Las Hazanas de Un Joven Don Juan - Guillaume Apollinaire

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Guillaume Apollinaire

Las hazañas de un joven Don Juan

CAPITULO I

Los dı́as de verano habı́an vuelto, mi madre se


habı́a ido al campo, a una propiedad que nos
pertenecía desde hacía poco.

Mi padre se habı́a quedado en la ciudad para


cuidarse de sus asuntos. Lamentaba haber
comprado esta propiedad a instancias de mi madre.
—Eres tú quien ha querido esta casa de campo —
decı́a— ve, si quieres, pero no me obligues a mı́ a ir.
Ademá s puedes estar segura, mi querida Anna, de
que voy a venderla en cuanto se presente la
ocasión.

—Pero, amigo mı́o —decı́a mi madre— no puedes


imaginarte lo bien que les sentará el aire del campo
a los niños...

—Bah, bah —contestaba mi padre, consultando una


agenda y cogiendo su sombrero— me he
equivocado al pasarte esa fantasía.

Mi madre habı́a, pues, ido a su campo, como decı́a,


con la intenció n de disfrutar con la mayor rapidez y
lo má s completamente posible de este placer
momentáneo.
Iba acompañ ada de una hermana má s joven que
ella y aú n soltera, una camarera, yo, su hijo ú nico, y,
finalmente, una de mis hermanas, un año mayor que
yo.

Llegamos muy gozosos a la casa de campo que las


gentes de la región habían apodado El Castillo.

El Castillo era una vieja residencia de campesinos


ricos. Databa, sin duda, del siglo XVII. En el interior
habı́a mucho espacio, pero la disposició n de las
estancias era tan extraordinaria que, en conjunto,
esta casa resultaba má s bien incó moda a causa de
las idas y venidas que este desorden arquitectó nico
ocasionaba. Las habitaciones no estaban situadas
como en las casas corrientes, sino separadas por
una masa de pasillos oscuros, de corredores
tortuosos, de escaleras en espiral. Resumiendo, era
un verdadero laberinto y se requerı́an varios dı́as
para reconocerse en esta casa a in de llegar a una
noción exacta de la disposición de los apartamentos.

Los terrenos donde se encontraba la granja con los


establos y las caballerizas estaban separados del
Castillo por un patio. Estas construcciones estaban
unidas por una capilla en la cual se podı́a entrar
tanto por el patio como por El Castillo o la granja.

Esta capilla estaba en buen estado. En otro tiempo


habı́a estado atendida por un religioso que habitaba
en El Castillo y se ocupaba tambié n del cuidado de
las almas de los habitantes de la pequeñ a aldea que
estaba esparcida alrededor de nuestra morada.

Pero, despué s de la muerte del ú ltimo capellá n, no


se habı́a sustituido a este religioso y solamente cada
domingo y cada dı́a de iesta, a veces tambié n
durante la semana para oı́r las confesiones, un
capuchino del convento vecino venı́a a la capilla a
decir los o icios indispensables para la salud de los
buenos campesinos.

Cuando este monje venı́a se quedaba siempre a


cenar y le habı́amos preparado una habitació n
cerca de la capilla por si tenía que dormir allí.

Mi madre, mi tı́a y la camarera Kate estaban


ocupadas preparando la morada, eran ayudadas en
esta tarea por el administrador, un mozo y una
sirvienta.

Como la cosecha estaba ya recogida casi por


completo, tenı́amos permiso, mi hermana y yo, a
pasearnos por todas partes.
Recorrı́amos El Castillo, todas sus esquinas y
rincones, desde las bodegas hasta los desvanes.
Jugá bamos al escondite, alrededor de las columnas,
o bien uno de nosotros oculto bajo una escalera,
esperaba el paso del otro para salir bruscamente
gritando a fin de asustarlo.

La escalera de madera que llevaba al granero era


muy empinada. Un dı́a yo habı́a bajado delante de
Berthe y me habı́a escondido entre los tubos de
chimenea donde estaba muy oscuro, reinaba una
gran oscuridad mientras la escalera estaba
iluminada por un tragaluz que daba al tejado.
Cuando Berthe apareció , descendiendo con
circunspecció n, me lancé imitando con fuerza el
ladrido del perro. Berthe, que no me sabı́a allı́,
perdió pie a causa del gran susto recibido y,
fallando el peldañ o siguiente, cayó de tal manera
que su cabeza estaba al pie de la escalera mientras
sus piernas se encontraban aún sobre los peldaños.
Naturalmente, su vestido se habı́a levantado y le
cubría el rostro, dejando sus piernas al desnudo.

Cuando me acerqué sonriendo, vi que su camisa


había seguido al vestido hasta encima del ombligo.

Berthe no se habı́a puesto pantaló n porque —como


me confesó despué s—, el suyo estaba sucio y no
habı́a habido aú n tiempo de desempaquetar la ropa
blanca. Ası́ fue como vi por primera vez a mi
hermana en una desnudez impúdica.

En verdad la había ya visto completamente desnuda,


porque a menudo nos habı́amos bañ ado juntos los
añ os precedentes. Pero no habı́a visto su cuerpo
más que por detrás o como máximo de lado, porque
mi madre, ası́ como mi tı́a, nos habı́an colocado de
tal manera que nuestros culitos de niñ o estuvieran
situados uno frente al otro mientras nos lavaban.
Las dos damas tenı́an buen cuidado de que yo no
lanzase ningú n vistazo prohibido y, cuando nos
pasaban nuestros pequeñ os camisones, nos
recomendaban poner cuidadosamente las dos
manos delante de nosotros.

Ası́ Kate, una vez, habı́a sido fuertemente


reprendida porque habı́a olvidado recomendar a
Berthe que se pusiese la mano delante de ella un día
en que habı́a tenido que bañ arla en lugar de mi tı́a;
por mi parte, yo no debı́a en manera alguna ser
tocado por Kate.

Era siempre mi madre o mi tı́a quienes me bañ aban.


Cuando estaba en la gran bañ era me decı́an: «Ahora
Roger puedes retirar las manos». Y, como se
pueden suponer, era siempre una de ellas quien me
enjabonaba y me lavaba.

Mi madre, que tenı́a por principio que los niñ os


deben ser tratados como niñ os el mayor tiempo
posible, había hecho continuar este sistema.

En esta é poca yo tenı́a trece añ os, y mi hermana


Berthe catorce. Yo no sabı́a nada del amor, ni
siquiera de la diferencia entre los sexos.

Pero, cuando me sentı́a completamente desnudo


delante de mujeres, cuando sentı́a las suaves manos
femeninas pasearse arriba y abajo por mi cuerpo,
ello me producía un extraño efecto.

Recuerdo muy bien que, una vez mi tı́a Marguerite


habı́a lavado y secado mis partes sexuales,
experimentaba una sensació n inde inida, singular,
pero extremadamente agradable. Observaba que mi
aparatito se ponı́a bruscamente duro como el
hierro y que en lugar de colgar como antes alzaba la
cabeza. Instintivamente me acercaba a mi tı́a y
adelantaba el vientre tanto como podía.

Un dı́a en que habı́a sucedido esto mi tı́a Marguerite


enrojeció bruscamente y esta rojez hizo má s amable
su simpá tico rostro. Apercibió mi pequeñ o miembro
levantado y, haciendo ver que no habı́a visto nada,
hizo señ as a mi madre, que tomaba un bañ o de pies
con nosotros. Kate estaba en aquel momento
ocupada con Berthe, pero enseguida prestó
atenció n. Por otra parte, yo habı́a ya observado que
preferı́a con mucho ocuparse de mı́ que de mi
hermana, y, que no perdı́a una sola ocasió n de
ayudar en este menester a mi tı́a o a mi madre.
Ahora quería también ver algo.
Volvió la cabeza y me miró sin ningú n embarazo,
mientras mi tı́a y mi madre intercambiaban miradas
significativas.

Mi madre estaba en enaguas y se las habı́a subido


hasta encima de la rodilla para cortarse má s
cómodamente las uñas.

Me habı́a dejado ver sus bonitos pies


completamente desnudos, sus hermosas
pantorrillas nerviosas y sus rodillas blancas y
redondas. Este vistazo echado a las piernas de mi
madre habı́a causado tanto efecto sobre mi virilidad
como los toque de mi tı́a. Mi madre comprendió
probablemente esto enseguida, ya que enrojeció y
dejó caer sus enaguas. Las damas sonrieron y Kate
se echó a reı́r hasta que una mirada severa de mi
madre y de mi tı́a hizo que parase. Pero entonces,
para excusarse, dijo:
—Tambié n Berthe rı́e siempre cuando llego a ese
sitio con la esponja caliente —Pero mi madre le
ordenó severamente que callase.

En ese mismo instante se abrió la puerta del cuarto


de bañ o y entró mi hermana mayor, Elisabeth. Tenı́a
quince años y asistía a la escuela superior.

Aunque mi tı́a hubiese echado rá pidamente un


camisó n sobre mi desnudez Elisabeth habı́a tenido
tiempo de verme y ello me produjo un gran
embarazo. Pues, si bien no tenı́a vergü enza alguna
delante de Berthe, no querı́a que me viese
completamente desnudo Elisabeth, la cual, desde
hacı́a ya cuatro añ os, no se bañ aba má s con
nosotros, sino que lo hacı́a bien con las damas bien
con Kate.
Experimenté una especie de có lera ante el hecho de
que todas las personas femeninas de la casa
tuvieran derecha a entrar en el cuarto de bañ o
incluso cuando yo estaba, mientras que yo no tenı́a
este derecho. Y encontraba absolutamente abusivo
que se me prohibiese la entrada incluso cuando
bañ aban solamente a mi hermana Elisabeth, ya que
no veı́a por qué , aunque afectase aires de señ orita,
la trataban de manera diferente a nosotros.

La misma Berthe estaba exasperada por las


pretensiones injustas de Elisabeth, que un dı́a se
habı́a negado a desnudarse delante de su joven
hermana y no habı́a vacilado en hacerlo cuando mi
tı́a y mi madre se habı́an encerrado con ella en el
cuarto de baño.

No podı́amos comprender estas maneras de actuar,


debidas a que la pubertad habı́a hecho su aparició n
en Elisabeth. Sus caderas se habían redondeado, sus
pechos comenzaban a hincharse y los primeros
pelos habı́an hecho su aparició n en su pubis, como
supe más tarde.

Aquel dı́a, Berthe solamente habı́a oı́do a mi madre


decir a mi tía al abandonar el cuarto de baño:

—A Elisabeth le ha venido muy pronto.

—Sí, a mí un año más tarde.

—A mí dos años más tarde.

—Ahora habrá que darle una habitació n para ella


sola.

—Podrá compartir la mı́a —habı́a contestado mi tı́a.


Berthe me habı́a contado todo esto y, naturalmente,
lo comprendía tan poco como yo mismo.

Esta vez, pues, desde que mi hermana Elisabeth, al


entrar, me hubo visto, completamente desnudo con
mi pijita levantada como un gallito encolerizado, me
di cuenta de que su mirada se habı́a dirigido a este
punto para ella extraordinario y que no pudo
ocultar un movimiento de profunda sorpresa, pero
no desvió la mirada. Al contrario.

Cuando mi madre le preguntó bruscamente si


querı́a tambié n bañ arse, una gran rojez invadió su
rostro y contestó balbuceando:
—¡Sí, mamá!

—Roger y Berthe han terminado ya —contestó mi


madre—, puedes desnudarte.

Elisabeth obedeció sin vacilar y se desnudó hasta la


camisa. Só lo vi que estaba má s desarrollada que
Berthe, pero esto fue todo, ya que me hicieron
abandonar el cuarto de baño.

Desde aquel dı́a no me bañ aron má s con Berthe. Mi


tı́a Marguerite o bien mi madre seguı́an estando
presentes, porque mi madre se habrı́a sentido
demasiado inquieta si me hubiese dejado bañ arme
solo despué s de haber leı́do que un niñ o se habı́a
ahogado en una bañ era. Pero las damas no me
tocaron má s la pijita ni los cojoncitos, aunque
siguiesen lavá ndome el resto. A pesar de ello, yo
todavı́a tenı́a erecciones delante de mi madre o de
mi tı́a Marguerite. Las damas se daban perfecta
cuenta, aunque mi madre volvı́a la cabeza al
levantarme y al ponerme el camisó n y mi tı́a
Marguerite bajaba los ojos hacia el suelo.

Mi tı́a Marguerite tenı́a diez añ os menos que mi


madre y contaba por consiguiente veintisé is; pero,
como habı́a vivido con una tranquilidad de corazó n
muy profunda, estaba muy bien conservada y
parecı́a una muchacha. Mi desnudez parecı́a hacerle
mucha impresió n, ya que cada vez que me bañ aba
no me hablaba más que con una voz aflautada.

Una vez en que me habı́a enjabonado y enjuagado


fuertemente, su mano rozó mi aparatito. La retiró
bruscamente, como si hubiese tocado una serpiente.
Me di cuenta y le dije con un poco de despecho:
—Gentil tiita querida, ¿por qué no lavas ya todo
entero a tu Roger?

Enrojeció mucho y me dijo con una voz poco


segura:

—¡Pero si te he lavado todo entero!

—Vamos pues, tiita mía, lava también mi aparatito.

—¡Vaya! ¡Qué chico! Puedes muy bien lavá rtelo tú


mismo.

—No tı́a, por favor, lá vamela tú . Yo no sé hacerlo


como tú.
—¡Oh! Atrevido —dijo mi tı́a sonriendo y, volviendo
a coger la esponja, me lavó cuidadosamente la pija y
los cojones.

—Ven, tiita, —dije—, deja que te bese por haber


sido tan gentil.

Y la besé en la bonita boca, roja como una cereza y


abierta, mostrando unos hermosos dientes sanos y
apetitosos.

—Ahora sé came tambié n —le pedı́, las manos


juntas, desde que había salido de la bañera.

