó en algún momento, pero
desde luego, yo sentí náuseas.»
El 8 de enero, sin poder avanzar
por culpa de un temporal, Scott
comentó de nuevo el caso de Evans:
«Esta mañana le han cambiado las
vendas y es probable que este
descanso les convenga... Evans es un
trabajador incansable y muy
inteligente. Sólo ahora me doy cuenta
de lo mucho que le debemos: las
botas de esquí y los crampones se
han convertido en una bendición para
nosotros... El ha sido responsable de
cada trineo, de las cargas, de las
tiendas de campaña, los sacos de
dormir y los arneses... Ahora,
además de supervisar el ensamblado
de la tienda, se adelanta a los
acontecimientos y organiza la carga
del trineo». Este último comentario
sugiere que la herida de Evans en el
nudillo no había evolucionado aún lo
suficiente como para impedirle que
lidiara con elementos congelados del
equipo y apretara las cinchas.
En una ocasión, Debenham
describió el nivel de energía de
Scott: «El capitán recurría a dos
frases que indicaban un período de
marchas forzadas —escribió—.
Cuando decía "vamos allá" o "hoy
creo que cogeremos un buen ritmo",
sabíamos que nos esperaba alguna
hazaña insólita en la cantidad de
millas recorridas, sin prestar mucha
atención al clima ni a los demás
obstáculos».
Durante estos días en la meseta,
Scott cogió un muy buen ritmo con la
ayuda de sus cuatro corpulentos
compañeros. El 9 de enero llegaron a
los 88° 25', a noventa y cinco millas
del polo y Scott anotó en su diario la
palabra «record». «Hemos superado
la plusmarca establecida por
Shackleton —escribió—. De aquí en
adelante todo es nuevo.»
Exactamente tres años antes y tras un
viaje épico, Shackleton, Wild,
Marshall y Adams habían tenido que
dar la vuelta en aquel punto, para
regresar al campamento. «Hemos
llegado al final de nuestras
posibilidades —escribió entonces
Shackleton—. A pesar de los
pesares, lo hemos hecho lo mejor que
hemos podido.» Habían superado la
marca anterior, establecida por Scott,
en casi cuatrocientas millas. Para
llegar tan lejos se habían arriesgado
mucho con las pocas provisiones que
les quedaban y con las condiciones
meteorológicas, pero les había
acompañado la suerte.
Años más tarde, Shackleton
describió a Scott como «el hombre
más audaz que he conocido en mi
vida». Es evidente que ambos eran
individuos valientes que no dudaban
en correr riesgos calculados, pero al
tomar la decisión de seguir hasta el
polo, Scott no se estaba arriesgando
tanto como lo había hecho Shackleton
al establecer su plusmarca
meridional. Así como Shackleton se
había aventurado hacia el sur por
territorios desconocidos, ahora le
tocaba a Scott. Shackleton había
descrito la sensación que le
provocaba el hecho de abrir camino:
«Pocos hombres tienen la fortuna de
ver tierra que jamás ha visto otro ser
humano... Nadie de los presentes
sabíamos lo que encontraríamos al
dirigirnos al sur». Scott siguió
forzando la marcha, pero la
superficie de la nieve no le favorecía
en absoluto: «Jamás había tenido que
tirar con tanta fuerza —escribió—.
El trineo rechina y se queja...
¿Seremos capaces de seguir así
durante otros siete días? Ninguno de
nosotros se había tenido que
enfrentar a una labor tan ardua como
ésta».
El 10 de enero, a pesar de ser
«reacios a dejar víveres en esta
enorme planicie», instalaron un
depósito de provisiones para el
camino de regreso, a noventa y una
millas del polo. Tras dejar raciones
suficientes para una semana y todo el
material que no fuera imprescindible,
lograron aligerar la carga en unos
cincuenta kilos. Sin embargo y a
pesar de la reducción de peso,
durante los siguientes cuatro días
siguieron teniendo grandes
dificultades para cubrir una distancia
aceptable, por culpa de la superficie
áspera y llena de cristales de hielo.
En su libro titulado El peor
viaje del mundo, Cherry-Garrard
afirma que los cristales de hielo son
el peor enemigo de los
expedicionarios: «Una y otra vez —
escribió—, los diarios de los
hombres mencionan los cristales:
cristales que caen del cielo, cristales
que recubren el sastrugi, cristales
que se posan sobre la nieve...
Cristales arenosos, que además de
reflejar el sol convierten la
experiencia de tirar del trineo en una
pesadilla». El 12 de enero, a unas
cuarenta millas del polo, los diarios
de los expedicionarios empezaron a
reflejar otra fuente de molestia. «Hoy
en el campamento —explicó Scott—,
todos teníamos frío y supusimos que
se trataba de un frente frío, pero
comprobamos con sorpresa que en
realidad, la temperatura había subido
con respecto a la de anoche, cuando
logramos relajarnos a la luz del sol.
Es un misterio que sintamos más el
frío; en parte debe de ser por culpa
del cansancio de la marcha, pero en
parte es la humedad del aire.» Dos
días más tarde, Scott añadió otro
comentario al respecto: «Hoy a la
hora de comer hemos vuelto a sentir
el frío... todos teníamos los pies
helados, aunque eso se debía sobre
todo al estado raído y desgastado de
nuestras finnesko. Unté un poco de
grasa bajo la piel de las botas y
comprobé que la diferencia era
considerable. Oates parece estarlo
pasando peor que los demás con el
frío y el cansancio, pero todos
estamos aún en muy buena forma».
«Creo que la carne seca del
desayuno me ha sentado mal —
escribió Oates el 15 de enero—,
porque durante la marcha de hoy me
he deprimido y he extrañado mucho
mi casa.»
Aquel día se encontraban a
punto de alcanzar el éxito y
emprendieron la marcha con buen
humor. «Es fantástico pensar que nos
bastaría con dos buenas jornadas de
marcha para plantarnos en el polo —
escribió Scott—. Creo que ahora es
algo seguro y lo único que temo es la
terrible imagen de la bandera
noruega, ondeando antes que la
nuestra en el polo.»
En aquel momento, los cinco
expedicionarios británicos estaban
convencidos de llevar la delantera en
el viaje al polo. Creían que los
noruegos debían de estar detrás de
ellos, o que habían sufrido algún
percance que les había obligado a
regresar. Todas las líneas de longitud
convergían en los 90° sur y era
impensable que los noruegos
pudieran llevarles ventaja, ya que no
se habían cruzado con sus huellas ni
una vez. Suponían que los hombres
de Amundsen habían seguido la
misma ruta que ellos, por el glaciar
Beardmore.
Aquella última semana, la
temperatura media descendió unos
18°C y anunció el fin de la corta
temporada veraniega en el polo. Sin
embargo, en las condiciones
relativamente cálidas de la tienda de
campaña, por una vez los hombres no
pensaban en el frío, sino en los dos
días de camino que les separaban del
polo Sur. La mañana del 16 de enero
lograron cubrir una distancia de siete
millas y media. «Hoy hemos salido
de buen humor», escribió Scott.
Acababa de tomar la lectura del
teodolito, que confirmaba que sólo
les faltaban dieciocho millas de
camino. «Esperamos llegar mañana a
nuestro destino», añadió. A las dos
de la tarde, aproximadamente,
iniciaron un largo tramo de bajada
bajo un cielo despejado, en el que
dos falsos soles y una gran aureola
flanqueaban el sol. Todo iba muy
bien.
A las cuatro de la tarde, Bowers
escudriñó el horizonte e informó a
sus compañeros que le parecía ver un
hito de nieve apilada. Es probable
que sintieran una terrible angustia
ante la posibilidad de que alguien se
les hubiera adelantado. Sin embargo,
Bowers dijo que quizá no había sido
más que un efecto óptico del sol en el
sastrugi. Imagino que debían tener el
corazón en un puño, con la esperanza
de que no fuera lo que más temían. A
medida que se acercaban, todos
debían tener la vista fija en aquel
objeto, esperando que se tratara de
un espejismo.
«Pronto comprobamos que
aquello no era un elemento natural
del paisaje», explicó Scott.
El «hito» se fue transformando
en un punto negro y por fin echó por
tierra los sueños y las ilusiones de
los expedicionarios, cuando
comprobaron que se trataba de una
bandera negra. Cuando alcanzaron la
bandera, vieron los rastros de un
campamento, con huellas de trineos,
esquís y perros. «Aquello nos reveló
la verdad —escribió Scott—. Los
noruegos se nos han adelantado y han
alcanzado primero el polo. Ha sido
una desilusión terrible y lo siento
mucho por mis leales compañeros.»
«No era fácil determinar la
antigüedad de las huellas —explicó a
su vez Wilson—, pero es probable
que tuvieran por lo menos un par de
semanas, quizá tres o incluso más...
Acampamos en aquel lugar para
comentar la situación.» «Lo siento
mucho por el capitán Scott —
comentó Bowers en una carta a su
madre—, que se lo ha tomado muy
bien. Ahora regresaremos a casa,
pero estoy seguro de que te alegrarás
de que haya llegado a este lugar.»
Su ruta había convergido con la
de los noruegos, pero no quisieron
perder la esperanza y decidieron que
quizá Amundsen se había equivocado
con la situación exacta del polo, por
culpa de algún error de lectura o de
instrumentos. Los británicos se
dedicaron a anotar múltiples lecturas
del sol y emprendieron su propio
camino hacia el polo. Montaron un
campamento, y el 17 de enero
salieron en varias direcciones sin
dejar de comprobar su posición,
enfrentándose a un viento de fuerza
seis y a una temperatura de —30° C.
«Fue la jornada más fría que
recuerdo —escribió Wilson—. Era
difícil evitar que se congelaran las
manos, a pesar de los guantes dobles
de lana y piel... El día fue glacial.»
El sol salía de vez en cuando y
Bowers aprovechaba para anotar
lecturas del ángulo del sol. «A juzgar
por la dirección de los rastros de
Amundsen —escribió Wilson—, es
probable que haya llegado a un punto
que diste unas tres millas del polo...
Pero en cualquier caso, nadie puede
negar su derecho a afirmar que fue el
primero en llegar. Nos ha vencido,
porque planteó su expedición como
una carrera contra nosotros...
Nosotros hemos hecho lo que
veníamos a hacer, según el programa
que teníamos marcado.» El viento
glacial de aquel día congeló las
narices y las mejillas de Oates,
Evans y Bowers, mientras que la
congelación que sufrió Evans en las
manos fue lo bastante grave como
para detener la marcha durante una
hora. A pesar del frío, tomaron diez
fotografías de un carrete en el polo,
Bowers anotó numerosas lecturas del
teodolito y complejos cálculos
aritméticos. Scott y Bowers
calcularon que la posición exacta que
habían alcanzado era 89° 59' 14" sur.
Instalaron ahí la bandera británica.
Cuando Debenham estudió los
cálculos que realizaron en el polo, un
año más tarde, declaró que contenían
«un error máximo de más o menos
30" (u 800 metros).
«¡Santo Dios! —exclamó Scott,
en unas palabras que se han citado a
menudo—. Este lugar es terrible, lo
bastante inhóspito para haber sufrido
sin la recompensa de ser los
primeros en llegar.» Basta con
comparar las palabras de Scott con
las del compañero de Amundsen
Bjaaland, escritas treinta y tres días
antes: «Hemos alcanzado nuestra
meta más deseada y lo mejor es que
somos los primeros en hacerlo: no
hay una sola bandera inglesa a la
vista». Los noruegos bautizaron la
meseta polar en honor de su rey,
Haakon VII, ajenos al hecho que
Shackleton había puesto a la planicie
el nombre de su propio rey, años
antes. A continuación, sacrificaron
uno de los perros que les había
llevado hasta el polo y se lo
comieron. A mediados del verano
polar, los noruegos habían disfrutado
de condiciones climáticas ideales
cuando más las habían necesitado.
Los hombres de Amundsen
alcanzaron el polo el 14 de
diciembre de 1911, pero cuando
Scott llegó tres semanas más tarde,
empezaban a sentirse los primeros
fríos del invierno. En los días
posteriores a su llegada al polo, los
diarios de los noruegos están
repletos de comentarios como «un
tiempo ideal para viajar en trineo»,
«El clima es fabuloso» y «hemos
disfrutado de ocho días seguidos de
sol». Amundsen había preparado un
viaje al polo que era ante todo una
carrera y como tal, había resultado
ser una aventura audaz y profesional,
que había disfrutado de una buena
dosis de suerte y que había sacado
mejor provecho que ninguna otra
expedición de los trineos con perros.
Sin embargo, el siguiente equipo en
descender por el glaciar Axel
Heiberg décadas más tarde, un
equipo neozelandés dirigido por el
británico Wally Herbert que utilizaba
perros, expresó una visión más
crítica de la hazaña de los noruegos:
«Amundsen sólo había tomado dos
fotografías y en ninguna de las dos se
aprecian las cascadas heladas. No
trazó mapas, no esbozó las rutas que
seguía... No hubo más remedio que
redescubrir una ruta de descenso por
el Axel Heiberg».
La expedición de Scott había
logrado más éxito que cualquiera de
sus antecesoras, pero se había
enfrentado a una meteorología
especialmente adversa. Asimismo,
no se había planeado como una
carrera y se había visto obligado a
competir cuando fue demasiado tarde
para hacer algo al respecto, pero
había logrado completar un programa
científico y geográfico muy valioso.
A pesar de que tuvieron que recorrer
ciento veinte millas más, en las duras
condiciones de la meseta polar, a
pesar de lo difícil que era tirar de
sus propios trineos y de lo
inoportunos que habían resultado ser
los temporales, los hombres de Scott
sólo habían tardado veinte días más
en alcanzar el polo que un equipo
formado por los esquiadores y
conductores de trineos con perros
más expertos del mundo. Habían
llegado en segundo lugar, pero dado
el esmero que había dedicado
Amundsen a ocultar sus planes,
¿cómo le habrían podido vencer?
En la tienda que dejaron los
noruegos cerca del polo, Scott
encontró una carta de Amundsen,
dirigida a él:

Estimado capitán Scott:


Es probable que sea usted el
siguiente en pisar esta área tras
nosotros, así que le pido que
reenvíe la presente al rey
HaakonVII. Si puede aprovechar
alguno de los artículos que hemos
dejado en la tienda, le ruego que lo
utilice sin reservas. Le saludo con
afecto y le deseo un viaje de retorno
seguro.
Cordiales saludos,
Roald Amundsen.

Los objetos en cuestión se


trataban de un par de guantes, que
recogió Bowers. Amundsen fue muy
sensato al dejar la nota para Scott, ya
que no podía estar seguro de llegar
con vida a su campamento; las
grietas en el hielo no suelen respetar
a nadie, aunque sean conquistadores
del polo. «Ni siquiera en un momento
tan trascendental expresó Scott
animosidad hacia Amundsen —
escribió Gran más adelante—. Al
contrario, expresó su admiración por
la eficacia de los noruegos al
completar con éxito su misión.»
Bowers había completado el último
tramo «tirando del maldito trineo»
sin esquís escribió sobre el estado
general de los expedicionarios: «Me
alegro de afirmar que aún me quedan
fuerzas y estoy en forma... Aunque
evidentemente, ninguno de nosotros
tiene las mismas fuerzas que antes y
al final de una larga jornada de
marcha, el agotamiento es
considerable, especialmente si la
superficie ha sido difícil. Sin
embargo, tras una buena cena y una
noche de descanso, por la mañana
estamos como nuevos. Las raciones
son excelentes... Hemos logrado
alcanzar el polo y si hay una
expedición que puede jactarse de
haber costado sudores, ésa es la
nuestra». Sin embargo, no habían
completado más que la mitad del
viaje. Afortunadamente, ninguno de
aquellos hombres tenía el poder de
vislumbrar el futuro.
16
Indicios de tragedia

«Bueno, hemos tenido que


despedirnos del objetivo que tanto
nos ilusionaba —escribió Scott el 19
de enero de 1912—, y ahora tenemos
que enfrentarnos a otras ochocientas
millas de recorrido... ¡sin el solaz de
nuestras ensoñaciones!»
Emprendieron el camino de
regreso hacia el norte, para regresar
al cabo Evans o si llegaban a tiempo,
reunirse con el Terra Nova, que
había llegado al mar de Ross el
mismo día que ellos habían
alcanzado el polo. Tanto Scott como
Amundsen deseaban informar al
mundo de la noticia cuanto antes por
telegrama y ambos opinaban que
podrían hacerlo antes que su rival.
Cuando Scott llegó al polo, sólo
se encontró con una tienda vacía
dejada por los noruegos, pero a
partir de octubre de 1956 se instaló
ahí un campamento permanente.
Cuando visité los refugios del polo
con Mike Stroud en 1993, utilicé una
radiobaliza que informaba al equipo
en Inglaterra de nuestra posición
exacta, por satélite. Llegamos el 16
de enero a las seis de la tarde y en el
momento de cruzar el polo, pasamos
inmediatamente al 17 de enero. Al
igual que lo había hecho Scott
exactamente ochenta y un años antes,
avanzamos 24 horas en un instante al
cruzar la línea del cambio de fecha.
Pasamos una hora en nuestra tienda
de campaña en los 90° sur, mientras
la mayoría de los ocupantes del
refugio polar dormían. Con el viento
que soplaba, la sensación térmica era
de —90° C. Ajusté la variación
magnética de mi compás, para
preparar el viaje rumbo al glaciar
Beardmore. Es probable que
Bowers, el navegador de Scott,
hiciera lo mismo pero con un valor
un poco diferente, ya que el polo
magnético se desplaza
constantemente.
Como parte de su programa
científico, Mike nos pesó a ambos
con su pequeña báscula. El esfuerzo
necesario para desnudarse en una
tienda que medía un metro veinte de
altura, para hacer equilibrios con un
pie en la báscula y con la
temperatura bajo cero fue motivo de
diversión durante unos instantes,
hasta que Mike me informó de que
había perdido veinte kilos de peso.
En los pasados sesenta y ocho días
de viaje había perdido un veinticinco
por ciento de mi peso corporal, y me
había quedado prácticamente sin
grasa corporal, que era esencial para
proteger el organismo del frío. El
estado de Mike era parecido y estoy
convencido de que también lo era el
de los hombres de Scott.
Dependemos de nuestra grasa
corporal como aislante, a diferencia
de otros primates que cuentan con un
pelaje que les abriga. Durante el
trayecto hacia el polo habíamos
sentido frío en numerosas ocasiones,
pero nada que se comparara al frío
glacial que sufrimos después de
alcanzar el polo, durante el largo y
agotador viaje hacia el glaciar
Beardmore.
«Creo que Oates está sufriendo
más que los demás los efectos del
frío y el agotamiento», declaró Scott,
tres días después de partir del polo.
«Uno de mis dedos gordos del pie ha
ennegrecido —explicó a su vez
Oates—. Espero que no me impida
continuar con la marcha.»
Pronunciaba estas palabras el
20 de enero, el mismo día —aunque
con muchos años de diferencia— en
que mis dedos se llenaron de
dolorosas ampollas. Puedo
identificarme con Oates, ya que
recuerdo la tortura que suponía
ponerse las botas por la mañana. Por
lo general, el desayuno de avena y
café caliente era el mejor momento
del día, «pero lo estropeaba la
cuenta atrás hacia el instante en que
debía ponerme unos calcetines, con
cuidado para no lastimar demasiado
mis pies maltrechos. Cuando las
fibras del tejido rozaban los nervios
de las zonas descarnadas, apretaba
con fuerza los dientes. A
continuación me enfrentaba a la
rigidez imperturbable de las botas y
al principio de un suplicio de doce
horas, en el que sólo podía pensar en
una cosa: el momento de quitarme las
botas».
La meseta no me había tratado
nada bien, tal como demuestra la
siguiente descripción que escribió
Mike tras su reconocimiento:

Tenía un aspecto envejecido,


flaco y demacrado. Cuando se sentó
sobre unas nalgas huesudas,
comprobé que sus largas piernas
estaban en peor estado que las mías
y que sus pies estaban en un estado
lamentable. Tenía la cara
macilenta, con un aspecto casi
anciano, mientras sus párpados
pesados ocultaban unos ojos de
mirada apagada. Tenía las
facciones hinchadas y desdibujadas,
mientras que sus labios estaban
cortados y resecos. La congelación
había dejado señales de su
presencia, con ampollas en las
orejas y una mancha en carne viva
bajo uno de sus ojos. La sufrió al
quitarse las gafas protectoras
cuando aún estaban soldadas a su
cara por la congelación. Cuando
empezamos el viaje tenía algunas
entradas, pero ahora se le caía el
pelo a mechones.

