El Concepto de Trabajo en La Edad Media
El Concepto de Trabajo en La Edad Media
El Concepto de Trabajo en La Edad Media
Introducción
“La Iglesia jamás glorificó el trabajo, como se ha dicho a menudo; más bien se inclinó a
reforzar el carácter penitencial del trabajo manual. Este constituye una disciplina
necesaria para debilitar lo terrenal y promover la humildad y la espiritualidad. El carácter
punitivo, más bien que el ennoblecedor, del trabajo fué lo predominante a los ojos de la
Iglesia medieval; por tanto, puede ser considerada como una precursora de las opiniones
de Calvino, Ruskin, Morris y Tolstoy”.
(Barnes, 1955:138).
***
A pesar de que, como hemos dicho, la vida de Europa se desarrolla por derroteros
diferentes a los de otras culturas que abarcan el mismo período cronológico, haré una
breve referencia a las culturas más relevantes tanto en Oriente como a la bizantina, para
ilustrar lo que sucede en el momento.
Uno de los ejemplos más patentes será, acaso, el de Imperio Sasaní, que dominó lo que
hoy conocemos como Irán, desde los siglos IV al VII. Bajo una administración fuertemente
centralizada, su base económica era la agricultura, de tradición mesopotámica. Como
señala Claramunt (2001:49),
Los latifundios, en manos de la nobleza y de los grandes templos del fuego, configuraban
el modo de explotación más corriente. Los esclavos, según parece, estaban en un
proceso de emancipación, si bien los campesinos llamados libres estaban sujetos a la
tierra como los siervos de la gleba. Las leyes dictadas por varios soberanos protegieron a
los campesinos frente a los nobles, pero ninguna les eximió del pago de impuestos de
capitación y de los que gravaban la tierra. En las llanuras fértiles de Mesopotamia, la
irrigación estaba meticulosamente reglamentada y la prosperidad del mundo agrícola fue
lo que permitió el desarrollo urbano.
Este desarrollo urbano, como sabemos, está estrechamente ligado al comercio, actividad
fundamental de esta sociedad, no sólo a manera de subsistencia, sino como forma de
relacionarse de manera global (China, Oriente en general, mundo mediterráneo), lo que
permitió no sólo formar alianzas estratégicas, sino también desarrollar tecnología ad hoc,
por ejemplo, para las flotas marítimas. Este sustento comercial hace que el denar (oro) y
el direm (plata) se hallen entre las monedas “fuertes” del comercio internacional.
Con todo, los mayores beneficiarios del comercio y de la riqueza agrícola son los nobles y
la clase sacerdotal. En tanto, el pueblo común sigue cargando con el peso de la mayoría
de los impuestos.
Otro gran hito en este período es el surgimiento del Islam, a comienzos del siglo VII, el
que de manos de los califas llega a expandirse, conquistando buena parte de los
territorios bizantinos, específicamente los de Palestina, Siria y Egipto, además de anexar
el Imperio Persa. Esta expansión político-religiosa trae como consecuencia, eso sí, la
revitalización económica de los territorios conquistados. Contrario a lo que se pudiera
pensar, la economía musulmana había heredado las tradiciones romano-bizantinas,
observable en los sistemas de acuñación de moneda y en el desarrollo de las ciudades y
de la vida urbana, en general.
Para el Islam, en efecto, el centro de su accionar son las ciudades y en éstas su principal
signo es el económico: constante intercambio, establecimiento permanente de mercados,
centro de redistribución de productos y punto neurálgico de arribo en las rutas
comerciales. El Islam, al unir los extremos meridionales del mundo conocido, estableció
una red comercial entre el Mediterráneo y el Índico, entre Oriente y Occidente. Por ello, la
actividad comercial estaba fuertemente regulada, sujeta a normas y fiscalizaciones
bastante estrictas. En todo caso, nos recuerda González (2001:59) que
(...) a pesar de la importancia del comercio y de las actividades urbanas, la economía del
Islam se basaba en la agricultura. En este campo, como en muchos otros, se mantuvieron
las tradiciones anteriores y hubo pocos cambios./.../ En la mayoría de los territorios
conquistados, la vieja aristocracia latifundista se integró pronto en el Islam, al tiempo que
la aristocracia árabe se beneficiaba de los repartos de tierras fiscales auspiciados por los
omeyas. Ello quiere decir que la condición tradicional del campesinado siguió siendo la
misma después de la conquista. Ésta, como ha escrito R. Mantran, «no representó para el
campesinado no propietario mejora alguna de su condición». Y por lo que hace a los
pequeños propietarios libres, fueron víctimas del proceso irreversible de formación de
grandes propiedades por parte de los ricos comerciantes de las ciudades.