Entonces mi tı́a me secó y se entretuvo en el punto


sensible quizá má s de lo que era necesario. Ello me
excitó al má ximo, me cogı́a al borde de la bañ era
para poder tender má s el vientre y me meneaba de
tal manera que mi tía dijo suavemente:

—Ya basta, Roger, ya no eres un niñ o pequeñ o. A


partir de ahora te bañarás solo.

—¡Oh no! Tiita, por favor, solo no. Tienes que


bañ arme tú . Cuando eres tú quien lo hace me da
mucho más gusto que cuando es mi madre.

—¡Vístete, Roger!

—No —dije yo— quiero ver cómo te bañas.


—¡Roger!

—Tı́a, si no quieres bañ arte, le diré a papá que te


has metido otra vez mi pija en la boca.

Mi tı́a enrojeció bruscamente. En efecto, era verdad


que lo habı́a hecho, pero só lo un momento. Habı́a
sido un dı́a en que yo no tenı́a ganas de bañ arme. El
agua de la bañ era estaba demasiado frı́a y yo me
habı́a refugiado en mi habitació n. Mi tı́a me habı́a
seguido y, como está bamos solos me habı́a
acariciado y inalmente se habı́a metido mi pijita en
la boca donde sus labios la habı́an apretado un
momento. Esto me habı́a ocasionado un gran placer
y, finalmente, me había tranquilizado.

Por otro lado, en una circunstancia parecida, mi


madre habı́a actuado del mismo modo y conozco
muchos ejemplos de este hecho. Las mujeres que
bañ an a los niñ os lo hacen a menudo. Ello les
produce el mismo efecto que cuando nosotros
hombres, vemos o tocamos la pequeñ a raja de una
chiquilla, pero las mujeres saben variar mejor sus
placeres.

Yo tuve en mis primeros añ os una vieja criada que,


cuando no podı́a dormir, me hacı́a cosquillas en la
pijita y los cojones o incluso me chupaba
suavemente la pija. Incluso recuerdo que un dı́a me
puso sobre su vientre desnudo y me dejó un buen
rato allı́. Pero, como esto ocurrió en una é poca muy
lejana, sólo me acuerdo vagamente.

Cuando mi tı́a se hubo serenado, me dijo


encolerizada:
—Só lo fue una broma, Roger, y entonces no eras
má s que un niñ o pequeñ o. Pero ya veo que ahora
no se puede bromear contigo, te has hecho un
hombre.

Y lanzó una nueva mirada a mi pija tiesa.

—Ademá s eres un maldito atrevido, ya no te quiero.


—y, al mismo tiempo, dio un golpecito a mi
miembro.

Entonces quiso marcharse, pero yo la retuve


diciendo:

—Perdó name tiita, no diré nada a nadie, aunque te


metas en la bañera.
—Puedo hacerlo —dijo ella sonriendo. Se quitó las
zapatillas rojas, mostrando los pies desnudos, se
levantó la bata hasta encima de las rodillas y se
metió en la bañ era cuya agua le subı́a hasta lo alto
de las pantorrillas.

—Ahora ya he hecho tu voluntad, Roger, haz el


favor de vestirte y obedece, si no, no volveré a
mirarte.

Decı́a aquello de una manera tan segura que vi que


iba en serio. Ya no tenı́a erecció n. Cogı́ mi camisa y
me vestí mientras mi tía Marguerite tomaba un baño
de pies. Ademá s, para que no le pidiera nada má s,
me dijo que se sentı́a indispuesta y que no se
bañaría.
Cuando estuve vestido, salió de la bañ era para
secarse. La toalla estaba hú meda de mi cuerpo, me
puse de rodillas y sequé los bonitos pies de mi tı́a.
Ella me dejó hacer sin protestar. Cuando pasé por
entre los dedos rió y, cuando toqué las plantas de
los pies, hacié ndole cosquillas, se puso de nuevo de
muy buen humor y consintió tambié n de dejarse
secar las pantorrillas.

Cuando llegué a las rodillas, ella misma me indicó


que no debı́a ir má s arriba. Obedecı́, aunque desde
hacı́a tiempo ardı́a por saber lo que las mujeres
llevaban bajo las faldas que era tan precioso que se
creı́an obligadas a mantenerlo tan cuidadosamente
escondido.

Mi tı́a y yo é ramos de nuevo amigos, pero desde


entonces tuve que bañarme solo.
Mi madre debı́a de haberse enterado de estas cosas
por mi tía, pero no me hacía saber nada.

Ahora vamos a abandonar estos preliminares que


eran necesario para la comprensió n de lo que va a
seguir.

Ahora hay que hacer marcha atrá s un poco y volver


a tomar el hilo de nuestra historia.

CAPITULO II

Mi hermana habı́a, pues, caı́do al pie de la escalera,


las faldas al aire, y no se levantaba, ni siquiera
cuando me vio muy cerca de ella.
Estaba como fulminada por su caı́da y de miedo. Yo
creı́a que querı́a asustarme y la curiosidad ganaba
en mí a la piedad.

Mis ojos no podı́an desviarse de su desnudez. Veı́a,


en el lugar donde su bajo vientre se unı́a a sus
muslos, una protuberancia extrañ a, una gran mota
en forma de triá ngulo sobre la cual se veı́an algunos
pelos rubios. Casi en el punto en que los muslos se
unı́an, la mota era compartida por una gruesa raja
de cerca de tres centímetros y dos labios se abrían a
derecha y a izquierda de la raja. Vi el punto donde
terminaba esa raja cuando mi hermana se esforzó
por levantarse.

Es probable que no tuviese idea de su desnudez, ya


que de otro modo se habrı́a bajado primero la ropa.
Pero, bruscamente, abrió los muslos juntando los
pies. Entonces vi có mo los dos labios cuyo comienzo
ya habı́a visto cuando tenı́a los muslos apretados,
continuaban para unirse cerca de su culo.

Durante su rá pido movimiento, habı́a entreabierto


la raja que, en esta é poca, podı́a tener de siete a
ocho centı́metros de largo; durante este momento,
yo habı́a podido ver la carne roja del interior,
mientras que el resto de su cuerpo era de un color
de leche. Hay que exceptuar sin embargo la
entrepierna que, cerca de los labios, era un poco
roja. Pero esta ligera rojez procedı́a, sin duda, del
sudor o de los meados.

Entre el inal de su coñ o, cuya forma era bastante


parecida a la de la raja de un albaricoque, y su culo,
habı́a una distancia de algunos dedos. Allı́ se
encontraba el agujerito de mi Berthe, que se me
apareció en el momento en que habié ndose vuelto
mi hermana, me tendı́a el culo. Este agujero no era
mayor que la punta de mi dedo meñ ique y tenı́a un
color má s oscuro. Entre las nalgas, la piel estaba
ligeramente roja a causa del sudor provocado por
el calor de este día.

Mi curiosidad habı́a sido tan viva que no habı́a


reparado en que, al caer, mi hermana habı́a debido
de hacerse mucho dañ o, pero inalmente me di
cuenta y volé en su auxilio. A decir verdad, toda esta
escena no habı́a durado ni un minuto. Ayudé a
Berthe a levantarse. Vacilaba y se quejaba de
dolores de cabeza.

Desde luego habı́a agua frı́a en el pozo del patio,


pero habrı́amos sido observados inevitablemente,
nos habrı́an preguntado y, por ú ltimo, nuestras
excursiones por El Castillo habrı́an sido prohibidas.
Propuse ir hasta el pequeñ o estanque que, desde lo
alto del tejado, habı́amos descubierto al fondo del
jardı́n. Llegados allı́, encontramos, casi escondidas
por una vegetació n espesa, rocas arti iciales, de las
que salía una fuente que caía en el estanque.
Berthe se habı́a sentado en el banco de piedra, y
con nuestros pañ uelos le hice compresas. Estaba un
poco acalorada y jadeante. Pero todavı́a habı́a
tiempo hasta mediodía y, al cabo de una media hora,
habı́a recobrado el á nimo aunque conservase un
gran chichó n en la cabeza. Afortunadamente é ste no
se veía, ya que quedaba oculto por los cabellos.

Durante este rato yo habı́a clasi icado en mi espı́ritu


todo lo que habı́a visto y me demoraba de buena
gana en el recuerdo de estas cosas nuevas.

Pero no sabı́a có mo debı́a actuar a propó sito de ello


con Berthe.

Finalmente decidı́ lo que iba a hacer; habı́a


observado, al contemplar la desnudez de mi
hermana, que en el punto donde terminaba su coñ o,
bajo su culo había un grano de belleza.

Yo tenı́a uno parecido en el mismo sitio, detrá s de


los cojones.

Mi madre y mi tı́a lo habı́an mirado un dı́a, riendo, y


yo no habı́a comprendido por qué ; má s tarde lo
había visto al mirarme el culo en el espejo.

Cuando comuniqué esto a Berthe, enrojeció


profundamente y pareció muy extrañ ada. Primero
hizo como si no comprendiese, pero cuando le hube
descrito bien su posició n, cuando me hube echado
por el suelo, las piernas separadas para mostrarle
có mo la habı́a visto, manifestó una vergü enza sin
medida.
Yo habı́a cuidado de que en el jardı́n no hubiese
nadie má s que nosotros. La alta vegetació n nos
ocultaba de toda mirada lejana, mientras nosotros
podı́amos percibir la proximidad de cualquier
extraño.

Desabroché mis tirantes, dejé caer mi ligero


pantaló n de verano y me volvı́ a echar de espaldas
frente a mi hermana.

—¡Oh! ¡Dios mı́o! Roger, si alguien te viese —dijo


ella a media voz, pero sin desviar sus miradas.

—No hay nadie cerca, Berthe —contesté yo en el


mismo tono. Entonces me levanté , me puse delante
de ella, alcé mi camisa y le dije: —Ya que yo te he
visto toda entera, tú puedes verme todo entero.
La curiosidad de Berthe habı́a sido despertada y me
miraba sin ninguna especie de embarazo. Estas
miradas empezaron a producirme efecto, mi
miembro se volvió irme, se levantó lentamente y se
balanceaba con importancia, mientras el glande
quedaba al descubierto.

—¿Ves, Berthe?, por el agujerito de la punta es por


donde meo, pero ahora no puedo, aunque tengo
ganas.

—Yo tambié n tengo ganas, desde hace rato —dijo


dulcemente Berthe— pero me da vergü enza, ¡no
debes mirarme, Roger!

—Vamos, Berthe, no seas mala, si uno se contiene


demasiado tiempo la vejiga revienta y uno muere.
Es lo que decía nuestra vieja criada.

Berthe se levantó , miró a todos lados y luego se


agachó cerca del banco y se puso a mear. Yo me
incliné rá pidamente para verlo todo y vi, en lo alto
de su raja, un chorro delgado y largo que caı́a
oblicuamente sobre el suelo.

—¡Oh no, Roger! —gritó ella en un tono lloró n—


¡Eso no se hace!

Dejó de mear y se levantó.

—Pero Berthe, si nadie nos ve, sé buena —contesté


yo. Sonreı́ y añ adı́: —Mı́rame a mı́, yo no me
avergüenzo delante de ti.
Empecé a mear, pero intermitentemente, porque mi
miembro estaba aú n tieso. Berthe soltó una
carcajada. Yo aproveché su buen humor, le levanté
rá pidamente las enaguas y la camisa, la hice
agacharse a la fuerza y la obligué a mear.

Ella ya no ofreció resistencia, abrió las piernas y se


inclinó un poco hacia delante. Vi el chorro, que caı́a
al suelo provocando salpicaduras. Al inal é ste se
hizo má s dé bil. Finalmente me pareció que mi
hermana hacı́a esfuerzos, su raja se abrı́a en lo alto
y se veı́a la carne roja. Aquello no habı́a durado má s
que unos segundos, el chorro cesó y cayeron aú n
algunas gotas solas.

Entonces empuñ é con las dos manos los labios de


su coñ o y los separé . Esto pareció producirle un
gran placer, ya que de no ser ası́ no habrı́a
mantenido su camisa al aire con tanta complacencia.

Al inal descubrı́ que su raja, que podı́a compararse


a un mejilló n entreabierto, contenı́a otros dos
labios, pero más pequeños que los de fuera.

Estos eran de un hermoso color ojo y estaban


cerrados. En lo alto, se veı́a un agujerito por donde
habı́a meado. Se veı́a tambié n un pedacito de carne
del tamañ o de un guisante. Lo toqué y lo encontré
muy duro.

Estos toques parecı́an gustar a mi hermana, pues se


mantenı́a tranquila, aunque echaba un poco el
vientre hacia delante.

Se puso muy excitada y levantó aú n má s su camisa,


por encima del ombligo. Entonces repasé su vientre.
Le pasé las manos por todas partes. Le hice
cosquillas en el ombligo y pasé la lengua alrededor.
Luego retrocedí un poco para ver mejor.

Só lo entonces vi los bonitos pelos que ornaban la


mota grande y triangular de Berthe.

A decir verdad habı́a pocos, eran cortos, vellosos y


de un color tan claro que realmente habı́a que estar
muy cerca para verlos. Yo no tenı́a má s, pero eran
más negros.

Los retorcı́ un poco y manifesté mi extrañ eza


respecto a la diferencia de color de nuestros pelos.
Pero Berthe contestó:
—¡Siempre es así!

—¿Cómo sabes eso?

—Kate me lo dijo, cuando está bamos solas en el


baño. Además, pronto voy a tener mis asuntos.

—¿Qué es eso?

—El coñ o deja correr sangre todos los meses


durante unos dı́as. Kate tuvo pelos y sus asuntos a
la misma edad que yo.

—¿Tiene también pelos como tú?


—¡Oh, no! —dijo Berthe con aire de superioridad y,
dejando caer sus ropas, añ adió : —Kate tiene los
pelos rojizos y yo los tengo rubios. Ademá s, tiene
tantos pelos que só lo se le puede ver la cosa si abre
bien las piernas.