«Durante las paradas en los


campamentos —explicó Wilson—,
nuestras manos jamás se calientan lo
bastante como para realizar esbozos
y menos ahora que el clima está tan
frío y ventoso.» El viento del sur
soplaba sin parar de fuerza cuatro a
fuerza seis y la temperatura media
era de —21°C. Al principio vieron
muchos de los hitos instalados por
los noruegos, más pequeños que los
que instalaban ellos, sin embargo no
tardaron en separarse de las huellas
de aquella expedición. La ventisca
había empezado a redistribuir la
nieve de la superficie y a borrar
cualquier rastro, así que apenas
lograban ver sus propios hitos a una
milla de distancia. Todos buscaban
la presencia reconfortante de sus
propias huellas de la ida, para
encontrar sus depósitos de víveres en
una extensión monótona y ondulada,
en la que un error podría tener
consecuencias fatales.
Cada vez que el sol era visible
en su cénit a mediodía, Bowers se
detenía para medir su altura y
calcular la latitud en la que se
encontraban. Parece una operación
sencilla, pero he padecido algunos
de mis peores momentos de frío en
las regiones polares con un teodolito.
Basta con soltar un poco de aliento
para que se empañe el visor con
escarcha. Si una ceja roza los
componentes metálicos se queda
pegada. Si las abundantes capas de
ropa rozan el trípode, hay que
dedicar algún tiempo a realinear los
niveles con cuidado.
Cuando soplaba el viento
predominante del sur, con fuerza
pero no demasiada, los cinco
hombres convertían el toldo de la
tienda de campaña en una vela de
fortuna, con un mástil improvisado
con un bastón de esquí. La ayuda les
venía muy bien porque abundaban las
temidas zonas de cristales de hielo,
que convertían el progreso con los
trineos en una pesadilla. Con vientos
que llegaban a fuerza seis, a veces
los hombres tenían que atravesar el
trineo para evitar que volcara.
Lograron avanzar más que nunca y
recorrían distancias totales de
dieciséis millas diarias y más, pero
la mano de Evans empeoraba y ya
tenía las puntas de cinco dedos
gravemente afectados por la
congelación.
Ahora que el equipo se dirigía
hacia el norte, Scott se enfrentaba a
un dilema. Durante el trayecto rumbo
al sur, había elegido viajar en las
horas diurnas para tener el sol del
mediodía a sus espaldas,
proyectándose su directamente hacia
el sur. Si quería lograr ahora el
efecto contrario, tendría que pasar
las doce horas de viaje a la «noche»
estival, para evitar que el sol les
deslumbrara de cara. Sin embargo y
a pesar de que Scott prefería la
opción de viajar de noche, sabía que
tenían que aprovechar al máximo
cada grado de temperatura adicional,
tanto para conservar el calor
corporal como para beneficiarse de
las mejores condiciones de la nieve
para los patines del trineo, aunque
eso supusiera viajar de día.
Asimismo, para cambiar del día a la
noche tendrían que realizar pequeños
cambios graduales durante una
semana, ya que detenerse en seco
durante doce horas sería una pérdida
inaceptable de un tiempo del que no
disponían. Siguiendo este método,
lograrían completar el cambio poco
antes de alcanzar la orilla de la
meseta, donde tendrían que
enfrentarse de nuevo a las grietas.
Wilson era más propenso a
padecer la ceguera temporal
provocada por la nieve, en parte por
los esbozos que realizaba cada vez
que se topaban con una nueva
formación rocosa. «Por la tarde tuve
que avanzar a pie —escribió Wilson
el 25 de enero—, ya que el estado de
mis ojos no me permitía seguir con
esquís... Por las noches me
administraron ZnSO4 y cocaína en
los ojos, pero aun así el dolor no me
permitía dormir.» Bowers utilizaba
los esquís de Wilson. Cuando la
bruma y la ventisca ocultaban los
hitos y los rastros del viaje de ida,
era fácil caer presa del pánico. A
pesar del retraso que provocaba, a
menudo se quitaban los arreos y
salían en abanico hasta dar con un
resto de sus huellas anteriores. Con
todo y aquellos retrasos, la llovizna
helada, el frío cada vez más atroz y
el hecho de que uno de los
expedicionarios no llevaba esquís,
lograron recorrer una distancia
espectacular en la meseta, con totales
diarios que alcanzaban de dieciocho
a diecinueve millas y media. Tirando
de los trineos con tracción humana
lograron un promedio de catorce
millas diarias, comparadas con las
quince millas que lograba Amundsen
con sus perros. Además, Amundsen
viajó con temperaturas que en
promedio eran diez grados más altas
y aun así, sus hombres se quejaban
del frío atroz. No tenían que tirar de
sus trineos y por consiguiente no
sudaban, lo que les permitía llevar
pieles de animales, que eran un
aislante térmico mucho mejor.
En 1993, Mike y yo tirábamos
de cargas mucho más pesadas que las
del equipo de Scott, así que incluso a
—51 °C sudábamos y llevábamos
atuendos de algodón aún más finos
que los de Scott y compañía. Al igual
que ellos, a medida que descendía la
temperatura estábamos obligados a
tirar con más fuerza, para que la
sangre siguiera bombeando. En
circunstancias como aquélla, lo
último que quieres es que un
miembro del equipo retrase a los
demás ya que incluso una pausa muy
breve puede provocar la hipotermia
en un santiamén.
Desgraciadamente, sólo una
semana después de alcanzar el polo,
el equipo de Scott tenía dos bombas
de relojería. El 23 de enero, Scott
comentó que Evans no se encontraba
nada bien. «Creo que Wilson,
Bowers y yo estamos tan en forma
como es de esperar en estas
condiciones —comentó Scott—. A
Oates le da frío en los pies. Por uno
u otro motivo, ¡me alegraré de
alejarme de la meseta!» Ese mismo
23 de enero, Scott evaluó el estado
de uno de sus hombres: «No me cabe
duda de que Evans está agotado...
Tiene ampollas en los dedos y su
nariz ha sufrido los estragos de la
congelación. Se muestra
terriblemente enojado consigo
mismo, lo cual no es una buena
señal». «Hoy Evans ha perdido dos
uñas —explicó Scott siete días más
tarde—. Sus manos están en pésimas
condiciones y me ha causado una
gran sorpresa comprobar que la
situación le está desanimando.»
Desde la última ración de carne
de pony, los expedicionarios no
habían consumido alimentos con
vitamina C (aunque entonces aún no
entendían el concepto o la
importancia de las vitaminas) e
incluso las heridas más superficiales
tardaban mucho en curarse. Es
posible que Evans prefiriera evitar la
carne de pony, servida prácticamente
cruda, ya que era un poco puntilloso
a la hora de comer, tal como había
señalado Debenham en marzo de
1911, tras un viaje corto en trineo:
«Cenamos hígado de foca frito en
grasa de foca —explicó Debenham
—, y estuvo excelente. Evans no
quiso probarlo ya que el menor
rastro de la grasa de foca le
desagrada». Es probable que la
aversión de Evans por la grasa de
foca también le impidiera comer
carne de foca durante el invierno
anterior al viaje al polo, lo cual le
convertiría en una víctima más que
probable de dolencias como el
escorbuto.
La ruta de Amundsen recorría
más distancia en la Gran Barrera y
menos en la meseta, así que sus
hombres recorrieron menos millas y
pasaron menos tiempo a gran altitud
que el grupo de Scott. Tirar de un
trineo en las alturas es una tarea
aplastante; del reducido grupo de
científicos que trabaja en la estación
del polo Sur, aproximadamente uno
al año necesita que le evacúen a
nivel de mar por culpa de los
problemas causados por la altitud y
las dolencias pueden llegar a ser tan
extremas como un edema cerebral.
Los hombres de Shackleton pasaron
mucho menos tiempo en la meseta
que la expedición de Scott, pero
bastó para que padecieran todos los
síntomas habituales del mal de altura,
incluidos los terribles dolores de
cabeza, las hemorragias nasales y la
falta de oxígeno. Todos los hombres
de Scott debieron padecer del mal de
altura, ya que en el aire enrarecido
de las proximidades del polo, los
3.000 metros de altura de la meseta
equivalen a 3.900 metros de altitud
en cordilleras ecuatoriales. Uno de
los efectos de la altura es la
deshidratación, exacerbada por el
mayor ritmo respiratorio y el
ambiente seco. En la meseta, los
hombres de Scott recibían la mitad
del suministro de oxígeno que
recibían en la Gran Barrera. Sus
cuerpos ansiaban oxígeno, mientras
sus pulsos se aceleraban y los
hombres luchaban por respirar.
El mejor esquiador del grupo de
Amundsen, y campeón nacional de
Noruega, Olav Bjaaland, anotó sus
impresiones sobre las condiciones en
la meseta: «Ojalá estuviéramos de
regreso en la Barrera helada. Aquí
cuesta respirar y las noches son
endemoniadamente largas». «Las
condiciones asmáticas en las que nos
encontramos —añadió el mismo
Amundsen—, durante las seis
semanas que pasamos en la meseta
fueron de todo menos agradables.»
«El aire enrarecido, las bajas
presiones y la falta de oxígeno llegan
a unos niveles —escribió a su vez
Wilson—, a unos tres mil metros de
altitud, en los que incluso un
individuo sano y bien alimentado
empieza a padecer los síntomas del
mal de altura. Lo mejor en aquellas
condiciones es no cansarse
demasiado, pero si no queda más
remedio de esforzarse, cada gesto
requiere un esfuerzo enorme.» El
conductor de un trineo tirado por
perros gasta mucha menos energía
que alguien que tira de su propio
trineo y además, éste sufre una
dificultad adicional al respirar, cada
vez que el arnés le aprieta y le
comprime el pecho. En 1993, a una
altitud de 3.300 metros en la meseta
y tirando cada uno de un trineo con
160 kilos de carga, que a menudo se
quedaba encallado en los surcos del
sastrugi, Mike Stroud y yo estuvimos
a punto de tirar la toalla. Mike
resumió a la perfección la sensación
de impotencia que generaba el viento
incesante, la deshidratación, el frío
atroz y la enorme distancia que aún
nos quedaba por recorrer, cuando
dijo que teníamos el tanque vacío.
El primero fue Shackleton, el
siguiente Amundsen y después de él,
Scott; todos ellos tuvieron que
superar una etapa en la meseta y
ninguno la disfrutó. El grupo de Scott
padeció las condiciones adversas
durante más tiempo y con más frío,
pero los expedicionarios lograron
seguir avanzando sin retrasarse
respecto al programa.
La capacidad de encontrar
depósitos de víveres en una región
sin rasgos distintivos del paisaje
dependía en parte de la suerte,
además de una buena dosis de
sentido de la orientación. El factor
suerte intervenía en las condiciones
de visibilidad y en la falta de
ventiscas que taparan las huellas del
viaje de ida. Amundsen marcó
algunos de sus depósitos con una
línea de bastones que se extendía al
este y al oeste, con un bastón cada
milla hasta llegar a las diez millas de
distancia. Yo siempre utilicé
montículos de bloques de nieve, de
un metro de altura como mínimo. Los
hombres de Scott construyeron hitos
dobles en cada campamento
nocturno, y sencillos en cada lugar en
el que se detenían a comer. Sin
embargo, si se acerca una ventisca en
un momento poco oportuno, no hay
nadie capaz de encontrar un poste o
un hito a menos que se dé de bruces
contra él. En condiciones de tormenta
desaparecen todas las huellas,
incluso las más frescas, así que no
tiene mucho sentido dedicar el
tiempo necesario para instalar largas
filas de postes numerados. Quizá
parezca una idea tremendamente
eficiente, pero en la práctica suele
resultar una pérdida de tiempo y eso
no es algo que sobre en los viajes
con trineo en aquella zona.
Scott logró dar con todos sus
depósitos y jamás se quedó sin
víveres mientras las condiciones le
permitieron seguir avanzando. En dos
ocasiones durante el descenso del
glaciar Beardmore, Scott se encontró
en medio de zonas repletas de grietas
y en una ocasión, tuvo dificultades
para encontrar un depósito. Sin
embargo, acabó por encontrarlo sin
la necesidad de dar la vuelta y
deshacer el camino recorrido. Por
otra parte en el glaciar Axel Heiberg,
mucho más corto y con una mayor
inclinación, Amundsen padeció una
desorientación severa en dos
ocasiones y en una, pasó de largo uno
de sus depósitos; más adelante tuvo
que enviar a dos de sus hombres de
regreso, para que recuperaran los
víveres. Por muy bien que una
expedición señalice sus depósitos
durante el viaje de ida, no hay forma
de eliminar las preocupaciones
durante el regreso por terreno
peligroso, ya que la muerte acecha a
cualquier equipo que no encuentre
uno de sus depósitos.
El 29 de enero, uno de los
esquís de Wilson se quedó
enganchado en un surco y el
expedicionario sufrió magulladuras
en una pierna, cerca del depósito en
el que habían visto por última vez al
equipo de Teddy Evans. Con una
pierna hinchada y adolorida, Wilson
tuvo que seguir sin los esquís y se los
prestó a Bowers, tal como habían
hecho unos días antes. Bowers pudo
recoger sus propios esquís del
depósito el último día de enero.
Aquel día había mucho sastrugi muy
profundo y tanto Oates como Evans
prefirieron avanzar sin esquís. Scott
fue el único que logró esquiar todo el
día y sin embargo el grupo logró
recorrer una distancia de veintidós
millas. Asimismo, en 1993, logramos
algunos de nuestros días más
productivos avanzando a pie, sin
esquís, aunque ambos teníamos
mucha experiencia como
esquiadores. Esto desmonta el
argumento de muchos de los críticos
de Scott, que han sugerido que la
falta de entrenamiento en los esquís
era una de las causas de su tragedia,
así como el hecho de que Bowers
tuvo que caminar y retrasó a los
demás.
En la tienda de campaña,
Wilson siguió con sus cuidados
médicos de los demás
expedicionarios. «Los dedos de los
pies de Titus están ennegreciendo —
comentó—, mientras que su nariz y
sus mejillas tienen un tono
amarillento. Cada dos días unto los
dedos de Evans con vaselina
bórica... Aún desprenden un olor
dulce.» Se refería a la ausencia del
característico olor a podrido que
desprende la carne gangrenada.
Durante un viaje ártico en los años
ochenta, me despertó una mañana
Mike Stroud y me informó de que
debía llegar a un hospital cuanto
antes, ya que la tienda de campaña
olía a gangrena. Tenía razón y al
cabo de una semana, de regreso en
Europa, me injertaron piel del muslo
para reponer la carne dañada de mi
pie congelado.
Las manos de Mike padecieron
un proceso parecido a las de Taff
Evans, una semana después de partir
del polo en 1993 y tras observar el
sufrimiento de mi compañero,
comprendo perfectamente el mal
humor de Evans. «Las manos de
Mike se han deteriorado —escribí en
aquella ocasión—, tras los
problemas que sufrió con los guantes,
antes de llegar al polo... Tres de las
ampollas principales en sus dedos
han reventado y al caerse la piel
muerta, ha quedado expuesta la carne
viva, como si se tratara de salchichas
rojas. Ha seguido ocupándose de
preparar la cena y ha rechazado
todas mis ofertas de ayuda... Al
parecer, lo que más le duele es
quitarse los guantes, ya que siempre
se pega alguna fibra de la lana a la
carne viva de sus dedos.»
A medida que los británicos se
acercaban al depósito de los tres
grados durante los últimos días de
enero de 1912, a 180 millas del polo,
Amundsen llegaba a su base en la
bahía de las Ballenas. Ante el temor
de que Scott se le hubiera
adelantado, el noruego zarpó
enseguida a bordo del Fram rumbo al
norte, para llegar a una estación de
telegramas y ser el primero en
informar al mundo de su triunfo.
Durante el resto de sus días guardó
sus distancias con los demás y se
convirtió en un hombre amargado,
con una necesidad constante de
lograr nuevos triunfos. Incluso llegó
a enemistarse con su hermano León,
quien siempre fue su mejor amigo y
su más fiel partidario, hasta que se
enfrentaron en una prolongada y
acérrima disputa legal. Jamás
perdonó a Hjalmar Johansen el
conato de rebelión que había
protagonizado en su contra durante el
viaje a la Antártida y aprovechó
cualquier ocasión para humillarle.
Por otra parte, Scott no tenía forma
de saber si los noruegos habían
llegado de regreso a su base o si
habían fallecido durante el viaje.
Tras su llegada al polo, los
británicos no podían tener la certeza
de que los noruegos sobrevivirían
durante el viaje de regreso, ni de que
ellos mismos llegarían con vida al
cabo Evans. A pesar de la pierna de
Wilson, de una lesión posterior en el
hombro de Scott y de las dolencias
de Oates y Evans, el grupo logró
avanzar a un ritmo excepcional
durante los primeros días de febrero.
El 4 de febrero llegaron a la orilla de
la meseta y vislumbraron los puntos
negros de las rocas, que marcaban el
inicio del glaciar Beardmore. Tras
siete semanas de no ver más que
hielo, la imagen de formaciones
rocosas les alegró sobremanera la
vista. «Fue como el inicio de una
escala en tierra —explicó Scott—,
tras una travesía marítima.»
«Desde nuestra llegada al
depósito anterior —comentó a su vez
Wilson—, hemos tenido un aumento
de las raciones que nos ha sido muy
grato. Sin embargo, los dedos de
Evans siguen supurando y su nariz
está en muy mal estado, con un
aspecto atroz.» Progresaron a buen
ritmo hasta el 5 de febrero, y para
esa fecha habían descendido ya un
tercio del glaciar. A continuación, se
redujo a la mitad la distancia media
que recorrían por día y Scott
comentó que Evans se estaba
quedando sin fuerzas. Después de
dedicar tres días a sortear los
campos de grietas de los bastiones
meridionales del Beardmore,
alcanzaron el depósito superior del
glaciar. Ahí se encontraron con una
nota de Teddy Evans, que había
logrado encontrar el depósito sin
problemas y casi al mismo buen
ritmo que ellos. El maestro de las
raciones, Bowers, se molestó al
comprobar que les faltaba un día de
raciones de pan bizcochado.
Los geólogos ausentes habían
encargado a Wilson que recogiera
una serie de rocas y fósiles del
Beardmore y éste anhelaba organizar
alguna salida, para recoger muestras.
El 8 de febrero envió a Bowers a que
recogiera muestras de roca dolerita
de una formación próxima y el día 9,
todos excepto Evans salieron de su
campamento, instalado bajo el monte
Buckley, para recolectar más
muestras. Durante unas horas,
disfrutaron de la calidez poco
habitual de un día sin viento. «Hay
vetas de carbón a todas las alturas de
los acantilados de arenisca —
escribió Wilson—, además de piezas
de carbón envejecidas con restos
fósiles de plantas... hemos
encontrado cosas magníficas en muy
poco tiempo.» «Ha sido de lo más
interesante —escribió Scott—.
Wilson, con su buena vista, ha
encontrado restos vegetales en varias
muestras... La última ha sido una
pieza de carbón con unas marcas
hermosas de hojas, además de los
restos visibles de sus tallos, que
incluso reflejan su estructura
celular.»
A pesar del breve descanso, que
en opinión de Scott favorecería a
Evans, el grupo logró avanzar un
poco durante cada día que pasaron en
el glaciar. El 10 de febrero sólo les
quedaban raciones suficientes para
dos días y debían encontrar el
depósito siguiente en menos de tres
jornadas de viaje. No esperaban
tener ningún problema en
encontrarlo, ya que lo habían
instalado en el punto de encuentro
entre tres riscos prominentes.
Salieron del campamento de
descanso rumbo a los picos
imponentes del Cloudmaker, pero a
unas veinticinco millas del depósito
de víveres, los instintos del Scott
como navegador le fallaron y los
británicos iniciaron un descenso a
los infiernos del hielo. Gracias a los
extractos del diario de Scott y a las
anotaciones realizadas por los demás
expedicionarios, podemos revivir
aquel paso por un laberinto digno del
mismo demonio.
«Aún conservamos comida
suficiente para dos días —escribió
Scott la noche del 10 de febrero—.
Si el tiempo no mejora mañana,
habrá que avanzar a ciegas o reducir
las raciones.» En realidad, según
Cherry-Garrard aquellos dos o tres
días fueron el único período de su
estancia en la meseta y el glaciar en
que el grupo de Scott no disfrutó de
raciones completas.
A estas alturas de nuestra
expedición de 1993, Mike y yo
estábamos tan desnutridos como
Scott y los suyos, pero nos habíamos
visto obligados a reducir las
raciones a la mitad para extender
nuestra autonomía. No cabe duda de
que Scott podría haber hecho lo
mismo, de modo que quizá su
situación durante aquellos dos días
no fue tan terrible (e irresponsable)
como podría parecer.
Una vez más, el crítico más
acérrimo de Scott fue él mismo:
«Este ha sido el peor día de todo el
viaje —escribió el 11 de febrero—,
y en gran medida ha sido por culpa
nuestra.» Se refería a las dificultades
a las que se había enfrentado el
equipo para sortear un peligroso
campo de grietas. Como navegador,
no cabe duda de que él era
responsable de cualquier ruta que les
llevara a una situación de peligro.
Sin embargo, en esta misma zona el
mejor escalador del mundo cometió
errores mucho más graves. El gran
alpinista italiano de los años setenta
y ochenta, Reinhold Messner, era un
maestro de la navegación a través de
los campos de hielo más peligrosos
del mundo. Tras su enfrentamiento
con el campo del Cloudmaker en la
década de los noventa, escribió las
siguientes apreciaciones: «Miras a tu
alrededor y sólo ves grietas. En una
superficie de varios kilómetros
cuadrados, no se ve más que los
relieves del hielo del glaciar en
todas direcciones y no se ve el
camino de salida. Me enojé por
culpa de una descripción inexacta de
ruta que me habían proporcionado.
Tras unos quinientos metros, creí
haber encontrado una ruta segura y
avanzamos con dificultades hacia la
izquierda. Como ciegos, nos
habíamos plantado en medio de los
hoyos y los abismos, en un laberinto
de torres heladas y grietas que
medían más de doscientos metros de
profundidad».
«En algunas ocasiones —anotó
Scott—, parecía imposible encontrar
un camino de salida de aquel confuso
paisaje. La superficie irregular y
repleta de grietas conducía a tramos
con abismos enormes e imposibles
de cruzar.» Como Scott, Messner
también pasó cerca del Cloudmaker:
«Tenemos que recorrer dos millas
para avanzar cada milla hacia el
norte —escribió—. No tenemos la
menor vista de la ruta desde arriba.
Tratamos de acercarnos al centro del
Beardmore por las corrientes
laterales. Pasamos tres horas en el
hielo sólido con nuestros crampones,
para llegar a una enorme catarata de
hielo que no está marcada en ninguno
de los mapas. Estamos atrapados.
Deshacemos el camino andado. En
algunos lugares, las grietas son tan
enormes que cabría una iglesia entera
en su interior». Messner había visto
fotografías aéreas del Beardmore.
Tenía los mejores mapas disponibles
de las zonas de peligro y aun así, él y
su compañero alemán Arved Fuchs,
el principal explorador polar de su
país, se embrollaron en unos campos
de grietas que no dejan de
transformarse constantemente. Como
es lógico, Scott no tenía ningún mapa
de la zona y se mostraba demasiado
severo consigo mismo al declarar
que «en gran medida ha sido por
culpa nuestra».
En el año 1981, durante el
primer descenso documentado del
glaciar Scott, que se encuentra al este
del Axel Heiberg, perdí el mapa y
comprobé las dificultades reales que
suponía buscar una ruta en un campo
de hielo desconocido.
Tras doce horas de pesadilla,
Scott logró encontrar un camino de
salida. «Ha sido una prueba de
nuestra resistencia y de nuestra forma
física, tras una cena frugal —escribió
—. La hemos superado con éxito.» El
12 de febrero les animó encontrar
huellas de su camino de ida, pero a
continuación... «Un error fatal nos
llevó a desviarnos hacia la izquierda
y nos condujo a un laberinto
espantoso de hoyos y grietas. A
partir de entonces, la división de
opiniones nos llevó a avanzar de
forma errática y a las nueve de la
noche, llegamos al lugar más
espantoso de todos... Decidimos
instalar el campamento; tras una cena
muy escasa, sólo nos queda comida
suficiente para un día de camino. Hay
que llegar mañana... Ruego a Dios
que el tiempo nos acompañe.» De
encontrarme yo en aquella situación,
habría reducido las raciones a la
mitad. Es posible que Scott lo
hiciera.
El día siguiente, sin que se
hubiera despejado la niebla, por fin
llegaron al extremo norte del campo
de grietas y sin dejar de comprobar
su posición con la silueta apenas
visible del Cloudmaker, lograron dar
con el depósito y los víveres. Una
nota dejada por Teddy Evans daba a
entender que a ellos también les
había costado encontrar el camino en
la zona del Cloudmaker. Scott se
prometió a sí mismo que en adelante,
controlaría más las raciones y
conservaría una reserva para
emergencias como aquélla. «Bowers
tiene un ataque grave de ceguera
provocada por la nieve —añadió,
sobre el estado de sus compañeros
—, y Wilson también está en mal
estado. A Evans no le quedan fuerzas
para ayudar con las labores del
campamento.»
De los comentarios de Scott
durante el tiempo en que estuvieron
perdidos entre las grietas, el que más
interesante me parece es el de «la
división de opiniones nos llevó a
avanzar de forma errática». Tras
muchos años de navegar en zonas
difíciles y peligrosas, yo decidí no
pedir la opinión de los demás. Quizá
parezca una actitud dogmática,
arrogante o ambas cosas, pero
confiaba plenamente en mi habilidad
como navegante y poco en la de los
demás. Asimismo, la indecisión
democrática puede conducir a
errores letales. Bowers, el principal
navegador de Scott, había ofrecido
una opinión sobre el capitán un mes
antes, durante el ascenso del glaciar
Beardmore: «Scott es un maestro en
la selección de rutas y gracias a él,
hemos evitado muchas dificultades y
situaciones peligrosas... Evita las
orillas del glaciar y se mantiene
alejado de la nieve. A menudo se
dirige directamente hacia un caos
aparente, pero de algún modo, en el
momento en que parecíamos estar en
un callejón sin salida, encontramos
una vía abierta».
Estas palabras de alabanza a la
habilidad de Scott como navegador
correspondían al ascenso del
Beardmore, pero el descenso fue muy
diferente, tal como apreciamos en el
tono del diario de Wilson durante los
días de división de opiniones. «Nos
metimos de lleno en un campo de
hielo y vagamos por él sin rumbo
durante horas y horas... Deberíamos
haber pasado al oeste del gran
cerro... Nos habríamos ahorrado
todos los problemas del día de hoy.»
Más adelante escribió otra
valoración crítica: «De nuevo hemos
pasado la mañana tratando de buscar
atajos. Hemos acabado entre grandes
grietas». Si Wilson hubiera tratado
de poner en práctica las ideas que
proponía, se habría dado cuenta de
que las cosas no eran tan sencillas
como le parecían a él. «Una de las
grandes dificultades del Beardmore
—escribió Cherry-Garrard— es que
al ascender el glaciar se veían
claramente los campos de hielo y se
podían esquivar, pero al descender
no había forma de determinar su
posición hasta encontrarse en medio
de una zona de grietas y entonces, era
casi imposible decidir si era
preferible girar a la izquierda o a la
derecha para dar con la salida.» El
amigo de Shackleton Frank Wild
también había escrito su opinión
sobre los campos de hielo del glaciar
Beardmore: «Eran lugares terribles,
con el mismo aspecto que un mar
embravecido».
Tras su salida de los campos de
hielo del Cloudmaker el 13 de
febrero de 1912 y al acercarse a las
montañas a la orilla del glaciar,
Wilson dedicó una hora a recoger
rocas, mientras los demás se
adelantaban hasta el siguiente punto
de acampada. Encontró muestras con
restos fósiles de plantas que parecían
helechos, y en total, Wilson y
Bowers recogieron unos dieciséis
kilos de muestras, que tendrían que
transportar más de 400 millas en el
trineo.
Shackleton había hecho lo
mismo durante su estancia en el
glaciar, tres años antes, pero a la luz
del terrible destino que le esperaba
al grupo, ¿fue sensato dedicar una
energía y unas horas valiosas a
recolectar y transportar el peso
adicional de las rocas? Si el coste
humano fue importante, no lo fue
menos en valor científico de las
piedras en cuestión. Uno de los
fósiles vegetales de Wilson resultó
ser el de una planta llamada
glossopteris, característica del gran
continente del hemisferio sur. Para
los geólogos, aquella muestra fue la
primera evidencia de que unos 250
millones de años antes, la Antártida
había formado parte del antiguo
supercontinente de Gondwana,
durante la era permiana. Si el peso
adicional de los dieciséis kilos de
rocas, incluido aquel fósil
trascendental, hubiera afectado
gravemente las posibilidades de
Scott de sobrevivir, cabría
preguntarse si mereció la pena
llevarlas. Por principio, siempre es
mejor eliminar cualquier peso
superfluo de la carga del trineo, pero
una diferencia de dieciséis kilos con
la tracción de tres o cuatro hombres
no supone una cuestión de vida o
muerte.
El 16 de febrero, los hombres
de Scott se desplazaban lentamente
bajo el manto de una espesa niebla,
pero se encontraban cerca del último
depósito de víveres en el
Beardmore: el depósito inferior del
glaciar. «Taff Evans se desplomó —
explicó Wilson—. Estaba mareado e
indispuesto, incapaz de caminar o de
esquiar junto al trineo, así que
montamos el campamento.» Oates
ofreció una visión más crítica del
incidente. «Es increíble lo de Evans
—escribió—. Ha perdido las agallas
y se porta como una vieja, o peor.
Está agotado por el trabajo realizado
y no sé cómo piensa recorrer las más
de cuatrocientas millas que aún nos
faltan por recorrer. Nos será
completamente imposible cargar con
él en el trineo.» «Creemos que Evans
se ha derrumbado del todo, incluso
mentalmente —escribió a su vez
Scott—. Su habitual personalidad
independiente ha sufrido una
transformación radical... Quizá todo
salga bien si logramos alcanzar el
depósito temprano mañana, pero es
muy angustiante avanzar con un
hombre enfermo.»
Con comida suficiente para un
día de marcha y diez millas de
distancia hasta el siguiente depósito,
Scott no podía permitirse más
retrasos. Permitieron a Evans que
dejara de abrir camino y que siguiera
el rastro del trineo, aunque se
atrasaba cada vez más respecto a los
demás. A Evans le costaba ajustar
sus fijaciones con los dedos
ensangrentados, vendados e
hipersensibles. La dificultad era
comprensible, pero cada vez que se
retrasaba para tratar de ajustar las
fijaciones, debió de sentirse más
frustrado, impotente y desesperado.
Cuando llegaron al siguiente punto de
acampada, no había señales de Evans
y los demás regresaron para
buscarle. «Le encontramos de
rodillas en la nieve —escribió Oates
—, en un estado lamentable. Era
incapaz de caminar y los otros fueron
esquiando a buscar el trineo vacío; le
llevamos a la tienda, donde falleció a
las doce y media de la noche.» «Fui
el primero en alcanzar al pobre
hombre —explicó Scott—, y me
espeluznó su aspecto: estaba de
rodillas, con la ropa completamente
desaliñada, las manos congeladas,
sin guantes y una mirada desquiciada.
Cuando le pregunté qué le pasaba,
respondió en un tono lento que no lo
sabía... Daba muestras de haber
sufrido un desplome total... Estaba
prácticamente fuera de sí y cuando
llegamos a la tienda se había
quedado sin sentido. El momento de
su muerte fue tranquilo... Es terrible
perder así a un compañero, aunque al
analizarlo fríamente parece evidente
que fue el mejor fin posible para una
semana que estuvo repleta de una
angustia atroz... Qué trance tan
terrible suponía tener que cuidar de
un hombre enfermo a tanta distancia
de casa.»
Dejaron a Taff Evans en el
hielo. Ninguno de los diarios
menciona detalle alguno de su
sepultura, pero cualquier retraso al
aire libre sin el calor que
proporcionaba el ejercicio constante
les habría llevado a la congelación.
O se tira del trineo o se monta la
tienda como refugio, pero lo que no
se puede hacer es entretenerse en
enterrar un cuerpo que no tardará en
quedar sepultado por la nieve de las
ventiscas. Sin embargo, Scott era
muy escrupuloso con los ritos
religiosos y tanto Bowers como
Wilson tenían profundas
convicciones religiosas. Sin duda
pronunciaron oraciones junto al
cuerpo de Taff Evans, pero cada
minuto de inactividad les acercaba
más a la congelación.
Unas horas más tarde,
encontraron el depósito sin
problemas. El día siguiente pasaron
junto a la puerta de entrada al glaciar
y lograron cruzar la gran grieta sin
problemas, gracias a la buena
visibilidad. En Shambles Camp, el
campamento del matadero, donde
habían sacrificado a los últimos
cinco ponis, recuperaron tanta carne
como encontraron y prepararon unas
raciones de inmediato; la comida les
proporcionó mucha más energía de la
que habían tenido durante días.
Todos se preguntaban cómo
había fallecido Evans, el más fuerte
de los expedicionarios, tan deprisa y
sin motivo aparente. Los
historiadores y los investigadores
médicos se han hecho esa misma
pregunta desde entonces. Tanto Scott
como Wilson, que observó de cerca
el deterioro de Evans, opinaban que
el fallecimiento tuvo algo que ver
con una caída grave que había
sufrido dos semanas antes de morir.
En sus diarios, ambos comentaron
que había caído dos veces a una
grieta en un solo día; en la primera
ocasión cayó hasta la cintura y
difícilmente se pudo haber lastimado
la cabeza, pero en la segunda era
posible que se hubiera golpeado con
fuerza en la cabeza y hubiera
padecido una conmoción cerebral,
además de aquel debilitamiento de
carácter tan sorprendente e impropio
de él. Ambos opinaban que quizá
había sufrido un derrame cerebral.
El problema de esta teoría es
que no tenemos constancia de que
Evans padeciera una herida en la
cabeza. «Wilson opina que es
prácticamente seguro que sufrió
daños cerebrales durante una caída»,
comentó Scott. Esto daría a entender
que Evans sufrió una caída que no
presenciaron los demás. Sin
embargo, en aquella comunidad
todos se agolpaban alrededor del
trineo y no era probable que uno
cayera sin que los demás se
percataran. La única referencia
directa es una nota a pie de página en
la edición del diario de Scott editada
después de su muerte, que achaca el
estado mental de Evans a «una
conmoción provocada por la caída
de la mañana». Sin embargo, esto
parece ser fruto de la imaginación
del editor. Si Evans padeció un caso
de edema cerebral, una dolencia
desconocida en aquella época, no
tuvo que sufrir una caída o un golpe
en la cabeza, ni habría mejorado
necesariamente al descender al nivel
del mar. El experto nutricionista y
doctor A. F. Rogers realizó estudios
exhaustivos de las circunstancias que
rodearon la muerte de Evans: «El
régimen alimenticio de los
expedicionarios finales de Scott —
concluyó el doctor Rogers— era
deficiente en calorías y en vitaminas.
No contenía vitamina C en absoluto...
Es probable que el motivo del
fallecimiento del suboficial de la
Armada británica Edgar Evans fuera
una pequeña herida en la cabeza, que
no fue lo bastante importante como
para provocar una conmoción
cerebral, pero que causó una
hemorragia subdural en un paciente
con escorbuto y que al cabo de
quince días provocó un segundo
derrame cerebral que resultó fatal».
En 1986 el canadiense R. C. Falckh,
otro investigador médico, propuso la
teoría de que Evans hubiera fallecido
por culpa de un caso de ántrax
contagiado por los ponis durante el
invierno.
Taff Evans era suboficial pero
nunca tuvo dificultades en
relacionarse con sus oficiales de
mayor graduación, ya fueran Scott y
Bowers o científicos como
Debenham. Era un tipo jovial y
seguro de sí mismo, un extrovertido
con un extenso repertorio de
anécdotas. Había compartido tienda
de campaña con los científicos y
saco de dormir con Scott en
numerosas ocasiones. Por
consiguiente es aventurado suponer,
como lo han hecho algunos críticos,
que se sentía solo y aislado entre
gente de una clase social superior a
la suya y que esto contribuyó a
acelerar su deterioro físico.
Es posible que el no haber sido
los primeros en alcanzar el polo le
pesara a él más que a los demás,
incluso más que a Scott, ya que desde
el punto de vista financiero, su futuro
dependía mucho más que el de los
demás de obtener una buena dosis de
fama y reconocimiento, por lo menos
en su País de Gales natal. Es posible
que esto contribuyera a su depresión
y a su falta de aguante, pero Evans
era por naturaleza un tipo
extrovertido y jovial, así que parece
poco probable. Asimismo, una
anotación de Scott en su diario el 23
de enero sugiere que el desánimo de
Taff era anterior a la llegada al polo
y databa del día en que sufrió un
corte en una mano. «Evans no ha
estado muy contento desde el
accidente», escribió Scott. Sé muy
bien que incluso las heridas más
insignificantes pueden llenar de
dolor cada minuto de una expedición
polar y que los nudillos cortados de
Evans debieron afectar su estado de
ánimo, máxime teniendo en cuenta
que a él le correspondían las labores
de estibar el trineo y montar la
tienda, tareas que requieren una
manipulación cuidadosa que a
menudo sólo es posible sin guantes
exteriores, a pesar del frío.
Como médico, nutricionista y
conductor de trineos, en mi opinión
el experto más cualificado para
ofrecer una opinión acertada
respecto al fallecimiento de Evans es
el doctor Mike Stroud, que ahora es
catedrático en el respetado instituto
de nutrición de la Universidad de
Southampton. Stroud ha escrito
artículos académicos sobre temas tan
relevantes al caso como «el gasto de
energía durante largos períodos de
ejercicios de desgaste, con un
consumo calórico insuficiente». Él
mismo ha estado a punto de fallecer
en dos ocasiones, por culpa de la
hipotermia y la hipoglucemia. En el
año 2003 me escribió una nota sobre
el caso:

Por su misma naturaleza, los


motivos de la muerte de Evans
siempre serán especulativos. El
problema radica en que jamás
podremos cuantificar la
importancia respectiva de:
a) La deficiencia vitamínica:
escorbuto y otras dolencias.
b) La pérdida de peso
provocada por la inanición;
nuestros datos sugieren que debió
de perder una cantidad
considerable de peso.
c) La
hipoglucemia/hipotermia; ambas
son relevantes en el caso de Evans y
la combinación de pérdida de peso e
hipoglucemia habrían contribuido a
los factores ambientales.
d) Algún otro motivo, como una
posible lesión en la cabeza.

Un científico del equipo de


Scott, Raymond Priestley, expresó la
misma opinión que Cherry-Garrard y
declaró que los expedicionarios
habían contado con comida suficiente
en todo momento, más allá de la
muerte de Evans. Priestley sostuvo
también que el contenido energético
de sus raciones bastaba para
continuar avanzando. A pesar de la
falta de vitamina C, que ahora
sabemos que no formaba parte de sus
raciones, no habían pasado tiempo
suficiente viajando sin consumirla
para padecer los síntomas
principales del escorbuto. «Wilson
conocía los síntomas del escorbuto
por experiencia personal —explicó
Priestley—, y además era un
científico observador y concienzudo.
Sin embargo, él no mencionó la
aparición de ningún síntoma de la
dolencia.» El escorbuto tarda por lo
menos tres meses en aparecer, pero
los hombres de Scott habían
consumido carne de pony poco
cocida, rica en vitamina C, dos
meses y medio antes de la muerte de
Evans.
Por otra parte, Teddy Evans
estuvo a punto de fallecer por culpa
del escorbuto durante su viaje de
regreso del polo, pero esto no
demuestra nada. Priestley también
estudió el caso de Teddy Evans, que
había pasado mucho más tiempo
tirando de su propio trineo que los
demás. «Teddy Evans no ofrece un
punto de comparación válido para
juzgar el estado de salud de sus
compañeros», escribió Priestley. A
fin de cuentas, había pasado por lo
menos un mes más que los otros
expedicionarios sin consumir
vitamina C.
Muchos críticos de Scott han
argüido que Taff Evans perdió más
energía que los demás porque era
más corpulento que los otros
expedicionarios. Incluso Cherry-
Garrard defendió esta teoría: «Era el
más alto —escribió Cherry-Garrard
—, el más corpulento y el que más
pesaba de todos lo expedicionarios.
En mi opinión, aquélla no era una
actividad idónea para hombres como
él, que no sólo tienen que transportar
su propio peso mientras tiran de un
trineo más grande y pesado que el de
sus compañeros, sino que deben
conformarse con la misma cantidad
de raciones que ellos. Si resulta ser
cierto, como parece probable, que
las raciones que consumían los
hombres no bastaban para reponer la
energía que utilizaban, parece
evidente que el más corpulento fue el
primero en sentir la carencia y el que
más se resintió de ella».
Mi propia opinión al respecto
se basa en los muchos meses que he
pasado tirando de un trineo, junto a
mi compañero el doctor Mike Stroud.
Yo soy mucho más alto y pesado que
Mike y en cambio, después de
noventa y cinco días de realizar
esfuerzos descomunales tirando de
nuestros trineos y consumiendo la
misma cantidad de calorías, yo perdí
mucha menos masa muscular que él
(cabe mencionar que el factor
decisivo para un expedicionario es la
masa muscular y no el peso
corporal). Mike Stroud comprobó
que yo había perdido 4,3 kilos de
músculo, comparados con los 6,5
kilos que había perdido él. Por
consiguiente, mi fuerza isométrica en
los músculos esenciales era mucho
mayor a la de Mike, aunque al inicio
del viaje él me llevaba ventaja.
Aunque me encantaría defender el
argumento de que gracias a mi
tamaño superior, debería comer
raciones más grandes, no puedo
demostrar que así sea. Uno de los
motivos de esta aparente
discrepancia es que tal como
determinó Mike Stroud con sus
investigaciones, un hombre pequeño
debe realizar un mayor esfuerzo que
un hombre corpulento, para
transportar una carga del mismo
peso. Esto también es cierto si ambos
hombres tiran del mismo trineo.
Durante los pasados noventa
años, el cuerpo de Taff Evans se
habrá desplazado varias millas hacia
la Gran Barrera y no es probable que
lo encontremos jamás. Sin embargo
si apareciera, es posible que la
ciencia Forense moderna pudiera
establecer la causa de su muerte. Se
esforzó hasta el final y Scott, que no
sabía nada de una lesión ni albergaba
la menor sospecha sobre su
deterioro, no pudo haber elegido a un
hombre más capaz de tirar de un
trineo.
Scott tenía motivos para
alegrarse del progreso logrado el día
después de la muerte de Evans. Esto
podrá sonar cruel desde una
perspectiva emocional, pero hay que
considerar que se trataba de cuatro
hombres que temían por sus vidas. Si
uno se convertía en un lastre para los
demás, las probabilidades de que
sobreviviera el grupo se reducían de
forma radical. En aquellas
circunstancias, la muerte de alguien
que llevaba tiempo sufriendo y que
de todos modos estaba condenado a
morir en cuestión de días debió de
ser un alivio. Cualquier otra reacción
habría sido hipócrita y Scott no
pecaba de hipocresía:
«La ausencia del pobre Evans
ha mejorado nuestras probabilidades
—escribió—, aunque es probable
que si hubiéramos contado con él en
plena forma, habríamos avanzado
más rápido aún.»
En un viaje como aquél, no
había lugar para los que no fueran
capaces de seguir el ritmo. Sus
posibilidades de sobrevivir
dependían de la capacidad de
avanzar a cierto paso y no lo
conseguirían si tenían que transportar
a alguien en trineo. Lo único que
podían hacer era esperar que Evans
fuera capaz de seguirles con sus
esquís, mientras los demás
transportaban su comida y sus
enseres. De haber sido Scott el
expedicionario más débil en aquella
ocasión, las normas habrían sido las
mismas. «Aprovecho la oportunidad
—explicó el propio Scott—, para
decir que hemos ayudado a nuestros
compañeros enfermos hasta el final...
En el caso de Edgar Evans, la
seguridad de los demás nos
impulsaba a abandonarle, pero la
Providencia se lo llevó en un
momento crítico.» El 18 de febrero
de 1912, en Shambles Camp, el
campamento del matadero, en la
Gran Barrera, desecharon el trineo
viejo y lo cambiaron por uno más
nuevo, que habían dejado en el
depósito de víveres. Lo cargaron con
los dieciséis kilos de piedras y con
carne de pony suficiente para ocho
días de camino, además de todas las
raciones que les quedaban, incluidas
las de Evans.
¿Cuáles eran sus posibilidades
de llegar, vistas la noche del 18 de
febrero desde Shambles Camp, el
campamento del matadero?
Habían sobrevivido a siete
semanas en las alturas de la meseta, y
al hacerlo, habían batido una
plusmarca y habían superado una
incógnita para los expedicionarios de
Scott. A continuación, habían
descendido el glaciar sin retrasos y
habían llegado a la Gran Barrera
antes del día previsto. «El trayecto
que les separaba del punto de
encuentro con los equipos de los
perros no era demasiado largo —
explicó más adelante Gran—.
Estaban muy cansados pero aún
gozaban de buena salud. En la
Barrera cabía esperar que las
temperaturas fueran más altas y que
quizá soplara un poco de brisa, que
les permitiría izar velas para
ayudarles a avanzar.» En
retrospectiva, el viaje inicial desde
el cabo Evans con los trineos
cargados, eliminando gradualmente
los ponis, había seguido el plan
previsto, así como el ascenso
desesperado por el glaciar hasta los
tres mil metros de altitud. Habían
dejado atrás el frío atroz, los vientos
constantes y el efecto debilitador de
la altitud, así como el terrible
laberinto de grietas de hielo del
Beardmore. De un viaje total de
1.600 millas, sólo les faltaba por
recorrer 400 millas con una carga
relativamente ligera. Gracias a la
carne de pony, que había mejorado
sus niveles de energía, y a las
abundantes raciones de las que
disponían para el resto del viaje,
tenían fundadas esperanzas de que lo
peor había pasado ya y que lograrían
regresar sanos y a salvo.
Cherry-Garrard, que conocía al
detalle los pormenores de la
expedición, ofreció el siguiente
resumen de la situación: «Acababan
de recoger comida suficiente para
cinco hombres durante una semana;
entre el glaciar Beardmore y el
Depósito de Una Tonelada,
disponían de otros tres depósitos
como aquél, cada uno con comida
suficiente para cinco hombres
durante una semana, pero ellos sólo
eran cuatro». Sólo les separaban 240
millas del Depósito de Una Tonelada
y para recorrer aquella distancia,
disponían de comida suficiente para
cuatro semanas. Bastaba con recorrer
un promedio de 8,6 millas por día, a
raciones completas, aunque podían
extender su autonomía si
conservaban las raciones de Evans.
En la superficie plana de la Gran
Barrera, a nivel de mar y con un
trineo poco cargado, 8,6 millas
diarias era menos que las quince
millas por día que habían avanzado
en la meseta y en la parte superior
del glaciar. También era menos que
el promedio alcanzado por los tres
hombres del equipo de Teddy Evans,
durante su viaje de regreso por la
Gran Barrera, a pesar de que ellos
habían tenido que cargar con Evans
en el trineo durante seis días.
Scott había desarrollado sus
planes contando con un viaje de 144
días, y de momento sólo llevaban
112 días. Si querían seguir el
programa sin retraso, contaban con
treinta y dos días para recorrer las
348 millas náuticas que les
separaban del cabo Evans, sin contar
con la posibilidad de que el equipo
de los perros les echara una mano.
Según estas cifras y para seguir el
plan de Scott, tendrían que recorrer
un promedio de 10,9 millas por día
durante los treinta y dos días que
faltaban, mucho menos que el
promedio alcanzado hasta entonces.
Los cuatro hombres tenían unas
cuatrocientas millas de la Gran
Barrera por delante y al calcular la
cantidad de comida que les quedaba,
el tiempo y la distancia que les
faltaba, el viaje parecía
completamente realizable. Tenían la
supervivencia al alcance de la mano.
17
La mayor marcha de la
historia
El 19 de febrero de 1912,
mientras los hombres de Scott se
disponían a cruzar la Gran Barrera,
Tom Crean llegó a Hut Point. Ahí se
encontraba Atkinson, que escuchó
con preocupación creciente el relato
de Crean. Tras un descenso ágil y
emocionante del glaciar Beardmore,
con las grandes habilidades de
Teddy Evans como navegador, él y
Bill Lashly empezaron a comprobar
con inquietud el rápido deterioro de
su compañero, probablemente por
culpa del escorbuto. Después del
Depósito de Una Tonelada, habían
cargado con el teniente de navio,
aparentemente moribundo, en el
trineo durante seis días. Habían
llegado hasta Córner Camp, donde
Lashly permaneció con él mientras
Crean recorrió solo las treinta y
cinco millas que le separaban de Hut
Point, en un alarde de fuerza y
habilidad. Atkinson y Gerof
acudieron al rescate de Evans y le
llevaron de regreso a Hut Point,
donde Atkinson cuidó de él hasta que
se fue recuperando.
Cuando los habitantes del cabo
Evans se enteraron de las noticias de
Crean, enseguida surgieron las
preguntas: ¿Qué había sido de
Amundsen? Los hombres de Evans
no habían visto señal alguna de los
noruegos antes de dar la vuelta en la
meseta. Esto era una gran noticia. ¿Y
qué había de Scott? Había llevado a
cuatro, en vez de a cinco hombres en
su expedición al polo, con raciones
abundantes para los expedicionarios.
Crean opinaba que no tendrían
problema en alcanzar el polo, ya que
todos los hombres eran fuertes y
estaban en forma.
La primera reacción de Gran al
enterarse de lo bien que se habían
adaptado todos a los esquís fue de
alegría: «¡Se han llevado los esquís
al polo! ¡Viva!». Sin embargo,
cuando comprobó el estado en el que
se encontraba Teddy Evans y, en
menor medida Crean y Lashly,
decayó un poco su ánimo. «Por lo
que oí —escribió Gran—, tuve claro
que las posibilidades de nuestros
cinco expedicionarios polares no son
tan halagüeñas como se imaginaron
la mayoría de los expedicionarios. El
terrible viaje de regreso de Evans
pudo servir como aviso de lo que
padecerían Scott y los suyos.»

En febrero de 1911, al
establecerse la expedición por
primera vez en el cabo Evans, Scott
había enviado en el barco a Víctor
Campbell y a cinco hombres, a que
exploraran otra zona. Tras el
encuentro fortuito con los noruegos
en la bahía de las Ballenas y el
regreso al estrecho de McMurdo, el
barco les había desembarcado en el
cabo Adare. Diez meses más tarde,
en diciembre de 1911, el Terra Nova
les recogió de nuevo y los
desembarcó en otro punto de la
costa, para que siguieran con sus
estudios geológicos. Esperaban que
el barco les recogiera en cuestión de
un par de meses. Después del
desembarco de Campbell y los
suyos, el Terra Nova trató de recoger
a otro grupo de geólogos en la orilla
occidental del estrecho de McMurdo.
El hielo marino impidió el encuentro
y el grupo en cuestión, formado por
Taylor, Debenham, Gran y Forde,
tuvo que dirigirse por tierra hacia el
cabo Evans.
A finales de febrero de 1912, el
Terra Nova recogió a un Teddy
Evans gravemente enfermo en Hut
Point, junto con ocho hombres del
cabo Evans que preferían dejar la
expedición en vez de pasar otro
invierno en la Antártida. Asimismo,
el Terra Nova desembarcó ocho
muías y algunos perros que había
encargado Scott para un segundo
intento de alcanzar el polo, por si
resultaba ser necesario. Los hombres
que abandonaron la expedición
fueron George Simpson, Herbert
Ponting, Griffith Taylor, Raymond
Priestley, el maquinista Bernard Day,
Robert Forde, el cocinero Thomas
Clissold, Omelchenko y Cecil
Meares.
Los críticos de Scott suelen
alegar que Meares se despidió de la
expedición un año antes de lo
previsto porque se sentía ofendido
por el capitán, que le había obligado
a llegar hasta el glaciar con sus
perros, más allá de lo acordado
inicialmente. Sin embargo, todos los
documentos indican que Meares tuvo
que regresar a Inglaterra para
ocuparse de los asuntos de su amado
padre, que había fallecido de forma
inesperada.
A su regreso al cabo Evans del
Beardmore, junto a Cherry-Garrard,
Wright y Keohane, Atkinson tenía la
intención de volver al sur el 20 de
febrero con Gerof y sus perros, para
ayudar a Scott. Sin embargo el 19 de
febrero, tras la llegada de Crean,
Atkinson tuvo que recurrir a los
perros para ir a buscar al moribundo
Teddy Evans. Atkinson era el único
médico presente y decidió
permanecer junto a Evans.
Al igual que un oficial del
ejército dando instrucciones a sus
hombres antes de una misión,
cualquier jefe de expedición sensato
contará con la posibilidad de
cambiar sus planes originales, para
adaptarse a los cambios de
circunstancias. Scott dio sobradas
muestras de su flexibilidad; a medida
que avanzaba la expedición polar y
algunas etapas sucedían más lentas o
rápidas de lo esperado, el capitán
actualizaba sus instrucciones a los
sucesivos grupos que regresaban a la
base. Sin duda, esperaba que los
equipos con perros obedecerían las
últimas órdenes emitidas, junto con
Teddy Evans. Estas instrucciones,
entregadas a Atkinson sin
contratiempos por Teddy Evans,
indicaban que los perros debían
llegar hasta los 82° o los 83° sur
bajo las órdenes de Meares o de
Atkinson, más allá del depósito del
monte Hooper. De haberse llevado a
cabo estas órdenes nítidas y sensatas,
el grupo de Scott se habría podido
reunir con los perros a principios o
mediados de marzo, a los pies del
monte Hooper.
Tras la marcha de Meares, el
doctor Atkinson se concentró en
tratar de salvar a Teddy Evans y lo
logró. La tarea de llevar a los perros
a reunirse con Scott en la Gran
Barrera recayó sobre Charles
Wright, que tenía experiencia como
conductor de perros y era un buen
navegante. Sin embargo, Simpson
insistió en que al ausentarse él de la
expedición, Wright debía ocuparse
del complejo programa
meteorológico de la expedición. El
único otro candidato disponible para
acompañar a Gerof para reunirse con
Scott en la Gran Barrera era Cherry-
Garrard, cuya habilidad como
conductor de perros y navegador era
limitada. Desgraciadamente, ninguno
de los expedicionarios en el cabo
Evans se imaginaba cuánto estaba
afectando el frío la marcha de Scott y
los suyos.
¿Debieron haber reaccionado
ante el mal estado de Teddy Evans,
tal como sugirió más adelante Gran,
y haber organizado una misión de
rescate? Atkinson conocía bien los
síntomas del escorbuto. Comprobó
que ni Lashly ni Crean mostraban
síntoma alguno y sabía que al igual
que Scott, ellos habían consumido
más carne de foca que Evans. Era
evidente que Teddy Evans era un
caso único de escorbuto, debido al
esfuerzo adicional que había
realizado con su trineo antes del
viaje polar.
Si querían utilizar activamente a
los perros en plena Gran Barrera,
necesitarían víveres adicionales en
el Depósito de Una Tonelada. Scott
había encargado originalmente a
Meares que reabasteciera el
depósito, pero al regresar al cabo
Evans más tarde de lo esperado y al
zarpar después en el Terra Nova,
Meares no había cumplido la misión.
El 25 de febrero de 1912, Cherry-
Garrard y Gerof salieron de Hut
Point con una carga completa de
comida para perros, víveres
suficientes para ellos durante
veintisiete días y para el equipo de
Scott durante otras dos semanas.
El Terra Nova tenía que zarpar
de la Antártida a principios de
marzo. Tras varios intentos, el hielo
marino no le permitió recoger al
pequeño grupo de Campbell, que se
vería obligado a sobrevivir en una
cueva de hielo durante un año,
alimentándose de carne de foca. En
la isla de Ross, once hombres bajo
las órdenes del nuevo jefe, Atkinson,
esperaban ansiosos el regreso de la
Gran Barrera de Cherry-Garrard,
Gerof y los hombres de Scott. Según
todos los datos de los que disponían,
Scott aún seguía el calendario
previsto de 144 días. Si el grupo de
Scott, que había salido de Shambles
Camp el 19 de febrero, lograba
mantener un promedio de trece millas
por día (menos de lo alcanzado en
las alturas de la meseta) durante las
240 millas que les separaba del
Depósito de Una Tonelada, se
reunirían ahí con Cherry-Garrard
entre el 3 y el 10 de marzo.

