William H. Sewell Jr. - Líneas Torcidas

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LÍNEAS TORCIDAS

Author(s): William H. Sewell Jr. and Patricia Muñoz


Source: Historia Social, No. 69 (2011), pp. 93-106
Published by: Fundacion Instituto de Historia Social
Stable URL: http://www.jstor.org/stable/23227899 .
Accessed: 16/09/2014 15:54

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LÍNEAS TORCIDAS

William H. Sewell, Jr.

El libro Una línea torcida de Geoff Eley desafía todo intento de clasificación entre los
géneros historiográficos hoy existentes. Es historia del pensamiento, autobiografía, tratado
teórico y exposición política, sin ser definitivamente ninguno de ellos; participa del tipo de
experimento formal que Eley elogia en el trabajo de Carolyn Steedman, una de sus heroí
nas historiográficas. Con quien parece tener mayor afinidad es con el crítico literario mar
xista británico Raymond Williams, cuyo nombre y ejemplo emergen una y otra vez en mo
mentos cruciales del texto. El hilo argumentativo de Eley y, de hecho, su propia sintaxis
fluyen con la lentitud, complejidad, dialéctica y reflexividad que normalmente se asocian
a Williams. Nunca presto a juzgar y siempre consciente de las múltiples dimensiones de
cada problema; alerta a cualquier implicación teórica, pero reacio a la abstracción; siempre
reflexivo sobre su propia ubicación histórica dentro del complejo argumentativo, pero fir
me y coherente en su visión marxista-humanista de la moral y la política. El libro de Eley
exhibe un realismo y una humildad admirables, vistas las muchas sorpresas y decepciones
que asolaron la experiencia histórica de la "generación de los años sesenta", y también vo
luntad de aprender de esa experiencia y de otras personas cuyos juicios y perspectivas son
diferentes de los suyos.
Uno de los objetivos de Eley es revelar lo que significa ser a la vez intelectualmente
ambiguo y políticamente comprometido como historiador. "Lo que espero", dice, "es que
el registro de una serie de encuentros personales entre la tarea de la narración histórica y el
clima político circundante pueda permitir a otros reconocer sus propias narraciones análo

gas, sean o no convergentes con la mía" (6). Eley deja claro que los problemas de la dedi
cación histórica alcanzan el núcleo del ser emocional del historiador: los capítulos del li
bro, tras el inicial "Convertirse en historiador", llevan títulos que evocan los cambios
experimentados con el tiempo en los sentimientos dominantes de Eley acerca de la historia
y la política: "Optimismo", "Desilusión", "Reflexión" y "Desafío". Eley declara que se
hizo historiador "porque la historia realmente importaba; era necesaria para el cambio"
(ix). Eley ha mantenido esta motivación a lo largo de todos los giros y cambios (una línea
torcida, en sus palabras) experimentados por la política mundial y la historiografía profe
sional en el curso de su carrera. El libro es, entre otras cosas, un testimonio elocuente de la
historia como llamamiento moral; los estudiantes que estén pensando en dedicarse a nues
tra disciplina deberían leerlo y tomarlo muy en serio.
El libro tiene como tema central los dos grandes movimientos historiográficos que
han dado una nueva forma a la profesión desde que Eley comenzara su trabajo como estu
diante en el Balliol College, Oxford, en 1967: el auge de la historia social en las décadas
de 1960 y 1970 y el giro a la historia cultural en el curso de las décadas de 1980 y 1990.

Historia Social, n.° 69, 2011, pp. 93-106. 93

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La narración que hace Eley de estas transformaciones está escrita desde el punto de vista
de su propia trayectoria profesional y sus propias implicaciones como historiador, lo que
le da un sesgo hacia la historia europea, en especial la alemana y la británica, con un énfa
sis en la historia escrita desde una perspectiva de la izquierda moderada. (Su extenso aná
lisis de la aparición y el triunfo de la historia social en Alemania, y el desafío que final
mente supuso la Alltags geschickte, es especialmente reseñable.) La diversidad de lecturas
y referencias historiográficas, sin embargo, es muy amplia y el libro incluye agudas obser
vaciones acerca de la historiografía estadounidense, francesa y sudasiática. Tampoco esca
pan otras disciplinas a su escrutinio: Eley comenta los cambios en sociología, antropolo
gía, estudios culturales, estudios de género, estudios postcoloniales y crítica literaria, todos
los cuales, como nos dice el autor, han desempeñado papeles fundamentales en la transfor

mación de la escritura y la investigación históricas, incluidas las suyas propias, en las cua
tro últimas décadas. Su aparato de notas a pie de página, que compone cerca de la tercera
parte del libro, es un tesoro de referencias y comentarios.

Eley mismo participó en los dos grandes movimientos historiográficos que narra.
Matriculado en la Universidad de Sussex en 1971, formó parte de la generación que nave
gó sobre las aguas crecientes de la historia social. En su reducto inglés, la historia social
tuvo una orientación fundamentalmente marxista, fuertemente influida por E. P. Thomp
son, Eric Hobsbawm, George Rudé, Christopher Hill y otros historiadores marxistas britá
nicos. No obstante, como apunta Eley, las otras grandes escuelas de la historia social -la
escuela francesa de Annales y la historia de las ciencias sociales, de carácter internacional
aunque especialmente arraigada en Estados Unidos- presentaban programas convergentes
en una gran medida. Todas buscaban lo que Charles Tilly expresivamente bautizó como
las "grandes estructuras", los "procesos amplios" y las "comparaciones enormes"; todas

aspiraban a alcanzar la totalidad histórica, todas estaban abiertas a la colaboración inter


