Cervantes y Lope - Mary Shelley
Cervantes y Lope - Mary Shelley
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Mary Shelley
Cervantes y Lope
Vidas paralelas
ePub r1.0
armauirumque 30.01.2018
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Título original: Cervantes y Lope
Mary Shelley, 1837
Edición: Antonio Sánchez Jiménez
Imagen de cubierta: ÁLBUM
Diseño de cubierta: Salva Ardid
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CUADRO CRONOLÓGICO[1]
1797 Mary Godwin nace en Londres (30 de agosto). A los 11 días (10 de septiembre),
su madre, la escritora Mary Wollstonecraft, muere de una fiebre producida por
complicaciones durante el parto.
1801 Su padre, el filósofo y novelista William Godwin, se casa en segundas nupcias
con Mary Jane Clairmont.
1808 Mary publica su primer cuento, «Mounseer Nongtongpaw».
1811 El poeta Percy Bisshe Shelley es expulsado de Oxford por publicar un panfleto
vindicando el ateísmo. Unos meses después, se fuga a Escocia con Harriet
Westbrook (de dieciséis años de edad) y se casa con ella.
1812 Mary pasa en Dundee, Escocia, unos meses que consideró muy importantes
para su desarrollo personal.
1813 Nace Elizabeth Ianthe, hija de Shelley y Harriet.
1814 Shelley entra en contacto con los Godwin. Mary y Shelley se enamoran y se
fugan a Suiza (28 de junio). Nace el segundo hijo de Shelley y Harriet, Charles
(30 de noviembre).
1815 Mary da a luz prematuramente a una niña que muere al poco tiempo. Lee las
Vidas paralelas de Plutarco.
1816 Mary da a luz al segundo hijo de los Shelley: William. Mary, Shelley y Claire
Clairmont pasan el verano (el verano encantado, o «haunted summer») en
Ginebra, en compañía de Byron. Mary comienza Frankenstein (16 de junio).
Visita del mar de hielo de Chamonix (julio). Vuelta a Inglaterra. Suicidios de
Fanny Imlay (9 de octubre) y Harriet Shelley (10 de diciembre). Mary y
Shelley se casan en Londres (30 de diciembre). Reconciliación con Godwin.
1817 Shelley pierde la custodia de los dos hijos que tuvo con Harriet. Mary da a luz a
Clara Shelley. Claire da a luz a Allegra, hija ilegítima de Byron. Mary
completa Frankenstein (14 de mayo). Publicación de History of a Six
Weeks’ Tour, escrita con Shelley.
1818 Los Shelley se mudan a Italia para escapar de sus acreedores. Publicación de
Frankenstein. Muerte de Clara (24 de septiembre).
1819 Muerte de William (7 de junio). Depresión de Mary, que comienza a escribir
Matilda. Nacimiento de Percy F. (12 de noviembre).
1820 Matilda.
1822 Mary tiene un aborto accidental. Shelley naufraga y muere ahogado en el Golfo
della Spezia, en Liguria (8 de julio).
1823 Valperga. Muere Charles Shelley, hijo de Shelley y Harriet, lo que convierte a
Percy F. en el heredero de la familia Shelley. Mary regresa a Inglaterra (25 de
agosto). «The Choice».
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1824 Muerte de Byron (19 de agosto). Mary edita los Posthumous Poems de Shelley.
Sir Timothy Shelley amenaza a Mary con retirarle la paga a Percy F. si ella
continúa publicando textos de Shelley.
1825 Mary rechaza la oferta de matrimonio de John H. Payne.
1826 The Last Man.
1828 Conoce a Prosper Mérimée en París. Contrae la viruela, que dejará secuelas en
su cutis.
1830 Perkin Warbeck.
1832 Percy F. ingresa en una prestigiosa escuela privada, Harrow. Mary se muda allí.
1834-1839 Mary escribe las Literary Lives.
1835-1837 Lives ofthe Most Eminent Literary and Scientific Men of Italy, Spain and
Portugal (3 vols.).
1835 Lodore.
1836 Se muda con Percy F. a Londres. Muerte de Godwin (7 de abril).
1837 Falkner. Aparición del volumen 3 de las Lives, el dedicado a España y Portugal,
que contiene las vidas de Cervantes y Lope de Vega.
1838 Sir Timothy Shelley permite que se publiquen las poesías de su hijo, pero no su
biografía.
1838-1839 Mary edita las Poetical Works y los Essays arid Letters from Abroad,
Translations and Fragments de Shelley. Lives of the Most Eminent Literary
and Scientific Men of France (2 vols.).
1840 Gran tour europeo (Alemania, Suiza e Italia) con Percy.
1841 Percy acaba sus estudios en Cambridge.
1842 Segundo viaje europeo con Percy (Alemania e Italia).
1844 Muerte de Sir Timothy Shelley (24 de abril). Herencia. Rambles in Germany
and Ltaly.
1845 Un antiguo amigo italiano, Gatteschi, chantajea a Mary con unas cartas
comprometedoras de ella y de Shelley.
1846 Problemas de salud.
1848 Percy se casa con Jane Gibson St John (22 de junio). Mary se va a vivir con los
recién casados. Comienzan los dolores de cabeza (posibles síntomas de un
tumor cerebral).
1850 Se le diagnostica un tumor cerebral.
1851 Muerte de Mary (1 de febrero).
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INTRODUCCIÓN
Was I the same person who had lived here, the companion of the dead?
1. VIDA Y OBRA
Los románticos vieron en las circunstancias del nacimiento de Mary Shelley
(1797-1851) una triple predestinación: la profesión y notoriedad de sus padres le
exigía genio literario; los contenidos de sus escritos le auguraban rebeldía; la muerte
de su madre a los once días de su nacimiento la abocaba a la desgracia. Los biógrafos
actuales no se atienen a este tipo de interpretaciones literarias de la vida real de los
escritores, pero admiten, sin embargo, que estos tres hechos pesaron mucho en la
existencia de Mary, que reflexionó sobre ellos en numerosas ocasiones.
Para empezar con sus ilustres padres, eran el filósofo, historiador y novelista
William Godwin (1756-1836) y la filósofa y activista Mary Wollstonecraft
(1759-1797). Wollstonecraft es hoy en día célebre como una de las pioneras del
movimiento feminista, del que su A Vindication of the Rights of Woman (1792)
constituye todo un hito. En cuanto a Godwin, hoy no goza de tanta notoriedad, pero
en su época fue uno de los intelectuales más respetados de Inglaterra. Como
Wollstonecraft, Godwin fue un pensador revolucionario, pero se centró en otro tipo
de problemas morales y políticos. Así, atacó las instituciones con un furor
preanarquista en su An Enquiry Concerning Political Justice and Its Influence on
Morals and Happiness (1793), la emprendió contra la aristocracia en su novela Caleb
Williams (1794) y denunció el cristianismo en su póstumo The Genius of Christianity
Unveiled (1873).
Tanto Wollstonecraft como Godwin marcaron a su modo la vida de la inteligente
y sensible Mary. Su madre fue siempre un modelo y un ideal para nuestra escritora,
que la contraponía favorablemente a su relativamente vulgar madrastra (Mary Jane
Clairmont) y que se complacía siempre en hablar con aquellos que la habían
conocido. En cuanto a Godwin, su relación con Mary fue intensa y compleja. Se ha
puesto de moda interpretar biográficamente Frankenstein como una denuncia de la
influencia negativa que un padre (metafóricamente, Víctor Frankenstein) puede
ejercer sobre su hijo (metafóricamente, el monstruo), lectura que algunos también han
aplicado a la segunda novela de Mary, Matilda. Sin embargo, esta interpretación es
discutible por motivos literarios e históricos: literariamente, resulta una
simplificación inaceptable de la gran novela de Mary; históricamente, sería erróneo
ver en Godwin un padre tan frío o excesivamente severo. Sabemos que Godwin se
dio cuenta rápidamente del talento de su hija y que se esforzó por proporcionarle una
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educación fuera de lo comúnmente accesible a una mujer de comienzos del siglo XIX.
Concretamente, Godwin educó a Mary para ser escritora, hecho al que también
contribuyó el ambiente de la casa, que frecuentaron genios como Coleridge.
Recordemos que el célebre poeta recitaba una noche su «Ancient Mariner» cuando
Godwin descubrió que Mary, todavía una niña, se había levantado de la cama y
escuchaba a escondidas. La intervención de Coleridge permitió que Mary pudiera
continuar escuchando hasta que acabó el poema.
El ambiente literario, la relación con Godwin y las desgracias son temas que
tenemos que mencionar al introducir en escena al siguiente personaje: el poeta Percy
Bysshe Shelley (1792-1822). Shelley era ya conocido como pensador radical —era
preanarquista, ateo, vegetariano y defensor del amor libre— cuando le escribió a
Godwin expresando su admiración por el filósofo en una carta en la que, a un tiempo,
Shelley sacaba a relucir su considerable fortuna personal (Shelley era heredero de un
barón y miembro de parlamento, Sir Timothy Shelley). Aunque Shelley estaba casado
cuando conoció a Mary, los jóvenes se enamoraron perdidamente y se fugaron a
Suiza en 1814, provocando la ira de Godwin. El filósofo era contrario al matrimonio
como institución, pero su postura ideológica tenía poco que ver con lo que le sucedió
en ese momento de su vida: fue el sentido común y el amor paterno, no la filosofía, lo
le hizo rechazar la unión del alocado poeta con su hija de dieciséis años.
Shelley y Mary regresaron a Inglaterra a los pocos meses (Shelley no había
previsto que necesitarían disponer de fondos para el viaje), con Mary embarazada y
enferma. Pese a las satisfacciones que recibían los jóvenes de su amor e indudable
afinidad intelectual, los años siguientes fueron difíciles para la pareja. En 1815, Mary
dio a luz prematuramente a una niña que no tardó en morir, la primera de una terrible
serie de muertes infantiles que marcaría la vida de Mary. Además, las deudas
persiguieron a la pareja con tanto encono que Shelley tenía que ocultarse de sus
acreedores y solo podía ver a su esposa a escondidas. Esas reuniones dieron su fruto y
en 1816 Mar y dio a luz a otro niño, William. Con él, Mary y Shelley viajaron de
nuevo a Suiza a pasar el verano, acompañados de Claire, hermana de Mary. Fue el
célebre verano encantado de 1816, en el que la erupción del volcán Tambora, en
Indonesia, provocó en Europa un clima otoñal (frío y lluvioso) que rodeó la estancia
ginebrina de un ambiente siniestro, pero profundamente romántico. Aquí, en los
alrededores de Ginebra, Shelley intimó con Lord Byron (Mary nunca se llevó bien
con él) y aquí, leyendo una noche un libro de fantasmas, surgió la idea de que cada
uno de los presentes escribiera un relato gótico. Pese a que el desafío literario incluía
entre los participantes a un poeta consagrado como Byron y a uno tan respetado ya
como Shelley, el mejor de los relatos que salió de ese concurso fue, claramente, el
Frankenstein (1818) de Mary. El libro provocó fuertes reacciones —positivas y
negativas— y le demostró a Shelley que su insistencia en animar a Mary a escribir y
a seguir el ejemplo de sus padres había sido acertada.
Los siguientes años trajeron nuevas emociones y desgracias para los Shelley. Al
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regresar a Inglaterra, en el otoño de 1816, les esperaban dos suicidios: el de la
hermana de Mary, Fanny Imlay, y el de la mujer de Shelley, Harriet. Este último
hecho abrió la puerta al matrimonio de la pareja (en diciembre de 1816) y al final de
su contienda con Godwin, que asistió a la boda. Cabe notar que Godwin no dejó
nunca de pedirle dinero al joven heredero y de recibirlo, tanto después de esta
ceremonia como antes, cuando le escribía indignado por su conducta con su hija.
A comienzos de 1817 nacía la tercera hija de Percy y Mary, Clara, y en 1818, y en
parte huyendo de la prisión por deudas que amenazaba a Shelley, la pareja decidió
establecerse en Italia. Allí volvieron a encontrar a Byron y allí murieron los dos
niños, Clara, primero, y luego William, desgracias que sumieron a Mary en un hondo
estado de desesperación. Solo la literatura y el nacimiento de su cuarto hijo, Percy, la
sacaron de él. Estos años italianos (1818-1823) fueron esenciales para la formación
de Mary, que aprendió varias lenguas modernas. Y es que Mary pertenecía a esa élite
de mujeres nacidas entre 1790 y 1820 que consiguió adiestrarse para la creación
literaria mediante la adquisición sistemática de lenguas extranjeras: latín, griego,
francés, italiano… Por supuesto, en el caso concreto de nuestra autora, en esos años
Mary recuperó el italiano, que había estudiado anteriormente, y se convirtió en una
lectora voraz de libros en esa lengua. También aprendió el griego hasta ser capaz de
leer a Homero, e incluso el español, lenguaje que no se consideraba esencial para el
adorno del escritor culto del momento. Aunque Mary había leído a Calderón y a
Cervantes con anterioridad —suponemos que en inglés o en francés—, durante su
estancia en Livorno, en 1818, conoció a María Gisborne, quien incitó a los Shelley a
aprender español (Crook, 2002: XV). Las Literary Lives que traducimos demuestran
hasta qué punto Mary llegó a dominar el castellano: aunque no alcanzó en nuestra
lengua el gran nivel que tenía en italiano o francés, era capaz de leer a los autores
clásicos con soltura y profundidad y podía consultar cómodamente obras de crítica
contemporánea.
Pero tras unos años de felicidad en Italia, en 1822 se renovaron las desgracias que
la perseguían. En junio, Mary tuvo un aborto. Todavía estaba profundamente afectada
por ello cuando, a comienzos de junio, Shelley naufragó y pereció ahogado.
Este trágico naufragio cambió la vida de Mary. Para empezar, destruyó sus planes
de vivir en Italia y le forzó, en verano de 1823, a volver a Inglaterra, decisión que
Mary explica en su célebre poema «The Choice». El caso es que nuestra autora no
solo se vio obligada a mantener a su hijo Percy, sino a luchar para que este recibiera a
la muerte de Sir Timothy Shelley la herencia que le correspondía y que el viejo barón
se obstinaba en negarle —Sir Timothy no aprobaba ni la ideología ni los matrimonios
de su hijo, por lo que miraba a su nieto con desconfianza—. El combate fue arduo,
pero Mary se desempeñó en él con habilidad: acabó consiguiendo que Sir Timothy
reconociera al joven Percy como heredero sin tener que entregárselo para que lo
criaran otros parientes con principios morales menos escandalosos, que era lo que
pretendía inicialmente el tozudo aristócrata. Es más, Mary logró que Percy se educara
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en un prestigioso colegio privado, que estudiara en Cambridge y que, cuando, por fin,
murió Sir Timothy, el joven recibiera su herencia y título. En este, como en otros
muchos aspectos de su vida, Mary se mostró inteligente y tenaz, y logró los objetivos
que buscaba.
Sin embargo, el camino hacia este éxito estuvo lleno de dificultades. Mary
siempre había escrito por satisfacer una necesidad interior, pero sus novelas también
habían servido para paliar los crónicos problemas monetarios que acosaban a la joven
pareja y a Godwin. Bajo este doble signo habían aparecido el mencionado
Frankenstein (1818), la novela autobiográfica Matilda (1820) o la histórica Valperga
(1823), obra cuyas ganancias fueron a parar enteramente a Godwin. No obstante, a
partir de la muerte de Shelley Mary se convirtió en casi una escritora profesional,
pues, le gustara o no escribir, lo cierto es que necesitaba dinero y que era consciente
de que sus libros servían para complementar la economía familiar. La otra fuente de
ingresos para la novelista y su hijo era el siempre reticente Sir Timothy. Para
empezar, Mary consiguió que le señalara una pequeña paga al joven Percy. Además,
también logró que le diera una pensión adelantada sobre la herencia de viuda que le
había dejado Shelley, que Mary solo podría cobrar a la muerte del propietario de los
bienes familiares, el dicho Sir Timothy.
Bajo esta presión, y mientras luchaba para lograr que Percy entrara en
Cambridge, Mary compuso la maravillosa The Last Man (1826), así como las novelas
Perkin Warbeck (1830), Lodore (1835) y Falkner (1837). Y, lo que más nos interesa,
comenzó también a escribir obras eruditas como nuestra Literary Lives, trabajo que le
reportó grandes satisfacciones y, además, unos emolumentos más jugosos que los que
producía su obra de ficción. También cobró una suma importante por preparar y
anotar la edición de la obra poética de Shelley, que tuvo que hacer con sumo cuidado
para no irritar a Sir Timothy, que detestaba la fama literaria y las ideas radicales de su
hijo.
Con estos ingresos y el aumento de la pensión de Percy llegó un periodo de
estabilidad económica que impulsó a Mary a llevar a su joven vástago a dos viajes
europeos (1840 y 1842), siguiendo la moda del viaje educativo (el Grand Tour) que
se estilaba entre los aristócratas más cultivados del momento. Gracias a estos viajes
Mary pudo volver a ver los lugares en los que había vivido con Shelley (Ginebra,
Italia), en los que encontró inspiración y material para escribir un ameno libro de
viaje, sus Rambles in Germany and Italy (1844).
En 1844 llegó la tan esperada muerte de Sir Timothy (a los 90 años) y la herencia
consiguiente. Con ella, Percy se pudo casar (en 1848) y Mary se mudó a la mansión
de los jóvenes. Con ellos vivió hasta su muerte, en 1851, a los cincuenta y tres años
de edad.
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2. LAS LITERARY LIVES[1]
Ya hemos adelantado que para lograr fondos que sostuvieran las aspiraciones
aristocráticas de su hijo, durante los años treinta Mary se dedicó a componer diversas
novelas y obras históricas entre las que se encuentran las vidas de escritores que nos
interesan y cuyas circunstancias de escritura vamos a detallar. Para ello debemos
regresar al intervalo que circunscriben los años de 1834 y 1839, en el que Mary
contribuyó una serie de biografías de escritores para la Cabinet Cyclopaedia (Literary
Lives) de Dionysius Lardner. Esta Cabinet Cyclopaedia fue una iniciativa editorial
que respondía a la creciente demanda provocada por el aumento de la alfabetización
en la Inglaterra de comienzos del XIX, fenómeno que hizo que muchos miembros de
la clase media, e incluso trabajadores cualificados, consumieran obras educativas
publicadas en series ad hoc como la Family Library de John Murray. De entre estas
iniciativas editoriales, la Cabinet Cyclopaedia fue una de las más célebres y como
ellas se dirigía a un público general —aunque los volúmenes eran costosos—,
incluyendo, por supuesto, mujeres.
Concretamente, la alfabetización femenina fue esencial para permitir este
aumento de ventas y la existencia misma de la Cabinet Cyclopaedia, peculiaridad que
determinó gran parte del contenido de los volúmenes. No en vano, amén de obras
históricas de otro tenor, la Cabinet Cyclopaedia dedicó una atención importante a la
biografía, que se había elevado a la categoría de género histórico de peso
precisamente gracias al interés del nuevo público femenino. La división de roles
típica de la época le adjudicó a la mujer el mundo de la vida privada y de los
sentimientos, especialmente relevante en un género como la biografía en el que la
empatia con el biografiado se consideraba más importante que otros rasgos como la
erudición o el frío razonamiento, cualidades que supuestamente debían caracterizar
otro tipo de obras históricas. Precisamente esta asociación del género con el hogar y
con el sentimiento permitió que las escritoras de la época pudieran dedicarse a la
biografía, pues no solo no estaban excluidas de ellas por falta de erudición, como les
pasaba con otros tipos de historia, sino que podían aprovechar las supuestas
especialidades de su sexo para proclamar su excelencia en esta tarea literaria. Sin
duda alguna, si Mary pudo escribir biografías para la Cabinet Cyclopaedia fue debido
a estos prejuicios, precisamente los que la excluían de otra clase de trabajos de
erudición.
Mary había intentado ya participar en este tipo de volúmenes y en 1829 y 1830 le
había enviado propuestas a Murray para escribir una «Historia de las mujeres
célebres», un ensayo sobre las «Costumbres continentales» (es decir, de la Europa
continental) o unas biografías de personajes como Madame de Staël, Josefina
Bonaparte, Colón, Mahoma, etc. Sin embargo, sus propuestas no parecieron
interesarle a Murray, por lo que Mary solo logró entrar en este mundo al recibir una
invitación de la Cabinet Cyclopaedia en 1833, con lo que recaló en un proyecto en el
que participaban autores tan célebres como Walter Scott o el poeta laureado Robert
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Southey. Pese a la talla de estos colegas y competidores, Mary acabó siendo uno de
los autores más prolíficos de Lardner y la única mujer que participó en el proyecto.
Escribió la mayor parte de los volúmenes 63 y 71 (las Italian Lives), 96 (Spanish and
Portuguese Lives) y 105 y 117 (French Lives). Sus volúmenes tuvieron una tirada
inicial mucho mayor que la de sus novelas y se vendieron bastante bien.
Durante muchos años, la crítica ha ignorado estas vidas literarias por
considerarlas un trabajo mecánico que Mary escribía simplemente para ganar dinero
y al que no dedicó la atención que le merecieron sus novelas. Sin embargo, desde
finales del siglo XX la tendencia está cambiando y la crítica moderna ha refutado esos
prejuicios y ha revalorizado las biografías basándose para ello en el placer que Mary
experimentó siempre en este tipo de tareas (Letters, vol. II, pp. 257 y 209) y en la
calidad intrínseca de las obras. El caso es que Mary siempre mostró gran predilección
por la biografía: pasajes esenciales de Frankenstein (la vida del monstruo y la de
Safie, amén del propio relato de Víctor Frankenstein) son biográficos, y también lo
son novelas como Valperga o Perkin Warbeck. Además, Mary escribió apasionantes
biografías de su padre y del propio Shelley (en forma de notas a la edición de las
Posthumous Works). Es más, sabemos que a Mary le gustaba leer biografías. Las
Vidas paralelas de Plutarco fueron un volumen esencial en su educación (y en la del
monstruo de Frankenstein, que encontró ese libro en una cervantina talega). Las leyó
en 1815 y fueron muy importantes a lo largo de su vida, hasta el punto que podemos
encontrar en las vidas literarias que nos ocupan huellas de la estructuración en parejas
contrastadas típica del historiador griego (Crook, 2002: xiv). Otra influencia
determinante para las biografías literarias de Mary son las Lives of the English Poets
(1779-1781) de Samuel Johnson, probablemente el texto más importante en lo
relativo a vidas de escritores que existía en aquel momento en lengua inglesa.
Además de los modelos de las Literary Lives de Mary, es preciso considerar qué
método adoptó nuestra escritora para escribirlas, pues aclararlo puede contribuir a
eliminar los nocivos prejuicios que hemos evocado y que todavía pesan de algún
modo sobre estos textos. Para ilustrar ese método conviene recordar que el otro
subgénero en el que se inscribían las Literary Lives —aparte de la biografía de
escritores— era la compilación erudita. Es decir, debemos tener presente que las
vidas de Mary son textos que se basan en una investigación académica, pero que no
aducen información original. Muy al estilo del género del artículo enciclopédico de
nuestros días, estas biografías no exigían trabajo de archivo. Por tanto, Mary las
compuso recabando información de diversos libros eruditos, tomando materiales de
este y aquel y releyendo los textos originales, de los que a veces aporta su propia
traducción. Ya veremos abajo que las fuentes que usó Mary fueron numerosas y
diversas: las fuentes originales (diversas obras de Cervantes, las Obras sueltas de
Lope), historias literarias generales (las del alemán Friedrich Bouterwerk y la del
suizo Jean Charles Léonard Simonde de Sismondi), ediciones eruditas (la de Vicente
de los Ríos), biografías antiguas (la de Pérez de Montalbán) y modernas (las de
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Viardot y Lord Holland), artículos eruditos (generalmente de la Quarterly Review),
etc. El sistema de cita que usa nos parece hoy poco preciso, pero era el apropiado en
su momento para una publicación divulgativa.
Ahora bien, el hecho de que Mary extrajera su información de obras secundarias
y el que estas vidas aparecieran en una enciclopedia familiar no significa que su
calidad sea despreciable. Los textos hablan por sí solos al respecto, pero no está de
más resaltar un par de datos de importancia. En primer lugar, salta a la vista que,
aunque las fuentes de Mary son solo obras secundarias y literarias, la autora contrasta
sus datos con gran capacidad crítica, eliminando hipótesis que le parecen improbables
(véase lo relativo al Buscapié o al exilio de Lope en Valencia, por ejemplo) o
avanzando otras sumamente razonables. En segundo lugar, sus traducciones en verso
de poemas españoles —que sepamos, todavía no estudiadas— son excelentes y
muestran la dedicación de nuestra autora a estas biografías. En tercer lugar, y como la
crítica ha puesto de relieve, Mary no se limitó a copiar a otros autores. Además de
combinarlos y contrastarlos, la escritora deja ver a menudo su propia ideología: sobre
la vida de la mujer (y aquí vemos a la hija de Wollstonecraft), sobre la injusticia
política (y aquí vemos a la hija de Godwin), sobre las virtudes de una obra literaria (y
aquí vemos a la escritora y mujer de escritor), etc. Incluso vislumbramos, a través de
las vidas que relata, la suya propia: así, Mary se identifica con el Cervantes que sufrió
la agudeza de las lenguas ociosas (la sociedad la excluyó primero por haberse fugado
con Shelley, luego por el ateísmo que se le atribuía), con el Lope exiliado (también
Mary vivió fuera de su país natal), con el poeta que usa la literatura para mantener el
juicio en medio de la adversidad (como Mary cuando murieron sus hijos Clara y
William). Se diría, incluso, que Mary se emociona con el flechazo entre don
Fernando y Dorotea (La Dorotea), que debió de considerar paralelo al suyo con
Shelley: también los dos jóvenes ingleses se conocían desde hacía tan solo un mes
cuando se enamoraron perdidamente y se fugaron a Suiza. Hay mucho de la autora en
estas obras: de su talento, de sus emociones, de su ideología. Es más, Mary muestra
en estas biografías una independencia de pensamiento considerable, matizando en
ocasiones notablemente las ideas de su padre o de Shelley que la crítica suponía que
había hecho suyas. Por todo esto, podemos entender que las vidas literarias fueran
una de las ocupaciones favoritas de Mary, y tal vez su obra favorita. Al menos, fue la
que más fondos le reportó y la que más menciona en su correspondencia, por lo que
consideramos indudable que le debió de producir gran satisfacción escribirla y ver
cómo se vendía.
3. LA «VIDA DE CERVANTES»
Desde sus orígenes en la Antigüedad, las biografías de escritores han servido para
pintar el retrato moral del autor de un determinado texto literario o grupo de textos
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literarios. Aunque estas semblanzas estaban destinadas a proporcionarles a los
lectores una idea más completa de la obra en cuestión, desde el principio las vitae
extrajeron su material fundamental de los mismos textos que pretendían glosar, de
modo que realmente las biografías constituían una ficción que protagonizaba un
personaje —el autor— que el biógrafo la había construido a partir de una
interpretación concreta de su obra. Luego, a su vez, esa interpretación se confirmaba
al leer modo biographico los pasajes sobre los cuales se había forjado, en una especie
de círculo vicioso que tiene sus ejemplos más ilustres en las vidas de Virgilio, de
Ovidio, o de trovadores como Peire Vidal y Guillem de Cabestany (Sánchez Jiménez,
2004: III). El caso de Cervantes no es tan radical, pues ya desde relativamente pronto
—al menos, desde la biografía de Mayans— contamos con información documental
sobre la vida del alcalaíno que procede de fuentes externas a sus obras. Sin embargo,
las vidas del autor del Quijote se someten a los mismos principios generales que los
extremos arriba citados, pues los biógrafos le otorgan al retrato moral del escritor un
matiz determinado basándose en la impresión que les producen sus textos. Puesto que
la recepción del Quijote ha sido muy positiva, ya desde el siglo XVIII los biógrafos se
han esforzado por proporcionarnos un personaje (Cervantes) a la altura de su obra: un
caballero, un héroe y un modelo de conducta tan admirable como queremos imaginar
al leer su producción literaria. Así, y olvidando que la fuente principal para elaborar
este personaje son pasajes en los que el propio autor habla de sí mismo o documentos
que él compiló, hemos obtenido una visión muy idealizada de Cervantes, escritor que
se convirtió desde muy pronto en un héroe nacional para los españoles y en un
paladín de las ideas liberales para los sectores más progresistas de toda Europa. La
«Vida de Cervantes» de Mary le debe mucho a este modo de entender al autor del
Quijote.
Esta visión motiva muchas de las decisiones que tomó la autora a la hora de
redactar el texto, pues Mary explora extensamente los hechos más heroicos —y,
ciertamente, también más dramáticos— de la vida de Cervantes (Lepanto y el
cautiverio en Argel), pero soslaya otros menos luminosos (sus encarcelamientos) en
los que, además, se esfuerza por exonerar al escritor de cualquier asomo de culpa.
Con esta metodología, Mary nos pinta en Cervantes un cúmulo de virtudes y un
modelo de comportamiento moral que se centra en un trazo central: el contraste entre
la valía del alcalaíno y sus infortunios personales. De este modo, aparece la imagen
de un genio (Mary usa con frecuencia esa palabra para describir a Cervantes) cuya
rica vida interior y valía se constituyen en una especie de refugio de los golpes del
destino y de la indiferencia de sus contemporáneos. Esta idea del genio aislado
enfrentado a su destino y a la sociedad les era cara a los románticos y resulta muy
propicia a identificaciones de biógrafos y biografiado, pues se puede transformar
fácilmente en una queja o comentario sobre el poco aprecio que en general reciben
los escritores y hombres —y mujeres— de talento. Desde luego, la propia Mary se
identifica claramente con Cervantes y resulta difícil no ver en su interés por los
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problemas económicos del alcalaíno un reflejo de los que Mary y su familia sufrieron
durante gran parte de su vida, paralelismo que también explicaría otra imagen que le
gustaba presentar a la autora: la de Cervantes recurriendo a la literatura para
refugiarse de los golpes de un hado hostil.
En ese contraste con la desgracia, nos da a entender Mary, el carácter de
Cervantes se habría acendrado como en un crisol, mostrando en medio de la
adversidad sus cualidades principales: caballerosidad, generosidad, valor, alegría
serena. Con ellas, Mary destaca siempre el hecho de que incluso en sus horas más
bajas Cervantes mantuviera una actitud de filosófica resignación. Lejos de él dos
defectos que Mary consideraba típicos de escritores: la manía de la queja y la
vanidad. La imagen resultante es la de un caballero soldado, un hombre de armas y
letras que había luchado en la armada española (la campaña de Lepanto se describe
en gran detalle), un caballero y marino con el que se podía identificar fácilmente el
público inglés.
Aunque, obviamente, para trazar esta semblanza Mary aporta mucho de su propia
cosecha y de su interpretación de los textos cervantinos, su «Vida de Cervantes» es
una composición erudita basada en diversas fuentes, muchas de ellas flamantes. Las
fuentes principales, en este orden, son las obras de Vicente de los Ríos, Viardot,
Sismondi y Bouterwerk. Las dos primeras son biografías cervantinas propiamente
dichas, basadas en documentos que, en el caso de Vicente de los Ríos, aparecen
anejos en la obra. Mary sigue muy de cerca estos documentos y, en general, a estos
autores, llegando en ocasiones a traducirlos palabra por palabra. Las obras de
Sismondi y Bouterwerk, por su parte, son historias de la literatura moderna con
capítulos dedicados a Cervantes. Además, Mary usó un artículo de Coleridge de 1837
aparecido en la Quarterly Review, amén de diversas citas de Milton, Bacon y
Shakespeare.