El primer día de viaje no fue


muy prometedor para los hombres de
Scott. Las condiciones de la
superficie no eran buenas, pero el
capitán se consoló al anotar en su
diario que la corta distancia
recorrida aquel día, de sólo cuatro
millas y media, se debía a un retraso
en la salida y a la nieve acumulada
en la orilla de la Gran Barrera.
«Francamente —escribió—, espero
que se deba a que en esta zona
cercana a la costa no sopla el viento
y que a medida que avancemos por la
Barrera, las condiciones cambiarán.»
Sin embargo, al día siguiente sólo
avanzaron siete millas y Scott reflejó
la preocupación en su diario: «Nos
hemos enfrentado a la misma
superficie atroz... El trineo y nuestros
esquís dejan surcos profundos, que
vemos a nuestras espaldas durante
millas». La noche del 20 de febrero
instalaron su campamento, en el
mismo lugar en el que se habían
refugiado de la ventisca húmeda que
tanto retraso había provocado
durante el viaje de ida. Ahí buscaron
sin éxito más restos de carne de
pony. «Progresamos a un ritmo
terriblemente lento —escribió Scott
—, pero esperamos que las
condiciones mejoren a medida que
avancemos. Como de costumbre, nos
olvidamos de los problemas después
de montar el campamento y de
disfrutar de una buena comida.»
El 22 de febrero se acercaban a
un depósito de víveres, en
condiciones de poca luz. El viento
había empezado a soplar por fin, de
modo que pudieron izar la vela y
acelerar el paso. La nieve impulsada
por el viento tapaba sus huellas y
ocultaba la línea de hitos, pero el
sentido de la orientación de Bowers
les condujo hasta el depósito. «Con
su vista de lince, Bowers alcanzó a
ver un hito doble de los que
instalábamos al detenernos para
comer —escribió Scott—. El
telescopio del teodolito confirmó el
hallazgo y todos nos animamos
mucho. Esta noche hemos cenado un
estofado de pony tan sabroso y que
nos ha dejado tan satisfechos, que de
nuevo nos sentimos repletos de
fuerza y de vigor.» A un ritmo
prometedor y sin la ayuda de la vela,
recorrieron más de ocho millas en
siete horas. Encontraron el depósito
meridional de la Gran Barrera y
desenterraron la cabeza del viejo y
contumaz pony de Oates,
Christopher. «Hemos desenterrado a
Christopher para comérnoslo —
escribió Oates—, pero estaba
podrido.» ¡El pony se había vengado!
Los hombres de Shackleton habían
consumido carne de pony en mal
estado y les había provocado
diarrea. Todas las demás provisiones
del depósito estaban en perfecto
estado, pero se había evaporado una
buena cantidad de combustible para
cocinar. «Tendremos que ser muy
frugales con el combustible —
escribió Scott—, pero por lo demás
tenemos raciones completas para
diez días... en las que sólo tendremos
que recorrer unas setenta millas.»
Tras la parada en el depósito se
alejaron de la franja costera, en la
que se habían enfrentado a
superficies impracticables sin
importar los cambios de temperatura.
Cuando dejaron atrás aquella zona,
empezaron a completar las distancias
diarias que había calculado Scott
para formular su plan original de 144
días, con un promedio de once millas
y media por día.
Contaban con gastar dos litros y
medio de combustible cada ocho
días, en los que debían recorrer las
sesenta o setenta millas que
separaban a un depósito de víveres
del siguiente, aun contando con un
retraso de dos días por mal tiempo.
Sin embargo, contaban con un avance
diario de doce millas que les
permitiría recorrer la distancia entre
depósitos en seis días de viaje. Así
lo habían hecho los dos equipos que
habían precedido a Scott y ninguno
se había quejado de la pérdida de
combustible en los depósitos. Los
cálculos eran generosos, y deberían
haberles proporcionado un superávit
de combustible.
Desde entonces, muchos
estudiosos han tratado de averiguar
por qué las latas de Scott perdían
combustible. Durante la expedición
del Discovery, las latas utilizadas
por Scott llevaban tapones de corcho
que sufrían pérdidas, especialmente
cuando los trineos saltaban en los
baches o volcaban. En 1911, Scott
había decidido utilizar tapones
metálicos de rosca con arandelas de
cuero. Las expediciones de Peary y
Amundsen en el Ártico se habían
enfrentado al mismo problema, y más
adelante, ambos hombres decidieron
utilizar soldadura de plata en los
tapones y las juntas de las latas, a fin
de evitar las pérdidas de
combustible. Sin embargo, yo
evitaría el sistema de la soldadura
para no tener que cortar los tapones,
con guantes gruesos que dificultan el
movimiento; creo que sería un factor
más de peligro, en un momento en el
que los dedos están completamente
entumecidos por el frío.
Cincuenta y ocho años más
tarde, alguien encontró una de las
latas de combustible de Amundsen en
la base del glaciar Axel Heiberg y no
había perdido ni una gota de su
contenido. Por otra parte, en 1962 el
glaciólogo y doctor Charles
Swithinbank utilizó latas
estadounidenses de quince litros
durante sus expediciones a la
Antártida y en una ocasión, al abrir
una lata de uno de sus depósitos la
encontró completamente vacía,
«aunque estaba llena de combustible
para cocinar cuando la dejamos».
«Buscamos minuciosamente algún
agujero o fisura —explicó
Swithinbank—, pero no encontramos
nada. Afortunadamente, llevábamos
combustible de reserva.» Se trataba
de una lata de las que utilizaba el
ejército estadounidense para
transportar combustible en todo el
mundo y que, por lo general, eran
completamente herméticas.
De todos los depósitos de Scott,
sólo hubo problemas de pérdida de
combustible en tres, todos ellos en la
Gran Barrera, y no todas las latas de
aquellos depósitos sufrieron
pérdidas. En ningún caso se
apreciaba deterioro de la lata o de su
tapón. Más adelante, Cherry-Garrard
se dedicó a estudiar aquel misterio
en profundidad y reveló que en una
ocasión, habían desenterrado en el
cabo Evans una caja con ocho latas,
que llevaba un año enterrada por la
ventisca. Cuando abrieron las latas,
comprobaron que tres estaban llenas,
tres estaban vacías, una conservaba
un tercio de su contenido y otra, dos
tercios. En opinión de Cherry-
Garrard, la única explicación posible
era que al contraerse y expandirse
por los cambios de temperatura, las
arandelas de cuero de los tapones se
habían agrietado y habían permitido
la evaporación del combustible,
especialmente durante la época de
clima más cálido.
Cherry-Garrard comentó que
podía evitarse o minimizarse esta
evaporación estibando las latas en el
fondo de los depósitos, lo más
alejadas que fuera posible de los
rayos del sol. Sin embargo, los
hombres de Scott no eran conscientes
de que el sol representara una
amenaza y solían instalar las latas
rojas de combustible en lo más alto
de los hitos, para ayudarles a verlos
a lo lejos.
Cuando Gran acudió al
Depósito de Una Tonelada, comentó
que había encontrado raciones que
olían a combustible, a pesar de que
las latas se encontraban encima de la
nieve y a cierta distancia de los
víveres. Esto parecía indicar que,
por lo menos en aquella ocasión, el
problema fue el de una pérdida
presurizada en vez de una
evaporación. Es posible que el sol
veraniego provocara la expansión de
los gases en las latas que no
estuvieran llenas hasta el borde y que
las arandelas de cuero, dañadas por
el frío del invierno anterior,
permitieran el escape. Es posible que
algunas latas también sufrieran
pérdidas por alguna soldadura
defectuosa de las juntas.
Lo que no sabía Gran era que el
hombre encargado de llevar raciones
hasta el Depósito de Una Tonelada
había llevado víveres que ya estaban
empapados y latas que ya sufrían
desperfectos, desde el cabo Evans.
No me percaté de esto hasta que leí
una nota que redactó Cherry-Garrard
más adelante, en 1929: «Simpson me
dijo que durante la reciente cena
conmemorativa del viaje a la
Antártida, en el Café Royal, Hooper
le había confiado que las raciones y
las latas de combustible estaban
dañadas y que los víveres estaban
impregnados de combustible. Según
Hooper, le había dicho a Nelson que
no podían llevar latas y víveres en
aquellas condiciones, pero éste le
había respondido que tenían órdenes
de llevarlos y que eso era lo que
harían».
Esto parece indicar que las latas
habían sufrido daños durante el
desembarque, o durante la estiba
bajo el sol directo en el cabo Evans,
en vez de en el Depósito de Una
Tonelada. También ofrece un
ejemplo en el que la versión ofrecida
por un testigo en 1913 se contradice
con otra versión, dieciséis años más
tarde. En 1911, las latas de comida y
de combustible se soldaban a mano y
jamás eran cien por cien fiables. La
tecnología industrial moderna
solucionó este problema, pero ya no
le sirvió de nada a la expedición del
Terra Nova.
A pesar de las molestias que
debió de ocasionar la falta de
combustible, no provocó problemas
graves de hambre o de sed para el
equipo de Scott; no fue más que un
factor adicional de incomodidad.
Estaban obligados a ahorrar
combustible, conservándolo
exclusivamente para la preparación
de alimentos y no para calentarse.
Sin embargo, comieron exactamente
lo mismo que habrían comido de
tener más combustible. Por otra parte
y al igual que les había sucedido en
la meseta, empezaron a padecer los
efectos acumulativos de la
deshidratación, ya que no consumían
suficiente líquido. Y en lo que
respecta al estado de la ropa de los
expedicionarios jamás habían
contado con utilizar el combustible
para secarla, de modo que en este
aspecto no les afectó en absoluto.
El 25 de febrero, después de
liberarse de la nieve pesada del
litoral que dificultaba el avance del
trineo, los hombres de Scott
recuperaron el buen ritmo con los
esquís que habían desarrollado en la
meseta. Hasta entonces, Bowers
había logrado mantener a pie la
misma velocidad que sus
compañeros, pero a pesar de que
ahora también iba en esquís no
seguía el ritmo de Scott, Wílson y
Oates. El capitán se lo hizo saber y
el escocés pequeño y tenaz no se lo
tomó bien.
Scott era el jefe de la
expedición y sabía que la única
esperanza que tenían de llegar con
vida consistía en recorrer la máxima
distancia, cada vez que lograran
ponerse en marcha. Para tirar de un
trineo cuando la nieve es profunda no
hace falta tener técnica, porque es
imposible deslizar los esquís por la
superficie. Sin embargo, para tirar de
un trineo en una buena superficie hay
que conseguir un ritmo sincronizado,
que permita a los hombres tirar con
fuerza en el mismo instante, como si
fueran los tripulantes de una
embarcación a remo. «Ya estamos
cogiendo otra vez el ritmo con los
esquís —comentó Scott—, aunque
Bowers no acaba de dominar la
técnica.» Como era de esperar, el
capitán trató de señalarle a Bowers
el problema, pero como también era
de esperar, el escocés reaccionó mal
ya que él estaba haciendo todo lo que
podía. «Jamás he dudado de su buena
voluntad», añadió Scott, consciente
del empeño de Bowers.
Los esfuerzos de Scott para
lograr que el equipo esquiara con
buen ritmo debieron funcionar, ya
que aquel día avanzaron doce millas,
a pesar de que la temperatura
descendió por debajo de los —20°
Fahrenheit por primera vez. Aquello
no era una buena señal. Se
encontraban en una región alejada de
la costa y de los picos más elevados
y en teoría, debería haberles
acompañado un viento del sur que
habría facilitado su avance, tal como
lo hizo para el equipo de Teddy
Evans unas semanas antes. «¡Ojalá
soplara un poco de brisa!», escribió
Scott el 25 de febrero.
Sin embargo cuando por fin
llegó, fue un viento del norte que les
congelaba las mejillas y las narices.
«El cielo estaba encapotado a la
salida —escribió Scott—, pero
alcanzamos a ver las huellas y los
hitos a una gran distancia... Las
noches son gélidas y tenemos los
pies fríos al iniciar la marcha...
Estamos aguantando bien con la
comida, aunque deberíamos tener
raciones aún más abundantes... La
falta de combustible me angustia...
Los días son espléndidos, aunque
hace mucho, mucho frío. Nada logra
secarse y nos mojamos los pies
demasiado a menudo.»
A continuación, la temperatura
descendió aún más. A partir del 25
de febrero los termómetros reflejaron
valores de —20° Fahrenheit, a partir
del 27 bajó a —30° Fahrenheit y al
cabo de unos cinco días, descendió
hasta los —40° Fahrenheit. «El sol
brilla con fuerza —escribió Scott el
día 28—, pero no calienta mucho...
Gracias a un estofado de pony
buenísimo, hemos logrado pasar una
buena noche y olvidarnos de un día
horrible.» No pronunció queja alguna
sobre la efectividad de los sacos de
dormir.
«Una noche fría... con viento del
noroeste, fuerza cuatro —anotó Scott
el día 29—. Afortunadamente,
Bowers y Oates han estrenado su
último par de botas finnesko... De
momento, yo seguiré utilizando mis
botas viejas... El combustible
alcanzará, a duras penas (contando
con buen tiempo durante el viaje al
siguiente depósito)... Tendríamos que
llegar con comida suficiente para tres
días adicionales. El aumento de las
raciones ha tenido un efecto
extraordinario.» A pesar de los
fuertes vientos del norte que tenían
de cara, lograron recorrer la
distancia mínima del día. Incluso en
temperaturas tan extremas, con un
fuerte viento de cara y la
preocupación constante de la falta de
circulación en los pies, los cuatro
hombres siguieron avanzando hacia
el norte.
No sólo se les enfriaban los
pies, sino también las manos, y la
temperatura en la tienda de Scott por
las noches sólo variaba en uno o dos
grados, respecto a la temperatura
exterior. Para escribir un diario hay
que quitarse los guantes, y al llegar a
febrero, debían de quedar pocos
dedos que no padecieran los efectos
dolorosos del frío acumulado: cortes,
ampollas, partes en carne viva...
Bowers escribió la última anotación
en su diario el 25 de enero. Oates
aguantó hasta el 24 de febrero y
Wilson hasta el 27 de febrero.
Aunque parezca mentira, Scott siguió
escribiendo en su diario durante otro
mes, mientras que Bowers rellenó
los datos del programa
meteorológico con una precisión
absoluta, hasta bien entrado el mes
de marzo. Para sobrevivir en el frío
extremo hay que cuidarse en todo
momento y al igual que los animales
que hibernan, hay que reducir la
actividad al mínimo imprescindible.
Escribir un diario no puede
considerarse una actividad
imprescindible.
Más del noventa y nueve por
ciento de la población no tiene ni
idea de lo que es tener mucho frío.
Hay mucha gente del tercer mundo
que conoce el hambre y la sed, pero
por suerte para ellos, no conocen el
frío mortal que se sufre después de
perder toda la grasa corporal, en las
gélidas inmensidades barridas por el
viento de las regiones polares. He
conocido a gente que vive en Canadá
o en Minnessota, que se burlaban del
frío.
«Vaya —exclaman—, el año
pasado pasé una temporada
trabajando a —40° C y fue pan
comido.» Lo más probable es que
estos expertos de las regiones
polares se enfrentaran al frío con un
buen atuendo protector, con la
barriga llena, con una capa aislante
de grasa corporal del dieciocho por
ciento, un buen estado de salud y una
casa cálida y acogedora que les
esperaba después de su excursión.
En la Gran Barrera, en
condiciones parecidas a las que
padecían los hombres de Scott pero
mucho más cerca de su base,
Shackleton explicó que sus hombres
habían padecido anemomanía, un
estado de locura provocada por el
viento. Su compañero Eric Marshall
había realizado un control exhaustivo
de las temperaturas corporales de los
expedicionarios y comprobó que
estaban dos grados Fahrenheit por
debajo de los valores habituales. En
estas condiciones, el cuerpo es muy
vulnerable. «Todos estamos casi
paralizados por el frío», escribió
Marshall. «Estamos cerca del fin —
declaró a su vez Shackleton—. Nos
estamos debilitando a marchas
forzadas.»
En 1993, después de tirar de
nuestros trineos durante más de
noventa días sin detenernos en ningún
depósito, Mike Stroud y yo llegamos
al mismo punto en la Gran Barrera en
el que se encontraban Scott y sus
hombres, donde por fin se pierden de
vista las montañas de la costa. «Nos
hemos encontrado con un nuevo tipo
de superficie —escribí entonces—,
de una dureza y un frío extremos.
Tenemos los cuerpos congelados, me
siento como si estuviera desnudo...
tengo que sacudirme el pecho y la
espalda mientras doy brincos, para
no congelarme.» A pesar de que
brillaba el sol, Mike tropezó y
permaneció tendido, aquejado de
hipotermia. Al igual que yo y que los
hombres de Scott, su cuerpo carecía
del menor rastro de la capa de grasa
que debía protegerle del viento y del
frío. En aquella ocasión, Mike
ofreció su opinión sobre nuestras
posibilidades de recorrer las 290
millas que nos separaban de Hut
Point: «Durante las diez horas de
camino que logramos completar, sólo
recorrimos doce millas... a pesar de
que los trineos pesaban la mitad del
peso con el que habíamos salido. Era
el final del corto verano antartico...
Ni siquiera tirando de los trineos
lográbamos quitarnos el frío de los
huesos. El frío se había apoderado
de nuestros cuerpos y nos había
debilitado con la efectividad de un
veneno. Nos aplastaba la extensión
de nuestro viaje, nos debilitaba el
peso de nuestras cargas y ahora
además, el frío nos envenenaba las
extremidades».
En aquel momento, si hubieran
dejado de funcionar nuestros
sistemas de comunicación modernos,
habríamos fallecido en la Gran
Barrera en cuestión de dos o tres
semanas. Scott no tenía instrumentos
como los nuestros, pero a diferencia
de nosotros contaba con una línea de
depósitos que conducía hasta Hut
Point y además tenía la fundada
esperanza de que un equipo de
rescate con perros saldría a su
encuentro en la Barrera. Contaba con
llegar a Hut Point a finales de marzo.
El día 1 de marzo le faltaban
doscientas cuarenta millas y sólo le
habría hecho falta recorrer un
promedio de ocho millas diarias para
ajustarse al calendario inicial.
«Anoche hizo mucho frío —
escribió Scott—, la temperatura
mínima fue de —41,5° (Fahrenheit).
Ayer recorrimos once millas y media
y esta mañana hemos completado
seis millas. Hace un día clarísimo,
no hay nubes durante el día ni la
noche y el viento no es nada fuerte,
pero estamos todos congelados. La
hora de la comida de hoy ha sido una
excepción, con un sol brillante y
relativamente cálido. Hemos tendido
todo el material al sol, para que se
seque.»
El 2 de marzo fue un día aciago,
un día de malos augurios para el
equipo de Scott. El capitán era el
único que aún se dedicaba a anotar
en su diario el curso de los
acontecimientos: «Las desgracias —
escribió—, no suelen llegar solas».
De nuevo se habían encontrado con
una falta de combustible en el
depósito a media Barrera. «Aunque
sólo utilizáramos el mínimo de
combustible, difícilmente nos
alcanzaría para llegar hasta el
siguiente depósito, a 71 millas de
distancia.» El clima también cambió
y los cielos azules se convirtieron en
nubes amenazadoras, mientras la
temperatura descendía más allá de
los —40° C. Pero lo peor de todo fue
la revelación de que los pies de
Oates estaban en mal estado.
«Titus Oates nos enseñó los
pies —explicó Scott—, y
efectivamente, tenía los dedos en
muy mal estado, sin duda afectados
por las bajas temperaturas de los
últimos días.» Habían pasado ocho
semanas desde que Oates comentara
en su diario, unos días después de
alcanzar el polo, que un dedo de un
pie estaba negro. Durante este
período ni él ni sus compañeros
mencionaron que cojeara en ningún
momento, o que hubiera empeorado
el estado de sus pies. Sin embargo,
Oates debía de estar sufriendo un
dolor atroz cada vez que se le
descongelaban los pies, en el calor
relativo del saco de dormir.
En 1993 me enfrenté al mismo
problema después de alcanzar el
polo y descender por el glaciar
Beardmore, salvo que en mi caso
sólo se me congelaron cuatro dedos,
a diferencia de los diez de Oates.
«Ran ya no aguantaba aquel tormento
—escribió Mike Stroud cuando
llegamos a la Gran Barrera—.
Además de la hinchazón del pie
derecho, tenía un agujero rojo,
profundo, inflamado de pus. Los
dedos negros e hinchados en cada pie
estaban delimitados por una línea
roja brillante en el contorno, en el
que el tejido sano se enfrentaba a la
infección. El hedor de la carne
podrida se unió a unos olores
corporales que ya eran ofensivos.»
Por las mañanas, Oates
necesitaba una hora y media para
calzarse las botas finnesko en unos
pies congelados e hipersensibles,
perdiendo así un tiempo valioso.
Wilson abrió las botas con un
cuchillo para reducir el dolor de la
operación. Si bien es cierto que en
mi expedición antartica de 1993
aprendí el verdadero significado de
la palabra frío, también conocí una
nueva dimensión de la palabra dolor.
Comprendí mi suerte al haber pasado
cincuenta años de mi vida sin tener
que enfrentarme a un dolor excesivo:
los huesos y los dientes rotos, los
dedos arrancados, la congelación y
los cálculos renales habían sido
molestos. Pero aquellas noches en la
Antártida, sentí por primera vez el
auténtico dolor.
De algún modo, Oates logró
seguir tirando del trineo. El 3 de
marzo recorrieron diez millas y el 4
de marzo, otras nueve, a pesar del
frío que no cesaba, de la resistencia
cada vez mayor de la superficie y de
los vientos de cara. «Nos
encontramos en una situación de lo
más comprometida —escribió Scott
—, ya que no cabe duda de que
somos incapaces de recorrer
distancias adicionales y nos
resentimos del frío de un modo
terrible.» «Ni siquiera el viento más
fuerte —añadió el mismo Scott más
adelante—, y desde el ángulo más
favorable logra mover el trineo.
Cuando hay buena luz, vemos el
motivo: la superficie, que hasta hace
poco era favorable, está recubierta
de cristales de hielo, sin duda
formados por la radiación. Los
cristales están demasiado firmemente
anclados como para que se los lleve
el viento, pero oponen una
resistencia terrible a los patines del
trineo. Que Dios nos ayude, porque
es evidente que no podremos seguir
tirando en estas condiciones. Entre
nosotros tratamos de mantener un
talante optimista, pero sólo puedo
imaginar lo que siente cada uno en el
fondo de su corazón.»
La ausencia del maestro del
trineo Taff Evans no afectaba
demasiado el hecho de que en
comparación con el tiempo que
dedicaron los grupos de Cherry-
Garrad y Teddy Evans en cruzar la
Gran Barrera, los hombres de Scott
avanzaban a paso de caracol. El
motivo de su retraso no eran los
dieciséis kilos de rocas que
transportaban, ni la carne de pony
que habían recogido, sino la
diferencia en las condiciones de la
superficie.
El equipo de Teddy Evans sólo
disponía de tres hombres para tirar
de la carga, y sin embargo, había
logrado avanzar a un ritmo que
habría permitido a Scott llegar a
salvo al Depósito de Una Tonelada y
ello a pesar del ataque de escorbuto
que padeció Evans. Incluso cuando
Crean y Lashly tuvieron que cargar
con Evans en el trineo, lograron
recorrer diez millas por día. Lo que
aquejó a los hombres de Scott, cuyas
fuerzas estaban garantizadas por unas
raciones abundantes y una buena
dosis de vitamina C de la carne
fresca de pony, no fue una falta de
tracción sino el efecto de las bajas
temperaturas en la superficie del
hielo, a medida que pasaban los días.
En las inmediaciones de la
costa, donde la Gran Barrera se
encontraba con la tierra, la superficie
era adversa para todos los grupos sin
importar la temperatura. Sin embargo
cuando se alejaron de tierra firme,
los cristales de hielo causados por el
frío en la superficie sólo afectaron a
Scott, ya que había llegado un poco
tarde para enfrentarse a un año de
temperaturas anormales. Cabe
preguntarse si se podía culpar a Scott
por esta situación. Por una parte es
evidente que sí, ya que su plan
debería haber sido a prueba de
errores.
Sin embargo, algunos de los
mejores escaladores del mundo han
fallecido tratando de ascender el
monte Everest, cuando a pesar de sus
habilidades les ha atrapado un
temporal durante la breve temporada
anual de escalada. Una tormenta
puede matar a un escalador, aunque
se haya preparado para todas las
contingencias. El único plan infalible
en estas circunstancias es no escalar
la montaña. Si los barcos decidieran
no salir de puerto para emprender la
travesía de un océano, por miedo a
zozobrar bajo una ola gigante, ningún
patrón sufriría jamás un naufragio,
pero tampoco atravesaría el océano.
Lo que podemos afirmar con certeza,
gracias a la publicación en el año
2000 de The Coldest March, de la
meteoróloga Susan Solomon, es que
el grupo de Scott tuvo la mala suerte
de enfrentarse al equivalente
climático de aquella ola gigante.
El plan original de Scott, de 144
días, se basaba en las detalladas
cartas meteorológicas redactadas por
el reconocido especialista George
Simpson, que más adelante sería
nombrado director de la Agencia
Meteorológica del Reino Unido. La
doctora Solomon aseguró que las
previsiones de Simpson sobre los
patrones climáticos en la Gran
Barrera habían sido
«asombrosamente certeras». Charles
Wright, que había colaborado con
George Simpson en el cabo Evans,
explicó que el grupo de Scott
esperaba encontrar temperaturas más
cálidas al descender el glaciar. El
estaba convencido de que el frío
inesperado había sido la causa de su
fallecimiento y mencionó un informe
escrito por Simpson en 1926, que
aseguraba que nada hacía esperar un
clima tan adverso en aquella
temporada.
«El estudio de Simpson en tres
tomos, que resumía los datos
meteorológicos recopilados por la
expedición, se publicó tras años de
análisis y mucho tiempo después de
la muerte de Scott —explicó la
doctora Solomon—. En la
introducción a su gran obra, escrita
en 1919, Simpson declaró que “a
medida que fui solucionando un
punto tras otro, en numerosas
ocasiones quise poder mostrar los
resultados al capitán Scott, ya que no
hubo ni un solo fenómeno de la
meteorología antartica que no
comentáramos”.» Sin embargo, los
datos de Simpson no permitían
predecir el frío extraordinario de
marzo de 1912, en el momento
preciso en el que el equipo de Scott
necesitaba avanzar a buen ritmo para
llegar de un depósito al siguiente, si
querían sobrevivir.
El clima excepcional empezó, a
trompicones, a finales de febrero y
según el diario de Bowers, siguió
por lo menos hasta el 19 de marzo.
Las temperaturas mínimas diurnas
eran de cuarenta a cincuenta grados
más bajas que las que había
disfrutado el grupo de Teddy Evans
durante su viaje de regreso por la
misma ruta, un mes antes. El frío
intenso, que congelaba la sangre en
los dedos de las manos y los pies,
dificultaba enormemente cualquier
acción. Los datos actuales
demuestran que cada una de las
temperaturas que registraban eran de
diez a veinte grados más baja que en
un año normal. Según aparatos
meteorológicos instalados en la ruta
de Scott por científicos
estadounidenses demuestran que en
un período de quince años, sólo hubo
un año que se acercara al frío
extremo del año 1912.
A medida que bajaban las
temperaturas, las distancias
recorridas por Scott se alejaban cada
vez más de los promedios alcanzados
por los dos equipos anteriores,
incluso de los de un Teddy Evans
aquejado de escorbuto. Después de
dejar atrás las montañas y de
adentrarse en la Gran Barrera, Scott
esperaba contar con un viento de
popa que le habría permitido izar una
vela en el trineo. Esta técnica había
dado buenos resultados para los
otros dos equipos, al igual que para
Shackleton en 1908. Sin embargo, la
ola de frío había terminado con los
esperados vientos del sur. Cada
problema provocado por el clima se
sumaba a los demás para empeorar la
situación: las extremidades
congeladas, el tiempo exasperante
que tardaban en montar y desmontar
el campamento, la falta de viento y el
peor factor de todos, el pésimo
estado de la nieve. «No nos
deslizamos en absoluto —escribió
Scott—. En esta superficie sabemos
que no podemos completar ni la
mitad de las distancias que
recorríamos, aunque gastemos el
doble de energía.» Los cristales
frescos que se formaban a medida
que caían las temperaturas se
convertían en un freno para los
patines de los trineos, al igual que lo
habían hecho unas semanas antes en
la meseta y al igual que en los
estudios modernos sobre las
propiedades físicas de la nieve.
No cuesta mucho calcular lo que
habrían logrado en la Gran Barrera
Scott y sus hombres en un año
normal, o más bien en nueve de cada
diez años. Oates habría estado en
condiciones de seguir durante mucho
más tiempo, desde luego hasta
alcanzar el Depósito de Una
Tonelada el 4 de marzo. Ahí les
esperaba Cherry-Garrard, que no se
iría hasta el 10 de marzo. Para las
últimas 130 millas hasta Hut Point,
les habría bastado con recorrer un
promedio de seis millas diarias.
Los nuevos datos
meteorológicos demuestran de un
modo incontestable que Scott no
pudo haber previsto las pésimas
condiciones con las que se topó. En
opinión de Simpson, no revestía
peligro alguno estar en la Gran
Barrera hasta finales de marzo. En la
década de 1990, científicos
norteamericanos demostraron sin
lugar a dudas que en marzo de 1912,
las temperaturas en la Gran Barrera
fueron anormalmente bajas e
implacables, justo en el momento y la
región en la que se detuvieron y
fallecieron los hombres de Scott.
Durante tres semanas seguidas, las
temperaturas estuvieron diez grados
por debajo del promedio, en unas
condiciones que sólo se han repetido
una vez en los pasados treinta y ocho
años.
La respuesta de un crítico
ignorante, que no haya organizado
jamás una expedición, será «sí,
claro, pero debería haber contado
con las peores circunstancias
posibles, para no llevarse una
sorpresa por el mal tiempo».Yo he
organizado expediciones a desiertos
cálidos y gélidos basándome en los
patrones climáticos probables, pero
siempre esperando evitar los efectos
catastróficos de un huracán, una
tormenta de arena descomunal o una
inundación. La ola de frío que afectó
a Scott fue un acontecimiento fortuito
de las mismas características, que
impidió a sus hombres avanzar al
ritmo necesario para salvarse.
El 3 de marzo, a 103 millas de
distancia de Scott, hacia el norte,
Cherry-Garrard y Gerof llegaron y
acamparon en el Depósito de Una
Tonelada. Dos días más tarde, sin
saber que ya les esperaban, Scott
describió la situación de su equipo:

Nos queda muy poco


combustible y el pobre soldado está
en las últimas. La situación es
lamentable porque no podemos
hacer nada por él; quizá le
ayudaría un poco ingerir más
comida caliente, pero temo que la
diferencia sería casi inapreciable.
Nadie de nosotros esperaba
enfrentarse a estas temperaturas
atroces y de los demás, Wilson es el
que más las padece, debido
especialmente a los cuidados
desinteresados que ofrece a los pies
congelados de Oates. No podemos
ayudarnos los unos a los otros; si
logramos cuidar de nosotros
mismos, ya es mucho. Cogemos frío
incluso durante la marcha, a pesar
del esfuerzo necesario para tirar
del trineo, y el viento perfora
nuestras prendas raídas. Todos
mantenemos un humor jovial en la
tienda. Queremos llegar hasta el
final con una actitud positiva, pero
es difícil tirar con más fuerza que
en todo el resto de nuestras vidas y
sentir que avanzamos tan poco. Sólo
podemos decir «¡que Dios nos
ayude!», y seguir poniendo un pie
delante del otro, tratando de
olvidarnos del frío y del desánimo,
procurando mostrar una actitud
jovial. En la tienda hablamos de
todo. Ya no nos queda mucha
comida, ya que decidimos
arriesgarnos a avanzar con
raciones completas. No podíamos
permitirnos el lujo de tener hambre
a estas alturas.