Mientras Berthe decı́a todo esto, mi miembro habı́a


perdido su rigidez. Berthe lo observó y dijo:

—Mira, tu cosa se vuelto muy pequeñ a. Kate me dijo


eso, un dı́a que yo le habı́a preguntado por qué
habı́a reı́do en el cuarto de bañ o. Me contó que el
miembro de Roger se habı́a levantado como el de
un hombre. Ademá s, parece que es bastante grande.
Si fuese un hombre, añ adió , dejarı́a que me lo
metiese. Cuidado, Berthe, no te lo vaya a meter.
—¿Qué quiere decir eso: meterlo? —pregunté yo.

—¡Bueno, sı́! Cuando se frota uno con el otro. Kate


ya me lo ha hecho y yo he tenido que hacé rselo
tambié n. Ella me dio mucho má s gusto que tú hace
un momento. Ella se moja siempre el dedo. Tuve
que meterle el dedo gordo porque parece que es el
entra má s. Entonces lo meneé deprisa delante y
atrá s y le daba gusto. Ella me lo hizo y tambié n me
dio gusto, pero la primera vez que se lo hice yo a
ella me asusté mucho. Comenzó a suspirar, a soplar,
se puso a gritar y tenı́a sacudidas, tanto que yo iba a
para creyendo que se encontraba mal: «No pares,
Berthe», me dijo, y se sacudió gritando: «Berthe,
Berthe, ya viene, ¡oh!, ¡oh!, ¡oh!...» Luego cayó sobre
la cama como desvanecida. Cuando retiré el dedo de
su raja, estaba como lleno de cola. Hizo que me
lavase y me prometió que me lo harı́a venir
también, cuando sea mayor y tenga pelo en mi cosa.
Mil pensamientos cruzaban por mi cabeza, tenı́a
cien preguntas que hacer, porque me habı́a
quedado mucho por comprender.

Quié n sabe, ademá s lo que habrı́a pasado si no


hubiese sonado la campana para anunciar el
almuerzo. Miré rá pidamente todos los tesoros de
Berthe, le enseñ é los mı́os. Luego pusimos nuestras
ropas en orden. A continuació n nos besamos,
prometié ndonos, por nuestro honor, no revelar
nada de lo que habı́a pasado entre nosotros.
Ibamos a irnos cuando un ruido de voces nos
retuvo.

CAPITULO III

La campana que acababa de sonar, nos dimos


cuenta entonces, no era para nosotros, sino para
anunciar el almuerzo de los sirvientes. No tenı́amos,
pues, ninguna prisa por alejarnos, ya que
está bamos vestidos, y la gente que se acercara no
podría saber nada de lo que acabábamos de hacer.

Oı́mos ruido, no lejos de nosotros, fuera del jardı́n.


Pronto vimos que estas voces pertenecı́an a algunas
sirvientas que tenı́an que trabajar en el campo
situado detrá s del jardı́n. Pero podı́amos mirarlas
porque el almuerzo de los sirvientes empezaba un
cuarto de hora después de que sonase la campana.

Como habı́a llovido la noche anterior, la tierra del


campo laborado se pegaba a los pies de las
sirvientas que iban descalzas y cuyas faldas —a
decir verdad no parecı́an tener má s que una sola,
cada una, sobre el cuerpo— eran muy cortas y no
bajaban má s allá de la rodilla. No eran de una gran
belleza, pero eran de todos modos campesinas bien
formadas, bronceadas por el sol y de una edad que
oscilaba entre los veinte y los treinta años.

Cuando estas mujeres hubieron llegado al estanque


se sentaron en el cé sped de la orilla y se remojaron
los pies en el agua.

Mientras tomaban su bañ o de pies cotorreaban a


quién mejor.

Estaban delante de nosotros y a una distancia de


apenas diez pasos, lo que hacı́a que se distinguiese
muy bien la diferencia de color entre sus
pantorrillas morenas y sus rodillas mucho má s
blancas, que estaban completamente descubierta; a
algunas se les veía incluso una parte del muslo.

A Berthe no parecı́a producirle ningú n placer este


espectá culo y me tiraba del brazo para que nos
fuéramos.

Entonces oı́mos pasos muy cerca de nosotros y


vimos llegar a tres mozos por un sendero cercano a
nosotros.

Algunas de las sirvientas pusieron orden en sus


ropas a la vista de los hombres, y particularmente
una, que tenia los cabellos de un negro de carbó n y
algo de españ ol en el rostro, donde brillaban dos
ojos gris claro y maliciosos.

El primero de los mozos, que era un hombre de


aspecto idiota, no se apercibió de la presencia de las
mujeres y, colocá ndose delante de nuestro
escondite, se desabrochó el pantalón para mear.
Tiró de su miembro, que se parecı́a bastante al mı́o
só lo que el glande estaba completamente cubierto.
Le quitó el casquete para mear. Se habı́a levantado
tanto la camisa que se podı́an ver tambié n los pelos
que rodeaban sus partes genitales, habı́a sacado
tambié n los cojones de su pantaló n y se los rascaba
con la mano izquierda, mientras dirigı́a su miembro
con la mano derecha.

A la vista de esto experimenté la misma sensació n


de fastidio que Berthe cuando le habı́a enseñ ado las
pantorrillas de las campesinas, pero é sta era ahora
toda ojos. Las muchachas hacı́an como que no
veı́an. El segundo mozo se bajó tambié n el pantaló n
y mostró igualmente su polla, má s pequeñ a que la
precedente, pero medio descubierta y morena. Se
puso a mear. Entonces las muchachas se echaron a
reı́r y sus carcajadas se hicieron aú n má s fuertes
cuando el tercer mozo se hubo puesto tambié n en
posición.
Durante este rato, el primero habı́a terminado. Se
descubrió completamente el glande, sacudió la polla
para hacer caer las ú ltimas gotas, dobló un poco las
rodillas hacia delante para hacer entrar todo el
paquete en el pantaló n y, al mismo tiempo, soltó un
pedo claro y sonoro mientras lanzaba un «¡Aaah!»
de satisfacció n. Entonces se produjo entre las
sirvientas un estallido de risas y burlas.

La risa se hizo general cuando observaron el


espectá culo del tercer mozo. Este se habı́a colocado
en bies de tal manera que podı́amos verle el
miembro tan bien como las campesinas.

Lo ponı́a al aire de modo que el chorro fuese muy


alto, lo que hacı́a reı́r a las sirvientas como locas. A
continuació n los mozos fueron hacia las sirvientas y
una de ellas se puso a lanzar agua sobre el que
tenı́a aire de idiota. El ú ltimo mozo dijo a la
morenita que se habı́a arreglado las ropas a la vista
de los hombres:

—hacer bien en esconderlo, Úrsula, yo ya he visto lo


que tanto te preocupa.

—¡Hay aú n muchas cosas que no has visto,


Valentı́n! ¡Y que no verá s nunca! —respondió
Úrsula con coquetería.

—¿Tú crees? —dijo Valentı́n, que se encontraba


ahora justo detrás de ella.

Al mismo tiempo la cogió por los hombros y la


empujó hacia atrá s contra el suelo. Ella quiso retirar
los pies del agua, pero no se dio cuenta de que, al
mismo tiempo, sus ligeras enaguas y su camisa se
levantaban, de modo que se encontraba en la misma
posició n en que yo habı́a visto antes a mi hermana.
Por desgracia este agradable espectá culo no duró
más que unos segundos.

Pero habı́a durado el tiempo bastante para que


Ursula, que habı́a mostrado ya un par de
pantorrillas muy prometedoras, dejase ver dos
hermosos muslos dignos de todos los honores y
que terminaban en un soberbio culo cuyas nalgas
no dejaban nada que desear.

Entre los muslos, bajo el vientre, habı́a una mata de


pelos negros que bajaba lo bastante para rodear los
dos bonitos labios de su coñ o, pero en este punto
los pelos no eran tan espesos como arriba, donde
cubrı́an un espacio que a mı́ me habrı́a costado
esconder con la mano.
—¿Ves, Ursula? ¡Ahora ya he visto tambié n tu
marmota negra! —dijo Valentı́n bastante excitado, y
aceptó sin moverse los golpes y los insultos de la
muchacha, que estaba realmente encolerizada.

El segundo mozo quiso tambié n actuar con una


muchacha del mismo modo en que Valentı́n habı́a
actuado con Úrsula.

Esta segunda sirvienta era una muchacha bastante


hermosa cuyo rostro, cuello y brazos estaban tan
cubierto de pecas que casi no se veı́a su color
natural. Las tenı́a tambié n en las piernas, pero
menos y má s grandes. Tenı́a el aire inteligente, sus
ojos eran castañ os, sus cabellos rojos y crespos. No
era, pues, bonita... bonita, pero sı́ lo bastante
excitante como para dar deseos a un hombre. Y el
mozo Michel parecı́a excitado: «Hé lè ne —dijo—,
debes tener un coñ o rojo, ¡si es negro es que te lo
han robado!»

—¡Cerdo! —dijo la hermosa campesina.

Él la agarró como había hecho Valentín.

Pero ella habı́a tenido tiempo de levantarse y, en


lugar de ver el bonito coñ o, Michel recibió en pleno
rostro una lluvia de golpes que le hicieron ver las
estrellas.

Las otras dos sirvientas se pusieron tambié n a


golpear. Finalmente pudo ponerse a salvo gritando,
seguido por las risas de las sirvientas, y corrió tras
sus compañeros.
Las sirvientas habı́an terminado de bañ arse los pies
y se habı́an alejado, excepto Ursula y Hé lè ne, que
también se preparaban para partir.

Se cuchichearon algo al oı́do. Ursula se echó a reı́r e


inclinó la frente haciendo remilgos mientras Hé lè ne
la miraba desde arriba meneando la cabeza.

La primera parecı́a pensar en lo que le habı́a


comunicado la segunda. Hé lè ne lanzó una mirada a
su alrededor para ver si todo el mundo se habı́a
alejado, entonces se levantó bruscamente las faldas
por delante y las mantuvo en el aire con la mano
izquierda, mientras se metı́a la derecha entre los
muslos, en el punto donde se veı́a un bosque de
pelos rojos. Por el movimiento de los pelos, que
eran mucho má s espesos que los de Ursula, se
podı́a ver que apretaba entre los dedos los labios
de su coñ o, que el espesor del pelambre impedı́a
percibir. Ursula la miraba tranquilamente.
Bruscamente salió un chorro de la mata de pelos,
pero, en lugar de caer bruscamente al suelo, subió y
describió un semicı́rculo. Ello extrañ ó mucho a
Berthe que, como yo, no sabı́a que una mujer
pudiese mear de esta manera.

Esto duró tanto como en el caso de Valentı́n. Ursula


estaba completamente extrañ ada y parecı́a tener
ganas de probar, pero renunció pues sonó la
segunda y ú ltima campanada anunciando el
almuerzo y las dos sirvientas huyeron rápidamente.

CAPITULO IV

Cuando Berthe y yo hubimos entrado en El Castillo


encontramos la mesa puesta. Pero mi madre y mi tı́a
no habı́an aú n terminado completamente la
preparació n de la sala. Mientras mi hermana las
ayudaba leı́ en el perió dico que mi padre nos
enviaba un hecho diverso hablando de un señ or X...
que habı́a violado a una señ orita A..., busqué el
signi icado de la palabra violado en el diccionario y
encontré : des lorar. No habı́a avanzado nada, pero
tenía otro tema de pensamiento.

A continuació n nos pusimos a la mesa y, contra


nuestra costumbre, Berthe y yo no dijimos nada, lo
que extrañ ó a mi madre y a mi tı́a, que dijeron:
«Seguro que se han vuelto a pelear.» Nos parecı́a
preferible esconder nuestras nuevas intimidades
bajo el manto ficticio del rencor.

Mi madre contó có mo habı́an dispuesto las


habitaciones para ella y su marido y para mi tı́a. Las
habitaciones estaban en el primer piso, donde se
encontraba tambié n la habitació n destinada a Kate y
a Berthe.

En la planta baja, detrá s de una escalera que


conducı́a a una biblioteca, se encontraba la mı́a. Yo
subı́a a la biblioteca, que contenı́a muchos libros
viejos y también algunas obras modernas.

Allı́ cerca se encontraba la habitació n preparada


para el religioso. Esta estancia estaba separada de la
capilla por un pasillo. En la capilla, cerca del altar,
habı́a dos grandes palcos desde los cuales los
propietarios precedentes oı́an la misa. En el fondo
de uno de los palcos habı́a un confesionario para
los amos, mientras otro, para los sirvientes se
encontraba al fondo de la capilla.

Habı́a podido observar esto en el curso de la tarde,


ya que Berthe, despué s de comer, habı́a tenido que
ayudar a las damas, y yo apenas habı́a tenido
tiempo de darle un beso al ir a proponer mis
servicios.

Transcurrieron varios días sin que pasase nada.

Berthe estaba siempre ocupada con las damas, que


todavía no habían terminado su instalación.

Como hacı́a mal tiempo yo pasaba largos ratos en la


biblioteca, donde habı́a quedado agradablemente
sorprendido al descubrir un atlas anató mico en el
cual encontré la descripció n ilustrada de las partes
naturales del hombre y de la mujer. Encontré
tambié n en é l la explicació n del embarazo y d todas
las fases de la maternidad, que aún no conocía.
Esto me interesaba tanto má s cuanto que la mujer
del administrador estaba embarazada en este
momento y su gran vientre habı́a excitado
vivamente mi curiosidad.

Yo la habı́a oı́do hablar de ello con su marido. Su


apartamento estaba en la planta baja, justo al lado
de mi habitación, del lado del jardín.

Es evidente que los acontecimientos del dı́a


memorable en que habı́a visto la desnudez de mi
hermana, de las sirvientas y de los mozos, no habían
abandonado mi espı́ritu. Pensaba en ello sin cesar y
mi miembro estaba constantemente en erecció n. Yo
lo miraba a menudo y jugaba con é l. El placer que
me producía manosearlo me incitaba a continuar.