El resultado es una biografía muy erudita que también constituye una descripción
del ambiente del momento, gracias a digresiones históricas como las que dedica a la
batalla de Lepanto o a la Orden de la Merced. Por supuesto, no todo es positivo en
esta descripción de la España del siglo XVII, que Mary percibe a través de los ojos de
una inglesa de su época, teñidos siempre por la Leyenda Negra y por el odio al
catolicismo. Sin embargo, el Cervantes de Mary se eleva por encima de este ambiente
siniestro, casi propio de novela gótica, que tendrá mucha más presencia en la «Vida
de Lope de Vega», pero que deja en la de Cervantes cierta impronta: pensemos en los
(gratuitos) comentarios sobre el duque de Alba y, sobre todo, de Felipe II, Isabel de
Borbón y don Carlos, o en dos ideas sobre España que dominarán la biografía de
Lope: la bigotry (‘fanatismo’) y diffuseness (‘dispersión, difusión, falta de capacidad
de síntesis’), que según Mary forman parte integrante del carácter nacional de los
españoles.
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4. LA «VIDA DE LOPE DE VEGA»
Mary compuso la biografía de Lope en contraste explícito con la de Cervantes. La
oposición plutarquiana comienza desde las primeras líneas, en las que nuestra autora
relata el multitudinario entierro e inaudita popularidad de Lope, que contrapone con
la imagen de un Cervantes solo y olvidado, por más que hoy consideremos Don
Quijote el mejor libro de todos los tiempos y que no pensemos que la producción
lopesca alcanza esa altura. En lugar de usarla para denigrar a Lope, la novelista se
toma esta contraposición como un reto intelectual que le impulsa a estudiar al Fénix
precisamente para tratar de comprender por qué gustó tanto en su época.
Pese a esta loable intención y a un indudable y fructífero esfuerzo crítico, Mary
no puede evitar sentir hacia Lope una desconcertante ambivalencia, que contrasta con
la admiración sin reservas que le tributa a Cervantes. Esto se debe a que la novelista
rechazó tenazmente algunas cualidades morales que le adjudican a Lope sus fuentes
(Montalbán, ante todo) y, especialmente, a que no alcanzó a comprender la estética de
algunas obras lopescas.
En cuanto a lo primero, las fuentes de Mary para escribir esta biografía son, de
nuevo, múltiples y en algunos casos muy actualizadas. Nuestra autora combina
muchas obras primarias (ha leído con atención gran parte de la obra poética y
prosística de Lope, sobre todo sus epístolas poéticas y La Dorotea) con obras
secundarias antiguas y modernas: la Fama póstuma de Montalbán, entre las primeras,
y las biografías de Simone de Sismondi y Lord Holland, entre las últimas. En ellas
Mary encontró un detalle que una escritora liberal como ella no podía asumir: Lope
fue familiar, e incluso protonotario, de la Inquisición. A la luz de ese dato, la
devoción religiosa que proyectaba el poeta y que tanto enfatiza su biógrafo y
discípulo (Montalbán) y sus panegiristas cobra un matiz siniestro y se convierte en
ejemplo encarnado de la supersticiosa intolerancia y fanatismo propios del espíritu
español en particular y del catolicismo en general. Además, el detalle de que el Fénix
escribiera para el duque de Alba (don Antonio, aunque Mary piensa que es don
Fernando, el vencedor en Mühlberg y Jemmingen y conquistador de Portugal) hace
acudir toda la imaginería de la Leyenda Negra, que ya había asomado en la biografía
cervantina con la mención de Felipe II, pero que en esta semblanza, a diferencia de lo
que ocurría en la anterior, llega a tocar parte del carácter de Lope. En suma, para su
biógrafa Lope encarna el bigotry (‘fanatismo’) característico del alma española, rasgo
al que se resistió Cervantes, como afirma Mary con un contraste explícito entre los
dos escritores.
Si las biografías de Lope que consultó la novelista aportaron esta característica
moral, las mismas fuentes y las obras del Fénix que leyó con mayor atención Mary
contribuyen otra cualidad nacional que también encarnaría Lope: la diffuseness
(‘dispersión’). Estamos ahora ante un rasgo estético, más que moral. Según Mary, los
escritores españoles son por naturaleza verbosos y producen con profusión obras
mastodónticas y poco disciplinadas que se recrean en todo tipo de detalles accesorios.
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Por supuesto, lo que había localizado Mary era el gusto por la varietas y la digresión
propios del arte del barroco, la poética de la interrupción que Lope de Vega (y
Cervantes) llevaron a su mayor expresión literaria (Sánchez Jiménez, 2013). Sabemos
que el Fénix exploró este modo de escribir relajado que imitaba el ritmo de la
conversación informal en obras como La hermosura de Angélica, La Dorotea o las
Novelas a Marcia Leonarda (aquí, con ironía), o incluso en la Arcadia. Mary leyó
con atención estos libros y notó estos rasgos, pero no apreciaba la estética que los
inspiraba y consideraba insoportables las tres primeras obras citadas, aunque sí que
comprendió el valor de las poesías líricas de la Arcadia, que compara con las de
Metastasio. En cualquier caso, lo esencial es que para Mary Lope encarnaba la
dispersión española, defecto que fomentaba su prodigiosa fecundidad y su naturaleza
de genio y niño prodigio, que la novelista relata siguiendo muy de cerca a Montalbán.
El último contraste explícito entre Lope y Cervantes es el relativo al teatro, cuya
descripción Mary deja para el final de la biografía. Aquí, la novelista explica que
sobre las tablas Cervantes no tuvo éxito, mientras Lope alcanzó el mayor que se
pueda imaginar. Para Mary, el motivo de esta disparidad no fue la calidad de sus
respectivas obras, pues aunque admitía que las comedias cervantinas no tienen tramas
artificiosas, las consideraba verídicas y poéticas. Más bien, para Mary la clave es que
con su teatro Lope dio con el gusto nacional y decidió adaptarse a él, a expensas de la
coherencia y estética de las obras. Es decir, el motivo se reduce a que Lope se vendió
al público y Cervantes se negó a hacerlo, del mismo modo que Lope se dejó llevar
por la odiosa fiebre inquisitorial y Cervantes no. Según Mary, el teatro lopesco refleja
el alma nacional española, con sus defectos (fanatismo, pasión exacerbada) y sus
virtudes (viveza, imaginación), lectura que constituye toda una profesión de fe
romántica: Mary cree en la existencia de un espíritu nacional (Volksgeist) que debe
expresar y reflejar la literatura; cree en la particularidad del espíritu meridional
(expansivo y apasionado) y en la de ese sur especial que es España, en el que la
religión y el honor alcanzaron extremos febriles pero muy idealistas y románticos.
Amén de reflejar a la perfección este espíritu nacional y las costumbres del país, para
nuestra autora el teatro lopesco tiene otras muchas virtudes, pues aunque Mary no es
en este punto tan entusiasta como Schlegel, le reconoce unos méritos, de nuevo,
típicamente románticos: vivacidad e imaginación, representada en las tramas
artificiosas que el Fénix ideaba con facilidad. En suma, Mary postula que el teatro de
Lope es más abundante que correcto, pero es realista, vivo e imaginativo, por lo que
constituye una cumbre del género.
Esta mezcla de luces y sombras caracteriza también su juicio final del carácter de
Lope. Y es que Mary comienza la semblanza siguiendo la vida del autor e
intercalando en ese relato juicios sobre sus obras no dramáticas (la Arcadia, La
hermosura de Angélica, La Dorotea). Luego, la novelista cuenta la muerte del autor y
acaba la biografía analizando su teatro y proporcionando una especie de semblanza
moral. En ella, Lope vuelve a aparecer como representante de su país, con las
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cualidades propias del sur (pasión) y con otros rasgos entreverados propios de la
ambivalencia que hacia él sentía Mary: el Fénix reunía, a un tiempo, generosidad,
beatería, amabilidad, vanidad, vivacidad y tendencia a la queja. Para la londinense,
Lope fue un autor más espontáneo que reflexivo y profundo, que producía comedias
como flores su vega y que vivía intensamente su vida y su literatura. Porque Mary se
muestra especialmente atraída hacia esa romántica mezcla y cita con profusión de las
epístolas del madrileño, que, es preciso reconocer, están entre lo mejor de la
producción del Fénix y en las que la novelista encuentra tanto detalles sobre la vida
privada del autor como elementos con los que identificarse. La pérdida de los hijos, la
literatura como necesidad y consuelo, el exilio o la sensación de ser objeto de la
murmuración ajena son algunos de los aspectos de la vida de Lope que más le
interesaron a Mary y que, sin duda, le hicieron pensar en su propia experiencia.
Esta singular combinación de empatia y rechazo hace de esta biografía una obra
maestra y un hito muy interesante en la historia del lopismo. En esta, como es sabido,
fue decisiva la aparición del epistolario lopesco y de los procesos contra el Fénix, en
la segunda mitad del siglo XIX (1864) y a comienzos del XX (1901)[2],
respectivamente. Al no contar con esta información, la biografía de Mary resulta
incompleta en muchos aspectos y muestra una excesiva dependencia de las fuentes
que se usaban en su época, que hoy consideramos poco fiables e incluso cuasi-
hagiográficas, como la Fama póstuma de Montalbán. Resulta paradójico que algunas
de las alabanzas de Montalbán, las relativas a las prácticas religiosas del autor, se
entendieran siglos después, en el extranjero y en un país protestante, como indicios de
defectos que provocaban un visceral rechazo.
5. NUESTRA EDICIÓN
Nuestra edición traduce la edición princeps de las Literary Lives de Cervantes y
Lope de Vega (Lives ofthe Most Eminent Literary and Scientific Men of Italy, Spain
and Portugal, vol. 3, 1837), que tomamos de una reproducción digital de la princeps
(la conservada en la Biblioteca Nacional de París) y de la edición crítica de Lisa
Vargo (Mary Shelley’s Literary Lives and Other Writings. Volume 2, 2002). No hemos
traducido el volumen completo, pues estas dos vidas tan solo constituyen una porción
de las biografías de escritores españoles que produjo nuestra autora: amén de los
autores portugueses del final del libro, la obra incluye capítulos sobre Mosén Jordi,
los cancioneros, Alfonso X y su corte, Alfonso XI y su corte, Juan de Mena, Juan del
Encina, Boscán, Garcilaso, Diego Hurtado de Mendoza, fray Luis de León, Herrera,
Jorge de Montemayor, Castillejo, los dramaturgos prelopescos, Ercilla (esta es la
única biografía del volumen que no escribió Mary), Cervantes, Lope, Vicente
Espinel, Esteban de Villegas, Góngora, Quevedo y Calderón. Es decir, el libro de
Mary da una idea bastante cabal de lo que se sabía en la época acerca de la literatura
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española de la Edad Media y Siglo de Oro.
El volumen es un todo coherente, por lo que al seleccionar solamente las
biografías de Cervantes y Lope estamos alterando su espíritu. Sin embargo,
consideramos que la elección es lógica y adecuada. En primer lugar, son dos de las
vidas más dilatadas del volumen, y tal vez las más importantes del mismo: en pocas
expresa Mary una admiración personal tan constante como la que le suscita
Cervantes; en pocas muestra un interés e identificación con la biografía de un autor
tan intensos como los que leemos en la vida de Lope. En segundo lugar, las vidas de
Cervantes y Lope son para Mary vidas paralelas, que la londinense escribe siguiendo
el modelo de Plutarco: son biografías contrastadas (explícitamente) tanto en lo moral
como en lo literario. En tercer lugar, en ellas vemos lo mejor del estilo de Mary
(destacan sus traducciones en verso inglés) y de su pensamiento crítico. Como hemos
avanzado, ninguna de las vidas contiene datos nuevos ni aporta documentos
desconocidos. Sin embargo, comparando, contrastando e interpretando los textos
primarios de Cervantes y Lope, Mary se atreve a contradecir —con razón— a los
biógrafos más eruditos de su época y a anticipar hipótesis que solo se confirmarán
muchos años después. Por ello, y pese a que los descubrimientos documentales
obliguen a matizar o a completar mucho de lo que dice Mary, especialmente en el
caso de Lope, sus biografías son obras importantes en la historia del cervantismo y
del lopismo, amén de escritos amenos llenos de profundas reflexiones dignas de la
autora de Frankenstein.
Lo que le presentamos al lector no es solamente una traducción, sino también una
edición crítica. No hemos aportado una lista de variantes ni hemos hecho un cotejo
textual (los interesados lo pueden encontrar en Vargo, 2002), pues consideramos
suficiente remitirse a una princeps que resulta muy satisfactoria, pero sí que
corregimos cuidadosamente las erratas de la autora, añadimos notas explicativas y
proporcionamos originales castellanos —en sus mejores ediciones— de los textos
que Shelley cita en inglés, y que a veces incluye también en español en nota a pie.
Asimismo, localizamos las referencias que aduce la autora, trabajo que en ocasiones
ha resultado muy arduo y que nos ha obligado a sopesar muy diversas hipótesis. Para
distinguir de nuestro trabajo las notas de Mary señalamos estas con la abreviatura
[N. A.]: nota de la autora.
En cuanto a la traducción, hemos optado por hacerla ad sensum, sin tratar de
imitar el estilo de Mary, que tal vez resultaría duro en traducción castellana. Los
lectores de Frankenstein ya saben que Mary tenía una magnífica prosa ciceroniana,
con incisos y periodos largos y complejos (aunque, en el caso concreto de
Frankenstein, estas complicaciones se suelen deber a las correcciones de Shelley).
Pues bien, en las Literary Lives Mary hace convivir este estilo con frases cortas y
simples, con lo que obtiene un ritmo singular, que alterna periodos casi en staccato
con otros más amplios, e incluso ampulosos. Hemos tratado de diluir este excesivo
contraste, de armonizar la longitud de los periodos y de suavizar las transiciones entre
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frases, que a veces resultan muy bruscas en el original.
Como el lector ha podido ya comprobar, hemos decidido usar el nombre de pila
(«Mary») para denominar a nuestra autora, para evitar la confusión que provocaría
usar su apellido en una obra en la que también aludimos a su marido, Percy
B. Shelley y a su hijo, Percy F. Shelley. Somos conscientes de que reservar el nombre
de pila para la mujer y el apellido para el padre o marido es una manifestación de una
sociedad y lenguaje patriarcales, poco democráticos y poco igualitarios, y por tanto
un rasgo censurable. Sin embargo, seguimos esta tradición al llamar a Percy B. por su
apellido, «Shelley» (a Percy F. le denominamos más bien por su nombre de pila),
porque consideramos que nombrar a Mary Shelley así provocaría confusión y porque
el nombre de pila («Mary») nos parece más ágil que utilizar el nombre y apellidos o
un enojoso «Mrs. Shelley», por muy orgullosa que Mary estuviese de ese apellido (y
de su apellido de soltera, Godwin). No nos parece que al plegarnos a esta tradición y
adoptar una convención patriarcal estemos incurriendo en una familiaridad excesiva,
paternalista o machista. Nuestras páginas y las de la autora disipan cualquier
posibilidad de condescendencia.
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OBRAS CITADAS
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Salamanca: Anaya, 1968.
RÍOS, Vicente de los. «Vida de Miguel de Cervantes», en Miguel de Cervantes
Saavedra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, vol. I. Madrid:
Ibarra, 1782, pp. I-LXVI.
SÁNCHEZ JIMÉNEZ, Antonio. «Catalan and Occitan Troubadours at the Court of
Alfonso VIII», La Coránica, 32, (2004), pp. 101-120.
—. «Lope de Vega y la Armada Invencible de 1588: biografía y poses del autor»,
Anuario Lope de Vega, 14, (2008), pp. 269-289.
—. «La poética de la interrupción en las Novelas a Marcia Leonarda, en el proyecto
narrativo de Lope de Vega», en Ficciones en la ficción. Poéticas de la
narración inserta (siglos XV-XVII), Valentín Núñez Rivera (ed.). Barcelona:
Studia Aurea / Universitat Autònoma de Barcelona, 2013, pp. 99-114.
SCHOR, Esther (ed.). The Cambridge Companion to Mary Shelley. Cambridge:
Cambridge University Press, 2003.
SEYMOUR, Miranda. Mary Shelley. Nueva York: Grove, 2000.
SHAKESPEARE, William. Othello, Kenneth Muir (ed.). Londres: Penguin, 1968.
SHELLEY, Mary. The Letters of Mary Wollstonecraft Shelley, Betty T. Bennett (ed.), 3
vols, Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1980-1983.
—. Lives of the Most Eminent Literary and Scientific Men of Italy, Spain and
Portugal, vol. 3. Londres: Longman, Orme, Brown, Green & Longman, and
John Taylor, 1837.
—. Mary Shelley’s Literary Lives and Other Writings. Volume 2. Spanish and
Portuguese Lives, Lisa Vargo (ed.). Londres: Pickering and Chatto, 2002.
SIMONDE DE SISMONDI, Jean Charles Léonard. De la littérature du Midi de l’Europe, 2
vols. París: Treuttel et Würtz, 1813.
[SOUTHEY, Robert], «Some Account of the Lives and Writings of Lope Félix de Vega
Carpio and Guillén de Castro. By Henry Richard Lord Holland», The
Quarterly Review, 18, (1818), pp. 1-46.
SPARK, Muriel. Mary Shelley. Mánchester: Carcanet, 2013.
TOMILLO, Anastasio y Cristóbal PÉREZ PASTOR. Proceso de Lope de Vega por libelos
contra unos cómicos. Madrid: Fortanet, 1901.
VARGO, Lisa (ed.). Mary Shelley’s Literary Lives and Other Writings. Volume 2.
Spanish and Portuguese Lives. Londres: Pickering and Chatto, 2002.
VEGA CARPIO, Lope de. Arcadia. Prosas y versos, Antonio Sánchez Jiménez (ed.).
Madrid: Cátedra, 2012.
—. Arte nuevo de hacer comedias, Evangelina Rodríguez (ed.). Madrid: Castalia,
2011.
—. La Dorotea, Donald McGrady (ed.). Madrid: Real Academia Española, 2011.
—. Epistolario de Lope de Vega Carpio, Agustín González de Amezúa (ed.), 4 vols.
Madrid: Real Academia Española, 1935-1943.
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—. La hermosura de Angélica, Marcella Trambaioli (ed.). Madrid: Cátedra, 2005.
—. Laurel de Apolo, Antonio Carreño (ed.). Madrid: Cátedra, 2007.
—. Lope de Vega. Poesía, IV, Antonio Carreño (ed.). Madrid: Biblioteca Castro,
2003.
—. Lope de Vega. Poesía, VI, Antonio Carreño (ed.). Madrid: Biblioteca Castro,
2005.
—. Lo cierto por lo dudoso, en Parte veinte de las comedias de Lope de Vega Carpio.
Madrid: viuda de Alonso Martín, 1625, ff. 19r-51r.
—. Rimas, Felipe B. Pedraza Jiménez (ed.), 2 vols. Ciudad Real: Universidad de
Castilla-La Mancha, 1993.
VIARDOT, Louis. «Notice sur la vie et les ouvrages de Cervantès», en Miguel de
Cervantes Saavedra, L’ingénieux hidalgo Don Quichotte de la Manche, vol. I.
París: J.-J. Dubochet, 1836, pp. 1-48.
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CERVANTES
(1547-1616)
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E S seguro que todos aquellos capaces de sentir un interés generoso por el destino
de un genio se lanzarán con viva curiosidad a las páginas que lleven el nombre
de Cervantes: ni siquiera Shakespeare goza de una reputación tan universal. Mientras
el sublime carácter de Don Quijote anima el corazón del entusiasta, la verdad de la
triste imagen que componen sus desventuras despierta la imaginación del hombre de
mundo. Los niños disfrutan con la comedia de Sancho Panza, los viejos admiran su
astucia. Además, el hecho de que este libro esté escrito en prosa aumenta su
popularidad. Aunque toda traducción es por naturaleza imperfecta, ninguna fracasa
con tanto estrépito como la que intenta trasladar el etéreo y delicado espíritu del verso
a otra lengua. Pero aunque leer Don Quijote en español, su lengua original, aumenta
enormemente el placer que provoca su lectura, ya el sentido del libro es bastante para
conectar de tal modo con cualquier ser humano que incluso una traducción satisface a
los que se tienen que contentar con ella.
Por el honor de la humanidad y para satisfacer nuestro sentido de la gratitud, nos
gustaría saber que el autor de Don Quijote disfrutó de tanta prosperidad como es
posible tener en esta vida y que gozó por completo el triunfo que merece el autor del
libro más exitoso de la historia. Cuando se nos deniega esta satisfacción —pues
Cervantes «cayó en tiempos malvados»[1] y fue un hombre pobre y olvidado—,
ansiamos, incluso después de tantos años, conmiserarnos de sus desgracias y
simpatizar con su tristeza. Deseamos saber con qué ánimo soportó la adversidad,
saber si, como su heroico personaje, se consoló en sus peores momentos con la
conciencia de su valor y virtuosa intención. Sentimos que, sin duda, su imaginación
novelesca y su sentido del humor debieron de haberle elevado sobre sus penas o
haber limado su aguijón; pero nos gustaría saber si las llevó con fuerza moral y hasta
qué punto conservó, como su héroe, el espíritu sereno e imbatido en medio de los
golpes y el ridículo.
Ya de entrada nos decepciona enterarnos de qué poco se conoce sobre un autor
tan celebrado. Se le olvidó en vida y tampoco se honró su memoria. Sus
contemporáneos no se preocuparon de recoger y transmitir los particulares de su
biografía, por lo que pronto se vieron envueltos en tinieblas. Cuando, por fin, se
procedió a honrar su nombre, se le escribieron panegíricos, no biografías, y fue
solamente a finales del siglo pasado cuando se hicieron esfuerzos por investigarla, tan
exitosos que se produjeron varios descubrimientos que arrojaron una luz interesante y
novelesca sobre diversos episodios de su vida. La Real Academia Española publicó
una edición de Don Quijote a la que precede una biografía escrita por don Vicente de
los Ríos, quien, con todo el ardor de un admirador del genio, no malgastó esfuerzos
para realizar una obra completa y precisa. En torno a los mismos años, don Juan
Antonio Pellicer llevó a cabo investigaciones similares y arrojó nueva luz sobre la
situación y circunstancias del autor. Mucho más, sin embargo, ha hecho
recientemente un caballero francés llamado Viardot. Ha viajado por España y se ha
esforzado al máximo para descubrir los particulares de su vida que estaban hasta
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entonces ocultos. Investigando los archivos de las diversas ciudades en que vivió
Cervantes y examinando cuidadosamente los trabajos de los escritores
contemporáneos, ha amasado una información cuya autenticidad aumenta su interés.
De hecho, algunos detalles son importantes solo porque son verdaderos y relativos a
Cervantes; otros iluminan enormemente su personalidad y muestran su fortaleza en el
sufrimiento, su amoroso valor cuando otros dependían de él, su alegre satisfacción en
medio de la pobreza, su benevolencia y la dignidad y vivacidad de su mente, que le
elevó por encima de su fortuna.
El primer punto que debemos decidir es el de su lugar de nacimiento, que se ha
situado en diversas ciudades y pueblos de España: Madrid, Sevilla, Esquivias y
Lucena. Una alusión en el Quijote llevó a uno de sus biógrafos (Sarmiento) a
conjeturar que había nacido en Alcalá de Henares, pueblo de cierta importancia, no
lejos de Madrid. Siguiendo esa pista, otro autor descubrió un registro bautismal en la
parroquia de Santa María la Mayor de esa ciudad, documento que certificaba que el
domingo 9 de octubre de 1547 el reverendo señor bachiller Serrano bautizó a Miguel,
hijo de Rodrigo Cervantes y de doña Leonor, su mujer.
Si estos datos parecían zanjar la cuestión, la polémica volvió a resucitar con el
descubrimiento de otro registro. Fue encontrado en el libro parroquial de Santa
María, de Alcázar de San Juan[2], un pueblo de La Mancha, y certificaba que el 9 de
noviembre de 1558 fue bautizado a manos del licenciado Alonso Díaz Pajares el hijo
de Blas Cervantes Saavedra y Catalina López, que recibió el nombre de Miguel. Una
nota marginal en este registro declaraba: «Este fue el autor de Don Quijote». Además,
hay varias tradiciones de Alcázar acerca de la casa en que nació, y el nombre de
Saavedra era otro testimonio a su favor: Cervantes siempre adoptó este apellido
adicional y no hay rastro del mismo en Alcalá. Sin embargo, parece que las diversas
familias de estos dos pueblos estaban conectadas, ya que Cervantes tenía un tío,
Cervantes Saavedra, que era de Alcázar. Y así, tras un minucioso examen y
acudiendo a la ayuda de la cronología para dirimir la cuestión, la balanza se inclinó
de modo decisivo por Alcalá: la fecha de la batalla de Lepanto y la mención que
Cervantes hace de su propia edad en varias de sus últimas obras demuestran que
nació en 1547, y no en una fecha tan tardía como 1558. Otro documento que
mencionaremos después, descubierto por de los Ríos en los archivos de la sociedad
para la redención de cautivos de Argel, declara que fue natural de Alcalá de Henares
e hijo de Rodrigo Cervantes y doña Leonor de Cortina. Así se zanja la cuestión y
resulta seguro afirmar que Cervantes nació en Alcalá de Henares y que fue bautizado
(probablemente el día de su nacimiento, como es costumbre en países católicos) el
domingo 9 de octubre de 1547[3].
Su familia, oriunda de Galicia y después establecida en Castilla, pertenecía a la
misma clase social en la que el autor sitúa a Don Quijote. Eran hidalgos («hijos de
algo») y, por tanto, caballeros por derecho de nacimiento, aunque no nobles[4]. El
nombre Cervantes aparece mencionado honrosamente en los anales españoles ya
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desde el siglo XIII, pues guerreros de ese apellido lucharon bajo las banderas de san
Fernando, participaron en la toma de Baeza y Sevilla, y recibieron su parte en la
distribución de las tierras conquistadas a los moros. Además, otros Cervantes figuran
entre los primeros aventureros en el Nuevo Mundo. Su abuelo, Juan de Cervantes, fue
corregidor de Osuna. Por su parte, la madre de Miguel era de una noble familia de
Barajas. Se casó con su padre alrededor de 1540 y cuatro hijos fueron el fruto de su
unión: doña Andrea y doña Luisa, las hijas, Rodrigo y Miguel, el más joven de los
cuatro. Sus padres eran pobres y pudo heredar poco de ellos, excepto su honroso
rango[5].
Muy poco sabemos de sus primeros años. La ciudad de Alcalá de Henares se halla
a unas pocas millas de distancia de Madrid y tiene una universidad en la que es
probable que Cervantes hiciera sus primeros estudios. Nos dice, en un poema escrito
en su edad tardía:
Y esa afición marcó el rumbo de su vida. Cuando todavía era un niño le atrajo ya el
teatro y frecuentó las representaciones de Lope de Rueda. Estas y su gusto por la
lectura, que era tal que nunca dejó pasar el más mínimo trozo de papel que
encontraba en la calle sin descifrar su contenido[7], fueron las tempranas pruebas que
dio de ese amor por la investigación que siempre acompaña al genio.
Cuando alcanzó la edad necesaria fue a Salamanca, donde se inscribió como
estudiante y permaneció dos años[8]. Se asegura que vivió en la calle los Moros.
Después regresó a Madrid y cursó estudios con el erudito Juan López de Hoyos,
teólogo que ocupaba la cátedra de Buenas Letras de esa ciudad. Se conjetura que al
darle una educación literaria sus padres querían que tuviera una profesión liberal,
pero no tenemos otra prueba que muestre que esa fuera su intención. Con esa
formación Cervantes adquirió, sin embargo, el amor por la literatura y aspiró a ser a
su vez escritor. Escribió, nos cuenta, un infinito número de los poemas que en español
se llaman «romances», es decir, baladas y canciones, de los que más tarde, dice,
consideró que había unos pocos buenos entre muchos malos. También escribió una
égloga, Silena,[9] que, se jacta, fue célebre.
Mi Silena
resonó por las selvas, que escucharon
más de una y otra alegre cantilena.
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Su maestro, Juan López de Hoyos, admiró y fomentó en él estas ocupaciones y,
parece, se esforzó por darle a conocer. La muerte de Isabel de Valois, mujer de
Felipe II, que ocurrió en 1569, hizo que los poetas madrileños le tributaran muchas
elegías. A nosotros, el nombre de esta reina nos resulta novelesco por su asociación
con el desafortunado príncipe don Carlos y la leyenda de su desgraciada pasión y
consiguiente muerte. Por supuesto, estos particulares no eran el tema de versos que
estaban destinados al oído real, pero Isabel fue amada y su muerte lamentada con más
sinceridad de lo habitual en una reina. López de Hoyos publicó un libro titulado
Historia y relación verdadera de la enfermedad, felicísimo tránsito y suntuosas
exequias fúnebres de la serenísima reina de España doña Isabel de Valois. Esta
publicación contiene diversas elegías, una de las cuales se presenta así: «Estas cuatro
redondillas castellanas a la muerte de Su Majestad, en las cuales, como en ellas
parece, se usa de colores retóricos, y en la última se habla con Su Majestad, son […]
de Miguel de Cervantes, nuestro caro y amado discípulo»[11]. Además de esto, el
libro contiene otra elegía dirigida por todo el colegio al cardenal Espinosa, también
escrita por Cervantes. Ninguno de estos poemas resultaba prometedor: son tópicos,
verbosos y carentes de sentimiento e imaginación.
El mismo año que se publicaron estos poemas Cervantes abandonó Madrid. Se
supone habitualmente que lo hizo desesperado, buscando fortuna en otro lugar; pero
no cabe duda de que partió al servicio del cardenal Acquaviva. A la muerte de la
reina, el papa Pío V envió un nuncio a Madrid para darle el pésame a Felipe II y para
buscar compensación para ciertas prebendas eclesiásticas que le negaban los
ministros del rey en Milán. El nuncio era un prelado romano llamado Giulio
Acquaviva, hijo del duque de Atri, que fue elevado a cardenal a su regreso a Italia. Su
misión desagradó al rey, quien, fanático como era, nunca cedía ante la curia romana.
Por tanto, Acquaviva permaneció poco tiempo en Madrid, recibiendo la orden, dos
meses después de su llegada, de regresar a Italia pasando por Valencia y Barcelona.
Como el propio Cervantes menciona que estaba en Roma en casa del cardenal
inmediatamente después de su llegada a la ciudad[12], no hay duda de que fue elevado
a esta posición a su servicio cuando todavía se encontraba en Madrid. «Elevado»,
decimos, porque en esa época los hijos de caballeros pobres frecuentemente
comenzaban su carrera al servicio de algún gran señor, conociendo así gente en
posiciones elevadas y asegurándose un protector de por vida. Podemos pensar que la
recomendación de López de Hoyos y el talento del joven indujeron al cardenal a
escogerle. Siguiendo a su nuevo amo, Cervantes visitó Valencia y Barcelona y
atravesó el sur de Francia, lugares que describiría después en sus obras y que no pudo
visitar en ninguna otra ocasión.