Durante los siguientes dos días


repletos de dolor, Oates logró de
algún modo seguir tirando del trineo
y el grupo avanzó nueve millas y
media el primer día, y seis millas y
media el segundo. Se encontraban a
ochenta millas de distancia de
Cherry-Garrard, Gerof, los perros y
un depósito abundante de
combustible y víveres. El 6 de
marzo, Oates seguía tirando del
trineo y habían logrado avanzar seis
millas y media, pero las palabras de
Scott no eran muy optimistas: «Si
estuviéramos todos en plena forma
—escribió—, tendría esperanzas de
llevar a buen término la expedición,
pero el pobre soldado se ha
convertido en un lastre terrible, a
pesar de que se esfuerza muchísimo y
lo está pasando fatal». El día
siguiente por la mañana, Scott
ofreció más detalles: «Uno de los
pies de Oates está peor que nunca
esta mañana. El se lo toma con
mucha valentía y seguimos hablando
de lo que haremos cuando lleguemos
a casa... Siento que en el caso de
Oates, no falta mucho para el
desenlace, pero los demás tampoco
estamos en muy buen estado... Sólo
logramos seguir avanzando gracias a
unas buenas raciones de comida...
Quisiera poder seguir avanzando
hasta el final».
El 7 de marzo sólo lograron
avanzar seis millas y media, mientras
Amundsen enviaba un telegrama
desde Hobart, que anunciaba su
victoria al mundo.
«El pobre Oates es incapaz de
seguir tirando —escribió Scott el 6
de marzo—. Se sienta en el trineo
cuando nos alejamos para encontrar
las huellas... No se queja, pero sólo
se anima en muy contadas ocasiones
y en la tienda de campaña, guarda un
silencio sepulcral.» Las anotaciones
de Scott en su diario el 8 de marzo
ofrecen otro dato importante: «Tengo
que pasar casi una hora con el
calzado nocturno antes de empezar a
cambiarme, pero aun así, suelo ser el
primero en terminar. Los pies de
Wilson empiezan a dar problemas,
pero esto se debe sobre todo a que
no deja de ayudar a los demás».
Aquel día a la hora de comer,
acamparon a sólo ocho millas y
media del depósito del monte
Hooper, el último depósito de
víveres hasta llegar al de Una
Tonelada, más allá del centro de la
Gran Barrera. Era razonable esperar
que los perros hubieran acudido a
ayudarles a este punto, o por lo
menos que hubieran dejado
provisiones adicionales.
En Londres, Kathleen Scott
empezó a preocuparse después de oír
la noticia de la victoria de
Amundsen. «Amundsen y papá
llegaron los dos al polo —le dijo
Peter, su hijo—. Ahora papá ha
dejado de trabajar.» Kathleen
escribió que se encontraba sola, que
a los jóvenes no les importaba y que
los viejos eran incapaces de sentir
nada al respecto. El diario personal
de Nansen revela que cuando oyó la
noticia de Amundsen, no se lo tomó
nada bien; sin embargo, en público
procuró alabar y felicitar a
Amundsen.
En la Antártida, a medida que
los expedicionarios comprendían el
trance en el que se encontraban, Scott
y los suyos debieron pensar cada vez
más que su única esperanza de
sobrevivir dependía del cabo Evans:
una misión de rescate con perros.
«Esperamos contra todo pronóstico
que los perros hayan acudido al
depósito del monte Hooper —
escribió Scott el 7 de marzo—. En
caso afirmativo, es posible que lo
logremos. Si falta combustible de
nuevo, no nos quedarán muchas
esperanzas.» El 10 de marzo,
después de alcanzar el depósito,
Scott explicó cuál era la situación
del grupo: «El pie de Oates está en
peor estado. Muestra una valentía
excepcional, pero debe de saber que
no saldrá vivo de ésta. Esta mañana
le ha preguntado a Wilson si tenía
alguna posibilidad de sobrevivir y
por supuesto, Bill le ha tenido que
decir que no lo sabía. La realidad es
que no tiene la menor posibilidad.
Aparte de él, dudo que los demás
lográramos sobrevivir si él falleciera
ahora mismo. Si tuviéramos
muchísimo cuidado, quizá tendríamos
una mínima posibilidad, pero no más
que eso... El pobre Titus se ha
convertido en nuestro principal
lastre... ¡Pobre tipo! Es una lástima
verle y por lo menos, tratamos de
animarle».
El pesimismo de Scott en esta
anotación se debía a que al llegar al
depósito del monte Hooper,
comprobaron que no había acudido
nadie con los perros para completar
el depósito. No sólo era evidente que
nadie había acudido para reponer
víveres, sino que la cantidad de
provisiones que quedaban después
del paso de los demás grupos era
menor al esperado. En tales
circunstancias, yo me habría
desesperado. Las cantidades dejadas
por los otros grupos eran menores a
las calculadas por Bowers, ya fuera
porque los demás habían cogido
provisiones de más, o porque los
envases habían sufrido pérdidas.
«Faltarán provisiones de todas
clases —comentó Scott
sombríamente—. No puedo afirmar
que sea culpa de nadie. Es evidente
que los perros, que en esta ocasión
habrían sido nuestra salvación, han
fallado. Imagino que Meares tuvo un
viaje difícil de regreso... Es un
terrible desastre.»
Hay dos formas de analizar el
«terrible desastre» en cuestión; por
una parte, se podría decir que Scott
era el culpable por no haber previsto
todas las eventualidades de un viaje
de 1.600 millas. Pero también se
puede afirmar que el capitán
planificó el viaje con cálculos
aproximados de los casos más
probables, no sólo para su grupo sino
también para los otros equipos, y que
bastó con unas dosis de mala suerte
para echar por tierra todos los
planes. Cherry-Garrard resumió el
dilema al que se enfrentaba Scott:
«Era muy difícil realizar un cálculo
aproximado de la fecha en la que
alcanzaría cualquiera de los grupos
algún punto determinado, después de
un viaje tan largo, especialmente
cuando las condiciones
meteorológicas eran tan variables y
la duración de los trayectos tan
incierta... Una semana más o menos
no era un margen de error muy
generoso y bastaría con un par de
temporales para cambiarlo todo».
Los cálculos originales de
Scott, que contaban con completar el
viaje en 144 días, se basaban en un
pesimismo razonable y permitían la
colocación de víveres adicionales,
para compensar un avance más lento
de lo previsto. En el cabo Evans, el
responsable de organizar envíos de
provisiones adicionales para Scott
era Atkinson, ya que su superior
Teddy Evans estaba en estado crítico
por culpa del escorbuto. Atkinson
esperaba la llegada de Scott a finales
de marzo o principios de abril. Sabía
que el plan original de Scott no
contaba con una misión de rescate
con los perros, pero que querría que
los perros llevaran provisiones
adicionales al Depósito de Una
Tonelada. Sin embargo, como todos
los planes diseñados por el hombre,
éste era susceptible de cambios
según fueran variando las
circunstancias y Atkinson había
recibido instrucciones actualizadas, a
través de Teddy Evans. Atkinson era
un cirujano de la Armada británica.
Era un hombre sensato con capacidad
de raciocinio; no era un autómata y ni
él ni los científicos que le
acompañaban en el cabo Evans
obedecían órdenes que no tuvieran
sentido.
Scott había indicado que quería
utilizar los perros lo menos posible,
para conservarlos de cara al
programa de la temporada siguiente,
pero esta orden quedaría invalidada
si había que utilizarlos para salvar
vidas. Habrá quien sugiera que no
fue así, para salvaguardar la
reputación de hombres acusados de
no hacer suficiente para salvar al
equipo de Scott, pero también estará
sugiriendo que aquellos hombres
eran unos insensatos.
¿Qué órdenes recibió Cherry-
Garrard de Atkinson? Se las
comunicó verbalmente y Cherry-
Garrard fue el único en apuntarlas.
Sólo lo hizo años más tarde, cuando
ya se sentía injustamente acusado de
no haber hecho lo bastante para
salvar a Scott y a sus grandes amigos
Wilson y Bowers. Cabe la
posibilidad de que Cherry-Garrard
interpretara las órdenes de Atkinson
de modo que justificaran su decisión
de esperar en el Depósito de Una
Tonelada, en vez de aventurarse más
al sur, hacia el depósito del monte
Hooper o más allá. Por lo que anotó,
Cherry-Garrard recordaba que le
habían ordenado que viajara «hasta
el Depósito de Una Tonelada a la
máxima velocidad» y dejara ahí los
víveres. La siguiente orden, según
Cherry-Garrard, era que «si Scott no
había llegado al Depósito de Una
Tonelada antes que yo, debía decidir
qué hacer». A continuación, Cherry-
Garrard mencionó dos puntos
adicionales que no eran órdenes en
sentido estricto, pero que Atkinson
había mencionado para ayudarle a
tomar la decisión correcta. «Por una
parte, Scott no dependía en absoluto
de los perros para su regreso —
explicó Cherry-Garrard—, y en
segundo lugar, había recibido
instrucciones precisas de que había
que conservar a los perros para la
siguiente temporada.»
Cuando Cherry-Garrard y Gerof
llegaron al Depósito de Una
Tonelada el 3 de marzo, con todos
los perros en buen estado,
descargaron las provisiones para el
equipo del polo y se dispusieron a
esperar durante un tiempo
prudencial. Gerof se encontraba
mafia comida para los perros estaba
estrictamente racionada y durante
cuatro días, las condiciones
climáticas no les habrían permitido
alejarse del depósito. «En los dos
días que me quedaban, podría
haberme desplazado un día hacia el
sur y otro día de regreso, con el
peligro de no dar con el equipo por
el camino. Decidí esperar en el
depósito, donde era inevitable
coincidir con ellos.»
Cherry-Garrard no disponía de
comida adicional para los perros,
pero podría haberse desplazado
hacia el sur por la línea de hitos
hasta el depósito a media Barrera, tal
como había solicitado Scott en su
último mensaje entregado por Teddy
Evans. Para hacerlo, Cherry-Garrard
tendría que haber sacrificado algunos
perros para alimentar a los otros,
pero decidió no hacerlo porque
suponía que Scott aún tenía comida
de sobra y avanzaba según el plan
previsto. Cuando Teddy Evans le
había visto por última vez, Scott se
encontraba en los 87° 32' sur,
adelantado al programa y dispuesto a
lanzarse hacia el polo. Además, Scott
había indicado que quería conservar
a los perros para la temporada
siguiente. «En aquellas
circunstancias —escribió Cherry-
Garrard—, mis órdenes eran tajantes
y yo no veía motivos para
desobedecerlas.» Era un caso claro
de «sólo seguía órdenes».
Se podría decir que Cherry-
Garrard se confió demasiado
respecto a la situación probable de
Scott, ya que él mismo había
comprobado las condiciones
extremas de frío en la Gran Barrera,
mucho más bajas que las previstas
por Simpson y utilizadas por Scott
para preparar el plan de viaje. Sin
embargo y tal como revela el colapso
que padeció Cherry-Garrard a su
regreso a Hut Point, él tampoco
estaba en muy buen estado, con el
agotamiento acumulado de varios
viajes. Es probable que a un nivel
subconsciente, sus instintos le
desaconsejaran otro viaje hacia el
sur en aquellas condiciones
inhumanas. Asimismo, su único
compañero, Gerof, mostraba
síntomas de una dolencia
preocupante, que incluía un estado de
parálisis parcial. Y sin embargo, ¿no
era el deber de Cherry-Garrard hacer
todo lo posible, utilizando su propia
iniciativa, para ayudar al equipo de
Scott? Podría haber llegado más
lejos, sacrificando algunos perros.
Es probable que incluso la
vocecilla interior de Cherry-Garrard
le indicara que el equipo de Scott
podía haber sufrido algún percance,
sin importar si habían alcanzado el
polo o no. Tuvo que plantearse la
posibilidad de que hubieran sufrido
algún retraso y necesitaran
provisiones adicionales, así que el
sacrificio de uno o dos perros para
seguir unos días más hacia el sur
parece una opción razonable,
especialmente si sus amigos tenían
problemas. Las órdenes de Scott de
conservar a los perros para la
siguiente temporada se basaban en la
necesidad de hacer un segundo
intento de llegar al polo, si fallaba el
primero. También necesitaría perros
para varias expediciones científicas,
pero esperaba un nuevo cargamento
de perros y muías en el Terra Nova.
Cherry-Garrard podría haberse
imaginado que no haría falta un
segundo intento de llegar al polo y
que el sacrificio de algunos perros
estaba justificado, para ayudar a los
hombres de Scott si tenían
problemas.
El mismo Cherry-Garrard
entendía que las órdenes de Scott no
eran inamovibles. «En estas
circunstancias —escribió—, las
órdenes deben ser flexibles y las de
Scott lo eran. Sus instrucciones eran
complejas, elásticas y excelentes.»
Años después del fallecimiento
de Scott, los hombres que habrían
podido ayudarle seguían vivos y
muchos alcanzaron posiciones
destacadas. Como es natural, todos
ellos relataron las circunstancias de
la muerte de Scott desde una
perspectiva personal. La defensa del
capitán depende únicamente de las
cartas y el diario que escribió
mientras sufría una muerte lenta y
horrorosa, con los cuerpos de sus
amigos congelados a su lado.
Cecil Meares se fue de la
Antártida sin saber si el equipo del
polo necesitaría su dominio de los
perros. De haber estado en su lugar
al oír la noticia del fallecimiento de
Scott, yo habría sentido cierta culpa
por mi marcha prematura. Quizá él
también la sintió, ya que mostró
cierta tendencia a justificarse y junto
con la madre de Oates, a culpar a
Scott de lo sucedido. Cherry-Garrad
podría haber salido a buscar a Scott
más allá del Depósito de Una
Tonelada, sin la necesidad de
sacrificar perros, de haber seguido
Meares las instrucciones de Scott y
haber ido a dejar más provisiones en
el depósito.
¿Por qué no lo hizo? Según los
críticos de Scott, no lo hizo porque
había llevado a los perros hasta el
glaciar Beardmore, 140 millas más
allá de lo previsto inicialmente, y
había regresado a la base demasiado
tarde para realizar un viaje de
reabastecimiento. Esto es discutible,
ya que se encontraba de vuelta en el
campamento base el 5 de enero e
incluso tras un descanso de dos
semanas, podría haber partido hacia
el Depósito de Una Tonelada el 20
de enero. Esto le habría permitido
tiempo de sobra para ir al depósito y
regresar a la base a mediados de
febrero, a tiempo para embarcarse en
el Terra Nova.
¿Se les puede asignar a Meares,
a Atkinson, o a Cherry-Garrard
alguna culpa por lo que sucedió? ¿O
debemos recurrir a la respuesta
habitual..., que como líder, la culpa
era de Scott, sin importar las
circunstancias? Sin duda, una opinión
valiosa al respecto es la del mismo
Cherry-Garrard, a pesar de su
evidente parcialidad, ya que pasó
cuarenta años haciéndose las mismas
preguntas.
¿Por qué decidió Cherry-
Garrard no sacrificar sus perros para
desplazarse unos días más hacia el
sur? Quizá sabía que no le quedaban
muchas fuerzas. «Unos días después
de llegar a Hut Point —escribió en
su diario—, sufrí un colapso y pasé
unos días muy enfermo.» Cherry-
Garrard dependía mucho de Gerof, el
conductor ruso de perros, de quien
explicó lo siguiente: «Llegó a
decirme que no podía utilizar el lado
derecho de su cuerpo. Regresé a Hut
Point y salvé la vida de Dimitri. Pero
Dimitri se recuperó enseguida. En
opinión de Atkinson, ha fingido estar
enfermo». Un año más tarde, Cherry-
Garrard añadió más detalles sobre el
ruso: «Cuando llegamos a Nueva
Zelanda, Dimitri declaró a los
periodistas que él quiso seguir hacia
el sur desde el Depósito de Una
Tonelada, pero que yo se lo había
impedido». Después de la segunda
guerra mundial, cuando Cherry-
Garrard padecía cierta inestabilidad
mental, ofreció otra versión de los
hechos: «Ahora sé que al haber
llevado a los perros 300 millas más
lejos de lo previsto inicialmente —
escribió en 1948—, aquellas tres
semanas impidieron que se
cumplieran las órdenes originales de
Scout». Sin embargo, en 1912 el
capitán había enviado instrucciones
actualizadas a Simpson, mediante
Bernard Day.
Algunos supervivientes de la
expedición del Terra Nova opinaban
que Meares se había preparado en el
cabo Evans para llevar a los perros y
reabastecer el Depósito de Una
Tonelada, según lo ordenado, pero
que había visto llegar el barco y
había decidido quedarse en la base.
Sin embargo, la llegada del barco
demostró no ser más que un
espejismo. En 1938, Cherry-Garrard
mencionó esta teoría a Simpson,
quien le respondió que era posible.
«No puedo culpar a Meares —dijo
Simpson—. Quería irse a casa y no
se quería arriesgar a perder el barco.
Por supuesto, en aquel momento
nadie sospechaba que pudiera
suceder una desgracia.» Cherry-
Garrad ofreció su opinión al
respecto:
Temo que es cada vez más
evidente que el hecho de no
reabastecer el depósito fue un acto
más o menos intencionado por parte
de Meares. Siempre he tenido la
vaga impresión de que Meares
defraudó a sus compañeros y
también creo que logró salvarse de
las críticas que le correspondían...
Meares demostró ser un
cobarde cuando se negó a
descender por una grieta durante el
viaje de instalación de los
depósitos, a pesar de que Scott se lo
pidió. Es posible que parte de la
decisión de Scott de no llevar a los
perros al polo se debiera a que
sabía que Meares no era muy bueno
con ellos.
Ahora sabemos que Meares
extrajo de los depósitos parte de los
víveres de los tres grupos. A
continuación, se negó a llevar
incluso las raciones más urgentes,
que acabaron transportando unos
hombres tirando de sus propios
trineos y no quiso llevar siquiera
comida para los perros.

Años más tarde, Charles Wright


opinaba que el que debió haber ido
era Meares y no Cherry-Garrard.
Meares y Gerof habían llegado de
regreso a la base con los perros el 5
de enero, así que estaban en plena
forma cuando salió Cherry-Garrard,
a pesar de haber viajado junto a
Scott durante 140 millas más de las
previstas. Hubo muchos involucrados
en lo que Scott llamó un «terrible
desastre» y cada uno de ellos ha
ofrecido su propia versión de sus
actividades o inactividad en aquella
ocasión. Scott no culpaba a nadie ni
permitía que los demás se culparan a
sí mismos. Más bien señalaba una
serie de contratiempos
imprevisibles, especialmente el
pésimo clima que desafiaba las
previsiones calculadas por Simpson
con tanto esmero.
El 10 de marzo, último día de la
espera de Cherry-Garrard en el
Depósito de Una Tonelada, un
temporal de nieve azotó a los
hombres de Scott y les obligó a
refugiarse en sus tiendas de campaña,
aunque sólo se habían desplazado
unos cientos de metros. Oates seguía
tirando del trineo, con los pies medio
muertos. Si algún sistema milagroso
hubiera permitido transportarle a
Inglaterra ese mismo día, le habrían
amputado los pies pero es probable
que hubiera conservado las piernas.
«Da la impresión de que Titus Oates
se encuentra muy cerca del final —
escribió Scott-Sólo Dios sabe lo que
hará, o lo que haremos nosotros.
Hemos hablado del tema después del
desayuno; es un tipo valiente y
comprende la situación, pero casi
nos pedía consejo. Lo único que
pudimos aconsejarle fue que siguiera
avanzando mientras fuera capaz de
hacerlo.»
Cuando el día 11 se despejó el
temporal, avanzaron casi seis millas,
una distancia menor a la que
necesitaban para evitar una muerte
segura. A pesar de los —38° C,
Oates trató de contribuir al esfuerzo
colectivo, pero ese día se le
congelaron los dedos de la mano y
quedaron inutilizados. A partir de
entonces se convirtió en una carga
para los demás, al igual que lo había
sido Taff Evans. Era un lastre más
incómodo que los dieciséis kilos de
muestras de roca, que no gastaban
provisiones ni provocaban horas de
retraso. Aquel día, Bowers decidió
que ya no podía realizar el esfuerzo
necesario para tomar sus notas
meteorológicas, ininterrumpidas
desde el inicio de la expedición. El
estado físico de Wilson se había
deteriorado tanto que al final de la
jornada, era incapaz de agacharse
para desabrochar las fijaciones de
los esquís. El día 12, Oates no pudo
contribuir mucho, pero lograron
recorrer siete millas bajo un frío
intenso y sin la más leve brisa
favorable.
Scott calculó que tras reducir el
número de horas disponibles para
viajar, por culpa de los cuidados que
necesitaba Oates, cuyos dedos
congelados no le permitían vestirse
ni comer por sí mismo, sólo podrían
recorrer seis millas por día y les
quedaba comida suficiente para seis
días: en el mejor de los casos,
recorrerían treinta y seis millas. El
Depósito de Una Tonelada se
encontraba a cuarenta y ocho millas
de distancia. Quizá una distancia de
doce millas sin provisiones no
parezca gran cosa, pero en aquellas
circunstancias no era probable que
los hombres llegaran vivos de haber
intentado recorrerla.
En un trance como aquél, quizá
incluso el caballero inglés más
flemático habría empezado a buscar
un final más digno. Esperar una
muerte lenta en la tienda de campaña
podía convertirse en una pesadilla de
varios días y noches, observando a
los demás mientras cada gramo de
vida se alejaba de sus cuerpos,
conservando la remota esperanza de
oír los ladridos de unos perros
enviados desde el cabo Evans. La
muerte en pleno viaje puede parecer
una opción seductora para aquellos
que no conocen las condiciones,
especialmente cuando dicen que
morir en la nieve no duele, pero por
mi parte, sólo elegiría esa muerte
como último recurso.
Todos los grupos de la
expedición de Scott llevaban un
botiquín, con suficientes pastillas de
opio para que todos los hombres
tuvieran una muerte digna, si las
condiciones devinieran intolerables.
«Tuve que ordenar a Wilson que me
entregara los medios necesarios para
poner fin a nuestros problemas —
escribió Scott—, para que todos
supiéramos qué debíamos hacer si
llegábamos a ese extremo. A Wilson
no le quedó más remedio que
obedecer, ya que si no lo hubiera
hecho, habríamos saqueado el cajón
de las medicinas. Tenemos 30
pastillas de opiatos por cabeza y
Wilson conserva un tubo de
morfina.»
El 13 de marzo se encontraron
con un viento fuerte del norte y una
temperatura que rayaba los —40 °C,
con una sensación térmica provocada
por el viento de —90 °C. Tomaron la
decisión acertada de pasar la mayor
parte del día en la tienda de
campaña, cada uno con sus pastillas
en el bolsillo. Considerando que los
hombres preferían enfrentarse al
temporal y defecar en el exterior, en
vez de pasar la vergüenza de hacerlo
en el interior de la tienda, lo más
probable es que todos decidieran que
si se tomaban las pastillas, a
continuación saldrían de la tienda
para morir en la nieve, para no
obligar a los compañeros a soportar
su agonía. Es probable que el
primero en pensar algo así fuera
Oates, que llevaba algún tiempo
soportando un dolor tan atroz como
la mayoría de los seres humanos no
conocerán en su vida.
El 14 de marzo, las tan
esperadas brisas del sur les
infundieron nuevas esperanzas.
Aquel viento era el que tendría que
haber dominado todo el trayecto de
regreso por la Gran Barrera. De
algún modo inexplicable, lograron
enfundar a Oates en su ropa de
abrigo, recogieron el campamento y
lo cargaron todo en el trineo. Con
una temperatura de —42° C al
mediodía, recorrieron unas cuantas
millas antes de que rolara el viento y
les obligara a instalar su
campamento. Wilson estaba en mal
estado, así que Scott y Bowers
montaron la tienda sin su ayuda. «Las
condiciones fuera de la tienda son
atroces —escribió Scott, el único
que aún escribía su diario—. Habrá
que resistir mientras hasta el último
gramo de nuestras fuerzas.» Parece
evidente que el capitán no pensaba
tomarse las pastillas, pero ¿qué
opinaban los demás sobre el
suicidio?
Wilson era un hombre de
rigurosos principios morales y se
oponía con vehemencia a algo que
era contrario a los diez
mandamientos. Por eso se resistió a
repartir las pastillas de opio, pero
con los años había cambiado su
actitud hacia los dilemas éticos en
las expediciones polares. Cuando en
los primeros días de la expedición
del Terra Nora, Taylor le preguntó
qué debían hacer si un miembro de
un grupo se rompía una pierna
durante un viaje, Wilson había
respondido que debían montar un
campamento más o menos
permanente... y esperar hasta que les
salvaran, o hasta que la pierna
estuviera curada. Sin embargo diez
años antes, durante la expedición del
Discovery, Wilson había declarado a
un periodista que según un viejo
código de honor entre exploradores
polares, quien cayera enfermo
durante un viaje y pusiera en peligro
a sus compañeros debía «alejarse
caminando».
Quizá era Bowers quien lo tenía
más claro, con unos principios
morales tan estrictos como los de
Wilson y un sentido inquebrantable
de la lealtad: él había dicho que
estaría «junto a Scott hasta el final»,
y sin duda lo decía en serio. Bowers
no quiso pastillas de opio. Sin
embargo, durante los momentos más
sombríos del viaje invernal al cabo
Crozier, había hablado del tema con
Cherry-Garrard. «Bowers había
ideado un método para quitarse la
vida con un piolet, si llegaba el
momento —escribió más adelante
Cherry-Garrard—, aunque no tengo
ni idea cómo pensaba lograrlo.
También mencionó la posibilidad de
saltar al fondo de una grieta y en
última instancia, recurrir al botiquín.
En aquel momento sus palabras me
horrorizaron; jamás me lo había
planteado con tal seriedad.»
Cabe decir que Cherry-Garrard
no tardaría en decidir cuál era su
postura ante el dilema: «Si te rompes
una pierna en el glaciar Beardmore
—escribió—, debes pensar en la
forma más expedita de quitarte la
vida, tanto por ti como por tus
compañeros».
Más adelante, Ponting escribió
sobre una pregunta que había
planteado a Oates en 1911, en el
cabo Evans: ¿Qué debía hacer un
hombre lesionado, qué se había
convertido en un lastre para sus
compañeros? Oates respondió sin
dudarlo que los expedicionarios
debían llevar un arma y que «si
alguien se lesiona, deben ofrecerle el
privilegio de usarla».
¿Opinaba Scott que Oates debía
tomar sus pastillas de opio, para
darles a los demás una remota
posibilidad de sobrevivir? En caso
afirmativo, ¿cuándo empezó a pensar
así? No tenemos ninguna prueba en
uno u otro sentido sobre la opinión
de Scott al respecto y él era el único
que conocía las sensaciones e ideas
contradictorias que debían acosarle
durante unas horas y días de
prolongada agonía, intercaladas con
momentos de esperanza pero
dominadas por el desaliento. Hay
quien ha sugerido que la moral de
Scott empezó a decaer desde el
mismo instante en que se topó con la
bandera noruega en el polo y que
prefería recurrir a un suicidio
glorioso que a un deprimente viaje
de regreso. De ser así, ¿por qué
dedicó tantos esfuerzos al viaje de
regreso? «Nuestros compañeros
indispuestos nos han retrasado mucho
—escribió Bowers a su madre—, y
ahora nos falta combustible y
comida.»
Parece evidente que en opinión
de Bowers, si Taff y Oates se
hubieran lanzado a una grieta en vez
de tratar de resistir, los demás
habrían podido sobrevivir. Sin
embargo esta opinión, que Scott
parecía compartir, no equivalía a una
declaración filosófica sobre el
suicidio.
A partir del 14 de marzo, Scott
dejó de escribir en su diario con
tanta frecuencia, y cuando lo hacía,
las fechas eran confusas. No consta
ninguna anotación del día 15 de
marzo, pero el día 16 o 17, Scott
escribió que:

He perdido la cuenta de los


días... Anteayer, el pobre Titus
Oates dijo que ya no podía seguir;
propuso que le dejáramos en su
saco de dormir. Pero eso no lo
podíamos hacer y le convencimos
para que nos acompañara durante
la marcha de la tarde... Se esforzó y
logramos avanzar unas millas. Por
la noche empeoró y sabíamos que
no tardaría en llegar su fin...
Anteanoche durmió a pierna suelta,
con la esperanza de no despertar
nunca más, pero ayer por la mañana
despertó de todos modos. Soplaba
una ventisca y en un momento, dijo
que «voy a salir y quizá esté fuera
algún tiempo».
Se alejó bajo la ventisca y no
le hemos vuelto a ver desde
entonces.
Eso sucedió el 16 de marzo.
Gran, que más adelante salió a
buscar el cuerpo de Oates, ofreció su
versión sobre lo ocurrido aquella
noche: «Rugía un temporal atroz —
escribió—. Reinaba el caos en la
Gran Barrera y la temperatura era de
unos —40° C. Por la noche, Oates
salió del saco de dormir y utilizó sus
últimos vestigios de fuerza para salir
por la puerta. Scott le permitió que
tomara una decisión tan desesperada.
Tratar de detener a Oates habría
supuesto contribuir a su tortura y
descuidar los intereses de Wilson y
Bowers.
Oates había dejado sus botas
finnesko en la tienda. Tenía los
dedos inutilizados, incapaces de
desabrochar los cierres de la puerta
para salir. Alguien tuvo que ayudarle
a hacerlo. Con una ventisca en el
exterior, la puerta estaría cerrada y
amarrada con unos lazos congelados,
que eran difíciles de manejar incluso
con los dedos en perfecto estado.
Después de la salida de Oates,
alguien tuvo que amarrar de nuevo
los cierres al instante, para evitar la
entrada de nieve de la ventisca y
perder los pocos grados de calor
acumulados en la tienda.
Ya en las fauces del temporal,
Oates no debía ver ni oler nada y lo
único que debía oír era el rugido del
viento. Con o sin guantes, sus manos
congeladas no le habrían permitido
realizar las acciones más sencillas.
Incluso llevarse las pastillas de opio
a la boca habría resultado imposible.
Si tomó las pastillas, lo hizo en la
tienda sin que los demás se fijaran, o
por lo menos sin que comentaran
nada al respecto. Es posible que
quisiera desabrocharse la ropa para
morir más rápido, pero sus dedos no
le habrían permitido hacer ni eso. Lo
más probable es que el sufrimiento
físico desapareció en cuestión de
diez minutos, a medida que las
terminaciones nerviosas se
congelaban, desde las extremidades
hasta el centro de su cuerpo. Sus
pensamientos no debieron tardar
mucho en desvanecerse, a medida
que la mente y el espíritu de Titus
Oates se alejaban de la Antártida,
quizá rumbo a las caballerizas de
Gestingthorpe, en su Essex natal.
Tenía treinta y dos años de edad.
Poco antes de salir de la tienda,
se dirigió al hombre que con tanto
esmero había cuidado de él, Wilson,
y le pidió que entregara su diario a
su madre. También le pidió a Wilson
que le dijera que su hijo la quiso
hasta el final. Wilson escribió una
carta a la señora Oates en su diario:

Este es un final triste para


nuestra empresa. Dios es testigo de
que su hijo tuvo una muerte muy
noble. Jamás había presenciado
tanta valentía como la que demostró
él en todo momento, aun con los dos
pies congelados... jamás se quejó
del dolor. Fue todo un ejemplo.
Estimada señora Oates, al final me
pidió que la visitara y le llevara su
diario. También me pidió que le
dijera que usted es la única mujer a
la que quiso en su vida.

Scott también escribió una carta


a la señora Oates, alabando las
cualidades de su hijo. «Sabíamos que
el pobre Oates se dirigía a su muerte
—escribió en su diario—. Fue un
acto de valentía... Todos esperamos
que, llegado el momento, sabremos
enfrentarnos al final con el mismo
espíritu... Y sin duda no falta mucho
para el final.»
Dos horas después de que Oates
saliera de la tienda, el viento amainó
un poco y los hombres se levantaron
para avanzar algunas millas más, con
el saco de dormir y las botas de
Oates. Las dejaron en el siguiente
hito, que marcaba otro campamento
instalado con los ponis, junto con la
cámara y el teodolito, que ya no les
servían de nada. Sin embargo, no
dejaron los dieciséis kilos de rocas a
las que atribuían un gran valor
científico, especialmente Wilson, que
las había recogido. El 18 de marzo,
los tres hombres tiraron del trineo
hasta llegar a una distancia de 21
millas del Depósito de Una
Tonelada, pero ese día Scott perdió
toda la sensibilidad de tres o cuatro
dedos de su pie derecho. Con su
habitual espíritu de autocrítica,
achacó el incidente a su propia
negligencia, pero eso no impidió al
grupo completar una marcha
magnífica de diez millas, el día
siguiente. Llegaron a una distancia de
once millas del Depósito de Una
Tonelada, pero les detuvo otro
temporal de nieve. Sin el retraso
provocado por Oates, habían logrado
aumentar la velocidad de marcha.
«Aún estoy fuerte —escribió
Bowers a su madre el 22 de marzo
—, y espero alcanzar este depósito
con el doctor Wilson, para recoger el
combustible y la comida que
necesitamos para salvar nuestras
vidas. Sólo Dios sabe lo que nos
pasará en esa marcha de veintidós
millas... pero confío en El y en la
gracia infinita de mi Señor y
Salvador, en quien tú me enseñaste a
confiar y quien se ha convertido en el
puntal de mi vida... Quiero
asegurarte que no habrá deshonor y
que habré luchado hasta el final.»
Wilson escribió a su mujer,
también el 22 de marzo: «Birdie y yo
vamos a tratar de alcanzar el
depósito, a once millas de distancia
hacia el norte, y después regresar a
la tienda con el capitán Scott, que
tiene un pie congelado... Quizá caiga
por el camino y me duerma en la
nieve... Ningún destino es adverso
para los que aman a Dios y sin duda,
mi Ory, tú y yo le hemos adorado
durante todas nuestras vidas... Aquí
hemos realizado un buen esfuerzo
hasta el final y no tenemos de qué
avergonzarnos. El historial de toda la
expedición está limpio... Nos ha
derrotado la Barrera, aunque
logramos alcanzar el polo».
El plan de organizar una
avanzadilla de dos hombres, descrito
el 21 de marzo en el diario de Scott
como un «intento desesperado», no
duró mucho. «El temporal de nieve
está peor que nunca —escribió Scott
un día más tarde—. Wilson y Bowers
no han podido salir; mañana será su
única oportunidad. Ya no nos queda
combustible y apenas hay comida
suficiente para dos o tres días... El
fin debe de estar cerca. Hemos
decidido que lo mejor será una
muerte natural: todos marcharemos
hacia el depósito, con o sin nuestros
efectos personales, y moriremos en
el camino.» En aquel momento, los
tres hombres aún pensaban hacer un
último intento desesperado de
alcanzar el depósito.
No existe documento alguno que
indique por qué abandonaron ambos
planes, pero en condiciones tan
comprometidas como aquéllas, las
ideas fantásticas se suceden a gran
velocidad. En el preciso instante en
que una idea parece ser la mejor
opción, cambian las condiciones del
tiempo y otro plan se convierte en la
opción preferida. El 21 de marzo se
quedaron sin combustible por
primera vez, con temperaturas
extremadamente bajas en todas partes
excepto en el interior de sus sacos de
dormirles probable que todos
comprendieran que ya no podían
seguir tirando del trineo durante un
día entero. Lo único que tenían para
beber era nieve sin derretir, que
bajaba la temperatura corporal al
consumirla. Habían llegado al punto
en el que ya no era factible tirar del
trineo cargado durante el mínimo de
doce horas que necesitarían para
alcanzar el Depósito de Una
Tonelada.
Wilson, o quizá Bowers, que
aún conservaba más fuerzas que su
compañero, sugirió que trataran de
alcanzar el depósito con el trineo
vacío, llevando tan sólo los sacos de
dormir. La tienda de campaña era el
artículo más pesado que llevaban. El
pie inutilizado de Scott no le
permitía avanzar rápido, así que él
permanecería en la tienda mientras
los demás trataban de alcanzar el
depósito para recoger comida y
combustible, antes de regresar a
recoger al capitán. Scott debió de
pensar que era un plan desesperado,
pero no se opuso a él y los dos
hombres redactaron cartas de
despedida a sus seres amados,
mientras esperaban que amainara el
viento.
Sin embargo el viento no
amainó, así que Wilson y Bowers
tomaron la decisión sensata de no
moverse. Ambos habían reconocido
en sus cartas que un viaje sin tienda
de campaña en aquellas condiciones
equivaldría a una misión suicida.
Seis días antes, Wilson no había
tenido fuerzas suficientes para ayudar
a Scott y a Bowers a montar la
tienda, e incluso le costó
desabrocharse sus propios esquís. El
21 o el 22 de marzo, escribió una
nota dirigida a sus padres: «Dos de
los cinco ya han fallecido y los tres
que quedamos estamos en las
últimas».
Es posible que Wilson tuviera
ánimos para tratar de alcanzar el
Depósito de Una Tonelada, pero lo
más probable es que su estado físico
hubiera convertido cualquier intento
en un fracaso. Sin embargo, en
principio es posible que un intento de
Bowers de alcanzar el depósito en
solitario hubiera tenido más éxito,
contando con la posibilidad de que
ahí le esperara el equipo con los
perros. En realidad, doce días antes
habría encontrado ahí a Cherry-
Garrard, que no tenía intención de
moverse del depósito. El viento
soplaba del oeste-sudoeste y seguiría
así durante varios días, de modo que
la vela del trineo no serviría de gran
ayuda. Mientras soplara el viento, las
huellas de los esquís y los trineos
podían desaparecer de la noche a la
mañana; Wilson y Bowers
decidieron permanecer en sus sacos
de dormir. Si estaban destinados a
morir, lo mejor sería enfrentarse
juntos a la muerte. Si fallecían en el
exterior como lo había hecho Oates,
con la tienda cargada en el trineo,
nadie encontraría sus cuerpos y no se
sabría si habían alcanzado el polo.
El día 22 o 23 de marzo, Scott
anotó en su diario que los tres harían
un intento de Llegar hasta el depósito
y fallecerían juntos por el camino,
pero no llevaron a la práctica esta
idea. A partir de aquel día, no tenían
nada para comer y lo único con lo
que contaban para apaciguar la sed
era la nieve, derretida en sus bocas.
A un ritmo agónico, la vida se les
escapaba mientras esperaban en los
sacos de dormir.
El 27 de marzo, Atkinson y
Keohane salieron a la Gran Barrera
tirando de un trineo, en un último
intento de localizar al equipo del
polo. El 30 de marzo abandonaron la
búsqueda y regresaron para pasar
otro invierno en el cabo Evans.
Ambos estaban en forma, contaban
con material en buen estado y, lo que
es más importante, no sufrían el
lastre de los dedos lesionados y
congelados. Y sin embargo, no
lograron avanzar más de treinta y
cinco millas en la Gran Barrera.
En mi opinión, forjada tras
treinta años de desplazamientos
polares, a veces en condiciones de
ventisca, ni Bowers ni Wilson
habrían sobrevivido más de unas
horas sin tienda de campaña en las
condiciones del temporal que
soplaba ese 21 o 22 de marzo, con o
sin la presencia de Scott. De modo
que permanecieron en sus sacos de
dormir, contando sólo con el calor
cada vez más exiguo de sus cuerpos
para mantenerse con vida. Sin
comida ni combustible, debieron
perder energías rápidamente y
cuando el 29 de marzo, el viento
finalmente amainó hasta lo que Scott
describió como un «vendaval
constante», estarían demasiado
debilitados para emprender el viaje.
Desde su llegada a la Gran
Barrera un mes antes, la falta de
combustible les había obligado a
beber menos agua de la que habría
sido recomendable y, por
consiguiente, a padecer un
debilitamiento acumulativo
provocado por la deshidratación.
Cuanto más tiempo pasas en un saco
de dormir oyendo el rugir del viento
en el exterior de la tienda, más difícil
es levantarte para enfrentarte a los
elementos. Empieza a convertirse en
un desafío descomunal sentarse
erguido en el saco de dormir y ya no
digamos enfrentarse a los cierres de
la puerta; al tratar de deshacer los
nudos, cae una cascada de hielo de la
condensación en el interior de la
tienda y hay que morderse los labios
para no gritar, ante el dolor de unos
dedos en carne viva y unos pies por
los que empieza a circular de nuevo
la sangre.
No hay ninguna evidencia de
que los tres hombres salieran de la
tienda después del 23 de marzo. No
les haría falta salir para defecar, ya
que a esas alturas estaban famélicos
y deshidratados.
De haber querido Bowers
seguir por su cuenta y de haber
contado con la fuerza necesaria, nada
se lo habría impedido. Sentía una
fuerte lealtad hacia Scott, pero no
dejaba de tener su propio criterio. Al
igual que Crean había esquiado solo
para salvar a Teddy Evans, Bowers
habría hecho lo mismo, de haber
considerado que existía una mínima
posibilidad de salvar a Scott y a
Wilson. El año anterior, al quedar a
la deriva en los témpanos de hielo,
Bowers había hecho caso omiso
cuando Scott le había exhortado a
que abandonara a los ponis, para
salvarse a sí mismo. Sólo obedeció
las órdenes y se puso a salvo
después de comprobar que no había
ninguna posibilidad de rescatar a los
ponis.
Tampoco existe evidencia
alguna de que Bowers o Wilson
permanecieran en la tienda de
campaña por abnegada lealtad hacia
Scott, ni que él lo hubiera deseado.
Lo único que sabemos es que los tres
hombres fallecieron juntos en la
tienda sin calor, comida o agua. Scott
escribió la que sería la última
anotación en su diario en lo que él
calculó que era el 29 de marzo,
mostrando aún el pulso firme y una
lucidez inquebrantable.

Cada día hemos estado listos


para salir hacia el depósito, que
sólo se encuentra a once millas de
distancia, pero el panorama en el
exterior de la tienda sigue siendo el
de un vendaval impenetrable. No
creo que podamos albergar ya
muchas esperanzas. Aguantaremos
hasta el final, pero sin duda
estamos cada vez más debilitados y
el fin no puede estar muy lejos. Es
una lástima, pero ya no creo que
pueda escribir más.
R. Scott

En las anotaciones realizadas


durante toda la expedición, era
habitual que Scott utilizara tanto la
primera persona en singular como en
plural para referirse a sí mismo, de
modo que no podemos confirmar que
los demás siguieran con vida el 29
de marzo. En cualquier caso, el
capitán fue el último en escribir en su
diario.
El solo hecho de que Scott
conservara la fuerza y la lucidez
necesarias para escribir esas
palabras, tras unos seis o siete días
sin comida y combustible demuestra
lo que Cherry-Garrard describió
como «su gran arrojo». Las últimas
palabras escritas del capitán reflejan
su temor de que dejaba
desamparados a los deudos de
aquellos que habían fallecido en la
expedición: «Ultima anotación: por
el amor de Dios, cuidad de nuestra
gente».
Scott no albergaba dudas de que
él era el culpable de la tragedia que
había terminado con la vida de sus
compañeros y estaba a punto de
terminar también con la suya, ya que
la expedición era su proyecto. En una
carta a la esposa de Wilson, escribió
que su marido «jamás pronunció una
palabra de reproche por haberle
embarcado en este desastre».
Durante toda su vida como adulto,
Scott había sentido preocupación
sobre su capacidad de mantener a su
madre, a sus hermanas y en tiempos
más recientes, también a su esposa y
su hijo. Ahora también se sentía
responsable de los hijos, esposas y
demás deudos de «los nuestros». No
tenía una sólida fe religiosa como
Bowers y Wilson, pero dio muestras
de creer más que la mayoría de los
agnósticos en un Dios al que se
acogió al rogar por el cuidado de los
deudos.

