La Misa Del Sol
La Misa Del Sol
La Misa Del Sol
¡Ay...! ¡Que lindo era!... ¡Que lindo era! Canturreando, mamá había terminado de empujar
con el pico a mí y a mis hermanitos hacia afuera de la casa. ¡Imagínense!... ¡esos
perezosos queriendo dormir todo el día!... ¡Habrase visto!... Id a jugar. ¿Acaso no está
naciendo el sol?
Del hueco que formaba la ventana de nuestra casa, que quedaba en el tercer piso de una
gran sapopema1, yo, todavía con los ojos pesados de sueño, comenzaba a redescubrir la
vida. El sol se filtraba por la inmensa tela de araña de la selva, llenando de luz cada cosa,
como espantando el frío que la noche respiraba. Los últimos murciélagos, miedosos de la
luz, soltaban sus grititos de temor y describían círculos rápidos, iluminando esos mismos
círculos con elipses incendiadas de luz.
¡Ay!... ¡Que lindo era!... ¡Que lindo era!... la mañana, desperezándose lentamente y
distendiendo los albos dedos hacia cada hoja. El sol, encendiendo cada gota de rocío y
millares de ojos vivíos que se movían, siendo creados en ese instante. Y el rocío goteaba,
goteaba, goteaba de las hojas menores hacia las más grandes, de las más grandes hacia
las más bajas, y de ellas resbalaba aun por las plantas trepadoras de trazos azulados, hasta
que caía en las grandes raíces y se infiltraba en la tierra, atontando de sueño. Y venia aquel
agradable olor a tierra húmeda y descansada.
¡Que lindo era !... ¡Ah, si yo supiera cantar!... Un día, yo cantaría. Mamá había
garantizado que cantaría cuando creciera más. Según mamá, los pajaritos necesitan
primero indigestarse de belleza, para luego poder expresar el efecto de esa belleza, en las
mínimas notas de su canto. Por el momento, todavía éramos jóvenes y estábamos
descubriendo la vida, mediante los vuelos que se alargaba día a día.
Bostecé, abriendo el pico. Ahora, mis ojos despiertos se encontraban redondos y brillantes.
Doña Raquel, una sabía elegante que cantaba con pronunciación francesa.... (Todo el
mundo comentaba una historia, según la cual ella había huido de la casa de una francesa
vieja. Por cierta que yo no entendía bien qué era eso, porque cada vez que se tocaba el
tema y cualquiera de nosotros se aproximaba, cambiaban de conversación, comentando:
<<Hay criaturas cercanas>>...)
Bueno, Doña Raquel pasó cantando y llamando a la gente: ¡Es la hora de la misa del
sol!... ¡Es la hora de la misa del sol!... Yo me volvía hacia dentro, preguntando: Mamita,
¿Usted va? No, hijito, ve con tus hermanitos, que yo tengo que acomodar un poco la casa.
Abrí perezosamente mis alas y vi que mi pechito se hinchaba, haciendo colorear su azul
oscuro con manchas doradas. Me apoyé sobre la punta de mis pies, curvé las rodillas y me
lancé al espacio. ¡Que hermoso era! Daba ganas hasta de cerrar los ojos y dejar que el
cuerpo cayera contra las hojas; pero a mamá no le gustaba que se hiciera eso, hasta nos
1
Árbol del Brasil.
sorprendía. Fui volando, volando. Por encima de mi cabeza, en lugares más altos, se
deslizaban pájaros adultos y seguros, inflando las alas.
Todo el mundo corría para encontrar un lugar mejor en la vieja iglesia, que no pasaba de
ser una aroeria2 vieja. Un día, también yo participaría de toda aquella prisa. Llegué cansado,
casi sofocado, y busqué un lugarcito entre la multitud. Doña Raquel ya se había apostado
en el coro, dando la señal: tres golpes con el pico en una rama hueca. Entonces los pájaros
cantaron la canción más hermosa de la vida, en homenaje al sol, que ya había aparecido,
ruborizado de orgullo. Las cabezas de los cerros, a lo lejos, se tornaron brillantes, y a los
lejos, también, se doraron las plantaciones de maíz, donde el viento vagabundo canturreaba
canciones de ternura. Bajé los ojos del paisaje y vi a Iracema cantando con su voz finita y
suave. Iracema era una coleirinha3 que tenía miedo de todo, y que ahora aprendía a cantar.
¡Iracema es una miedosa!... ¡Iracema es una miedosa!... ¡Iracema es una miedosa!...
La gente, en bandada, volaba a su alrededor, gritando siempre: ¡Iracema es una
miedosa!... Sus ojitos castaños se llenaban de agua. No hagan eso murmuraba.