No podemos saber qué esperanzas y opiniones albergaba su corazón al visitar
Roma[13]. Tenía entonces veintitrés años. Su carácter era ardiente y ambicioso, sus
inclinaciones, indudablemente literarias. No podemos dudar de que tenía ciertas
aspiraciones, y no cabe duda de que estas se hicieron realidad, como él dice, «rápidas
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como el viento y movedizas como las arenas», pues no llevaba ni un año en Roma
cuando cambió todo el curso de su vida y sentó plaza de soldado. «La guerra contra
los turcos», observa su biógrafo, de los Ríos, «que principió el año de 1570, le
presentó una ocasión oportuna para emplearse en otro ejercicio más noble y más
propio de su nacimiento y valor»,[14] y podemos señalar que, por muchas
tribulaciones que sufriera durante su carrera militar, Cervantes se mostró orgulloso de
ella hasta el final de sus días. Siempre se consideró soldado y se le adivina detrás del
discurso en el que Don Quijote compara la vida del estudiante con la del soldado para
darle la palma a la segunda, por ser la más noble.
Pero volvamos a la campaña contra los turcos, en la que participó[15]. El sultán
Selín, deseoso de apropiarse de la isla de Chipre, rompió las paces que había firmado
con la República de Venecia y envió una armada para conquistar esa isla. Los
venecianos imploraron la ayuda de los príncipes cristianos. Por consiguiente, el papa
Pío V envió una fuerza comandada por Marco Antonio Colonna, duque de Paliano.
Cervantes se alistó bajo este general y participó en la campaña que empezó avanzado
ese año y cuyo objetivo era socorrer a Chipre y levantar el sitio de Nicosia. Sin
embargo, el disenso entre los comandantes que enviaron los diversos príncipes
cristianos impidió que los aliados alcanzaran su loable objetivo. Los turcos tomaron
Nicosia al asalto y se lanzaron luego a otras conquistas.
Durante el año siguiente los cristianos llevaron a cabo grandes esfuerzos[16]. La
flota combinada de Venecia, España y el Papado se reunió en Mesina. Marco Antonio
Colonna seguía al mando de las galeras papales, Doria, de las venecianas, mientras
que las fuerzas combinadas de todos los aliados cristianos se pusieron al mando de
don Juan de Austria, un noble galante, hijo natural del emperador Carlos V. Cervantes
sirvió en la compañía del valiente capitán Diego de Urbino, un destacamento del
tercio (es decir, ‘regimiento’) de Miguel de Moneada.
Don Juan recogió en Barcelona a todos los veteranos que había comandado en la
guerra contra los moriscos, en Andalucía, y entre ellos a los célebres tercios de don
Miguel de Moncada y don Lope de Figueroa, y, poniendo proa a Italia, echaron el
ancla en Génova el 26 de junio con cuarenta y siete galeras. Desde allí fue a Messina,
donde se reunió la flota aliada. En la distribución que allí se hizo de las tropas que
iban a bordo de los diversos navíos, las dos nuevas compañías de veteranos sacadas
de los tercios de Moncada, las de Urbina y Rodrigo de Mora, fueron embarcadas a
bordo de las galeras italianas de Doria. Cervantes fue con su capitán a bordo de la
Marquesa, que comandaba Francesco Santo Piero[17].
Apenas llegada a Corfú, la flota aliada se lanzó a perseguir al enemigo y avistó a
la flota turca la mañana del 7 de octubre, a la entrada del golfo de Lepanto. La batalla
comenzó alrededor del mediodía: los aliados alcanzaron una magnífica victoria,
aunque sangrienta. Además, como no fue seguida de ulteriores éxitos, no fue sino un
inútil trofeo al valor cristiano.
Cervantes padecía entonces una fiebre intermitente y su capitán y camaradas
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intentaron disuadirle de participar en el combate, pero rechazó la idea y solicitó, al
contrario, que se le asignara el lugar de honor, donde hubiera el mayor peligro. Se le
destacó en la chalupa con doce soldados escogidos. La galera a bordo de la que
estaba se distinguió en el combate: abordó a la capitana de Alejandría, mató casi
quinientos turcos y su comandante y capturó el estandarte real de Egipto. En este
violento combate Cervantes recibió tres arcabuzazos, dos en el pecho y uno que
rompió y destruyó su mano izquierda. Sin embargo, siempre recordaría con orgullo
esta pérdida y dice en una de sus obras que el honor de haber estado en la batalla de
Lepanto lo compró barato con la sangre de las heridas que allí recibió.
Lo avanzado de la estación, la falta de bastimentos, el número de heridos y la
orden expresa de Felipe II impidieron que la flota victoriosa prosiguiera su campaña
y don Juan regresó a Messina el 31 de octubre. Las tropas se distribuyeron en varios
cuarteles y el tercio de Moncada fue asignado al sur de Sicilia. El propio Cervantes,
enfermo y herido, permaneció en el hospital de Messina durante al menos seis meses.
Don Juan de Austria había mostrado un agudo interés por él la mañana después de la
batalla y no le olvidó durante su convalecencia. El industrioso Viardot ha descubierto
menciones de las pequeñas sumas que le adjudicó la tesorería (‘pagaduría’) de la
flota, el 15 y 25 de enero y el 9 y 17 de marzo de 1572. Cuando, al fin, se recuperó, el
29 de abril el general en jefe ordenó a los pagadores que el soldado Cervantes había
de recibir una paga extraordinaria de cuatro coronas al mes y que pasaría a una
compañía del tercio de Figueroa.
La campaña del año siguiente fue un fracaso[18]. De las tres potencias aliadas, el
papa había muerto y el ardor de los venecianos se había enfriado: solo los españoles
siguieron en campaña. Marco Antonio Colonna se hizo a la mar el 6 de junio rumbo
al Archipiélago[19] con parte de la flota aliada y, entre otras, treinta y seis galeras del
marqués de Santa Cruz[20] a bordo de las cuales iba embarcado el regimiento de
Figueroa en el que servía Cervantes.
Don Juan partió en su estela el 9 de agosto, pero la única empresa que abordaron
fue un asalto fallido al castillo de Navarino[21]. Así, la relación de esta desastrosa
campaña que aparece en la «Historia del cautivo» de Don Quijote la cuenta Cervantes
como testigo ocular.
Al año siguiente[22], los venecianos firmaron la paz con Selín y, desarticulada la
Liga[23], Felipe II se vio obligado a renunciar a todo ataque directo contra el poder
otomano. Pero como había reunido una fuerza considerable, decidió emplearla en un
ataque a Argel o Túnez. Desde tiempos de Carlos V, los españoles poseían La Goleta,
una fortaleza cerca de Túnez. Habiendo, pues, desembarcado sus tropas, don Juan
envió al marqués de Santa Cruz a apoderarse de Túnez, lo que podría haber logrado
con facilidad, pero Felipe, celoso de las aspiraciones de su hermano, le hizo llamar a
toda prisa. Se mantuvo una débil guarnición en La Goleta, que los turcos tomaron al
asalto ese mismo año.
Cervantes había entrado en Túnez con el marqués de Santa Cruz y había vuelto a
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Palermo con la flota. Formó parte de la expedición que, bajo el duque de Sessa, trató
en vano de socorrer La Goleta. Después pasó el invierno en Cerdeña y volvió a
Nápoles en las galeras de Marcel Doria. El mes de junio de 1575 obtuvo permiso de
don Juan de Austria para regresar a España, después de una ausencia de siete años.
Viardot nos asegura que en los intervalos del servicio militar, o durante diversas
expediciones, Cervantes visitó Roma, Florencia, Venecia, Bolonia, Nápoles y
Palermo. También logró dominar el italiano: los antipetrarquistas del momento
detectaron en sus escritos la influencia de la literatura italiana y le acusaron, como
antes a Boscán y Garcilaso, de corromper su lengua materna castellana.
Cervantes[24], que ahora tenía veintiocho años y que había servido en diversas
campañas, tullido y debilitado, sin duda ansiaba volver a su país natal. Había dejado
España para buscar fortuna; iba a regresar como simple soldado, pero la profesión
militar siguió siendo querida para él, y cuando habla de las muchas desgracias de la
vida soldadesca —la pobreza tan grande que el soldado es pobre entre los pobres; la
eterna espera de una paga escasa que rara vez recibe o que tiene que arrebatar con
peligro de su vida y daño de su conciencia; las dificultades con que se encuentra, los
peligros a los que se arriesga y las pequeñas recompensas que obtiene—, siempre
considera todas estas adversas circunstancias como redundantes en su gloria y como
proveedoras de un merecido honor y estima de todos. También podemos pensar que
Cervantes dejó Italia con esperanzas fundadas de lograr algún ascenso social en su
país natal, pues se había distinguido de tal modo que merecía ser recompensado. Don
Juan apreciaba su mérito y le dio cartas de recomendación para el rey, su hermano, en
las que alababa justamente su comportamiento en la batalla de Lepanto y rogaba a
Felipe que le confiara el mando de uno de los regimientos que se estaban levantando
en España para servir en Italia o en Flandes. El virrey de Sicilia, don Carlos de
Aragón, y el duque de Sessa también le recomendaron al rey y a sus ministros como
un soldado cuyo valor y mérito merecía recompensa[25].
Eran recomendaciones prometedoras. Cervantes se embarcó a bordo de la galera
española Sol con su hermano mayor Rodrigo, también soldado, y con varios oficiales
de importancia, pero el desastre acechaba para destrozar todas sus esperanzas y para
sumirle años de adversidad. El 26 de septiembre la galera fue rodeada por un
escuadrón argelino comandado por Arnaut Mamí, que era capitán de la mar. Los
bajeles turcos atacaron y abordaron la Sol. El combate fue reñido, pero la diferencia
numérica era abrumadora. La galera fue tomada y llevada a Argel. Los prisioneros
fueron repartidos en lotes y Cervantes cayó en el del propio capitán Arnaut.
El terrorífico sistema de navegar buscando cautivos y llevarlos a Argel para
venderlos como esclavos, que se mantendría durante tantos cientos años, nunca llegó
a tal extremo como el que alcanzaron los piratas que poseían Argel y Túnez. El
horror de esta guerra había llevado al emperador Carlos V a intentar aplastarla. Hizo
dos expediciones a África, la segunda de las cuales fue un fracaso, y los corsarios
argelinos prosiguieron su execrable tráfico con mayor crueldad y fortuna que antes.
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Todo lo que lo rodeaba era horroroso y deplorable: los débiles y los desamparados
eran sus principales víctimas; las costas fueron devastadas en busca de prisioneros y
estos, si eran demasiado pobres para pagar un rescate, se convertían en esclavos de
por vida en poder de crudelísimos amos. El horror que provocaron estos ataques hizo
que los musulmanes fueran más odiados que nunca y en España en particular este
odio recayó en los moriscos: las crueldades y la opresión que sufrían incitaban
todavía más los deseos de venganza de los moros africanos y la inocencia y la
desvalidez fueron en los dos bandos las víctimas de la venganza y el odio. Sin
embargo, la guerra de corsario que llevaban a cabo los argelinos y el sistema en que
basaban sus prácticas esclavistas les elevó al más ignominioso nivel[26] en esta guerra
de crueldad recíproca. En ella nadie era más inmisericorde que los renegados,
cristianos que, habiendo sido capturados, habían comprado su libertad sacrificando su
fe. Estos hombres, a menudo los más enérgicos y prósperos de los corsarios, eran
también los más crueles con sus prisioneros, y entre ellos no había ninguno más cruel
que Arnaut Mamí.
Afortunadamente, contamos con detalles muy interesantes acerca del cautiverio
de Cervantes que proceden de fuentes seguras e imparciales, amén que de sus propias
relaciones, y estas le sitúan bajo la más favorable luz, como hombre sagaz, resoluto y
honorable. Debemos lamentar que estos detalles no vayan más allá, pero, incluso así,
nos muestran un Cervantes tan galante y magnánimo que los leemos con sumo placer.
En su «Historia del cautivo», Cervantes nos cuenta cómo se trataba a los cautivos
de Argel. Dice que hay «una prisión o casa que los turcos llaman baño, donde
encierran los cautivos cristianos, así los que son del rey como de algunos particulares,
y los que llaman del almacén, que es como decir cautivos del concejo, que sirven a la
ciudad en las obras públicas que hace y en otros oficios; y estos tales cautivos tienen
muy dificultosa su libertad, que, como son del común y no tienen amo particular, no
hay con quien tratar su rescate, aunque le tengan. En estos baños, como tengo dicho,
suelen llevar a sus cautivos algunos particulares del pueblo, principalmente cuando
son de rescate, porque allí los tienen holgados y seguros hasta que venga su rescate.
También los cautivos del rey que son de rescate no salen al trabajo con la demás
chusma […] [y llevan] una cadena, más por señal de rescate que por [otra razón]. […]
[Y hay aquí] muchos caballeros y gente principal, señalados y tenidos por de rescate.
Y aunque la hambre y desnudez pudiera fatigar[le]s a veces, […] ninguna cosa [les]
fatigaba tanto como oír y ver a cada paso las jamás vistas ni oídas crueldades [usadas]
con los cristianos. Cada día [el dey, un renegado veneciano,] ahorcaba [a este],
empalaba a […] aquel, y esto, por tan poca ocasión, y tan sin ella, que los turcos
conocían que lo hacía no más de por hacerlo y por ser natural condición suya ser
homicida de todo el género humano. Solo libró bien con él un soldado español
llamado tal de Saavedra, el cual, con haber hecho cosas que quedarán en la memoria
de aquellas gentes por muchos años, y todas por alcanzar libertad, jamás le dio palo
[…] ni le dijo mala palabra; y por la menor cosa de muchas que hizo […] [le podría
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haber] empalado, y así lo temió él más de una vez; y si no fuera porque el tiempo no
da lugar, yo dijera ahora algo de lo que este soldado hizo, que fuera parte para
entreteneros y admiraros»[27].
En estos términos habla Cervantes de su propio cautiverio y acusamos tan a
menudo a los escritores de exagerar que consideraríamos esta relación una mera
prueba de su vanidad si no tuviéramos otro testimonio en un libro llamado Topografía
e historia general de Argel, del padre Diego de Haedo[28], un contemporáneo suyo. Y
esta relación, aunque no sea tan detallada como para satisfacer nuestra curiosidad,
demuestra que Cervantes habló de sus hazañas sin exageración y que, para obtener su
libertad, corrió todos los riesgos posibles y soportó mil adversidades y peligros con
férreo valor. Puesto que Cervantes aludió a sí mismo con frecuencia, resulta extraño
que no escribiera una relación de sus años de cautiverio, pero lo cierto es que, aunque
a veces nos veamos obligados a hablar de nosotros mismos, siempre es tedioso tratar
este tema en detalle: los recuerdos llegan en muchedumbre, las esperanzas,
frustradas, las reminiscencias más queridas nos parecen manchadas, nuestras vidas,
malgastadas y despreciables incluso ante nuestros propios ojos, así que muy
rápidamente nos apartamos de estas desalentadoras verdades para refugiarnos en
criaturas de nuestra imaginación, que podemos forjar a nuestro gusto. Pero volvamos
al relato.
La relación arriba citada sobre la situación de los cautivos se refiere a los más
adinerados. Los demás eran empleados como esclavos de galera o en otros trabajos
igualmente arduos. Cervantes probablemente fue destinado a trabajar con ellos, pues
Haedo menciona que su cautividad fue particularmente dura. Incitado por estos
sufrimientos a rebelarse, Cervantes intentó recobrar su libertad varias veces[29]. Su
primer intento lo realizó en compañía de varios otros cautivos y consistía en tratar de
alcanzar Orán (una ciudad africana que entonces poseían los españoles) por tierra.
Cervantes y sus compañeros lograron incluso salir de Argel, pero el guía moro que
habían contratado les abandonó y se vieron obligados a regresar y entregarse a sus
amos.
Algunos de sus compañeros, y entre ellos el alférez Gabriel de Castañeda, fueron
rescatados mediado 1576. Castañeda llevó cartas de los hermanos cautivos a su
padre, Rodrigo Cervantes, describiendo su miserable situación. El anciano vendió o
hipotecó inmediatamente sus escasas posesiones e, incluso, todas sus pertenencias,
incluyendo la dote de sus hijas, todavía solteras. Toda la familia se vio así reducida a
la penuria, pero, desgraciadamente, la suma reunida no bastó para rescatar a los dos
hermanos. Por tanto, Miguel cedió su parte para asegurar la libertad de Rodrigo, que
fue libertado en agosto de 1577[30]. Rodrigo prometió al partir armar un navío
equipado en Valencia o las Baleares que, tocando en un lugar acordado cerca de
Argel, facilitara la huida de su hermano y otros cautivos. Y a ese efecto llevó consigo
diversas cartas de gente de noble nacimiento, ahora reducidos a la miserable
condición de cautivos, destinadas a diversos españoles situados en posiciones de
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poder.
Mientras, Cervantes preparaba otro plan para huir, e incluso lo tenía muy
avanzado cuando su hermano partió. El alcaide Hassán, un renegado griego[31],
poseía un jardín situado a tres millas de Argel, cerca del mar. En este jardín, Juan, un
cautivo navarro, había conseguido excavar una oquedad en la que un conjunto de
cautivos huidos se escondió, bajo la dirección de Cervantes, hasta que se les ofreciera
una oportunidad de evasión. Algunos llevaban viviendo en la caverna desde febrero
de 1577. Era oscura y húmeda, pero también un lugar seguro. Solo tenían dos
confidentes, ambos cristianos, Juan, el jardinero del alcaide Hassán, que trabajaba
cerca de la boca de la caverna y que hacía la guardia por ellos, y otro, nativo de
Melilla, una pequeña ciudad de Berbería sometida al rey de España. Había renegado
de niño y luego había recobrado su religión, aunque había vuelto a ser capturado por
segunda vez. Este hombre, al que llamaban el Dorador, en razón de su oficio, estaba
encargado de proporcionarles a los fugitivos comida y todo lo necesario, que
compraba con el dinero que le daban y que les traía luego secretamente a la caverna.
Los fugitivos llevaban ocultos varios meses. Su escondrijo era incómodo e
insalubre y nunca respiraban aire fresco excepto de noche, cuando salían brevemente
al jardín. A menudo incurrían en los más graves peligros y, como dice Haedo, «lo que
estos hombres sufrieron en la caverna y lo que dijeron e hicieron merecería una
relación particular». Varios cayeron enfermos y subsistieron en condiciones terribles,
mientras la firmeza y férreo valor de Cervantes les apoyaba y animaba. El mes de
septiembre se les presentó una ocasión, pensaron, de fugarse definitivamente. Un
cautivo mallorquín llamado Viana, habituado al mar y buen conocedor de la costa de
Berbería, fue rescatado y los cautivos de la cueva acordaron con él que alquilaría una
embarcación en Mallorca o en España y que la traería una noche a la vecindad del
jardín, a un lugar donde pudieran embarcar sin ser detectados y poner proa a su país
nativo. Cuando acordaron esto, Cervantes, que había apoyado a sus amigos desde
Argel, se fugó, llegó a la caverna y permaneció allí con ellos.
Viana llevó a cabo su cometido con celeridad y éxito. Alquiló un bergantín en
Mallorca y llegó con él a Argel el 28 de septiembre. Como habían concertado, en
medio de la noche se dirigió a la porción de costa donde estaban situados el jardín y
la cueva. Por desgracia, sin embargo, en el preciso instante en que la proa del
bergantín tocaba tierra, varios moros pasaban por allí y, percibiendo la embarcación y
notando que su tripulación estaba compuesta de cristianos, dieron el grito de alarma
clamando «¡Cristianos! ¡Cristianos! ¡Un barco! ¡Un barco!». Cuando los de a bordo
oyeron esto se vieron obligados a hacerse a la mar de nuevo y a abandonar por
entonces su intento.
Sin embargo, los cautivos de la cueva no habían sido descubiertos y todavía
confiaban en que Viana, como hombre de honor, no les fallaría, y aunque sufrían de
enfermedad, de su confinamiento y de desilusión, todavía se sostenían con la
esperanza de tener éxito en al menos su última intentona. Desafortunadamente, el
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Dorador resultó ser un traidor. Tal vez el fracaso de Viana le hizo imaginar que serían
descubiertos y que se vería implicado en los peligros de la empresa, mientras, por
otra parte, esperaba obtener generosas recompensas de los amos de los fugitivos si les
denunciaba. Solo dos días después de que Viana dejara la costa, solicitó audiencia al
dey, le declaró su deseo de convertirse al islamismo y le pidió permiso para hacerlo;
mientras, como prueba de su sinceridad, le ofreció entregarle quince cautivos
cristianos que estaban escondidos en una caverna esperando un bajel de Mallorca que
los liberara.
El dey se mostró encantado con esta propuesta. Como tirano que era, resolvió
contra toda costumbre y derecho apropiarse de los fugitivos, y enviando llamar
inmediatamente a Bashi, el carcelero del baño, le mandó que se hiciera acompañar de
una patrulla y que, guiado por el renegado, capturara a los cristianos ocultos en la
caverna. Bashi hizo lo que se le ordenó y, acompañado de ocho turcos a caballo y
veinticuatro de a pie, armados, en su mayor parte, de mosquetes y sables, se dirigió al
jardín guiado por el traidor. El primero al que atraparon fue el jardinero; luego se
dirigieron a la cueva y capturaron a todos los cristianos.
El alevoso Dorador había mencionado a Cervantes, a quien Haedo llama «un
distinguido hidalgo de Alcalá de Henares», como el responsable y alma de la
empresa. Por tanto, se le designó para llevar cadenas más pesadas que las del resto y
cuando el dey, apropiándose de los cautivos, ordenó que se les llevara al baño, retuvo
a Cervantes en el palacio y con terribles amenazas trató de hacerle declarar quién
había sido el verdadero autor del plan de fuga. Su motivación era tratar de implicar,
en la medida de lo posible, a un mercedario establecido en Argel como redentor de
esclavos para el reino de Aragón, al que quería apresar para sacarle dinero.
Pero sus esfuerzos fueron en vano y aunque su despiadado carácter auguraba una
muerte cruel para Cervantes, este, con férrea firmeza, siguió reiterando que quien
había ideado y llevado a cabo la empresa era él en persona, asumiendo así toda la
responsabilidad y arriesgándose a sufrir el peor de los castigos. Viendo que sus
esfuerzos no daban resultado, el dey le envió con los otros a la prisión del baño.
En cuanto estas circunstancias se hicieron públicas, los dueños de los esclavos
reclamaron su propiedad. El dey resistió todo lo que pudo, pero se vio obligado a
ceder tres o cuatro, entre los cuales estaba Cervantes, que fue devuelto a Arnaut
Mamí, su captor. El alcaide Hassán se apresuró también para pedirle al dey que
suspendiera el castigo del jardinero, que estaba colgado cabeza abajo esperando la
muerte. Cervantes, mientras, devuelto a su antiguo estado de esclavitud, no estaba en
absoluto dispuesto a resignarse. Ardoroso y resuelto, sus planes para alcanzar la
libertad eran osados en extremo. Muchas veces volvió a intentar fugarse y corrió el
riesgo de ser empalado o ejecutado de otro modo, y no podemos imaginar por qué se
le perdonaba siempre, a no ser que consideremos que su caballerosidad de ánimo
despertó el respeto de sus amos, quienes, tal vez, asociaban su valor y resolución con
un estatus noble que les hacía suponer que sería finalmente rescatado a alto precio.
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Poco después el propio Hassán Agá le compró a Mamí[32], o bien creyendo que
acabaría ganando dinero con su rescate o bien para vigilarle mejor en sus incansables
intentos de fuga. En una ocasión, Cervantes envió a un moro con cartas a don Martín
de Córdoba, gobernador de Orán, pero el mensajero fue capturado y arrastrado con
sus mensajes ante el dey. El desafortunado moro fue condenado a ser empalado y
Cervantes a sufrir la falanga[33], pero por alguna misteriosa influencia se consiguió
que también esta vez su castigo fuera revocado[34].
Estos fracasos no mermaron su valor[35]. En septiembre de 1579 conoció a un
renegado español, el licenciado Girón, nacido en Granada, que había adoptado el
nombre de Abderramán. Este renegado estaba deseoso de volver a su país natal y a la
fe cristiana. Con él, Cervantes concertó un nuevo plan de fuga: tenían acceso a dos
mercaderes valencianos establecidos en Argel, Onofrio Exarch y Baltasar de Torres,
que les ayudaron con el intento. El primero aportó incluso 1.500 doblones para
adquirir una fragata armada con doce bancos de remos, que Abderramán compró bajo
pretexto de hacerse a la mar en corso. La embarcación estaba dispuesta y los cautivos
alertados para embarcarse cuando fueron traicionados. Don Juan Blanco de Paz, un
fraile dominico, denunció el plan al dey a cambio de una recompensa.
Inicialmente, Hassán Agá obró con disimulo. Como la vez anterior, en la que su
plan había sido frustrado, su intención era confiscar los esclavos para el estado,
mediante lo cual se podía apropiar de ellos. Sin embargo, se difundió que los
conjurados iban a ser traicionados y Onofrio, temeroso de que si capturaban a
Cervantes le torturarían y confesaría algo en su perjuicio, ofreció comprarle a
cualquier precio y enviarle a España. Cervantes se negó a huir del peligro que
acechaba a todos. Se había escapado del baño y estaba escondido en casa de uno de
sus antiguos compañeros de armas, el alférez Diego Castellano. El dey anunció la
fuga en público, amenazando con la muerte al que le diera asilo. Al enterarse de esto,
Cervantes se entregó, no sin antes haberse asegurado la intercesión de un renegado
murciano, Morato Arráez Maltrapillo, un favorito de Hassán Agá. El dey exigió los
nombres de los cómplices de Cervantes y le amenazó con ejecutarle inmediatamente
si rehusaba proporcionárselos. Cervantes no se inmutó: se nombró a sí mismo y a tres
caballeros españoles que ya estaban en libertad, pero el miedo a la muerte no logró
arrancarle una palabra más. Pese a su crueldad, debe de haber habido un rastro de
humanidad en Hassán Agá. Le conmovió la constancia y valor del cautivo y le
perdonó la vida, pero le recluyó en una mazmorra en la que estaba estrictamente
vigilado y encadenado. El alférez Luis Pedrosa, un testigo ocular de la conducta de su
compatriota, exclama al respecto que su noble conducta mereció «fama, honor y una
corona entre los cristianos».
El dey estaba ya totalmente alarmado. Los últimos planes de Cervantes no
perseguían solamente la libertad, sino alzar en armas a todos los cautivos de Argel y
apoderarse de la ciudad para la corona española. Hassán Agá, amedrentado, fue oído
exclamar que «solo conservaría su ciudad, flota y esclavos si mantenía bajo estricta
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custodia a ese esclavo cristiano tullido».
El valor y heroísmo de Cervantes le merecieron el respeto de los frailes de la
Orden de la Merced, que residían en Argel con el propósito de hacer las gestiones
para el rescate de los cautivos cristianos. Esta orden había sido establecida ya en el
siglo XII por el papa Inocencio III. Fue originalmente fundada por dos ermitaños
franceses que, dedicados a una vida santa en el yermo, se consideraron llamados por
Dios para servir de modo más activo en la causa de la religión. Se dirigieron a Roma
y fueron bien recibidos por el papa Inocencio, que se dio cuenta de los beneficios que
podían resultar para la cristiandad de los píos esfuerzos de estos hombres. Instituyó
una orden, pues, cuyos miembros se dedicarían a libertar esclavos cristianos en
manos de los infieles: se llamó la Orden de la Santísima Trinidad para la Redención
de Cautivos. Originalmente, sus esfuerzos se usaron más bien para rescatar cruzados
capturados en las guerras de Palestina. Después, África se convirtió en el escenario de
sus mayores desvelos y tribulaciones: varios miembros de la orden fueron destacados
para residir en Argel y negociar en particular el rescate de los cautivos. Cada reino de
España tenía su propio oficial, una especie de cónsul que llevaba a cabo las
transacciones pertinentes para la redención y liberación de los infortunados esclavos.
El caso de Cervantes era especial: señalado entre los demás esclavos, el dey le
otorgó el inconveniente honor de estimar su rescate muy elevado y fijó su precio en
1.000 coronas de oro. Se mandaron cartas a España y se hicieron esfuerzos para
reunir el rescate. Su padre había muerto ya y su madre, doña Leonor, viuda, solo fue
capaz de juntar 250 ducados, a los que su hermana añadió 50 más. La suma se
depositó en manos de los hermanos Juan Gil y Antonio de la Vella, que llegaron a
Argel en mayo de 1580 con el propósito de negociar para liberar diversos cautivos.
Durante mucho tiempo se esforzaron en vano porque el dey bajara el precio del
rescate de Cervantes: la suma de 1.000 ducados de oro era exorbitante, pero durante
varios meses el dey se negó a aceptar un precio menor. Finalmente recibió una orden
del sultán designando a su sucesor y exigiendo su vuelta a Constantinopla.
Inicialmente, el dey amenazó con llevarse a Cervantes, al que mantenía con él a
bordo de su galera, y los frailes aumentaron su oferta para evitar este desastre: al final
aceptó 5.000 coronas de oro como rescate. El 19 de septiembre de 1580 el trato
estaba cerrado. Hassán puso proa a Constantinopla y Cervantes fue depositado en la
costa argelina, libre para regresar a España[36].
Sin embargo, el primer uso que dio a su libertad fue refutar decididamente ciertas
calumnias que ensuciaban su nombre. El traidor, Juan Blanco de Paz, que había
falsamente pretendido pertenecer a la Inquisición, le acusó de haber denunciado la
conjura y de haber provocado el exilio del renegado Girón. En cuanto Cervantes se
vio libre le rogó al padre Juan Gil que examinara todo el asunto. En consecuencia, el
notario apostólico, Pedro de Ribera, redactó un cuestionario de veinticinco preguntas
y recibió en respuesta los testimonios de once caballeros españoles, los más
distinguidos de entre los cautivos. Estos interrogatorios, en los que se detallaban
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minuciosamente todas las circunstancias de la cautividad de Cervantes, nos
proporcionan también muy interesantes detalles sobre su carácter, la pureza de sus
costumbres y los abnegados sacrificios que hizo por sus compañeros de desgracias,
virtudes y esfuerzos que le ganaron otros tantos amigos.
Viardot, que ha consultado este documento, no mencionado por ningún otro autor,
cita entre los testimonios el de don Diego de Benavides. Habiendo inquirido al llegar
a Argel acerca de los principales cautivos españoles, se le mencionó a Cervantes
como persona honorable, noble, virtuosa, de excelente carácter y amado por todos los
otros caballeros. Benavides cultivó su amistad y fue tratado tan amablemente que
dice que «encontró un padre y una madre en él». El monje carmelita Feliciano
Enríquez declaró que, habiendo descubierto la falsedad de una acusación presentada
contra Cervantes, él y los otros cautivos se hicieron amigos suyos, y que su conducta
noble, cristiana, recta y virtuosa provocó una suerte de emulación entre ellos.
Finalmente, el alférez Luis de Pedrosa declara «que de todos los caballeros residentes
en Argel, no conocía a ninguno que hubiera hecho tanto bien por sus compañeros
como Cervantes o que hubiera mantenido tan estrictamente el punto de honor, y que,
además, todo lo que hizo estaba adornado de una gracia particular, gracias a su
comprensión, prudencia y previsión, en las que muy pocos podían igualarle».