La persona más capacitada para


determinar la causa de la muerte de
los tres hombres era el cirujano
naval que les encontró, ocho meses
más tarde. Atkinson declaró sin lugar
a dudas que ninguno de los cuerpos
mostraba señales de escorbuto. Sin
embargo, los críticos de Scott han
sugerido que la conclusión del
médico fue una treta para
salvaguardar la reputación de Scott,
ya que en aquella época, se
consideraba que el escorbuto era la
marca de una expedición mal
organizada.
Si los que creen que el
escorbuto mató a los hombres de
Scott prescinden del informe oficial
de Atkinson, ¿cómo explican el
hecho de que el escrupulosamente
honesto y pío Wilson jamás
mencionara síntomas de escorbuto en
cualquiera de los cinco hombres que
viajaron al polo? Durante la
expedición del Discovery, Wilson
había anotado cada síntoma de
escorbuto que mostraban Scott,
Shackleton y él.
Los críticos pueden argumentar
que si el escorbuto afectó a Teddy
Evans, debió afectar también a los
otros. Sin embargo, el mismo Evans
presentó la solución a esa aparente
anomalía, cuando explicó que había
pasado siete semanas antes de la
salida del equipo del cabo Evans en
diversas salidas de inspección
topográfica e instalación de
provisiones en los depósitos, durante
las cuales sólo consumió raciones de
viaje, mientras que los demás
consumían carne fresca a diario en la
base.
En Inglaterra, los veteranos del
Discovery intercambiaron cartas
sobre la expedición del Terra Nova.
Recordaron a Scott, Wilson y
Shackleton a su regreso del viaje
hacia el sur, aquejados de escorbuto
a pesar de que aquel viaje fue mucho
más corto. «Apuesto cien contra uno
que el motivo principal fue el
escorbuto», escribió Skelton a
Hodgson. El escorbuto era la
respuesta fácil, pero a la vista de las
pruebas, también era una respuesta
equivocada. Evans había recorrido
400 millas más tirando de su propio
trineo que los hombres del equipo
del polo. El informe también
declaraba que Scott, Wilson y
Bowers habían muerto de
«congelación y debilitamiento».
Charles Wright, que observó a
los cuerpos, estaba convencido de
que les habían matado el hambre y el
frío. Roald Amundsen estudió la
expedición de Scott un año más
tarde: «Scott y sus compañeros
fallecieron durante el viaje de
regreso del polo —escribió el
noruego—, no porque les
desmoralizara nuestra llegada
anterior, sino por culpa del hambre,
ya que no estaban en condiciones de
conseguir suficiente comida».
Los nutricionistas han pasado
años tratando de averiguar si las
raciones de Scott pudieron debilitar
a sus hombres. Los resultados
obtenidos por los estudios de Mike
Stroud, sobre nuestro viaje con trineo
en 1993, demuestran que no
consumimos suficientes calorías y
que al igual que los hombres de
Scott, la nuestra era una dieta de
hambre. Tanto ellos como nosotros
habríamos llevado más comida de
haber sido posible, pero la logística
no nos lo permitía. Mike declaró que
en su opinión, les faltaban vitaminas
a las raciones de Scott, mientras que
les sobraba proteína y les faltaba
contenido energético, al igual que
nuestra dieta. Las raciones de Scott
eran más abundantes que las
utilizadas por Shackleton en 1908 y
habrían resultado más que
suficientes, de no haberse topado con
unas condiciones meteorológicas
extraordinarias en la Gran Barrera.
Un fallo reconocido de las
raciones de altura, aunque no lo
sabían entonces, era la pérdida de
400 calorías diarias por la diferencia
de altitud entre la meseta y el nivel
del mar, donde se realizaron las
pruebas de las raciones en el viaje al
cabo Crozier. Otro factor señalado
era la falta de vitaminas. En tiempos
de Scott, ni él ni nadie sabían de qué
se trataban las vitaminas, que sólo se
investigaron a fondo después de su
fallecimiento. Toda una generación
de especialistas utilizaron a Scott
como ejemplo de sus nuevas teorías
de falta de vitaminas, sin disponer de
los datos completos de la expedición
del Terra Nova. Por consiguiente,
varias generaciones han crecido
pensando que Scott falleció por
culpa de la falta de vitaminas.
Cuando los hombres de Scott
llegaron a la base del glaciar
Beardmore, después de recorrer
distancias impresionantes a pesar del
retraso provocado por Tarf Evans,
consumieron cantidades copiosas de
carne de pony, prácticamente cruda,
que contenía suficiente vitamina B y
C como para evitar el escorbuto o la
pelagra, otra de las dolencias
provocadas por la falta de vitaminas.
Si el equipo del polo hubiera viajado
durante cuatro meses sin consumir
carne fresca, algunos de los hombres
habrían empezado a padecer los
primeros síntomas, pero no fue el
caso. El único papel que jugó la
comida en la muerte de los hombres
de Scott fue por culpa de su ausencia
al final del viaje. Fallecieron por una
combinación de factores: hambre,
deshidratación y frío, y habrían
muerto mucho antes de haberse
enfrentado al calor extremo del
desierto. Mucho antes de que llegara
su hora, habían consumido cada
gramo de alimentos que llevaban,
excepto «un poco de azúcar y una
bolsita de hojas de té».
¿Fallecieron por sus propios
medios, mediante la ingestión de
opio o morfina? No según el informe
del doctor Atkinson: «Basándome en
los hechos, puedo asegurar con
certeza que todos fallecieron por
causas naturales —escribió—. Dudo
que otros hombres hayan tenido una
muerte más noble que ellos». En
1930, alguien informó a Cherry-
Garrard que al inspeccionar el
botiquín del grupo de Scott,
comprobaron que «los tubos de
opiáceos y de morfina estaban
vacíos, mientras que la jeringa
hipodérmica estaba llena». Esto
indicaría que Wilson no se había
administrado una inyección y que se
habían repartido todas las pastillas.
Ni Wilson ni Bowers eran
partidarios del suicidio, que en su
opinión era un pecado mortal,
mientras que la muerte de Scott no
parecía haber sido fruto de una
pacífica salida mediante opiáceos.
«Tenía un aspecto horrible —
escribió Gran, tras presenciar el
cuerpo de Scott—Era evidente que lo
había pasado mal al final. Tenía la
piel macilenta y afectada por la
congelación en todas partes.»
«Disponemos de una última
media carga de combustible para el
hornillo y de un poco de alcohol para
quemar —escribió Scott, el 18 de
marzo—; eso es lo único que nos
separa de la sed.»
Sin embargo, aún estaba vivo y
en condiciones de escribir su diario
al cabo de once días y noches, ya que
la última anotación en su diario data
del 29 de marzo. Entre las páginas de
su diario y en el suelo junto a él,
encontraron doce cartas escritas por
el capitán. Había escrito algunas
durante los descansos del mediodía
para comer, antes de instalarse en el
último campamento. Otra databa del
16 de marzo y otra más, del 24,
aunque casi todas no estaban
fechadas. Durante ocho días
terribles, casi tan oscuros en el
interior de la tienda congelada como
las noches sin sol, los que siguieran
con vida sobrevivían sin comida o
agua, sin calor y sin luz.
¿Es posible, sin recurrir a la
especulación, saber algo de lo que
ocurrió entre los hombres en su
tumba viviente, antes del
fallecimiento del último de ellos?
Mientras Scott escribía una
carta a James Barrie, durante varias
horas o incluso días, los otros
hombres seguían con vida. De sus
palabras podemos extraer alguna
pista sobre la comunicación entre
ellos, mientras esperaban la muerte.
Lejos de considerar que el viaje
había sido un fracaso, los tres
estaban orgullosos de lo que había
sido una hazaña excepcional con el
trineo.
«Hemos completado la mayor
marcha realizada jamás y hemos
rozado un éxito enorme... Estamos en
unas condiciones lamentables —
escribió Scott—, con los pies
congelados, sin combustible y a
mucha distancia de la comida, pero
te animarías mucho si entraras en
nuestra tienda, escucharas nuestras
canciones y nuestras animadas
charlas, sobre lo que haremos
después de llegar a Hut Point.
Estamos cerca del final —añadió
más adelante—, pero nos negamos a
renunciar al buen humor.»
Scott redactó la carta a su
esposa en varias etapas; en primer
lugar durante los descansos del
mediodía para comer, después
durante los nueve días en la tienda de
campaña. En una ocasión, escribió
que «debes comprender que hace
demasiado frío para escribir mucho».
En otra, añadió que «espero que
perdones la letra: la temperatura es
de —40° Fahrenheit y llevamos así
casi un mes». En alguna de las cartas
habla de su hijo Peter:

Tenía muchas ganas de


ayudarte a criar a Peter... Trata de
avivar su interés por las ciencias
naturales... Debo escribir una carta
para él, si el tiempo lo permite,
para que la lea de mayor. El vicio
heredado de mi lado de la familia es
la desidia; deberá guardarse de ella
y tú deberás ayudarle a hacerlo. Yo
tuve que obligarme a ser activo,
como bien sabes, para superar mi
tendencia natural a la ociosidad. Mi
padre era un ocioso y eso le generó
muchos problemas.

En otra ocasión menciona la


posibilidad de que Kathleen se case
de nuevo.

Sabes que no albergo


entelequias sentimentales sobre las
segundas nupcias. Cuando conozcas
al hombre adecuado, capaz de
ayudarte en la vida, deberás
recuperar tu naturaleza jovial... Yo
no he sido un buen marido, pero
espero convertirme en un buen
recuerdo. Te aseguro que no te
puedes avergonzar del final que me
ha tocado... Trataré de escribir un
poco más, más adelante,
aprovechando los reversos de las
páginas. He escrito varias cartas en
páginas sueltas de este tomo.
¿Podrás ocuparte de que lleguen a
sus destinatarios? Querida, te ruego
que te portes bien con mi querida
madre... Trata de mantenerte en
contacto con Etty y las demás... No
he tenido tiempo de escribir a sir
Clements, pero dile que me he
acordado mucho de él y que jamás
me arrepentí de haberme puesto al
mando del Discovery.

Cuando Bowers y Wilson se


durmieron y debilitados por el
hambre, la deshidratación y el frío,
sus corazones dejaron de latir, Scott
se quedó solo. Tenía cuarenta y tres
años de edad, la misma edad que los
principales especialistas actuales de
carreras de resistencia, así que desde
un punto de vista médico no es de
extrañar que durara más que los
hombres más jóvenes.
Los trofeos polares actuales se
entregan a aquellos que alcanzan sus
metas por el medio más difícil, sin
apoyos externos, ya sean perros o
vehículos mecánicos. Según este
criterio, la hazaña de Scott fue mayor
a la de Amundsen. En la segunda
mitad del siglo XX se realizaron
grandes desafíos geográficos, en
primer lugar por el camino «fácil»,
aprovechando todos los medios
disponibles, pero más adelante se
elige la ruta más difícil y pura. Por
ejemplo, en la década de los
cincuenta se empleó un ejército de
sherpas y de bombonas de oxígeno
para coronar el Everest, mientras que
en 1980 el más duro de los
alpinistas, Reinhold Messner,
alcanzó la cima solo y con la única
ayuda de su fuerza y su férrea
voluntad.
«No representa un menosprecio
hacia Amundsen y los demás
miembros de su equipo cuando digo
que la hazaña de Scott superó
ampliamente la nuestra —declaró
Helmer Hanssen, miembro del
equipo de Amundsen—. Imaginen lo
que supuso para Scott y sus hombres
tirar de sus propios trineos, cargados
de material y provisiones, hasta el
polo y de regreso. Nosotros salimos
con 52 perros y regresamos con
once, muchos de los cuales acabaron
el viaje agotados. ¿Qué podemos
decir de Scott y sus compañeros, que
fueron sus propios perros?
Cualquiera que tenga un poco de
experiencia se quitará el sombrero
ante la hazaña de Scott. No creo que
haya habido otros hombres con tanta
resistencia, ni creo que superen
jamás su hazaña.»
Durante décadas, los
compatriotas de Scott apreciaban lo
que habían logrado él y sus hombres,
aunque nadie comprendiera las
dimensiones de la hazaña, al llegar
casi hasta el infierno y regresar.
Hasta aquí hemos hablado de Scott y
de lo que le sucedió a él. Su legado
fue su reputación, tal como nos
sucederá a todos, pero a continuación
se detalla el sinuoso camino que
recorrió esa reputación.
18
El legado

Atkinson quedó al mando de los


trece hombres que permanecían en la
base del cabo Evans, para pasar otro
invierno. Esperaban a Scott de
regreso del polo el 27 de marzo de
1912 y a final de mes, cuando aún no
había dado señales de vida, Atkinson
y sus hombres empezaron a temer lo
peor. Los temores no se limitaban a
Scott y los suyos, ya que el equipo de
cinco hombres bajo la dirección de
Víctor Campbell, que había quedado
incomunicado por el hielo cuando el
Terra Nova trató de recogerles, se
encontraba abandonado en la costa
inhóspita al oeste, sin refugio y con
provisiones para seis semanas, que
tendrían que durar todo el invierno.
Cuando las condiciones
permitieron de nuevo los
desplazamientos, Atkinson tuvo que
decidir a qué grupo buscar en primer
lugar. Era posible que los hombres
de Campbell hubieran sobrevivido
en alguna cueva de hielo, si habían
logrado cazar suficientes focas, pero
los hombres de Scott debían estar
muertos en la aridez de la Gran
Barrera, o en el fondo de alguna
grieta del glaciar Beardmore.
Atkinson sólo contaba con hombres
suficientes para organizar una
operación de rescate a la vez.
Cuando propuso a los hombres que
decidieran por votación, todos menos
uno prefirieron buscar primero a
Scott. Si la suerte le acompañaba,
Campbell sería capaz de regresar por
su propio pie y, además, aún cabía la
posibilidad de que les rescataran por
mar. Por otra parte, si no encontraban
a Scott, todo el testimonio
documental de su viaje se perdería
para siempre.
Después de conocer la decisión,
Atkinson se dispuso a gestionar el
cabo Evans según las instrucciones
de Scott. El tabique que separaba a
los oficiales de la marinería
permaneció en su lugar y no hubo
cambios en las rutinas del
campamento. El australiano Frank
Debenham comentó que de nuevo fue
Crean el encargado de mantener
animados a los hombres. «Este
segundo año —añadió Debenham—,
el paisaje ha perdido gran parte de su
atractivo: las auroras ya no
impresionan tanto y hace más frío...
Hay una confianza excesiva entre los
compañeros, aunque yo soy un
hombre pacífico y trato de llevarme
bien con casi todo el mundo.»
Aquel invierno hubo otros que
se resintieron de los efectos de la
aurora austral y empezaron a mostrar
señales de vulnerabilidad. Las
experiencias extremas les habían
pasado factura. En la cueva de
Campbell, el suboficial George
Abbott empezó a sufrir un colapso
nervioso entre la suciedad y la grasa
de foca, mientras que en el cabo
Evans, Cherry-Garrard mostró los
primeros síntomas de un descenso
hacia la depresión y la amargura, que
duraría el resto de su vida y le
llevaría a padecer ataques de
demencia parcial. Sin embargo, el
libro que escribiría más adelante
contribuyó a forjar la imagen de
Scott para la posteridad. Aquel
invierno, rodeado de literas vacías y
siempre pendiente por si sonaban los
pasos de unas botas finnesko en la
puerta, Cherry-Garrard dio miles de
vueltas a su papel en la aventura del
capitán. ¿Podría haberle buscado un
poco más lejos? ¿Debería haberlo
hecho?
A menudo le irritaba el oficial
que había quedado al mando en
ausencia de Scott y todo lo que hacía
Atkinson parecía estar mal. Cherry-
Garrard se enojó cuando le pidió que
saliera a buscar carne de foca. «A
veces me cuesta reservarme mis
opiniones —escribió—. No hay ni
una tarea peligrosa o difícil que no
me haya tocado en algún momento:
instalar depósitos, llevar a los ponis
por el hielo marino, realizar un viaje
en invierno, participar en el viaje al
sur, descargar el barco, llevar los
perros hacia el sur... Estoy
trabajando hasta que inevitablemente,
sufra un colapso. Este invierno he
pasado por un infierno al que espero
no tener que enfrentarme nunca más.»
Cuando llegó de nuevo la época
de los viajes en noviembre, Atkinson
salió por la ruta de los hitos que
atravesaba la Gran Barrera, con diez
hombres y provisiones suficientes
para llegar hasta la cima del glaciar
y de regreso, tiradas por ocho muías
y todos los perros disponibles. El
objetivo del viaje consistía en
averiguar lo que le había sucedido al
líder y a sus amigos, además de
recuperar los diarios y documentos
del viaje.
El 12 de noviembre de 1912 y a
once millas del Depósito de Una
Tonelada, el canadiense Charles
Wright se desvió hacia la derecha
tras vislumbrar algo en la superficie
de la nieve. Resultó ser la punta de la
tienda de campaña de Scott, que aún
no estaba completamente enterrada
por la nieve. Desenterraron la tienda
y el trineo con sumo cuidado. «Se me
escaparon algunas lágrimas —
escribió Thomas Williamson, que
había acompañado a Scott tanto en la
expedición del Discovery como en la
del Terra Nova—, y sé que a los
demás también. Nos llevamos una
impresión terrible, aunque en el
fondo sabíamos que encontraríamos
algo así... Me costó mirarle, pero
cuando me decidí a levantar la
mirada, tenía un aspecto espantoso...
La cara y las manos del capitán Scott
parecían alabastro envejecido. Tenía
la cara transida de dolor y las manos
llenas de heridas por la
congelación... Debieron sufrir
muchísimo... Bautizamos aquel lugar
con el nombre de Campamento
Desolación.»
Charles Wright explicó que
Atkinson leyó en voz alta pasajes del
diario de Scott, que explicaban lo
que había sucedido a los integrantes
del equipo del polo: cómo habían
alcanzado el polo el 18 de enero,
pero se habían encontrado con que
los noruegos les habían ganado la
partida, tras ascender por otro
glaciar. Leyó sobre el fallecimiento
de Taff Evans y después el de Titus
Oates y a continuación, Atkinson
pronunció unas oraciones y leyó un
pasaje del oficio religioso de
difuntos. «Y ahí les enterramos —
escribió Cherry-Garrard—, en sus
sacos de dormir y envueltos en las
lonas de la tienda de campaña. Sin
duda, su trabajo no ha sido en vano.»
Uno a uno, los hombres se
arrodillaron en la entrada del
campamento de los difuntos. «Jamás
olvidaré aquella escena», declaró
Cherry-Garrard.
Mientras buscaban los diarios y
las cartas de los difuntos entre sus
enseres y en su ropa. Tuvieron que
mover el brazo de Scott. En el
exterior, Gran oyó un sonido. «Fue el
chasquido de una rotura —explicó—.
Era el brazo de Scott.»
Comentaron que la tienda estaba
bien montada y que el interior estaba
ordenado. Recogieron todo lo que
encontraron, para entregarlo a los
familiares de los difuntos, y se
llevaron las muestras de roca para
que las analizaran geológicamente.
El inventario del contenido de la
tienda, redactado por Atkinson,
incluía todas las pastillas de opio y
la ampolla de morfina. También
recogieron los documentos que se
convertirían en la base de la fama de
Scott, sus cuadernos de notas y dos
rollos de fotografías, tomadas por
Bowers. Gran esbozó en su diario un
croquis de la posición de los cuerpos
y un año más tarde, se lo envió a
Kathleen. En el croquis, Gran anotó
que Wilson era el único cuya cabeza
estaba orientada hacia la puerta de la
tienda, al contrario que la
descripción de la escena ofrecida
por Cherry-Garrard. Cualquiera de
los dos pudo estar equivocado, pero
Cherry-Garrard había pasado muchas
jornadas lóbregas en una tienda como
aquélla, junto a Bowers, Scott y
Wilson.
Construyeron un hito de nieve
de unos cuatro metros de altura junto
a la tienda, que desmontaron para
que las paredes de lona descansaran
sobre los tres cuerpos. Cantaron el
himno preferido de Scott —Adelante,
soldados cristianos— y se dirigieron
al sur para buscar a Oates.
Encontraron su saco de dormir, pero
no hubo rastro de él. Erigieron un
hito de nieve junto al lugar en el que
pudo haber fallecido, con una cruz y
una nota, en la que explicaban que
«En esta zona falleció un caballero
valiente y cortés: el capitán L. E. G.
Oates de los Inniskilling Dragoons.
En marzo de 1912, durante su viaje
de regreso del polo, se enfrentó
voluntariamente a la muerte bajo la
ventisca, para tratar de salvar a sus
compañeros, que padecían graves
dificultades. Esta nota es obra del
equipo de rescate, de 1912.» Cherry-
Garrard firmó la nota.
El diario de Scott contenía
revelaciones especialmente trágicas
para Cherry-Garrard, ya que
descubrió que el 8 de marzo, cuando
él aún se encontraba en el Depósito
de Una Tonelada, el capitán estaba a
63 millas de distancia, a una
distancia que podría haber recorrido
en tres días con los perros. ¡Si lo
hubiera sabido! Pero ahora que lo
sabía, el remordimiento le corroería
hasta su propia muerte, en 1959.
Gran, al que Oates llamaba
siempre «el Norskie», el noruego,
regresó esquiando a Hut Point con
los esquís de Scott, para que
completaran el viaje de regreso.
«Pienso en Scott —escribió durante
el viaje de regreso—, pienso en
Amundsen. He aprendido que existe
algo llamado amistad. He conocido a
hombres que están dispuestos a
sacrificarse por su patria o por sus
convicciones.»
Cuando los once hombres
regresaron a Hut Point les esperaban
noticias más halagüeñas, ya que el
grupo de Campbell había logrado
superar un sinfín de obstáculos para
regresar a salvo, si bien no muy
sanos, hasta la base. En 1913 regresó
el Terra Nora. Teddy Evans viajaba
a bordo como pasajero,
completamente recuperado y de buen
humor. «¿Estáis todos bien?»,
exclamó desde la cubierta. Cuando él
y los tripulantes del barco oyeron las
tristes noticias, sus ánimos decayeron
enseguida. Arriaron las banderas
decorativas y el carpintero de a
bordo, Francis Davies, construyó una
cruz conmemorativa de tres metros
de altura. Instalaron la cruz en el
cerro del Observatorio, que hoy
domina la metrópolis polar
norteamericana de la base McMurdo,
a un lado de la colina, y la base
neozelandesa Scott, al otro lado. Los
nombres de los cinco fallecidos están
grabados en la cruz, junto con unas
palabras de Tennyson: «Luchar,
buscar, hallar, y no rendirse».
El 12 de febrero, de regreso en
Nueva Zelanda, Atkinson envió
telegramas desde la estación de
Timaru a las familias de los
fallecidos y a la Central News
Agency de Londres, con la que la
expedición había alcanzado un
acuerdo de exclusividad. El día
siguiente, el capitán del puerto de
Lyttelton subió a bordo y los
hombres comprobaron el impacto
que tendría la noticia sobre un mundo
expectante. «Al desembarcar —
explicó Cherry-Garrad—, hemos
comprobado que el imperio y casi
todo el mundo civilizado está de luto.
Es como si hubieran perdido un
grupo de buenos amigos.»
La madre y las hermanas de
Scott acababan de perder el tercero y
último hombre de su familia, su
querido Con. Kathleen no se enteró
de la noticia junto con el resto del
mundo, ya que se encontraba en alta
mar para reunirse con Scott, a su
esperado regreso a Lyttelton con el
Terra Nova. No tenía la menor idea
de que había enviudado once meses
antes. A principios de marzo del año
anterior, la prensa se había
confundido momentáneamente con la
noticia de Amundsen y los titulares
londinenses habían celebrado la
«Brillante victoria: Scott en el polo
sur». A Kathleen le habían llovido
mensajes de felicitación, incluso
después de recibir la decepcionante
corrección de la noticia, de que por
lo que sabía Amundsen, Scott no
había llegado aún al polo. Nadie
había sugerido que Scott tuviera
problemas, pero la preocupación se
había apoderado de Kathleen.
Un periodista del Evening
Standard que acudió al oficio
conmemorativo celebrado en la
catedral de St Paul's para Scott y sus
hombres describió la escena: «Dudo
que St Pauls haya albergado jamás a
una masa tan conmocionada como la
que se ha reunido hoy». La multitud
que se aglomeró en St Paul's para el
oficio conmemorativo fue aún más
numerosa que la del año anterior, en
memoria de los fallecidos del
Titanio; se vendieron 1.340.000
ejemplares de una edición especial
del Daily Mirror. En su crónica del
acontecimiento, el periodista
mencionó un hecho especialmente
conmovedor: «Debo recordar a una
persona que aún no sabe nada de esta
tragedia espantosa, una mujer
desventurada que se encuentra en alta
mar, llena de esperanza y
expectativas, ansiosa por reunirse
con su marido.» El capitán del barco
en el que viajaba Kathleen recibió
por fin un mensaje telegrafiado el 19
de febrero e informó a la esposa de
Scott de la tragedia. La fortaleza con
la que reaccionó durante los meses
siguientes ocultaba un dolor muy
real.
En Nueva Zelanda, Atkinson le
entregó todos los diarios y una
colección de cartas. Cuando llegó de
regreso a Inglaterra recibió el título
de lady Scott, con el argumento de
que su marido, al igual que
Shackleton antes que él, habría
recibido un título honorífico, en su
caso el de caballero comandante de
la Orden de Bath. «Todos los días
largos y agotadores... —escribió
Kathleen en su diario particular—,
todo su dolor, su agonía mental, me
perforan el cerebro... Todos los
aspectos de la tragedia me asaltan
uno tras otro. Sólo cabe esperar que
su cerebro alcanzara cierto
entumecimiento y superara el horror
de su responsabilidad, ya que dudo
que haya otro hombre con tanto
sentido de la responsabilidad como
él.» Kathleen se tomó muy en serio la
responsabilidad que tenía hacia su
marido. A pesar de que se casó de
nuevo, jamás olvidó las esperanzas
de Scott de que su hijo Peter
desarrollara un interés por las
actividades al aire libre. Peter
falleció en 1989, tras una vida
dedicada a la conservación de la
naturaleza, que contribuyó a salvar
muchas especies de fauna salvaje de
la extinción. Una de las últimas
cartas de Scott llevaba el título de
«mensaje al público» y presentaba
sus opiniones sobre las causas de la
tragedia.
Nos fallan las fuerzas, no es
fácil escribir, pero no me arrepiento
de haberme embarcado en este
viaje, que me ha demostrado que los
ingleses podemos resistir a las
dificultades, ayudarnos los unos a
los otros y enfrentarnos a la muerte
con la misma fuerza que en
cualquier época pasada. Nos hemos
arriesgado, conscientes de lo que
hacíamos; las cosas no han salido
como esperábamos pero no podemos
quejarnos, sino someternos a la
voluntad de la providencia,
procurando luchar hasta el final.
Pero si nosotros hemos sido
capaces de entregar nuestras vidas
a esta empresa, para ensalzar el
honor de nuestro país, debo apelar
a mis compatriotas para que cuiden
bien de aquellos que dependen de
nosotros.
De haber sobrevivido, habría
podido explicar una historia sobre
la audacia, la resistencia y el coraje
demostrados por mis compañeros,
que habría conmocionado a todos
los habitantes de Inglaterra. Estas
notas improvisadas y nuestros
cuerpos inertes contarán parte de la
historia, pero sin duda, un país
grande y rico como el nuestro será
capaz de cuidar de aquellos que
dependen de nosotros.
R. Scott

El país respondió a esta abierta


súplica recaudando la cantidad de
75.000 libras (5.270.000 euros).
Después de organizar un fideicomiso
de ayuda a los familiares, la cantidad
sobrante se utilizó para fundar el
Instituto Scott de Investigaciones
Polares de Cambridge, que en la
actualidad es uno de los principales
centros de investigación polar del
mundo. Frank Debenham fue el
fundador del instituto y su director
durante muchos años.
Entre los muchos mensajes de
condolencia y de apoyo recibidos,
hubo uno del explorador
norteamericano Robert Peary:
«Fallecieron como caballeros
ingleses, luchando contra la
adversidad más atroz y se
enfrentaron a la muerte después de
una resistencia pertinaz, digna de las
mejores tradiciones de su profesión».
El Daily Mail opinó que la aventura
había sido «una tragedia magnífica,
un relato de dimensiones épicas,
escrita como tantas otras historias
británicas en todo el mundo, en un
lenguaje que podrán comprender los
hombres de cualquier lengua, raza o
religión. Los mensajes de
condolencia llegaron de presidentes
estadounidenses del pasado y del
futuro, de Theodore Roosevelt,
Wilson y Taft, mientras que el gran
explorador alemán Wilhelm Filchner
comentó que «las observaciones y
las notas científicas que se han
conservado prometen contribuir de
forma definitiva a nuestros
conocimientos actuales sobre la
Antártida, en cuya exploración ha
jugado la Gran Bretaña un papel
fundamental. El dolor de este
sacrificio se sentirá más allá del
canal de la Mancha, en todo el
mundo».
El gran explorador francés Jean
Charcot escribió en Le Matin que
«Scott ha conquistado el polo. El
público, mal informado, declarará
que fue el segundo en alcanzar la
meta, pero aquellos que saben del
tema —y entre ellos hay que incluir
sin duda a Amundsen y a Shackleton
— confirmarán que fue Scott quien
trazó la ruta para alcanzar el polo; un
halo de gloria rodeará su nombre e
iluminará también a su país». Más
adelante, el doctor Charcot añadió
que «Scott no quiso renunciar a su
programa científico, a diferencia de
Amundsen. El noruego no es un
científico, sino alguien que quiso
batir un récord. Si hay que declarar
quién es el más grande de los dos,
sin duda habrá que elegir al que supo
rodear sus magníficos resultados con
un gran número de anotaciones y
descubrimientos científicos».
«Me niego a creer que sea
cierto —escribió a su vez Amundsen,
que se encontraba en Estados Unidos
pronunciando unas conferencias—.
También declararon que había
fallecido yo y, antes de eso,
Shackleton. Scott fue un hombre
valiente, que siempre antepuso la
seguridad de sus hombres a las
demás consideraciones, pero
renunciaba a las comodidades y se
enfrentaba al peligro sin dudarlo. La
noticia me entristece sobremanera.»
«La gloria inmortal rodea el
nombre del más grande explorador
antartico de todos los tiempos —
escribió el célebre explorador sueco
Sven Hedin—. Ha alcanzado su
meta. Ha cumplido con su ciencia.
Ha sacrificado su vida. Ha honrado
de nuevo a su país. Al igual que en la
época de Franklin, Inglaterra ha
conquistado el primer lugar en una
lucha encarnizada por obtener
conocimientos y en el panteón de las
gestas heroicas, la nación británica
puede sentirse orgullosa de hijos
como éstos.»
Más tarde, el noruego Tryggve
Gran ofreció un comentario menos
grandilocuente: «Ningún explorador
polar de dimensiones históricas se ha
librado de cometer errores: Nansen,
Peary, Amundsen, Shackleton, Ross,
Borchgrevink... todos se equivocaron
en algún momento y otros les
siguieron, pero todos lograron
superar sus errores. Scott fue el más
desafortunado. Su paso en falso
causó una tragedia, pero también le
otorgó la gloria. En la historia de los
grandes viajes del descubrimiento,
Scott y Amundsen están unidos para
siempre, con personalidades tan
diferentes, pero el mismo valor
indomable. Ambos se ganaron un
lugar junto a hombres como Leiv
Eriksson, Cristóbal Colón,
Magallanes, Stanley, Livingstone,
Peary y Gagarin. Los noruegos
siempre hemos sentido mucha
proximidad con la Gran Bretaña.
Robert Falcon Scott reforzó esos
vínculos más que nunca».
Exploradores polares de
Francia, Noruega, Australia y
Estados Unidos honrarían a Scott,
bautizando hasta ocho rasgos
destacados del continente antartico
con su nombre.
En Inglaterra, Shackleton seguía
ofreciendo sinceras alabanzas de su
antiguo jefe. Al oír la primera noticia
sobre la victoria de los noruegos,
había declarado a la prensa que «no
quiero quitar ningún mérito de los
logros de Amundsen, ya que ha
realizado una marcha extraordinaria.
Sin embargo, la expedición de Scott
es mucho más grande e incluye un
programa científico muy completo».
Pero los medios no estaban
interesados en los aspectos
científicos de la tragedia de Scott,
sino en los cientos de miles de
periódicos que les ayudaría a vender
en todo el mundo. Procuraron
convertir a Scott y a sus hombres,
especialmente a Oates, en héroes
nacionales, o incluso internacionales.
«Ningún otro acontecimiento en
nuestra época —proclamó el
Manchester Guardian en febrero de
1912— ha afectado al país entero de
un modo tan inmediato y a la vez tan
profundo, como la pérdida de estos
hombres.» El gremio periodístico
había empezado a comprobar el
valor de las tragedias para las cifras
de ventas diez meses antes, con el
naufragio del Titanic. Ésta era una
historia tan heroica como aquélla y
los periódicos la contaron desde
todas las perspectivas posibles. No
se habló de otra cosa durante por lo
menos dos semanas y los periódicos
seguían publicando artículos,
comentarios y cartas sobre el tema,
seis meses más tarde. Los periodistas
avasallaron a Peter Scott, que sólo
tenía tres años de edad, y se publicó
una foto a todo color de él, desnudo,
mirando el mar con un aspecto
inocente y desamparado, titulado
«retrato del señorito Peter Scott».
El Consejo de Educación
recomendó la lectura de la historia
de Scott a unos 750.000 niños,
muchos de los cuales aún están vivos
hoy. Algunos profesores informaron
a sus alumnos que Scott había sido el
primero en alcanzar el polo, bien por
ignorancia bien por un exceso de
entusiasmo, y la prensa noruega no
tardó en hacerse eco de estos
errores. Sin embargo, el público en
general respondió a la noticia con
una sensación de profunda tristeza,
quizá no tan espontánea como la
reacción popular ante la muerte
reciente de Diana, la princesa de
Gales, pero con la misma proximidad
hacia el personaje. Scott llevaba un
año muerto cuando se publicó la
noticia y no había televisión para
dramatizar el acontecimiento, pero
aun así la reacción fue considerable.
No se trataba del relato de una
victoria, sino de una historia del
coraje frente a la adversidad, de las
que se convierten en leyendas. Los
ingredientes que más captaron el
interés del público fueron la imagen
de Oates saliendo de la tienda, para
salvar la vida de sus amigos
sacrificando la suya, y la imagen de
Scott, Bowers y Wilson pasando
hasta ocho días a —40 °C en la
tienda sin comida o agua, pero
negándose a recurrir a las pastillas.
Por supuesto, el hecho de que
habían muerto contribuyó a la
leyenda. Las historias de martirio
sólo surgen cuando alguien muere.
Mawson organizó una gran
expedición a la Antártida
inmediatamente después de las
historias épicas de Scott, Shackleton
y Amundsen. El viaje fue un éxito
inapelable desde una perspectiva
geográfica y científica, además de
haber sido un ejemplo de gran
valentía frente a la adversidad. Pero
Mawson no alcanzó una fama
duradera, ni siquiera en su Australia
natal, en parte porque cometió el
pecado —desde la perspectiva de las
relaciones públicas— de fallecer de
muerte natural al cabo de muchos
años.
La historia de Scott captó la
atención del público en febrero de
1913, un año antes de la gran guerra,
en una época de profunda desazón
nacional. El naufragio del Titanic, el
barco que supuestamente no se podía
hundir, reflejaba el ocaso de las
proezas británicas. Las dudas y la
desesperación abundaban. La historia
de los hombres de Scott ofrecía una
dosis de confianza, justo en el
momento más necesario: un país
capaz de generar hombres como
aquéllos podía mantener la cabeza
erguida. Durante algún tiempo, la
historia de sus muertes desterró de
las portadas historias tan
deprimentes como el poder
desmedido de los sindicatos, las
huelgas de mineros, los reclamos de
las sufragistas, el autogobierno de
Irlanda, la amenaza de un
presupuesto popular y socialista, o el
imperialismo alemán.
Evidentemente, todo dependía
de la interpretación de los medios.
Los periódicos se encargaban de
informar a los lectores de lo que
debían opinar de Scott. No lo
presentaron como un aficionado a las
regiones polares batido por un rival
profesional, ni como un excelente
coordinador científico, ni como un
gran líder y explorador, sino como un
hombre capaz de conducir a sus
paisanos al triunfo sobre la
adversidad, aunque le costara la
muerte. El poder de la prensa era
fenomenal y ya en la década de 1880,
el sensacionalismo se había
convertido en la clave de las ventas
de los periódicos, más que la
veracidad. Henry Stanley, el
explorador periodista que viajó a
Africa para localizar al doctor
Livingstone, lo resumió cuando
declaró que la veracidad ya no
interesaba, porque el público
prefería la acción y la aventura a una
verdad a menudo más aburrida.
En la década de 1890, antes de
que apareciera en escena Scott, los
exploradores se habían convertido en
los oradores preferidos en los teatros
y salones públicos de Inglaterra. La
sociedad los ensalzaba y compraba
todos sus libros. Abundaban las
versiones de sus hazañas contadas a
los niños. Los pioneros de la
fotografía se unían a las expediciones
con la esperanza de alcanzar fama y
fortuna, mientras que los anuncios de
una amplia gama de productos
incluían la imagen de los
exploradores, desde los zapatos
hasta la sopa. Los paquetes de tabaco
incluían cromos de los exploradores
y en general, el público reclamaba la
presencia de sus héroes.
Como ya hemos visto, cuando
en 1908 Scott preparaba sus planes
para dirigirse de nuevo al sur, el
Ártico se había convertido en un
campo de batalla entre dos grandes
exploradores estadounidenses: Peary
y Cook. Ambos contaban con el
apoyo de un periódico importante: el
capitán de fragata (que llegaría a
contralmirante) R. E. Peary estaba
aliado con el New York Times,
mientras que el doctor Frederick
Cook contaba con el apoyo del New
York Herald. En 1909, cuando Cook
aseguró haber llegado al polo un año
antes que Peary, ambos periódicos se
enzarzaron en una agria disputa.
Cuando surgió la noticia de la
tragedia de Scott, los medios de todo
el mundo estaban a punto. Se trataba
de una historia con todos los
ingredientes necesarios. Según
comentó con cierto cinismo el
historiador y editor estadounidense
Beau Riffenburgh, de no haberse
enzarzado en una disputa Cook y
Peary, y de no haber fallecido Scott,
el público se habría interesado en
ellos mucho menos. Pero la atención
de los medios les otorgó una
categoría casi mítica, que duraría por
lo menos un siglo y quizá más.
«Desde luego —añadió Riffenburgh
—, según la inmensa mayoría de los
periódicos tanto en Estados Unidos
como en Inglaterra, esta idealización,
y la versión sensacionalista de la
historia que conllevaba, era mucho
más importante que los resultados
científicos o la conquista de una
tierra lejana y desconocida.»
Cuando Scott falleció después
de alcanzar el polo, en 1912,
consiguió una fama mundial que
eclipsó durante algún tiempo a la de
Shackleton, que falleció a su vez en
1922 sin haber llegado al polo y sin
haber cumplido su otro objetivo de
cruzar la Antártida. Sin embargo,
Shackleton estaba destinado a
recuperar la popularidad, cuando el
público empezó a celebrar la hazaña
de su viaje con el Endurante.
Los héroes subidos a la tarima
de la popularidad siempre han sido
el objetivo primordial de los
difamadores profesionales, que
cuentan con la ventaja de que una vez
muertos, sus víctimas no pueden
defenderse de las mentiras ni
demandarles. Pocos días después de
la llegada del Terra Nova a Nueva
Zelanda con la noticia de la muerte
de Scott, el 13 de febrero de 1913,
ya habían empezado a circular los
rumores. Los buitres de la prensa
habían descubierto un cadáver y
contaban con descubrir algún detalle
maloliente. Algunos rumores
mencionaban una discusión entre
Scott y Teddy Evans.
El 15 de febrero, sólo habían
pasado un par de días cuando el
Daily Mail publicó la siguiente
noticia:
En una entrevista, el capitán
de fragata Evans se negó
categóricamente, «como oficial de
la Armada», a comentar las
«conjeturas y rumores
malintencionados» que han
circulado recientemente.
«No quiero ofrecer una defensa
—declaró—, porque no hay nada de
qué defenderse. En lo que respecta
a las acusaciones de desencuentros
en el grupo, puedo revelar que me
uní al grupo de Scott en contra de
las recomendaciones del médico,
para ayudarle a conseguir su
objetivo de alcanzar el polo. ¿Le
parece que refleje eso un
desencuentro?»
En cuanto a las faltas de
combustible mencionadas en el
diario de Scott, el capitán de
fragata Evans declaró que no se
podía responsabilizar de ellas y que
ninguno de los equipos cogió más
de la cuenta de los depósitos,
durante sus respectivos viajes de
regreso hacia el norte. Las
arandelas de cuero de los bidones
permitieron que se evaporara parte
del combustible y con unas raciones
tan justas, la pequeña pérdida tuvo
un efecto considerable.
El capitán de fragata Evans
aseveró que los rumores de una
posible demencia del suboficial
Evans eran crueles, vergonzosos y
no tenían el menor fundamento.
Insistió en que el suboficial Evans
se había portado de un modo
admirable.
El capitán Scott dio
instrucciones de que no salieran
equipos de rescate a buscarle.
El capitán de fragata Evans
declaró que habría sido
humanamente imposible para los
expedicionarios en la base salvar a
Scott y a sus compañeros.
Todos los miembros de la
expedición aseguran que los
rumores de desencuentros y de
hurto del combustible no son más
que «mentiras ruines», procedentes
de individuos sin escrúpulos.
Algunos miembros de la
expedición han declarado que las
historias absurdas e infundadas que
han circulado podrían provocar una
investigación oficial de la
expedición.

