El Prado de Rosinka PAUSEWANG
El Prado de Rosinka PAUSEWANG
El Prado de Rosinka PAUSEWANG
El prado de Rosinka
Una vida alternativa en los años veinte
å
Gudrun Pausewang
Con la colaboración de
Elfriede Pausewang
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Querido Michael:
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Y, además, que en esas líneas me preguntes por mi expe-
riencia me ha llenado de gratitud. En general, vosotros, la
gente joven, apenas tenéis oportunidades, en este mundo tan
acelerado, para intentar comprender nuestras experiencias. Es-
tas quedaron aplastadas hace mucho tiempo por el rodillo del
progreso y, por lo tanto, carecen de valor para vuestra genera-
ción.
Pero como es evidente que tú te propones nadar a contra-
corriente, o mejor dicho, poner de tu parte para que esa co-
rriente adopte una dirección distinta, tal vez mis experiencias,
las de una persona de setenta y seis años, puedan resultarte de
utilidad, y por eso mismo te las transmitiré con sumo gusto.
Te confieso que he necesitado tomarme un tiempo para
procesar tus palabras, de ahí los dos o tres días que han pa-
sado hasta que me he decidido a responderte. Espero que lo
entiendas.
Según mencionas en tu carta, estás en el cuarto semestre
de tus estudios en la Escuela Técnica Superior, y hasta hace
bien poco tenías la firme intención de convertirte en inge-
niero técnico para poder trabajar en el sector público. Eres
un joven inteligente y ambicioso, o al menos eso me dijo tu
abuela. Probablemente podrías, aplicando los estándares de
hoy en día, «llegar lejos». Sin embargo, al parecer has toma-
do la repentina decisión de no continuar con tus estudios y
«marcharte al campo».
Puedo imaginarme perfectamente la consiguiente indig-
nación de tus padres. Ni siquiera habría sido necesario que
me la describieras. De algún modo, sienten que has traicio-
nado sus esperanzas, auguran toda clase de penalidades, ven
en ti al hijo extraviado. Me temo que se devanarán los sesos
para encontrar alguna forma de hacerte recuperar —en su
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opinión— el juicio que has perdido. Y vas a tener que mo-
vilizar una gran cantidad de energía si pretendes mantenerte
firme en tu posición.
Aunque he de reconocerte que el estilo de vida de tus pa-
dres no cuadra nada en absoluto conmigo —y creo que con
tu abuela tampoco—, no me siento autorizada a juzgarlos.
Ellos son lo que se llama «hijos de su tiempo». La guerra y
las miserias de los años de posguerra los convirtieron en lo
que ahora son. Su generación ha surgido de la era del Ham-
bre y los Escombros, en pleno Milagro Económico. Siendo
aún adolescentes, pero ya con plena consciencia, asistieron al
derrumbe de sus ideales (equivocados), al final de una gue-
rra, a la lucha desesperada por salir de la Nada. «Trabajo» se
consideraba entonces una palabra mágica que acabó convir-
tiéndose en el fin último de la vida. A través de él, uno volvía
a considerarse alguien, volvía a poseer algo. ¿Acaso puede to-
mársele a mal a esa generación que, después de haber logrado
salir adelante y de felicitarse por ello, aspiraran sobre todo
a la comodidad y a la seguridad, y que aún hoy sigan aspi-
rando a ellas con todas sus fuerzas, que les hayan enseñado a
sus hijos que estos son los únicos valores dignos de ser perse-
guidos?
Por lo visto, ha sido tu abuela quien te ha aconsejado di-
rigirte a mí. A estas alturas, ya sabes que su amistad me ha
acompañado fielmente durante muchísimos años. Por lo que
me cuentas en tu carta, deduzco que has hallado en ella una
gran empatía en lo referente a tus planes para el futuro. Yo
no habría esperado otra cosa. Me parece lícito también que
exprese algo de escepticismo en lo referente a la cuestión de
cómo lograrás sobrevivir en el campo, sin depender de na-
die más y sin morirte de hambre. De hecho, yo misma lo
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comparto, y voy a intentar fundamentarlo en vista de mis
propias experiencias, pero has de saber que dicho escepticis-
mo no se refiere al fondo de tu proyecto, sino a su plasma-
ción en la realidad.
Al parecer, has estado viendo algunos municipios rurales
en el sur de Alemania y en Austria, y también una granja en
el grupo de cooperativas Longo-Mai, en la Provenza. Has vi-
sitado en numerosas ocasiones a un amigo tuyo y a su mu-
jer, que han comprado una finca agrícola porque quieren de-
dicarse a la cría de ovejas. Admiras a un joven de tu círculo
de amigos que hace un año dejó su trabajo de representante
para arrendar una parcela y explotarla cultivando verduras
con métodos biodinámicos. Y también me cuentas que, du-
rante dos o tres semanas de tus vacaciones, has estado ayu-
dando a una familia que ha dejado la ciudad para instalarse
en un molino abandonado. Ellos llevan ya dos años y medio
viviendo de lo que obtienen de las cuatro hectáreas de tierra
que les corresponden. Pero, en todos esos casos, el proyecto
se encuentra solo en una fase inicial, te dice tu abuela, que
te recomienda que trates de familiarizarte también con otros
ensayos de construir una vida alternativa en el campo que se
hayan prolongado varios años, pues solo de ese modo obten-
drás información sobre tentativas fallidas.