En Occidente, en tanto, con las invasiones germánicas del siglo V se da paso a la caída
del Imperio Romano, sufriendo las más importantes consecuencias, precisamente, la
actividad comercial. Desde ese momento, cada región debió ingeniar maneras de
subsistencia autónomas, en lo posible, llegando inclusive a un nivel similar al de la Edad
de Hierro, a consecuencia del decaimiento del desarrollo material. O como nos recuerda
Pounds (1992:131): “Las técnicas que los romanos habían perfeccionado, sobre todo en la
construcción, el urbanismo y las artes gráficas y plásticas, cayeron primero en desuso y
luego en el olvido. Había miedo e inseguridad en todas partes”. Esto unido a la
fragmentación del Imperio en provincias trae un proceso de ruralización de la sociedad, la
privatización del ejercicio de las funciones públicas, el establecimiento de una red de
relaciones basadas en los vínculos personales y, por ende, la crisis de la noción
centralizada de Estado. Estamos en el inicio del desarrollo político, social y económico
que definirá a este período de la historia occidental: el feudalismo (cfr. Mitre 2001:20).
Antes de entrar en la caracterización del pensamiento medieval, daré breve cuenta de
este sistema social.
El sistema feudal es, ante todo, un cambio en la estructuración del poder. La monarquía
clásica de desmorona frente al poder de los príncipes regionales, en primer lugar, para
pasar a continuación a los que detentan el poder inmediato: condes y castellanos,
quienes tienen en derecho de mando, la capacidad de la administración de la justicia y la
utilización de las tierras y las exigencias fiscales en beneficio propio. Asimismo, el sistema
de relaciones internas se modifica hacia el mayorazgo, en detrimento de mujeres y
segundones (criterio agnaticio), con el fin de concentrar la propiedad y asegurar la
transmisión del poder. La sociedad comienza a ordenarse, según el sistema teórico
propuesto por los obispos del norte de Francia, en oratores, bellatores y laboratores, esto
es, como explica muy bien Portela (2001:132):
En este esquema, como dice Knox (1999), los primeros eran los que rezaban; los
segundos, los que luchaban, y los últimos, los que trabajaban manualmente. La
autoasignada importancia de los oratores era que realizaban el trabajo de Dios (opus dei),
que acompañaba al trabaho del hombre. Se creía, y se fomentaba esta creencia, que no
había nada que fuese más fundamental que el servicio de Dios y, en este sentido, el que
tenía por profesión la oración tenía la primera prioridad. En todo caso, no debe olvidarse
que el alto clero, además, poseía privilegios extraordinarios por ser de origen noble. Los
bellatores eran los caballeros de la Edad Media: nobles, con un patrón de valores, un
castillo, un conjunto sofisticado de armamentos y armas de acero de gran calidad. A este
grupo social dominante se le exigía bravura, honor, liberalidad, gloria, lealtad y cortesía.
En tanto, los laborares, hacían el trabajo pesado, no el intelectual porque eso implicaba la
realización de una opus magna. Esta clase trabajadora, a su vez, estaba constituida por
agricultores (peasants) y villanos (townsmen), dedicados a las labores del campo y a las
tareas comerciales de la ciudad (herrería, minería, etc.).
Desarrollo
Cabe decir que el entorno medieval, tal como se ha señalado en incontables ocasiones,
es un universo de absolutos, estructurado sobre la base de un eje binomial entre Dios-
Creador y el hombre-creatura. En este constructo relacional, el universo físico se concibe
de manera cerrada y, dado que el hombre sería la principal de las creaciones, la Tierra
ocuparía el centro de esta creación. En el plano social, esto no deja de tener
consecuencias, ya que, al igual que en el sistema de castas hindú, la sociedad medieval
occidental es fundamentalmente estamentaria, con escasísisima movilidad interna; esto
porque el lugar que el ser humano ocupa en esta construcción viene predefinido desde su
origen y de acuerdo a un orden “natural” de las cosas –la misma tesis que sostendría
siglos después el protestantismo a través de Calvino y que le valdría una fuerte censura
de Roma. En este contexto no extraña la estaticidad social y que cualquier tentativa de
subvertir este orden sea condenado éticamente. De ahí que, también, el principal sentido
de la vida no se halle en esta vida, sino más allá, procurando la salvación en otra vida,
más allá de la muerte, lo que trae como consecuencia algo que es de obviedad absoluta:
la figura del religioso se transforma en el ideal más elevado de la cultura medieval (cfr.