disciplinar con otras ciencias sociales y todas eran fieles a un modelo esencialmente mate
rialista de explicación en el que las estructuras económicas ocupaban un lugar preeminen
te.1 Más que rivales, los tres estilos de historia social parecían colaboradores de un proyecto
común.
Pero no había hecho la historia social más que ganar hegemonía en la disciplina his
toriográfica (hacia finales de la década de 1970) cuando algunos de sus principales practi
cantes comenzaron a esgrimir la insuficiencia de la explicación materialista y a destacar,
por el contrario, la importancia de las estructuras y los procesos culturales. Durante la dé
cada de 1980 y hasta bien entrada la de 1990, lo que vino en llamarse historia cultural des
hancó a la historia social en las preferencias de los estudiosos, si bien librándose algunas
feroces batallas en el camino. Al igual que sucedió con la historia social, este giro lingüís
tico o cultural de la historia tuvo una dimensión internacional y profundamente interdisci
plinar. Sin embargo, los modelos disciplinares abandonaron los ámbitos de la sociología,
la ciencia política, la geografía y la economía para situarse en los de la antropología, la fi
losofía, los estudios culturales y la crítica literaria. Y del mismo modo que el movimiento
social se vio poderosamente influido por aspiraciones políticas populistas o socialistas, el
movimiento cultural se movía bajo la influencia de una serie de pasiones políticas, la más
decisiva el feminismo, aunque también los movimientos identitarios surgidos en torno a
los conceptos de raza y etnicidad. Coincidieron al mismo tiempo el declive de las utopías
totalizadoras socialistas y un nuevo interés por lo local y por cuestiones de identidad per
sonal. La búsqueda de las grandes estructuras dio paso a las microhistorias y a historias de
subjetividad; mientras tanto, las certidumbres de las estrategias explicativas estructurales

! Charles Nueva 1984 [Grandes estruc


Tilly, Big Structures, Large Processes, Huge Comparisons, York,
94 turas, procesos amplios, comparaciones enormes, Alianza, Madrid, 1991].

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iban sufriendo la erosión del postestructuralismo de Foucault, Derrida y Lacan y del oleaje
del postmodernismo. Eley, si bien nunca fue defensor acérrimo de estos cambios, se sentía
sin duda próximo a la nueva sensibilidad de la historia cultural, aunque sin renunciar nun
ca a las perspectivas de la historia social.2 Ahora, recién iniciado el siglo xxi, cuando ha
comenzado a desvanecerse la novedad de la historia cultural y el giro lingüístico, Eley ter
mina su libro con un alegato a favor del pluralismo teórico y metodológico: "no hay nece
sidad de elegir", concluye, "entre historia social e historia cultural" (181).3
El libro me conduce a dos líneas de reflexión. Siguiendo la primera, como Eley espe
raba que se hiciera, su biografía me ha llevado a pensar en los puntos de unión y de sepa
ración entre mis implicaciones historiográficas y políticas y las suyas. Su escritura es, en
un nivel, inmediatamente reconocible por los historiadores que han vivido en estos años.
Pero también es muy particular. A mí, por ejemplo, me sorprendió la pervivencia del an
glocentrismo en los juicios y las reflexiones de Eley, después de llevar casi treinta años en
la Universidad de Michigan. Los tres soberbios retratos intelectuales de historiadores, que
utiliza para dar fin a sus capítulos centrales -Edward Thompson para "Optimismo", Tim
Mason para "Desilusión" y Carolyn Steedman para "Reflexión"- son todos ingleses, como
lo es también Raymond Williams, el punto de referencia teórico más constante de Eley, y
Eric Hobsbawm, cuyo eslogan "Historia de la Sociedad" es uno de los elementos vertebra
dores del quehacer de Eley. Como historiador nacido en Estados Unidos que ha pasado por
la misma sucesión general de cambios historiográficos, considero que la especificidad de
esta perspectiva inglesa sirve para poner de relieve especificidades de mi experiencia ame
ricana. La comparación de las líneas torcidas señaladas por estas dos trayectorias plantea
cuestiones sobre cómo deberíamos entender la relación entre contexto histórico y cambios

historiográficos a lo largo de las cuatro décadas pasadas.


Mi segunda línea de reflexión, aparentemente no relacionada aunque, de hecho, estre

chamente vinculada a la primera, surge de un sentimiento de insatisfacción con la actitud


de Eley en el presente historiográfico, en concreto en su capítulo final, "Desafío". Natural
mente, es difícil saber exactamente cómo juzgar o criticar un libro tan completamente sui
generis como éste. Como testimonio de los sentimientos ambivalentes del propio Eley en
torno a la política y la historiografía contemporáneas, su capítulo final es tan elocuente

como el que le precede, aunque encuentro que esta proclamación de desafío no encaja del
todo con la actitud nada crítica hacia el estilo dominante en la actualidad de práctica histo
riográfica, eso que comúnmente recibe el nombre de "nueva historia cultural". Creo que
los historiadores de izquierdas pueden ser productivamente desafiantes en el desalentador

clima político de principios del siglo xxi, pero requerirá cierta labor teórica por nuestra
parte. Necesitamos encontrar una forma teóricamente satisfactoria de superar la actual di

visión entre historia social e historia cultural y reconocer hasta qué punto nuestros propios
esfuerzos por replantear el concepto de historia están condicionados por transformaciones

contemporáneas en el capitalismo global.


La línea torcida de mi propia evolución historiográfica avanza durante un gran trecho
en paralelo con la de Eley; ambas líneas, incluso, anduvieron entremezcladas un tiempo.
Cuando yo daba clases en la Universidad de Michigan a finales de los años ochenta, Geoff
Eley y yo éramos miembros del comité directivo del Programa para el Estudio Comparati
vo de la Transformación Social. El CSST, como era conocido, era un programa declarada
mente interdisciplinar en el que participaban historiadores, antropólogos, sociólogos, poli

2 Su actitud fue expuesta con claridad en "Is All the World a Text? From Social History
algo ambivalente
to the History of Society Two Decades Later", en Terrence McDonald (ed.), The Historic Turn in the Human
Sciences, Ann Arbor, 1996, pp. 193-243.
3 Las referencias se indican con 95
respecto a la edición inglesa. Esta afirmación se repite en la página 201.