Tal era la elevación natural de Cervantes sobre sus compañeros en situaciones en
las que se les colocaba en plano de igualdad y en las que solamente las cualidades del
alma producían diferencias de rango. Sentimos un infinito desprecio hacia las
arbitrarias distinciones de la sociedad cuando descubrimos que, cuando se le devolvió
a su país natal, este príncipe y guía de sus compañeros se vio deprimido por la
pobreza y acosado por la necesidad, y cuando no encontramos ninguna queja tras su
muerte nos sentimos impelidos a otorgarle a Cervantes un lugar tan alto por su
excelencia moral como el que su genio le ha asegurado en el mundo del intelecto.
Cervantes desembarcó en España a comienzos del año siguiente[37]. Expresa tan
frecuentemente la enorme alegría que produce el recobrar la libertad que tenemos que
pensar que su corazón latía de gozo cuando puso el pie en las orillas de su país natal.
«En este mundo» dice, «no hay bien igualable a recobrar la libertad». Sin embargo,
llegaba pobre, y aunque tenía amigos estos también eran pobres. La bolsa de su
madre se había vaciado con la contribución para su rescate. Como hombre de letras
no era conocido, y de hecho no había escrito nada desde que dejó España once años
antes. Obviamente, al comienzo no pensó en la literatura como modo de ganarse la
vida. En el fondo de su corazón se sentía soldado y se había hecho soldado de
profesión, pero parece que su largo cautiverio borró la memoria de sus servicios
pasados y eliminó toda posibilidad de obtener recompensa por ellos.
En esta época Portugal acababa de ser conquistado por el duque de Alba. Ahora el
país estaba pacificado, aunque todavía ocupado por tropas españolas, que estaban
preparando un ataque a las Azores, que todavía resistían. Rodrigo de Cervantes,
después de ser rescatado, había vuelto al ejército y su hermano se vio obligado a
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seguir su ejemplo: tuvo que enrolarse como voluntario, lo que demuestra que no tenía
ningún amigo poderoso. Lisiado de una mano en circunstancias que demostraban su
valor, la pobreza se cernía sobre él en su propio país mientras Argel resonaba todavía
con la fama de su audacia. Sin embargo, debemos recordar que en esta época
Cervantes no era todavía conocido como el autor de Don Quijote, como un hombre
de genio. Solo había demostrado ser un bravo soldado de fortuna, y continuó
siéndolo, sirviendo en tres campañas más. En verano de 1581 había embarcado en el
escuadrón de don Pedro Valdés, que tenía órdenes de atacar las Azores y de proteger
el comercio de Indias. Al año siguiente sirvió bajo las órdenes del marqués de Santa
Cruz y participó en la batalla que ese almirante ganó el 25 de julio, a vistas de la isla
Terceira, sobre la flota francesa, que había tomado partido por los insurgentes
portugueses[38]. Se afirma que, sin duda, Cervantes sirvió en el regimiento del
maestre de campo don Lope de Figueroa. Este cuerpo estaba compuesto de veteranos
y se embarcó en el galeón San Mateo, que participó con distinción en la victoria. En
la campaña de 1583 Miguel y su hermano participaron en la toma al asalto de
Terceira[39]. Rodrigo se distinguió mucho en esta ocasión, en la que fue uno de los
primeros en saltar a tierra, acción por la cual fue ascendido al rango de alférez con
ocasión del retorno de la flota.
Es característico de las costumbres españolas que aunque solo sirviera como
soldado Cervantes se codeara con nobles portugueses. Era hidalgo, y como tal
libremente admitido en los círculos de los mejor nacidos, pese a su pobreza. También
sabemos que en Lisboa se vio envuelto en una aventura amorosa. No conocemos el
nombre de la dama, pero parece probable suponer que, dadas las circunstancias, no
fuera ni noble ni rica. Le dio una hija a la que Cervantes llamó doña Isabel de
Saavedra y a la que crio, y permaneció a su lado incluso después del matrimonio del
escritor, hasta que tomó el velo en un convento madrileño poco antes de la muerte de
su padre. Cervantes no tuvo más descendencia.
El año de 1584 Cervantes se reveló como autor literario[40]. Parece que escribía
más bien bajo la inspiración de su genio natural, que le impulsaba a la composición
literaria, que por ganarse la vida con la pluma. Las obras más populares en España
eran la Diana de Montemayor y una continuación de esa obra debida a Gil Polo,
volumen este que era uno de los preferidos de Cervantes. En el escrutinio del cura en
la biblioteca de Don Quijote, habla así de estos libros: «Soy de parecer que [la Diana]
no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la
agua encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele enhorabuena la prosa, y
la honra de ser primero en semejantes libros. [En cuanto a la continuación] de Gil
Polo, se guarde como si fuera del mesmo Apolo»[41]. Sobre su propia Galatea,
Cervantes hace que diga el cura: «Muchos años ha que es grande amigo mío ese
Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de
buena invención: propone algo, y no concluye nada; es menester esperar la segunda
parte que promete: quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora
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se le niega[42]».
Cuando estaban de moda las églogas, las mentes inclinadas a la poesía
encontraban su composición muy atractiva. El autor, si estaba enamorado, podía
fácilmente volverse pastor, meditando sobre su pasión a orillas de algún arroyuelo, y
podía transformar todos los obstáculos de su felicidad en incidentes pastoriles.
Montemayor y Gil Polo habían reconocido abiertamente haber hecho esto y se
consideraba elegante imitar su ejemplo. Se nos dice que cuando escribió esta obra
Cervantes estaba ya profundamente enamorado de la dama con que después se casó y
que aparece en la obra como la hermosa pastora Galatea. Lope de Vega afirma que
Cervantes se ocultó bajo el nombre de Eliso, el protagonista del libro. Viardot asegura
que «No hay duda que los pastores que la novela nombra Tirsis, Damón, Meliso,
Siralvo, Lauso, Larsileo, Artidoro, corresponden a Francisco de Figueroa, Pedro
Laínez, don Diego Hurtado de Mendoza, Luis Gálvez de Montalvo, Luis Barahona de
Soto, don Alonso de Ercilla, Andrés Rey de Artieda». Son nombres que figuran todos
en el parnaso español, y puede ser que correspondan a los dichos personajes, pero no
existen pruebas al respecto. Las alusiones al propio Cervantes y sus amigos son muy
vagas, como demuestra el hecho de que de los Ríos afirme que Damón fuera el
personaje bajo el que se escondía Cervantes, y Amarilis, el de su dama. Pero
hablaremos más de la égloga en sí cuando tratemos las obras de Cervantes. Baste
ahora decir que la pureza de su estilo y la facilidad de su invención deben de haber
hecho pensar a los contemporáneos de Cervantes que estaban ante un escritor de
mérito.
Desde luego, le ganó el favor de su dama. Poco después de la publicación de La
Galatea consistió convertirse en su esposa. El 8 de diciembre de 1584 Cervantes se
casó con doña Catalina de Palacios y Salazar. Su familia, aunque empobrecida, era
una de las principales de la ciudad. Catalina se había educado en casa de su tío, don
Francisco de Salazar, que le señaló una herencia en su testamento, por lo que ella
asumió su apellido junto al propio, pues era la costumbre de la época adoptar el
nombre de aquellos a quienes se debía la educación o la subsistencia. El padre de
doña Catalina había muerto y la viuda prometió que cuando su joven hija se
prometiera a alguien recibiría una modesta dote. Esto sucedió dos años después, pues
el contrato de matrimonio data del 9 de agosto de 1586. La dote consistía en unos
cuantos viñedos, un jardín, un huerto, varias colmenas, un gallinero y algunos
muebles, lo que se traducía en 182.000 maravedís, o 5.360 reales, lo que serían hoy
unas 60 libras inglesas. La propiedad de estos bienes era de doña Catalina, y solo su
administración y usufructo le correspondía a Cervantes, que también aportó en arras
100 ducados, que se estipula eran la décima parte de su patrimonio.
Tras casarse, Cervantes se mudó a Esquivias, probablemente por motivos
económicos. Todavía sentía en él la innata seguridad de su genio y el laudable deseo
de alcanzar distinción que ese sentimiento provoca, por lo que se aferró a su idea de
convertirse en escritor. Esquivias está tan cerca de Madrid que Cervantes podía visitar
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frecuentemente la capital y cultivó la amistad de los escritores del momento, y en
particular de Vicente Espinel, uno de los más seductores autores de romances que
había en España. Un noble de la corte había instituido una especie de academia
literaria en su casa y se supone que Cervantes fue elegido miembro de la misma.
En esta época se dedicó a escribir para el teatro, por el que siempre hubo un gran
amor en el alma española. En su juventud, Cervantes presenció las representaciones
de Lope de Rueda, al que nos hemos referido arriba[43], y se vio impulsado a
contribuir a la dramaturgia del momento. Veía los defectos de las comedias de moda,
que tenían más de diálogos escenificados que de composiciones dramáticas, y notaba
también el miserable estado de la escena y decorados. Se esforzó por rectificar estas
deficiencias y en cierta medida lo consiguió. «Y aquí entra el salir yo de los límites
de mi llaneza», dice en uno de sus prólogos, «[contar la perfección con que se vio]
representar Los tratos de Argel, que yo compuse; La destrucción de Numancia y La
batalla naval, donde me atreví a reducir las comedias a tres jornadas, de cinco que
tenían; […] fui el primero que representase las imaginaciones y los pensamientos
escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro, con general y gustoso aplauso
de los oyentes; compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas
ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa
arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni barahúndas»[44].
De las comedias que menciona Cervantes solo se conservan dos, la Numancia y
Trato de Argel. Tienen muy poco artificio en la trama y resultan por ello muy
diferentes de las complejas comedias de intriga que aparecerían en breve, pero la
primera en particular tiene mucho valor, como señalaremos abajo. Sin embargo, estas
comedias no le reportaron suficiente beneficio para permitirle independizarse. Tenía
cuarenta años de edad y había corrido muchas aventuras sin haber recibido
recompensa por sus servicios ni haber conseguido la protección de un mecenas.
Estaba casado y, aunque no tenía hijos de su esposa, mantenía en su casa a sus dos
hermanas y a su hija natural. Pese a sus viñedos, su huerto y su gallinero —y su éxito
teatral—, se veía prisionero de sus circunstancias. En esa época[45], Antonio de
Guevara, del Consejo de Hacienda, fue nombrado proveedor de las escuadras y flota
de Indias en Sevilla, con derecho a nombrar como asistentes suyos a cuatro
comisarios. En ese momento estaba encargado de aprovisionar la Armada Invencible.
Le ofreció el puesto de comisario a Cervantes, que lo aceptó y se dirigió a Sevilla con
su mujer y su hija, y sus dos hermanas[46].
Cervantes habitó muchos años en Sevilla cumpliendo las obligaciones de su
oficio. Sirvió diez años con Guevara y luego dos más con su sucesor, Pedro de
Isunza[47]. Podemos saber que no estaba contento con su situación y que esta era
insignificante porque le solicitó al rey que le concediera la posición de tesorero en
Nueva Granada o de corregidor en la pequeña ciudad de Guatemala. Su petición lleva
la fecha de mayo, 1590. Afortunadamente, se le denegó, aunque sus fondos y
aspiraciones debían de estar bajos si puso los ojos en las Indias, pues, hablando de
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una aspiración parecida en una de sus novelas, dice de cierto hidalgo que «Viéndose
[en Sevilla] tan falto de dineros, y aun no con muchos amigos, se acogió al remedio a
que otros muchos perdidos en aquella ciudad se acogen, que es el pasarse a las Indias,
refugio y amparo de los desesperados de España, […] engaño común de muchos y
remedio particular de pocos»[48]. Finalmente, el puesto de proveedor se suprimió, y
con él el oficio de Cervantes, que se convirtió en agente de varios concejos,
corporaciones y particulares adinerados. Administró los asuntos de, entre otros, don
Hernando de Toledo, un noble de Cigales del que se hizo amigo.
Tenemos pocas pistas acerca de cómo ejercitó Cervantes su pluma en este
intervalo. La casa del celebrado pintor Francisco Pacheco, maestro y suegro de
Velázquez, era entonces frecuentada por todos los eruditos de Sevilla. El pintor era
también poeta y Rodrigo Caro menciona que su casa era una academia frecuentada
por todos los hombres de letras de la ciudad. Cervantes era uno de ellos y su retrato
se encuentra entre los de más de un centenar de hombres distinguidos, pintados y
recopilados por este artista. El poeta Jáuregui, que también practicó la pintura, llevó a
cabo su retrato y se contaba entre sus amigos. Cervantes también cultivó aquí la
amistad de Herrera, que pasó su vida en Sevilla, alejado del mundanal ruido pero
venerado y admirado por sus amigos. Años después, Cervantes escribió un soneto en
memoria suya y le alabó en el Viaje del Parnaso. Viardot nos asegura que fue durante
su estancia en Sevilla cuando Cervantes escribió la mayor parte de sus novelas cortas.
Esto parece probable, pues desde luego no perdió el hábito de la escritura. Gran parte
del material de estas novelas se lo proporcionaron incidentes que ocurrieron en la
Sevilla del momento y cuando vemos el dominio de la invención y el lenguaje que
había adquirido cuando escribió Don Quijote debemos creer que estas novelas
ocuparon su pluma cuando estaba aparentemente ociosa para las letras.
Parece que fue en Sevilla, y ejerciendo allí estos poco agradables oficios, donde
adquirió la amarga idea de la condición humana que muestra en Don Quijote. Y sin
embargo no es totalmente justo tacharla de amarga. Incluso cuando sus esperanzas
habían sido aplastadas y aniquiladas, un noble entusiasmo se sobreponía por encima
del desencanto y las injusticias sufridas, y aunque mira con tristeza y cierta
causticidad la vida humana, no podemos dejar de percibir por toda su obra las
aspiraciones generosas y elevadas de su alma herida. Tenemos dos sonetos suyos
escritos en Sevilla que sostienen la idea, sin embargo, de que había algo en esta
ciudad (como suele ser el caso de todas las de provincia) que impulsaba su espíritu al
sarcasmo. El primero de estos sonetos fue escrito para ridiculizar a ciertos reclutas
que reunió el capitán Becerra para unirse a las fuerzas que envió el duque de Medina
Sidonia para rechazar el desembarco del conde de Essex, que merodeaba cerca de
Cádiz con su flota.
El segundo es más conocido. A la muerte de Felipe II, en 1598, se erigió en la
catedral de Sevilla un magnífico catafalco, «el más maravilloso monumento funeral»,
dice un relator de la ceremonia, «que los ojos humanos hubieran jamás tenido la
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fortuna de contemplar»[49]. Toda Sevilla estaba extasiada. El catafalco era
extraordinario; hacía honor a España y ellos habían erigido el monumento: ¿podría
una ciudad de provincias tener mayor causa para pavonearse?[50]. Además, los
andaluces son muy inclinados a la fanfarronería y Cervantes no pudo resistir la
tentación de ridiculizar tanto el monumento como a sus pomposos autores. En su
Viaje del Parnaso Cervantes llama a este soneto «la honra de sus escritos»[51] y
después de semejante presentación es osado intentar traducirlo. Este tipo de agudeza
burlesca nunca se puede trasladar a otro lenguaje, pues su gracia consiste más en la
asociación de ideas —que solo los que conocen el asunto pueden seguir— que en
alusiones agudas comunes a todos. La conclusión de este epigrama deleita aún hoy en
día a los españoles, que se la saben de memoria. Este tipo de soneto se llama
«estrambote», pues tiene tres versos más de los 14 habituales. Puesto que la
traducción que proponemos es bastante literal, servirá para satisfacer la curiosidad del
lector inglés, aunque no puede hacerle justicia al poema. Para el lector español,
hemos incorporado el soneto en nota al pie.
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molestias, pues parece que siempre fue su destino ver su vida acosada por diversos
tipos de adversidad: se le acusó de malversación de los fondos que se le confiaron. Su
pobreza era su mejor defensa, pero necesitaba otras circunstancias para demostrar su
inocencia. Su honrado corazón y alma noble debieron de sentir una enorme tortura
con todas las exigencias de la acusación y defensa. Examinando los archivos de
Valladolid, Sevilla y Madrid, Viardot ha encontrado huellas de varias circunstancias
de las que da detalles. En sí mismas, algunas de ellas apenas si merecen que se las
señale, pero son interesantes en lo relativo a Cervantes porque muestran cómo, al
igual que el desafortunado pero más imprudente Burns[53], nuestro escritor se
ocupaba de transacciones contrarias a su gusto y vocación. La primera circunstancia
que cuenta Viardot es solamente una casualidad mercantil que provocó muchas
molestias en su momento pero cuyos efectos se desvanecieron, incluso para el que las
sufrió, como pisadas en la arena a la llegada de una ola.
Hacia finales de 1594, mientras estaba en Sevilla arreglando las cuentas del
comisariado y reclamando con muchos problemas varias sumas que se le debían,
envió los recibos a la contaduría mayor de Madrid en letras de cambio expedidas en
Sevilla. Cervantes le confió una de estas sumas, 7.400 reales (poco más de 70 libras)
en metálico procedentes de los impuestos del distrito de Vélez-Málaga, a un mercader
sevillano llamado Simón Freire de Lima, que se comprometió a pagarlos en la
tesorería de Madrid. No lo hizo y Cervantes se vio obligado a hacer un viaje a la
capital para reclamarle a Freire el dinero en cuestión. Pero entretanto este hombre
había declarado la bancarrota y huido de España. Cervantes se apresuró de vuelta a
Sevilla y se encontró con que las propiedades del mercader habían sido tomadas por
otros acreedores. Le escribió una petición al rey y el 7 de agosto de 1595 se publicó
un decreto ordenando al doctor Bernardo de Olmedilla, juez de los Grados en Sevilla,
que por privilegio se incautara en los bienes de Freire de la suma que le había
confiado Cervantes. Esto se hizo y el juez le envió el dinero al tesorero general, don
Pedro Mesía de Tobar, en una letra de cambio firmada el 22 de noviembre de 1596.
La siguiente anécdota resulta más interesante y muestra cómo se administraba
justicia en España. Cervantes escribió sinceramente y basándose en su amarga
experiencia cuando describió, en una de sus novelas cortas, la llegada de un
corregidor a una posada: «Alborotose el huésped y aun los huéspedes; porque así
como los cometas, cuando se muestran, siempre causan temores de desgracias e
infortunios, ni más ni menos la justicia, cuando de repente y de tropel se entra en una
casa, sobresalta y atemoriza hasta las conciencias no culpadas»[54]. Parece que en esta
época el tribunal de la contaduría examinó con gran severidad los registros de la
hacienda, vacía tras varias guerras y una serie de experimentos financieros fallidos.
El inspector general, del cual Cervantes era un mero agente, fue enviado a Madrid a
rendir cuentas. Allí declaró que los documentos que servían de resguardo estaban en
Sevilla en manos de Cervantes; al saberlo, y sin juicio alguno, se remitió una orden
real para arrestarle y para que fuera enviado escoltado a la cárcel de la capital, donde
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se haría con él lo que decidiera el tribunal de cuentas. Por tanto, Cervantes fue
arrojado a prisión. El déficit del que se le acusaba se elevaba solo a 2.644 reales, ni
siquiera 30 libras. Ofreció una fianza por el valor de esta suma y fue puesto en
libertad con la condición de que en treinta días debía aparecer ante la contaduría para
liquidar su deuda. En todo esto resulta evidente que no hubo ninguna verdadera
acusación contra Cervantes y que solo fueron los torpes y arbitrarios modos de
funcionar de la justicia española los que provocaron su prisión.
Algunos años después se volvió a desenterrar la acusación de la tesorería, cuando
a finales de 1602 envió sus cuentas el inspector de Baza, Gaspar Osorio de Tejada[55].
Estas incluían un recibo de Cervantes probando que había recibido la dicha suma en
1594, cuando había sido encargado de cobrar deudas atrasadas de esa ciudad y
distrito. Habiendo deliberado sobre este particular, los jueces del tribunal de la
tesorería redactaron un informe, fechado en Valladolid, a 24 de enero de 1603, en que
relataban el arresto de Cervantes en 1597 por esa misma suma y su libertad
condicional, añadiendo que no había vuelto a aparecer ante ellos desde entonces.
Parece que ese mismo año, 1603[56], Cervantes se mudó con su familia a Valladolid,
donde Felipe III residía con su corte. Sin embargo, no hay rastro de ninguna acción
legal contra él y es obvio que había suficientes pruebas de su honradez para satisfacer
a los oficiales del tesoro, por lo que su honor, en esta y en otras transacciones, se
mantiene impoluto. La pobreza era el más grande y persistente mal de su vida: se han
descubierto en Valladolid varias cuentas de las finanzas domésticas, notas y facturas
que demuestran la necesidad que sufrió con su familia. De 1603 data un memorando
que muestra que su hermana, doña Andrea, fue contratada para administrar la casa y
ropa de don Pedro de Toledo Osorio, marqués de Villafranca, que acababa de regresar
de una expedición a Argel.
Estas fechas y papeles arrojan un rayo de luz sobre la biografía de Cervantes, pero
sin embargo solo logran hacer «visible la oscuridad»[57] y al extinguirse estas
lucecillas nos damos cuenta de que estamos más ciegos que nunca. Se supone que
Cervantes dejó Sevilla a la muerte de Felipe II (1599)[58]. Sabemos que estaba en
Valladolid en 1603, pero parece que antes de esa fecha residió en la región de La
Mancha. Su perfecto conocimiento del entorno, su familiaridad con sus
peculiaridades, las lagunas de Ruidera, la cueva de Montesinos, la situación de los
molinos de batán y otros lugares mencionados en Don Quijote muestran un
conocimiento íntimo de la región que solo podía haber obtenido viviendo allí. Se
suele conjeturar que residió varios años en La Mancha, donde tenía varios parientes,
actuando como agente para diversas personas y llevando a cabo los encargos que se
le confiaban, lo que le procuraba pequeños ingresos. Pero también aquí, y pronto,
acabó en prisión, aunque no sabemos por qué. La gente de La Mancha era
particularmente litigiosa. Sobre estos años comenzaron a litigar entre sí sobre
ridículas cuestiones de prelación que acometían con tanta acritud y vehemencia que
incluso disminuyó la población del lugar.
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Probablemente Cervantes fue víctima de uno de estos litigios. Se ha dicho que
esta desgracia le ocurrió en El Toboso por un comentario sarcástico que dirigió contra
una mujer a la cual vengaron sus parientes. Sin embargo, lo más difundido y probable
es que fueron los habitantes de Argamasilla de Alba los que le hicieron encarcelar,
irritados contra él ya porque reclamaba los intereses de los diezmos debidos al gran
prior de San Juan, ya porque interfirió con el sistema de irrigación desviando una
porción de las aguas del Guadiana para preparar salitre[59]. Hasta nuestros días se
muestra en Argamasilla de Alba una antigua casa llamada Casa de Medrano que una
tradición inmemorial dice que sirvió de prisión de Cervantes. Parece razonable pensar
que estuvo encarcelado bastante tiempo y que se vio obligado a recurrir a su tío Juan
Bernabé de Saavedra, habitante de Alcázar de San Juan, pidiéndole protección y
auxilio. Se nos dice que se recuerdan los términos de una carta que le escribió
Cervantes a este personaje y que comenzaba así: «Largos días y cortas pero insomnes
noches me consumen en esta prisión, que mejor llamaré caverna». Recordando lo mal
que le trataron aquí, Cervantes situó la residencia de Don Quijote en Argamasilla de
Alba y al mismo tiempo se abstuvo de mencionar su nombre, diciendo: «En un lugar
de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme».
Es imposible no traer aquí a colación una bella imagen de Lord Bacon: la
desgracia actúa sobre las mentes elevadas como la presión en el caso de los perfumes,
extrayendo la virtud innata de cada uno[60], pues en esta prisión Cervantes escribió
Don Quijote. Cuando consideramos las desventuras que le acosaban —su carrera
militar, que le dejó tullido y sin recompensa, su cautiverio en Argel, donde mostró
una fuerza de voluntad sublime en su valor y riesgos y de donde regresó hecho un
mendigo, su vida consumida trabajando como una suerte de funcionario que ganaba
su escaso pan sometido a los arbitrarios y litigiosos ministros de la justicia española
— y comprobamos que resistió todas las desgracias anejas a la escasez de medios y a
la falta de amigos, cuando consideramos que al final de todas estas tribulaciones fue
arrojado a una lóbrega prisión en un pueblo perdido, en la que debió de perder toda
esperanza no solo de ascender socialmente, sino también de ganarse la vida, donde en
una horrible mazmorra cavernosa pasó largos días y noches insomnes, consumido y
cansado, cuando pensamos que tenía ya cincuenta y seis años, una etapa en la que el
fuego de la vida se comienza a debilitar, y, finalmente, cuando comparamos estas
tristes y deprimentes circunstancias con el comienzo de Don Quijote, sentimos que
debe de haber habido algo divino en el espíritu de este hombre, algo que podía
confrontar un alma con el espinazo de la muerte y vivificar la oscuridad y el
sufrimiento con semejante creación.
Por su parte, Cervantes se expresa con más modestia: «¿Qué podía engendrar el
estéril y mal cultivado ingenio mío» —dice en el Prólogo a Don Quijote— «sino la
historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y
nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde
toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación?»[61].
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Con esto pasamos al libro en sí, y nos parece que incluso si Cervantes no hubiera
escrito más que el primer capítulo su genio y originalidad habrían sido
universalmente reconocidos. Hay en él tanta vida, tanta descripción minuciosa pero
clara —un comienzo tal, que promete tanto y que lleva a cabo por sí mismo tanto—
que, si no fuera por la sabiduría que encierra, parecería escrito por un hombre que no
había conocido nunca obstáculos o adversidades. Debió de sentirse feliz al escribirlo,
aunque la excitación de la escritura entraña una reacción que exige diversión y
cambio, más que cualquier otra actividad intelectual. Dejar exhausto la escritura y
encontrar la soledad de los muros de la mazmorra a su alrededor debe de haberle
hecho sentir que su imaginación era estéril, pues se vaciaba completamente con la
fertilidad y belleza de sus creaciones.
En 1604, Cervantes regresó a lo que los españoles llaman la corte[62], esto es, la
ciudad en la que reside el rey. La había abandonado trece años atrás, con la esperanza
de ganarse la vida con el empleo que se le había ofrecido. Había vivido en la miseria
y sufrido diversas desgracias. En esta época nunca había soñado en ganarse la vida
con la pluma. Ahora tenía consigo lo que verdaderamente ha resultado ser su
pasaporte a la inmortalidad y a la admiración mundial. Podemos pensar que fue una
conciencia innata del mérito de su obra lo que le llevó a considerar que no estaba
siendo demasiado optimista cuando esperaba obtener de ella el provecho y la
reputación que le sacaran de la miseria que hasta entonces le había acosado. Pero
desde el principio hasta el final Cervantes había nacido para la desilusión, al menos
en lo que atañe a lo mundano. Su primera intención era hacerse notar del duque de
Lerma, al que llama el «Atlas de la monarquía española». Este orgulloso valido le
recibió con desdén y Cervantes, que no era menos orgulloso, renunció
inmediatamente a proseguir con la humillante tarea de procurarse su favor.
Su mejor y más inmediata baza era hacer imprimir el libro. Pero la costumbre de
la época exigía que se presentara bajo el patronazgo nominal de algún potentado y
además el propio título y naturaleza de Don Quijote hacía necesario que el público
estuviera desde el comienzo predispuesto en su favor y avisado de su secreta
intención. Cervantes recurrió a don Alonso López de Zúñiga y Sotomayor, séptimo
duque de Béjar, personaje que albergaba pretensiones literarias y que se complacía en
cultivar para sí la reputación de mecenas de hombres de genio. Se cuenta que el
duque, al oír que o la obra en cuestión era un libro de caballería o una obra burlesca,
pensó que en cualquier caso su dignidad se comprometería si aparecía bajo su
patronazgo, por lo que rechazó la petición de Cervantes. Como respuesta, Cervantes
solo le pidió permiso para leerle un capítulo, lo que fue concedido. El primer capítulo
basta, en verdad, para despertar la curiosidad, fomentar el interés y prometer una rica
cosecha de diversión. El duque y sus amigos quedaron tan complacidos que
solicitaron que se les leyera otro, y luego otro capítulo, hasta que se les leyó todo el
libro. Y el duque, abandonando sus temores, concedió encantado permiso para ser en
alguna manera inmortalizado haciendo que su nombre se imprimiera en la primera
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página del libro. Se añade también que un severo sacerdote que oficiaba de director
espiritual del duque se mostró asombrado de la inmoralidad del libro y censuró
amargamente tanto la obra como a su autor. Es, se dice, el modelo para el cura que
aparece a la mesa del duque y la duquesa en la Segunda Parte y al que Cervantes
fustiga por su impertinencia. Sea o no cierta esta historia, y fuera o no por influencia
de este eclesiástico o por el común sentimiento que endurece los corazones de los
mecenas hacia aquellos que realmente necesitan apoyo, lo cierto es que el duque no
fue un patrono generoso. Cervantes nunca le volvió a dedicar una obra, ni alude a él,
aunque siempre estaba dispuesto a reconocer los beneficios recibidos.
Según cuenta la tradición[63], al publicarse Don Quijote la obra no gozó de
popularidad ni se recibió con aprecio. El autor era desconocido: no había escrito antes
nada que hubiera obtenido la atención del público y le hubiera abierto las puertas del
éxito. Además, el propio título del libro llamaba a la censura y al ridículo de los
críticos habituales y corría el peligro de convertirse en letra muerta. Cervantes se dio
cuenta de que los lectores no entendían las miras del libro, pero era consciente de su
valor y estaba seguro de que si el público se veía incitado a leerlo, se haría muy
popular. Por tanto, se dice que, para llamar la atención y despertar la curiosidad,
publicó un panfleto anónimo llamado el Buscapié (así se llaman esas bengalas o
serpentinas que se lanzan en las operaciones militares para hacer una señal luminosa)
que simulaba criticar el libro e insinuaba, al mismo tiempo, que era una sátira oculta
y sutil de varias personas muy conocidas, aunque sin mencionar quiénes eran[64].