En la cama, me divertı́a tambié n colocá ndome cara


abajo y frotá ndome contra las sá banas. Mis
sensaciones se re inaban de dı́a en dı́a. Ası́
transcurrió una semana.

Un dı́a en que estaba en el viejo silló n de cuero de la


biblioteca, el atlas completamente abierto delante de
mı́, por la pá gina de las partes genitales de la mujer,
sentı́ tal erecció n que me desabroché y me saqué la
pija. A fuerza de haber tirado de é l, mi miembro
descapullaba ahora fá cilmente. Ademá s, tenı́a
diecisé is añ os y me sentı́a ya completamente
hombre. Mis pelos, ahora má s espesos, parecı́an un
hermoso bigote. Aquel dı́a, a fuerza de frotar, sentı́
una voluptuosidad desconocida y tan profunda que
mi respiració n se hizo jadeante. Me apretaba con
má s fuerza el miembro a manos llenas, lo soltaba,
frotaba de delante atrá s, descapullaba
completamente, me hacı́a cosquillas en los cojones y
el agujero del culo, luego miraba mi glande
descapullado, era de un rojo oscuro y brillaba como
laca.
Esto me producı́a un placer inexpresable, acabé por
descubrir las reglas del arte de la paja y me frotaba
la pija regularmente y con medida, aunque sucedió
una cosa que yo aún no conocía.

Tuve una sensació n de voluptuosidad indecible, la


que me obligó a extender las piernas delante de mı́a
y a llevarlas, contra las patas de la mesa, mientras
mi cuerpo, echado hacia atrá s, se apretaba contra el
respaldo del sillón.

Sentı́ que la sangre subı́a a mi rostro. Mi respiració n


se hizo pesada, tuve que cerrar los ojos y abrir la
boca. En el espacio de un segundo, mil
pensamientos cruzaron por mi cerebro.

Mi tı́a, delante de la cual yo habı́a permanecido


completamente desnudo, mi hermana, cuyo bonito
gatito habı́a visitado, las dos sirvientas con sus
muslos potentes, todo esto des iló ante mis ojos. Mi
mano frotó má s rá pidamente la pija, una sacudida
eléctrica atravesó mi cuerpo.

¡Mi tı́a! ¡Berthe! ¡Ursula! ¡Hé lè ne!... Sentı́ có mo mi


miembro se hinchaba y, del glande rojo oscuro,
brotó una materia blancuzca, primero en un gran
chorro, luego otros menos potentes. Me habı́a
corrido por primera vez.

Mi ingenio se reblandeció rá pidamente. Ahora


miraba con curiosidad e interé s el esperma que me
habı́a caı́do sobre la mano derecha, pues tenı́a el
olor de la clara de huevo y tambié n su aspecto. Era
espeso como cola. Lo lamı́ y le encontré un sabor a
huevo crudo. Finalmente sacudı́ las ú ltimas gotas
que colgaban en la punta de mi miembro
completamente dormido y que sequé con mi camisa.
Sabı́a, por mis lecturas precedentes, que acababa de
abandonarme al onanismo. Busqué esta palabra en
el diccionario y encontré un largo artı́culo al
respecto, tan detallado que cualquiera que no
hubiese conocido la prá ctica la habrı́a aprendido
infaliblemente.

Esta lectura me excitó de nuevo, la fatiga que habı́a


seguido a mi primera eyaculació n habı́a pasado. Un
hambre devoradora habı́a sido el ú nico fruto de
esta acció n. En la mesa, mi madre y mi tı́a se dieron
cuenta de mi apetito, pero lo atribuyeron al
crecimiento.

Observé , a continuació n, que el onanismo se parecı́a


a la bebida, ya que cuanto má s se bebe má s sed se
tiene...
Mi pija no dejaba de mantenerse erecta y yo no
dejaba de pensar en la voluptuosidad, pero los
placeres de Onan no podı́an satisfacerme
eternamente. Pensaba en las mujeres y me parecı́a
una lástima desperdiciar mi esperma pelándomela.

Mi pija se hizo má s morena, mis pelos formaron una


bonita perilla, mi voz se habı́a vuelto profunda y
algunos pelos, aú n microscó picos, empezaban a
aparecer encima de mi labio superior. Me di cuenta
de que ya no me faltaba nada de hombre, excepto el
coito —era la palabra que daban los libros a esta
cosa aún desconocida para mí—.

Todas las mujeres de la casa se habı́an dado cuenta


de los cambios que se habı́an producido en mi
persona, y ya no era tratado como un crío.
CAPITULO V

Llegó la iesta del Santo patró n de la capilla del


Castillo, y ello dio lugar a una gran iesta que estuvo
precedida por la confesió n de los habitantes del
Castillo.

Mi madre habı́a decidido confesarse ese dı́a y mi tı́a


pensaba hacer lo mismo; los otros habitantes del
Castillo no debían quedarse atrás.

Yo me habı́a hecho pasar por enfermo y estaba en


mi habitació n desde la noche anterior, a in de que
mi supuesta enfermedad no despertase sospecha
alguna.
El capuchino habı́a llegado y habı́a comido con
nosotros. Habı́amos tomado el café en el jardı́n,
donde me quedé solo cuando Kate hubo
desembarazado completamente la mesa. Como el
tiempo se me hacı́a largo, fui a la biblioteca, donde
observé una puerta escondida que todavı́a no habı́a
observado. Daba a una escalera disimulada,
estrecha y sombrı́a, que no recibı́a luz má s que por
un pequeñ o ojo de buey situado en la punta de
pasillo adonde aquélla conducía.

Por esta escalera se llegaba a la capilla, y detrá s de


la puerta cerrada con cerrojo y herrumbrosa, ya
que hacı́a tiempo que no era utilizada, se oı́a la voz
del capuchino que decı́a a mi madre que la
confesaría al día siguiente en este sitio.

El tabique de madera al cual estaba adosado el


confesionario dejaba pasar de manera clara cada
palabra. Me pareció , pues, que desde este lugar lo
podría oír todo.

Pensé tambié n que esta escalera debı́a haber sido


dispuesta en los siglos pasados por un señ or celoso
que quería oír las confesiones de su esposa.

Al dı́a siguiente, despué s de mi café , vino la mujer


del administrador para hacer mi habitació n. Ya he
dicho que estaba embarazada y pude contemplar a
mis anchas la enorme masa de vientre y tambié n el
tamañ o desacostumbrado de sus pechos, cuyo
bamboleo se podı́a percibir bajo la ligera blusa que
llevaba.

Esta mujer era agradable y tenı́a un rostro bastante


bonito. Habı́a sido, antes, sirvienta en El Castillo,
hasta que el administrador que la habı́a engordado
se casó con ella.
Yo habı́a visto ya senos de mujeres en imagen o en
las estatuas, pero nunca los había visto al natural.

La administradora tenı́a prisa. Só lo se habı́a


abrochado un botó n de la blusa y sucedió que, al
curvarse para hacer mi cama, este botó n se
desabrochó y yo percibı́ todo su pecho porque
llevaba un camisón muy escotado.

Di un salto:

—¡Señora! ¡Va usted a enfriarse!

Y, haciendo ver que querı́a abrocharle la blusa,


desaté la cinta que mantenı́a su camisó n sobre los
hombros. En el mismo instante, los dos pechos
parecieron saltar de su escondite y sentı́ su tamañ o
y su firmeza.

Los botones que se aguantaban en el centro de cada


seno sobresalı́an, eran rojos y estaban rodeados
por una areola muy grande y de color moreno.

Estos pechos eran tan irmes como un par de nalgas


y, como yo los apretase un poco con las dos manos,
se los habrı́a podido tomar por el culo de una
bonita muchacha.

La mujer habı́a quedado tan extrañ ada que tuve


tiempo, antes de que se hubiese recuperado de su
emoción de besar sus pechos a placer.
Olı́a a sudor, pero de una manera bastante
agradable que me excitaba. Era este «odor di
femina» que, lo supe má s tarde, emana del cuerpo
de la mujer y que, siguiendo a su naturaleza, excita
el placer o el asco.

—¡Ah! ¡Uh! ¿Pero qué se cree usted? No... eso no se


hace... soy una mujer casada... por nada del mundo...

Eran sus palabras, mientras yo la empujaba hacia la


cama. Habı́a abierto mi bata, levanté mi camisa y le
mostré mi miembro en un estado de excitació n
espantoso.

—Dé jeme, estoy embarazada, ¡oh! ¡Señ or! Si alguien


nos viese.
Aún se defendía, pero más débilmente.

Ademá s, su mirada no abandonaba mis partes


sexuales. Se mantenı́a contra la cama, sobre la cual
yo me esforzaba por hacerla caer.

—¡Me hace daño!

—¡Bella señora! Nadie nos ve ni nos oye —dije yo.

Ahora estaba sentada en la cama. Seguı́ empujando.


Ella cedió, se echó de espaldas y cerró los ojos.

Mi excitació n no conocı́a ya lı́mites. Levanté sus


ropas, su camisó n, y vi un bello para de muslos que
me entusiasmaron má s que los de las campesinas.
Entre los muslos cerrados percibı́ una matita de
pelos castañ os, pero en la cual no se podı́a
distinguir raja alguna.

Caı́ de rodillas, agarré sus muslos, los palpé por


todas partes, los acaricié , puse las mejillas encima y
los besé . Muslos arriba, mis labios subieron al
monte de Venus, que olı́a a meados, lo que me
excitó aún más.

Levanté el camisó n y miré pasmado la enormidad


de su vientre, en el que el ombligo estaba en relieve
en lugar de estar hueco como en el vientre de mi
hermana.

Lamı́ este ombligo. Ella estaba inmó vil, sus senos


colgaban a los dos lados. Levanté a uno de sus pies
y lo puse encima de la cama. Apareció su coñ o.
Primero me asusté al ver los dos grandes labios,
espesos e hinchados, cuyo color rojo iba hacia el
marrón.

Su preñ ez me dejaba gozar de esta vista de una


manera muy completa. Sus labios estaban abiertos
y, en el interior, donde eché una ojeada, percibı́
todo un mostrador de carnicerı́a en el que la carne
era de un hermoso rojo húmedo.

En lo alto de los grandes labios se veı́a el agujero de


hacer pipı́ con un granito de carne encima, era el
clı́toris, como puede darme cuenta, por lo que habı́a
aprendido en el atlas anatómico.

La parte superior de la raja se perdı́a en los pelos


que cubrı́an un monte de Venus de una gordura
desmesurada. Los labios estaban casi desprovistos
de pelos y la piel, entre los muslos, estaba hú meda y
enrojecida por el sudor.

A decir verdad, el espectá culo no era admirable,


pero me gustó tanto má s cuanto que esta mujer era
bastante limpia. No pude evitar colocar la lengua
dentro de su raja y, rá pidamente, lamı́ y relamı́ el
clı́toris que se endurecı́a bajo mi glotonerı́a
enfurecida.

Este lamer me cansó pronto, sustituı́ la lengua por


un dedo, la raja estaba muy hú meda. Entonces me
apoderé de los pechos cuyas puntas cogı́ con la
boca chupá ndolas alternativamente. Mi ı́ndice no
abandonaba el clı́toris, que se endurecı́a y
aumentaba de tamañ o. Pronto tuvo la talla de mi
meñique y el grosor de un lápiz.
En este momento la mujer recuperó su espı́ritu y se
echó a llorar, pero sin abandonar la posició n que yo
le habı́a impuesto. Yo simpatizaba un poco con su
pena, pero estaba demasiado excitado para
preocuparme realmente. Le dije zalamerı́as para
consolarla. Finalmente le prometı́ ser el padrino del
niño que esperaba.

Fui a mi cajó n y tiré del dinero, que di a la mujer,


que había reparado su desorden. A continuación me
quité la camisa y sentı́ cierta vergü enza por el hecho
de encontrarme de nuevo desnudo delante de una
mujer, sobre todo casada y embarazada.

Cogı́ la mano algo hú meda de la administradora y la


coloqué sobre mi miembro. Este contacto era
realmente exquisito.
Ella apretó , primero suavemente y despué s con má s
fuerza. Yo habı́a agarrado sus pechos, que me
atraían.

La besé en la boca y ella me dio los labios con


prontitud.

Todo en mı́ tendı́a hacia el placer. Me coloqué entre


los muslos de la administradora sentada, pero ella
gritó:

—Encima no, me hace dañ o. Ya no puedo dejar


hacérmelo por delante.

Bajó de la cama, se volvió y se inclinó , la cara sobre


la cama. No añ adió una palabra, pero mi instinto me
dio la solución del enigma. Me acordé de haber visto
a dos perros en acció n. Cogı́ enseguida a Medor
como ejemplo y levanté el camisó n de Diane. Era el
nombre de la administradora.

Apareció el culo, pero un culo como yo no habı́a


jamá s soñ ado. Si el culo de Berthe era má s gracioso,
realmente carecı́a de importancia al lado de é ste.
Mis dos nalgas juntas no hacı́an la mı́a de una sola
de este culo milagroso cuya carne era, ademá s, muy
irme. Era de un blanco deslumbrante, como los
pechos y los hermosos muslos.

En la raja habı́a pelos rubios y esta raja dividı́a


profundamente el culo pasmoso en dos soberbias
nalgas.

Debajo del culo colosal, entre los muslos, aparecía el


coñ o gordo y jugoso, en el cual isgué con un dedo
divertido.

Coloqué el pecho contra el culo desnudo de la


mujer e intenté rodear con los brazos su vientre
inabarcable que colgaba como un globo majestuoso.

Entonces besé sus nalgas y froté contra ellas mi


miembro. Pero mi curiosidad no estaba aú n
satisfecha. Abrı́ las nalgas e inspeccioné el agujero
del culo. Estaba en relieve como el ombligo y era
oscuro pero muy limpio.