Nosotros nos apoyábamos en la rama y comentábamos: Caramba, Iracema, ¿Qué mal
hay en ello? Vamos hasta allá. ¡Quedamos colgados en los hilos eléctricos, es delicioso!
Uno se hamaca hasta no dar más. Para aquí... para allá. No, no. Yo no voy. Tengo miedo.
Vosotros nunca deberías ir. No tendríais que salir del bosque. ¡Que tontería!, ¿Qué mal
hay en ello? Lo hay, sí. ¿Y si os encontráis con una puerta trampa? Preguntaba
Iracema, nerviosa. ¿Y si hay una jaula por allí?, ¿Jaula? pregunté, medio espantado.
¿Qué es eso? Mamá nunca nos habló de jaulas. Porque vosotros sois muy pequeños.
Entonces habla tú, Iracema. Cuéntame qué es una jaula. Iracema tembló y su voz salió
trémula: Una jaula es algo horrible. Una cosa muy fea. Un bosque de árboles finísimos,
amarrados por una cuerda llamada alambre. Tiene una puerta. Nos ponen allí dentro y
¡Listo! Nunca más se sale de ese lugar. ¡Ah! Eso no existe. Estás imaginando cosas.
Vamos a balancearnos en los hilos eléctricos. Ella torció nerviosamente las puntas de sus
alas. Discúlpenme, pero yo no voy. Diciendo eso levantó vuelo y huyó hacia el corazón
del bosque, que en ese momento era acogedor y tibio. Seguimos burlándonos de ella a
gritos: ¡Iracema es una miedosa!... ¡Iracema es una miedosa!... ¡Que lejos quedó ese
vocerío: ¡Iracema es una miedosa!...
Ahora mis ojos se llenan de lágrimas y veo la jaula alrededor de mi cuerpo joven. Iracema
tenía razón: ¡Una jaula es algo horrible! Ya no tengo ganas de moverme. Ni siquiera sé si
me acostumbré a dar saltos de un palito a otro. ¡Todo es tan triste! Triste, triste.
Jovencito ¿Qué tristeza es ésa? preguntaba desde la otra jaula Don Pedro, un viejo tie-
sangue4. Eso pasa. Al comienzo siempre es así. Dentro de poco comenzarás a cantar, y
cantando la vida es más linda, hasta dentro de una jaula.
No. Nunca cantaré. ¡Yo nunca cantaré! Y recordaba a Iracema, que jamás pasaría por
todo lo que yo pasaba. Iracema tendría hijos, y continuaría con miedo, pero viviendo libre
dentro del bosque.
2
Árbol de madera muy dura, con flores y hojas de efectos medicinales.
3
Colerio, el corbatita común o doble collar
4
Pájaro del Brasil
Mira, hijo, la tristeza no sirve para nada continuaba Don Pedro. Nuestro dueño es muy
bueno. ¿Viste que suavemente nos habla?
Mira, muchacho. Eres joven y hermoso. Todo esto pasa. Nosotros tenemos el sol y
podemos sentir el viento. Y tanto el sol como el viento son los mismo en cualquier parte...
interésate por algo. Las cosas humanas son formidables. ¿Quieres un ejemplo? Ahora
estoy interesado en el campeonato mundial de fútbol. Lo escucho por la radio. El domingo
es el último partido y tengo la seguridad de que Pelé va a darles una lección a los argentinos.
Y viendo que yo volvía a caer en la tristeza. Don Pedro movía la cabeza y tornaba a saltar
de un palito a otro. Muchas veces lo oía comentar, suspirando: ¡Ah, juventud!... ¡Juventud!...
Me quedaba horas y horas parado en un palo. Cuando llegaba la tarde, la tristeza se
apretaba en mi pecho. La estancia retornaba a mis pensamientos. Los campos, que iban
perdiendo la luz del sol. Los potrillos jóvenes, galopando. En el estanque, los pececillos
rojos subían a la superficie; había uno muy alegre llamado Clóvis, que era una belleza.
Clóvis hinchada su carita y nos hacía muecas... ¿Y en los campos de maíz amarillo?... ¿Y
el húmedo olor de la tierra? ¿Y la noche que se hacía blanda, derramando estrellas dentro
del estanque?... ¡Ah, Dios mío! No quería vivir más.
Y para no vivir más, uno no come. Para no vivir más, uno no bebe. Para no vivir más, uno
aprende a no cantar.
Durante los dos primeros días, el hambre dolió un poco. La sed ardió en mi garganta... pero
yo no quería vivir más.
No hagas eso, Hijo mío volvía a hablar Don Pedro. Come este alpiste... bebe esta
agua...