Se ha disputado la existencia de el Buscapié, así como la autoría cervantina de la
obrita. La tradición la afirmaba y aportaba su esencial testimonio al respecto, pero
además de los Ríos aduce una carta de un amigo suyo, don Antonio Ruidíaz, que dice
que ha visto y leído el panfleto y que da la siguiente descripción del mismo[65]: «El
Buscapié, que vi en casa del difunto conde de Saceda habrá como unos dieciséis años
y leí en el corto espacio de tiempo que me le confió aquel erudito caballero, porque se
le prestó para el mismo fin con igual precisión ignoro quién, era un tomito anónimo
en duodécimo impreso en esta corte [es decir, Madrid, que se llama así cuando reside
allí el rey] con solo aquel título (no tengo presente el año, ni en qué oficina), su
grueso, como de unos seis pliegos de impresión, buena letra y mal papel. De su
asunto mencionaré sustancialmente lo que me ofrezca mi limitada memoria
»Presupone, pues, o finge nuestro autor que aunque había ya algún tiempo que se
publicó un libro intitulado […] [Don Quijote de la Mancha] no le había leído, así
porque se persuadió a que sería una de las muchas novelas que se publicaban como
porque no tenía al autor por ingenio capaz de inventar cosa de grande importancia;
que en este concepto estuvo perezoso (como los más) en comprar y leer la obra, pero
que al cabo hizo uno y otro por mera curiosidad; que leída la primera vez, le quedó
deseo de volverla a leer ya con más gusto y reflexión; que entonces se aseguró en que
era una producción de las más ingeniosas que hasta entonces se habían dado a luz y
una sátira llena de instrucción y de gracias, contraída con la mayor oportunidad y
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destreza para lograr el destierro de la preocupación que dominaba en general a la
nación, y principalmente a los grandes y demás nobleza, procedida de la continua
lección de los extravagantes libros de caballería, y que las personas que se
introducían en la obra eran de mera invención y con el fin de ridiculizar a todos
aquellos que estaban encaprichados, pero no tan imaginarias que no tuviesen cierta
relación y representasen el carácter y algunas de las acciones caballerescas que se
aplaudían en un campeón, con quien estuvo indulgente en los elogios la fama, y en
otros paladines que le procuraron imitar, como también las de otras personas que
tenían a su cargo el gobierno político y económico de una región la más vasta y la
más opulenta del mundo en otros tiempos. Prosigue parangonando los sucesos, y
aunque procuró desfigurarlos con arte, se trasluce no obstante que tuvo por objeto
varias empresas y galanterías de Carlos V, porque la mayor parte de las
comparaciones son de este héroe, las cuales no puedo puntualizar por la razón que
llevo expresada, y lo mismo me sucede en cuanto a los otros personajes. Finalmente,
concluye diciendo que para satisfacer en parte a su autor el agravio que le hizo en el
primer juicio, contribuir al desengaño de los preocupados y que pudiesen hallar el
tesoro que se ocultaba debajo de aquel supuesto, se propuso echar un Buscapié que
pusiese en movimiento a los embobados (que eran todos o los más de los españoles)
y que los alentase a tomar en la mano y leer la obra, bien persuadido de que con sola
una vez que pasasen por ella los ojos apreciarían lo que hasta entonces habían tratado
con menosprecio»[66].
No vamos a pronunciarnos sobre la veracidad de esta historia o sobre si Don
Quijote le debió su celebridad original al Buscapié, aunque me inclino por considerar
la anécdota carente de valor. Cervantes no alude al Buscapié en sus obras posteriores
y me parece más probable que fuera escrito por algún amigo o discípulo que por él
mismo. Se dice que la argucia funcionó; en todo caso, originalmente el libro no
despertó mucho interés y luego se puso de repente de moda y fue devorado con
curiosidad insaciable. Se publicaron cuatro ediciones en España en un año y su fama
se extendió a todos los países vecinos y en poco tiempo llegó a esta isla.
En esa época los libros enriquecían a veces a sus autores proporcionándoles
protectores y pensiones, pero su simple venta no procuraba grandes ganancias. Sin
duda, la necesidad de Cervantes se vio aliviada en algo, pero la pobreza seguía
persiguiéndole mientras su éxito le procuraba la enemistad de varios hombres de
letras del momento que no podían soportar que un hombre cuyo talento ellos habían
considerado ínfimo les sobrepasara de repente. Una nube de sátiras, epigramas y
críticas se abatió sobre el libro. Al viejo y endurecido doctor Johnson[67] le habría
encantado ver semejante testimonio de su popularidad y Cervantes al menos estaba
seguro de que sería él el que más se reiría. Sin embargo, de los Ríos observa que si no
llega a ser porque las numerosas sátiras, ataques y persecuciones que sufrieron el
libro y su autor acabaron siendo engullidas por el olvido o ahogadas por la cantidad
de elogios y defensas que amontonaron sobre él los hombres de talento, ahora nos
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parecería que Don Quijote había sido escrito en una nación enemiga de las musas.
Ahora los ataques de estos hombres redundan en su descrédito y muestran solamente
su envidia o increíble mal gusto. El propio Cervantes había arremetido contra los
escritores del momento y casi todos tenían cuentas pendientes con él. Lope de Vega,
desde la cumbre de su prosperidad, le trató con una condescendencia afable que,
teniendo en cuenta que había sido atacado en Don Quijote, da fe de una
magnanimidad leonina: incluso llegó a sostener que los escritos de Cervantes no
carecían de gracia o estilo. Don Luis de Góngora, un hombre al que trataremos más
en detalle en esta obra, fue el crítico más virulento. Figueroa y Villegas aportaron su
granito de desaprobación. No podemos saber cómo encajó Cervantes estos ataques,
pero, sensible como era, debió de sentirse herido por la deserción de algunos amigos.
Entre los que le fueron fieles se cuenta Vicente Espinel, que tenía suficiente valía
como poeta, pues era perfecto en su estilo, como para celebrar con placer el mérito de
su amigo, en vez de minimizarlo con envidia.
Cervantes menciona algunas de estas sátiras, y en particular una que se le envió
en una carta cuando estaba en Valladolid[68]. Las circunstancias alrededor de esta
carta demuestran que estaba asentado y tenía casa en esa ciudad. Felipe III había
establecido allí su corte y sin duda Cervantes pensó que vivir allí cuando comenzaba
a tener éxito podría hacer que algún noble se convirtiera en su protector. Cuando
nació Felipe IV, Jacobo I de Inglaterra envió al almirante Lord Howard a ofrecer un
tratado de paz y a felicitar a Felipe III por el nacimiento de su hijo. Se le recibió con
la mayor magnificencia[69]: corridas de toros, justas, bailes de máscaras, ceremonias
religiosas: se ofrecieron todas las celebraciones y esplendor de que era capaz la corte.
El duque de Lerma hizo escribir una relación de estas fiestas y se dice que su autor
fue Cervantes.
Apenas habían acabado estas celebraciones cuando ocurrió algo que le trajo
muchas angustias a Cervantes, que parece haber sido señalado por la fortuna para
soportar todo tipo de desgracias acuciantes.
Vivía en Valladolid un caballero de Santiago, don Gaspar de Ezpeleta, amigo
íntimo del marqués de Falces. La noche del 27 de junio de 1605 este caballero,
habiendo cenado, como solía, con su amigo, volvía a casa a pie por un descampado
hacia el puente de madera que cruzaba el Esgueva. Allí le esperaba embozado en una
gran capa un desconocido que se dirigió a él con descortesía. Esto provocó una
disputa, desenvainaron sus espadas y don Gaspar cayó traspasado por varias heridas.
Pidiendo ayuda y sangrando profusamente, llegó tambaleándose a una casa cercana a
ese puente. Parte del primer piso de esa casa estaba ocupado por doña Luisa de
Montoya, viuda del historiador Esteban de Garibay, y sus dos hijos; la otra parte, por
Cervantes y su familia. Los gritos del herido atrajeron la atención de uno de los hijos
de Garibay que, despertando a Cervantes, que estaba acostado, fue con él a ayudar al
desconocido. Le encontraron tumbado en el umbral, con la espada en una mano y una
rodela en la otra, y le llevaron a los aposentos de doña Luisa, donde expiró al día
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siguiente. Se hizo una investigación por mandato del alcaide de casa y corte,
Cristóbal de Villarroel, quien, como todos los agentes de la justicia española, tomó la
resolución que consideraba más segura: sospechar lo peor y mandar a todo el mundo
a prisión. Cervantes, su mujer, doña Catalina de Palacios y Salazar, su hija doña
Isabel de Saavedra, de veinte años de edad, su hermana doña Andrea de Cervantes,
que era viuda, con una hija suya llamada doña Costanza de Ovando, de veintiocho
años de edad, una monja llamada Magdalena de Sotomayor a la que también se
describió como hermana de Cervantes, su criada María de Cevallos y dos amigos que
estaban hospedados en su casa, uno llamado el señor de Cigales y un portugués,
Simón Méndez. Todos prestaron declaración y fueron arrojados indiscriminadamente
a prisión. Es tan común en Italia y España suponer que todos los que han prestado
asistencia a alguien al que han asesinado han tenido algo que ver en el crimen que
probablemente esta decisión no provocó ninguna sorpresa. Después de estar ocho
días en prisión, de haber sido interrogados varias veces y de haber pagado una fianza,
fueron puestos en libertad. La declaración tomada en esta ocasión muestra que
Cervantes todavía trabajaba como agente. Cuando consideramos que tenía que
mantener a todos estos parientes no nos sorprendemos tanto de su pobreza y
admiramos su generosidad y la bondad de su corazón. Y tampoco podemos menos
que subrayar, notando la composición de su hogar, que Cervantes tenía esa
predilección por la compañía femenina que caracteriza a los más amables e
inteligentes de su sexo.
Aunque es imposible proponer fechas precisas[70], tenemos razones para pensar
que cuando la corte regresó a Madrid en 1606 Cervantes fue tras ella y vivió en esa
ciudad hasta su muerte. La libertad y animación de una capital siempre es agradable
para un hombre de letras y su nativa ciudad de Alcalá de Henares y el pueblo natal de
su mujer, Esquivias, estaban a razonable distancia de allí. Se ha averiguado que en
junio de 1609 vivía en la calle de la Magdalena; un poco después, detrás del colegio
de Nuestra Señora de Loreto; en junio de 1610, en el número 9 de la calle del León;
en 1614, en la calle de las Huertas; luego, en la calle del duque de Alba, en la esquina
de San Isidoro y, finalmente, en 1616, en el número 20 de la calle del León, donde
murió.
Debe de haber sido la capital más que la corte lo que le atrajo de Madrid, pues
vivía totalmente dejado de lado y abandonado. Tenía solo dos amigos poderosos que
le procuraron unos pequeños ingresos, don Bernardo de Sandoval y Rojas, arzobispo
de Toledo, y don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, y esta ayuda no llegó
porque la pidiera Cervantes ni para recompensar ningún tipo de adulación, sino por
admiración de su talento y compasión de su pobreza[71]. En esta época el despotismo
y el fanatismo extendían su influencia por el país. España había degenerado y las
letras, cultivadas hacía poco con entusiasmo, estaban cayendo en el olvido. La
nobleza se rodeaba de bufones y aduladores, dejando de lado a los hombres de
mérito. Dos de los pocos que quedaban de la vieja hornada, hombres que admiraban
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el talento y estaban deseosos de apoyarlo, eran el cardenal de Toledo y el conde de
Lemos. El primero era respetado por su vida retirada y su generosidad; el otro, por su
munificencia y popularidad. El cardenal trataba a los hombres de letras con
amabilidad y urbanidad; el conde buscaba a aquellos que eran pobres y padecían
dificultades para ayudarles con generosidad ilimitada.
En 1610, el conde de Lemos fue nombrado virrey de Nápoles y esto supuso una
nueva fuente de desilusiones para Cervantes. El conde de Lemos estimaba mucho a
los Argensola. Estos hermanos, Lupercio y Bartolomé Leonardo de Argensola,
procedían de una familia originaria de Ravenna, en Italia, pero asentada en Aragón.
Se les llamaba los Horacios españoles. Antes de cumplir veinte años, Leonardo había
escrito ya tres tragedias, que tuvieron mucho éxito y que Cervantes alaba
encarecidamente en Don Quijote. Demasiado encarecidamente, de hecho, pues son
muy anticuadas y carentes de verosimilitud y regularidad, así como de mérito
poético. Felipe III le nombró cronista del reino de Aragón. Bartolomé, un año menor,
era eclesiástico y también poeta. Estos hermanos vivían en Zaragoza cuando el
conde, desearlo tenerles consigo, le ofreció a Leonardo el puesto de secretario de
guerra en Nápoles rogándole que le acompañara también su hermano. Asimismo, el
conde les delegó la tarea de elegir a sus subordinados y ellos, confiando en el gusto
del conde, eligieron a varios poetas para este particular.
Cervantes era amigo suyo y tenía razones para creer que al llegar a Nápoles
usarían su influencia para hacerle medrar. Pero le decepcionaron y se tomó una ligera
venganza en el Viaje del Parnaso. Allí, Mercurio le invita a llamar a los Argensola
para ayudarle en la conquista del Parnaso, pero Cervantes se disculpa diciendo:
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les obligue á olvidar lo que dijeron[72].
Mientras, Cervantes había dejado de trabajar, o casi. Sus ingresos, teniendo en cuenta
la cantidad de gente a la que mantenía, eran muy escasos. Se sentía ignorado,
mientras otros con mucho menos talento gozaban del favor de la corte. Pero no se
desvivió buscando mecenas o pensiones: vivió tranquilo y retirado, sin esperar nada,
sin arrepentirse de nada, si no contento, conforme con su suerte.
Desde luego es extraño que en ese tiempo, cuando se consideraba que proteger a
un hombre de letras era parte de los deberes de un noble, se dejara de lado de este
modo a Cervantes. Algunos asocian al genio una independencia quisquillosa y altiva
que a veces hace difícil hacerles justicia. Pero no encontramos trazas de esta actitud
en Cervantes: ni rastro de disputas o quejas. Además, aunque él seguía siendo
desconocido, su libro era célebre. Se cuenta una anécdota al respecto de Felipe III:
estaba un día en el balcón de su palacio en Madrid, sobre el Manzanares, cuando vio
un estudiante que paseaba a orillas del río leyendo y deteniéndose de vez en cuando
con extraños gestos y carcajadas. El rey exclamó: «O ese hombre está loco o está
leyendo Don Quijote». Los cortesanos que le rodeaban, ansiosos por confirmar la
sagacidad de su soberano, se apresuraron a averiguarlo y descubrieron que, en efecto,
el libro que leía el estudiante era Don Quijote. Sin embargo, a ninguno se le ocurrió
recordarle al monarca que el autor de ese delicioso libro vivía en la pobreza y el
olvido.
En la licencia de impresión de la Segunda Parte de Don Quijote se cuenta otra
anécdota que muestra qué pensaban los españoles del olvido en que permitían que
viviera el escritor. La cuenta el licenciado Francisco Márquez Torres, maestre de los
pajes del arzobispo de Toledo, a quien se confió la censura de la obra. Dice que en
1615 llegó a Madrid un embajador de París en una visita de cumplido y rodeado de
un nutrido cortejo de nobles y caballeros de alta posición y buena formación. Entre
otros, el embajador visitó al arzobispo de Toledo. El 25 de febrero de 1615 el
arzobispo le devolvió la visita, acompañado de varios eclesiásticos y capellanes y,
entre otros, el propio licenciado Márquez Torres. Mientras el arzobispo charlaba con
el embajador, los de su séquito conversaban con los caballeros franceses que estaban
allí presentes y hablaron del mérito de diversas obras de talento populares entonces, y
en particular de la Segunda Parte de Don Quijote, que estaba a punto de salir. Cuando
los caballeros extranjeros oyeron mencionar el nombre de Cervantes comenzaron a
hablar todos a la vez declarando la estimación que se le tenía en Francia. Sus
alabanzas fueron tales que el licenciado Márquez Torres se ofreció a llevarles a casa
del escritor para que le pudieran ver y conocer, oferta que aceptaron encantados
mientras le hacían mil preguntas sobre la edad, profesión, rango y situación de
Cervantes. El licenciado se vio obligado a reconocer que era caballero y soldado,
pero viejo y pobre, y su respuesta conmovió tanto a uno de sus interlocutores que
exclamó: «¿Pues a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario
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público?». Mientras otro, con menos ardor pero igual sorpresa, exclamó: «Si
necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia, para
que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo»[73]. Palabras para
consolar con la esperanza de la fama a alguien cuya vida estaba oscurecida por la
penuria y el olvido.
Pero hay que recordar que la corte y los nobles no eran los únicos habitantes de
Madrid[74]. Cervantes tenía muchos buenos, eruditos y valiosos amigos y con ellos
podía olvidar el desprecio de aquellos que consideraban que tenían en su círculo
mágico toda la reputación y prosperidad posibles, aunque en el caso de Cervantes
sabemos que, aunque le dejaban de lado, todo el mundo se hacía eco de su fama y
valor.
Durante algunos años, Cervantes no publicó nada. En 1608 preparó una edición
corregida de la Primera Parte de Don Quijote. Mientras, trabajaba a la vez en varias
obras que luego aparecieron en rápida sucesión. Particularmente concentró su
atención en el Viaje del Parnaso, pero temía que la publicación, con su suave ataque
a los Argensola, le disgustaría a su amable mecenas, el conde de Lemos. Por tanto
publicó en primer lugar sus Novelas ejemplares, que elevó aún más su reputación
como autor. Estas novelas están dedicadas al conde de Lemos con unas pocas y
respetuosas líneas. El prólogo es muy interesante. Cervantes ha sido injustamente
acusado de vanidad y fanfarronería. Es inocente del segundo defecto, pero algo había
en él de esa cualidad inherente en los escritores que les lleva a concentrarse en sus
propias ideas y desgracias (¿podía acaso haber algo que tuviera más presente, que
conociera mejor o que sintiera más profundamente?), la misma característica que
llevó a Rousseau a escribir sus Confesiones y que nos parece adecuada en un escritor
y hace que nos interesemos en él, siempre y cuando se ejercite con buena fe y sin
tono quejumbroso. «Quisiera yo», dice «[…] escusarme de escribir este prólogo, [y
poner en su lugar] mi retrato [que pintó] el famoso don Juan de Jáurigui, y con esto
quedara mi ambición satisfecha, y el deseo de algunos que querrían saber qué rostro y
talle tiene quien se atreve a salir con tantas invenciones en la plaza del mundo, a los
ojos de las gentes, poniendo debajo del retrato: “Este que veis aquí, de rostro
aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz
corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que
fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni
crecidos, porque no tiene sino seis, y esos mal acondicionados y peor puestos, porque
no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos estremos, ni
grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas,
y no muy ligero de pies; este digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don
Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César
Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre
de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado
muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las
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adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un
arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla
cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan
ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la
guerra, Carlo Quinto, de felice memoria”»[75].
Desde luego, nada hay de fanfarronería ni de mal gusto en esto. Más bien, nos
deleita ver cómo Cervantes, viejo y pobre, podía recordar con serenidad la adversidad
pasada e iluminar sus desgracias con el halo de la gloria.
Estas novelas establecieron con mayor firmeza que nunca la reputación de
Cervantes, que ahora se atrevió a publicar su Viaje del Parnaso[76] y después la
menos exitosa de sus publicaciones, o más bien la única entre ellas que fue un
fracaso: su volumen de Comedias y entremeses, que compuso siguiendo la nueva
escuela introducida por Lope de Vega pero que no habían sido representados. En el
prefacio a esta obra cuenta el origen del teatro español y las mejoras que introdujo en
sus años mozos, texto que ya hemos citado. Añade que: «Tuve otras cosas en que
ocuparme, dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de naturaleza, el
gran Lope de Vega y alzose la monarquía cómica. Avasalló y puso debajo de su
juridición a todos los farsantes; llenó el mundo de comedias proprias, felices y bien
razonadas, y tantas, que pasan de diez mil pliegos los que tiene escritos, y todas —
que es una de las mayores cosas que puede decirse— las ha visto representar o oído
decir, por lo menos, que se han representado. Y si algunos —que hay muchos— han
querido entrar a la parte y gloria de sus trabajos, todos juntos no llegan en lo que han
escrito a la mitad de lo que él solo»[77]. «[Cuando]», prosigue, «volví yo a mi antigua
ociosidad, y, pensando que aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví
a componer algunas comedias, pero no hallé pájaros en los nidos de antaño; quiero
decir que no hallé autor que me las pidiese, puesto que sabían que las tenía, y así, las
arrinconé en un cofre, y las consagré y condené al perpetuo silencio. En esta sazón
me dijo un librero que él me las comprara, si un autor de título no le hubiera dicho
que de mi prosa se podía esperar mucho, pero que del verso, nada. Y, si va a decir la
verdad, cierto que me dio pesadumbre el oírlo, y dije entre mí: “O yo me he mudado
en otro, o los tiempos se han mejorado mucho”, sucediendo siempre al revés, pues
siempre se alaban los pasados tiempos. Torné a pasar los ojos por mis comedias y por
algunos entremeses míos que con ellas estaban arrinconados, y vi no ser tan malas ni
tan malos que no mereciesen salir de las tinieblas del ingenio de aquel autor a la luz
de otros autores menos escrupulosos y más entendidos. Aburrime y vendíselas al tal
librero, que las ha puesto en la estampa como aquí te las ofrece. Él me las pagó
razonablemente; yo cogí mi dinero con suavidad, sin tener cuenta con dimes ni
diretes de recitantes. Querría que fuesen las mejores del mundo, o a lo menos
razonables. Tú lo verás, lector mío; y, si hallares que tienen alguna cosa buena, en
topando a aquel mi maldiciente autor, dile que se emiende»[78].
Desafortunadamente, el autor tenía razón: las obras son muy malas, tanto que
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cuando Blas de Nasarre las reimprimió un siglo después no pudo hallar nada mejor
que decir de ellas que habían sido escritas mal a propósito para ridiculizar las
extravagantes obras que estaban de moda en esa época[79].
Cervantes publicó otra obrita ese año[80]. La costumbre de celebrar competiciones
de poesía (justas poéticas) todavía se mantenía en España, donde había sido
introducida en tiempos de Juan II. Como el papa Pablo V había canonizado en 1614 a
la famosa santa Teresa, se señaló su apoteosis como tema de la competición. Lope de
Vega ejerció como uno de los jueces. Cervantes se inscribió y envió una oda que no
fue premiada, pero que se publicó entre las que fueron seleccionadas como las
mejores en la relación de las fiestas que toda España celebraba en honor de la ilustre
santa local.
Dos libros ocuparon a Cervantes durante estos años: Persiles y Sigismundo, y la
Segunda Parte de Don Quijote. Parece que quería haber publicado el Persiles en
primer lugar, pero la publicación del Quijote de Avellaneda le impulsó a acelerar la
aparición del Quijote.
El verdadero nombre del autor de ese libro es desconocido: solo sabemos que
asumió el del licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas. No
es posible cometer un plagio tan desvergonzado e imperdonable. Don Quijote y
Sancho Panza eran criaturas y propiedad de Cervantes: arrebatarle estas criaturas
originales y nunca vistas, hacerlas hablar y actuar según el capricho de otro, y hacerlo
mientras el autor estaba vivo y todavía ocupado en adornarlas con nuevas hazañas y
pensamientos de su cosecha, es un robo que ningún hombre de talento podía
perdonar. El Don Quijote de Avellaneda no carece de talento, pero resulta imposible
de leer: la mente del lector se ve atormentada tratando de encontrar otro caballero y
otro escudero a los que se dice que tiene que tratar igual pero que resultan muy
diferentes. Las aventuras son ingeniosas, pero el alma de los protagonistas ha
desaparecido. Don Quijote ya no es un caballero perfecto, con esos sentimientos
nobles, puros e imaginativos, y Sancho es un patán de cháchara estúpida y carente de
la sal de la agudeza. Cervantes, asqueado e indignado, se apresuró a publicar su
secuela. Al dedicar sus comedias al conde de Lemos a comienzos de 1615 decía:
«Don Quijote de la Mancha queda calzadas las espuelas en su segunda parte para ir a
besar los pies a vuestra excelencia. Creo que llegará quejoso, porque en Tarragona le
han asendereado y malparado, aunque, por sí o por no, lleva información hecha de
que no es él el contenido en aquella historia, sino otro supuesto que quiso ser él y no
acertó a serlo»[81].
En su dedicatoria de la Segunda Parte al conde de Lemos, dice con elegante
alusión a la extensión de su fama, y al mismo tiempo aludiendo sutilmente a sus
esperanzas de ser invitado a Nápoles, que «es mucha la priesa que de infinitas partes
me dan a que le envíe para quitar […] la náusea que ha causado otro don Quijote que
con nombre de Segunda parte se ha disfrazado y corrido por el orbe. Y el que más ha
mostrado desearle ha sido el grande emperador de la China, pues en lengua chinesca
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habrá un mes que me escribió una carta […], pidiéndome o por mejor decir
suplicándome se le enviase, porque quería fundar un colegio donde se leyese la
lengua castellana y quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de don
Quijote. Juntamente con esto me decía que fuese yo a ser el rector del tal colegio.
[Pero repliqué que] no estoy con salud para ponerme en tan largo viaje; además que,
sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros, y, emperador por emperador y monarca
por monarca, en Nápoles tengo al grande conde de Lemos, que, sin tantos titulillos de
colegios ni rectorías, me sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo
acierto a desear»[82].
Este fue el último libro que publicó Cervantes. Había acabado el Persiles y
Sigismunda e ideado la Segunda Parte de La Galatea, así como otros dos libros cuyos
temas no podemos adivinar —aunque menciona sus títulos: Bernardo y Las semanas
del jardín—, de los que no queda rastro. Publicó la Segunda Parte de Don Quijote a
finales de 1615 y, contando ya sesenta y ocho años, sufrió la enfermedad que al poco
provocó su muerte[83]. Esperando encontrar alivio en el aire del campo durante la
primavera, el 2 del abril siguiente hizo una excursión a Esquivias, pero empeoró y se
vio obligado a volver a Madrid. Narra su viaje de vuelta en el prólogo al Persiles y
aquí encontramos la única relación de su enfermedad que tenemos: «Sucedió, pues,
lector amantísimo, que, viniendo otros dos amigos y yo del famoso lugar de
Esquivias, por mil causas famoso, una por sus ilustres linajes y otra por sus
ilustrísimos vinos, sentí que a mis espaldas venía picando con gran priesa uno que, al
parecer, traía deseo de alcanzarnos, y aun lo mostró dándonos voces, que no
picásemos tanto. Esperámosle, y llegó sobre una borrica un estudiante pardal, porque
todo venía vestido de pardo, antiparras, zapato redondo y espada con contera, valona
bruñida y con trenzas iguales; verdad es no traía más de dos, porque se le venía a un
lado la valona por momentos, y él traía sumo trabajo y cuenta de enderezarla.
Llegando a nosotros, dijo: “¿Vuesas mercedes van a alcanzar algún oficio o prebenda
a la corte, pues allá está su Ilustrísima de Toledo y su Majestad, ni más ni menos,
según la priesa con que caminan, que en verdad que a mi burra se le ha cantado el
víctor de caminante mas de una vez?”. A lo cual respondió uno de mis compañeros:
“El rocín del señor Miguel de Cervantes tiene la culpa desto, porque es algo que
pasilargo”. Apenas hubo oído el estudiante el nombre de Cervantes, cuando,
apeándose de su cabalgadura, cayéndosele aquí el cojín y allí el portamanteo, que con
toda esta autoridad caminaba, arremetió a mí, y, acudiendo a asirme de la mano
izquierda, dijo: “¡Sí, sí; este es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre y
finalmente el regocijo de las musas!”. Yo, que en tan poco espacio vi el grande
encomio de mis alabanzas, pareciome ser descortesía no corresponder a ellas. Y así,
abrazándole por el cuello, donde le eché a perder de todo punto la valona, le dije:
“Ese es un error donde han caído muchos aficionados ignorantes. Yo, señor, soy
Cervantes, pero no el regocijo de las musas, ni ninguna de las demás baratijas que ha
dicho. Vuesa merced vuelva a cobrar su burra, y suba, y caminemos en buena
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conversación lo poco que nos falta del camino”. Hízolo así el comedido estudiante,
tuvimos algún tanto mas las riendas, y con paso asentado seguimos nuestro camino,
en el cual se trató de mi enfermedad, y el buen estudiante me desahució al momento,
diciendo: “Esta enfermedad es de hidropesía, que no la sanará toda el agua del mar
Océano que dulcemente se bebiese. Vuesa merced, señor Cervantes, ponga tasa al
beber, no olvidándose de comer, que con esto sanará sin otra medicina alguna”. “Eso
me han dicho muchos”, respondí yo, “pero así puedo dejar de beber a todo mi
beneplácito, como si para solo eso hubiera nacido. Mi vida se va acabando, y al paso
de las efemérides de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este domingo,
acabaré yo la de mi vida. En fuerte punto ha llegado vuesa merced a conocerme, pues
no me queda espacio para mostrarme agradecido a la voluntad que vuesa merced me
ha mostrado”. En esto, llegamos a la puente de Toledo, y yo entré por ella, y él se
apartó a entrar por la de Segovia. Lo que se dirá de mi suceso, tendrá la fama
cuidado, mis amigos gana de decilla, y yo mayor gana de escuchalla. Tornele a
abrazar, volvioseme a ofrecer, picó a su burra, y dejome tan mal dispuesto como él
iba caballero en su burra, a quien había dado gran ocasión a mi pluma para escribir
donaires; pero no son todos los tiempos unos. Tiempo vendrá, quizá, donde,
anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta y lo que se convenía. ¡Adiós,
gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y
deseando veros presto contentos en la otra vida!»[84]
Así es el adiós de Cervantes al mundo, contenido y animado por ese espíritu
resignado y alegre que le acompañó toda su vida. Escribió otra despedida para su
protector, el conde de Lemos, en la dedicatoria de esta misma obra, fechada el 19 de
abril de 1616: «Aquellas coplas antiguas», dice, «que fueron en su tiempo celebradas,
que comienzan:
quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas
palabras la puedo comenzar, diciendo:
Ayer me dieron la Extremaunción y hoy escribo esta. El tiempo es breve, las ansias
crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que
tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a vuestra Excelencia;
que podría ser fuese tanto el contento de ver a vuesa Excelencia bueno en España,
que me volviese a dar la vida. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase
la voluntad de los cielos, y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle,
que quiso pasar aún más allá de la muerte mostrando su intención»[85]. Cuatro días
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después de escribir esta dedicatoria, Cervantes murió, el 23 de abril de 1616, a la
edad de sesenta y nueve años. En su testamento, nombró como albaceas a su mujer y
a su vecino, el licenciado Francisco Núñez. Dispuso que se le enterrara en el
convento de las monjas trinitarias, fundado cuatro años antes, en la calle del
Humilladero, donde su hija doña Isabel acababa de tomar el velo. Sin duda, se
cumplió ese deseo de Cervantes, pero en 1633 las monjas dejaron la calle del
Humilladero y se mudaron a otro convento en la de Cantarranas y con eso se ha
olvidado el lugar de su tumba. Ninguna lápida, ningún monumento, ninguna
inscripción indica el lugar. Tenemos que lamentar también la pérdida de sus dos
retratos, pintados por sus amigos Jáuregui y Pacheco. El que tenemos es una copia
hecha durante el reinado de Felipe IV y atribuida a varios pintores. Se asemeja a la
descripción antes citada que Cervantes dio de sí mismo.
Al evocar los hechos de la vida de este gran hombre nos sorprende la
ecuanimidad que supo siempre mantener. Como soldado, se mostró valeroso; como
cautivo, resistente y audaz; como hombre en lucha contra la adversidad, honesto,
perseverante y humilde. Se define como un hombre pobre, pero nunca se queja de
ello. En todo el conocimiento del mundo que despliega en Don Quijote no hay
quejas, no hay cinismo, no hay amargura: un noble entusiasmo le animó hasta el
final. Pese a haber ridiculizado los libros de caballería, Cervantes seguía albergando
gustos romancescos y su última obra, Persiles y Sigismunda, es la más romancesca de
todas. Su genio, su imaginación, su agudeza, su buen humor natural y afectuoso
corazón ocuparon, esperamos, el lugar de recompensas más mundanas y le hizo tan
feliz en su interior como admirable y meritorio le han hecho a ojos de la
posteridad[86].