Metı́ el dedo, pero ella hizo un movimiento de


rechazo y temı́ haberle hecho dañ o. Ası́ que no
insistı́ en absoluto. Metı́ mi pija ardiente en su coñ o,
como un cuchillo en una pella. Entonces me agité
como un diablo haciendo chocar mi vientre contra
el culo elástico.
Esto me puso completamente fuera de mı́. Ya no
sabı́a lo que hacı́a y llegué ası́ al té rmino de la
voluptuosidad eyaculando por primera vez mi
simiente en el coño de una mujer.

Yo querı́a entretenerme en esta agradable posició n


despué s de la descarga, pero la administradora se
volvió y se cubrió pú dicamente. Mientras se
abrochaba la blusa oı́ un pequeñ o lic- lac. Era mi
esperma, que manaba de su coñ o y caı́a al suelo.
Ella lo extendió con el pie y se frotó la falda con los
muslos para secarse.

Cuando me vio delante de ella, la pija a media


erecció n, roja y completamente hú meda, sonrió , tiró
de su pañ uelo y limpió cuidadosamente el miembro
que la había festejado.
—Vı́stase, señ or Roger —dijo— tengo que irme;
pero por el amor del cielo, que nadie sepa jamá s —
añ adió enrojeciendo— lo que ha pasado entre
nosotros, si no, ya no le querré.

La apreté contra mı́, se intercambiaron dos besos y


se fue dejá ndome con un oleaje de sensaciones
nuevas que casi me habı́an hecho olvidar la
confesión.

CAPITULO VI

Tan silenciosamente como me fue posible, penetré


en el estrecho pasillo. Iba en chancletas y me
acercaba al tabique de madera. Pronto hube
encontrado el lugar desde donde se oı́a mejor. El
capuchino se las habı́a arreglado para que só lo la
persona que se confesaba permaneciese en el
oratorio, mientras los que esperaban se mantenı́an
en la capilla.

Por consiguiente no habı́a necesidad de hablar en


voz baja. Y la conversació n era muy clara. Noté por
la voz que habı́a un campesino en el confesionario.
La confesió n debı́a de haber comenzado hacı́a rato,
ya que el capuchino habló así:

El Confesor: —Ası́ dices que en los lavabos juegas


siempre con tu miembro. ¿Por qué lo haces, cuá nto
rato, y ha tenido lugar eso a menudo?

El Campesino: —En general dos veces por semana,


pero a veces todos los dı́as, hasta que viene. No
puedo evitarlo, me da demasiado gusto.
El Confesor: —Y ¿con las mujeres no lo has hecho
nunca? El Campesino: —Sólo una vez con una vieja.

El Confesor: —Cué ntame eso y no me escondas


nada.

El Campesino: — Una vez estaba con la vieja Rosalie


en el granero de heno. Empecé a tener una erecció n
y dije:

«Rosalie, ¿hace mucho tiempo que no has tenido un


hombre?». Ella me dijo: «¡Ah cochino! ¿Es eso
posible, cielo santo? Hace al menos cuarenta añ os. Y
no quiero ninguno má s. Tengo ya sesenta añ os de
edad.» Yo le contesto «Vamos, Rosalie, me gustarı́a
mucho ver, una vez, una mujer desnuda;
desnú date.» Ella dijo: «No, no tengo con ianza,
podrı́a venir el diablo.» Entonces dije yo: «Pero la
ú ltima vez que lo hiciste no vino.» Entonces tiré la
escalera, de modo que nadie pudiese subir. Tiré de
mi miembro y se lo enseñ é . Ella lo miró y me dijo:
«Es todavı́a má s gorda que la de mi cochino Jean.»
Yo le dije:«Rosalie, ahora tienes que enseñ arme el
coñ o.» Ella no querı́a enseñ arme nada, pero yo le
levanté las faldas por encima de la cabeza y la miré
bien...

El Confesor: —Vamos, continúa, ¿qué pasó?

El Campesino: —Tenı́a una gran rajo debajo del


vientre. Era violeta como una ciruela tardı́a y debajo
había una mata de pelos grises.

El Confesor: —Yo no te pregunto eso; ¿qué hiciste?


El Campesino: —Metı́ mi salchicha en la raja hasta
los cojones, que no podı́an entrar. Cuando estuvo
dentro, Rosalie comenzó a menear el vientre
adelante y atrá s y me gritó : «¡Có geme por el culo,
cerdo! Pon las manos y mené ate como yo.»
Entonces nos meneamos los dos, tanto que yo
empecé a tener calor, y la Rosalie se agitaba de tal
manera que, usted dispense, se corrió cinco o seis
veces. Entonces yo me corrí una vez, usted dispense.
Entonces la Rosalie se puso a gritar: «¡Cerdo,
aprié tame fuerte, ya viene, ya viene!» y tambié n yo
me corrı́ otra vez. Pero la despidieron porque una
chica del establo nos habı́a oı́do y lo habı́a contado
todo. Y es por eso tambié n por lo que no tengo
ganas de correr detrás de esas rameras jóvenes.

El Confesor: —He aquı́ unos hermosos pecados


mortales.

¿Qué más tienes en la conciencia?


El Campesino: —Siempre he pensado en Rosalie. Un
dı́a que estaba en la vaquerı́a mientras las sirvientas
estaban en otra parte, comiendo, veo que una vaca
está en celo. Pienso: tiene un coñ o parecido al de
Rosalie. Saco la pija y quiero hundirla en la vaca.
Pero no estaba tan tranquila como Rosalie. Pero la
mantuve, le levanté la cola. Entonces pude
ensartarla y me dio mucho má s gusto que con
Rosalie. Pero se me cagó encima, usted dispense,
tanto que mis cojones y mis pantalones estaban
llenos de mierda. Por eso ya no he tenido más ganas
de jodérmela.

El Confesor: —Sı́, pero ¿có mo es que efectú as actos


semejantes?

El Campesino: —Nuestro pastor lo hace siempre ası́


con sus cabras y nuestra sirvienta Lucie se echó un
dı́a al suelo en el establo, con el gran pato entre los
muslos, porque eso es muy bueno para el vientre,
dijo a su vecina que también lo probó.

La continuació n de la confesió n carecı́a de interé s.


Salı́ de mi escondite y corrı́ a la capilla para ver el
aspecto del penitente. Quedé pasmado al reconocer
a aquel mozo idiota que, cerca del estanque, se
habı́a prestado tan bobamente a las bromas de las
hermosas sirvientas.

Era el ú ltimo penitente varó n. Mi madre se levantó


para ir a confesarse. Cerca de ella estaban
arrodilladas mi tı́a y la picante Kate. Detrá s estaban
todas las sirvientas. Me extrañ ó no percibir a mi
hermana Berthe. La administradora habı́a sido
dispensada de ir a confesió n a causa de su
embarazo avanzado.
La confesión de mi madre era muy inocente pero no
carente de interé s. Despué s de haber enumerado
sus pecados cotidianos, continuó:

Mi Madre: —Todavı́a tengo que hacerle un ruego,


padre. Mi marido exige de mı́, desde hace cierto
tiempo, ciertas cosas. En nuestra noche de bodas
me habı́a desnudado y habı́a repetido esto de
cuando en cuando. Pero ahora quiere siempre
verme desnuda y me ha enseñ ado un viejo libro
cuyo autor era un religioso en el cual se encuentra,
entre otras cosas, esto: “Los esposos deben realiza
el acto carnal completamente desnudos, de modo
que la simiente del hombre se mezcle má s
ı́ntimamente con la de la mujer.” Ahora tengo
escrú pulos a este respecto, me han venido a medida
que me hacía mayor.

El Confesor: —Ese libro fue escrito en la Edad


Media. La moda de llevar camisó n no era general.
Só lo las personas de categorı́a elevada lo llevaban.
La gente llana dormı́a sin camisó n en la cama
conyugal, y aú n ahora existen zonas donde este uso
ha persistido. Nuestras campesinas, por ejemplo,
duermen casi todas ası́, principalmente a causa de
los chinches. La Iglesia no ve esta prá ctica con
buenos ojos, pero no la prohíbe de manera expresa.

Mi Madre: —Ahora me siento má s segura sobre


este punto.

Pero mi marido me hace tambié n adoptar siempre


ciertas posiciones que me dan vergü enza.
Ultimamente he tenido que ponerme desnuda a
cuatro patas, y él me ha mirado por detrás. Cada vez
tengo que pasearme desnuda por la habitació n, me
da un bastón y manda:
«¡Adelante, marchen!» O bien: «¡Alto!» O bien: Por el
flanco derecho o izquierdo, como en la instrucción.

El Confesor: —Eso no deberı́a producirse pero, si lo


hace solamente por obediencia, no comete usted
pecado.

Mi Madre: —¡Ah! Tengo todavı́a algo en el corazó n,


pero me da vergüenza hablar.

El Confesor: —No existe pecado que no pueda ser


perdonado, hija mía. Alivie su conciencia.

Mi Madre: —Mi marido siempre quiere cogerme


por detrá s y se conduce de una manera que casi me
desmayo de vergü enza. Ası́ pues, ú ltimamente
siento que me introduce el dedo, cubierto de
pomada, en... en... en el ano. Yo quiero levantarme, él
me tranquiliza, pero siento perfectamente que
introduce el miembro. Primero me hacı́a dañ o, pero,
no sé por qué , pasado un momento me resultó
agradable, y cuando hubo terminado tuve la misma
sensació n que si hubiese actuado por la vı́a natural.
(El resto fue murmurado en voz demasiado baja
para que yo pudiese oírlo)

El Confesor: —Eso es un pecado. Envı́eme as u


marido a confesión.

El resto de la confesió n no era interesante. Pronto


tomó sitio mi tı́a y oı́ su agradable voz. Se acusó , por
lo que pude entender, de haber faltado a menudo a
la confesió n. Pero quedé estupefacto cuando añ adió
muy bajo y vacilando que ella, que hasta entonces
no habı́a tenido nunca deseos carnales, habı́a
sentido movimientos amorosos al ver a su joven
sobrino en el bañ o y que habı́a tocado su cuerpo
con concupiscencia, pero que habı́a podido frenar a
tiempo estos malos deseos. Solamente, una vez
mientras su sobrino dormı́a, habiendo caı́do la
manta, se veı́an sus partes viriles; lo habı́a mirado
un buen rato e incluso se habı́a metido el miembro
en la boca. Decı́a esto con una gran vacilació n. Se
habrı́a dicho que las palabras ya no podı́an salir.
Sentí una emoción extraordinaria.

El Confesor: —¿No ha pecado usted nunca con


hombres o se ha manchado sola?

Mi Tı́a: —Todavı́a soy virgen, al menos de hombre.


Me he mirado a menudo desnuda en el espejo, y con
la mano he practicado toques a mis partes pú dicas.
Una vez... (vacilaba).

El Confesor: —¡Valor, hija mı́a!, no esconda nada a


su confesor.

Mi Tı́a: —Una vez mi hermana me dijo: «Nuestra


criada usa muchas velas. Seguro que lee novelas en
la cama y una de estas noches va a pegarle fuego a
la casa. Tú duermes cerca de ella, ten cuidado.»
Actué ası́, aquella misma noche al ver luz en su
habitación. Yo había dejado la puerta abierta y entré
en la habitació n de Kate sin hacer el menor ruido.
Estaba sentada en el suelo, la espalda vuelta a
medias hacia mı́, y se inclinaba hacia su cama.
Delante de ella habı́a una silla sobre la cual estaba
colocado un espejo, a izquierda y a derecha del
espejo ardı́an dos velas. Kate estaba en camisó n y vi
claramente por el espejo que sostenı́an con las dos
manos una cosa larga y blanca que hacı́a ir y venir
entre sus muslos muy abiertos. Suspiraba
profundamente y sacudı́a todo el cuerpo. De
repente, la oı́ gritar: «¡Oh, oh, aaah! ¡Qué bien!»
Inclina la cabeza, cierra los ojos y parece
completamente fuera de sı́. Entonces me muevo, ella
da un salto y veo que tiene una vela que estaba casi
completamente escondida. Entonces me explica que
hace eso en recuerdo de su amante que ha tenido
que marcharse a hacer el servicio militar. Me
extrañ ó que se pudiera actuar ası́, pero ella me
suplicó que no revelase nada. Me fui, pero ese
espectá culo me habı́a chocado de tal manera que
luego no he podido evitar, padre, probar la misma
cosa, que luego, ¡por desgracia! He vuelto a
empezar a menudo. Sı́, he caı́do aú n má s bajo,
padre. A menudo me he levantado el camisó n y, en
diversas posiciones, me he procurado, segú n su
ejemplo, placeres culpables.

El confesor le recomendó el matrimonio y le dio la


absolución.

El lector puede fá cilmente igurarse có mo fue la


confesió n de Kate, segú n las con idencias de mi
hermana y de mi tı́a. Me enteré , ademá s de que
tenı́a cada vez má s ganas de un hombre y que su
amistad con Berthe aumentaba enormemente. A
menudo se acostaban desnudas juntas y a menudo
llegaban a comparar sus culos en el espejo despué s
de haberse contemplado al natural.

Las confesiones de las sirvientas eran muy simples.


Se habı́an dejado ensartar por los mozos, pero sin
re inamiento, y nunca habı́an dejado entrar a un
hombre en su habitació n, donde dormı́an juntas y
desnudas. Pero en esto no habı́an tenido é xito
durante los grandes maniobras. Habı́a pasado un
regimiento. Los soldados tenı́an boletos de
alojamiento. Los habı́an puesto por todas partes.
Asimismo todas las sirvientas, incluso una que era
pasablemente vieja, habı́an tenido que dejarse
ensartar, incluso por detrá s, lo que les parecı́a, por
otra parte, un pecado mortal. Cuando el capuchino
les preguntaba si no se habían procurado placeres a
solas o con una compañ era, contestaban: «¿Quié n
querrı́a meter la mano en un coñ o maloliente?»
Pero no encontraban mal haberse mirado
mutuamente mientras cagaban o meaban ni haber
utilizado para gozar pollos, palomas y ocas.