Efectivamente el presidente de
la Royal Geographical Society, lord
Curzon, solicitó una investigación
para limpiar el nombre del fallecido
Scott, que nunca se llevó a cabo. Sin
embargo, los críticos del capitán
Scott han realizado sus propias
investigaciones desde entonces,
muchas de las cuales se basan en
rumores infundados que empezaron a
circular en febrero de 1913. Estos
bulos incluyeron la historia de que a
Oates se le cayeron los pies antes de
fallecer, que hubo que arrastrar a un
Taff Evans enloquecido en el trineo
durante muchas millas, o que sesenta
y un miembros del equipo habían
fallecido.
Uno de los mitos, que me
engañó durante dos años, fue el de la
última galleta de Scott. En el año
2000 salió a subasta una colección
de objetos de interés relacionados
con Scott y el Antarctic Heritage
Trust me pidió que echara una mano
con las ofertas, para evitar que los
objetos salieran del Reino Unido. El
objeto más barato en el catálogo de
la subasta era «una galleta hallada en
la tienda de campaña de Scott», así
que decidí pujar por ella por
teléfono. La subasta se convirtió en
una locura, con ofertas de todo el
mundo, y la galleta acabó
costándome casi cuatro mil libras.
Hubo otros objetos que llegaron a
venderse por más de sesenta mil
libras. Jamás llevé la galleta a mi
casa, donde tenemos varios perros,
sino que la deposité en el National
Maritime Museum de Greenwich.
No podía explicarme por qué
los hombres de Scott, que fallecieron
en parte de hambre, habían dejado
una galleta. Empecé a investigar su
procedencia y en diciembre de 2002,
la nuera de Scott —lady Philippa
Scott— me contó que la había
encontrado en una maleta, que guardó
su marido —sir Peter Scott— en un
banco londinense durante años. La
maleta procedía de Kathleen Scott,
que había informado a su hijo que
contenía «reliquias de Scott».
Probablemente eran objetos
recuperados de la tienda por
Atkinson y entregados a su viuda.
Uno de los artículos era una solitaria
galleta. Al repasar las obras de
referencia, encontré una cita en la
página 90 de South: the race to the
pote, publicada en el año 2000 por el
National Maritime Museum: «Se
sabe que Scott, Wilson y Bowers
prácticamente se habían quedado sin
comida en sus días finales; sus
compañeros sólo encontraron una
bolsa de arroz y un par de galletas en
la tienda». Hablé con el autor del
libro, quien me informó que los datos
procedían de otro libro escrito por el
profesor Robert Feeney, del
Departamento de Alimentación de la
Universidad de California. En
febrero de 2003 recibí una nota del
profesor Feeney, en la que aseguraba
que:
«Siento no poderle ayudar con
el origen de la frase citada, por el
simple motivo de que no está
incluida en mi libro. Los editores [de
South] añadieron muchas imágenes y
una tabla nueva. Quizá también
añadieron esa frase.» Lo más
probable es que yo pagara casi
cuatro mil libras por una galleta
traída de la expedición del Terra
Nova, pero que nunca estuvo en la
tienda de Scott. Me dejé engañar por
uno de los muchos bulos que rodean
a Scott y después de estudiar su
historia a través de cartas privadas,
112 libros escritos sobre él y un
sinfín de archivos conservados en
museos y colecciones privadas, me
he topado con otros mitos mucho más
dañinos, la mayoría de los cuales
proceden de la imaginación de un
antiguo periodista: Roland Huntford.
Sin embargo, aún hoy millones de
personas aceptan aquellos mitos a
pies juntillas.
En 1913, los supervivientes del
Terra Nova y los amigos de la
expedición formaron un comité para
ocuparse de la publicidad y los
aspectos financieros. Teddy Evans
jugó un papel destacado, bajo la
tutela del venerable presidente de la
Royal Geographical Society, lord
Curzon. Entregaron los diarios de
Scott a Leonard Huxley, un antiguo
profesor que había editado el libro
del Discovery, a fin de que los
organizara para publicarlos. A pesar
de otro rumor al respecto, no existe
ninguna prueba de que Kathleen
tratara de intervenir en el proceso
editorial. Cherry-Garrard se
empezaba a resentir de los
comentarios que le acusaban de no
haber hecho suficiente para rescatar
a Scott: «El comité (Curzon) quería
echar tierra sobre el asunto —
escribió Cherry-Garrard—, y estaban
dispuestos a sacrificarme a mí».
Cherry-Garrard sospechaba que el
comité encargado del libro había
dado instrucciones a Huxley para que
ofreciera una imagen impoluta de
Scott. Sin embargo, en el caso de que
existieran tales instrucciones, Huxley
no pareció hacerles mucho caso.
Publicaron el libro llamado The
Personal Journals of Captain Scott a
toda velocidad, con muchos
comentarios en los que Scott se
mostraba crítico consigo mismo. Es
probable que de haber editado él
mismo los diarios, tal como deseaba,
Scott los habría eliminado. Los
diarios originales se encuentran en el
Museo Británico y el público puede
consultar ejemplares facsímiles, de
modo que no es difícil compararlos
con la versión editada por Huxley.
Durante un período de treinta y
cinco años he escrito varios libros
sobre mis expediciones, basados
principalmente en mis diarios
privados. Suelo anotar en caliente
todas mis primeras impresiones
sobre experiencias, estados de ánimo
y observaciones, incluyendo algunos
comentarios en los que me desahogo
y doy rienda suelta a la frustración,
el enojo o la depresión con
referencias ocasionales a mis
compañeros. Durante un viaje al
Ártico a mediados de los setenta,
escribí unas notas críticas sobre los
hombres que estaban conmigo, a fin
de elegir a los más capacitados para
acompañarme en una expedición
importante. Cuando utilicé aquel
diario como base para mi libro
titulado Hell on Ice, eliminé los
comentarios más mordaces sobre mis
compañeros de equipo. Si hubiera
fallecido y una tercera persona
hubiera editado los diarios, habría
deseado que eliminaran los mismos
pasajes y no lo definiría como un
intento de echar tierra sobre la
verdad.
Durante la edición, Leonard
Huxley eliminó algunos comentarios
personales de Scott, quizá unos
setenta, pero conservó muchas de las
anotaciones autocríticas del capitán y
éstas pasaron a convertirse en la
base de una gran parte de los
comentarios contrarios a Scott
vertidos hasta el presente.
En mi opinión, Scott se excede
en su voluntad de autocrítica,
llegando casi a la auto flagelación.
«Acostumbraba a criticarse a sí
mismo», escribió Cherry-Garrard.
Antes de partir de Inglaterra en 1901,
Scott escribió una carta confesional a
Nansen, revelando sus profundas
inseguridades: «Soy muy consciente
de que carezco de un plan —escribió
—; tengo algunas ideas nebulosas,
vertebradas alrededor del objetivo
principal, que no es otro que partir
desde lo conocido y explorar lo
desconocido. Pero estoy
completamente dispuesto a descubrir
que mis fantasías inexpertas son
impracticables y a tener que
improvisar planes sobre la marcha.
Estas ideas sólo confirman lo lejos
que estoy de poderme comparar con
los hombres ilustres que han dirigido
expediciones polares en el pasado».
Después de la salida de las
expediciones, los diarios de Scott se
convirtieron en sus confesionarios,
como lo habían sido desde su
adolescencia, y a menudo, las
anotaciones diarias reflejaban sus
depresiones. Al igual que los líderes
de muchas grandes expediciones,
Scott se había comprometido a
escribir un libro sobre sus
experiencias. Tenía intención de
utilizar las anotaciones de sus
diarios, pero no en su estado
original. Es probable que Huxley lo
supiera y tratara de adivinar lo que
habría hecho Scott con las
anotaciones, para realizar su trabajo
de edición. Cherry-Garrard resumió
la situación con exactitud: «De haber
sobrevivido Scott —escribió—, su
diario no habría sido más que la base
para escribir su libro».
He repasado algunos de los
pasajes en los que Scott se criticaba
a sí mismo y que Huxley decidió no
eliminar; el resultado no fue el de
una operación cosmética muy
efectiva, si efectivamente fue ésa la
intención del comité de Curzon. Estas
son algunas de las anotaciones: «No
habíamos probado ni un artículo de
la expedición y la ignorancia
generalizada dejaba patente una falta
de sistema en todos los aspectos».
«Es evidente que si hubiéramos
embalado aquellas piezas en cajas
metálicas, ahora estarían como
nuevas. No puedo ni imaginar por
qué no tuvimos la sensatez de
hacerlo.» «Se tarda bastante más en
cocinar para cinco que para cuatro,
quizá una media hora a lo largo del
día. No lo consideré al reorganizar el
equipo.» No es probable que Scott
hubiera decidido publicar estos
comentarios, terriblemente críticos y
de una sinceridad brutal, si hubiera
editado él mismo el libro. No creo
que las anotaciones de sus diarios
estuvieran pensadas para pasar a la
posteridad, por lo menos no sin un
proceso de edición.
En su biografía doble de Scott y
Amundsen, Huntford asegura que
«Scott tenía una tendencia natural a
esquivar la responsabilidad y a echar
las culpas a los demás». Este
comentario se contradice con las
numerosas anotaciones en los
diarios, en las que Scott asume las
culpas de casi todo lo que falla, en
mi opinión, sin razón. En el invierno
de 1911, Ponting preguntó a Scott si
había empezado a escribir ya un
libro. «Respondió que lo dejaría
hasta que regresara a casa —explicó
Ponting—, y que sólo utilizaría las
notas de su diario como puntos de
referencia, para ampliarlas en la
versión oficial.» Después de invertir
todos sus ahorros en la aventura, la
principal esperanza de Scott de hacer
frente a las deudas de la expedición
radicaba en la posibilidad de contar
la historia, primero en la prensa y
después en un libro.
Hasta que llegaron a unas millas
del Depósito de Una Tonelada y
desde luego hasta llegar al depósito
del monte Hooper, Scott y sus
hombres tenían fundadas esperanzas
de que les rescataran con los perros,
tal como habían acordado. Hasta
entonces, el diario de Scott fue
esencialmente una sucesión de
memorandos. Sólo en las últimas dos
semanas, cuando la muerte parecía
cada vez más inevitable, pudo
empezar a escribir directamente para
la posteridad, aunque en esos días se
concentró en la tarea de escribir
cartas y no prestó mucha atención al
diario. Resumió lo que más le
importaba en su mensaje al público,
que debió escribir cuando aún
conservaba la lucidez y la capacidad
de sujetar un lápiz con fuerza, para
escribir con letra legible.
Desde su época de
guardiamarina en la Armada, Scott
había aprendido a escribir cuadernos
de bitácora precisos y detallados;
asimismo, era un lector empedernido
y escribía con una prosa clara y
concisa. Su desenvoltura con el
idioma fue admirable, en unas
condiciones tan adversas.
Algunos críticos de Scott han
denunciado la «osificación de Scott
como gran héroe nacional, en un
proceso orquestado con maestría e
iniciado por él mismo, desde su
lecho de muerte». Le acusan de
escribir sus últimas cartas, «sin
quitar un ojo de un público
imaginario, más preocupado por su
fama que por sus acciones». También
le han acusado de «tallar su imagen
posterior a la expedición, mediante
las anotaciones en su diario», y de
«preparar su coartada... buscar su
inmolación en aquella tienda de
campaña... a fin de convertir la
derrota en una victoria». Las
anotaciones mencionadas, en las que
se muestra profundamente crítico
consigo mismo, desmienten estas
acusaciones. En el tribunal secreto
de su propia mente, Scott era
implacable consigo mismo. Las
últimas anotaciones antes de fallecer
reflejan el carácter inquieto y crítico
de Scott, que parecía fomentar un
debate riguroso en los años
siguientes, más que la «osificación
como héroe nacional» o la «obsesión
por su fama».
Al cabo de nueve décadas, La
última expedición de Scott, el libro
sobre la aventura del Terra Nova
editado por Huxley y extraído de los
diarios del capitán, sigue siendo un
clásico de lectura apasionante.
Cuando se publicó, los ingleses y
otros pueblos de Europa vivían bajo
la amenaza de la agresividad y el
inmenso poder acumulado por
Alemania, en una época en la que la
invención de los bombardeos aéreos
y de las ametralladoras había
otorgado a la guerra un carecer
mucho más mortífero. Un año
después de oír la noticia de la muerte
de Scott, miles de individuos se
enfrentarían a un infierno de balas y
trincheras. La historia de Scott fue
una fuente de inspiración para todos
ellos. Es probable que los
especialistas alemanes en
propaganda bélica hubieran
preferido a Oates y Scott con vida,
en vez de los grandes inspiradores en
los que se habían convertido después
de morir.
Herbert Ponting se dedicó a dar
conferencias sobre la expedición
durante los diez meses anteriores a la
guerra. Mandaron copias de sus
filmaciones del Terra Nova a
Francia, donde las vieron más de
cien mil oficiales y soldados. El
principal capellán de las fuerzas
armadas le dio las gracias: «El
profundo atractivo de su historia se
refleja en el silencio reverente que
reina durante las proyecciones para
las tropas. Todos sentimos que
hemos heredado de Oates y de sus
compañeros un legado y un
patrimonio de un valor inestimable,
que nos ayudará a llevar a cabo las
tareas que nos esperan». Las tareas
que les esperaban incluían la muerte
de dieciséis mil hombres en un solo
día y cientos de miles de mutilados.
Cínicos británicos de épocas más
recientes se han olvidado a menudo
de sus paisanos que necesitaron
ayuda para superar dos guerras
mundiales y que la hallaron en el
ejemplo de sus héroes
contemporáneos, como Scott y sus
hombres.
Cabría imaginar que la muerte
diaria de miles de héroes en el frente
occidental podría haber borrado la
imagen de Scott y su tienda de
campaña, como un acontecimiento
lejano e irrelevante. Sin embargo, la
historia de Scott no era una simple
extensión del patriotismo original de
la guerra, como los versos de Rupert
Brooke o la voz de un niño que
arengaba a los soldados. Scott y
Oates se convirtieron en una
verdadera fuente de fortaleza, en una
imagen de la capacidad de
resistencia del ser humano, a la que
podían recurrir los hombres para
combatir sus propios miedos y
debilidades. «Birdie falleció en una
tienda de campaña en la Gran
Barrera helada, hace veintiséis años
—escribió Cherry-Garrard antes de
la segunda guerra mundial—. Cabría
imaginar que la acumulación de
tragedias habría superado
ampliamente su historia. Sin
embargo, la historia tiene algo que le
permite perdurar, a pesar de las
miserias y de los horrores
innumerables. Creo que en parte
sirve como ejemplo y en parte como
fuente de esperanza. Y en estos
tiempos, todos los hombres y mujeres
en su sano juicio necesitan una dosis
de esperanza.»
Todo el mundo acaba por
romperse pero, tal como señaló
Cherry-Garrard, «ahí radicaba la
grandeza de aquellos hombres que
encontramos en la tienda de
campaña: en que jamás se
rompieron». Los documentos de
Kathleen, que salieron a la luz tras su
muerte en 1947, incluían fajos de
cartas de soldados, que expresaban
su agradecimiento hacia Scott, por el
ejemplo que tanto les había ayudado
en sus momentos de adversidad.
Como superviviente conocido
del Terra Nova, Cherry-Garrard
también recibió numerosas cartas
durante muchos años, que no sólo
procedían de soldados. «Cuentan con
gran emoción que la historia les ha
servido como fuente de inspiración
—escribió—. Escriben desde los
confines de la tierra y cuentan que en
sus heridas, en sus pasos por el
quirófano y en sus peores desafíos, la
historia de aquellos hombres les ha
ayudado. He oído a los que hablan
del fracaso de la expedición —
añadió—. Las mismas personas
habrían condenado el fracaso de
Jesucristo, colgando de la cruz, o de
Juana de Arco quemada en la
hoguera... Sin embargo, tú y yo
sabemos que si juzgamos el éxito y el
fracaso con criterios superiores,
aquellos hombres jamás fracasaron...
El mundo está repleto de hombres
que se esfuerzan por dejar algo que
dure después de su muerte... Scott y
sus hombres lo han logrado,
plantando algo en la mente de los
hombres.»
«Fallecieron mientras
realizaban una gran hazaña —declaró
Tryggve Gran al salir de la tienda en
la que habían perdido la vida—Qué
difícil debe de ser la muerte para
aquellos que no han logrado nada.»
Los detractores de Scott
aseguran que su popularidad sólo fue
duradera porque el gobierno utilizó
su historia como propaganda bélica,
para convencer a la carne de cañón
que «se sacrificaran como lo había
hecho Scott», disimulando los
elementos discordantes de la
historia. Por ejemplo, la introducción
de la biografía de Scott y Amundsen
escrita por Roland Huntford incluye
una cita de Liddell Hart: «Es más
importante presentar las evidencias
para un veredicto certero que pasar
por alto los hechos incómodos, a fin
de proteger la reputación de los
individuos. Esto sugiere enseguida al
lector que Huntford es un
investigador minucioso, dispuesto a
desvelar facetas inquietantes de Scott
que las instancias oficiales se han
encargado de ocultar». Sin embargo,
el gobierno de aquella época jamás
hizo el menor intento de erigir un
monumento oficial en honor de Scott
y generaciones de investigadores han
sido incapaces de encontrar algún
documento oficial que mencionara
planes del gobierno de utilizar a
Scott, para poner las lanzas de la
población en ristre. Cuando se
publicaron los diarios de Scott, no
hubo un ministerio de propaganda
encargado de imprimir miles, o
incluso cientos, de ejemplares. No
apareció ningún Goebbels
londinense, dispuesto a enviar a los
expedicionarios del Terra Nova a
pronunciar arengas a las tropas.
De todos modos, Scott y sus
hombres se convirtieron en un motivo
de orgullo nacional y una fuente de
inspiración para millones de
personas, durante los años que duró
la carnicería de la gran guerra y hubo
aspectos de la muerte de Scott que se
trataron con reverencia. Uno de estos
aspectos fue el hecho de que Scott
había fallecido el último. En mi
opinión, no importa mucho quién de
los tres valientes amigos falleció el
primero y quién el último, pero me
opongo a que se realice una burda
distorsión de la historia, en un intento
de derribar a un héroe de su pedestal.
Hubo seis hombres que
contemplaron los cadáveres
congelados, cuando hallaron la
tienda y podemos deducir de sus
comentarios algunos detalles sobre
los últimos días de Scott, Bowers y
Wilson. «El capitán Scott estaba en
el centro —escribió Gran—, con la
mitad del cuerpo fuera del saco de
dormir. Bowers se encontraba a su
derecha y Wilson a su izquierda,
aunque estaba en una posición algo
torcida, con la cabeza apoyada en el
mástil de la tienda. Wilson y Bowers
estaban completamente enfundados
en sus sacos de dormir. Con el frío,
la piel se les había quedado
amarillenta y vidriosa, con
numerosas marcas de congelación.
Scott parecía haberlo pasado muy
mal al morir, pero los otros dos
tenían aspecto de haber fallecido
mientras dormían.» «Daba la
impresión de que el capitán Scott
había sido el último superviviente —
comentó William Lashly—. Debe de
haber sido una experiencia horrenda
esperar la llegada de la muerte.»
Charles Wright explicó en su diario
que al abrir la tienda, vieron los tres
cuerpos y comentaron que debió de
ser el último en fallecer, con un
brazo apoyado en el cuerpo de
Wilson y el diario a su lado.
Tom Crean mencionó un detalle
revelador: «Al entrar, comprobé que
los sacos de dormir de Wilson y
Bowers estaban atados, mientras que
el del pobre Scott no lo estaba. Esto
demostraba que él había fallecido el
último y que ató los sacos de dormir
de los otros dos. Todos habían tenido
la muerte honrosa de un caballero
inglés, a pesar de que disponían de
los medicamentos necesarios para
quitarse la vida si así lo deseaban.
Crean, cuya mentalidad práctica le
había convertido en unos de los
encargados de diseñar y modificar el
material de los trineos, junto con Taff
Evans y Bill Lashly, conocía bien los
detalles de los sacos de dormir y sus
complicados cierres, algunos de los
cuales no se podían atar desde
dentro. En su opinión, el hecho de
que los sacos de Bowers y Wilson
estaban atados demostraba que Scott
había sido el último en fallecer.
Crean lloró y más adelante, declaró
que con la muerte de Scott, había
perdido a un buen amigo.
«Bowers y Wilson dormían en
sus sacos —escribió Cherry-Garrard
—.Al final, Scott había apartado una
parte de su saco de dormir. Tenía la
mano izquierda apoyada en Wilson,
su amigo del alma... Cerca de Scott
había una lámpara, construida con
una lata y una mecha sacada de una
bota finnesko. La habían utilizado
para quemar los restos de alcohol
que les quedaban. Sospecho que
Scott la utilizó para escribir hasta el
final. Estoy convencido de que él fue
el último en fallecer... y pensar que
en algún momento creí que él no
duraría tanto como los demás. Jamás
apreciamos lo fuerte que era, tanto en
lo físico como en lo mental, hasta
ahora.» «El capitán Scott fue el
último en morir —escribió Atkinson,
el médico, en su informe oficial—.
Falleció con parte del cuerpo fuera
del saco de dormir y con un brazo
apoyado en el doctor Wilson, quien
había fallecido tranquilamente en su
saco de dormir, mientras dormía...
Era evidente que Bowers también
había fallecido mientras dormía.
Murieron de frío y de hambre.»
Cherry-Garrad fue el único en
mencionar que Bowers tenía los pies
apuntando hacia la portezuela de la
tienda, a diferencia de sus
compañeros. Los ronquidos de
Bowers eran notorios y además,
llevaba semanas entrando y saliendo
de la tienda para tomar lecturas para
la navegación, así que es probable
que llevara meses durmiendo así.
Gran confundió un poco el tema,
cuando dibujó a Wilson con los pies
apuntando hacia la puerta en vez de
Bowers, en un esbozo de la escena.
Sin embargo, es probable que la
versión de Cherry-Garrard sea la
más acertada. «Me acerqué al cuerpo
de Bill —escribió Cherry-Garrard
—. Era muy desagradable tocarlo y
costó mucho localizar el cronómetro,
que se encontraba en el bolsillo de la
camiseta, cerca de su piel... fue
horrible.»
Scott escribió una nota a la
señora E. A. Wilson, aunque no
sabemos exactamente cuándo la
escribió: «Si recibe esta carta, Bill y
yo habremos fallecido. Nos
encontramos muy cerca del final y
quiero informarle de lo bien que se
ha portado él al final... no ha perdido
los ánimos en ningún momento. Tiene
una mirada azul, repleta de
esperanza... Lo único que puedo
hacer para consolarla es decirle que
falleció como vivió: con valentía y
honestidad; fue un buen compañero y
un amigo fiel. Le envío mis más
sinceras condolencias».
Esta carta parece confirmar que
Wilson falleció antes que Scott, al
igual que una serie de cartas que
empezó a escribir para su familia y
que no pudo terminar. Scott también
escribió una nota para la madre de
Bowers: «Le escribo cuando nos
encontramos cerca del final de
nuestro viaje y me encuentro junto a
dos caballeros valientes y nobles.
Uno de ellos es su hijo, que se ha
convertido en uno de mis amigos más
fieles y cercanos... A medida que los
problemas se han ido multiplicando,
él ha demostrado un espíritu
indómito y cada vez más radiante, sin
perder la esperanza hasta el final.
Los caminos de la providencia son
inescrutables, pero debe haber algún
motivo que explique el porqué del
sacrificio de una vida tan joven,
vigorosa y prometedora. Le envío
mis más sinceras condolencias».
Esta nota parece sugerir que
Bowers también falleció antes que
Scott, pero no podemos asegurarlo,
ya que al igual que los periódicos
preparan las notas necrológicas de
personajes conocidos con mucha
antelación, es posible que Scott haya
hecho lo mismo. Aunque no es
probable que lo hiciera si
sospechaba que moriría antes que los
demás.
Scott escribió una carta para su
buen amigo James Barrie,
dramaturgo y autor de Peter Pan:
«Llevamos cuatro días encerrados en
la tienda de campaña por la tormenta
y no nos queda comida ni
combustible. Teníamos intención de
quitarnos la vida si las cosas
llegaban a este extremo, pero hemos
decidido tener una muerte natural,
por el camino». Considerando que la
tormenta les inmovilizó el 19 de
marzo, esta carta indica que el 24 de
marzo, cuando Scott la escribió,
Bowers y Wilson aún estaban vivos.
La última anotación en el diario del
capitán data del 29 de marzo.
Hubo un solo detalle en la
tienda que sugirió que Bowers había
sobrevivido durante más tiempo que
Scott y puso en duda la versión de
todos los expedicionarios. Charles
Wright halló una nota manuscrita en
el dorso de una carta de Scott. La
letra era de Bowers y la nota decía
«el diario de Wilson está en su
cartera y en la caja de instrumentos
hay dos de sus cuadernos de dibujo.
H. R. Bowers».
Cuando el principal detractor de
Scott, Roland Huntford, buscó esta
nota sin éxito en 1979, declaró que el
Instituto Scott de Investigaciones
Polares de Cambridge había ocultado
el documento para que no se
conociera su contenido. En 2003
hablé con un representante del
instituto y un amigo mío se desplazó
hasta Cambridge, para tratar de
localizar la nota esquiva. Con la
ayuda inestimable de Bob Headland,
el principal archivero del instituto,
localizamos la carta en cuestión en
un marco, pero la nota de Bowers
estaba en el dorso de la carta y por
consiguiente, llevaba años oculta.
Desmontamos el marco antiguo y
efectivamente, localizamos la nota
manuscrita de Bowers en el dorso de
la carta de Scott. La carta no estaba
fechada, pero Scott la había escrito
en el interior de su diario y había
arrancado la página. También había
arrancado varias hojas más para
escribir otras cartas y una declaraba
que «estamos en las últimas,
llevamos cuatro días de temporal,
justo cuando nos acercábamos al
último depósito». Esto indica que la
carta, al igual que la de James
Barrie, data del 24 de marzo, cuando
aún estaban vivos los tres.
Cuando tres hombres pasan
varios días encerrados en una tienda
de campaña, no todos duermen al
mismo tiempo. En una ocasión, en
1981, tuve que permanecer en la
meseta durante diecisiete días y
noches, en una tienda de tres plazas a
doscientas millas del polo. Ninguno
de los presentes padecimos
congelaciones y pasamos la mayor
parte de aquella eternidad en
nuestros sacos de dormir. El
principal recuerdo que conservo de
aquella experiencia es que el tiempo
perdió cualquier valor casi
enseguida. Al despertar, encontraba a
los otros dormidos y los tres no
tardamos en desarrollar horarios de
sueño completamente diferentes. Si a
eso le sumamos el dolor de la
congelación, el frío extremo, el
hambre y la deshidratación, lo más
probable es que Wilson pidiera a
Bowers, quizá en un momento en el
que Scott dormía, que indicara en una
nota la ubicación de sus diarios.
Bowers habría reaccionado cogiendo
el lápiz y anotando el recado de
Wilson en el diario de Scott, ya que
ni él ni Wilson escribían ya en sus
diarios, ni para anotar sus
reflexiones personales ni para anotar
los datos meteorológicos, y ninguno
de los dos dispondría de un lápiz o
un papel. También es más probable
que Bowers anotara el recado de
Wilson en el mismo momento en que
se lo pidió, que varios días más
tarde.
Wilson murió poco tiempo
después, y más adelante falleció
Bowers. En algún momento, Scott se
encargó de escribir cartas a los
familiares más cercanos de sus dos
compañeros y por fin decidió
acelerar su propia muerte, abriendo
el saco de dormir para dejar que se
escapara el poco calor corporal que
aún le quedaba. Si Bowers hubiera
estado vivo y en condiciones de
escribir la nota de Wilson con pulso
firme cuando esto sucedió, es
probable que sus profundas
convicciones religiosas y su lealtad
hacia Scott le hubieran impulsado a
tender al capitán en una posición más
digna, cerrarle los ojos y colocar sus
brazos junto al cuerpo. La nota
escrita por Bowers sólo sugiere que
Wilson fue el primero en fallecer,
pero no afecta las pruebas de que
Scott murió el último.
Para decidir si una empresa ha
sido un fracaso, primero hay que
ponerse de acuerdo en la definición
de un concepto tan artificial. Para
alguien que pasa toda la vida
persiguiendo una meta, ya sea una
cura del cáncer o una plusmarca en
los mil quinientos metros de
atletismo, ¿constituye un fracaso que
otra persona también encuentre la
cura, o consiga la marca deseada,
tres semanas antes? ¿Fracasó Scott
por haber fallecido antes de su
regreso a la base, como Mallory en
el Everest? En absoluto. Antes de
partir, él mismo había mencionado la
posibilidad a los periodistas: «Quizá
no sobrevivamos —declaró—. Quizá
no logremos regresar».Tanto
Shackleton como Amundsen estaban
destinados a fallecer en misiones que
no llevaron a buen término, el
noruego en la búsqueda aérea de un
aeróstata perdido en el Ártico y
Shackleton de un ataque al corazón,
durante el regreso de otro viaje a la
Antártida. Scott falleció en la
Antártida, tras haber completado con
éxito su misión. En 1940, el biógrafo
George Seaver puso en perspectiva
los logros de Scott.
«Podría decirse que James
Cook definió la región Antartica —
dijo el mismo Scott—, y que James
Ross descubrió el continente.» «Pero
Scott fue el primero en adentrarse en
él», añadió Seaver. Los
supervivientes del Terra Nova no
consideraban que su expedición
hubiera sido un fracaso. Charles
Wright declaró que la misión había
sido un triunfo sobre la adversidad,
con hombres que fallecieron por
culpa del mal tiempo y de la mala
suerte, pero no por fallos propios.
«La fama de Scott no se basa en la
conquista del polo Sur —declaró
Cherry-Garrard—. Llegó a un nuevo
continente, averiguó cómo
desplazarse por él y comunicó sus
hallazgos al mundo; descubrió la
Antártida y creó escuela. Fue el
último de los grandes exploradores
geográficos.»
«Gracias a los grandes
descubrimientos de Ross, Biscoe,
Balleny, Weddell, Scott, Shackleton,
Mawson y otros exploradores
británicos —escribió Louis
Bernacchi en 1938—, ahora
disponemos de un discreto imperio
en el extremo sur del planeta, cuyos
derechos territoriales serán tan
importantes en el futuro como lo han
sido los derechos adquiridos por
Canadá y la Rusia soviética en el
norte. No es probable que una
potencia enemiga cuestione nuestros
derechos sobre las regiones
antárticas.»
Scott fue uno de los varios
exploradores británicos que habrían
otorgado al Reino Unido los
derechos territoriales del polo sur.
Afortunadamente, se acabaron
imponiendo las consideraciones
científicas sobre las ambiciones
políticas y a finales de la década de
los cincuenta, había un total de
cincuenta y dos estaciones científicas
repartidas por el continente antartico,
con tripulaciones de unos doce
países. Además de trabajar en
coordinación con científicos
alemanes y suecos, Scott también
había tratado de convencer a
Amundsen de realizar experimentos
conjuntos; con toda probabilidad le
habría gustado lo que pasó en la
Antártida, ya que él fue uno de los
pioneros de ese espíritu de
colaboración.
Junto con Skelton, Day y Barne,
Scott había contribuido a diseñar los
primeros vehículos para la nieve con
orugas, que llegaron a ser mucho más
efectivos que los trineos con perros
para las tareas antárticas. Asimismo,
en 1917 las orugas contribuyeron a la
derrota del ejército alemán, cuando
las adaptaron como sistema de
tracción a los tanques británicos,
sólo cinco años después de los
experimentos de Scott en la Gran
Barrera.
Un detalle irónico es que los
británicos fueron los últimos de
todos los países con presencia en la
Antártida, incluidos los noruegos, en
dejar de utilizar perros junto a los
vehículos motorizados. En 1981
utilizamos el avión de una de mis
expediciones para llevar a un par de
perras esquimales desde una base
británica hasta Nueva Zelanda, a
1.600 millas de distancia, para que
se aparearan con otros perros y
evitaran la endogamia entre los
últimos cuatro equipos de perros de
la Antártida.
Otro detalle irónico es que en el
siglo XXI, las expediciones
modernas se dedican a competir
entre sí con expediciones que
requieren el máximo esfuerzo físico.
Los mismos periodistas que critican
a Scott por utilizar la tracción
humana censuran a los aventureros
polares actuales, si se les ocurre
utilizar alguna ayuda externa en sus
travesías. Scott se habría reído, o
estaría desconcertado.
En 1993, Mike Stroud y yo
atravesamos la Antártida sin ayuda
externa, tirando de nuestros trineos.
Los perros no habrían podido
realizar el viaje sin un
reabastecimiento de provisiones, así
que demostramos que la tracción
humana era un sistema más eficiente
y autónomo que los perros. Sin
embargo, en lo que respecta al
rendimiento logrado por Scott y por
Amundsen con sus respectivos
sistemas, nuestra hazaña no
demuestra nada, ya que ambos
utilizaron el sistema de depósitos, y
con esa ayuda externa, los perros son
más eficaces que los hombres.
Cuando estalló la segunda
guerra mundial, tan poco tiempo
después de la carnicería de la
primera guerra, el National Book
Council de Londres recomendó a los
soldados la lectura de El peor viaje
del mundo, de Cherry-Garrard. El
antiguo compañero de Scott recibió
de nuevo un sinfín de cartas de los
soldados, quienes le contaban que la
historia de Scott y Oates había sido
una fuente de inspiración para
hombres enfrentados a los peligros y
a los miedos de la guerra. La Gran
Bretaña no ganó la guerra por sí sola,
pero en el verano de 1940 era el
único país europeo que aún resistía a
los nazis. La campaña de propaganda
orquestada por Goebbels era efectiva
y estridente, pero los británicos
resistían gracias a la fe que
mantenían en sí mismos y en valores
como los que encarnaba Scott. El
principal logro del explorador fue
que sus hazañas y el modo en que las
contó inspiraron a sus compatriotas,
como los discursos de Churchill, y
les animaron a resistir con gallardía.
Scott no había previsto las
circunstancias de su muerte pero
cuando aceptó que era inevitable,
decidió enfrentarse a ella con
valentía. «A fin de cuentas —
escribió en su tienda de campaña
congelada—, estamos dando un buen
ejemplo a nuestros compatriotas, no
por habernos metido en dificultades,
sino por enfrentarnos a ellas como
hombres.»
En su libro The English, de
1998, el autor Jeremy Paxman
declaró que «la guerra y los años
inmediatamente posteriores fueron la
última ocasión en la que los ingleses
tuvieron un sentido claro y positivo
de su identidad». Paxman añadió que
a partir de entonces y hasta el
presente, «cualquier alarde de
orgullo nacional se convirtió en algo
ingenuo y moralmente cuestionable...
A nadie se le ocurriría ya ponerse de
pie al oír el himno nacional».
Paxman citó unas palabras de Orwell
al respecto: «Entre la izquierda, lo
normal es avergonzarse un poco de
ser inglés y pensar que hay que
burlarse de cualquier institución
propia del país, desde las carreras
de caballos a los tradicionales
pudines de manteca». Orwell podría
haber mencionado también a Scott,
pero escribía en 1948, cuando aún no
le habían convertido en blanco de
críticas. Gracias a la sencillez y la
fuerza de su mensaje, Scott aún
conservaba el respeto del público y
el mismo año en que Orwell se
lamentaba del pudín de manteca, los
estudios cinematográficos Ealing
producían Scott de la Antártida. La
película, protagonizada por John
Mills, obtuvo un éxito fenomenal
entre el público y los mayores de
sesenta años aún la recuerdan con
emoción.
La fama de Scott se mantuvo
firme durante dos guerras mundiales
y aún aguantaría otras tres décadas.
Sin embargo, la actitud del Reino
Unido hacia su pasado estaba
cambiando y bastó con que un
hombre plantara las semillas para
que Scott se transformara, de héroe
en idiota.
19
La última palabra