Echeverría 1997).
En todo caso, ya Nietzsche nos advierte respecto de esta figura y su concepción relativa
al trabajo, cuando señala en La genealogía de la moral que
La filosofía de la Edad Media irá conformando este cuadro, desde sus inicios con Agustín
de Hipona, pasando por los bizantinos, hasta llegar a Buenaventura, como veremos a
continuación (cfr. Luetich 2002 para el esquema de filósofos que se sigue en este
trabajo).
En esta misma postura encontramos a Anselmo de Canterbury (1033-1109) –lo sitúo acá
por ser continuador de la filosofía agustiniana– para quien “el reino de este mundo” es
apenas un “tumulto”. Dice este autor en su Proslogium, donde continúa con las ideas
manifestadas antes en su Monologium,[2]
¡Oh hombre, lleno de miseria y debilidad!, sal un momento de tus ocupaciones habituales;
ensimísmate un instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos; arroja lejos
de ti las preocupaciones agobiadoras, aparta de ti tus trabajosas inquietudes. Busca, a
Dios un momento, sí, descansa siquiera un momento en su seno. Entra en el santuario de
tu alma, apártate de todo, excepto de Dios y lo que puede ayudarte a alcanzarle; búscale
en el silencio de tu soledad.
Estas ideas ya habían sido anticipadas por Boecio (480-524) quien señala en su De
Consolatione Philosophiae que cuando los hombres buscan los diversos bienes de la
fortuna lo hacen impulsados por un deseo del bien, ya que lo bueno es lo único deseable.
Ahora, debido a la ignorancia del bien supremo, el ser humano desvía su atención hacia
los bienes particulares, uno por uno, en vez de aspirar al bien del cual todos los demás
derivan. Boecio recalca en este texto la inestabilidad de la Fortuna y, por ende, la falta de
valor de los bienes terrenales, de ahí, también, la insistencia en la búsqueda de la felicidad
en la vida interior, es más, señala que el hombre debe contentarse con lo que le da la
Naturaleza y que la “buena Fortuna” es perjudicial para el hombre, mientras que la “mala
Fortuna” le beneficia, puesto que le permite descubrir los verdaderos valores y a los
verdaderos amigos. Este conocimiento haría libres a los hombres y los conduciría a Dios.
Está claro, a primera vista, que los frutos del trabajo manual, el del común del pueblo o
“estado llano”, no entra en esta categoría de perfección, sino en aquellos bienes
despreciables que le pueden hacer perder el camino y de los cuales es preferible
deshacerse –tal vez en favor de los señores y sacerdotes, dedicados a la “obra de Dios”.
(...) se ocupa de las diversas clases de acciones y costumbres voluntarias, de los hábitos,
caracteres, inclinaciones y disposiciones naturales, de los cuales derivan aquellas
acciones y costumbres; de los fines por los cuales se obra; de cómo conviene que existan
en el hombre, y cuál es la manera de ordenarlos en la dirección que conviene que existan
en él, y la manera de conservarlos. Distingue entre los fines por los cuales se realizan las
acciones y se usan las costumbres; demuestra cuáles de ellas producen en realidad la
felicidad, y cuáles se supone que son causa de felicidad, sin que realmente la produzcan;
y que aquellas que en realidad son la felicidad, no es posible que existan en esta vida,
sino en otra vida después de esta, que es la vida futura. Las cosas en las que se supone la
felicidad son, por ejemplo, la riqueza, los honores, los placeres cuando se les toma como
único fin en este mundo.