Una se habı́a hecho lamer el coñ o una vez por un


perro. A la pregunta de si se habı́a hecho ensartar
por él, contestó:

«Lo habrı́a hecho de buena gana, pero no era lo


bastan te grande»

Tomé todas las precauciones posibles para volver a


mi habitación sin ser visto.

CAPITULO VII

Poco rato despué s de que hubiese entrado en mi


habitació n llegaron mi madre y mi tı́a y me
anunciaron la visita de mi padre, dicié ndome
tambié n que Berthe se habı́a acostado a causa de
una indisposició n. Mi madre añ adió que la
indisposició n no era grave, que pronto estarı́a
restablecida y que, por consiguiente, era mejora que
no fuese a verla para nada.

Esto excitó mi curiosidad y me lancé a decidir lo que


harı́a. Sabı́a que mi madre y mi tı́a debı́an ir por la
tarde al pueblo con el capuchino, a casa de una
pobre enferma y que Kate debı́a acompañ arlas para
llevar una cesta llena de ropas para la mujer.

Mientras las damas hablaban, yo las miraba


atentamente y con ojos muy diferentes de antes de
la confesión.
Llevaban vestidos oscuros, que hacı́an resaltar las
caracterı́sticas de su apariencia, es decir el aspecto
floreciente de mi madre y talla esbelta de mi tía.

Las dos eran tan deseables, una con su virginidad


aú n intacta de un contacto masculino y
prometedora de voluptuosidades insospechadas, la
otra con su madurez excitante de mujer casada y
que se ha entregado con placer a todas las fantası́as
de un marido lleno de imaginación.

En el momento en que entraron estaba lavándome y


expliqué que habı́a probado a levantarme de la
cama, ya que, en el fondo, mi enfermedad ingida
empezaba a fastidiarme considerablemente.

Mi tı́a, que no habı́a visto aú n mi habitació n ni la


biblioteca, entró en esta ú ltima. Mi madre se fue a la
cocina para vigilar la preparación de la comida.

Este aislamiento con mi hermosa tı́a, que, ahora, me


parecı́a doblemente deseable, me excitó
considerablemente. Pero me resentı́a aú n de mi
sesió n con la administradora y tuve que confesarme
que demasiada prisa podrı́a comprometer para
siempre mis designios.

Marguerite, despué s de haber examinado la


biblioteca, se habı́a acercado a la mesa y, sin
sentarse, miraba lo que en ella habı́a. Podı́a hacer
descubrimientos interesantes. El volumen O de la
Enciclopedia estaba encima. Una señ al marcaba la
palabra «Onanismo», cerca del cual yo habı́a puesto
con lá piz una señ al de interrogació n. La oı́ cerrar el
libro y, a continuació n, abrir el Atlas anató mica,
parándose más tiempo en ciertas láminas.
Tampoco habı́a nada de extrañ o en el hecho de que
sus mejillas estuviesen, cuando yo entre, cubiertas
de un rojo intenso.

Yo hice ver que no me daba cuenta de su confusió n


y le dije dulcemente:

—Tú tambié n debes aburrirte a veces tiita. El


sacerdote que antes vivı́a aquı́ tenı́a libros muy
interesantes respecto a la vida humana. Puedes
llevarte algunos a tu habitación.

Cogı́ dos libros: El matrimonio descubierto, Amor y


matrimonio y se los metı́ en el bolsillo. Como hiciera
cumplidos, añadí:

—Naturalmente, esto queda entre nosotros, ya no


somos niños. ¿Verdad tiita?

Y le salté bruscamente al cuello dá ndole un beso


sonoro. Tenı́a un bonito moñ o y una nuca deliciosa.
Los moñ os bonitos y las nucas bonitas siempre me
han puesto fuera de mı́, ası́ que posé sobre su nuca
grandes besos que me embriagaron completamente.

Pero, en Marguerite, la confesió n seguı́a haciendo


efecto. Me empujó , pero sin violencia, y se fue
llevá ndose los libros en el bolsillo, despué s de
haber echado otro vistazo a mi habitación.

Por la tarde, yo habı́a oı́do al religioso que se iba


con las damas. Decidı́ buscar a Berthe para
preguntarle la razón que le había hecho simular una
indisposición a fin de saltarse la confesión.
Pero no era ası́. Estaba acostada y parecı́a
realmente enferma. Sin embargo, se alegró de mi
visita.

Mi atrevimiento natural no tardó en despertar. Pero


cuando quise tocarla por debajo de las mantas, se
volvió diciendo:

—No, Roger, desde anteayer tengo mis asuntos... ya


sabes... y me da demasiada vergüenza.

—¡Ah! —dije— tus menstruos, ası́ que ya no eres


una chiquilla, sino una mujer. Yo tambié n me he
hecho hombre, Berthe, —añ adı́ orgullosamente y,
desabrochá ndome, le enseñ é mis pelos y mi pijita
descapullada—. Y ademá s lo he hecho, ¡sabes! Pero
no tengo derecho a decir con quién.
—¿Lo has hecho? —preguntó Berthe— ¿y qué ?
Entonces expliqué el coito a mi hermana atenta.

—Y ¿sabes?, papá y mamá tambié n lo hacen


siempre.

—Vamos, es demasiado asqueroso. —Dijo esto con


un tono que significaba lo contrario, y yo añadí:

—¿Asqueroso? Pero ¿por qué ? ¿Por qué se han


creado dos sexos, Berthe? No puedes creer el gusto
que da, mucho más que cuando se hace solo.

—Sí, siempre me ha parecido mejor cuando Kate me


tocaba que cuando lo hacı́a yo sola. Y anteayer, ¡ah!
Creı́a estar en el cielo. Entonces Kate me dijo:
«Ahora te ha venido tambié n a ti, Berthe, fı́jate bien,
pronto vas a tener tus asuntos.» Ese mismo dı́a tuve
mal de vientre y de repente algo hú medo me corrió
por los muslos. ¡Me asusté mucho cuando vi que era
sangre! Kate se echó a reı́r y fue a buscar a mamá ,
que me miró y dijo: «Mé tete en cama Berthe,
tendrá s eso todos los meses, durante tres o cuatro
días. Habrá que cambiar de camisón cuando pare de
sangrar y no lavarse antes, de otro modo no parará .
Ya no llevará s ropa de chiquilla.» Voy a tener ropas
largas como mamá y mi tı́a — concluyó Berthe no
sin orgullo.

—Vamos, Berthe, hagá moslo —y la besé y la apreté


contra mí.

—No me hagas dañ o en el pecho —dijo Berthe—


ahora soy muy sensible.
Pero no se opuso a que yo abriese su camisó n para
ver sus pechitos en el primer perı́odo de su
desarrollo.

Eran un par de pequeñ os montı́culos que me


parecieron los de una joven Psyché o Hé bé . Sin
embargo tenı́an ya la forma clá sica, no mostraban
ninguna señ al de abatimiento y tendı́an dos
bomboncitos rosados.

Le dije cosas tiernas y ella se dejaba besar e incluso


chupar de buena gana, pero esto la excitaba.

Despué s de algunos rechazos me permitió ver su


coño, pero antes enrolló su camisón ensangrentado.
Tenı́a ya muchos má s pelos que yo. Un poco de
sangre acuosa corrı́a por sus muslos; desde luego
no resultaba muy apetitoso, pero yo estaba
demasiado excitado para ocuparme de eso.

Tenı́a los muslos apretados, pero mi dedo encontró


pronto su clı́toris. Sus muslos se abrieron bajo la
presió n de mi mano. Finalmente pude meter el
ı́ndice en su coñ o hú medo, pero no muy adentro, ya
que ella se contraı́a. Me apoyé contra su himen, en
medio del cual habı́a ya un agujerito. Berthe lanzó
un gritito de dolor y se contrajo aún más.

Muy excitado, me desnudé , me quité la camisa y me


puse encima de mi hermana para penetrar en su
coñ o con mi miembro cada vez má s duro. Berthe
protestó en voz baja, se echó a llorar, lanzó un
pequeñ o grito cuando yo hube entrado bien en su
vagina. Pero el breve dolor pareció convertirse
pronto en voluptuosidad. Sus mejillas estaban
acaloradas, sus bonitos ojos brillaban, su boca
estaba medio abierta. Me enlazó y respondió con
fuerza a mis sacudidas.

Antes de que yo hubiese terminado, el né ctar se


puso a manar de su coñ o. Sus ojos se cerraron a
medias y parpadearon nerviosamente; Berthe
gritaba fuertemente, pero de voluptuosidad:

—Roger, ¡ah!, ¡ah!, ¡ah! Ro-o-ger, yo... yo... ¡Aaah!

Estaba completamente fuera de sı́. Habı́a desvirgado


a mi hermana.

A causa de lo sucedido por la mañ ana y tambié n a


causa de mi excitació n, yo todavı́a no me habı́a
corrido. A la vista de la voluptuosidad de mi
hermana me excité aú n mas y me di prisa, pero
bruscamente sentı́ algo caliente en el coñ o de
Berthe, me retiré y salió un lı́quido sanguinolento,
mezcla de mi esperma y de la sangre producida por
la rotura del himen y por la menstruación.

Está bamos los dos muy asustados, mi miembro


estaba completamente cubierto de sangre, que caı́a
también sobre mis pelos y mis cojones.

Pero nuestro terror no conoció lı́mites cuando


oímos una voz que decía:

—¡Ah!, ¡no está mal! Los jó venes en una bonita


conversación.

Kate estaba cerca de nosotros.


Habı́a olvidado algo y la habı́an enviado a buscarlo.
A causa de nuestra ocupació n absorbente no la
habı́amos oı́do subir la escalera, pero ella, al
parecer, nos habı́a estado mirando un rato desde
fuera y habı́a entrado abriendo suavemente la
puerta durante el éxtasis voluptuoso de Berthe.

Su rostro atrevido re lejaba la excitació n producida


por lo que habı́a visto y oı́do. Berthe y yo
está bamos tan pasmados que, durante un momento
no pensamos en remediar nuestro desorden. Kate
tuvo tiempo de mirar la fuerte sangrı́a de Berthe y
el abatimiento de mi pija que el terror habı́a hecho
que se quedara completamente fláccida.

—Cuando se hace una cosa ası́ —dijo Kate riendo—


¡ante todo hay que cerrar la puerta! —y fue a
correr el cerrojo—. Berthe, tu mamá ha olvidado
decirte que no se debe hacer mientras se tienen los
asuntos. Pero yo sé , —añ adió con una carcajada—
que es entonces cuando se tienen más ganas. Métete
un pañ o seco entre las piernas y qué date acostada
tranquilamente. Pero esa camisa no ha de ir a la
lavanderı́a ası́, sucia, a menos que tambié n tú tengas
tus asuntos, Roger.

Vi entonces que mi camisa estaba manchada de


sangre. Kate puso agua en una palangana y se
acercó a mí.

—Afortunadamente eso marcha fácilmente —dijo—.

Levántate, Roger, voy a lavarte.

Me puso de pie delante de ella para que empapase


la camisa, pero no era fá cil. Entonces ella me quitó
de un golpe la camisa, de modo que me quedé
desnudo delante de las dos muchachas.

Lavó la camisa burlándose:

—¡Vamos! —añ adió seriamente, y lavó con la


esponja.

A este contacto, mi pija empezó a levantarse


suavemente. Kate decía:

—¡Ah!, pija mala que ha entrado en el coñ o de


Berthe.
Y le daba golpecitos con la mano. De repente me
agarró con el brazo izquierdo, me puso sobre sus
rodillas y me azotó con todas sus fuerzas. Yo me
puse a gritar. Berthe se retorcía de risa.

Las nalgas me ardı́an, pero sentı́a una excitació n


má s fuerte que las que habı́a sentido hasta aquel
momento.

Ya en otro tiempo, cuando tenı́a diez añ os, mi


madre, a causa de una tonterı́a que yo habı́a hecho,
me habı́a cogido entre sus muslos, me habı́a quitado
los calzoncillos y habı́a goleado duro mis pequeñ as
nalgas, de tal manera que, después del primer dolor,
habı́a conservado todo el dı́a un sentimiento de
voluptuosidad.

Cuando Kate miró mi pija de nuevo muy


presentable se echó a reír:

—¡Oh! ¡Oh! ¡Qué manivela tan grande tiene Roger!


¡Hay que darle a la manivela, hay que darle a la
manivela!

Cogió mi pija con la mano, la apretó y la descapulló .


Yo no pude má s. Agarré a Kate por los pechos, ella
hizo ver que se defendı́a. Entonces metı́ la mano
bajo sus faldas. No llevaba bragas. Agarré su
albaricoque. Ella querı́a retirarse, pero yo la tenı́a
cogida por los pelos. Con el brazo izquierdo enlacé
su culo. Me arrodillé y hundı́ en su coñ o caliente el
pulgar de la mano derecha, hacié ndolo entrar y
salir.

Esto le daba gusto, no se podı́a negar, se defendı́a


blandamente y se acercó a la cama de Berthe que,
para no tener vergü enza delante de Kate, me ayudó
agarrá ndola por el cuello para echarla sobre la
cama.

Kate perdió la cabeza, cayó sobre la cama. Yo le


levanté la ropa y dejé su coñ o al desnudo. Sus pelos
eran rojos, pero no tan espesos como yo habı́a
creı́do despué s de la informació n de Berthe, sin
embargo bastante largos y húmedos de sudor.

Su piel era blanca como leche y suave como saté n.


Sus blancos muslos estaban agradablemente
redondeados y llevaban hermosamente unas
medias negras que encerraban un par de
pantorrillas firmes y redondas.

Me lancé sobre ella, metı́ la pija entre sus muslos,


penetré suavemente en su coñ o, pero salı́
enseguida. Mis pies no encontraban punto de
apoyo. La posición era demasiado incómoda.