¿Merece la pena escribir sobre


los desacreditadores? ¿Por qué
desmontar las mentiras escritas sobre
hombres que fallecieron hace muchos
años? ¿Por qué atacar a un biógrafo
de éxito, que ha empleado la malicia
y la falsedad para destruir la buena
fama de un hombre que falleció hace
muchos años? ¿Será porque me
obsesiona el personaje, o porque me
siento ofendido, como si me hubiera
atacado a mí en vez de a Scott? Si
algún entrevistador me planteara
estas preguntas, tendría que
responder con sinceridad que no
tengo interés alguno en los
desacreditadores y que por otra
parte, soy consciente de que es
válido cuestionar y comentar la
reputación de los personajes
conocidos. Por ejemplo, en el último
medio siglo han vapuleado tanto a T.
E. Lawrence como a Scott, pero no
cuestiono la obra de su biógrafo más
crítico, Richard Aldington, en parte
porque no sé mucho de la guerra en
el desierto. Si Aldington fuera
culpable de falsear y manipular los
datos sobre Lawrence, yo no sería
capaz de detectar y denunciar sus
difamaciones. Scott no me obsesiona
ni más ni menos que Shackleton o
que una docena de pioneros de las
regiones polares. Tampoco me
obsesiona el principal detractor de
Scott, Roland Huntford. Lo único que
deseo es aprovechar mi experiencia
y mis conocimientos en el campo
para corregir una injusticia patente.
Cuando informé de mis
intenciones de escribir este libro a
Wally Herbert, el más importante de
los exploradores polares británicos
actuales y autor a su vez de una
biografía de Robert Peary, me
advirtió: «Tras las experiencias
desagradables que pasé, debo
avisarte que es peligroso enzarzarte
en una controversia histórica. Las
bases de la polémica sobre Peary
radican en los egos de los
historiadores y los periodistas en
ambos bandos del debate. Hacen
caso omiso de las facetas prácticas
de los viajes polares. He aprendido
por las malas que los que no quieran
escuchar no te oirán. No importa la
cantidad de experiencia que tengas
en cuestiones polares, los
gacetilleros te ultrajarán por
escrito... Es más, estarán encantados
de hacerlo, porque al insultarte se
sentirán importantes. Lo único que
sacarás de la experiencia serán
insultos. Te atacarán en persona para
desacreditar tus opiniones, de modo
que debes preguntarte si merece la
pena...». Yo creo que sí.
Desde tiempos inmemoriales ha
habido intentos de derribar a los
famosos, de todas las épocas y de
todos los orígenes, de sus pedestales.
Sin embargo, si hubiera un
campeonato mundial para
desacreditadores, los británicos se
llevarían unas cuantas medallas. En
el Reino Unido lo tratamos como una
actividad respetada y las editoriales
están dispuestas a publicar cualquier
obra que logre desbancar a un
famoso de su pedestal con un mínimo
de credibilidad, tras asegurarse de
que el departamento legal haya
eliminado cualquier difamación que
pueda llevar a una demanda judicial
por injurias. En Inglaterra los libros
desacreditadores venden muchos
miles de ejemplares, porque la
denigración forma parte de nuestro
carácter, al igual que la tendencia a
menospreciar nuestras cualidades y a
sentir que nos enfrentamos a
enemigos fenomenales. Las grandes
victorias militares jamás se
recuerdan con tanto entusiasmo como
los episodios en los que un grupo
reducido de británicos logró dar la
vuelta a la tortilla, frente a fuerzas
más numerosas, como en los casos de
Dunkirk, de Agincourt, o de Rorke's
Drift.
Uno de los motivos que han
llevado a desacreditar a varios
personajes es la política. En 1698,
los políticos radicales del partido
Whig que deseaban limpiar la imagen
de Oliver Cromwell encargaron una
falsificación de las memorias de uno
de sus generales. El libro logró
engañar a todo el mundo hasta finales
del siglo XX. Un solo libro generó
una impresión equivocada incluso
entre los historiadores más eruditos,
durante tres siglos. Sin embargo, el
padrino de los desacreditadores
británicos actuales es Lytton
Strachey, que terminó sus estudios en
Cambridge coincidiendo con la
muerte de Scott y se embarcó en una
colección de libros-revelación sobre
famosos de la época victoriana. Se
encargó de atacar el sistema
educativo de los típicos internados
británicos, el imperialismo, el
liberalismo y la clase de
evangelismo religioso que aseguraba
a los fieles que hallarían la gracia
divina en las trincheras, ya que Dios
odiaba a los alemanes. Strachey se
concentró en personajes tan
conocidos de la época como Gordon
de Jartum o Florence Nightingale.
«Todo el mundo conoce la imagen
popular de Florence Nightíngale —
escribió Strachey—: una mujer santa,
abnegada... La dama de la lámpara...
Se trata de una imagen conocida. Sin
embargo, la verdad era muy
diferente.» Estas palabras eran todo
un escándalo para la sociedad de la
época, aunque visto desde una
perspectiva actual su libro era muy
suave, si bien era cínico y ocurrente.
Si Strachey era un terrier que se
dedicaba a mordisquear los
pantalones de los poderosos, también
fue el responsable de abrir las
puertas a varias generaciones de
perros de presa que siguieron sus
pasos. «No le corresponde al
biógrafo escribir comentarios
halagüeños —explicó Strachey a los
futuros biógrafos—, sino revelar los
hechos de cualquier situación, tal
como lo interpreta.» Strachey evitaba
las entrevistas directas, los relatos
organizados en orden cronológico y
la investigación realizada
exclusivamente en la biblioteca. «Si
un biógrafo es inteligente —explicó
—, utilizará una táctica más sutil.
Atacará al objeto de la biografía en
puntos inesperados, le doblará el
flanco o la retaguardia, echará un
vistazo inesperado y revelador hacia
los rincones más oscuros y
olvidados. Navegará por ese mar
inmenso de material y de vez en
cuando echará un balde y sacará de
las profundidades alguna especie
característica, que procederá a
analizar con atención.»
Otro motivo para los esfuerzos
desacreditadores, quizá el más
sencillo de todos, es la necesidad de
echar la culpa a otro de los errores
propios. Durante generaciones,
representantes sucesivos de las
familias de Fletcher Christian y
William Bligh han jugado a este
juego y han ofrecido su versión de
los hechos acaecidos en el Bounty.
Los intentos de proteger o atacar la
reputación de los involucrados en
aquel incidente siguen en la
actualidad y empezaron cuando el
primo hermano de Fletcher, que era
la máxima autoridad judicial en la
Inglaterra de aquella época, utilizó su
influencia para describir a Bligh
como un sádico de la peor calaña,
aunque en realidad era un tipo
bastante compasivo. Sin embargo, las
acusaciones ayudaban a justificar los
actos de rebelión cometidos por
Christian. A continuación, a Bligh le
pasó lo mismo que a Scott con la
película The last place on Earth y a
William Wallace con Braveheart:
entró en juego la industria
cinematográfica y convenció al
mundo entero de que una serie de
«hechos», emanados de la
imaginación del guionista de turno,
eran en realidad verdades históricas.
En los años 1930, el mundo estaba
convencido de que Bligh era un
sádico, mientras que Fletcher
Christian era un héroe, interpretado
sucesivamente por Errol Flynn, Clark
Gable y Marión Brando (sin kilos de
más).
El sufrimiento provocado por la
primera guerra mundial era de tal
intensidad que reclamaba villanos a
quienes se los pudiera echar la culpa.
La guerra produjo miles de héroes,
pero a alguien había que culpar por
las masacres y también surgieron
cientos de villanos, listos para los
perros de presa que habían sucedido
a Strachey. Muchos de los cuales no
habían nacido aún cuando acabó la
guerra. Reunieron a los sospechosos
habituales de haber ocasionado la
matanza; algunos eran políticos, pero
la mayoría eran generales como
Haig. Al parecer, todos los altos
mandos eran ineptos y vanidosos, a
diferencia de los alemanes que se
portaban bien con sus hombres y
además eran astutos. Los críticos
explican el hecho de que los
alemanes perdieran la guerra y los
británicos la ganaran con la
participación de Estados Unidos (que
sólo participó durante los últimos
tres meses de una guerra que duró
cinco años). Los hechos históricos
jamás desalentarán a un
desacreditador resuelto.
Otro candidato predilecto para
convertirse en culpable de las
atrocidades era la división de clases
en el Reino Unido: los oficiales de
clase media llevaban a sus soldados
de clase baja a morir en los campos
de batalla. La mayoría de los
generales eran miembros de la
nobleza, como en el caso de
Balaclava, y mostraban la misma
indiferencia hacia las vidas de sus
hombres. Esta teoría ignora el hecho
de que el británico era el único de
los ejércitos involucrados en aquella
guerra cuya cúpula militar estaba
dirigida por un antiguo soldado raso,
o que el cuerpo de oficiales
presentaba una flexibilidad social
mucho mayor al de los ejércitos
francés o alemán. El trauma
colectivo del millón de víctimas de
la guerra descartaba la posibilidad
de un análisis objetivo. Se crearon
mitos que no tardaron en convertirse
en verdades. Los radicales echaron
la culpa al imperialismo y al sistema
de clases. Los cínicos se regodearon
en la inutilidad de la guerra,
demostrada por la aparición casi
inmediata de Hitler.
La segunda guerra mundial
distrajo la atención de la búsqueda
de culpables de la primera, pero el
tema recobró actualidad en los años
sesenta, gracias a una nueva oleada
de libros, obras de teatro y películas
que criticaban la futilidad de la
guerra y la incompetencia de los
involucrados. Para la mayoría de los
británicos, obras como Oh! What a
lovely war se convirtieron en el
reflejo más fiel de lo sucedido,
aunque quizá se trataban más de un
reflejo del ambiente que reinaba en
el Reino Unido de los años sesenta,
con una población ávida de absorber
cualquier cosa que les contaran los
medios. Si el abuelo, que estuvo en
las trincheras, observaba los
documentales consternado y sugería
que no fue exactamente así como
sucedió todo, debía de fallarle la
memoria, ya que la televisión no
mentía.
El doctor Gary Sheffield,
antiguo secretario general de la
comisión británica para la historia
militar, declaró no hace mucho en un
documental de la BBC que la imagen
predominante del ejército británico
durante los años de 1914a 1918,
según la cual estaba formado por
«leones dirigidos por asnos», era
errónea. «En realidad —declaró—,
en el contexto de unos cambios
revolucionarios en la tecnología
bélica, el ejército británico tuvo que
someterse a un proceso de
aprendizaje sangriento, pero llegó a
convertirse en una fuerza formidable.
En el año 1918, este ejército tan
denostado ganó las mayores victorias
de la historia militar británica.» A
pesar de las pruebas que avalaban
sus afirmaciones, Sheffield
contradecía los mitos populares
establecidos por generaciones de
detractores y en consecuencia, varios
televidentes le criticaron con
indignación.
A partir de los años setenta,
cada vez más biografías se escribían
con el solo objetivo de hacer caer al
sujeto en cuestión de su pedestal. Si
un autor novel quería conseguir un
contrato lucrativo con la editorial,
debía escribir un verdadero
bombazo. Esta tendencia sigue
vigente en la actualidad, como
demuestran un par de ejemplos: en el
año 2002, una reseña de la biografía
de Byron escrita por Fiona
MacCarthy comentó que «es
lamentable que una obra biográfica
como ésta emplee tan poco tiempo en
analizar el talento poético de Byron,
pero dedique centenares de páginas a
demostrar que el poeta era un
homosexual encubierto». Otro crítico
cita las reseñas de otra biografía, la
del autor Anthony Burgess escrita
por Roger Lewis. El crítico cita a
Philip Hensher, que declaró que
«hacía años que no leía un libro tan
carente de generosidad y
benevolencia. La obra no es una
biografía convencional, sino una
crítica prolongada y hostil del
novelista, como escritor y como
individuo». Le acusa de ser un
sadomasoquista, un mal padre, un
tacaño... No cabe duda de que un
libro desacreditador es más
entretenido que una hagiografía, pero
una dosis de malicia que puede ser
entretenida en un artículo breve se
vuelve aburrida en un libro de esta
longitud.
Por supuesto, tanto Byron como
Burgess estaban muertos y por lo
tanto no podían desmentir las
acusaciones de MacCarthy y Lewis.
Estos libros pueden caracterizarse
como una muestra de la cobardía más
vil. La ventaja de este género para
los autores dedicados a denostar a
víctimas ya fallecidas es que pueden
inventarse todas las mentiras que
quieran, siempre que sean
medianamente verosímiles. Quizá
ofendan profundamente a los
familiares del héroe desacreditado,
pero nadie podrá hacer nada al
respecto.
Muchos autores han escrito
biografías del capitán Robert Scott y
al final de este libro menciono a la
mayoría de ellos. Pero como ya
hemos comprobado, en los años
setenta había llegado el momento de
desarbolar la leyenda de Scott. El
ambiente en aquella época era de
desdén hacia cualquier héroe de la
vieja escuela, especialmente alguien
que encarnaba los valores de la
flema británica. Las obras dedicadas
a destrozar la fama de un héroe se
vendían muy bien y, además, los
detractores de Scott se beneficiarían
de las enormes diferencias entre la
escala de valores en la era victoriana
y lo políticamente correcto en el
mundo actual. Ambas concepciones
de la vida son casi contradictorias
entre sí, de modo que es fácil
presentar a individuos del estilo de
Scott como representantes de todo lo
que es políticamente inaceptable hoy
en día, sin considerar que se le debe
juzgar en el contexto de su época. No
sería justo para nadie que le juzgaran
a posteriori, con unos valores
completamente ajenos a los suyos y
sin embargo, eso es precisamente lo
que hacen los detractores actuales de
Scott.
Durante los años posteriores a
la expedición, se escribieron varios
libros sobre el tema y tanto Teddy
Evans como Priestley, Cherry-
Garrard, Taylor, Ponting y Clements
Markham se mostraron respetuosos
hacia los logros de Scott.
Cherry-Garrard escribió su
famoso libro El peor viaje del mundo
en 1922, diez años después de su
intento fallido de rescatar a Scott. El
libro no era una biografía de Scott
sino un relato emocionante sobre una
parte de la expedición del Terra
Nova, escrito por Cherry-Garrad
pero influido por su amigo y vecino
George Bernard Shaw y su esposa,
Charlotte. Ni Cherry-Garrard ni
Bernard Shaw mostraban mucho
interés por la religión, ambos
odiaban la guerra y admiraban la
literatura y el proceso de la creación
literaria. Pasaron muchas horas
felices en sus hogares rurales,
paseando por la campiña y hablando
de Scott. Shaw decidió que Scott le
caía muy mal, a pesar de que nunca
le había conocido, aunque disfrutaba
de la compañía de su viuda,
Kathleen.
En una carta a Kathleen, Shaw
explicó el papel que había jugado al
convencer a Cherry-Garrard de que
no debía limitarse a escribir un
relato de viajes, sino que debía
analizar la personalidad de los
involucrados, especialmente la de
Scott. «Jamás conocí a Con —
escribió Bernard Shaw—, y mi único
interés personal en él se debía a mi
amistad contigo. Para mí no era más
que un personaje de una tragedia y no
tenía la menor idea de la clase de
hombre que era. El libro de Cherry le
convierte en un personaje vivo y por
consiguiente, mucho más interesante.
Sin embargo, para devolver la vida a
un héroe no sólo hay que mostrar sus
virtudes, sino también sus defectos.
Cherry describe a Con tal como era,
sin introducir elementos críticos.
Pero desde luego, yo me permito una
mirada más crítica.»
Shaw tenía la habilidad de
causar problemas entre sus amigos y
durante algún tiempo después de la
publicación de El peor viaje del
mundo, se dedicó a generar tensión
entre Kathleen y Cherry-Garrard.
Durante treinta y seis años, Cherry-
Garrard se dedicó a repasar todos
los detalles de la expedición del
Terra Nova con Shaw, hasta que el
viejo escritor falleció a los noventa y
dos años de edad, completamente
lúcido hasta el final. Shaw no dejó
de insistir a Cherry-Garrard que la
muerte de Scott no había sido culpa
suya, sino una consecuencia de las
acciones del mismo capitán.
La imaginación de Shaw logró
introducir múltiples detalles nuevos
en la vieja tragedia. Incluso sugirió a
Cherry-Garrard que Scott había
abandonado a Taff Evans a su suerte
y que se había dedicado a mirar
fijamente a Oates hasta convencerle
de que saliera de la tienda, en una
especie de suicidio forzado. Estos
detalles eran un producto típico de la
picara imaginación de George
Bernard Shaw y en su origen, fueron
bastante inofensivos. Sin embargo,
más adelante los críticos de Scott los
aceptarían como hechos
demostrados. Shaw describió a Scott
como «el fracasado más
incompetente de la historia de la
exploración» y su opinión quedó
reflejada en un epílogo que incluyó
Cherry-Garrard en la reedición de
1951 de su El peor viaje del mundo.
Hacia el final de sus días, Shaw
parecía cansarse de sus propias
facetas menos atractivas, o por lo
menos las reconoció: «Te burlas de
ellos, te mofas de ellos por no hacer
lo que tampoco te atreves a hacer tú
—escribió, sobre su propio cinismo
—. ¡Y no dejas de reír, de reír! Con
eterno desdén, envidia perenne,
locura eterna, eterna voluntad de
manchar y mancillar, de degradar,
hasta que llegas por fin a un país en
el que los hombres se toman en serio
las preguntas y te ofrecen una
respuesta seria; entonces les
ridiculizas por no tener sentido del
humor y te vanaglorias de tu propia
falta de valor, como si te convirtieras
en mejor persona que ellos».
Cherry-Garrard pasó la mayor
parte de su vida mortificado por la
muerte de sus compañeros, pero tuvo
suerte al casarse tarde con una mujer
mucho más joven que él, que le cuidó
durante años de enfermedad,
depresión e incluso alucinaciones
sicóticas, que afortunadamente se
alternaban con períodos de
tranquilidad y entusiasmo. No está
muy claro si la amistad de Shaw le
sirvió de mucha ayuda.
En 1928, un párroco de
Worcestershire llamado Gordon
Hayes, que había estudiado en
Cambridge y tenía un ávido interés
por la historia polar, formuló las
primeras críticas constructivas del
viaje de Scott al polo. Durante una
correspondencia que duró diez años,
Hayes se lamentó con el doctor Hugh
Mili, un antiguo amigo de Scott y
gran admirador de Shackleton, de la
falta de colaboración de los
supervivientes del Terra Nova con
sus investigaciones. De todos los que
se habían ofrecido a ayudarle con su
trabajo sobre Scott, sólo Ponting y en
menor medida, Priestley, lo habían
hecho. Los ataques de Hayes hacia
Scott se basaban en los argumentos
de que debió haber usado los perros,
que no se le daba nada bien la
planificación o la organización, que
había salido demasiado tarde, que
mostraba una predisposición a las
depresiones, que padeció y falleció
de escorbuto y que los trabajos de
investigación realizados por el Terra
Nova eran una simple repetición de
los del Discovery.
Debenham ofreció un resumen
de la obra de Hayes: «La crítica que
ofrece puede resumirse en una sola
frase: «Scott fue un mentecato por no
haber usado los perros y fue un fallo
de organización no haber hecho
exactamente lo mismo que
Amundsen». Sin embargo, Hayes no
ofrecía una opinión muy positiva
sobre la expedición del noruego:
«Debemos resumir la crítica más
evidente del viaje de Amundsen, que
con toda sinceridad, fue una empresa
completamente inútil». Cuatro años
más tarde, Hayes escribió otro libro
sobre la exploración de la Antártida,
La conquista del polo sur, en el que
no se mostraba crítico con Scott: «El
capitán Scott —escribió en aquella
ocasión— debía de ser un hombre de
corazón noble, ya que su cualidad
principal era su generosidad... Era
sensible y modesto a la vez...
Mostraba independencia y una férrea
voluntad. También era impulsivo y
temperamental; se podría decir que
su personalidad era variada e
interesante».
A pesar de las suaves críticas
vertidas por Hayes y Cherry-
Garrard, la imagen de Scott aún era
la de un explorador del que los
británicos se podían enorgullecer
tanto como de Livingstone. En 1930
se publicó la primera biografía
autorizada de Scott; se trataba de un
libro inofensivo cuyo autor había
tenido acceso a cartas inéditas entre
Scott y Kathleen, quien se reservó el
derecho de revisar las pruebas de
imprenta. George Seaver, en 1940,
Frank Debenham en 1959, Harry
Ludlam en 1965, Reginald Pound en
1966 y L. B. Quartermain en 1967,
ofrecieron detalles adicionales de la
historia de Scott en libros sucesivos,
basados en investigaciones
adicionales de los diarios y las
cartas de los involucrados. Sin
embargo, ninguno de estos libros
presentaba conclusiones que
hubieran preocupado mucho a Scott,
de haber levantado la cabeza. Una
obra de Peter Brent, escrita en 1974,
profundizaba un poco más en la
historia y trataba de ofrecer una
visión más crítica de Scott, siguiendo
la tónica de los biógrafos de la
década de los setenta, que
empezaban a revelar detalles mucho
más escabrosos de sus personajes.
Sin embargo, Scott parecía aún
inmune al ataque de los buitres
literarios y los aspirantes a
desacreditadores.
En Noruega, Nansen
protagonizó una biografía que ofrecía
una lectura gay de sus viajes al
Ártico con Hjalmar Johansen,
mientras que en 1974 hubo un ataque
severo contra la reputación de Roald
Amundsen. El noruego Káre Holt
escribió un libro titulado La carrera,
que supuestamente se trataba de una
obra de ficción pero que provocó una
grave ofensa entre los círculos de
exploradores noruegos. Si un autor
noruego se encargaba de desacreditar
a Amundsen, no podía tardar en
llegar algún autor inglés dispuesto a
destruir la leyenda de Scott. A fin de
cuentas, era uno de los pocos héroes
de gran calibre que aún se mantenían
en su pedestal. Durante la década de
los setenta, otros personajes antaño
respetados caían uno tras otro,
incluidos el filántropo Albert
Schweitzer, Winston Churchill y V. I.
Lenin.
En el año 1977 surgieron dos
nuevos biógrafos de Scott que
parecían estar dispuestos a atestar el
golpe mortal. Sin duda, David
Thomson lo intentó y se mostró tan
crítico como pudo, dentro de los
límites marcados por su propia
objetividad. Se concentró en todos
los defectos profesionales y
personales de Scott pero en mi
opinión, no logró destrozar la fama
de un hombre fallecido. La biografía
de Scott escrita ese mismo año por
Elspeth Huxley incluía mucho
material inédito y fue un éxito de
ventas. Huxley se dedicó a
escudriñar a Scott con la mirada
experta de una biógrafa profesional,
con más de treinta libros en su haber.
Al fin, Huxley concluyó que Scott
«no era en absoluto el navegante
sencillo que pudo parecer en alguna
ocasión», pero que no dejaba de ser
un héroe.
Y en 1979 se publicó Scott y
Amundsen, de Roland Huntford. Un
año más tarde llegué al polo Sur por
primera vez y pasé ahí cuatro días,
ayudando a los habitantes de la base
a lavar los platos en la cantina.
Charlé con varios de los científicos
que pasaban ahí el invierno,
interesado en oír sus opiniones sobre
varios exploradores, incluido Scott.
Ellos mencionaron el nuevo libro y
me preguntaron si lo conocía. Al
parecer, la historia de Scott como
héroe polar no era más que una
estratagema imperialista británica,
que había desenmascarado el tal
Huntford. Decidí comprar el libro a
mi regreso a casa, pero lo olvidé.
A mediados de los años ochenta
me recordaron el libro en una
ocasión insólita; la señora Raisa
Gorbachev lo mencionó cuando fui a
pronunciar una conferencia en
Moscú. Entonces decidí comprar la
obra y ver la versión en vídeo del
libro de Huntford. Ambas versiones
presentaban datos que a mi entender
eran cuestionables, pero disfruté de
su carácter ameno. La obra de
Huntford estaba muy bien escrita, con
la estructura de una novela
emocionante y al no estar yo muy
enterado de la historia polar en
aquella época, me impresionó la
larga lista de agradecimientos y la
extensa bibliografía al final del libro.
En 1993 crucé la Antártida con
Mike Stroud y en 1997, por
casualidad vi de nuevo la versión
televisiva de la obra de Huntford. En
esa ocasión, me causó una impresión
muy distinta.
Yo había adquirido más
experiencia como explorador polar,
como jefe de expediciones y como
conductor de trineos. En el año 2000,
durante la convalecencia de unas
lesiones provocadas por la
congelación, me dediqué a leer el
libro con detalle y a realizar
anotaciones, mientras leía todas las
obras que pude conseguir sobre
Amundsen y Scott, unas 112 en total.
Empecé a comprender la magnitud
del cambio que había sufrido la
reputación de Scott y comprobé que
la visión de Huntford se había
convertido en la versión más
aceptada del explorador. Cuando mi
propia experiencia polar me
convenció de que algo fallaba en la
obra de Huntford, me decidí a tratar
de devolver a Scott el lugar que le
correspondía en la historia de la
exploración.
La importancia de esta misión y
el motivo de mis esfuerzos en este
campo radican en el hecho de que
Scott y Amundsen se ha convertido
en el libro de referencia por
antonomasia sobre Scott. A partir de
la obra de Huntford, todas las
biografías de Scott la han citado y
han encumbrado al autor como el
principal biógrafo polar del mundo,
gran parte de cuya obra es aceptada
como si se tratara de una verdad
histórica. (Huntford ha realizado una
investigación muy exhaustiva, pero
me decepcionó no encontrar una
explicación detallada de sus fuentes
en la edición más leída, en rústica,
de su The last place on Earth, que
habría permitido a sus lectores
consultar el origen exacto de todas
las citas y las afirmaciones del
texto.)
La imagen del capitán Scott
ofrecida en Scott y Amundsen ha
provocado un cambio radical del
concepto que tiene el público del
explorador. En la introducción a una
nueva edición de la obra en rústica,
publicada en 1999, Paul Theroux
describió a Scott como «inseguro,
dado al pánico, sin sentido del
humor... un chapucero... con
tendencia a exagerar». Si queremos
hacernos una idea de la actitud de
Roland Huntford hacia los dos
protagonistas de su historia, basta
con consultar el índice temático. En
la sección de «características» de
Amundsen, Huntford enumera su
«amor por los animales, capacidad
de liderazgo, magnetismo, modestia,
forma física, sentido de la rectitud,
sensibilidad, reticencia sexual,
miopía, tenacidad, estoicismo,
vanidad». Por otra parte, las
«características» de Scott incluyen la
«tendencia a la distracción,
agnosticismo, falta de don de mando,
incapacidad de aguantar las críticas,
ataques de depresión,
sentimentalismo, impaciencia,
tendencia a la improvisación, sentido
de inferioridad, inseguridad, falta de
perspicacia, irracionalidad,
aislamiento, celos, juicio defectuoso,
falta de liderazgo, dones de escritor,
tendencia al pánico, temeridad,
tendencia a evitar las
responsabilidades, sensiblería,
indecisión».
Lo que quería saber era cómo
había logrado Huntford convencer a
los lectores de que su versión de
Scott era la más acertada.
En primer lugar, Huntford
aseguraba que tenía experiencia en
condiciones de hielo y nieve, pero
demostraba su ignorancia sobre
asuntos polares en algunas de sus
afirmaciones: «A los cuarenta grados
bajo cero —declara—, cada
bocanada de aire quema la garganta
como el fuego».Yo he tirado de un
trineo a cincuenta grados bajo cero y
jamás he experimentado este
fenómeno descrito por Huntford.
También declara que Stubbered, uno
de los compañeros de Amundsen, era
un experto constructor y sabía cavar
cuevas en la nieve sin que se les
hundiera el techo. La mayoría de las
expediciones que pasan el invierno
en la Antártida, entre ellas la mía,
construyen dichas cuevas para
guardar material o instalar talleres de
trabajo. No hace falta ser
constructor.
Huntford declaró que Scott era
«incapaz de lograr la interacción
precisa entre los brazos, el torso y
las piernas que requiere el esquí
nórdico. Scott era más bien patoso y
desperdiciaba energía en cada paso...
No estaba muy bien adaptado a las
dificultades de los desplazamientos
polares». En realidad, Scott había
dado sobradas muestras durante
expediciones sucesivas de su
capacidad para los desplazamientos
polares, además de ser el más
experto conductor de trineo de
tracción humana de su época. He
sido instructor militar de esquí y. he
enseñado a los soldados a utilizar la
interacción de extremidades que
describe Huntford, además de haber
tirado con esquís de un pesado
trineo, durante miles de millas.
Puedo afirmar que Huntford no ha
comprendido la esencia de la
cuestión: la buena técnica como
esquiador no pinta nada a la hora de
tirar de un trineo pesado.
El autor critica a Scott por
abrigarse con prendas de materiales
fabricados por el hombre, en vez de
utilizar pieles. Pero los expertos en
cuestiones polares saben que las
pieles abultan mucho y limitarían la
movilidad de hombres que tenían que
tirar de un trineo, además de hacerles
sudar demasiado. Incluso a cincuenta
grados bajo cero, para tirar de un
trineo es mejor utilizar ropa ligera de
algodón, porque en caso contrario el
sudor queda atrapado y se congela en
la piel cuando se enfría el cuerpo.
Las pieles sirven para aquellos que
conducen trineos tirados por perros,
que son los que realizan el mayor
esfuerzo. Huntford afirma que Scott
no tenía pieles y que eso explica
algunos de los casos de congelación
que padecieron sus hombres. Sin
embargo, Amundsen y los suyos
también sufrieron problemas de
congelación, a pesar de disponer de
pieles: «Mi nariz, mis labios, mi
mandíbula y mi frente se han
convertido en una gran llaga»,
declaró Amundsen. «Scott forzó la
marcha —afirma Huntford—.
Recorría trece millas por día, poco
menos de las quince que recorría
Amundsen. Sus hombres marchaban
durante nueve o diez horas, tirando
de sus pesadas cargas... Era
inhumano obligarles a tirar de cien
kilos por cabeza, a 2.700 metros de
altitud.»
Sin embargo, no es inhumano
que un jefe de expedición como Scott
marque un ritmo exigente y aún hoy
es práctica habitual marchar durante
unas nueve o diez horas por día. Cien
kilos de carga no es mucho y en
cuanto a los 2.700 metros, ésa es la
altitud media de la meseta polar.
En numerosas ocasiones,
Huntford declara que Scott competía
contra Shackleton, su «rival
imaginario». Sugiere que Scott no
dejaba de comparar su progreso con
el de Shackleton para regodearse en
la ventaja que conseguía. Después de
realizar muchas expediciones en
zonas recorridas con anterioridad
por otros exploradores, sé que la
actividad más natural y satisfactoria
del día consiste en comparar el
avance conseguido con el del viajero
anterior. No es cuestión de burlarse,
sino de utilizar la experiencia de otro
explorador como marco de
referencia, para evaluar el progreso.
«No es más que la interpretación de
un individuo —declaró el explorador
polar Vivían Fuchs sobre el libro de
Huntford—, pero su falta de
experiencia de las condiciones que
describe le descalifica como juez.»
En segundo lugar, Huntford
sintonizaba con las expresiones
británicas de culpa sobre el pasado
colonial del Reino Unido,
estableciendo una conexión directa
entre Scott y el legado colonial.
«Scott procedía de un imperio que si
bien había empezado a decaer, aún
era poderoso y opulento —declaró
Huntford—. Amundsen procedía de
un país pequeño y pobre, con una
población reducida.» Esta
declaración cargaba aún más las
tintas a favor del noruego, ya que los
británicos muestran una tendencia
natural a apoyar al débil.
«Scott personificaba el fracaso
glorioso —declaró Huntford—, que
se había convertido ya en un
arquetipo británico. Era el héroe
ideal para una nación en declive.»
Huntford describe a Amundsen como
un vikingo de clase alta, cuyas
hazañas simbolizaban el surgimiento
de Noruega como nación
independiente, mientras que Scott era
el hijo de un cervecero de clase
media, que personificaba la
decadencia nacional del Reino
Unido. Declara que el año 1870, dos
años después del nacimiento de
Scott, fue el inicio de la caída del
poder británico: «Difícilmente
encontraríamos un símbolo más
oportuno del declive que el
nacimiento de Scott», declaró.
Huntford presta especial
atención al factor de las clases
sociales: «Scott padecía de la
inseguridad de las clases medias
ambiciosas, cuando se enfrentan a un
aristócrata natural». Más adelante,
abunda en el tema: «La llegada de un
capitán de los dragones a una
expedición en la que predominaban
las clases medias abría unas
posibilidades interesantes». Scott no
comentó nunca el tema de las clases
sociales, pero su división entre
marinería y oficiales provocó más
críticas de Huntford: «Scott organizó
la expedición con disciplina naval y
una rígida segregación de oficiales y
marinería». En realidad, las pruebas
no señalan que la separación fuera
tan rígida; la biblioteca del refugio,
situada en la habitación de Scott,
estaba abierta a todo el mundo y
todos participaban en los mismos
juegos y deportes. Scott comentó por
escrito que aparte de la división de
los aposentos para dormir, «ofrece
una ventaja en expediciones como
ésta, que todos compartamos las
mismas adversidades y en la medida
de lo posible, vivamos una vida
parecida».
En tercer lugar, Huntford
muestra cierta tendencia a ir más allá
de la evidencia disponible. «A veces
hay que interpretar los hechos»,
declaró él mismo en una ocasión. En
una entrevista televisiva realizada
por la BBC, Huntford confesó que el
episodio en el que Scott trataba de
obligar a Oates a salir y suicidarse
se basaba en su «intuición». Cuando
en 1996 Sara Wheeler le entrevistó
para el libro Terra Incógnita y le
preguntó si no tenía ganas de viajar
al sur, ya que había creado unas
descripciones polares tan logradas,
Huntford respondió que no, que las
descripciones eran «paisajes de la
mente». Al parecer, incluso sus
descripciones del paisaje eran
intuitivas. «Su libro es más
interpretativo que informativo —
declaró en 1972 el Times Literary
Supplement, respecto a una obra
sobre Suecia—. Quizá habría
resultado más convincente un análisis
más imparcial.» «A Huntford no le
convencían las pruebas documentales
ni los indicios contemporáneos, sino
su propio convencimiento —declaró
Wayland Young, de la revista
Encounter, sobre Scott y Amundsen
—. No es ésa la actitud de un
estudioso; convencerse por estos
medios de que un hombre que
falleció hace muchos años era un
villano corresponde más a un
novelista.»
En cuarto lugar, Huntford utilizó
las omisiones selectivas para crear
una imagen negativa de Scott entre
sus lectores. Ofrece citas textuales,
pero jamás reproduce los cientos de
diarios que contenían comentarios
halagüeños sobre el capitán, ni como
contrapeso de las opiniones
negativas que cita a menudo,
extraídas de los pocos diarios
críticos con Scott. En este libro he
incluido anotaciones que representan
ambas posturas.
Huntford aseguró a los críticos
noruegos encargados de reseñar su
obra que había descubierto
falsedades en los diarios de Scott, de
la expedición del Discovery:
«Cambió las anotaciones de sus
diarios —declaró Huntford—. Más
tarde se perdieron los originales,
pero los encontré a través de uno de
sus familiares y fui el primero en
poderlos comparar con la versión
publicada... No he sido el único en
reaccionar contra las falsedades
históricas, contra los mitos
peligrosos que hemos perpetuado
para cultivar la fama gloriosa de
Inglaterra». Más adelante, Huntford
reconoció a la publicación
Aftenposten que Scott no había
alterado sus diarios personales, pero
que «las instituciones» británicas le
habían encubierto. «Precisamente de
eso padecemos en Inglaterra —
añadió Huntford—. He hallado más
de setenta omisiones considerables,
en su mayoría comentarios
maliciosos sobre aquellos que
estaban a su cargo.»
Ya hemos comentado en este
libro el motivo evidente de las
setenta omisiones mencionadas por
Huntford, que con toda probabilidad
habría hecho el mismo Scott de haber
sobrevivido. Los pasajes editados
eran notas privadas sobre los
miembros de su equipo, tanto
positivas como negativas, cuya
publicación jamás estuvo prevista.
Los comentarios críticos de Huntford
sobre la utilización de los diarios de
los exploradores a menudo parecen
caer en contradicciones. Por una
parte acusa a Scott de falsear la
realidad con sus omisiones y su
«manipulación de la historia», por no
haber utilizado todo el material de su
diario. Por otra parte, cuando
menciona omisiones parecidas en El
paso del noroeste de Amundsen,
Huntford declara que el noruego es
«selectivo», pero que «no manipula
la historia» con sus recortes.
Asimismo, Huntford recurre a
menudo a las quejas de Armitage
sobre Scott, escritas veinte años
después de los acontecimientos, pero
desestima comentarios igualmente
críticos de un antiguo compañero de
Amundsen: «Lo que hace es
reconstruir los hechos, después de
años de darle vueltas con amargura
—declara Huntford—, y no es
probable que sea una versión
objetiva de los hechos».
A lo largo del libro, Huntford
hace caso omiso de la faceta
científica de las expediciones de
Scott, a pesar de que él y sus
hombres le dedicaron muchas más
horas que a la exploración polar. En
realidad, la ciencia era el principal
objetivo de Scott e incluso el crítico
Cherry-Garrard afirmó sin lugar a
dudas que el interés de los
expedicionarios por la ciencia era
auténtico. Cherry-Garrard, Scott y
los demás siempre afirmaron que,
además, querían alcanzar el polo.
Huntford criticó con dureza los
treinta y cinco kilos de rocas que
transportó Scott: «No fue más que un
intento lamentable de evitar una
derrota total en el polo». ¿Creerá
Huntford que de haber llegado Scott
y sus hombres al polo en primer
lugar habrían dejado las rocas?
Según su informe oficial, el Museo
de Ciencias Naturales británico no
opinaba lo mismo que Huntford
sobre aquellas piedras: «Los
heroicos esfuerzos del grupo al
recolectar aquellas rocas no fueron
en vano. Establecieron una base
sólida, que deberá animar a sus
sucesores a que recojan material que
permita estudiar la superestructura
del continente». Muchas décadas más
tarde, aquel mismo material ofreció a
los científicos las primeras pruebas
no sólo de un profundo cambio
climático en la Tierra, sino incluso
de cambios en la forma y estructura
de la corteza terrestre. Sin embargo,
Huntford aseguró que aquellas rocas
fueron innecesarias, ya que
Shackleton «había hecho ya la mayor
parte del trabajo». En realidad, a
diferencia de las muestras recogidas
por Shackleton, las de Scott
permitieron determinar la edad
exacta de la arenisca de Beacon y
ofrecieron un indicio clave sobre los
orígenes de la Antártida.
Las municiones de mayor
calibre que utiliza Huntford proceden
de Oates, a quien el biógrafo
admiraba sin disimulo. Por otra
parte, Huntford declaró abiertamente
que no soportaba a Wilson, sin duda
porque a pesar de su espíritu crítico
y su evidente sinceridad, la mayoría
de los comentarios de Wilson sobre
Scott fueron favorables. En Scott y
Amundsen, Huntford informó a sus
lectores que había tenido acceso a
material inédito, incluidas las
últimas cartas del capitán Oates.
También instó a sus editores a que
hicieran especial hincapié en el
material inédito en la campaña
promocional del libro. Su actitud da
a entender que fue él quien halló las
cartas, cuando en realidad ya las
había visto Sue Limb, coautora de
una propuesta editorial sobre Oates,
a quien se las mostró la hermana de
Oates, Violet. La madre de Oates,
Caroline, había guardado
celosamente todas las cartas de
Oates y había dado órdenes de que
las destruyeran a su muerte. Sin
embargo, Violet las había copiado en
secreto antes de su destrucción y al
caerle bien Sue Limb, se las mostró
en 1963. Les había presentado Frank
Debenham, quien ofreció a la autora
la siguiente advertencia sobre Oates
y sus cartas: «Tendrás que confiar
más en las pruebas circunstanciales,
en lo que dijo e hizo, que en lo que
escribió. Su personalidad queda
reflejada en sus actos, no en sus
palabras».
Al parecer, Huntford hizo caso
omiso de esta advertencia y de la del
mismo Oates, que reconoció su
tendencia a las críticas excesivas, en
una de las cartas a su madre: «Te
ruego que tengas en cuenta que
cuando un hombre lo está pasando
mal, puede llegar a decir cosas sobre
los demás de las que después se
arrepiente». Al escribir su libro
sobre Oates, Sue Limb demostró que
había hecho caso de las
advertencias: «Los comentarios
duros de Oates sobre Scott son un
elemento esencial para comprender
la situación —escribió Limb—, pero
no lo son menos sus
arrepentimientos».
Antes de morir, Oates confió a
Wilson que su madre era la única
mujer a la que había querido y sin
duda, el amor era mutuo. Caroline
jamás se recuperó del golpe que
supuso la muerte de Oates. Vistió de
luto durante el resto de sus días,
pasaba las noches en la habitación de
su hijo y atacaba sin piedad a los
biógrafos que se atrevieran a escribir
sobre él, aunque fuera en términos
favorables, incluidos Stephen Gwynn
y Louis Bernacchi. Odiaba a
Kathleen Scott y estaba convencida
de que el capitán Robert Scott era el
único culpable de la muerte de su
hijo, obviando el hecho de que Oates
conocía de sobra los riesgos de la
expedición antes de unirse a ella.
«Quizá sobrevivamos y quizá no —
había declarado el mismo Scott en
público—. Quizá perdamos la vida,
quizá no logremos regresar.» Durante
años, la señora Oates se dedicó a
invitar a Meares, Debenham y
Atkinson a cenar a su piso
londinense, donde les acribillaba a
preguntas sobre Scott. Insistía en su
teoría de que Scott había provocado
el «sufrimiento más atroz» de su hijo.
«Quizá la señora Oates se excedió al
acusar a Scott de asesinar a su hijo»,
declaró Huntford. Sin embargo,
Huntford no mencionó el origen de
esta cita y no aparece en la lista de
cartas de la señora Oates, que ofrece
en la sección de referencias de su
libro. Quise preguntárselo a la
biógrafa de Oates, Sue Limb. «Creo
recordar que en 1978 dije a Huntford
que estaba convencida de que la
señora Oates consideraba culpable a
Scott de la muerte de su hijo. Sin
embargo, le pedí que no citara este
dato.» Sue Limb tuvo razón al avisar
a Huntford al respecto, ya que las
citas de segunda mano que al parecer
procedían de una señora Oates
corroída por el dolor no eran la
fuente más confiable.
La señora Oates mantuvo una
obsesión resentida y agresiva hasta
el final; falleció sola a los ochenta y
tres años, en una gran mansión con
crespones negros en todas las
habitaciones. «Atkinson dijo que el
capitán Scott tenía tendencia a ser
muy grosero y descortés —escribió
—, y que a continuación trataba de
arreglarlo, mostrándose muy
simpático. Meares me aseguró que
reinaba un ambiente muy
desagradable y conflictivo —añadió
más adelante—. El capitán se pasaba
el día insultando... y lo peor era que
no había forma de escaparse de las
discusiones.» La ira y la
incriminación son etapas reconocidas
del dolor. A juzgar por sus diarios,
la señora Oates no tenía
convicciones religiosas que le
hubieran permitido aceptar la muerte
de su amado hijo como un sacrificio
cristiano.
Sean o no los recuerdos de esta
señora mayor un reflejo fiel de los
comentarios de Atkinson y Meares,
Huntford los utilizó como prueba de
que la expedición del Terra Nova
«sufrió un proceso evidente de
desmoralización, incluso de un
amotinamiento incipiente». Huntford
se basó en la versión contada por
Armitage veinte años más tarde, para
asegurar que en el viaje al sur de la
expedición anterior, el
amotinamiento había llegado a
fraguarse, a pesar de que no existe
evidencia alguna al respecto. Es
habitual que surjan tensiones en los
viajes difíciles. Sin embargo, tanto
entonces como en la actualidad, el
momento en que la hostilidad se
vuelve más evidente para los demás
es el del regreso a la civilización.
Cuando Scott, Shackleton y Wilson
volvieron a su barco, bajo la atenta
mirada de sus compañeros, todas las
pruebas indican que se llevaban muy
bien. Asimismo, el diario de
Shackleton no respalda en absoluto
la teoría de Huntford, de un
amotinamiento durante el viaje al sur.
Huntford lanzó otras
aseveraciones sin pruebas aparentes.
Por ejemplo, aseguró que con los
vientos de guerra que soplaban, la
Armada no quería ceder a sus
mejores oficiales para la expedición
del Discovery. Según Huntford, a
Markham no le quedó más remedio
que aceptar a un «teniente de navio
anodino, con perspectivas
mediocres». En realidad, aún
faltaban quince años para la primera
guerra mundial y Scott había logrado
que le recomendaran por méritos
propios para el grado de capitán de
navio.
Huntford basó algunos de sus
reproches en el informe redactado
por el Instituto de Meteorología,
sobre el trabajo de la expedición del
Discovery. «Cometieron el error
elemental de confundir las lecturas
reales y magnéticas del compás —
declaró Huntford—, por lo que las
anotaciones sobre el viento fueron
prácticamente inútiles.» Sin
embargo, no mencionó que en 1904,
el Instituto Meteorológico reconoció
que habían cometido el error ellos.
«Desde el primer instante —asegura
más adelante Huntford—, Scott dio a
entender a Evans que tratarían de
alcanzar el polo.» No he encontrado
ninguna prueba que avale esta
declaración, pero Huntford también
asegura que el capitán estaba
decidido a «destrozar» a Evans, para
facilitar el trance de enviarle a casa.
«No existe evidencia alguna de esta
afirmación —declaró el doctor
Philip Law, científico polar
australiano—. Es una invención
despreciable.»
Ya hemos visto que según
Huntford, Scott trató de obligar a
Oates a que se enfrentara a la muerte,
aunque cuando le preguntaron al
respecto en una entrevista televisada,
la única evidencia que pudo
presentar fue su «intuición». Después
de la muerte de Oates, Huntford
acusó a Scott de convencer a Wilson
y a Bowers de que le acompañaran
en la espera del final. Wayland
Young, hijo del segundo matrimonio
de Kathleen Scott, declaró en
Encounter que no existía prueba
alguna de la «deducción» de
Huntford. Bowers y Wilson habían
decidido dejar a Scott y tratar de
alcanzar el siguiente depósito, si las
condiciones meteorológicas lo
permitían, pero el temporal no
amainó.
Huntford incluyó en la historia
imputaciones de adulterio y de
homosexualidad, al convertir a
Markham en un viejo lascivo y
afeminado, y a Kathleen en una
adúltera desvergonzada, que tuvo un
romance con Nansen en un hotel de
Berlín mientras su marido viajaba al
polo. No parece que haya ni una
prueba concluyente que avale estas
acusaciones, y en ambos casos, los
objetos de su calumnia estaban
muertos. «Aunque estaba casado y
tenía una hija, Markham era
homosexual —declaró Huntford sin
tapujos—. A veces viajaba al sur
para satisfacer sus tendencias
sexuales, a salvo del alcance de la
ley. Le gustaban los muchachotes
sicilianos.» Huntford asegura que
extrajo esta conclusión de los diarios
del mismo Markham. De los
comentarios inocentes anotados
durante un viaje de Markham a
Sicilia, con su esposa, Huntford
extrajo la morbosa conclusión de que
el mecenas de Scott era homosexual.
La única fuente de esta teoría son los
diarios de Markham, escritos a
sabiendas de que los acabaría
donando a una sociedad académica,
en una época en la que la
homosexualidad no sólo era un tabú,
sino que estaba penada por la ley.
Huntford asegura que Kathleen
era una feminista bisexual, una mujer
calculadora y vividora que estaba a
punto de quedarse para vestir santos
cuando conoció a Scott. En realidad
se oponía al feminismo y cuando
Scott le pidió que se casara con él,
tenía dos pretendientes muy
conocidos. «Nansen y Kathleen Scott
tuvieron un romance —aseguró
Huntford—, que se consumó en un
hotel berlinés.» En realidad, durante
su estancia en Berlín, Kathleen se
hospedó en casa de unos amigos
norteamericanos y de un primo suyo
que trabajaba en la embajada
británica. Huntford también declaró
que en aquella época, Kathleen se
dedicó a anotar en su diario los días
en que le llegaba la menstruación,
pero esto no demuestra nada, ya que
hizo anotaciones parecidas durante
toda su vida. Huntford también
cuenta que Nansen describió las
sensaciones que tuvo al observar un
sofá en el que se había recostado
Kathleen.
No cabe duda de que Nansen
sentía algo por ella y la prueba
principal del supuesto romance son
las cartas que le escribió el noruego,
ya que las que escribió ella no se han
conservado. Las cartas de Nansen se
encuentran en la biblioteca de la
Universidad de Cambridge, junto con
otras dos cartas en las que Kathleen
niega categóricamente haber
mantenido romance alguno con
Nansen. «Cualquiera que lea las
cartas con atención podrá comprobar
que no hubo tal romance —declaró
Kathleen en una carta a su hijo, en
1938—.Yo fui una esposa
completamente fiel, pero no estaba
dispuesta a renunciar a una amistad
tan fantástica... Debes saber que era
una gran persona. Estoy muy
orgullosa de haber contado con su
amistad.» Huntford decidió pasar por
alto esta evidencia que contradecía
su teoría y aseguró a la prensa que
jamás había leído las cartas de
Kathleen. «Debo haberlas pasado
por alto», declaró, a pesar de que las
había solicitado en fotocopia el 3 de
junio de 1976.
Huntford también hizo
afirmaciones sobre la vida sexual de
Scott y sugirió que el capitán se
ausentó sin permiso de la Armada
durante ocho meses, por culpa de un
amorío con una mujer casada. «Pero
el curso exacto de aquellos
acontecimientos no está claro —
reconoció Huntford—. Los
documentos del Ministerio de Marina
están incompletos y con toda
probabilidad, alguien los censuró.
Hay indicios de un viaje imprevisto a
casa, de la protección brindada por
un oficial de rango superior y de una
operación de encubrimiento.» Es
posible que los detalles exactos de
cada destino fueran escuetos, pero no
lo eran más en el caso de Scott que
en el de cualquiera de sus
compañeros oficiales. Sin embargo,
Huntford dedujo que la única
explicación posible de la falta de
información en el expediente de Scott
era un amorío extramatrimonial. Su
comentario de que «con toda
probabilidad alguien los censuró»
sugiere una operación de
encubrimiento, a pesar de la falta
absoluta de pruebas que avalen esta
teoría.
Al insistir en sus argumentos,
Huntford realiza comparaciones
constantes con Amundsen. El lector
no tarda en olvidar que Scott no era
noruego y que ambos venían de
tradiciones muy diferentes. El
historial deportivo y los factores
nacionales que limitaban a ambos
hombres eran como la noche y el día.
Esta biografía dual, que cuenta la
historia de dos hombres como si sus
circunstancias fueran las mismas y
persiguieran la misma meta por los
mismos objetivos, es una obra
ingeniosa pero artificial, que no tiene
una base muy sólida en la realidad,
aunque se trata de un libro muy
ameno. Huntford presenta los hechos
como una carrera entre dos
aventureros. El doctor David Drewry
rector de la Universidad de Hull,
ofreció una visión más veraz de la
historia en 1985: «Sería ingenuo
caracterizar este capítulo de la
exploración polar como una simple
carrera», declaró.
¿Recurrió conscientemente
Huntford a las falsedades, para
cumplir su objetivo de cambiar la
actitud del mundo hacia Scott?
Sólo puedo presentar la
evidencia hallada durante mi
investigación y dejar que los lectores
decidan por sí mismos. La
compañera biógrafa de Huntford,
Elspeth Huxley, coincidió con él a
menudo en el Instituto Scott de
Investigaciones Polares, mientras
completaba la investigación para su
propia biografía. Los archivos de
Scott en Cambridge incluyen la
trascripción de una conversación
telefónica entre Huxley y sir Peter
Scott, hijo del explorador: «Siempre
rezumaba malevolencia —declaró
Huxley de Huntford—. Creo que está
loco. Le impulsaba un odio violento
hacia tu padre... Y tenía una manía
extraordinaria, una certeza absoluta
de que hubo algún escándalo en la
carrera naval de Scott. La última vez
que coincidí con él, le pregunté si ya
lo había encontrado. Me respondió
que aún no, pero que lo seguiría
buscando». Huxley también informó
a sir Peter Scott de una declaración
de Huntford, según la cual si no
hubiera fallecido, el capitán Scott
habría llegado a almirante y habría
enviado a miles de hombres a morir
en la primera guerra mundial.
Durante años, antes de la
publicación de su libro, el personal
del Instituto Scott de Investigaciones
Polares le señalaban a los visitantes:
«Ese es Roland Huntford —
declaraban—. Está escribiendo un
gran libro sobre Scott».
Huntford se comunicó con los
hijos y demás familiares de los
miembros de la expedición de Scott,
con papel membreteado del instituto
y de su director, el doctor G. de Q.
Robín. Tengo una copia de una de
esas cartas, dirigida a un sobrino de
Edward Wilson, en noviembre de
1978. En la carta, Huntford pide
permiso para citar los diarios de
Wilson. «Roland Huntford no
ostentaba ningún cargo en el Instituto
Scott de Investigaciones Polares —
me aseguró el bibliotecario actual
del instituto—. Simplemente era un
usuario habitual de la biblioteca y
los archivos, pero no tenía ningún
derecho a utilizar el papel
membreteado del instituto.» Algunos
de los destinatarios de aquellas
cartas supusieron que el instituto
apoyaba las acciones de Huntford y
le concedieron los permisos que
solicitaba. El sobrino nieto de
Wilson, el doctor David Wilson, me
informó de que cuando se enteraron
de que Huntford era el único
responsable de las cartas, ya era
tarde y la buena relación entre el
instituto y algunos de aquellos
destinatarios quedó dañada de forma
irremisible: «El resultado fue que la
mayoría de los descendientes polares
no volvió a confiar en los
investigadores y que algunas de las
familias impusieron controles mucho
más estrictos sobre sus archivos».
La larga lista de
agradecimientos de la edición
original del libro de Huntford sobre
Scott empezaba por dar las gracias al
doctor Robin, director del Instituto
Scott de Investigaciones Polares. Sin
embargo, la reacción del instituto
hacia el libro fue tan negativa que
durante algún tiempo, Huntford se
convirtió en persona non grata.
La primera vez que Huntford
pidió a Peter Scott que le mostrara
los documentos privados de su
padre, le aseguró que su intención
era «presentar las pruebas con
objetividad». Peter Scott confió en
sus intenciones y le ofreció acceso
pleno a los documentos privados que
conservaba en su casa, en el centro
de aves de caza de Slimbridge.
Huntford le escribió una carta de
agradecimiento en marzo de 1978,
después de completar el borrador de
su libro: «Aprovecho la oportunidad
para agradecerle la generosa ayuda
que me ha brindado», escribió. «Me
alegro de que su libro esté terminado
—contestó Peter Scott—, y estoy
convencido de que contribuirá a la
comprensión de la personalidad de
mi padre... Tal como le informé en su
día, estoy dispuesto a permitir la
publicación de los documentos en
cuestión, sobre los que conservo los
derechos de publicación. Todo ello
en virtud de nuestra primera
conversación, en la que me aseguró
que su obra no sería un intento de
desacreditar a mi padre.» Cuando se
publicó el libro, incluía una mención
destacada de Peter Scott en los
agradecimientos, dando a entender
que el mismo hijo del capitán estaba
de acuerdo con el contenido de la
obra.
Peter Scott presentó una
demanda contra Huntford de
inmediato y emitió un comunicado de
prensa: «El señor Huntford llegó con
una carta de presentación de sus
editores, Messrs Hodder &
Stoughton, que también eran los míos
desde hacía varios años. No dudé en
entregarle al señor Huntford mi
confianza y el acceso pleno a los
documentos de mis padres, con la
condición de que su libro no se
convirtiera en un intento de
desacreditarles, ya que tantas
biografías actuales no parecen ser
más que intentos de derribar a
nuestros héroes nacionales una vez
que ya no pueden defenderse de los
ataques u obtener algún
resarcimiento. Las palabras de
Huntford sobre sus intenciones
contribuyeron a reforzar mi
confianza». Sin embargo, cuando
Peter Scott leyó el libro la sorpresa
fue mayúscula: «Huntford ha
difamado la memoria de mi padre y
mi madre de un modo grave y en mi
opinión, infame, con su utilización
del material que le permití
consultar... Asimismo, en la sección
de agradecimientos, el señor
Huntford me da las gracias por mi
ayuda. Dadas las circunstancias, lo
considero un insulto por su parte».
Los abogados de Huntford
replicaron que el libro no utilizaba
ningún dato injusto que desacreditara
al padre de Peter Scott. «Al parecer
su cliente considera que el libro es
una biografía equilibrada —
respondieron los abogados de Scott
—, a la que nuestro cliente debería
dar su visto bueno y aprobación, a
pesar de que acusa a su madre de ser
bisexual, cuestiona su virginidad
cuando se casó y alude a las
supuestas circunstancias de la
concepción de sir Peter en términos
extremadamente ofensivos.» El juez
dio la razón a sir Peter y condenó a
Huntford a pagar las costas y a
publicar una disculpa. Quizá es
comprensible que la edición actual
en rústica del libro de Huntford no
mencione el caso.
«Como hijo, me opongo al libro
de Roland Huntford —escribió
Wayland Young—, porque calumnió
a mi madre y a su primer marido;
como propietario de un archivo
histórico, porque le permití el acceso
y abusó de él; y como historiador
ocasional, porque deshonró la
nobleza de su actividad y arriesgó
sus materiales de origen, no sólo
para él sino también para otros
autores.»
Después de Scott y Amundsen,
Huntford empezó a realizar la
investigación para otra biografía. El
20 de noviembre de 1979 se publicó
en el periódico The Times una carta
del entonces director de la Royal
Geographical Society: «Han
publicado una carta del señor Roland
Huntford, firmada con la dirección
de la Royal Geographical Society...
Su carta no cuenta con la aprobación
de la Society y nuestro antiguo
presidente, lord Shackleton, me
asegura que ni él ni nadie de la
familia Shackleton ha encargado una
biografía de su padre». Unos años
más tarde, después del éxito logrado
con el libro sobre Scott, Huntford se
dirigió a la familia de Fridtjof
Nansen, con la intención de escribir
su biografía. La familiar más cercana
de Nansen era su nieta Marit Greve,
casada con Tim Greve, autor de una
biografía de Nansen en dos tomos y
director del Instituto Nobel de Oslo.
Tim Greve se negó a permitir a
Huntford cualquier acceso a los
documentos privados de Nansen.
Cuando falleció en 1986, Huntford
acudió a su viuda e hizo otro intento,
pero de nuevo le negaron el acceso.
Scott y Amundsen siempre fue
una obra parcial con una actitud
tendenciosa hacia Scott, pero a pesar
de lo dolorosa y ofensiva que resultó
para todos aquellos que estaban
vinculados de algún modo con las
grandes expediciones polares, su
importancia sería mucho menor de no
haber recibido tanta atención y de no
haber ejercido una influencia tan
duradera. Una sucesión de biógrafos
posteriores del capitán han citado
Scott y Amundsen o han elogiado la
erudición de Huntford. En el año
2000, el periódico The Observer
nombró la reedición en rústica de
The last place on Earth el libro de la
semana y en la reseña, Caroline
Boucher resumió en una frase la
impresión de cientos de miles de
lectores de todo el mundo: «Después
de leer este libro —escribió—, me
hervía la sangre de rabia ante la
arrogancia y testarudez de Scott».
Por otra parte, también hubo algún
análisis más crítico y objetivo.
«El ataque perpetrado por
Huntford sobre Scott fue tan extremo
—escribió Francis Spufford, autor de
I may be some time—, que rayaba en
lo absurdo.» «Huntford no es
historiador académico sino
periodista —escribió la publicación
Contemporary Review—, y se le
puede criticar por su mal uso de las
pruebas y por su parcialidad. Su
libro cita una lista impresionante de
fuentes de material, pero en algunas
ocasiones la lista conduce a engaño...
Su principal preocupación consistió
en escribir un libro ameno y
polémico, por motivos de
mercadotecnia, tal como demuestra
el uso forzado de algunos
documentos, para que se ajusten a sus
postulados.» La publicación
especializada Polar Record tampoco
quedó muy impresionada: «El relato
está contado por un admirador de
Amundsen que parece sentir una
profunda aversión hacia Scott... Es
otro libro desacreditador, tan típico
de nuestros días... Si no logra
encontrar una cita lo bastante
negativa, el autor ultraja a Scott
"leyendo entre líneas" y si eso no
resulta posible, utiliza su
imaginación para recrear las ideas de
Scott y sus hombres... Me refiero a la
obsesión de Huntford por lograr un
estilo legible, por embellecer el
libro mediante ideas que no tienen
ningún sustento en la realidad».
El libro impulsó a la hija de
Tryggve Gran, Ellen McGhie, a
escribir una carta al Daily
Telegraph: «Para su obra
desacreditadora de Scott, Huntford
ha decidido recurrir extensamente a
un diario publicado en 1915 por mi
padre, Tryggve Gran, en Noruega.
Recientemente traduje el diario para
el Museo Marítimo nacional y puedo
afirmar que el señor Huntford parece
haberlo inspeccionado con lupa, en
busca de cualquier detalle que
pudiera interpretarse como una
crítica hacia Scott. Asimismo, ha
utilizado la manipulación contextual
para atribuir a Scott opiniones que
jamás expresó».
¿Era Scott el «hombre ruin» que
presenta Huntford? ¿Era el individuo
egoísta, temerario e inepto que
retrata el autor en su libro? De ser
así, nadie en su sano juicio querría
seguirle en una expedición a los
confines de la tierra, mucho menos en
dos. Y sin embargo, el libro de
Huntford logró convencer a millones
de esta imagen negativa de Scott.
Escribí a Huntford para pedirle una
entrevista para este libro, pero se
negó: «Es evidente que estamos en
bandos opuestos», respondió.
Pregunté a la gente que había pasado
años junto a Huntford, mientras
investigaba en los archivos del
Instituto Scott de Investigaciones
Polares, para averiguar qué sabían
de él. Todos, sin excepción,
declararon que por lo que ellos
sabían, el padre de Huntford fue un
caballero de la Inglaterra colonial,
dado a los viajes románticos por la
Rusia presoviética. Al parecer, el
padre se había casado en Rusia y
había viajado hasta Ciudad del Cabo,
donde nació Roland. Esta era la
historia de un joven inglés con
antecedentes románticos. «Mi madre
era rusa —ha declarado Huntford en
entrevistas—, y mi padre era un
inglés colonial, aunque por lo que sé,
pasó mucho tiempo en Rusia. Antes
de la revolución.» Confirmó esta
historia en comentarios al doctor
Charles Swithinbank, un reconocido
glaciólogo de Cambridge: «Mi padre
fue oficial del ejército y mi madre
era rusa», declaró. En las
sobrecubiertas de sus libros,
descubrimos que nació en Sudáfrica
en 1927, que se licenció en la
Universidad de Ciudad del Cabo en
1947 y que entonces se matriculó en
el Imperial College, de Londres. En
el año 1959 entró a trabajar en la
ONU, en Ginebra, mientras escribía
artículos para The Spectator. En
1961 se convirtió en el corresponsal
de deportes de invierno para el
periódico The Observer, en los
países escandinavos y los Alpes,
donde adquirió su experiencia como
esquiador nórdico y la conducción de
trineos con perros.
Efectivamente, en la década de
los sesenta el ahora difunto Chris
Brasher contrató a Huntford como
corresponsal deportivo de 77te
Observer y más adelante le
ofrecieron la plaza de corresponsal
en los países escandinavos. Para la
portada de su libro sobre Scott,
Huntford envió a su editor una
fotografía en la que aparecía él con
un perro y un trineo. Explicó que
había entrenado al perro para que
tirara de un trineo en los bosques
próximos a la ciudad. La biografía
del autor que aparecía en el material
publicitario del libro, aprobada por
Huntford, declaraba que estaba
«plenamente cualificado para
entender los detalles de la
exploración» y añadió que era
«lingüista, esquiador nórdico,
alpinista y conductor de trineos».
Aparte de confirmar que había
trabajado para Tlie Observer, no
pude corroborar ninguno de los datos
biográficos expuestos en la
contrasolapa de la edición original
de su libro. Entonces descubrí que a
los treinta y dos años de edad,
Huntford había cambiado su apellido
original, que era Horwitch. Sus
padres eran un emigrante lituano
llamado Sam Horowitz y la nieta de
otro emigrante lituano, Isaac
Asherson, que vivían en Sudáfrica.
Huntford había roto con todo lo que
representaba su padre: si el padre
era una persona afable, Huntford se
convirtió en un crítico implacable.
Sus padres vivían felices en
Sudáfrica, orgullosos de su apellido
y su herencia, mientras que él parece
haber roto completamente con ambas
cosas.
Cuando le preguntaron por su
paso por el Imperial College,
Huntford no ofreció muchos detalles:
«No fue una salida muy honrosa...
Pero ésa es otra historia. Lo que de
verdad me interesaba era la
mecánica cuántica —añadió—.
Estaba un poco harto de Londres y
jamás he dejado de tener esa
sensación». Cuando le preguntaron
por su paso por la ONU, Huntford
respondió que había adquirido «una
aversión y un desprecio pertinaz»
por la institución. ¿Y qué opinaba de
Suecia? Vivió en ese país durante
doce años y su segunda esposa, con
la que lleva casado más de treinta
años, es sueca. En la contrasolapa de
Tire New Totalitarians, un libro que
escribió sobre Suecia, Huntford
declaró que el país es «lo que más se
parece en el mundo contemporáneo a
las sociedades que imaginó George
Orwell». Cuando le preguntaron si se
consideraba un rebelde, ya que
aborrecía a los tipos como Scott, a
las Naciones Unidas y al gobierno
sueco, Huntford respondió que «Sí,
así es». En el año 2002 le
preguntaron de nuevo por su opinión
sobre Scott. «Creo que era un
hombre abominable y un bravucón.
Un individuo completamente
detestable. Y la Armada opinaba lo
mismo... No caía bien a sus
compañeros oficiales, ni al
Ministerio de Marina... Sólo
consiguió que le ascendieran gracias
a sus influencias familiares, ya que
su hermana se casó con el secretario
de finanzas del ministerio... Además,
sospecho que padecía la sífilis y que
eso pudo alterar su personalidad.»
Leif Mills, el biógrafo
anglonoruego de Frank Wild, me
contó su opinión sobre los motivos
de Huntford para convertirse en
defensor de Amundsen: «Cayó en la
trampa de ser más noruego que los
mismos noruegos y quizá eso
explique algunas de sus actitudes
hacia Scott. Es posible que haya
convertido parte de su admiración
por Amundsen —añadió Mills—, en
una crítica innecesaria y algo injusta
de algunos exploradores ingleses».
El antiguo bibliotecario del
Instituto Scott de Investigaciones
Polares, Harry King, declaró que tras
sus años en Estocolmo, Huntford
quería congeniarse con los
escandinavos, mediante una biografía
que loara a Amundsen y criticara a
Scott junto al noruego. La imagen de
Scott ofrecida por Huntford se ha
popularizado en todo el mundo,
gracias a una versión filmada del
libro, que ahora está disponible en
vídeo. Se ha convertido en la versión
aceptada de la historia. «Cuando se
sembraron esas semillas —escribió
la doctora Susan Solomon tras ver el
vídeo en la estación científica del
polo Sur—, los errores de Scott
empezaron a adquirir unas
dimensiones legendarias y todos los
involucrados en el desventurado
viaje de Scott sufrieron una
transformación radical, de
personajes heroicos y trágicos, a
objetos de burla y escarnio.»
El guión de la versión filmada,
producida por la Central TV a partir
del libro de Huntford, fue obra de un
escritor que ha confesado sus
intereses políticos, Trevor Griffith.
En su libro titulado Judgement over
the Dead, Griffith declaró que su
primera interpretación de la historia
de Huntford se basó en
acontecimientos políticos
contemporáneos. «Quizá fue porque
se hacían sentir los prolegómenos del
conflicto de las Malvinas —explicó
—, con un recrudecimiento de la
ideología imperialista... Jamás había
visto tal profusión de banderas
británicas, de patriotería y de
sandeces como en la crisis de las
Malvinas... Fue como revivir el mito
de Scott y los preparativos de la gran
guerra.» En otra ocasión, Griffith
ofreció más detalles sobre la
producción: «Debíamos mantenernos
bastante fieles a lo que sucedió en
realidad... Necesitábamos que los
actores fueran coherentes como
representantes de una clase en
acción, una clase imperial en
acción».
Los textos promocionales del
vídeo lo presentaron como «una
emocionante serie dramática de siete
episodios, que cuenta el relato
verídico de una carrera legendaria y
de los hombres que había detrás del
mito». Hasta el año 2000, por lo
menos, el vídeo formaba parte del
programa estadounidense de
introducción a la región polar y se
exhibía en las estaciones científicas
de Estados Unidos en la Antártida,
¡como una obra clave de la historia
del polo Sur! Y eso a pesar de que
este «documental» muestra a
Markham acariciando la rodilla de
un Scott joven y atractivo, a Kathleen
desnuda en brazos de Nansen, a
Atkinson dando instrucciones a los
científicos, para que mintieran sobre
la muerte de Scott y al capitán
utilizando un lenguaje soez con sus
hombres. En realidad, era notorio
que Scott no utilizaba jamás ni una
palabra malsonante. Cuando
exhibieron en Noruega una película
que también mostraba a un Scott
malhablado, Tryggve Gran escribió a
los cineastas para informarles de su
error: «Scott jamás dijo algo así...
Scott no usaba en absoluto esas
palabras vulgares».
La serie producida por la
Central TV contribuyó a perpetuar el
mito de un Scott incompetente y
egoísta. Charles Lagerbom, un
profesor que había visitado el
refugio de Scott desde un barco de
crucero, escribió una biografía muy
amena de Henry Bowers, The Fifth
Man. La opinión del norteamericano
Lagerbom sale a relucir en
comentarios como «la evolución
tarada del imperio hacia la
Commonwealth», o «inculcaban las
glorias del imperialismo y del
Imperio británico en sus jóvenes
cabezas, de modo que al hacerse
mayores, estos pequeños
imperialistas se dedicaron a
propagar la vida y la fuerza del
imperio».
En 1999 hubo una oleada de
libros que criticaban a Scott, como
The Rescue of Captain Scott de Don
Aldridge, que también se basaba en
la información presentada por
Huntford. Judy Skelton escribió una
reseña del libro de Aldridge: «El
autor trata de dar a su libro la
apariencia de una obra académica —
escribió Skelton—. Está repleto de
citas, muchas de las cuales proceden
de fuentes primarias y todas ellas con
referencias detalladas del original.
Sin embargo, la obra tiene profundas
imperfecciones y no logra mantener
su imagen académica. Contiene
errores de hecho y en la mayoría de
los casos que comprobé con los
originales, las citas no eran textuales.
En un número considerable de
ocasiones, las diferencias eran tan
importantes como para generar la
sospecha de una distorsión
intencionada por parte del autor». La
reseña escrita por T. H. Baughman,
de la Universidad de Oklahoma,
ahondaba en el tema: «Es una lástima
que continúe la tragedia de la
historiografía antartica —escribió
Baughman—, por culpa de obras
como ésta».
En el año 2000, el Museo
Marítimo Nacional de Greenwich
organizó una gran exhibición pública
que celebraba los viajes al polo Sur
de Scott y Amundsen, y editaron un
libro homónimo, titulado South —
the Race to the Role. La intención de
los autores no era decantarse por uno
u otro bando, pero al parecer, la falta
de tiempo para realizar
investigaciones propias les obligó a
depender mucho de la obra de
Huntford.
En los dos primeros años del
siglo XXI se publicaron dos obras
excelentes: Antárctica Unveiled, de
David Yelverton y The Coldest
March, de la doctora Susan
Solomon. Ambos libros ofrecían
nuevos datos históricos y científicos
que rebatían el mito de que Scott no
fue más que un quejica incompetente.
En la década de los noventa,
científicos estadounidenses
determinaron sin ningún género de
duda que en marzo de 1912 hubo
temperaturas insólitamente bajas en
la Gran Barrera, justo en el lugar y
en los días en que los hombres de
Scott se detuvieron y fallecieron.
Durante tres semanas seguidas, las
temperaturas fueron diez grados
centígrados más bajas que las
habituales. En los últimos treinta y
ocho años, sólo se han repetido las
condiciones como aquéllas en una
ocasión. Sin embargo, según
Huntford cuando falleció Oates en
marzo de 1912, «no hacía un frío
excepcional para la época del año».
Huntford y los que opinan como
él suelen rechazar cualquier libro
que no sea una crítica absoluta de
Scott, como una mera obra de
adulación. No me cabe duda de que
harán lo mismo con este libro me
acusarán de tratar de identificarme
con Scott. Nada más lejos de la
verdad. Me habría interesado por
cualquier individuo tan vilipendiado
como Scott. Tal como he explicado,
me identifico más con Oates, por lo
menos hasta que se enroló en la
expedición del Terra Nova.
«Es difícil escribir sobre la
Antártida —dijo en una ocasión
Cherry-Garrard—, para aquellos que
no han estado allí.» A mi entender,
Roland Huntford jamás ha estado en
la Antártida ni tiene experiencia
alguna como líder de otros
individuos, ni de sobrevivir en
condiciones de frío extremo, ni de
organizar una empresa enorme en un
territorio desconocido.
Quiero terminar con las
palabras de algunos de los
individuos que conocieron
personalmente a Scott:

