ASIMOV Cómo Se Divertían
ASIMOV Cómo Se Divertían
ASIMOV Cómo Se Divertían
Cómo se divertían
María dejó constancia del suceso en su compudiario. El 17 de marzo de 2157,
escribió: "Tomás encontró hoy, en el altillo de su casa, un libro de verdad."
Era un libro muy viejo.
El abuelo de María le había dicho una vez que, siendo pequeño, su abuelo le
contó que hubo un tiempo en que todas las historias se imprimían en papel.
Volvieron las páginas, amarillas y rugosas, y se sintieron tremendamente
divertidos al leer palabras que permanecían inmóviles, en vez de moverse como
debieran, sobre una pantalla. Y cuando se volvía a la página anterior, en ella seguían
las mismas palabras que se habían leído por primera vez.
¡Será posible! –comentó Tomás
¡Vaya despilfarro! Una vez acabado el libro, sólo sirve para tirarlo, creo yo.
Nuestra “compu” tiene ya un millón de libros, y todavía le queda sitio para muchos más.
Nunca se me ocurriría tirarla.
Ni a mí la mía –asintió María.
Tenía once años y no había visto tantos libros de texto como Tomás, que ya
había cumplido los trece.
¿Dónde lo encontraste? –preguntó la niña.
En mi casa –respondió él sin mirarla, ocupado en leer. En el altillo.
¿Y de qué trata?
De la escuela.
María hizo un mohín de disgusto.
¿De la escuela electrónica? ¡Mira que escribir sobre la escuela electrónica!
Odio la escuela electrónica.
María siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El profesor
electrónico le había señalado tema tras tema de geografía, y ella había respondido
cada vez peor, hasta que su madre, muy preocupada, llamó al inspector.
Se trataba de un hombre bajito y gordo, armado con una caja de instrumentos,
llena de diales y alambres, que se paró delante del profesor electrónico.
María había esperado que no supiera recomponerlo. Sí que sabía. Al cabo de
una hora poco más o menos, allí estaba de nuevo la pantalla, grande, negra y fea, en la
que se inscribían todas las lecciones y se formulaban las preguntas. Pero eso, al fin y
al cabo no era tan malo. María detestaba sobre todo la ranura donde tenía que
depositar los deberes y los ejercicios. El profesor electrónico calculaba la nota en
menos tiempo que se precisa para respirar.
El inspector sonrió una vez acabada su tarea y luego, dando una palmadita en la
cabeza de María, dijo a su madre: No es culpa de la niña, señora. Creo que el sector
geografía se había programado con demasiada rapidez.
–A veces ocurren estas cosas. Lo he puesto más despacio, a la medida de diez
años. Realmente, el nivel general de los progresos de la pequeña resultan
satisfactorios por completo...
Y volvió a dar una palmadita en la cabeza de María.
Ella se sentía desilusionada. Pensaba que se llevarían al profesor electrónico.
Así lo habían hecho con el de Tomás, por espacio de casi un mes, debido a que el
sector de historia se había desajustado.
¿Por qué iba a escribir alguien sobre la escuela? –preguntó a Tomás.
El chico la miró con aire de superioridad.
Porque es una clase de escuela muy distinta a la nuestra, estúpida. El tipo de
escuela que tenían hace cientos y cientos de años.
Y agregó, recalcando las palabras: ¡hace siglos!
María se ofendió.
De acuerdo, no sé qué clase de escuela tenían hace tanto tiempo.
Leyó por un momento el libro por encima del hombro de Tomás y comentó:
De todos modos, había un profesor.
¡Pues claro que había un profesor!
Pero no se trataba de un profesor electrónico. Era un hombre.
¿Un hombre? ¿Cómo podía ser profesor un hombre?
Bueno... Les contaba cosas a los chicos y a las chicas y les daba deberes para
casa y les hacía preguntas.
Un hombre no es lo bastante inteligente para eso.
Seguro que sí. Mi padre sabe tanto como mi profesor electrónico.
No lo creo. Un hombre no puede saber tanto como un profesor electrónico.
Apuesto a que mi padre sabe casi tanto como él –dijo Tomás.
María no estaba dispuesta a discutir tal aserto. Así que dijo: No me gustaría tener en
casa a un hombre extraño para enseñarme.
Tomás lanzó una carcajada.
No tienes idea, María. Los profesores no vivían en casa de los alumnos.
Trabajaban en un edificio especial, y todos los alumnos iban allí a escucharles.
¿Y todos los alumnos aprendían lo mismo?
Claro. Siempre que tuvieran la misma edad.
Pues mi madre dice que un profesor debe adaptarse a la mente del chico o la
chica a quien enseña y que a cada alumno hay que enseñarle de manera distinta.
En aquella época no lo hacían así. Pero si no te gusta, no tienes por qué leerlo.
Yo no dije que no me gustara –respondió con presteza María.
Todo lo contrario. Ansiaba enterarse de más cosas sobre aquellas divertidas
escuelas. Apenas habían llegado a la mitad, cuando la madre de María llamó:
¡María! ¡La hora de la escuela!
Todavía no, mamá –suplicó María, alzando la vista.
¡Ahora mismo! –ordenó la madre. Probablemente, también sea la hora de
Tomás.
¿Me dejarás leer un poco más del libro después de la clase? –pidió María a
Tomás.
Ya veremos –respondió él con displicencia.
Y se marchó acto seguido, silbando y con su libro bajo del brazo.
María entró en la sala de clase, próxima al dormitorio. El profesor electrónico ya
la estaba esperando. Era la misma hora de todos los días, excepto el sábado y el
domingo, pues su madre decía que las niñas aprendían mejor si lo hacían a horas
regulares.
Se iluminó la pantalla y una voz dijo:
La lección de aritmética de hoy tratará de la suma de fracciones propias. Por
favor, coloca los deberes señalados ayer en la ranura correspondiente.
María obedeció con un suspiro. Mientras la computadora comenzaba a dar
explicaciones, pensaba en las escuelas antiguas, cuando el abuelo de su abuelo era un
niño, cuando todos los chicos de la vecindad salían riendo y gritando al patio, se
sentaban juntos en clase y regresaban en mutua compañía a casa al final de la
jornada. Y como aprendían juntos, podían comentar la tarea y ayudarse.
Y los maestros eran personas...
Ajeno al pensamiento de la niña, el profesor electrónico insistía en la pantalla:
"cuando sumamos las fracciones 1/4 Y 1/2..."
María pensaba en cómo esos niños disfrutaban en la escuela, en tiempos
pasados. ¡Cómo se divertían! Casi sin ver, miró alternativamente, la pantalla y toda la
soledad del cuarto.
Entonces supo, de pronto, que no tenía a quién decirle que hoy se sentía
muy sola.
María siguió pensando en lo mucho que tuvo que gustarles la escuela a los
chicos en los tiempos antiguos.
Siguió pensando en cómo se divertían…