Pero Kate, que ahora estaba caliente, se puso en pie


de un salto, me empujó a la silla, cerca de la cama, y
se lanzó encima de mı́. Antes de que yo tuviese
tiempo de reconocerme, mi miembro estaba
encerrado en su coño.

Yo sentı́a sus largos pelos contra mi vientre. Ella se


meneaba y me tenı́a cogido por los hombros. A cada
movimiento sus grandes labios cortaban mis
cojones.

Ella misma se quitó la ligera casaca de percal y me


dijo que jugase con sus pezones, porque eso le daba
gusto, decía.
Sus pechos estaban naturalmente má s
desarrollados que los de Berthe y eran má s duros
que los de la administradora, aunque no fuesen ni
mucho menos tan grandes. Eran tan blancos como
sus muslos y su vientre y tenı́an dos grandes puntas
rojas, rodeadas por una corona má s amarilla en la
que había pelitos.

La crisis de Kate, muy excitada, se aproximaba. Con


la violencia de sus movimientos, mi pija habı́a salido
dos veces de su coño y, al volver a meterla, me hacía
mucho dañ o, aunque a ella esto parecı́a producirle
un gran placer.

Yo iba retrasado con respecto a ella, mientras ella


gritaba con una voz extasiada:

—Ahora... ahora... ahora... ya viene... ¡Ah! ¡Oh! ¡Oh!


Dios mío... tu pija me da gu-u-usto.

Al mismo tiempo se corrió , me di cuenta por el


aumento de la humedad de su coñ o. En el ú ltimo
momento de su é xtasis, la sensible criada me
mordió en el hombro.

Al sentir su hirviente eyaculació n, observé que la


catástrofe se acercaba también en mí.

Kate había recuperado rápidamente su espíritu.

—Roger, tu rabo quema cada vez má s, ahora vas a


correrte —Y se enderezó bruscamente, cogió con la
mano derecha mi pija hú meda de su esperma y se
puso a frotarla violentamente, diciendo: —Si no
podría quedar embarazada.

Yo tambié n me habı́a levantado; Kate me apretaba


contra ella con el brazo izquierdo; yo chupaba sus
pechos. Tuve que abrir las piernas. Mi vientre se
sacudı́a convulsivamente, completamente desnudo
delante de las dos curiosas muchachas. De repente
salió mi chorro.

Berthe habı́a estado mirando atentamente la


eyaculació n y contemplaba con curiosidad el lı́quido
blanco que había caído sobre la cama.

La re inada, mientras yo me corrı́a me hacı́a


cosquillas en el culo dándome ánimos:
—Eso es, Roger, te corres suavemente, ya está ... ya
está.

Mi gozo había sido indecible.

A continuació n volvı́ a caer sobre la silla. Kate hacı́a


como si no hubiese pasado nada. Lo puso todo en
orden, me secó el rabo con su pañ uelo, se abrochó
la casaca, cogió su cesta y nos dijo con su alegrı́a
habitual:

—¡Bendito sea Dios, qué cosas pasan! Ahora sed


prudentes. ¡Tú, Berthe, quédate tranquila acostada y
tú, Roger, baja!

Se fue y yo volvı́ a mi habitació n despué s de


haberme vestido y haber besado a Berthe.

CAPITULO VIII

Los acontecimientos del dı́a me habı́an dejado


completamente agotado. No tenı́a otro deseo que el
de reposar.

Por la mañ ana, cuando desperté , estaba tendido de


espaldas, en una posició n que regularmente me
hacı́a tener la polla erecta. Pronto oı́ pasos que se
acercaban. Quise hacer una farsa a la
administradora. Me levanté la camisa. Lancé las
mantas haciendo ver que dormía.

Pero en lugar de la administradora, fue su cuñ ada.


Era una mujer de treinta y cinco añ os, es decir, la
edad en que las mujeres están más calientes.

En su juventud habı́a sido camarera. Despué s de


haberse casado con un viejo camarero, que tenı́a
sus buenos ahorros, vivı́a con su marido y sus tres
hijos (un niñ o y dos niñ as de diez, once y trece
años) con su hermano el administrador.

Madame Muller no era ni hermosa ni fea, grande,


esbelta, tenı́a el cutis oscuro, cabellos negros como
sus ojos. Parecía inteligente y digna de un polvo.

Evidentemente se podı́a estar seguro de que habı́a


visto má s de una polla. Por consiguiente podı́a
también ver la mía, por eso no me moví.

Madame Muller colocó el café sobre la mesita de


noche, y entonces, percibié ndome arma en ristre se
quedó pasmada un instante. Pero era una mujer
resulta, sin gazmoñ erı́a vana. Me miró unos
instantes con atenció n e incluso con cierto placer.
Entonces tosió para despertarme y, como yo me
estirase de tal manera que mi pija se hacı́a aú n má s
insolente, se acercó a la cama, me miró un momento
y puso las mantas encima de mí diciendo:

—Su café, monsieur Roger.

Yo abrı́ los ojos, le di los buenos dı́as dicié ndole un


cumplido sobre su buen aspecto, etc., y entonces, de
repente, salté de la cama, la agarré y le aseguré que
era la mujer más hermosa de todo El Castillo.

Ella se defendı́a blandamente y, metiendo la mano


bajo sus faldas, agarré una mata muy peluda.
Entonces hundı́ el dedo en su coñ o. Este estaba seco
como en todas las mujeres calientes, pero mi dedo
pronto lo volvió hú medo. Su clı́toris estaba muy
duro.

—Pero ¿qué le pasa? ¡Pero, pare! ¡Si mi marido


supiera esto!

—Monsieur Muller está en la capilla.

—¡Ah! Sı́, reza todo el dı́a, pero retı́rese, me hace


dañ o... podrı́a venir mi cuñ ada..., me espera ¡Basta!
Volveré esta noche..., ahora no se está tranquilo...,
mi marido se va hoy a pasar dos o tres dı́as en la
ciudad.

Con esta promesa se fue. Por la noche, despué s de


haber cenado bien, llevé a mi habitació n vino, jamó n
y postre. El Castillo pronto se durmió . Finalmente,
mi puerta se abrió . Entró madame Muller y mi
corazó n se puso a latir con fuerza. La besé
metié ndole la lengua en la boca, ella me devolvió el
beso. Me desnudé rá pidamente y le enseñ é mi pija
en buen estado.

—No se excite tanto —dijo ella— si no serı́a como


echar el polvo a los gorriones.

Cerró la puerta con el cerrojo. La agarré por la


mata y la encontré ligeramente hinchada, el clı́toris
estaba duro. La dejé en camisó n y se lo levanté muy
alto. Por su aspecto se hubiera dicho que era una
mujer delgada. No lo era en absoluto. Estaba muy
bien desnuda, los pelos eran negros y le subı́an
hasta el ombligo.
Debı́a de haberse lavado, ya que su coñ o no
despedı́a olor alguno. Entonces la dejé desnuda y
me extrañ é de la irmeza de sus pechos, que no
eran muy grandes, y cuyas tetinas estaban rodeadas
de ligeros pelos castaños.

Al levantarle los pechos vi que debajo tenı́a tambié n


pelos cortos, inos y negros. Sus sobacos estaban
asimismo cubiertos de una mata de pelos tan
espesos como los de los hombres.

Al mirarla quedé maravillado de su culo, cuyas


nalgas, muy levantadas, se apretaban una contra la
otra. En el espinazo tenı́a tambié n pelos ligeros y
negros que subı́an hasta lo alto de la espalda. Este
rico pelambre me hizo crecer aún más la erección.

Naturalmente arrojé mi camisa y me lancé sobre la


hermosa mujer, que hacı́a movimientos, de manera
que mi pija golpeaba su vientre.

Está bamos colocados de tal forma que nos veı́amos


enteramente en el espejo:

—Ya sé que quiere verme toda entera.

Levantó las piernas y enseñ ó su coñ o peludo hasta


el culo. Yo metı́ enseguida la lengua y me entretuve.
Los labios se hincharon. Cuando quise meter la pija,
me dijo riendo:

—Así no, échese sobre la cama.


Le rogué que me tratase de tú y me lo permitiese
hacer tambié n a mı́. Me eché sobre la cama. Ella se
puso encima de mı́ y yo tenı́a su hermoso cuerpo
delante de los ojos. Me dijo que jugase con sus
pechos. Entonces me agarró la polla, se la paseó un
poco contra el coño, en el que me suplicó que no me
corriese, y bruscamente se metió la pija hasta los
cojones. Cabalgaba con tanto ardor que me
resultaba casi doloroso. Durante este rato, ella se
corrió , sentı́ el calor de su coñ o, le oı́ gemir y puso
los ojos en blanco.

Yo me venı́a tambié n a mı́, ella lo observó y se


enderezó vivamente.

—Contente, amigo mı́o —dijo con una voz aú n


temblorosa de voluptuosidad—. Sé otra cosa que te
dará gusto sin que me dejes embarazada.
Se volvió . Ahora yo tenı́a su culo delante de los ojos.
Se inclinó y se metió mi pija en la boca. Yo hice
como ella, que sabı́a a huevo crudo. El juego de su
lengua contra mi glande era cada vez má s fuerte,
una de sus manos me hacı́a cosquillas en los
cojones y el culo, mientras la otra me apretaba la
pija.

El placer se hizo tan grande que me puse todo tieso.


Ella hundió mi pija en su boca tanto como era
posible. Sus partes má s secretas estaban ante mis
ojos. Agarré sus muslos y mi lengua se lanzó dentro
del agujero de su culo. Perdı́ el sentido y me corrı́
en su boca.

Cuando me recuperé de mi é xtasis momentá neo,


ella se habı́a acostado a mi lado y habı́a colocado la
manta encima de nosotros. Me acariciaba dá ndome
las gracias por el placer que le habı́a proporcionado
y me preguntaba si yo también lo había tenido.
Tuve que confesar que esta posició n me habı́a
hecho gozas aú n má s que el coito normal. Entonces
le pregunté por qué no me habı́a dejado correrme
en su coño estando casada.

—Precisamente a causa de eso —dijo ella—. Mi


marido es impotente y se darı́a cuenta enseguida de
que le engaño.

¡Ah! ¡Dios! Lo que tengo que aguantarle.

Le rogué que me lo contara todo. Me contó que su


marido no podı́a tener una erecció n si ella no le
azotaba el culo a golpes de varilla hasta hacerle
sangre.
Ella tambié n tenı́a que dejarse azotar por é l, pero
só lo con la mano, y ahora estaba tan acostumbrada
que le daba placer má s que hacerle dañ o. ¡Tambié n
tenı́a que mear delante de su marido, incluso cagar,
ya que é l querı́a verlo todo! Era sobre todo cuando
tenía la regla cuando él estaba más excitado.

Cuando le habı́a arreado cincuenta o hasta cien


golpes tenı́a que apresurarse a meterse en el coñ o
su miembro medio blando, si no é l perdı́a la
erecció n enseguida, excepto cuando ella le lamı́a el
culo o se dejaba lamer por é l entre los dedos de los
pies. Entonces é l conseguı́a una buena erecció n,
pero todas estas cosas eran muy desagradables.

—Y ası́ —añ adió , a modo de conclusió n— el viejo


granuja anda siempre metido en las iglesias.
Esta narració n sorprendente habı́a despertado los
espı́ritus animales de mi polla. Madame Muller
apresuró esta resurrecció n hacié ndome cosquillas
en los cojones. Hizo que me metiera entre sus
piernas y entonces se volvió de costado. Sus piernas
estaban cruzadas sobre mi culo y está bamos de
costado cara a cara. Esta posició n era muy
agradable, pues permitı́a enlazarse. Yo podı́a
también chuparle los pechos.

Yo tenı́a en la mano su coñ o hinchado y estrecho a


causa de la voluptuosidad. Nos metimos
mutuamente el dedo en el agujero del culo. Dejé que
mi polla se deslizara y entrase en su coñ o y empecé
a dar sacudidas como antes. Chupaba sus pechos.
Mi dedo se meneaba en su culo, que yo sentı́a
palpitar. Ella se puso a gritar y se corrió una vez
má s. Me habı́a agarrado los cojones por detrá s, con
tanta fuerza que me hizo dañ o y le rogué que me
soltara.
Despué s de haberme acariciado suavemente se
puso de cara contra la cama para que su culo
quedase bien al aire. La hice ponerse de rodillas, el
culo al aire, entonces escupı́ en el agujero de su culo
y hundí mi polla sin esfuerzo. A cada sacudida sentía
cómo mis cojones golpeaban su coño.

Esto le daba gusto, decı́a. Yo podı́a tocar su coñ o


peludo con una mano y, con la otra, agarrarle los
pechos. En el momento en que iba a correrme me
retiré , pero el mú sculo de su culo se apretó
alrededor de mi glande y me corrı́ de pleno en el
culo. Todavı́a no habı́a sido desvirgada por este
lado y me dijo que le habı́a dado mucho má s gusto
que al principio, pues aquello le habı́a hecho
bastante daño.

Al sentir mi polla volverse dura dentro de su culo, la


voluptuosidad se habı́a despertado en ella y se
había corrido al mismo tiempo que yo.

—Pero, por hoy, ya basta —, decidió sonriendo. Yo


estaba satisfecho. Le ofrecı́ postre, pero ella me
invitó a tomar un vasito de licor en su apartamento.
Luego volví y me acosté.

CAPITULO IX

Un dı́a, mi madre decidió que todas las sirvientas


dormirı́an en el ú ltimo piso del Castillo, debajo del
tejado. Comenzaron a instalarse, allá arriba, para
aquella misma noche.

Yo las miraba hacer.


En el momento en que una de ella, con su colchó n
en brazos, subı́a suavemente los ú ltimos peldañ os,
fui tras ella y le levanté los refajos.

Primero agarré un par de nalgas muy duras, las


apreté contra mı́ y hundı́ el pulgar en su coñ o, que
estaba hú medo. Ella no dio grito alguno y se volvió
sonriendo como halagada por mi galanterı́a, ahora
que me habı́a reconocido. Era la morena Ursula. La
llevé al último piso donde la besé.