Yo creo que su consejo es muy bueno. Aunque también
adivino que debes de estar preguntándote algo como: «Vale,
pero… ¿dónde podré encontrar a uno de esos bichos raros?».
En fin, si quieres llamarme así, no seré yo, que me consi-
dero lo que puede denominarse «un bicho raro», la que te lo
impida. Y, por supuesto, te explicaré cómo me fue. Te voy a
contar cómo tratamos, hace ya cincuenta años, de fundar una
comunidad con un modo de vida alternativo en unos terrenos
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pantanosos, a los que los habitantes del lugar habían dado el
nombre de Rosinkawiese.1
Tu abuela conoció ese prado ya antes de que nosotros, mi
marido y yo, firmásemos el contrato de arrendamiento, por-
que vino a visitarnos por sorpresa cuando yo, medio año des-
pués de nuestra boda, rebosante de felicidad y de entusiasmo,
le comuniqué nuestros propósitos.
Por entonces todavía vivíamos en la aldea, en una habita-
ción amueblada. Mi marido y yo recogimos a tu abuela en
la estación de ferrocarril y la llevamos a nuestra futura fin-
ca, situada a dos kilómetros de allí. Había que caminar por
un sendero rural, pero no se nos pasó por la cabeza que ella
pudiera estar hambrienta, ni cansada, después de un viaje de
varias horas en tren. En cualquier caso, como era igual de jo-
ven que nosotros, la excitación la mantuvo alegre y despierta,
y nuestro entusiasmo, que hacía que todo lo demás perdiera
importancia, se le contagió al punto.
Sí, allí estábamos los tres, en mitad del prado agreste y
apartado, en pleno mes de noviembre… Aún me acuerdo
como si fuera hoy de que mientras nosotros le explicábamos
nuestros planes con ostentosos gestos, señalando a un punto
y a otro, empezó a nevar muy despacio. Unos copos se que-
daron enganchados entre sus cabellos oscuros, pero estaba tan
fascinada con lo que nos proponíamos llevar a cabo que casi
no le prestaba atención a nada más.
Ahí iría la casa, allá un camino, aquí un parque de juegos
para los niños, con un columpio y un cajón de arena. Y lo
que restaba de la parcela tendría que dividirse en franjas, se-
paradas unas de otras por hileras de árboles frutales.
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Tu abuela preguntaba y nosotros respondíamos. Quería
enterarse de todo, averiguar todos los detalles. Nos llenaba de
orgullo que participase con tantas ganas en nuestro proyecto.
Pero, en ese momento, ella ya estaba comprometida con tu
abuelo, y querían casarse cuanto antes.
Pasamos aquel día de noviembre caminando por los terre-
nos de Rosinkawiese, que entonces solo era una tierra ocre,
poco atractiva, yerma, empapada de agua de lluvia. Al pisar-
lo, el suelo cedía bajo nuestros pies con un rumor de chapo-
teo. Pero entonces, entre los álamos y los abetos, ante los teja-
dos de la casita que se elevaba frente a nosotros, en mitad de
los arriates de flores, de los bancales de verduras y de frutales,
vimos a los pollos escarbando en la arena y a las cabras ru-
miando hierba, y el humo de la chimenea alzándose pacífico
en el cielo sin nubes. ¡Y, por supuesto, también vimos a nues-
tros hijos no nacidos alborotando en esta imagen idílica!
Los tres nos empapamos los pies. De camino a nuestro ho-
gar en la aldea, empecé a estornudar. Y al día siguiente tenía
un fuerte resfriado. Tu abuela también se lo llevó consigo en
el viaje de vuelta.
Ese fue su primer encuentro con nuestro Rosinkawiese.
Luego nos visitó muchas veces, algunas sola y otras acom-
pañada por tu abuelo, que como buen comercial siempre se
sonreía con benevolencia al contemplar todo aquello. Más
adelante vendría también con tu madre, con tu tío Manfred
y con tu tía Sigrid… Y, al final, acabó involucrándose activa-
mente en nuestra arriesgada empresa. Yo creo que amaba Ro-
sinkawiese tanto como nosotros.
Porque era imposible dejar de amar algo así, a pesar de
todo. Pues justo a causa de ese «a pesar de todo», tu abuela te
ha recomendado que te familiarices con mi experiencia, antes
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de emprender tu propio camino. Con ello solo pretende ayu-
darte, para ahorrarte fallos y decepciones.
Así pues, a lo largo de los próximos días y semanas, te iré
escribiendo para contarte lo que sucedió en Rosinkawiese. Si
mi experiencia consigue ayudarte de algún modo a aclarar tus
ideas y a tomar decisiones definitivas, consideraré que el re-
sultado ha valido la pena.
Saluda a tu abuela de mi parte la próxima vez que la veas. A
ella también le debo una carta, pero estoy segura de que estará
de acuerdo conmigo en que, por ahora, el relato de la histo-
ria de nuestro Rosinkawiese es mucho más importante.
Tu tía Elfriede
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