La idea es confirnada por otro célebre filósofo musulmán como es Avicena (980-1037), al
señalar que todos los seres tienden a la perfección, moviéndose hacia aquellos seres, o
mejor, hacia aquellas inteligencias que se encuentran por sobre ellos, esto es, hacia Dios
en última instancia. El enemigo de esta perfección es la materia, origen del mal, a la cual
hay que superar con la libre voluntad guiada por el conocimiento racional. Si el alma ha
vivido rectamente en esta vida o no, tendrá su recompensa en la otra: ver al Ser
Necesario o no verlo. Recordemos que el “trabajo del espíritu” lo efectúan los sacerdotes
y que, ya en el Concilio de Nicea, con la construcción de la Biblia, se ha condenado el
trabajo como el mayor castigo frente al pecado del humanismo: “ganarás el pan con el
sudor de tu frente”, nos dice el Génesis. En términos similares se expresa Salomon Ben
Jehuda Ibn Gabirol (Avicebrón, 1020-1059), filósofo judeo-español, cuya doctrina hace
hincapié en que el hombre se acerca a Dios no sólo por la ciencia, sino por la piedad,
acompañada de la purificación moral y la abstracción de todo lo corpóreo por las
prácticas religiosas, la meditación yel entusiasmo místico. Evidentemente, quien debe
trabajar la tierra todo el día para obtener el fruto de sus obras materiales poco espacio
tendría para realizar estas prácticas. Si nos adentramos un poco en la ideología tripartita
expuesta con anterioridad, podremos apreciar que la “compensación” por ello se
traducirá en alimentar y tributar a las clases que tienen el privilegio de la “conexión
divina”.
Llegado a este punto, hagamos un paréntesis para situarnos en lo que está sucediendo
en otra tradición medieval: Bizancio. Aquí nos referiremos brevemente a 6 filósofos
bizantinos: Leoncio de Bizancio (475-543), Juan Filopón (490-566), Juan Damasceno
(674-749), Juan Clímaco (579-650), Máximo “El Confesor” (580-662) y Miguel Psellos
(1018-1078).
El ascetismo de Clímaco y de Máximo vienen sólo a reforzar más estas ideas. El primero
de ellos dice en la Escala al Paraíso que
Quien se encuentra protegido por la oración no deberá tener miedo de la sentencia del
Juez divino, como le sucede al condenado aquí en la tierra. Por eso, si eres sabio y no
corto de vista, al recuerdo de ese juicio podrás fácilmente alejar de tu corazón las ofensas
recibidas y todo rencor, las preocupaciones por los negocios terrenos y los sufrimientos
que se derivan; la tentación de las pasiones y de todo género de maldad. Con la súplica
constante del corazón prepárate a la oración perenne de los labios, y rápido avanzarás en
la virtud (...).
El misticismo de Máximo corrobora lo dicho por su antecesor, cuando afirma que la
naturaleza humana tienen un deseo natural de Dios, sin embargo, el pecado original
desvió esta tendencia natural del hombre, llevándolo a buscar su felicidad en las cosas
sensibles; así, el hombre perdió su armonía y cayó en el desorden y el error. De esta
manera, ambos filósofos nuevamente valoran lo metafísico-teológico, dejando de lado la
propia naturaleza humana. Es más, se nos recomienda alejar el corazón de los negocios
terrenos y los sufrimientos que se derivan. Por ello las clases privilegiadas son los
oratores y bellatores.
El pecado original es orgullo y produce la ceguera del hombre. No se ve más la luz divina
en la aparición, que se transforma desde ese momento en cosa. Pero Dios permite una
segunda creación, la del mundo visible y del hombre corporal /.../ [que] es
simultáneamente la consecuencia y la expresión del pecado común, la ocasión del
pecado de cada uno, su castigo, y el punto de posible salida de la salvación. /.../
Consecuencia del pecado: el mundo sensible es, en efecto, la acción de sacar fuera de su
posición el objeto y el sujeto. /.../ Pero el mundo sensible es también ocasión de pecado.
Separándose de la luz divina que por su irradiación en el intelecto /.../ desciende hasta las
apariciones y permite religarlas a su fuente escondida, el espíritu se expone a tomar la
aparición por la realidad. /.../ Vuelta vanidad por la perversión de su voluntad, el hombre
pecador, el carnal, se debate en un mundo de falsas substancias, de apariencias
engañosas, de bienes ilusorios cuya caducidad misma es el castigo de su falta.
Poco más queda por decir. Los frutos del trabajo material son, por esencia, caducos. Esta
misma caducidad, como lo expresa Escoto Erígena, representa el castigo humano por el
pecado original, por tanto, podemos colegir que el desprecio de oratores y bellatores por
el trabajo manuel, y por quienes lo ejercen, viene precisamente de esta idea sobre la
concepción y creación del mundo y del hombre. La misoginia propia de la época, que
hemos heredado a través del cristianismo, se debería al rol que le habría cabido a la mujer
en esta “falta”.