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tólogos y críticos literarios. Fue el foro principal de las discusiones (y de reñidas batallas
teóricas) que acompañaron el giro lingüístico o cultural en Ann Arbor en aquellos años, y
un ejemplo perfecto del tipo de diálogo entre disciplinas y posiciones teóricas que Eley
correctamente identifica como poderosa fuente de innovación historiográfica. Durante los
densos días de nuestra común participación en el CSST nuestras líneas históricas avanza
ron muy juntas la una a la otra.
Pero si, en general, compartíamos la misma visión en aquellos años, nuestra evolu
ción anterior, política e historiográfica, había sido bien diferente. Pese a que tengo diez
años más que Eley, también me vi fuertemente influido por la política de la década de
1960. Crecí en Madison, Wisconsin, en una familia imbuida del espíritu del New Deal.
Para mí, que alcancé la mayoría de edad en los años cincuenta, la cuestión candente no
fueron las luchas de los trabajadores, sino las libertades y los derechos civiles. La primera
causa política con la que me identifiqué fuertemente fue la campaña "Joe Must Go", los
esfuerzos infructuosos en 1954 (yo tenía 14 años) por destituir a Joseph McCarthy, sena
dor por mi estado. Durante mi etapa de estudiante en la Universidad de Wisconsin el tema
dominante fue el movimiento pro derechos civiles. Incluso durante los años de estudios
superiores en Berkeley, el terreno político venía definido más por una forma de liberalis
mo radical de izquierdas que por el marxismo. El movimiento a favor de la libertad de ex
presión de 1964, que defendía el derecho de los estudiantes a organizarse y actuar por los
derechos civiles en el campus, fue el gran acontecimiento galvanizador. En los años si
guientes fueron adquiriendo importancia cuestiones distintas a la libertad de expresión y
los derechos civiles, siendo la más importante la oposición a la guerra de Vietnam. El Área
de la Bahía fue también centro de un estilo de vida impregnado de radicalismo cultural en
los años sesenta: la experimentación con drogas psicodélicas, la escena musical rock de
San Francisco, la revolución sexual, la liberación gay, las comunas, el desafío al papel
convencional de los sexos; en definitiva, toda la panoplia de lo que llamábamos "la expan
sión de la consciencia". En Berkeley en los años sesenta se le dio un nuevo y fuerte impul
so al venerable derecho liberal de buscar la felicidad. En cambio, el marxismo, aunque
presente en la vibrante política de Berkeley, tenía un carácter más marginal.
Llegué a Berkeley decidido a estudiar historia social. Mi decisión se debió en parte al
determinismo económico del momento, aunque yo no era marxista. Leí y me apasioné por
el libro de E. P. Thompson The Making of the English Working Class en el invierno de
1964, mientras preparaba mi tesis sobre historia del trabajo, aunque lo que más me impre
sionó del libro fue la descripción que hace Thompson de la enorme diversidad de circuns
tancias y actitudes existentes en el seno de la población trabajadora y, especialmente, su
demostración de que los artesanos fueron los principales protagonistas en las luchas de los
trabajadores. Para mí, el libro de Thompson tuvo el efecto de un rompehielos contra el ar
gumento marxista entonces imperante en la historia del trabajo de que el radicalismo obre
ro era fruto del crecimiento de un proletariado industrial uniforme. Las conclusiones de
Thompson me parecieron acordes a los detallados estudios cuantitativos de la relación en
tre estructura social y compromisos políticos realizados por estudiosos de inspiración so
ciológica, como Stephan Thernstrom y Charles Tilly.4 En la historia del trabajo europea,
sobre todo francesa, el marxismo parecía el lastre de la tradición, no la vanguardia. Por el
contrario, las ciencias sociales liberales estadounidenses ofrecían instrumentos valiosos
para llegar a los orígenes sociales del radicalismo obrero del siglo xix.5

4
Stephan Thernstrom, Poverty and Progress: Social Mobility in a Nineteenth-Century City, Cambridge,
1964; Charles Tilly, The Vendée, Cambridge, 1964.
5
Que estos instrumentos eran realmente valiosos quedó demostrado por varios jóvenes estadounidenses es
96 tudiosos de la historia del trabajo francesa, entre ellos Robert Bezucha, The Lyon Uprising of 1834: Social and

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Mi falta de compromiso político o intelectual con el marxismo facilitó sin duda mi
paso siguiente a la historia de la cultura. Aunque mi sentido común era materialista, mi
materialismo carecía de peso político. Cuando mis colegas de la Universidad de Chicago
Bernard Cohn y Ronald Inden me introdujeron a las maravillas de la antropología simbóli
ca a principios de la década de 1970, no tuve razones políticas para resistirme. Además,
me estaba sintiendo frustrado con las limitaciones de la historia social cuantitativa, que,
desde luego, podía reconstruir estructuras sociales con un detalle exquisito, pero que guar
daba silencio sobre lo que las personas sentían o creían. Las metodologías tomadas en

préstamo de la antropología resultaban atractivas porque prometían proporcionar conoci


miento sobre el significado de las expresiones de los trabajadores y la acción colectiva.
Para mí, sin embargo, este deseo de descubrir los significados culturales de las personas
tenía también una carga que trascendía lo puramente intelectual. Desde mi época de estu
diante sabía de algún modo que las técnicas cuantitativas definitorias de la historia social
tenían una complicada valencia política. Por una parte, tenían cierta implicación democrá
tica en cuanto que parecían la mejor forma de llegar a las experiencias de una parte de la
población -por ejemplo, obreros y campesinos- que rara vez dejaban tras de sí fuentes es
critas. Pero, por otro lado, la cuantificación adolecía precisamente de la mentalidad mer
cantilista burócrata que la contracultura de los años sesenta encontraba absolutamente des

preciable. Asumir la perspectiva intelectual de la antropología cultural no solo producía


nuevos datos acerca de los trabajadores; parecía positivamente liberador. En lugar de que
dar limitado por una forma estrecha y burocrática de investigación que me daba acceso so
lamente a las formas externas de la vida de la clase trabajadora, podía explorar ahora los
terrenos sorprendentes y maravillosamente diversos de la vida simbólica de los trabajado
res: de hecho, de su consciencia y su inconsciente colectivo. Estas nuevas formas de in
vestigación revelaron universos morales alternativos en modo alguno réductibles a los da
tos de estructura ocupacional, salarios y grados de explotación económica. Para mí, y creo
que para muchos otros historiadores de mi generación, la historia cultural resonaba con las
consignas de la contracultura de los años sesenta. Desde luego no renuncié nunca a la his
toria cuantitativa, pero a mediados de los años setenta comencé a considerar la cuantifica
ción más como una técnica auxiliar que como la vía principal hacia la verdad histórica.6
Hasta ese momento de mi carrera me había mostrado bastante despreciativo del mar
xismo como marco para la historia social, debido a su acusada proclividad al reduccionis

mo,7 pero durante los últimos años de la década de 1970 y en la década siguiente comencé
lentamente a cambiar de actitud. Conocer a los economistas marxistas David Gordon,