Ni respondía. ¿Cómo beber esa agua? Agua era aquella otra. Agua de la fuente. Nosotros
llegábamos en bandada, saltando de rama en rama, sobre la punta de las patitas, y ¡Zás!,
asustando a Don Pacheco, aquel bagre viejo que vivía dormitando al sol. Don Pacheco
despertaba asustado, nos insultaba... pero después nos perdonaba y permitía que
bebiéramos a nuestro gusto. ¿Cómo había perdido todo aquello? ¿Cómo fue posible?...
Y la escena volvía, rápida... Yo saltando feliz en el bosque, cuando me di frente con una
cosa formidable. ¿Un hilo eléctrico dentro del bosque? Sí, un hilo eléctrico. Y nadie lo había
descubierto aún. Yo era el primero. Subí a lo alto de una rama y salté sobre el hilo. De
repente, este se movió y sentí que tenía aprisionada la patita derecha: agité las alas como
un loco, sin poder dejar de estar cabeza abajo. Inmediatamente vinieron unos niños y me
agarraron con fuerza por el pescuezo.
¡Cazamos un azulao!... ¡Cazamos un azulao5!
Yo no podía gritar ni llamar a nadie. Fui llevado a una jaula (ahora lo sabía) y me colocaron
en medio de un montón de otros pajaritos asustados. Al día siguiente metieron la jaula en
un camión. Yo me sujeté de las rejas y llamé desesperado: ¡Mamá!... ¡Mamita!...
Nadie escuchaba mis gritos. La estancia, con sus matízales, con los campos llenos de sol,
con el estanque trasparente, con nuestro fresco bosque, fue quedando atrás, perdiéndose
en la distancia y confundiéndose en la polvareda. Mis alitas estaban sucias de polvo y
pegajosas por el jugo de frutos. Cuando me llevaron al mercado ya no era un pajarito
hermoso... Allí fui comprado por el señor Cavalcanti.
Me trasladaron a una casa de campo y me dejaron suelto en una jaula, esta misma en la
que aún estoy. Luché, arremetí con mi pecho contra las varillas de alambre, estrujé mi pico
contra las barras más gruesas, todo inútilmente. Quedé sofocado sobre un palito. ¡Eso no
sirve de nada, muchachito! era la primera vez que yo escuchaba la voz de Don Pedro.
¡Todo perdido! Entonces no bebo, no como y nunca cantaré. La noche llegó pesada,
empujando las sombras hacía nuestros ojos. Las horas se arrastraban tristes; mucho antes
de comenzar la madrugada sentí que las fuerzas me faltaban y caí sobre el piso de la jaula.
Mi respiración se hacía débil.
La mañana rasgó el cielo casi de una vez. Hubo pasos dentro de la casa. Cavalcanti
despertaba. Y, como siempre, vino a mirar nuestras jaulas. ¡Jesús!, ¡Oh, Nuestra Señora!
El azulao huyó... Bajó la jaula y me vio acostado. Una súbita indignación llenó su voz: ¡Son
esas empleadas! ¡Aquella no cambió el agua ni le dio alpiste! Pero en seguida sus ojos
reflejaron su alarma. El cajoncito del alpiste estaba lleno, así como el bebedero. Su voz se
tornó dulce, dulce, mientras introducía la mano y yo retrocedía. ¿Qué fue eso, mi bichito?
¿Precisamente tú, que eras tan manso, tan feliz? ¿Te volviste loquito, no? Y rascó
suavemente las plumitas de mi cabeza. Yo tenía deseos de explicarle, pero él era un
hombre y no comprendería. Tuve deseos de decirle: Muero... me muero de tristeza... Pero
no, él no comprendería e incluso si llegaba a comprender no abriría las puertas de las
restantes jaulas, para que los otros pájaros volasen hacia el bosque. Continuaban
susurrándome cosas suaves. En ese momento, Don Pedro se puso nervioso y comenzó a
cantar. Solo yo lo entendía. Huye, hijo. La mano está abierta. Huye, salta hacia la rama de
aquel eucalipto. Desde allá, respira y vuela bien lejos... Huye... ¡Huye!... Pero solo tuve
fuerza para responderle: Ahora... no puedo... Mis alas pesan como hojas secas... Yo...
Volví mis ojos hacia el bosque de eucaliptos. El sol venia esponjándose por entre las ramas.
Mis ojos cerráronse mansamente y lejos, muy lejos, volvió a mis oídos la voz de Doña
Raquel, llamando: Mi gente, es la hora de la misa del sol... de la misa... del sol...
5
Pájaro Brasileño