Hemos extendido tanto la relación de su vida que casi no nos queda espacio para
analizar en detalle sus obras, pero tenemos que dedicarle algunas líneas al tema. Su
primera publicación, La Galatea, es bella en su espíritu, interesante y placentera en
sus detalles, pero no original. Como obra se formó en el mismo molde que las
églogas anteriores. Y Cervantes tampoco era poeta. Muchos escritores poseen
imaginación y pueden escribir versos, pero no todos son poetas. Coleridge da una
definición admirable: «La buena prosa son palabras adecuadas en sitios adecuados; la
poesía, las mejores palabras en los mejores sitios»[87]. Cervantes poseía imaginación
e invención. Demostraba gran facilidad al usar la lengua española y siempre escribió
con pureza, así que encontramos aquí y allá versos y estrofas que son poesía, pero, en
conjunto, le faltaba esa concentración, gusto severo y oído perfecto para captar la
armonía que caracterizan la poesía.
Sin embargo, cuando tratamos de La Numancia esta sentencia nos parece injusta,
pues hay en la concepción y pasión de La Numancia poesía del más alto nivel, y
tampoco le falta en lo relativo al lenguaje. Hemos dicho arriba que de las veinte o
treinta obras teatrales que Cervantes dice que escribió poco después de casarse solo
conservamos La Numancia y Trato de Argel. Están escritas siguiendo una estructura
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simplísima, aunque no es la griega: no tienen coros, no tienen enredo de la trama,
sostenida solo por apasionados diálogos y situaciones de enorme interés. La
Numancia se basa en el asedio de esa ciudad bajo Escipión el Africano, cuando los
desafortunados habitantes prefirieron destruirse a sí mismos, a sus mujeres y a sus
niños, con todas sus propiedades, antes que caer en manos de los conquistadores. Se
divide en cuatro actos. El primero y segundo son los menos destacados, aunque
contienen escenas de elevado pathos y bien calculadas para aumentar gradualmente el
interés de los lectores en los horrores del resto de la obra. Escipión, deseoso de
ahorrar vidas romanas, resuelve abandonar el plan de asaltar la ciudad y decide
reducirla por el hambre cavando una trinchera que la rodea completamente, excepto
por la parte de la ciudad que da al río. Los numantinos se preparan para resistir hasta
el final. Consultan a los dioses y los tristes augurios no dejan lugar a la esperanza.
Los horribles dolores del hambre se arrastran por la ciudad y cuando dos prometidos
se encuentran y el amante le pide a la amada que se quede un momento quieta para
poder mirarla, exclama:
y no será su homicida
el cerco de nuestra tierra,
que primero que la guerra
se me acabará la vida.
Y si la hambre y su fuerza
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no ha rendido mi salud,
es porque la juventud
contra su rigor se esfuerza;
Yo me ofrezco de saltar
el foso y el muro fuerte,
y entrar por la misma muerte
para la tuya excusar.
Después de esto se acumulan las escenas de horrores: niños pidiéndoles pan a gritos a
sus madres, hermanos lamentando el sufrimiento fraterno y personajes que se
arrepienten al entrever la hora en que la muerte y las llamas los envolverán a todos,
mientras que otros la desean noblemente. Estas escenas, desnudas de poesía, son
meros horrores, pero vestidas como las vistió Cervantes con la lengua de los afectos y
las pasiones más elevadas del alma, hacen que el lector, aunque temblando de
excitación, siga leyendo y se alegre al final cuando ni un solo numantino sobrevive
para adornar el triunfo de Escipión. Nada puede ser más profundamente nacional que
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esta obra y, como si temiera que el público español sintiera demasiado vivamente la
catástrofe, introduce a España, al río Duero, a la Guerra, a la Enfermedad y el
Hambre como personajes alegóricos que, lamentando el presente, profetizan los
futuros triunfos de la nación. Otro mérito de esta obra es uno poco habitual en los
autores españoles: no se extiende más de la longitud necesaria para fomentar el
interés. No hay largo desarrollo y, excepto muy al comienzo, antes de que el poeta se
haya hecho a su materia, no hay versos fríos o superfluos. Es en verdad un
monumento digno del genio de Cervantes y demuestra las alturas a las que podía
elevarse, asemejándole aún más a Shakespeare, mostrando que sabía pintar lo
grandioso, lo terrible y lo profundamente trágico con la misma mano maestra. Se dice
que esta tragedia se escenificó durante el horrible sitio de Zaragoza por los franceses
durante la última guerra[89] y los españoles hallaron en el ejemplo de sus antepasados
y en el espíritu y genio del más grande de sus compatriotas renovados ánimos para
resistir. Esto es un triunfo de Cervantes, digno de él, y muestra hasta qué punto podía
conectar con los corazones de los españoles.
En la comedia Trato de Argel no podemos decir que haya en absoluto trama.
Cervantes se trajo de su cautiverio un horror intenso por el sufrimiento de los
cristianos en África y se esforzó por despertar en los corazones de sus compatriotas
no solo compasión, sino un espíritu de caridad que les llevara a contribuir a la
redención de los cautivos. Así, propone una serie de imágenes de sufrimiento para
conmover mejor el corazón del público e inspiradas en lo que había experimentado en
persona. Aurelio y Silvia, dos amantes prometidos, son cautivados y respectivamente
amados por Yusuf y Zara, los moros que los poseen. Siguiendo el viejo estilo español,
los sentimientos se personifican y aparecen en escena. Fátima, la confidente de Zara,
busca mediante encantamientos despertar en Aurelio el amor por su ama. Una Furia
le dice que no se le puede imponer eso a un cristiano, pero la Necesidad y la Ocasión
acuden para conmoverle con tentaciones que le susurran y de las que él se hace eco
en sus pensamientos. Casi cae en la trampa que le tienden llenando su mente de la
visión de la comodidad y placeres que experimentaría al ceder, en lugar de las
tribulaciones presentes, pero resiste la tentación y finalmente se le libera con Silvia.
Además de esta, vemos la imagen de dos cautivos que escapan y cruzan el desierto
hacia Orán, como en una ocasión planeó hacer el propio Cervantes. Uno de ellos se
presenta agotado y hambriento, dispuesto a volver a la cautividad para esquivar la
muerte. Le reza a la Virgen y aparece un león que le guarda y guía en este camino
oscuro y solitario. Para despertar todavía más compasión en el público hay una
escena en la que un pregonero aparece vendiendo a una madre, un padre y sus dos
hijos: el mayor tiene conciencia de la situación y de las pruebas que le esperan y que
afrontará con firmeza; el menor no siente nada más que miedo de que le arranquen
del lado de su madre. Un mercader compra al menor y le ordena seguirle:
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mi madre por ir con otro.
MADRE: Ve, hijo, que ya no eres
sino del que te ha comprado.
HIJO: ¡Ay, madre!, ¿habéisme dejado?
MADRE: ¡Ah, cielo, cuán crudo eres!
MERCADER 1.º: Anda, rapaz, ven conmigo.
HIJO: Vámonos juntos, hermano.
HERMANO: No puedo ni está en mi mano.
PADRE: El cielo vaya contigo.
MADRE: ¡Oh, mi bien y mi alegría,
no se olvide de ti Dios!
HIJO: ¿Dónde me llevan sin vos,
padre mío y madre mía?
MADRE: ¿Quieres que hable, señor,
a mi hijo aun no un momento?
Dame este breve contento,
pues es eterno el dolor.
No conoces tu desdicha,
aunque estás bien dentro de ella,
puesto que el no conocella
lo puedes tener a dicha.
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que esta reina de bondad,
de virtud y gracia llena,
ha de limar tu cadena
y volver tu libertad.
Al final de la obra Juan es seducido con ropas elegantes y manjares para convertirse
al islam. Cuando pensamos en el horror que los españoles albergaban por los
renegados y los salvajes castigos a los que les sometían podemos imaginar el efecto
que estas escenas, vivamente escenificadas ante ellos, deben de haber producido. La
comedia acaba con la llegada de un navío con un fraile a bordo encargado de la
redención de los cautivos, y con la alegría universal que esto provoca en los
cristianos. Cervantes la había sentido en sus carnes y bien podía pintarla. La comedia
en conjunto, aunque sin trama y convertida en una obra salvaje y extraña por la
introducción de personajes alegóricos, está aún así llena del interés que producen las
situaciones patéticas y los sentimientos naturales que representa simplemente pero de
manera vivida. Sin duda, despertó sentimientos de horror y compasión, incluso de
venganza, en el público español. En algunos aspectos, nosotros no compartimos estos
sentimientos y cuando uno de los cautivos cuenta la cruel muerte de un sacerdote
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quemado a fuego lento por los moros para vengar a un moro ejecutado por la
Inquisición nuestra indignación se centra más bien en esa nefanda institución que, sin
provocación previa, castigaba a aquellos que profesaban la fe de sus padres y que
llenó todo el mundo de odio a su nombre. Esto no lo pudo sentir Cervantes y al leer
sus obras y las de sus compatriotas nada enerva nuestros sentimientos tanto como la
alabanza de las salvajes crueldades de los dominicos y la inhumana reprobación que
se expresa por los que osaban a vengarse de las ofensas que recibían.
¡Qué abismo entre estas obras y Don Quijote! Se diría que Cervantes descansaba
como una vela apagada; de repente, una chispa toca el pábulo y la convierte en llama.
Don Quijote es perfecto en todas sus partes. La idea original es admirable: la imagen
de un viejo hidalgo que se alimenta manejando sus novelas hasta que quiere
convertirse en protagonista de una de ellas es fiel a la más pura verdad de la
naturaleza. Y ¿cómo ha desarrollado la historia? Don Quijote es tan valeroso, noble,
principesco y virtuoso como los mejores de los caballeros a los que imita. Si hubiera
emprendido el desafío de la caballería andante y después se hubiera hundido con las
penurias subsiguientes, habría sido simplemente un loco y nada más. Pero
enfrentándose a todo y soportándolo todo con valor y ecuanimidad se convierte
realmente en el héroe que deseaba ser. Todos los desgraciados se dirigían a él para
obtener ayuda, seguros de su resolución e interés, y así Cervantes muestra la
excelencia y perfección de su genio. La segunda parte se concibe con un espíritu
diferente de la primera y para disfrutarla como merece debemos comprender las
circunstancias que la rodean. Cervantes no quería repetirse. Hay menos
extravagancia, menos locuras del protagonista. Ya no toma las ventas por castillos, ni
un rebaño de ovejas por un ejército. Ve las cosas como son, aunque sigue siendo tan
hábil como antes para teñirlas con el matiz que convenía a su locura. Esto hace la
segunda parte menos entretenida para el público general, menos original, menos
brillante; pero es más filosófica, más llena del espíritu del autor: muestra la profunda
sagacidad de Cervantes y su perfecto conocimiento del corazón humano. En
contrapartida, pues la segunda parte no es tan perfecta como la primera, tenemos los
indignos trucos de la duquesa: muy lejos del benévolo disfraz de la princesa
Micomicona, los engaños de esta gran señora son tan vulgares como crueles.
Los más grandes hombres han considerado Don Quijote el mejor libro escrito
jamás. Godwin dijo «A los veinte años, Don Quijote me pareció cómico; a los
cuarenta, me pareció ingenioso; ahora, cerca de los sesenta, me parece el libro más
admirable del mundo». En los Literary Remains de Coleridge hay más opiniones
admirables sobre el Quijote. Son demasiado largas para insertarlas aquí, pero no
puedo evitar citar el contraste que traza entre el hidalgo y Sancho Panza. Dice: «Don
Quijote pierde finalmente el juicio, pues su entendimiento se enferma y así, y sin
desviarse en lo más mínimo de la verdad de la naturaleza, sin perder la más mínima
característica de un individuo, se convierte en una sustancial alegoría viviente, en una
personificación de la razón y el sentido moral privados de juicio y entendimiento.
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Sancho es lo contrario. Es el sentido común sin razón o imaginación y Cervantes no
solo muestra la excelencia y el poder de la razón en Don Quijote, sino, en él y en
Sancho, los perjuicios que resultan de separar los dos componentes principales de una
inteligencia sana y una acción moral. Si se juntan amo y criado forman un intelecto
perfecto; pero están separados y sin ligazón, y por tanto, como los dos necesitan del
otro para alcanzar la completud, los dos alcanzan a veces a dominar al otro, pues el
sentido común, aunque vea lo irrelizable y poco práctico de los dictados de la
imaginación y la razón abstracta, no puede evitar plegarse a ellos. Los dos personajes
dominan el mundo, convirtiéndose alternativamente en burlador y burlado. Darles
cuerpo y combinar lo permanente con lo individual es una de las más altas creaciones
del genio y casi solo ha sido alcanzada por Cervantes y Shakespeare»[91].
Había planeado analizar en detalle las Novelas o cuentos de Cervantes, pero no
queda espacio. Están entre sus mejores obras. No pueden competir con lo mejor de
Boccaccio: no tienen su energía de pasión, su ternura que derrite las almas, su poder
trágico y su gracia sin par. Pero los cuentos de Cervantes están llenos de interés y
diversión. Tienen el mérito de ser perfectamente morales: las titula Novelas
ejemplares y el adjetivo no es algo que tengamos que leer por encima u omitir. Es
curioso que si la intriga de sus comedias era tan mala la de algunas de estas novelas
sea tan buena que Beaumont y Fletcher, que han entendido como ningún dramaturgo
el arte de construir obras teatrales, han adaptado dos («La señora Cornelia» y «Las
dos doncellas»)[92] y de tal modo que las siguen línea por línea y escena por escena.
Hay una hermosísima entrevista nocturna en «Las dos doncellas» entre un caballero y
una dama, a la orilla del mar; Beaumont y Fletcher se han limitado a traducirla y
versificarla y constituye una de las escenas más eficaces de su obra[93].
El Viaje del Parnaso tiene el típico defecto español de la excesiva longitud; en lo
demás, es una obra de gran mérito: las partes jocosas son juguetonas, la maquinaria,
poética, la trama, muy adecuada al género burlesco. Había un poema escrito sobre el
tema del viaje al Parnaso obra de Cesare Caporali, un italiano de Perugia. Cervantes
comienza su poema mencionando la vuelta del italiano y explicando cómo él, que
siempre había deseado merecer el título de poeta, se resolvió a seguir su ejemplo. En
una alegre burla de su pobreza, describe su partida: un trozo de pan y un queso en su
maleta eran todas sus provisiones, «útil al que camina, y leve peso»[94], y luego se
despide de su humilde morada:
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Adiós, sitio agradable y mentiroso[95].
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La racamenta, que es siempre parlera,
toda la componían redondillas,
con que ella se mostraba más ligera.
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todos en popa, y todos se mostraban
al gran viaje solamente atentos.
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LOPE DE VEGA
(1562-1635)
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H AY un refrán inglés referido a las personas que nacen «con un pan bajo el
brazo»[1]. Pensamos en este dicho cuando comparamos las carreras de
Cervantes y Lope de Vega. Si juzgáramos el caso sin investigarlo, imaginaríamos que
no hay nadie con más probabilidades de obtener popularidad con su obra que el autor
de Don Quijote. Su carácter era alegre y ajeno a la queja y mostró un corazón ligero
hasta el último momento, lo que le censuró un rival envidioso (Figueroa), que señala
que su debilidad era tal que hasta en el lecho de muerte escribió prefacios y
dedicatorias, prefacios que están, como hemos visto, llenos de animación y agudeza.
Sin embargo, vivió en la miseria, murió en el olvido y su tumba solo fue honrada por
sus amigos; en contraste, todo Madrid acudió a honrar el funeral de Lope y dos
volúmenes de elogios y epitafios forman una mera selección de lo que se escribió
para conmemorar su muerte. Es verdad que la posteridad ha sido más justa en otras
ocasiones: se han hecho grandes esfuerzos para publicar ediciones corregidas de las
obras de Cervantes y para dilucidar detalles sobre su vida; en contraste, los veintiún
volúmenes de las Obras sueltas de Lope están llenos de errores y sus comedias solo
se encuentran en panfletos mal impresos, tanto en lo relativo a la tipografía como al
sentido.
Resulta curioso leer los epítetos encomiásticos que se acumulan para alabar a este
favorito del siglo durante su vida y en los años inmediatamente posteriores a su
muerte. Su amigo y discípulo Montalbán adopta una fraseología muy similar a la que
se usa para referirse al emperador de la China cuando le llama «hermano del sol» y
«tío de las estrellas». Con toda la pompa de la hipérbole española le denomina
«portento del orbe, gloria de la nación lustre de la patria, oráculo de la lengua, centro
de la fama, asumpto de la invidia, cuidado de la fortuna, Fénix de los siglos, príncipe
de los versos, Orfeo de las ciencias, Apolo de las Musas, Horacio de los poetas,
Virgilio de los épicos, Homero de los heroicos, Píndaro de los líricos, Sófocles de los
trágicos y Terencio de los cómicos, único entre los mayores, mayor entre los grandes,
y grande a todas luces y en todas materias»[2]. Esta era la manera habitual para
referirse a Lope, cuyo común apelativo era Fénix de España. Y hoy en día, que las
ediciones de Don Quijote se multiplican y que cada hora que pasa aumenta la fama de
Cervantes, nos preguntamos acerca de Lope, sobre todo para descubrir la causa de
esta enorme admiración que suscitó en su tiempo. La biografía escrita por Montalbán,
la compilada con tanto cuidado y elegancia por Lord Holland y varias investigaciones
aparecidas en diversos números del Quarterly Review (escritas, pensamos, por Mr.
Southey[3]) son, amén de las obras del propio Lope, nuestra principal guía para trazar
su vida en las páginas siguientes[4].
Lope de Vega Carpio nació en Madrid[5], en la casa de Jerónimo de Soto, cerca de
la puerta de Guadalajara, el 26 de noviembre de 1562, el día de san Lope, obispo de
Verona, y fue bautizado el 6 de diciembre en la iglesia parroquial de San Miguel de
los Octoes. Sus padres estaban en la misma situación que los de Cervantes: hidalgos,
pero pobres. Tenemos una relación sobre Félix de Vega, padre del poeta, que nos le
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muestra como un hombre bueno y piadoso y como un padre responsable. Era muy
cuidadoso con sus deberes religiosos y tenía sus habitaciones en el hospital de la
corte, adonde sus hijos le acompañaban para realizar diversos trabajos de poca monta
y para lavar los pies de los pobres, reconfortando y ayudando a los convalecientes
con ropas y dinero. El buen ejemplo que implantó impartió así un giro caritativo y
piadoso a la vida de Lope, y aún más a la de su hermana mayor, Isabel de Carpio, que
era especialmente piadosa y que murió en 1601[6]. Félix de Vega también era poeta,
como nos cuenta su hijo en el Laurel de Apolo en algunos versos de alusión
respetuosa y de buen gusto[7], así que añadió la herencia de un temperamento poético
al de la instrucción piadosa.
El niño dio pronto grandes muestras de talento. Lo que se nos dice no sobrepasa
lo que se cuenta de otros niños prodigio y estamos dispuestos a creer las relaciones
que conserva la tradición acerca de este maravilloso niño que, fueran cuales fueran
sus otros méritos, demostró ser hasta el final de su vida el príncipe de las palabras,
pues escribió más que cualquier otro ha escrito jamás, y podemos creer, pues, que
adquirió el arte de usarlas antes que otros. A los dos años ya era notable por la
vivacidad de sus ojos y la gracia de sus palabras, dando así, tan temprano, muestras
de su carrera posterior. Incluso entonces se mostraba ya deseoso de aprender. Sabía
las letras antes de poder hablar, repitiendo su lección mediante signos antes de poder
pronunciar las palabras. A los cinco años sabía leer español y latín y tal fue su pasión
por los versos que antes de saber manejar la pluma sobornaba a sus compañeros de
colegio con parte de su desayuno para que le escribieran lo que les dictaba, y luego
canjeaba sus creaciones por impresos o poesías. Así, en verdad «balbuceó en
metro»[8], como dice de sí mismo en la epístola antes referida: «Apenas supe hablar
cuando advertido / de las febeas musas escribía / con pluma por cortar versos en
nido»[9], lo que constituiría otra prueba de talento innato, si hiciera falta demostrarlo,
o demostrar que brilla el sol a mediodía. A los doce dominaba la retórica y gramática,
y asimismo la escritura en latín, así en prosa como en verso. A este último triunfo
debemos ponerle algunos límites: debió de ser tan erudito como sus maestros, y eso
no era mucho, pues los versos latinos que publicó más adelante en su vida los supera
cualquier alumno del cuarto año de Eton. Además de estas habilidades clásicas, había
aprendido baile, esgrima y canto.
Fue huérfano desde muy joven y su disposición vivaz le metió en varios
problemas y aventuras. La más importante fue su fuga de la escuela cuando tenía
catorce años, movido de su deseo de ver el mundo. Para hacerlo se puso de acuerdo
con un amigo suyo, Fernando Muñoz, que albergaba un deseo semejante. Se
prepararon como pudieron para las necesidades del viaje y llegaron a pie hasta
Segovia, donde compraron una mula por quince ducados. Con ella continuaron hasta
La Bañeza y Astorga, donde al encontrar, suponemos, las diversas incomodidades
que vemos detalladas en el Lazarillo de Tormes y otras obras picarescas, y que eran
inevitables en las posadas españolas, se cansaron y decidieron volver a casa. Cuando
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llegaron a Segovia sus bolsas estaban ya desprovistas de dinero suelto y tuvieron que
recurrir a un platero, uno para vender una cadena y el otro para cambiar un doblón.
Esto despertó las sospechas del platero, que hizo llamar al juez, y el juez —milagro
en España— era justo, ya que, como dice Montalbán, «debía de estar bien con su
conciencia»[10], pues ni les robó ni les arrojó a prisión, sino que les interrogó y,
viendo que sus declaraciones coincidían y que su error había sido producto de su
juventud, y no del vicio, les envió de vuelta a Madrid con un alguacil, que les puso,
con sus doblones, cadena y todo, en manos de sus parientes. «Lo cual», dice
Montalbán «se ejecutó brevemente y a poca costa, tanta era entonces la justificación
de los ministros, que el día de hoy para ocho días de pleito no hubiera harto en un
patrimonio»[11].
El joven se fue poco después a vivir a casa del gran inquisidor, don Jerónimo
Manrique, obispo de Ávila. Parece que estaba allí en calidad de protegido suyo y que
el obispo consideró que su talento merecía protección y apoyo. Su propia versión es
«Criome don Jerónimo Manrique»[12]. Lope deleitó al prelado con las diversas
églogas que escribía y con una comedia titulada La pastoral de Jacinto de la que
Montalbán data el cambio que introdujo Lope de Vega en el teatro español. Esta
comedia no se conserva y por tanto es imposible juzgar sus méritos[13], pero el título
de «pastoral» parece sugerir que es una mera imitación de las comedias de moda en
esa época. De hecho, el panegirista solo menciona una diferencia: que redujo el
número de actos a tres. Montalbán prosigue afirmando que Lope, en este momento,
produjo varias comedias de éxito, pero esto procede más de una confusión de
expresiones que de un error: es cierto que las escribió, pues lo afirma él mismo, pero
no hay nada que permita afirmar que se representaron. Mientras, sintiendo que su
conocimiento era somero y su educación incompleta, con apoyo del obispo estudió en
la Universidad de Alcalá, donde permaneció cuatro años hasta licenciarse[14],
distinguiéndose entre sus compañeros en los exámenes.
Al dejar la Universidad de Alcalá entró al servicio del duque de Alba[15], que se
aficionó a él y que le hizo no solo su secretario, sino su favorito. Surge una duda
acerca de la identidad de este duque, pues puede tratarse del opresor de los Países
Bajos o de su sucesor[16]. La cronología parece indicar que fue el primero. Ya hemos
mencionado en esta obra que el duque de Alba —cuyo nombre, en Holanda y entre
nosotros, está manchado con toda la infamia que producen la crueldad inclemente, el
ciego fanatismo y la alevosía— era considerado en España el héroe de la época. Lope
menciona en la Arcadia una estatua de la que dice: «Aquel, finalmente, cuya cabeza
cana adornan las siempre verdes hojas de la ingrata Dafnes por tantas Vitorias
merecidas, es el inmortal soldado don Fernando de Toledo, duque de Alba, tan
justamente digno de aquella fama que de los penachos de la celada ves levantar al
cielo con la trompeta de oro, por donde para siempre contará sus hazañas y dilatará su
nombre del Tajo español al africano Mutaceno, y desde el Sebeto napolitano hasta el
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francés Garona. Este será Pompilio en la religión, Radamanto en la severidad,
Belisario en el galardón, Anaxágoras en la constancia, Epaminundas en la
magnanimidad, Temístocles en el amor de la patria, Periandro en el matrimonio,
Pomponio en la verdad, Alejandro Severo en la justicia, Atilio en la fidelidad, Catón
en la modestia y, finalmente, Timoteo en la felicidad de la guerra»[17].
Escribió la Arcadia a petición del duque de Alba. Se ha mencionado que imitar la
obra pastoril de Sannazaro era una moda en España. La Diana de Montemayor, su
continuación de Gil Polo y La Galatea de Cervantes fueron leídas con entusiasmo.
Solo podemos especular sobre cuál era el encanto del género, pero lo sentimos
cuando leemos la Arcadia de Sir Philip Sydney. La vida puramente sentimental de los
pastores y pastoras, con sus rebaños, zampoñas y fieles perros, parece eliminar la
parte más ruin de la existencia y permitirnos vivir solo para los afectos, un estado,
aunque impracticable, siempre atractivo. Y cuando añadimos a esto el delicioso clima
de España, que le daba a la vida pastoril todo lo amable y ameno de la naturaleza, nos
sorprendemos menos de la extensión de este gusto. Lope era muy joven cuando se
unió al resto de escritores y compuso su Arcadia. Hay exageración en su estilo y
sentimientos, pero nadie puede manejarla sin darse cuenta del talento del autor. Las
poesías que se encuentran repartidas por el volumen tienen ese peculiar talento de
Lope, claridad y un fácil y grácil fluir de las ideas, como, por ejemplo, en la canción
imitación de la Antigüedad que comienza:
La trama es escueta y natural en grado sumo. Pero seguiremos el ejemplo que nos
presenta, resumiéndola brevemente, para explicar así la coincidencia alrededor de la
que gravita[19]. Anfriso y Belisarda son amantes. Anfriso es de tan alta cuna que cree
que Júpiter fue abuelo suyo. Pero los padres de Belisarda la quieren casar con el rico,
ignorante y vulgar Salido. Anfriso es obligado a partir a una región lejana, pero, por
una afortunada circunstancia, allí lleva también a la joven el padre de Belisarda y los
amantes se ven y disfrutan de la mutua presencia hasta que se transforman en el
centro de la murmuración y, a petición de su amada, Anfriso parte a Italia para
confundir los malos pensamientos de los maliciosos. Se pierde en su errar y llega a
una caverna en la que reside el mago Dardanio, que promete concederle cualquier
deseo que le pida, por imposible que parezca. Anfriso, con una moderación
sorprendente para mentes más avariciosas, como las nuestras, solo pide ver el objeto
de su amor. La contempla cuando ella está en conversación con un rival al cual,
movida por la piedad, le regala una cinta negra, lo que hace arder de celos a Anfriso,
que planea vengarse de su perfidia asesinándola. Pero Dardanio se lo lleva en un
remolino. Poco después regresa a casa y para herir a Belisarda simula estar
enamorado de la pastora Anarda, mientras que ella, para vengarse a su vez, favorece
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públicamente a Olimpio. Los dos sufren mucho y mucho más cuando, llevada por la
desesperación, Belisarda se casa con Salicio. Al poco, ella y Anfriso se ofrecen
explicaciones, pero ya es demasiado tarde. La única solución que le queda a Anfriso
es olvidar, y gracias a la sabia Polinesta y una visita a las Artes Liberales en la que
conoce a una serie de damas —Lógica, Retórica, Aritmética y Geometría, con otras
no menos agradables, como Perspectiva, Música, Astrología y Poesía—, llega al
templo del Desengaño o Des-ilusión, donde las cosas se perciben como son en
realidad, las pasiones dejan de afectarnos, la imaginación de engañarnos y el
enamorado pastor se convierte en un hombre racional.
La composición de esta historia ha dado pie a una conjetura singular. Cuando
Montemayor escribió La Diana y Gil Polo la continuó y Cervantes compuso «aquel
vestido / con que al mundo la hermosa Galatea / salió para librarse del olvido[20]», se
sabe que disfrazaron sus pasiones y tristezas en los personajes pastoriles que sacaron
a escena. Pero Lope no es el protagonista de la novela. Se supone que Anfriso
representa al propio duque de Alba —el tirano, el destructor— que, parece, le pidió a
este joven protegido que inmortalizara sus amores de juventud con el estilo en que
otros autores habían representado los propios. Hay muchas pruebas para sustentar
esta hipótesis[21]. En los versos preliminares de la Arcadia hay un soneto de Anfriso a
Lope de Vega que se dirige a él como «Belardo», pseudónimo que usó Lope para
representarse en obras pastoriles y que muestra, por el contexto, que fue escrito por
un hombre importante que protegía al poeta.
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que era relatar una historia real de modo que satisficiera a las dos partes»[23].
Montalbán apunta a lo mismo cuando dice que Lope escribió este libro por
mandato del duque y lo llama un «enigma misterioso de sujetos altos, desalumbrado
en el rebozo de pastores humildes»[24]. Y el propio Lope dice «La Arcadia es historia
verdadera»[25] e insiste asimismo en ello en el prólogo a la obra en sí, reiterando que
describe las penas de otros y no las propias. Asume para sí el nombre de Belardo,
pero se presenta solo como un pastor español pobre y perseguido por la adversidad.
En la conclusión aparece de nuevo como Belardo, dirigiéndose a su zampoña y
despidiéndole de la historia que ha relatado[26]. Aquí medita dejar las riberas del
Manzanares (el río de Madrid) y buscar un nuevo amo y vida: «Que más vale, cuando
se ha perdido algún bien, huir del lugar en que se tenía que no verle tan cerca de que
otro dueño le posea que el ejercicio de una memoria triste vaya consumiendo el alma.
Ya no será la mía Tántalo de mis deseos, pues voy donde mis ojos me den el agua que
mis desdichas me niegan. La fortuna llevo dudosa, pero ¿qué puede suceder mal a
quien en su vida tuvo bien? El que yo tenía perdí, más porque no le merecía gozar
que porque no le supe conocer; pero consuélome con que voy seguro de mayor
desdicha»[27].
Como la Arcadia fue escrita en su juventud, pero no se publicó hasta 1598, es
imposible saber a qué periodo particular de su carrera o a qué desgracias alude
arriba[28].
Sería una materia digna de un pintor retratar al viejo y canoso duque —el
perseguidor de héroes, asesino de inocentes, pero que mantuvo siempre la conciencia
satisfecha y la dignidad de la virtud— confiando su historia de amor al joven oído de
Lope, o escuchando con deleite cuando Lope le leía la trama de su amor juvenil
vestido con el imaginativo ropaje de la égloga y la imaginería idealizante de la
poesía.