Political Conflict in the Early July Monarchy, Cambridge, 1974 y Joan W. Scott, The Glassworkers of Carmaux:
French Craftsmen and Political Action in a Nineteenth-Century City, Cambridge, 1974. Mi tesis sobre la clase
obrera en Marsella en el siglo XIX no fue publicada nunca, pero si el lector tiene interés en conocer más sobre mi
trabajo en este campo véase William H. Sewell, Jr., "The Working Class of Marseille under the Second Repu
blic: Social Structure and Political Behavior", en Peter N. Stearns y Daniel J. Walkowitz (eds.), Workers in the
Industrial Revolution: Recent Studies of Labor in the United States and Europe, New Brunswick, 1974, pp. 75
115, y "Social Change and the Rise of Working-Class Politics in Nineteenth Century Marseille", Past and Pres
ent, 65 (1974), pp. 75-109.
6 Work and Revolution in France: The Language of Labor from the Old Regime to 1848, Cambridge, 1980
[Trabajo y revolución en Francia, Tauros, Madrid, 1991] fue el principal producto de esta etapa de mi evolu
ción historiográfica. Sus argumentos diseccionaban los temas marxistas predominantes en la historia del trabajo
en esta época. El socialismo francés, afirmaba, fue el resultado no meramente de la revolución industrial o si
quiera de la "proletarización", sino también de una lucha política y cultural que creó una nueva cultura política
de clase trabajadora entre 1830 y 1848 injertando las solidaridades gremiales del antiguo régimen en las formas
lingüísticas y políticas de la Revolución francesa.
7
Siempre había admirado el trabajo de Ε. P. Thompson y Eric Hobsbawm, aunque los consideraba casos
aislados no representativos. 97

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Herb Gintis y Rick Edwards y al historiador del arte marxista Tim Clark durante los años
que pasé en el Institute for Advanced Study a finales de la década de 1970 y participar en
un grupo de estudio marxista en la Universidad de Arizona en la década de 1980 me ayu
daron a entender que mi relación con el marxismo había sido absolutamente superficial y
que me quedaba mucho por aprender. De modo que cuando mi trayectoria (mi línea torci
da) comenzó a coincidir con la de Eley en Ann Arbor a finales de los años ochenta mi
apreciación del marxismo había mejorado considerablemente. Al mismo tiempo, los acon
tecimientos políticos de la década de 1980, especialmente el mandato de Reagan en Esta
dos Unidos y de Thatcher en Gran Bretaña, hacían patente que la lucha de clases, ricos
contra pobres, seguía viva y llena de fuerza. Los dolorosos cambios producidos en la eco
nomía estadounidense -una desindustrialización masiva; el trasvase de poder, del nordeste
y el medio oeste al sur y el oeste; la globalización financiera- dieron una urgencia absolu
ta a los temas de estructura y cambio en la economía. Por último, la caída del Muro de

Berlín, que fue vista por muchos analistas como el final definitivo del marxismo, me pare
cía que liberaba a Marx del grotesco régimen totalitario que falsamente había proclamado
ser la encarnación de sus ideas. Así pues, durante el tiempo que trabajamos en tándem en

la Universidad de Michigan, Eley y yo fuimos eclécticos, guiados simultáneamente por las


apasionantes innovaciones introducidas en la teoría de la cultura y por el interés por las pers
pectivas marxistas. Y después de que acabara nuestra asociación formal en 1990, al volver
98 yo a la Universidad de Chicago, los dos hemos seguido buscando formas de aunar al tiem

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po historia social, marxismo e historia cultural. Tanto Eley como yo hemos adoptado pos
turas políticas desafiantes, ante las dificultades políticas que está atravesando la izquierda
desde 1980, negándonos a aceptar el aparente triunfo del capitalismo global y la democra
cia plutocrática como el "final de la historia". Por el momento, al menos, nuestras líneas
siguen avanzando, aunque no sean del todo rectas, en una dirección bastante paralela.
Todo lector de Eley reconocerá en este resumen de mi desarrollo historiográfico una
variante en cierto modo del suyo. Las diferencias en nuestras trayectorias -por ejemplo, el
compromiso temprano de Eley con el marxismo frente a mi primera época liberal o la ma
yor precocidad e intensidad de mi giro lingüístico- son fáciles de explicar por nuestras
respectivas biografías. Pero, ¿y las semejanzas, que claramente compartían muchos histo
riadores de nuestra generación, no solo en Norteamérica y Europa, sino también en el sur
de Asia?8 En todos estos lugares se desarrolló con fuerza la historia social en las décadas
de 1960 y 1970, a la que siguió un cambio hacia la historia cultural en las décadas de 1980
y 1990. Las fechas y los datos concretos varían, naturalmente, de un país a otro, pero el or

den de sucesión ha sido sorprendentemente uniforme.


Pese a que Eley se ocupa de una amplia variedad de historiografías nacionales, rara
vez se detiene a analizar las razones de este modelo transnacional generalizado. Resulta
paradójico que, aunque sistemáticamente defiende la conservación del ideal totalizador de
la historia social, no intente trasladar este afán a su propia narración histórica de la histo
riografía reciente. Eley nos ofrece un análisis minucioso de los movimientos intelectuales
dentro de la disciplina y los relaciona con las constantes confrontaciones políticas, aunque
no así con el desarrollo del capitalismo global, el cual, desde su perspectiva de marxista,
habría determinado o, al menos, participado significativamente en la determinación, de la
totalidad social dentro de la cual tanto historiadores como políticos se veían obligados a
actuar.