Una ruptura con esta forma de pensar la constituye el filósofo musulmán Abu-I-Walid
Muhammad ibn Ahmad inb Muhammad Ibn Rusd, conocido como Averroes (1126-1198)
[3], cuyas doctrinas serán luego condenadas por el cristianismo. No es extraño, pues en
su concepción gnoseológica, en el orden de la praxis, postula que el hombre conoce de
un modo tan natural como vive, crece o se reproduce; la diferencia entre los diversos
procesos humanos es formalmente de grado. De esta manera, el conocimiento humano
representaría la culminación natural de todas las acciones y operaciones del hombre; la
verdad, por tanto, sólo puede conseguirse por medios humanos y naturales, concepción
válida tanto en el orden individual como en el social. Queda de manifiesto el porqué de la
condena. Esta postura iguala a los hombres en el proceso cognitivo, validándolo por
medio de su experiencia sensible, lo que en términos de nuestro objeto de estudio querrá
decir que la verdad es igualmente alcanzable a través del saber alcanzado por medio de
la labor manual y sus afanes, como por medio de la acción del gobierno o de la vida
contemplativa y de la oración, lo cual destruye el esquema socio-político medieval, la
concepción religiosa del momento y, por ende, el entender el mundo y, particularmente el
trabajo, como la consecuencia de un castigo divino que merece desprecio.
Ideas que corroboran el pensamiento de Averroes son las del judeo-español Moisés Ben
Maimón (Maimónides, 1135-1204) quien nuevamente pone de relieve al hombre,
anticipando el humanismo renacentista. Insigne filósofo, médico y rabino, aparte de sus
numerosos escritos médicos nos deja una compilación de toda la legislación talmúdica, la
Mishne Torá o Yad Hazaká (Segunda Ley o La Mano Fuerte), donde se describen las
reglas sobre la supremacía y nobleza de la vida humana. Según el filósofo judío, el
hombre debe tender a mantener su salud física y su vigor para que su espíritu se
mantenga enhiesto, en condición de conocer a Dios, puesto que es imposible entender
las ciencias y meditar sobre ellas cuando se está enfermo o hambriento. Extrapolando
esta concepción del hombre, el trabajo le serviría a éste, precisamente, para mantener
adecuadamente su cuerpo y cubrir sus necesidades básicas, esto es, el trabajo sirve al
hombre para llegar a Dios. Muy diferente de la idea cristiana de castigo.
Otro de los grandes pensadores de la época es Tomás de Aquino (1224-1274) quien,
entre los conceptos que desarrolla está el de fin último, el cual no puede ser alcanzado
por el hombre de manera estable y definitiva, sino al término de su existencia en la tierra,
o sea, en una vida puramente espiritual; y la idea de obligación, esto es, la progresión del
fin último la realiza el hombre en el mundo en una vida de prueba, en cuyo transcurso
construye su destino. Si bien la obra de este pensador es vasta e influyente, no deja de
ser menos cierto que su concepción de mundo es que el paso por esta vida implica dolor
y sufrimiento. El centro de su atención en el ser humano sigue siendo el alma, en términos
aristotélicos, pero sin ninguna referencia a los trabajos de la corporeidad. Si esta vida es
una prueba, entonces el trabajo será, sin lugar a dudas, el mejor medio de purificación
para la vida siguiente, no terrenal. Y cuanto más agobiante, mayor sería la recompensa
celeste. Al menos para quienes no tenían la suerte de estar en directo contacto con la
divinidad.
***
Esta ha pretendido ser una síntesis panorámica del pensamiento medieval en cuestiones
atingentes al tema de este trabajo. Trataremos de efectuar un ejercicio hermenéutico en
las próximas líenas que permitan conformar un perfil del estado del arte de la discusión
durante la época, llegando a extrapolar algunas ideas-fuerza respecto del concepto de
trabajo imperante en el medioevo.
Conclusiones
“La «Gran Obra», a la cual nos convida la Franc-Masonería, implica, en efecto,
participación efectiva de nuestra parte en la empresa más sublime que se pueda
concebir, puesto que se trata nada menos que de la creación del Mundo o de su
perfección, lo que viene a ser exactamente lo mismo. Estamos llamados a conocer la
marcha del Progreso, a adivinar las intenciones de lo que se quiere hacer, a descifrar, en
otros términos, el plan de la Inteligencia constructiva del Universo, a fin de poder
intervenir útilmente con el fin de favorecer en todas partes la aparición de lo mejor”.