Lord Holland nos ha proporcionado muestras de la poesía de la Arcadia en su
biografía de Lope, pero nos remitimos a sus páginas y concluiremos señalando que,
pese a los conceptos, el falso gusto y la exageración, hay mucho genio, mucha poesía
de verdad, mucha simplicidad y realidad, versos llenos de dulzura y gracia, y una
lucidez de expresión que le recuerda al lector a Metastasio, que de hecho era un
amante del verso español y que no ha sido jamás superado en la cristalina claridad de
sus expresiones y la cincelada perfección (por decirlo así) con que representa sus
ideas.
La Arcadia, aunque escrita pronto, no fue publicada, como hemos dicho, hasta
1598 y se conjetura que la muerte de su protagonista, el duque de Alba, fue la causa
del retraso. Pero podemos añadir que Lope escribió mucho pero no publicó nada
antes de esa época, en la que, habiéndose hecho célebre con sus comedias, hizo
imprimir la mayor parte de sus obras de juventud.
Lope dejó el servicio del duque de Alba al casarse con una noble dama, doña
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Isabel de Urbina, hija de don Diego de Urbina, heraldo[29]. El matrimonio se celebró
contra los deseos de los amigos de las dos partes y la dama fue alabada por su virtud
y discreción. Sin embargo, Lope no disfrutó durante mucho tiempo de la felicidad
doméstica. «Es pues el caso», dice Montalbán, «que había en este lugar un hidalgo
entre dos luces[30] (que también hay crepúsculos en el origen de la nobleza como en
el nacimiento del día), de poca hacienda pero de mucha maña para comer y vestir al
uso, sin más oficio que la asistencia en las conversaciones, donde pedía barato con
desahogo a título de decir donaires a los presentes y cortar de vestir a los que no
estaban delante. Supo Lope que una noche había entretenido la curiosidad del
auditorio a su costa y disimuló la descortesía, no por temor sino por desprecio, que
hay hombres que aun no merecen la ira del ofendido; mas viendo que porfiaba en su
civil tema, cansose, y sin tocar en la sangre ni en las costumbres, que lo primero es
impiedad y lo segundo despropósito, le pintó en un romance tan graciosamente que
causó en todos risa»[31]. El aspirante a agudo se enfadó —nadie se ofende más
fácilmente que los que se toman la libertad de ofender al prójimo— y retó a Lope a
un duelo, pelearon y el caballero resultó gravemente herido. Esta fue la causa
principal que obligó a Lope a abandonar Madrid, aunque Montalbán menciona otros
roces que había tenido en su juventud y que sus enemigos aprovecharon para evocar
en su contra. Entristecido, dejó su mujer y hogar y se fue a vivir a Valencia, donde se
le trató con distinción y amabilidad.
Permaneció varios años en Valencia y sin duda escribió allí mucho, aunque no
publicó nada en ese periodo. En esa ciudad trabó amistad con Vicente Mariner[32],
que también era un prolífico poeta cuyas obras permanecen inéditas en las bibliotecas
españolas. Entre estas hay muchas en honor y memoria de Lope y atacando
furiosamente a sus enemigos, tan furiosamente que se pueden considerar injurias y
que muestran que en vez de discutir un caballero español se podía rebajar a insultar,
como han hecho antes que Mariner otros hombres de letras[33].
Después de unos años Lope volvió a Madrid y tal fue su alegría al recorrer los
escenarios en que transcurrió su juventud y al verse reunido con su mujer que hasta
su salud se vio afectada. Sin embargo, no disfrutó mucho de esta felicidad
reencontrada: su mujer murió al poco de su regreso. Su muerte fue celebrada en una
égloga que escribieron conjuntamente Lope y Medina Medinilla. Las estrofas que
compuso Lope están llenas de la más tierna tristeza e impaciente desesperación, pero
no hay una palabra en ellas acerca de su separación: se queja contra la muerte por
haberles alejado y le implora que le lleve con Isabel donde puedan vivir juntos y
seguros para siempre.
Casi inmediatamente después, se hizo soldado y se unió a la Armada
Invencible[34].
Las causas de esta aparente rareza se interpretan de modo diverso. Montalbán lo
atribuye principalmente a la pena por haber perdido a su mujer. En la «Égloga a
Claudio», que Lope escribió con la pretendida intención de relatar los hechos de su
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juventud, pero en la que no menciona aventuras anteriores al periodo que nos ocupa,
dice que fue desterrado de Filis y que buscó alivio de esta aguda tristeza cambiando
el clima y el elemento y, con la ayuda de Marte, se fue a Lisboa con las tropas
castellanas y un mosquete al hombro, desgarrando para hacer cartuchos los versos
que había escrito en alabanza de su dama. En varios de sus sonetos arguye la misma
razón para explicar su carrera militar[35].
Está de moda en nuestros días saquear todos los rincones ocultos de la vida de un
hombre y arrojar luz sobre todos los errores y locuras que él habría querido consignar
al olvido. Los escritores ofrecen un blanco más fácil que otros para ese tipo de
investigaciones, pues siempre podemos por lo menos imaginar que estamos
rastreando algo de la personalidad del escritor en sus palabras y formar así un tejido
de algún tipo con estos retales. Lope lo sabía y en una de sus epístolas se lamenta de
que, al publicar sus versos, ha perpetuado la memoria de sus locuras. «Los dulces
versos tiernamente han sido», dice «piadosa culpa en los primeros años; / ¡ay, si los
viera yo cubrir de olvido! / Bien hayan los poetas que en extraños / círculos
enigmáticos escriben, / pues por ocultos no padecen daños»[36]. No sabríamos que
hay que amplificar esta parte de su vida si no fuera por las conjeturas que ofrece un
artículo antes citado y aparecido en el volumen XVIII de la Quarterly Review. El autor
del artículo, al mencionar el segundo matrimonio de Lope, dice: «Lope habla de este
matrimonio como una unión feliz. Sin embargo, entre los sonetos hay dos que pueden
hacer sospechar que su corazón estaba en otro lugar. Del primero de ellos deducimos
que no amaba a la mujer con la que se casó; y del segundo, que se había enamorado
tristemente de la mujer de otro. Esta última suposición cobrará más fuerza si
demostramos que pintó su propia vida en La Dorotea, una de las más singulares y, si
nuestra hipótesis no resulta cierta, de las más oscuras de todas sus obras»[37].
Suponiendo que en estos sonetos y en La Dorotea se refiere a sí mismo,
pensamos que hay pruebas para demostrar que aluden a su juventud, su primer
matrimonio y todas las desgracias consiguientes, para huir de las cuales se embarcó
en la Armada Invencible. Ciertamente, el periodo de su primer matrimonio y las
causas de su largo exilo a Valencia está rodeado de gran oscuridad. Su rival en el
duelo era una persona sin importancia y solo resultó herido, así que aunque el duelo
le pudo haber hecho huir, no pudo haberle forzado a prolongar tanto su ausencia. No
alude a ninguna de estas circunstancias en la «Égloga a Claudio». En la «Epístola al
doctor Gregorio de Angulo» parece intimar que, ya casado, amaba a otra mujer, o que
no fue feliz en su primer matrimonio[38]. Montalbán, al hablar de su huida a Valencia,
menciona, además del duelo, algunos roces de juventud que sus enemigos,
aprovechando la oportunidad, usaron para atacarle[39]. En un elogio funeral que
escribió para Lope don José Pellicer encontramos estas expresiones: «Hicieron
oposición a las excelentes prendas de Lope algunos enemigos poderosos, que le
obligaron a naufragar peregrino varias veces. […] Fuele en peregrinaciones y en
naufragios fiel compañera su pluma, que le dio patria y amparo en estrañas
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provincias»[40].
Reuniendo todas estas circunstancias y pistas parece evidente que Lope sufrió
grandes adversidades en estos años. Su ilustre mecenas, el duque de Alba, murió al
poco de casarse. Cuando el duelo y otras circunstancias le hicieron huir no tenía a
ningún protector poderoso que le apoyara y se vio obligado a ausentarse durante
años. Durante este largo periodo fuera de su hogar, y con tan solo unos veinticuatro
años de edad, no es imposible ni extraño que iniciara alguna desgraciada relación
amorosa.
Los sonetos que menciona y traduce Mr. Southey son los siguientes:
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No es mucho mal la ausencia, que es espejo
de la cierta verdad, o la fingida;
si espera fin, ninguna pena es pena.
Estos sonetos son dos de muchos, todos dirigidos a una dama a la que llama
Lucinda[43]. En general, tratan de su crueldad y sus sufrimientos. No proporcionan
una fecha que certifique en qué periodo fueron escritos, pero se publicaron en 1604,
en vida de su segunda esposa, con la cual hay pruebas de que vivió en armonía, y
nunca la habría ofendido publicando que deseaba verla muerta. Esta circunstancia
significa que se refieren a sus pasiones de juventud.
La Dorotea es, ciertamente, una obra singular y la hemos leído con cuidado para
descubrir qué hay en ella que nos dé la idea de que el libro se refiere a su vida. Y
vamos a resumir brevemente la obra, dispersa y tediosa, que no atraerá a ningún
lector, pero que al menos presenta una imagen vivida de las costumbres españolas y
que, en lo relativo a Lope, debe leerse con creciente interés. Debemos partir del
hecho de que esta obra fue una de las últimas que publicó y que la menciona como
una de sus preferidas en su vejez, pero fue escrita en Valencia, durante su
juventud[44].
La Dorotea no es una obra de teatro. Es una historia narrada en diálogo, un tipo
de composición que se ha dado en llamar últimamente «escenas dramáticas». Está en
prosa, con algunos poemas intercalados. Es, como es habitual, muy dispersa, e
incluso incoherente y oscura en partes, y cuenta las aventuras de un joven que, se
conjetura, representa al propio Lope.
Don Fernando, el protagonista de la obra, dice de sí mismo que al morir sus
padres y verse sumido en la pobreza se fue a las Indias a probar fortuna, pero al no
conseguir prosperar regresó a Madrid, donde fue recibido con hospitalidad por una
pariente suya. Esta señora tenía en casa una hija y una sobrina, llamada Marfisa, de la
que Fernando se enamoró en cierto sentido. Desgraciadamente, la joven se vio
obligada a casarse con un caballero de posición elevada y de mérito, pero ya anciano.
Los amantes se separaron llorando, pero el matrimonio duró poco, pues el marido
murió poco después. Mientras, Fernando, el mismo día de la boda de Marfisa, conoce
a Dorotea. Tenía entonces, nos dice, veintidós años; Dorotea, quince, y era tan bella
que no se puede describir. Parecían hechos el uno para el otro y aunque se acababan
de conocer parecía que se hubieran tratado durante años.
Dorotea estaba casada, pero su marido estaba lejos, en la India. La cortejaba un
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príncipe extranjero con el que coqueteaba, dándole grandes esperanzas y pequeños
favores. Al final Fernando se libra de este poderoso rival, pero sufrió los ataques de
otro mal, el mal de la pobreza, y los pensamientos que engendra la falta de dinero le
llenaron de melancolía. Dorotea observa su tristeza y él confiesa la causa. Ella le
promete enseguida dejar todas las fiestas y diversiones y le envía a casa sus joyas y
plata en dos cofres. Él las gasta y aún así vuelve a apelar a los recursos de su amada
hasta el extremo que ella se ve obligada a privarse de ropa apropiada y a asumir
trabajos desacostumbrados para mantenerle.
Esto duró cinco años, punto en el que comienza la obra, cuando una vecina
entrometida, Gerarda (enviada por don Bela, un criollo[45] que también resulta ser un
rico admirador de Dorotea) insulta a Teodora, madre de Dorotea, sacándole a relucir
el escándalo que provoca entre los vecinos la vida de Dorotea. Teodora se alarma y
ordena a Dorotea que deje de ver a Fernando. Ella, desesperada, se dirige
apresuradamente, y acompañada de su doncella, a casa del joven, a darle parte de las
tristes nuevas. Fernando lo toma fríamente y la deja ir de tal manera que le hace
pensar que ya no la ama. Pero cuando ella se va se sume en la desesperación y, picado
en parte porque ella osara considerar obedecer a su madre, y en parte demasiado triste
para quedarse más tiempo en una ciudad en la que ya no podría seguir viendo a
Dorotea, resuelve dejar Madrid e irse a Sevilla. Falto de medios, recurre a su vieja
amiga Marfisa y, fingiendo que ha matado a un hombre y se ve obligado a huir (cosa
que, se dice el protagonista, es cierta, pues el muerto él es mismo, y también, a un
tiempo, el que se ve forzado a ausentarse), Marfisa le da «el oro que tenía y las perlas
de sus lágrimas»[46] y, con esas riquezas, Fernando se va a Sevilla.
Dorotea se queda. Habla de su amante y de su triste destino con su doncella,
Celia. Entre otras cosas, Celia dice: «El escándalo que surgió fue ocasionado por los
versos que Fernando escribió en alabanza de su dama»[47]. Dorotea replica: «¿Qué
mayor riqueza para una mujer que verse eternizada? Porque la hermosura se acaba, y
nadie que la mira sin ella cree que la tuvo; y los versos de su alabanza son eternos
testigos que viven con su nombre. La Diana de Montemayor fue una dama natural de
Valencia de Don Juan, junto a León. Y Ezla, su río, y ella serán eternos por su pluma.
Así la Fílida de Montalvo, la Galatea de Cervantes, la Camila de Garcilaso, la
Violante del Camoes, la Silvia de Bernaldes, la Filis de Figueroa y la Leonor de Corte
Real»[48]. Pero aunque Dorotea ama a Fernando y le está agradecida por sus versos,
se muestra inconstante y le concede sus favores a su rico rival, don Bela.
Mientras, Fernando, incapaz de sufrir su ausencia, regresa. Se encuentran por azar
y Dorotea siente cómo renace su amor. Se queja de la crueldad de su madre y de las
desgracias del destino y luego deja intimar que ha sido infiel: «Todos fuistes contra
mí», dice, «ella [su madre] con injurias, Gerarda con hechizos, tú con dejarme, y un
caballero discreto con persuadirme»[49]. Sin embargo, y pese a esto, se reconcilian
durante un tiempo. Pero Fernando se vuelve frío e inquieto; asegurado del amor de
Dorotea, siente indiferencia hacia ella; seguro de su infidelidad, se enfada: se imagina
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que su honor ha sido herido a ojos del mundo por haberlo tolerado y resuelve romper
con ella. Ve en Marfisa el amor de su juventud: «Criámonos juntos Marfisa», dice,
«como otras veces habéis oído. Y aunque es verdad que fue el primer sujeto de mi
amor en la primavera de mis años, su malogrado casamiento y la hermosura de
Dorotea me olvidaron a un tiempo de sus méritos, como si jamás la hubieran visto
mis ojos. […] Volviendo a nuestra casa por la intempestiva muerte de su marido,
volvió a mirarme; pero sin efeto alguno de los que presumía el amor pasado, porque
un sujeto es imposible que tenga más de una forma, y no puede obrar acción alguna
faltando la potencia. […] Hice resolución de amar a Marfisa sin dejar a Dorotea. […]
Conocía Dorotea menos vivos mis afectos, y con serena templanza aquellas ansias de
verla por instantes. […] Como Dorotea no penetraba la causa, dormían los celos,
engañados del agravio que resultaba en mi honor de la amistad injusta de don Bela. Y
no se engañaba en parte, pues era la ocasión por que yo intentaba aborrecerla, con las
prevenciones de los remedios fundados en la asistencia a la hermosura y
entendimiento de Marfisa, que aunque no era con las gracias de Dorotea, tenía más de
señora y de recatada. Bien quisiera Dorotea quererme solo, pero ya no podía ser, ni el
interés la dejaba»[50].
Mientras, un desafortunado encuentro con su rival, al cual es forzado a dejar paso,
le incita a vengarse de Dorotea, y el destino le concede la ocasión para hacerlo. Por
error Fernando le envía una carta que le había mandado a él Marfisa. Esto provoca
una violenta disputa y se separan para no volver a verse nunca más. Un amigo de
Fernando le vaticina que habrá consecuencias de estas desgracias: le dice que será
demandado por Dorotea y su madre y que le meterán en la cárcel, pero que después
será liberado y desterrado. Antes de ello se enamorará de una joven dama con la que
se casará para disgusto de ambas familias. Le acompañará al destierro con gran
constancia y amor, pero morirá. Luego, él volverá a Madrid y Dorotea, ya viuda,
querrá casarse con él, pero su honor pesará más que sus riquezas y la rechazará.
Después será muy desafortunado en amor, pero con el auxilio de la oración saldrá de
esta situación y entrará en otro estado vital. Marfisa se volverá a casar con un hombre
de letras que dejará el reino con un honroso empleo, pero enviudará pronto y, casada
con un soldado español, será muy infeliz y al final será asesinada por su marido en un
ataque de furia. Fernando se asombra de estas profecías y anuncia su intención de
unirse a la Armada Invencible. Dorotea, por su parte, está enseñándose a no amarle,
rompe sus retratos y quema sus cartas. Pero mientras se halla deseando ser feliz con
don Bela, este es muerto en un duelo. Dorotea sale a la calle desesperada al oírlo y
Gerarda se cae a un pozo. «Esta es La Dorotea», dice el autor. «Lo que resta fueron
trabajos de don Fernando»[51].
Esta extraña historia está contada en diálogo, en gran parte vivo y natural, pero en
su mayoría pedante y tedioso más allá de lo imaginable. Por algún motivo, y a pesar
de sus inmoralidades, nos interesamos por Dorotea. Es tan franca, tan bella, tan
generosa. Mientras Fernando, por el contrario, resulta despreciable. Toma el dinero
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de Dorotea y luego, enfadado con la primera mención que ella hace de las injerencias
de su madre, la deja más por vengarse de ella que por sentirse triste: en toda la obra
se comporta de manera egoísta y poco generosa.
Resulta dudoso que Lope se representara así. Hay algo en el estilo del libro —el
recrearse en minucias, la realidad de las situaciones— que hace pensar que está
basado en hechos reales. Sin embargo, estos hechos no coinciden con los detalles de
su vida que conocemos. Si es él mismo a quien representa, lo hace a los veintidós o
veintitrés años, en el primer amanecer inexperimentado de su vida, en el cenit de las
pasiones, cuando el amor era la vida y cuando las consideraciones sociales y los
afectos más suaves todavía se situaban muy en el trasfondo. A este periodo alude
frecuentemente en sus epístolas, cuando menciona el peligroso mar de amor en que se
hallaba perdido antes de su segundo matrimonio, periodo en el que sitúa su paz y
felicidad. Todo esto prueba que sus alusiones a un amor desdichado no datan de esa
época feliz. También deducimos de estos diversos indicios que se enroló en la
Armada por mudar «de cielo y elemento»[52], con el fin de comenzar una nueva
carrera, queriendo convertirse en un hombre nuevo. Montalbán refuerza esta
interpretación cuando dice que emprendió esta iniciativa en un ataque de
desesperación, cuando deseaba dar a un mismo tiempo fin a su vida y sus penas. Así,
empujado por la adversidad, se enroló bajo las banderas del duque de Medina
Sidonia. Dejó Madrid y cruzó España para llegar a Cádiz, desde donde llegó a
Lisboa, donde se embarcó con un hermano suyo que era alférez de marina, título que
corresponde al nuestro de cadete o al de alférez en un cuerpo de infantería de marina.
Lope era un simple voluntario[53].
Ya sabemos las esperanzas optimistas de obtener una gloriosa victoria con que
partió la Armada Invencible. Las expediciones en corso o piratería de Drake y
Hawkins, aunque dentro de las costumbres de su tiempo y, de hecho,
deshonrosamente imitadas en estos últimos años[54], había provocado sentimientos de
ardiente animosidad y cruda venganza en los corazones españoles. Junto a estos
sentimientos naturales estaba el odio a la herejía inglesa, que yacía profundamente
arraigado en el corazón de Felipe II y le irritaba constantemente, y que era una pasión
que compartían sus súbditos. Consideraban la expedición de la Armada santa al
tiempo que patriótica. Lope sintió la fuerza de estos sentimientos: le deseó a la flota
invencible partir a quemar el mundo. No le faltaría ni viento para sus velas ni fuego
para la artillería, pues su pecho, decía, podía proporcionarle uno y su tristeza el otro.
Tal era su ardor y tales sus suspiros[55].
Doce de los mayores navíos, siguiendo una costumbre española[56], fueron
bautizados con el nombre de los doce apóstoles. El hermano de Lope tenía su puesto
en el galeón San Juan y él se embarcó en el mismo navío. De acuerdo con el espíritu
de cruzada de la expedición, todos los que navegaban en ella tenían que ir confesados
y haber recibido el sacramento con humildad y arrepentimiento, y había orden
general de prohibir todo tipo de blasfemia contra Dios, Nuestra Señora y los santos,
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así como todo tipo de juego de apuestas, disputas y duelos. Lope sintió el entusiasmo
de semejante momento y carácter: un soldado de Dios que acudía a liberar a las
muchas almas que sufrían bajo los herejes, un patriota que estaba a punto de vengar
los daños que los enemigos habían inflingido a su país.
Lope da una vivida descripción de la partida de la Armada, con sus tambores y
clarines, sus alegres gallardetes, las quillas arando las olas y las laboriosas
tripulaciones reuniéndose[57]. De sí mismo dice que Aristóteles dormía, con su
materia, formas, causas y accidentes. Pero no estaba ocioso, y en otra obra menciona
que en esta expedición, en la que, por unos pocos años, siguió la carrera de las armas,
«forzado de mi inclinación, ejercité la pluma, donde a un tiempo mismo el general
acabó su empresa y yo la mía. Allí, pues, sobre las aguas, entre jarcias del galeón San
Juan y las banderas del Rey Católico, escribí [La hermosura de Angélica]»[58]. Así,
entre tormentas y desastres, cuando su hermano murió con su armadura puesta,
alcanzado por una bala en una escaramuza con los holandeses al iniciarse la
expedición, mientras los barcos que les rodeaban eran presa de los vientos y olas, y
del enemigo, y mientras la furia de las tempestades violentas repartía destrucción a su
alrededor, Lope se arropó en su imaginación y engañó sus tristezas y ansiedades con
los placeres de la composición poética. La hermosura de Angélica es una
continuación del poema de Ariosto. El italiano deja a su protagonista camino del
Catay y Lope la trae a España. La trama es inconexa: arrastrado por la dispersión
propia de la mente española, el narrador no enmarca la trama ni la historia, sino que
vagabundea por donde le lleva su imaginación. El libro se abre con el matrimonio de
Lido, un rey de Andalucía, con Clorinarda, hija del rey de Fez, la cual a su vez ama a
Cardiloro, hijo de Mandricardo y Doralice, pareja que les resultará conocida a los
lectores de Ariosto. La infeliz novia muere de pesar y su marido le sigue a la tumba,
dejando su reino al más bello que hubiere, sea hombre o mujer. Los jueces se reúnen
para emitir su veredicto y pronuncian una serie de estupideces ante las que Lope
exclama:
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ellos, pero sobrepasándolos a todos con sus encantos, aparecen Angélica y Medoro.
Angélica se describe del modo más minucioso posible: Lope pinta sus cejas, ojos,
nariz, orejas y dientes. Pero más bellos que este tipo de retrato-mosaico son los
versos que describen a su compañero:
Los jueces fallan a favor de Angélica y ella y su marido son coronados. Pero su
belleza despierta pasiones en los pechos de los demás y se suceden varios incidentes,
provocados por encantamientos y otros medios, que durante un tiempo separan a la
bella pareja, que, finalmente, se da cuenta de sus errores, con lo que el poema acaba
con su felicidad. La obra posee escaso mérito, excepto en pasajes cortos aquí y allá.
Pero es una muestra singular del poder de composición de Lope en circunstancias tan
ajenas al sujeto tratado.
Al volver de la Armada abandonó la carrera de las armas y entró al servicio, en
primer lugar, del marqués de Malpica, y poco después del conde de Lemos[61], al que
solo dejó para casarse en segundas nupcias con doña Juana de Guardo, dama
madrileña a la que se refiere en estos términos:
Conjeturamos que las penas a las que alude Lope se debían a motivos financieros.
Produjo una vasta cantidad de comedias en esta época y no extrajo escasos ingresos
de ellas, pero todavía no había alcanzado el cenit de su fama, cuando recibía por
todas partes donaciones y pensiones. Sabemos que fue liberal en demasía, y su
prodigalidad bien pudo haber provocado un abismo entre sus gastos y sus erráticas
ganancias como autor. Esta opinión resulta reforzada por su dedicatoria a El
verdadero amante: «El verdadero amante, a su hijito Carlos»[63]. No fue publicada
hasta 1620 pero debió de escribirla mucho antes, pues Carlos murió antes de 1609,
aunque no sabemos cuánto antes, y está dedicada a él «cuando aún estáis en los
primeros rudimentos de la lengua latina»[64]. Le pide que siga sus estudios sin
entorpecerlos con la poesía, porque los que se dedican a ella son mal recompensados.
Prosigue diciendo: «y tengo, como sabéis, pobre casa, igual cama y mesa y un
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huertecillo cuyas flores me divierten cuidados y me dan conceptos. […] Yo he escrito
novecientas comedias, doce libros de diversos sujetos, prosa y verso, y tantos papeles
sueltos de varios sujetos, que no llegará jamás lo impreso a lo que está por imprimir;
y he adquirido enemigos, censores, asechanzas, envidias, notas, reprehensiones y
cuidados; perdido el tiempo preciosísimo […], sin dejaros más que estos inútiles
consejos»[65]. Pese a estas quejas, Lord Holland tiene probablemente razón al suponer
que los años del segundo matrimonio de Lope fueron los más felices de su vida,
aunque, quizás, sintió que estaba en vísperas de ciertos problemas financieros. A lo
largo de su vida fue excesivamente pródigo y es fácil contraer deudas al comenzar la
carrera de autor literario. Sin embargo, se elevó a la fama cuando se enderezó su
estrella y el afecto y la satisfacción rodearon su círculo familiar.
Este periodo de felicidad doméstica no duró mucho. A los seis años de edad
murió su hijito; su mujer pronto siguió al niño a la tumba y Lope se quedó solo con
sus dos hijas[66]. De su propia pluma tenemos una relación de su felicidad conyugal y
su pena cuando su casa volvió a quedar desierta. En la «Égloga a Claudio» dice:
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¡Oh vanas esperanzas, cuán extraños
son los caminos por quien va la vida
pasando días y adquiriendo engaños![69]
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así el estudio vence, así porfía.
Otra epístola es la que escribió bajo el nombre fingido de Belardo —apelativo que
había asumido en la Arcadia— a Amarilis[71]. En esta ofrece un resumen de partes de
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su vida. Habla de su temprana inclinación a la poesía y su predilección por el estudio
y sigue diciendo:
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Lope quedó, que es el que vive agora.
[…]
[…]
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en la verdad del alma fundamento;
Entonces explica que el novio era el Hijo de Dios, su bendición nupcial, votos de
castidad. Describe toda la ceremonia en la que Marcela tomó el velo. La marquesa de
la Tela fue su madrina y el duque de Sessa y muchos otros nobles estuvieron
presentes en el acto. Hortensio predicó el sermón.
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que fue nombrado capellán principal, y fue tan generoso como concienzudo en el
ejercicio de esta dignidad. A sus otros empleos sacros añadió el de ser familiar de la
Inquisición. Su piedad, que era católica y excesiva, le llevó a ello, pero es una
circunstancia penosa, especialmente en nuestros tiempos, oír que presidió la
procesión de la confraternidad de familiares del Santo Oficio con ocasión de un auto
de fe en que un luterano relapso fue quemado vivo. Estamos seguros de que
Cervantes jamás habría sido empujado a proceder de modo semejante.
Mientras, su reputación como escritor se elevaba a la posición que alcanzó luego.
En 1598 la canonización de san Isidro, natural de Madrid, fue la ocasión de que se
repartieran premios a los autores de versos escritos en su honor. Cada tipo de poesía
tenía su premio asignado, pero nadie podía ganar más de uno. Lope lo obtuvo con los
himnos, pero lo intentó en todos. Escribió un poema en diez cantos y verso de arte
menor, innumerables sonetos y romances y dos comedias. Estas obras fueron
publicadas bajo el nombre fingido de Tomé de Burguillos y se cuentan entre las
mejores obras de Lope[75]. Sus comedias estaban ya de moda y el público se
admiraba de su número y calidad. En este año también publicó la Arcadia, escrita
mucho antes. Después publicó otras de sus composiciones de juventud, pues es
curioso que no diera nada a la imprenta cuando era joven y que estableciera su
reputación con sus comedias antes de inundar el mundo con su poesía lírica y épica.
La hermosura de Angélica no vio la luz hasta 1604[76] y lo mismo pasó con muchas
de sus otras obras, que probablemente escribió durante su exilio valenciano y que
entregó al público cuando vio la ocasión de obtener ganancias con ellas.
La reputación que alcanzó despertó la animadversión de rivales y críticos.
Cuando Cervantes publicó Don Quijote, en 1605, Lope se había elevado muy alto en
la estima pública; era aplaudido por todos, casi adorado. La abundancia y facilidad de
sus versos y lo atractivo de su carácter fueron en parte motivos de ello, pero la causa
principal fue su teatro, que estamos tardando en presentar para no interrumpir
demasiado el hilo de la historia de su vida, pero cuya originalidad, novedad, viveza y
adaptación al gusto español le cosecharon un éxito sin precedentes. Cervantes no
apreció los méritos de estas innovaciones, pero se consideraba el inventor de muchas
mejoras que se atribuían a Lope y que a él no se le reconocían. Ya hemos visto en qué
consistían las pretensiones dramáticas de Cervantes: escenas trabajadas y apasionadas
que no se conectaban entre sí mediante los entresijos de una trama metódica, sino
mediante la simple textura de sus causas y efectos, como sucede en la vida misma.
Cervantes pensaba que era buen escritor y no estaba dispuesto a reconocer que Lope
era mejor, ni, en efecto, lo era como conocedor del corazón humano y como creador
de situaciones emocionantes; pero sí que lo era en el sentido de que supo entender y
representar las costumbres y opiniones del momento con mayor veracidad. Cervantes
percibió con facilidad los defectos de su rival: descubrió sus incongruencias y notó la
vanidad o avaricia que le hizo ser más abundante que correcto, y su aduladora
adaptación a los depravados gustos del momento llevado por el deseo de ser popular.
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En suma, Lope no era perfecto, pero tenía algo que mientras vivía se acercó mucho a
la perfección: dio con el gusto popular, lo alimentó con siempre frescos y deliciosos
nutrientes, gustaba, interesaba, fascinaba. Asumir la posición de la posteridad y
juzgar fríamente sus obras era una tarea de envidiosos y aunque era natural que un
hombre tan profundo y sagaz como Cervantes se viera impelido a hacerlo, sin
embargo, atacándole y demostrando sus errores no logró disminuir su influencia, pero
se ganó un enemigo. Hay un soneto contra Lope que se le atribuye que no resulta
agudo, pero que rezuma desprecio por sus églogas y epopeyas y que alude con
sarcasmo a su demasiado abundante fertilidad[77]. Sin embargo, es más que probable
que Cervantes no escribiera este soneto, pues alabó a Lope en otras obras y no era
propio del carácter noble de ese hombre coherente y superior contradecirse a sí
mismo. Y menos probable es que Lope escribiera la respuesta al dicho soneto, que es
vulgarmente insultante y ridículamente familiar: llama a Cervantes «caballo del carro
de Lope», le conmina a honrar a Lope, pues si no le lloverán males, y concluye
diciendo que Don Quijote se paseaba por el mundo como envoltorio de paquetes y
especias. Parece más el producto de un discípulo demasiado solícito que la obra de un
hombre del juicio y carácter de Lope[78].