Amaba cada pelo de su cabeza.


Era un caballero nato y jamás le
olvidaré.
Tom Crean

Era un hombre completamente


amable y jovial; quizá en algunas
ocasiones era un poco impaciente.
Thomas Hodgson

Tomaba las decisiones con


buen criterio y sus críticas eran
justas, pero no tardaba en apreciar
lo positivo y era generoso a la hora
de alabarlo.
Herbert Ponting

Jamás te pedía que hicieras


algo que no estuviera dispuesto a
hacer él mismo.
Ayudante de fogonero Bill
Burton

Scott logró algo importante


para su país, para su familia y para
toda la humanidad... Los noruegos
siempre nos hemos sentido muy
próximos al Reino Unido. Robert
Falcon Scott estrechó esos lazos
más que nunca.
Tryggve Gran

Es considerado y atento, tal


como demuestran los detalles que
tiene con todo el mundo.
Edward Wilson

Después de leer este libro, es


elección suya creerme a mí o creer la
versión ofrecida por los detractores
de Scott. En cualquier caso, Scott,
Bowers, Wilson, Oates y Evans aún
están congelados en el hielo, desde
el día en que terminó su viaje. Ellos
son los únicos que conocen la
verdad.

— oOo —
notes
[1] La tradición marinera
asegura que los ahogados en alta mar
acaban en «el baúl de Davy Jones»
(N. delT.).
Table of Contents
Introducción
1 El gran plan de Markham
2 Scott, teniente de navio torpedero
3 Orden en el caos
4 A través de la masa de hielo
(1901-1902)
5 Primer contacto con la Gran
Barrera, 1902
6 Hombres, perros y esquís
7 El primer invierno
8 El viaje al sur, 1902-1903
9 Perdidos en la meseta, 1903-1904
10 Una promesa incumplida
11 Empieza la carrera, 1910
12 El desastre acecha, 1911
13 El peor viaje, 1911
14 Un glaciar peligroso
15 La bandera negra
16 Indicios de tragedia
17 La mayor marcha de la historia
18 El legado
19 La última palabra

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