Son precisamente autores como Avicena, Averroes y Maimónides los que ponen en
perspectiva una conceptualización distinta del ser humano, con las implicancias que ello
trae en el eje de la relación hombre – trabajo.
Con todo, para realizar un proceso realmente interpretativo, se estructurará esta reflexión
en torno a 4 puntos centrales, respecto de la conceptualización de trabajo, siguiendo en
este sentido a Noguera (2002); éstos son:
Dentro de la primera categoría, como hemos visto a través de los filósofos cristianos –y
me referiré principalmente a éstos, ya que se trata de la concepción dominante, que
condena y persigue a otras tradiciones, y de cuyo pensamiento es heredera nuestra
sociedad– el trabajo está claramente despreciado y subvalorado (entiéndase el trabajo
manual). No podía ser de otro modo, pues todos los filósofos medievales son
eclesiásticos que siguen al pie de la letra los Evangelios oficiales. Recordemos, en este
sentido, lo que señala la Vulgata Latina (Génesis 3:17-19), texto fundamental de la época:
ad Adam vero dixit quia audisti vocem uxoris tuae et comedisti de ligno ex quo
praeceperam tibi ne comederes maledicta terra in opere tuo in laboribus comedes
eam cunctis diebus vitae tuae / spinas et tribulos germinabit tibi et comedes herbas
terrae / in sudore vultus tui vesceris pane donec revertaris in terram de qua sumptus
es quia pulvis es et in pulverem reverteris.
(Al hombre le dijo: «Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que yo
te había prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el
alimento todos los días de tu vida. / Espinas y abrojos te producirá, y comerás la
hierba del campo. / Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al
suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás.») [Texto
destacado por el autor del paper].
(“Conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió y dio a luz a Caín, y dijo: «He
adquirido un varón con el favor de Yahveh.» / Volvió a dar a luz, y tuvo a Abel su hermano.
Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. / Pasó algún tiempo, y Caín hizo a Yahveh una
oblación de los frutos del suelo. / También Abel hizo una oblación de los primogénitos de
su rebaño, y de la grasa de los mismos. Yahveh miró propicio a Abel y su oblación, / mas
no miró propicio a Caín y su oblación /.../”)
Está claro, desde un comienzo, que es la vida contemplativa o la de menos acción física la
que es agradable a los ojos del Dios cristiano. No olvidemos que el Paraíso es un
constructo de inacción permanente, al contrario de los pueblos “bárbaros”, cuya
existencia en el más allá era tan activa como era la Naturaleza terrena. Los frutos del
esfuerzo físico, por lo demás incruentos, no son ofrenda propicia ni para Yahveh ni para
sus seguidores, como lo demostrará latamente la historia del cristianismo.
Ø Alfarabi. Catálogo de las ciencias, trad. de Ángel González Palencia, según la ed. del
CSIC, Madrid, 1953; en www.filosofia.org/cla/isl/farabi.htm
Ø Claramunt, Salvador (2001). “El Oriente Próximo del siglo IV al VII. El Imperio sasaní”,
en Claramunt, S; E. Portela, M. González y E. Mitre (2001). Historia de la Edad Media, Ariel
S.A., Barcelona; pp. 45-52.
Ø Knox, Ellis L. © (1999). “Medieval Society”, en ORB: The Online Reference Book for
Medieval Studies, http://the-orb.net/textbooks/westciv/medievalsoc.html; 21 páginas.
Ø Mitre, Emilio (2001). “Los primeros reinos germánicos (siglos V-VIII)”, en Claramunt,
S; E. Portela, M. González y E. Mitre (2001). Historia de la Edad Media, Ariel S.A.,
Barcelona; pp. 15-25.
Ø Noguera, José Antonio (2002). “El concepto de trabajo y la teoría social crítica”, en
Papers 68, Universitat Autònoma de Barcelona; pp.141-168.
Ø Pounds, Norman J.G. (2001). La vida cotidiana: historia de la cultura material, Serie
Mayor, Crítica, Barcelona.
Ø Wirth, Oswald (s/f). El Libro del Compañero. Manual de instrucción iniciática editado
para el uso de francmasones del segundo grado, edición castellana autorizada por el
autor, Gran Logia de Chile, Santiago.