Prácticamente la única aseveración general que Eley hace sobre el surgimiento inicial
de la historia social es que "la política radical de los años sesenta fue inseparable del deve
nir historiográfico. El avance hacia la historia social era impensable sin el sentimiento de
factibilidad política que tan atrayente resultaba a finales de la década de 1960" (59). Los
movimientos políticos radicales resumidos y etiquetados metonimicamente como "1968"
tuvieron, como es bien conocido, un carácter internacional y este radicalismo cuasi global
disparó ciertamente la imaginación de muchos historiadores sociales. En mi opinión, sin
embargo, 1968 se entiende mejor como vertebrador de un movimiento historiográfico que
ya se había puesto en marcha con anterioridad. Cuando llegué a Berkeley en 1962 muchos
estudiantes de posgrado, yo incluido, estábamos ya planeando trabajar en el campo de la
historia social; cuando llegó 1968 estábamos ya totalmente inmersos en nuestras tesis.
Más que ver el radicalismo político de finales de los años sesenta como un antecedente ne
cesario para la "aparición de la historia social", creo que deben buscarse raíces sociales
más profundas en esta aparición y en los ubicuos movimientos radicales de esos años. Ela
borar una argumentación pormenorizada que justifique estas palabras me llevaría mucho
más espacio del que aquí dispongo, pero creo que el optimismo epistemológico de la his
toria social -su fe en la posibilidad de reconstruir una historia de la totalidad social- fue
posible en gran medida por la forma específica de la evolución capitalista que caracterizó
a la gran expansión del capitalismo en todo el mundo tras la Segunda Guerra Mundial. El
capitalismo llamado "fordista" o centralizado, con su pacto fundamental entre las grandes

8 A estos
efectos, definiría nuestra generación, grosso modo, como la comprendida por los nacidos entre
finales de la década de 1930 y principios de la de 1950. Desconozco en gran medida el trabajo historiográfico
de otras zonas del mundo y, por tanto, no puedo saber si este mismo patrón se aplica a los historiadores, por
ejemplo, de África, Asia oriental, Latinoamérica u Oriente Medio. 99

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empresas, los grandes sindicatos y los gobiernos, su producción en masa, su gobierno key
nesiano de la economía, sus tipos de cambio fijos y su respaldo a nivel global por parte de
la fuerza militar estadounidense, había producido o, al menos, parecía que había produci
do, una forma de sociedad asequible, predecible y con un progreso estable. Utilizando las
palabras de Raymond Williams, podría decirse que la "estructura de la experiencia" gene
rada por el capitalismo de la posguerra garantizó la viabilidad de la historia social, ya fue
ra en su vertiente marxista, annalista o social-científica.9
Pero también, de una forma diferente pero relacionada, el capitalismo fordista posibi
litó las revueltas de los años sesenta, revueltas encabezadas por jóvenes y, más en concre

to, por estudiantes universitarios. Como Daniel Bell ha señalado en The Coming of Post
Industrial Society, el tipo de capitalismo que se desarrolló después de las dos grandes
guerras, en los años de bonanza económica en los países ricos, fue haciéndose progresiva
mente más dependiente de la producción y la gestión del conocimiento.10 Para ello hizo
falta una fuerza de trabajo mejor cualificada, lo que supuso una gran expansión de los sis
temas universitarios en todas las democracias avanzadas. A finales de la década de 1950 y
durante la de 1960 los universitarios representaban por primera vez una proporción mucho
mayor que el resto de miembros del grupo poblacional de su edad. En general, tenían ga
rantizados buenos puestos de trabajo al término de sus estudios, tenían confianza en el fu
turo, vivían de forma independiente sin responsabilidades de adultos y podían disfrutar de
recursos culturales baratos y de nuevas y eficaces técnicas contraceptivas. Si bien los uni
versitarios fueron claros beneficiarios del boom fordista, las universidades también les
proporcionaron un espacio social y recursos intelectuales para el desarrollo de una cultura
política crítica y la experimentación con nuevos estilos de vida. El entorno estudiantil
combinaba el optimismo que generaba la prosperidad, que parecía permanente, de la recu
peración económica de la época con una actitud enormemente crítica hacia la forma de ca
pitalismo que, de hecho, propiciaba esa prosperidad. El discurso de los estudiantes radica
les y su modo de vida fueron muy específicamente antifordistas, mostrando una especial
hostilidad hacia la burocracia, la conformidad mercantilista y la cultura de masas. Es razo
nable pensar que los movimientos estudiantiles de los años sesenta estuvieron profunda
mente arraigados en las contradicciones del capitalismo fordista, que, al mismo tiempo,
dependía de sus promesas de prosperidad infinita y apuntaba insistente a su propia trascen
dencia hacia una forma de vida menos alienante que su propia abundancia material hacía
ver como posible. En pocas palabras, podremos comprender mejor el surgimiento de la
historia social o de los movimientos radicales de la década de 1960 -en ambos casos fenó
menos claramente transnacionales- si relacionamos ambos fenómenos con las característi
cas y la dinámica del capitalismo global en su época.
Creo que la descripción que hace Eley del giro cultural adolece del mismo tipo de
problema que su descripción del surgimiento de la historia social. Nuevamente su expli
cación aúna historia intelectual y política a través de una narrativa personal, sin contener
demasiada reflexión sobre el entorno macrosocial en el que se dieron los cambios histo
riográficos. A lo largo de su descripción Eley menciona dos aspectos del entorno sociopo
litico de finales de la década de 1970 y la década de 1980 que erosionaron los modelos ex
plicativos de la historia social. Por una parte, "el concepto de clase estaba perdiendo

9 Puede consultarse un
argumento similar acerca de la sociología en las décadas de 1950 y 1960 en George
Steinmetz, "Scientific Authority and the Transition to Post-Fordism: The Plausibility of Positivism in Ameri
can Sociology since 1945", en Steinmetz (ed.), The Politics of Method in the Human Sciences: Positivism
and Its Epistemological Others, Durham, 2005, pp. 275-323.
10 Daniel
Bell, The Coming of Post-Industrial Society. A Venture in Social Forecasting, Nueva York, 1973
100 IEl advenimiento de la sociedad postindustrial, Alianza, Madrid, 1991].