Su guerra contra Góngora fue mucho más grave, por lo que posponemos su
descripción hasta que, en la vida de Góngora, expliquemos en cierto detalle su estilo
poético.
Mientras, la estima que el público sentía por Lope iba creciendo cada vez más.
No hay apenas ejemplos en la historia de una popularidad semejante. Grandes,
nobles, ministros, prelados, eruditos, todos buscaban tratarle. Los hombres venían de
países lejanos para verle; las mujeres se asomaban a los balcones cuando pasaba, para
contemplarle y aplaudirle. Recibía regalos de todas partes y se nos dice incluso que
cuando compraba algo y el vendedor le reconocía se negaba a aceptar dinero de él. Su
nombre se convirtió en proverbio, convirtiéndose en sinónimo de grado superlativo:
un diamante «de Lope», una cena «de Lope», una mujer «de Lope», un vestido «de
Lope», era la expresión que se usaba para expresar la perfección de algo. Todo esto
podría compensar por los ataques recibidos, pero como estos se basaban en la verdad
y como a veces debió de temer que hubiera una reacción contra su popularidad, a
veces Lope se sintió hostigado e inseguro. Sin embargo, muchos se adhirieron con
pasión a su bando. Su intolerancia fue tal que afirmaban con gravedad que el autor de
la Spongia[79], que había censurado sus obras y le había acusado de ignorar la lengua
latina, merecía la muerte por esta herejía[80].
Sus obras son más numerosas de lo que pueda imaginarse. Cada año daba a la
imprenta un nuevo poema; cada mes, y a veces cada semana, producía una nueva
comedia; y al menos estas eran de factura reciente, aunque los primeros eran
comúnmente obras de sus años de juventud, luego corregidas y acabadas. Probó todo
género de escritura y se hizo célebre en todos ellos. Sus himnos y poemas sacros le
ganaron el respeto de los clérigos y mostraron su celo en el estado que había
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adoptado. Cuando Felipe IV ascendió al trono, inmediatamente colmó a Lope de
honores, pues Felipe era un gran mecenas de los teatros y se le atribuyen varias
comedias de mérito considerable que se publicaron escritas «por un ingenio de esta
corte». Lope publicó en este momento sus novelas[81], imitación de las de Cervantes
—al cual caballerosamente le reconoce que sabía escribir con cierta gracia y facilidad
de estilo—, novelas tales que es milagroso que alguien las haya leído y que muestran
que la moda lopesca debe de haber sido muy vehemente si les pudo conceder a los
lectores la paciencia para aguantar su dispersión[82].
Sin embargo, el gusto por la obra de Lope era genuino (aunque nos parezca
desviado), como prueba el peligroso experimento que emprendió. Publicó un poema
de manera anónima, para probar el gusto del público. El poema tuvo éxito y el favor
con que se recibieron esos Soliloquios amorosos de un alma a Dios debió de
fortalecer su confianza en sí mismo. La muerte de la desafortunada María, reina de
Escocia, despertó en estos años por toda España un común sentimiento de compasión
por ella y de indignación contra su rival. Lope convirtió el tema en la materia de un
poema que llamó la Corona trágica y que dedicó al papa Urbano VIII, que le
agradeció su esfuerzo con una carta de su puño y letra y el título de doctor en
teología. Esa fue su época más gloriosa. El cardenal Barberini le seguía por la calle,
el rey se detenía para verle pasar y las multitudes se agolpaban a su alrededor por
dondequiera que iba.
La cantidad escritos que produjo es increíble. Se calcula que hizo imprimir un
millón trescientos mil versos, y esto es, dice, tan solo una pequeña parte de lo que
escribió.
Entre estos se afirma que imprimió mil ochocientas comedias y cuatrocientos autos
sacramentales, opinión que durante mucho tiempo se consideró verdadera. Lord
Holland detectó su falacia y el autor del artículo en la Quarterly Review adopta sus
cálculos y demuestra lo absurdo de ese número. El propio Lope afirma en el prefacio
al Arte nuevo de hacer comedias que hasta ese momento había producido
cuatrocientas ochenta y tres. De ellas se conservan cuatrocientas noventa y siete.
Algunas, ciertamente, se han perdido, pero no tantas como supone el número arriba
citado. Muchas de sus obras teatrales, de hecho, son loas y entremeses, pequeñas
obras de un acto que podrían haberse usado para llegar a esa cifra, pero que no
merecen contarse entre las comedias.
En cuanto al número de versos que escribió, también aquí hay cierta exageración.
Dice que escribió cinco pliegos al día y se han hecho con esto los cálculos más
extravagantes, como si hubiera podido escribir a este ritmo desde el día de su
nacimiento hasta un mes o dos antes de su muerte. Sin embargo, es obvio que la
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época en la que escribía cinco pliegos al día y una comedia en veinticuatro horas está
limitada a unos pocos años. Con todo esto, Lope es, sin duda, e incluso en la prolífica
España, el escritor más prolífico y el más fértil. Montalbán nos cuenta que cuando
estaba en Toledo escribió quince actos en quince días, completando cinco obras en
plazo de dos semanas, y nos relata además una anécdota de la que fue testigo. Roque
de Figueroa, un poeta que escribía para los corrales madrileños[84], se vio en cierta
ocasión desprovisto de comedias nuevas, con lo que el teatro se veía obligado a
cerrar, circunstancia que nos muestra el vasto apetito de novedades que había y la
causa por la que Lope se veía obligado a escribir tanto, pues el público prefería lo
nuevo a lo bueno. Pero para continuar con la anécdota de Montalbán, como era
carnaval, Figueroa quería abrir su teatro y Lope y Montalbán se comprometieron a
escribir una comedia juntos y produjeron La Orden Tercera de San Francisco
repartiéndose el trabajo. Lope se encargó del primer acto y Montalbán del segundo,
los cuales acabaron en dos días, y el tercer acto se lo repartieron, con ocho páginas
para cada uno. Como el tiempo era malo, Montalbán se vio obligado a quedarse a
dormir en casa de Lope. El discípulo, que sabía que no podría emular al maestro en
facilidad, quiso superarle a base de diligencia y, levantándose a las dos de la mañana,
acabó su parte antes de las once. Entonces fue a buscar a Lope y le encontró en el
jardín, entretenido cuidando de un naranjo que había sufrido los efectos de la helada.
Montalbán le preguntó por sus versos y Lope le respondió: «A las cinco empecé a
escribir, pero ya habrá un hora que acabé la jornada, almorcé un torrezno, escribí una
carta de cincuenta tercetos y regué todo este jardín, que no me ha cansado poco»[85].
Con esto, le leyó el acto y los tercetos, provocando en él maravilla y admiración.
Ganó mucho con sus escritos. Los regalos recibidos de diversos nobles sumaban
una gran cantidad. Sus comedias y autos, y sus diversas publicaciones, le aportaron
cuantiosas ganancias. Recibió una dote con cada matrimonio. El rey le concedió
diversas pensiones y capellanías. El papa le regaló diversos beneficios. Con todo esto
no llegó a ser rico: aparentemente, sus ingresos totales se elevaron solamente a 1.500
ducados, y abundantes limosnas y una generosidad pródiga vaciaron su bolsa a la
misma velocidad con que se llenaba. Gastó mucho en festividades religiosas; fue
hospitalario con sus amigos, dispendioso en sus compras de libros y cuadros y
generoso en sus limosnas. De hecho, es propio de las posesiones adquiridas como las
adquirió Lope que se gasten tan pronto como se ganan, pues como se reciben con
irregularidad fomentan hábitos de gasto irregulares. Nos habría resultado chocante
que Lope, gran observador, tan beneficiado por los pródigos dones de la naturaleza y
la fortuna, hubiera sido avaricioso y miserable. Nos satisface leer acerca de su
liberalidad: el terreno bien irrigado, si es generoso por naturaleza, produce abundante
vegetación; el que ha recibido tanto muestra la liberalidad de su alma al conceder
generosamente a otros la riqueza que tan liberalmente había obtenido él mismo.
En sus epístolas y otros poemas Lope nos da agradabilísimas descripciones de la
tranquilidad de su vida de senectud. Dirigiéndose a fray Plácido de Tosantos dice:
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Mi huertecillo me dará concetos,
sacados de las frutas y las flores,
de la contemplación dulces efetos[86].
[…]
[…]
[…]
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por dos piedras o conchas de colores[88].
Y podemos creerle, pues esta es una virtud de la cual nadie se jacta si no la posee: a
un carácter formado para el odio y la venganza, el odio y la venganza le parecen
naturales y nobles. Es obvio que Lope era vanidoso: este tipo de carácter, vivaz,
amable y expansivo tiende a la vanidad. Habría sido más que humano si no hubiera
sido vanidoso, siendo objeto de tanta adulación. Lord Holland menciona sus quejas
acerca de su pobreza, poca fama y olvido en el prólogo al Peregrino, pero no llegan
muy lejos. Desde luego escribe de muy mal humor, irritado, parece, por la
publicación a su nombre de algunas comedias que no había escrito. Hay más quejas
en su «Huerto deshecho», uno de sus poemas más amenos y elegantes. Aludiendo a
su amor por el estudio dice:
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Ni menos el estudio,
ejercicio también de su alabanza,
pero fatal preludio
del suceso infeliz de mi esperanza,
pues que dimos los dos en tantas sumas,
tú al suelo flores, y yo al viento, plumas.
Fuerte filosofía,
retirada vejez, pero contenta,
que la fortuna mía
con el breve camino el paso asienta.
Si algunas esperanzas he perdido,
solo del tiempo estoy arrepentido.
Si yo no canto, basta
que otros canten por mí lo que yo lloro;
voraz el tiempo gasta
torres de vanidad, montañas de oro;
único sol, no padeció ruïna,
cándida virgen, la virtud divina[92].
Es extraño, en efecto, que diga que había dado sus versos al viento, pero él mismo
afirma
Así pasó muchos años, viviendo de acuerdo con los dictados de su conciencia, con
moderación y virtud, olvidado de la vida, pero muy atento a la muerte, de modo que
siempre estuvo preparado para recibirla. Su piedad, en efecto, estaba teñida de
superstición, pero era católico y español y se concentró fervorosamente en los medios
de satisfacer la justicia de Dios en este mundo para asegurarse una mayor felicidad en
el siguiente. Fue caritativo hasta la prodigalidad y en su vejez dedicó su pluma solo a
temas sacros, algo arrepentido de sus trabajos de juventud.
Su salud era buena hasta que, muy poco antes de morir, cayó en un estado de
hipocondría que oscureció el fin de sus días[94]. Su amigo Alonso Pérez de
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Montalbán, viéndole tan melancólico, le invitó a cenar con él y un pariente el día de
la Transfiguración, que fue el 6 de agosto. Después de cenar, conversando los tres
sobre materias diferentes, dijo que tal era la depresión de espíritu que le afligía que
sentía que su corazón le fallaba en el pecho y que le rogaba a Dios que acortase su
vida. A lo cual Juan Pérez de Montalbán, su biógrafo, amigo y discípulo, replicó: «No
piense V[uestra] M[erced] en eso, que yo confío en Dios y en la buena complexión
que tiene que se le ha de acabar ese humor y le hemos de ver con la misma salud de
hoy en veinte años». A lo que Lope, con la misma emoción, contestó: «¡Ay doctor,
plegue a Dios que salgamos deste!»[95].
Sus presentimientos se hicieron realidad y Lope murió al poco. Se lo advertían
sus sentimientos, preparándole así para la ocasión. El 18 del mismo mes se levantó
temprano, rezó el oficio divino, dijo misa en su oratorio, regó su jardín y se encerró
en su estudio. A mediodía sintió frío, ya por su trabajo con las flores, ya, según
afirmaban sus sirvientes, por haber usado de la disciplina con severidad, como
demostraban rastros recientes de sangre en su disciplina y en manchas de la pared del
cuarto. Lope era, en efecto, un rígido observante del catolicismo, como muestra esta
circunstancia, así como el negarse a comer otra cosa que fuera pescado, aunque tenía
dispensa para comer carne y se le ordenó hacerlo durante su enfermedad. Al atardecer
asistió a una reunión erudita, pero sintiéndose mal de repente se vio obligado a volver
a casa. Los médicos le rodeaban ya con sus recetas y como el doctor Juan de Negrete,
médico de Su Majestad, pasaba por la calle y se le dijo que Lope de Vega estaba
indispuesto, se apresuró a visitarle, no como médico, como se le había llamado, sino
como amigo. Pronto vio el peligro y dejó entrever que sería mejor que tomara el
sacramento, con la excusa habitual de que era un alivio para cualquier peligro y que
solo podría beneficiarle si vivía. «Pues V[uestra] M[erced] lo dice», dijo Lope, «ya
debe de ser menester»[96]. Y esa misma noche recibió el sacramento. La
extremaunción le siguió dos horas después. Entonces llamó a su hija y la bendijo y se
despidió de sus amigos como uno que se dispone a un largo viaje, conversando sobre
los intereses de los que quedaban atrás con amabilidad y piedad. Le dijo a Montalbán
que la virtud era la verdadera fama y que daría todo el aplauso recibido por la
conciencia de haber hecho un acto virtuoso más, y tras estos consejos se dio a la
oración y actos de piedad católica. Pasó mala noche y expiró al día siguiente, débil y
cansado, pero vivo hasta el final para la religión y la amistad.
Su funeral tuvo lugar al tercer día de su muerte y fue organizado con esplendor
por el duque de Sessa, el más generoso de sus protectores, al que había nombrado
testaferro. Don Luis de Usátegui, su yerno, y un sobrino, formaron el cortejo,
acompañados por el duque de Sessa y muchos grandes y nobles. Clérigos de todas las
órdenes llegaron en masa. La procesión atrajo a una multitud. Las ventanas y
balcones estaban abarrotados y la magnificencia fue tal que una mujer que pasaba
exclamó: «Es un entierro de Lope», ignorando que era el entierro del propio Lope y
aplicando el nombre para expresar el grado máximo de esplendor. La iglesia se llenó
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de lamentos cuando al fin se le depositó en la tumba. Durante ocho días hubo
ceremonias religiosas y al noveno se predicó un sermón en su honor, durante el cual
la iglesia se volvió a llenar con los más principales personajes de España.
Por su testamento, su hija, doña Feliciana de Vega, casada con don Luis de
Usátegui, heredó la moderada fortuna que dejó Lope. Especificó en sus mandas
algunas pequeñas herencias de cuadros, libros y reliquias para sus amigos.
De apariencia, Lope fue alto, delgado y bien proporcionado. Era moreno y de
expresión imponente. Su nariz era aguileña, sus ojos, vivos y claros, su barba, negra y
espesa. Se había hecho muy ágil y era capaz de grandes esfuerzos. Siempre disfrutó
de excelente salud, pues era moderado en gustos y de costumbres regulares.
Deduciendo el carácter de Lope de su vida y de sus propias relaciones podemos
suponer que cuando era joven tuvo toda la vivacidad propia del sur, que sus pasiones
eran ardientes y sus sentimientos entusiastas, que fue incauto e imprudente, quizás,
pero siempre amable y sincero. Generoso hasta el desprendimiento, devoto hasta la
beatería, patriótico hasta la injusticia, era inclinado a los extremos, pero no tenía las
cualidades superiores, la fortaleza alegre y el temperamento impávido de Cervantes.
El tiempo y las penas suavizaron en su vejez algunos aspectos de su carácter, pero
incluso en su jardín, entre sus flores y libros, era vivaz, quizás petulante (pues
debemos atribuir a la petulancia más que a un temperamento quejumbroso sus quejas
de que se le dejaba de lado), cálido, caritativo y sociable, aunque algo vano, como
somos todos. La actividad de su mente tenía más de la espontánea fertilidad de la
tierra que de los esfuerzos del trabajo: «las comedias y la poesía eran las flores de su
vega», como dice él, y esto parece haber sido una descripción no hiperbólica de la
facilidad con la que escribía. Casi no debemos recordar la hipocondría que oscureció
sus últimas horas, pues Montalbán la considera solamente precursora de su muerte. Si
fuera más que eso, lo deberíamos ver como una prueba más de que la mente no debe
trabajar demasiado mientras tenga este frágil cuerpo por instrumento y apoyo.
Al describir el carácter de Lope, Montalbán[97] alaba su natural agradable y
modesto en el trato. Era atento en los intereses ajenos, descuidado en los propios;
amable con sus sirvientes, cortés, galante y hospitalario, y de muy buenas maneras.
Su temperamento, dice, no se molestaba sino con los que aspiraban tabaco delante de
los demás, con los canosos teñidos, con los hombres que, nacidos de mujer, hablaban
mal de ese sexo, con los sacerdotes que creían las supersticiones de los gitanos y con
la gente que, sin intención de casarse, les preguntaban su edad a los demás. Estos
pequeños detalles sobre su carácter demuestran buen gusto y buenos sentimientos:
molestarse por ver aspirar tabaco es síntoma de limpieza, y hablar siempre bien de las
mujeres, de justicia.
Como ningún escritor le ha superado en cantidad, es imposible dar relación
cumplida de su obra. Ya hemos mencionado varias de ellas: su Arcadia, producto de
su juventud que puede considerarse la mejor de sus obras no dramáticas; La
hermosura de Angélica sirve principalmente para mostrar lo superiores que eran los
En efecto, es un fracaso, y total. Cuando se compara su traza con la de la Angélica es una «confusión más
confusa»[98]: no tiene ni comienzo, ni medio, ni final, ni método, ni propósito, ni proporción, y muchas partes
podrían eliminarse o, lo que resulta más extraordinario, podrían cambiar de lugar sin afectar el conjunto. Pero
hay más vigor y pensamiento en ella y más felicidad de expresión que en ningún otro de sus poemas
largos[99].
Solo los españoles escriben así. En ellos un poema parece una selva sin senderos: uno
llega a un árbol magnífico, una flor salvaje y aromática, un sendero cubierto de
musgo y una fuente cristalina y sonorosa, y uno permanece junto a estos objetos un
momento, pero pronto se sumerge uno de nuevo en matorrales enredados y espesuras
interminables y sin cultivar. Cuando Lope adopta un tema no lo sigue como un
caminante que tiene un destino a la vista, sino que escala cada montaña, visita cada
cascada y se interna en cada caverna que se cruza en su camino, y como un turista sin
guía en un país desconocido, se pierde a menudo y conduce al lector a una larga
expedición en pos de objetos que, una vez alcanzados, no merecía la pena visitar.
Esta prodigalidad del verso, que le ganó el nombre del «Potosí de las rimas», la
llevó a su extremo cuando, con la canonización de san Isidro, se apuntó para ganar el
premio señalado a los poemas que celebraran el evento. Isidro había sido elevado a
los altares a petición de Felipe III, que se había curado de una fiebre cuando le
trajeron el cuerpo del difunto milagroso. Todos los poetas de la España del momento,
y eran casi innumerables, se apuntaron al concurso. Hay dos volúmenes de las obras
de Lope, unas a su nombre, formando una especie de epopeya compuesta en
quintillas, es decir, estrofas de cinco versos de arte menor, un metro más apropiado al
genio del idioma español que el verso largo, y una comedia y gran cantidad de
poemas líricos a nombre de Burguillos. Estos son todos burlescos, pero luego Lope
siguió adoptando ese nombre y publicó con él varios poemas, entre ellos «La
Y hasta tal punto tenía sujetas la atención y favor del público que muchas obras que
no había escrito se presentaron con su nombre y obtuvieron por ello el aplauso.
Es fácil descubrir las causas de este éxito. Los españoles carecían hasta entonces
de literatura nacional. Su poesía y sus églogas no expresaban el heroísmo, el
fanatismo, el honor tenaz y los prejuicios violentos que formaban su carácter. Los
romances sí que lo hacían, así como las novelas de caballerías, pero estas habían
degenerado en meras imitaciones y aunque se hacían eco de algunos de los
sentimientos que profesaban, no imitaban sus costumbres. Fue como una nueva
Si en el suceso reparo,
veo, aunque no lo procuro,
que fue mentira a lo escuro
y desengaño a lo claro,
pero aunque caso tan raro
Por tanto, el rey les encarga a unos asesinos que le preparen una emboscada a su
hermano. Mientras, Enrique y la dama se casan y el rey, viendo que el hecho no tiene
remedio y que su honor está a salvo, perdona a los amantes.
Schlegel apunta: «El honor, el amor y los celos son constantemente los temas
centrales: la trama surge de un choque atrevido y noble entre ellos, no de la
instigación consciente de un engaño vil. El honor es siempre el principio ideal, pues
se apoya, como he mostrado en otro lugar, en esa moral superior que atiende a los
principios sin que importen sus consecuencias: el honor de la mujer consiste en amar
solo a un hombre con un amor puro e impoluto, y en amarle con pureza perfecta; se
requiere un secreto inviolable hasta que la unión legal permita que se declare
públicamente. El poder de los celos, siempre vivo y siempre emergiendo de modo
horrible —no como en los países orientales, como posesión celosa, sino como
sutilísima emoción del corazón y como sus más imperceptibles demostraciones—,
sirve para ennoblecer el amor. En las tragedias, los celos hacen que el honor se
convierta en un destino hostil para el que no puede satisfacerlo sin aniquilar su propia
felicidad o, incluso, sin convertirse en un criminal»[108].
Schlegel, llevado de su odio por lo francés, abraza demasiado calurosamente y
eleva demasiado alto la nobleza de las pasiones sobre las que se apoya el interés del
teatro español. Cuando los celos son el resorte principal de la acción hay poca
ternura; sin embargo, esta pasión despliega su peor faceta en las comedias. En las
tragedias es la muerte, siempre perceptible en las escenas, la que da dignidad y
elevación a lo que de otro modo serían excesos de amor propio. Las comedias
presentan un tejido de intrigas y embrollos, pero se disponen con tanto arte y se
ejecutan con tanto espíritu, ayudadas además por un diálogo chispeante y natural, que
es imposible que no diviertan, e incluso que no interesen vivamente.
A estos temas debemos añadir las comedias en las que la religión es la pasión
central, en las que el catolicismo se eleva a un nivel que convierte sus verdades
absolutas en justificación de los peores crímenes y presenta como un crimen que solo
puede expiar una muerte cruel la venganza que buscan el moro o el judío a causa de
Y, en su «Egloga a Claudio»:
A esta severa censura de la propia obra unió un estudio considerable del arte
dramático. Había atraído su atención, dice, desde que tenía diez años, y en el Arte
nuevo del que acabamos de citar da cumplida muestra de buen gusto y penetración en
sus observaciones.
Sus comedias se representan hoy en día en Madrid. El teatro, de hecho, ha
decaído mucho en España y los melodramas y obras de vaudeville ocupan el lugar de
las formas dramáticas más elevadas. Sin embargo, Lope es todavía una mina de
riquezas para cualquier dramaturgo, que puede hallar en él situaciones, tramas y
diálogos. Dryden[112] tomó mucho de él y, pese a sus defectos, hay en sus obras una
riqueza de invención, una frescura y variedad de ideas y una vivacidad de diálogo que
no ha superado nunca ningún otro autor.
(1864) —las cartas de Lope han sido editadas luego por Agustín González de
Amezúa (Vega Carpio, Epistolario)— y la obra de Tomillo y Pérez Pastor (1901).
Para una biografía moderna de Lope que aproveche todos estos descubrimientos
conviene recurrir a la de Rennert y Castro (1968), que es todavía la mejor de la que
disponemos. <<
en «Vida de Cervantes» de Vicente de los Ríos: «From my most tender years I loved /
The gentle art of poesy». <<
5). <<
Cervantes, que le describe en el Quijote (I, cap. XL, p. 506) como «el más cruel
renegado que jamás se ha visto». <<
pies. <<
(1836:11-13). <<
comedia La esclava de su galán, hace que una dama que vive retirada en el campo
exclame: «a Sevilla pasé dos veces solas, / una con gran razón a ver la cara / del sol
de España, que nos guarde el cielo, […] / Otra, por ver la máquina tan rara / del
monumento a la mayor del suelo, / de suerte que fui a ver cuanto se encierra / de
grandeza en el cielo y en la tierra» [N. A.]. La cita procede de la primera escena del
primer acto de La esclava de su galán (vv. 52-60). <<
empieza, / por honra principal de mis escritos: / Voto a Dios, que me espanta esta
grandeza». <<
recaudador de impuestos para mantener a su familia. Vargo (2002: 142) señala que
Mary tomó toda esta información de Viardot, pero que sustituyó la comparación de
Cervantes y Camóens del original por esta de Cervantes y Burns, más apropiada
teniendo en cuenta sus destinatarios. <<
con el que Mary sustituye a Voltaire, que figuraba con otra reflexión sobre la
desgracia en el libro de Viardot (Vargo, 2002: 144). <<
obras, de las Lives of the English Poets, que influyó mucho en estas vidas literarias de
Mary. <<
porte […]. Venía en ella un soneto malo, desmayado, sin garbo ni agudeza alguna,
diciendo mal de Don Quijote; y de lo que me pesó fue del real», Adjunta al Parnaso
[N. A.]. La cita procede de la «Adjunta al Parnaso» (Viaje del Parnaso, pp. 183-184).
<<
mencionan tanto que no podemos pasarlos en silencio. Pero como no hay nada
demasiado original en sus escritos nos tomaremos la libertad de concederles tan solo
una nota a pie. El mayor, Lupercio, cronista de Aragón, secretario de la emperatriz
María de Austria y secretario de estado del conde de Lemos durante su virreinato
napolitano, murió en Nápoles en 1613 a la edad de cuarenta y ocho años. Fundó una
academia en Nápoles y fue un hombre estudioso y laborioso. Quemó gran cantidad de
sus poemas justo antes de morir, porque no los consideraba dignos de sobrevivirle.
Bartolomé era eclesiástico. Siguió a su hermano a Nápoles y a su muerte dejó Italia.
Continuó los Anales de Aragón y escribió una historia de la conquista de las Molucas,
obra escrita con juicio y elegancia. Su poesía profana es tan parecida a la de su
hermano que no se puede distinguir de ella. Puesto que seguían la misma escuela,
adoptaron el mismo gusto y no fueron muy originales, no debe sorprendernos que su
producción sea tan similar. Sin embargo, las mejores obras de Bartolomé son sus
canciones sacras. Murió en Zaragoza en 1631, a los sesenta y cinco años de edad
[N. A.]. La cita de arriba procede del Viaje del Parnaso, cap. III, vv. 175-189. <<
p. 20. <<
act. III, vv. 1470-1517. Alteramos ligeramente la puntuación del editor. <<
p. 4), donde también se encuentra la anterior cita de Godwin. En los Literary Remains
está en las pp. 120-121, en su «Lecture VIII. Don Quixote». <<
Jacobo I. Adaptaron «La señora Cornelia» en The Chances y «Las dos doncellas» en
Love’s Pilgrimage. <<
laquista (Lake poets) muy aficionado a la literatura española, que dio a conocer en
Inglaterra. Mary, sin embargo, se equivoca, pues el autor del artículo de Quarterly
Review al que se refiere fue Lord Holland (vide infra). <<
of the Life and Writings of Lope Félix de Vega Carpio (1806) de Lord Holland en el
volumen XVIII de la Quarterly Review (Southey, 1818), pero que Mary debe de
referirse a un trabajo sobre el teatro español de Henry H. Milman aparecido en el
volumen XXV de esa misma revista, en 1821. <<
en el valle de Carriedo pero que la falta de medios le hizo dejar la casa solariega de
los Vega y mudarse a Madrid. Se había peleado con su mujer, que estaba celosa, y
con razón, pues Lope nos dice que amaba a una Helena española. Sin embargo, le
siguió y se reconciliaron:
Y aquel día
fue piedra en mi primero fundamento
la paz de su celosa fantasía.
p. 234. <<
es que Lope no llegó nunca a obtener el título universitario, por lo que debió de
permanecer en Alcalá solo unos dos años. <<
Ni mi fortuna muda
ver en tres lustros de mi edad primera
con la espada desnuda
al bravo portugués en la Tercera,
ni después en las naves españolas
del mar inglés los puertos y las olas.
a Góngora por su oscuridad, ya fuera por descuido o por decisión estilística, muchas
veces solo podemos adivinar qué quería decir Lope. Esto se puede atribuir en parte a
los errores de imprenta. En sus mejores poemas es singularmente claro, para ser
español [N. A.]. Los prejuicios de la autora se ciernen aquí sobre Lope a causa de un
pasaje que, por su puntuación, Mary no ha entendido, como demuestra su traducción.
<<
<<
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acotaciones y vocablos nuevos, destos que no se precian de hablar como los otros»
(La Dorotea, act. II, esc. 2, p. 92). <<
asignarle ninguna causa a su comienzo. «Verdad es», dice, «que partí de la presencia /
de mis padres y patria en tiernos años / a sufrir de la guerra la inclemencia. / Pasé por
alta mar reinos extraños, / donde serví primero con la espada / que con la pluma
describiese engaños. / Rompió mi inclinación la comenzada / palestra de las armas, y
las musas / me dieron otra vida más templada» [N. A.]. «A don Antonio Hurtado de
Mendoza, caballero del hábito de Calatrava, secretario de Su Majestad. Epístola
primera» de La Circe, en Lope de Vega. Poesía, VI, p. 622, vv. 193-201. <<
los navíos ingleses y franceses no dudaron en atacar y capturar barcos mercantes del
enemigo. <<
en el Perú. Epístola quinta» de La Circe, en Lope de Vega. Poesía, VI, p. 660, vv. 1-
12. <<
en el Perú. Epístola quinta» de La Circe, en Lope de Vega. Poesía, VI, pp. 662-665,
vv. 73-156. <<
Concluye invitándole a que celebre ella misma a santa Dorotea y le pide que
inmortalice la memoria de sus heroicos ancestros y les conceda el eterno laurel de su
pluma [N. A.]. La cita de la epístola a Belardo procede de «Amarilis a Belardo.
Epístola sexta», de La Filomena, en Lope de Vega. Poesía, VI, p. 253, vv. 254 y 255;
la de la epístola a Amarilis procede de «Belardo a Amarilis. Epístola séptima», de La
Filomena, en Lope de Vega. Poesía, VI, p. 253, vv. 226-228. <<
(Fama póstuma, p. 33), que es a quien sigue en este pasaje. Como es sabido, el autor
de comedias no es el poeta (el dramaturgo), sino el empresario teatral. <<
octava», de La Filomena, en Lope de Vega. Poesía, VI, p. 273, vv. 511-516. <<
con su troupe entre 1574 y 1584, contribuyendo al desarrollo del teatro español. <<
actrices. Sí que es cierto que en el público del corral hombres y mujeres estaban
separados, disponiéndose para estas un espacio aparte que llamaba ‘cazuela’. <<
que hacía furor en la Inglaterra del momento y dentro del que se engloban varias
obras shakespearianas como Titus Andronicus. Resulta raro en un escritor inglés esta
crítica tan severa del teatro de Shakespeare (o de algunas de sus obras), y sobre todo
compararlo desfavorablemente con el lopesco. <<
época las convenciones de las comedias y dramas de honor del teatro áureo. <<