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fuerza en su capacidad persuasiva como factor fundamental" (100), en gran parte debido
al declive internacional del movimiento obrero a partir aproximadamente de 1976 y la sor
prendente victoria en Gran Bretaña, con un importante respaldo de la clase trabajadora, de
un partido conservador, acérrimo antilaborista, con Margaret Thatcher al frente, en 1979 y
nuevamente en 1983." Por otra, el surgimiento del feminismo, movimiento político y teó
rico que ningún izquierdista de pro podía obviar, pero que, en los años ochenta, insistía en
que "ciertas áreas fundamentales de la vida social no podían quedar sin más subordinadas
a los modelos analíticos de clase" (98). Para un historiador social británico cuya visión de
la totalidad social se fundamentaba en el concepto de clase, esta era sin duda una combi
nación explosiva. Pero aquí la descripción de Eley se hace demasiado local como para ex
plicar la conjunción historiográfica y política en una dimensión global. El debilitamiento
del movimiento obrero fue sin duda desalentador para la izquierda en todas partes y el fe
minismo planteó también en todas partes cuestiones espinosas para las tesis implícitamen
te masculinas de la historia social y la política de izquierdas. No obstante, para los histo
riadores sociales que no se vinculaban de manera exclusiva al concepto de clase como
categoría analítica -por ejemplo, los historiadores de ciencias sociales estadounidenses,
como yo mismo, o los annalistes franceses- la pérdida de la fuerza explicativa de las cla
ses sociales tuvo relativamente poca importancia y, por consiguiente, no puede explicar su
giro a la historia cultural.
En mi opinión, tanto el declive como el auge de la historia social deben vincularse a
las variables formas y fortunas macrosociales del capitalismo mundial. La época de pros
peridad que alimentó al mismo tiempo el éxito de la historia social y las revueltas político
culturales de los años sesenta terminó abruptamente a principios de la década de 1970 y la
economía mundial inició un periodo de crisis estructural prolongada. No fue únicamente
que el crecimiento económico se ralentizara, sino que las estructuras subyacentes del mo
delo fordista de capitalismo se fueron desmoronando progresivamente entre 1970 y 1990.
Las zonas en las que había florecido la industria se convirtieron en "cinturones de herrum
bre". El keynesianismo, que no pudo resolver el acertijo de la "estagflación", dio paso al
monetarismo y la microeconomía. Se hundió el sistema de tipos fijos de cambio, sustituido
por el crecimiento hipertrófico de la especulación extraterritorial con divisas, todo ello im
pulsado, naturalmente, por las nuevas tecnologías electrónicas de la comunicación. Los
servicios financieros sustituyeron a la actividad industrial como sector de mayor importan
cia en los más desarrollados. Los sindicatos perdieron fuerza y número. Las mismas
países
empresas sufrieron una metamorfosis, pasando de ser "representantes nacionales" con una

estructura jerarquizada a "multinacionales" de estructura más flexible que, aprovechando


las ventajas de las nuevas tecnologías de la comunicación, podían ubicar las distintas áreas
de fabricación, trabajo administrativo y servicios técnicos en cualquier lugar en el que pu
dieran ser desarrolladas a menor coste. En todos los niveles de la jerarquía del trabajo,
desde los puestos de mando a los de producción, se perdió la seguridad del puesto de tra
bajo y quedó desdibujado lo que hasta entonces había sido la ruta claramente trazada para
la ascensión profesional, que, por una parte, los trabajadores empezaban a soslayar con
cierta picaresca moviéndose lateralmente entre empresas pero que también encontraba
obstáculos en su camino en forma de trabajo temporal, autoempleo y frecuentes programas
de formación y reciclaje. Se generalizó el comercio internacional, como también los flujos
de emigrantes, legales e ilegales, en busca de trabajo. Las naciones-estado se vieron me
nos capaces que nunca de controlar las actividades económicas que se desarrollaban den
tro de sus fronteras; algunos, incluso, han llegado a afirmar que la misma noción de "eco
nomía nacional" dejó de tener sentido. El imaginario sociopolitico del modelo de estado

11 Los hechos en Estados Unidos fueron las victorias de Ronald en 1980 y 1984. 101
equivalentes Reagan

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centralista de la época de posguerra, con su confianza en el control económico estatal, el
estado del bienestar, las garantías de pleno empleo y la cooperación dirigida desde el esta
do entre trabajo y capital, perdió fuerza. Este imaginario político fue desplazado gradual
mente, aunque no de una manera uniforme, por un imaginario político "neoliberal" que
exaltaba la responsabilidad individual, el espíritu empresarial universal, la privatización, la
liberalización y la globalización.
Resulta chocante que un marxista confeso como Eley no se pregunte nunca de qué
forma podrían haberse visto afectadas las prácticas epistemológicas de los historiadores
por una transformación tan fundamental de las formas sociales del capitalismo mundial.
Más obviamente, si la consolidación del fordismo en las décadas de 1950 y 1960 hizo que
las estructuras sociales parecieran identificables, predecibles y cuantificables, es lógico
pensar que la desaparición del modelo fordista en las de 1970 y 1980 echara por tierra los
paradigmas de la historia social. A finales de los años setenta no solo las estructuras socia
les y políticas sino también las identidades personales parecían tener validez como objeto
de investigación. Cuando los historiadores trasladaron su interés por la búsqueda de las
grandes estructuras a la microhistoria, del determinismo socioeconómico a los estudios de
la cultura, de los procesos universales a las fuentes de la identidad subjetiva, podemos ver
en la búsqueda de nuevas formas de inteligibilidad en el pasado un reflejo de las dificulta
des para comprender un presente en el que el capitalismo fordista se había desintegrado y
estaba siendo sustituido por las formas más fluidas e impredecibles de un neoliberalismo
global en progresión.12 No fueron los historiadores los únicos que eludieron las categorías
objetivadoras del modelo teórico anterior. Los antropólogos abandonaron las convencio
nes preexistentes de la etnografía; los críticos literarios adoptaron el deconstruccionismo;
el postmodernismo se impuso con fuerza en toda una variedad de disciplinas académicas.
Incluso los practicantes de las ciencias sociales que seguían utilizando las matemáticas y
el método científico reflejaron esta tendencia a abandonar estructuras objetivadoras y re
construir sus disciplinas desde cero. La elección racional, con su adopción del individua
lismo metodológico, conquistó mucho terreno en economía y ciencias políticas. Y en so
ciología la nueva metodología de análisis de redes sociales insistía en que las estructuras
sociales no podían ser dadas sin más por ciertas, sino que tenían que ser construidas labo
riosamente desde las interacciones sociales de las que, en última instancia, estaban com
puestas. La era de la transición del modelo fordista o del capitalismo de un estado centra
lista al capitalismo globalizado del neoliberalismo se caracterizó en todas las ciencias
humanistas por una incertidumbre epistemológica, una incertidumbre que tiene cierta afi
nidad con la ensalzada "flexibilidad" que es uno de los signos distintivos del nuevo orden
económico global.13 En historia, esta incertidumbre adoptó la forma de giro cultural, tradu
ciéndose en devaneos con el postestructuralismo y fascinación por la microhistoria y la
subjetividad.
En las décadas de 1980 y 1990 muchos historiadores se dejaron llevar por la sensa
ción de que el giro lingüístico les había liberado de la rigidez de unos paradigmas asfixian
tes y de la política estática de la historia social. Pero esta sensación se fue transformando a
medida que el neoliberalismo global se fue consolidando a principios del nuevo milenio.

12 El historiador francés
Jacques Revel creo que estaría de acuerdo. En relación con el final de los años se
tenta y la década de 1980, Revel observó que "las dudas que [...] se extendieron por nuestras sociedades, con
frontadas por formas de crisis que no podían comprender ni, en muchos casos, describir, han contribuido sin
duda a la convicción generalizada de que debía dejarse en suspenso, al menos de momento, el proyecto de una
inteligibilidad total de lo social". Jacques Revel, "Microanalyse et construction du social", en Jacques Revel,
Jeux d'échelles: La micro-analyse à l'expérience, Paris, 1996, p. 18.
13 Acerca de la "acumulación flexible", véase David Harvey, The Condition of Postmodernity: An Enquiry
102 into the Origins of Cultural Change, Oxford, 1989.

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tar ved ι)
To

Las desigualdades económicas creadas por unas retribuciones cada vez más elevadas para
los directivos frente a la congelación de salarios para el resto de empleados; la erosión
cada vez más evidente de la democracia a manos de una plutocracia y la exaltación sin
ambages del valor del intercambio frente a todas las demás formas de valor han inspirado
una suerte de nostalgia por la historia social, la cual, pese a todos sus fallos, al menos tra
taba de resolver el problema de las transformaciones socioeconómicas a gran escala. Eley,
con su actual actitud de desafío político y su afirmación del valor permanente de la histo
ria social, es un ejemplo destacado. Pudiera ser el precursor de una tendencia historiográfi
ca en ciernes, pero es demasiado pronto todavía para saberlo. 103

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El lema de Eley para el momento actual de "Desafío" es que "no hay necesidad de

elegir entre historia social e historia cultural" (181). Su deseo fundamental, si lo he enten
dido bien, es completamente loable: recuperar el afán de la historia social por abarcar la
totalidad social (capitalista) sin renunciar a los inmensos logros teóricos conseguidos por
el giro cultural. Pero aunque la meta es loable, no encuentro que el capítulo final de Eley
sea muy eficaz señalando el camino que debe seguirse para ello, sobre todo porque, a mi
juicio, no ha encontrado una perspectiva teórica adecuada para la tarea.

En un nivel, la aseveración de Eley es poco más que una expresión de satisfacción


con el tipo de trabajo que se está realizando actualmente bajo la bandera de la "nueva his
toria cultural". En esta formulación, el llamamiento a la conservación de la historia social
tiene poca fuerza, ya que no está nada claro si se ofrece ahora mismo nada que sea digno
del nombre de historia social. Así asegura Eley en un momento dado que la historia social
"simplemente ya no es utilizable", que "ha dejado de existir" como proyecto coherente y
que cada elemento de su paradigma "ha sucumbido a la crítica seria y minuciosa" (189).
No queda nada, concluye Eley, salvo algunos temas o aspectos fragmentados que discu

rren libres del viejo paradigma de la historia social. Muy cerca ya del final del libro, pos
tula que a finales de la década de 1990 "la nueva historia cultural", actualmente la "forma
de descripción generalmente aceptada" para el mejor trabajo que se está haciendo ahora en
el campo, se había convertido de hecho en "un repertorio ecléctico de enfoques y temas"
cuya frontera con la historia social "se ha difuminado de manera extraordinaria". Aquí
Eley celebra la capacidad de los historiadores más jóvenes de salir del paso y hallar, bajo
la bandera de la nueva historia cultural, formas concretas de combinar temas y aspectos
socialesy culturales evitando, al mismo tiempo, "la defensa programática de una teoría
como autoridad frente a la otra". Elogia la "hibridación" de la "nueva historia de la cultu
ra" porque permite a los historiadores dejar a un lado la teoría y ponerse a trabajar en una

amplia variedad de interesantes cuestiones empíricas (201).


Sin embargo, a estos párrafos bastante acríticos les sigue otro que apunta en una di

rección totalmente diferente. "Algo de confianza", dice Eley, "debe recuperarse en la posi
bilidad de aprehender la sociedad en su conjunto, de teorizar sobre sus bases de cohesión e
inestabilidad y de analizar sus formas de movimiento" (201-202). En esta frase Eley deja
traslucir, a mi entender, su razón más honda para seguir defendiendo una combinación
de historia social y cultural: su apreciación del concepto de totalidad social, procedente de la
historia social. Por una parte, parece conformarse con que diversos temas y aspectos clara

mente derivados del paradigma de la historia social hoy menospreciado puedan encontrar
su lugar en el bazar amorfo de la nueva historia cultural. Por otra parte, sin embargo, no le
satisface que los historiadores hayan abandonado sus esfuerzos por aprehender la totalidad
social. E incluso entonces se entrevé su desconfianza, como se desprende de su apelación
de que "algo de confianza debe recuperarse en la posibilidad de aprehender la sociedad en
su conjunto". Postula a continuación que "ni el escepticismo sobre la capacidad de persua
sión de las grandes narrativas ni las críticas al pensamiento ilustrado obligan a abandonar
por completo el proyecto de análisis global de la sociedad o de historia de la sociedad"
(202; cursiva del autor). Admite que "en lo que a mí respecta, he seguido pensando en tér
minos de capitalismo, clase, nación, formación social, etc.". En otras palabras, no ha aban
donado por completo sus categorías marxistas. "Sin embargo", añade, "es mucho mayor
mi prudencia e incertidumbre con respecto a qué pueden aportar estos grandes conceptos
teóricos al análisis y la explicación". El párrafo que comenzó apelando a la recuperación
del afán de la historia social por aprehender la totalidad social termina no con una afirma
104 ción de la confianza que dice que debe restablecerse, sino con reflexiones sobre la contin

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gencia histórica de los propios conceptos, como clase y sociedad, con los que podría apre
henderse esta totalidad (202).14
No obstante, en el párrafo final del libro, Eley deja a un lado la ambivalencia para
proponer el "desafío" como "respuesta adecuada al nuevo momento actual". En una era

enmarcada por las grandes narrativas del neoliberalismo y "que demoniza brutalmente el
discurso sobre el bien y el mal en el mundo", sugiere que debemos (es decir, nosotros, los
historiadores de izquierdas) desarrollar metanarrativas propias, "nuevas historias de la so
ciedad" (203). Estoy totalmente de acuerdo con esta conclusión, aunque creo que el desa
fío debe ser algo más que una actitud, y que cualquier intento de escritura de nuevas histo
rias de la sociedad (con los ideales totalizadores que persigue Eley) debe hacer frente a
algunas dificultades teóricas que Eley elude en su libro.
Son dos, a mi juicio, los problemas teóricos fundamentales. En primer lugar, es nece
sario encontrar en términos teóricos alguna manera de combinar, en el mismo terreno epis
temológico, el materialismo de la "historia social" y el idealismo de la "historia cultural".
En un libro publicado recientemente he ofrecido mi propio intento de reconceptualización
teórica. Parto de la negación de que todas las relaciones sociales se puedan reducir a len
guaje, aunque argumento que, debido a que todas las relaciones sociales tienen un conteni
do significativo, pueden comprenderse por medio de una versión modificada o ampliada
del modelo lingüístico. Trato de demostrar que todo el espectro de comportamientos hu
manos -por ejemplo, actividades como el trabajo, el sexo, la cocina, la especulación con
divisas o el baloncesto- puede entenderse constructivamente como constituido por una red
de "prácticas semióticas". Expongo asimismo que, si las implicaciones de este enfoque se
siguieran correctamente, encontraríamos que las prácticas semióticas interconectadas se
acumulan en lo que denomino "entornos construidos", un tejido social y físico, con exis
tencia material y ubicación espacial, que permanece pero que también es transformado por
los flujos continuos de práctica semiótica. Este marco teórico podrá o no resultar promete
dor, pero explícitamente va más allá de una mera actitud de desafío para tratar de fundir
historia social y cultural en un proyecto historiográfico unificado y conceptualmente cohe
rente.15
La segunda tarea teórica que es necesario emprender es la reformulación del proble
ma de la totalidad social. Las impactantes y a menudo brutales transformaciones de las re
laciones sociales capitalistas desde la década de 1970 me han ayudado a convencerme de

que el capitalismo es el horizonte crucial de la totalidad social, no solo en el presente, sino


en toda la era moderna. De ello se desprende que para reformular la totalidad social se re

quiere un compromiso con el marxismo ya que, en mi opinión, son los adeptos a esta tra
dición los que han reflexionado más profunda y productivamente sobre el capitalismo. Mis
propias predilecciones dentro del debate marxista difieren, creo, de las de Eley. De sus co
mentarios acerca del marxismo en Una línea torcida infiero que, para él, la clase es la ca

tegoría fundamental del análisis marxista. Yo haría más hincapié en la acumulación sin fin
de capital como el fenómeno constituyente de la crucial dinámica subyacente del capitalis
mo, siendo las categorías de clase y lucha de clases más bien un contexto y el resultado de
la dinámica de la acumulación. En las teorías marxistas que tienen por eje el capital, la
acumulación interminable de capital produce configuraciones históricas del poder político,
las relaciones espaciales, las luchas de clases, las formas intelectuales, la tecnología y los

14 En esta de Eley a arti


ocasión, como en tantas otras a lo largo de su libro, es de admirar la disposición
cular, abierta y dolorosamente, su ambivalencia política e intelectual.
15 Esta del capítulo 10, "Recon
exposición es un resumen comprimido, quizás de forma algo excesiva,
figuring the 'Social' in Social Science: An Interpretivist Manifesto", en William H. Sewell, Jr., Logics of His
tory: Social Theory and Social Transformation, Chicago, 2005, pp. 318-372. 105

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sistemas de regulación económica que resisten durante un tiempo hasta que se deshacen

por sus propias contradicciones y son sustituidas por nuevas configuraciones.16 Tal como

yo lo veo, estas reconfiguraciones del capitalismo son procesos tanto culturales como ma

teriales, es decir, conjuntos cambiantes de prácticas semióticas y, al mismo tiempo, "entor


nos construidos" en transformación. La diferencia entre estas dos concepciones del capita
lismo es, a mi entender, consecuencia de la reformulación de la totalidad social. Fue,
después de todo, el modelo de totalidad social centrado en la clase el que se apagó bajo los
ataques de la reestructuración capitalista neoliberal y la teoría feminista a finales de los
años setenta y en la década de 1980; creo que las concepciones de totalidad social centrada
en la acumulación interminable (como la que yo he intentado, grosso modo, esbozar líneas
más arriba en mi explicación de las transformaciones capitalistas globales posteriores a la
década de 1970) resultarán mucho menos vulnerables.
Una línea torcida de Geoff Eley es un poderoso estímulo para la reflexión acerca de
las implicaciones políticas y los retos teóricos de la historia, sea escrita o vivida. No hace
falta decir que no todos estarán de acuerdo con sus opiniones. Como ya he indicado, creo
que para encontrar una forma de superar la actual perplejidad historiográfica será necesario
una dosis más potente de teoría, y una clase diferente de teoría, que la propuesta por Eley,
pero Eley ha delimitado magistralmente el terreno en el que debe tener lugar el debate.

Traducción de Patricia Muñoz

16 El
lector encontrará tres perspectivas históricas muy diferentes sobre la acumulación continua de capital
en David Harvey, The Limits to Capital, Oxford, 1982 [Los límites del capitalismo y la teoría marxista, FCE,
México, 1990]; Giovanni Arrighi, The Long Twentieth Century: Money, Power, and the Origins of Our Times,
Londres, 1994 [El largo siglo xx, Akal, Madrid, 1999]; y Moishe Postone, Time, Labor, and Social Domination:
A Reinterpretation of Marx's Critical Theory, Cambridge, 1993, y "Contemporary Historical Transformations:
106 Beyond Post-Industrial Theory and Neo-Marxism", Current Perspectives in Social Theory, 19 (1999), pp. 3-53.

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