El primer beso pareció tomarse muy bien la cosa y


me dio el segundo. Entonces la agarré por los
pechos y pronto tuve en la mano las duras tetas con
la punta oscura. Un gesto rá pido con la mano
izquierda, bajo el ligero y corto vestido, y tuve su
mata, muy peluda, en plena mano.
Ella apretó los muslos y se echó un poco hacia
delante. Me metı́ un pezó n en la boca y lo chupé ,
mientras mi dedo jugaba con su clı́toris, que
descubrı́ en un estado tan excitable como era
posible. Pronto mi mano se deslizó entre los muslos
y uno, dos, tres dedos penetraron en el coño.

Ella querı́a irse, pero yo la empujé contra el muro.


Sentı́a toda su cuerpo estremecerse bajo su ligera
ropa. Rá pidamente me saqué la pija y se la metı́ en
el coñ o. La posició n era incó moda y, como la
muchacha era grande y fuerte, yo no habrı́a podido
tirármela si ella no hubiese puesto algo de su parte.

Ası́ que me la tiré de pie. Debı́a de ser muy caliente,


pues le vino muy rá pidamente. Tambié n yo estaba a
punto de correrme a causa de la posició n que era
muy fatigosa, pero oı́mos ruido en las habitaciones
y Ursula se separó . Pero el ruido cesó pronto.
Entonces le enseñ é mi pija, de un rojo oscuro y
completamente hú meda a causa de la descarga. La
miró con atenció n, pues era la primera vez que veı́a
la pija de un señor de la ciudad, decía.

—Vamos, déjame ver —, le dije yo.

Ella lo hizo pú dicamente. Levanté su falda y pude


ver sus piernas desnudas, muy bien formadas, y,
entre los muslos duros, una seria pelambrera negra.
Gracias a Dios no llevaba bragas como las damas de
la ciudad, que se hacen las remilgadas cuando se les
manosea el coñ o, lo cual, por otra parte, les gusta
tanto, si no más, que a las campesinas.

Reculé aguantando su falda y su camisa, luego me


acerqué y paseé las manos por su vientre y sus
muslos.
A continuació n metı́ la nariz en su coñ o, que olı́a a
huevo —a causa de la reciente descarga— y a
meados. Como yo llevase la lengua a su clı́toris, se
echó a reı́r y dejó caer la falda. Pero yo la aguanté
con fuerza y seguı́ lamié ndole todo el cuerpo bajo
las faldas y esto me hizo tener la polla má s erecta
todavı́a. Pero, como el ruido recomenzó , Ursula se
separó definitivamente.

Tuve que irme, pero como ella se volvió le levanté


una vez má s las faldas por detrá s y dejé al desnudo
su realmente soberbio culo, de una irmeza
admirable.

—Un poco má s, Ursula —, dije mantenié ndola


quieta por la camisa.
Besé sus nalgas, las palpé , las abrı́ y olı́ el agujero de
su culo, que no despedı́a ningú n olor a mierda, sino
solamente a sudor. Pero ella se separó
de initivamente observando que no comprendı́a
có mo un señ or como yo podı́a sentir placer en oler
los puntos malolientes de un cuerpo de campesina.

Por la noche, durante la cena, le pregunté en voz


baja a Berthe si podrı́a tirá rmela. Me dijo que no.
Subı́ para ver si podı́a encontrar una ocasió n de
hacer aquello de lo que tenı́a grandes ganas. Pero
no encontré nada.

Mi cama estaba ya descubierta, me desnudé y me


acosté completamente desnudo cara abajo, extendı́
un pañ uelo debajo, abracé mi almohada y tuve ası́
una polució n pensando en mi tı́a, en mi hermana, en
todos los culos y coñ os que conocı́a. A continuació n
reposé un poco, y luego recomencé la paja. En el
momento en que sentı́a venir el esperma oı́ una voz
detrás de la puerta que decía:

—Monsieur Roger, ¿duerme ya? Le traigo agua.

Me levanté , me puse la bata y abrı́. Era una moza de


cocina llamada Hé lè ne. Cuando hubo entrado cerré
la puerta con el cerrojo. Mi deseo era tan grande
que mi miembro se agitaba como un péndulo.

Agarré enseguida a la hermosa campesina, muy


bien vestida, por el culo, que tenı́a muy duro, y por
sus grandes pechos, dá ndole un par de besos
sabrosos.

Se lo tomó todo de buena manera pero, cuando se


trató del coño, me dijo enrojeciendo:
—Tengo mis asuntos.

Era una desgracia. Yo estaba excitado como una


carmelita y ella me miraba la pija con complacencia.
La palpaba, ademá s, muy suavemente. Al menos
podı́a divertirme con sus pechos. Abrı́ su blusa y los
dos pechos me vinieron a las manos. Eran como la
muchacha, completamente cubiertos de pecas, pero
no podía reprochárseles otra cosa.

No la dejé en paz hasta que no me hubo dejado ver,


aunque de mala gana, su culo y su coñ o, cuyos pelos
rojos y rizados estaban ahora pegados por la
sangre. La empujé hacia una silla y dejé que
colocara mi pija entre sus pechos. Fue muy prá ctico,
desaparecı́a entre sus senos, cuya carne grasa era
muy agradable. Habrı́a sido mejor si la vı́a hubiese
estado más húmeda. Se lo dije. Escupió sobre mi pija
y entre sus pechos, a continuació n puso mi pija allı́ y
apretó fuertemente sus senos. Se percibı́a el glande
en lo alto y los cojones le colgaban bajo el pecho.

Entonces empecé a menearme dicié ndole palabras


tiernas y dá ndole palmaditas en la cara o jugando
con los bucles de su nuca. A continuació n hubo una
potente descarga, que ella miró atentamente, ya que
el hecho era tan nuevo para ella como para mí.

Despué s de haberme satisfecho, le regalé un


pañ uelo de seda que tomó con gran alegrı́a
excusá ndose por su estado. Añ adió que las
muchachas que trabajaban con ella en la cocina se
acostaban tarde, pero que, por la mañ ana, ella
dormı́a mucho má s que las otras que, muy
temprano, iban a la vaquerı́a. Si subı́a arriba,
encontraría con que satisfacerme.
Su informació n me complació in initamente. Al dı́a
siguiente pretexté la instalació n de un palomar bajo
el tejado para tener la ocasió n de subir a los
desvanes de las criadas. Pero no pude conseguir lo
que me proponı́a, ya que me importunaban
continuamente.

Pude atrapar una vez a Berthe y una vez a Kate en


el lavabo, y mirarles el coñ o. Pero como, debido al
mal tiempo, mi madre y mi tı́a charlaban
asiduamente, ni Berthe ni Kate se atrevieron a ir
más allá de palparme la pija al pasar.

Para pasar má s agradablemente el tiempo habı́a


hecho un agujero en el suelo. Y podı́a pasarme la
tarde mirando có mo las muchachas y damas
cagaban, meaban y se tiraban pedos. Podı́a ver sus
culos, agujeros de culo y coñ os en todo su
esplendor y vi que no habı́a entre sus aspectos má s
que la diferencia de color de los pelos y de
corpulencia. Me convencı́ de la veracidad de las
palabras atribuidas a un mozo de granja. Una
condesa habı́a dejado que se la tirase y, como se le
hablase de ello, contestó : «El camió n era má s ino
pero, aparte de eso, todo era como en las otras
mujeres.»

Pude ver todos los culos y coñ os del Castillo y el


espectá culo que me ofrecı́an incluso las mujeres a
las que ya me habı́a tirado seguı́a producié ndome
placer.

Durante este tiempo habı́a regalado a Ursula un


bonito pañ uelo, ya que no era culpa suya que
todavı́a no hubiese podido tirá rmela
completamente. Las otras muchachas lo habı́an
observado y todas estaban muy amables conmigo,
pues no eran bobas y comprendı́an que era muy
agradable que se te tirasen y recibir encima un
regalo por debajo de la mesa.
Ası́ es como me lo dijo una de ellas, una mañ ana en
que todo estaba en un profundo reposo,
perturbado tan só lo por el ruido lejano de las idas y
venidas en el establo.

Yo habı́a subido y habı́a encontrado una puerta sin


cerrar que daba a dos dormitorios.

En la habitació n reinaba una atmó sfera llena de


olores mezclados, exhalados por los cuerpos de las
sirvientas, cuyas ropas colgaban en el muro o al pie
de la cama. Estos olores eran al principio muy
desagradables, pero cuando uno se habı́a
acostumbrado los encontraba má s bien excitantes
que sofocantes, era el verdadero «odor di femina»:
El perfume que hace que la polla se levante.
Las camas, construidas a la moda antigua, estaban
en dos lugares. Estaban todas vacı́as excepto una,
en el que una muchacha roncaba fuertemente.

Yacía de costado, vuelta hacia el muro. Un pie estaba


sobre la madera de la cama y su culo estaba tan
expuesto a mis miradas cuanto que ella estaba
completamente desnuda.

Su basto camisó n estaba colocado cerca de ella


sobre una silla de madera, con sus otras ropas. La
durmiente se llamaba Babette y no podı́a suponer
que la estaban viendo ası́ de los pies a la cabeza. Su
piel habrı́a podido ser má s ina, su armazó n era
basto, pero no delgado.

Yo acerqué la cara a su culo y sentı́ su sudor


penetrante. El agujero de su culo conservaba
todavı́a algunos vestigios de su ú ltima deposició n.
Debajo se veı́a muy bien su raja cerrada, coronada
por pelos castaños.

Le hice cosquillas suavemente en las nalgas y en el


coñ o. En cuanto hube metido el dedo hizo un
movimiento y se volvió . Pude contemplarla por
delante. Su pelambrera era rizada y olı́a
fuertemente a meados, lo que noté al meter la nariz.

Hay que decir que estas sirvientas no se lavaban el


coñ o má s que el domingo. Hay por otra parte
muchas damas bien que no tienen tiempo de
hacerlo má s a menudo. Pero este olor me excitó y
ya la tenía erecta.

Cerré la puerta con el cerrojo y me desnudé


completamente. Entonces le separé los muslos. Ella
entreabrió los ojos.

—Babette, —le dije, metiendo tres dedos en su coñ o


—, eres mi cariñ o, mira có mo me encuentro de
excitado.

Ella se movió , me enseñ ó con la mano la otra


habitación, diciendo:

—Úrsula está también ahí.

—Es igual, antes de que despierte tenemos tiempo


de echar un polvo. Mira, esto es para ti.

Y le di un pequeñ o anillo de bisuterı́a, que habı́a


comprado a un vendedor ambulante. Luego me
arrodillé sin decir nada má s entre sus piernas, que
ella abrió de buena gana. Dejé que jugase con mi
pija y mis cojones mientras le hacı́a cosquillas en el
coñ o. Cuando estuvo a punto la ensarté hasta los
cojones, le levanté las nalgas, le hice cosquillas en el
agujero del culo. Ella me cogió por el cuello y nos
lanzamos a un delirio de voluptuosidad que,
despué s de un breve encuentro, terminó en una
violenta descarga por las dos partes.

Durante la acció n ella habı́a transpirado


fuertemente y su olor sano de joven campesina me
hacı́a desear echar un segundo polvo. Pensaba en
ensartar a la galga. Pero ella tuvo miedo de quedar
embarazada. Ademá s, tenı́a que levantarse ya que
era el dı́a en que Ursula podı́a dormir má s rato. Yo
la habı́a olvidad por completo y Babette rió mucho
cuando dije que quería despertarla.
Mientras Babette se secaba el coñ o con su camisó n,
yo pasé a la otra habitació n, donde Ursula dormı́a
aún profundamente.

Esta estaba desnuda, pero tapada hasta el pecho.


Estaba de espaldas, con los brazos bajo la cabeza,
de manera que se podı́an ver las espesas matas
negras de sus sobacos. Sus bonitos pechos
estacaban tanto má s a causa de la posició n de sus
brazos, a los lados de los cuales colgaban, de
manera encantadora, los rizos de sus cabellos
largos y espesos. Todo era delicioso en este cuadro.
Lá stima que no fuese má s que una campesina y no
comprendo có mo un hombre puede preferir a la
belleza natural de una campesina los atractivos
preparados de una dama.

Su camisó n, muy limpio, estaba cerca de ella. La olı́ y


quedé pasmado ante el olor a salud de que estaba
impregnada.
Suavemente, tiré de la manta y la admiré
completamente desnuda. Quedé un momento
pasmado ante el aspecto maravilloso de sus
miembros bien proporcionados, de su mata muy
peluda, cuyos pelos negros iban de los labios a los
muslos. Despertó mientras yo la besaba en el pecho.
Se asustó y, primero, se tapó la mata con la mano.
Entonces reconociéndome, me sonrió amablemente.

En ese momento, Babette apareció en la puerta,


diciendo:

—Ursula, qué date acostada, yo haré tu trabajo —. Y


se fue. Besé a Ursula hasta que estuvo bien caliente.
Le pedı́ que se levantase y admiré su hermoso
cuerpo de los pies a la cabeza y de todos los lados,
hacié ndola andar por la estancia. Entonces la cogı́
en mis brazos muy fuertemente y nos mantuvimos
un buen rato así abrazados.

Planté las dos manos sobre sus nalgas y empujé su


vientre contra el mı́o. Ella podı́a sentir la irmeza de
mi pija y sus pelos me hacı́an cosquillas en los
cojones.

El juego le gustó . Me rodeó el cuello; su pecho


apretaba el mı́o. Le tiré de los pelos de los sobacos.
Se excitó enormemente. Le metı́ la mano en el coñ o,
que estaba hinchado y hú medo. Su clı́toris estaba
completamente duro.

Nos echamos sobre la cama. Yo la hice ponerse de


rodillas y tener el culo al aire. Repasé febrilmente el
agujero de su culo. Su coñ o, coronado de pelos
negros, se entreabrı́a. Miré con placer su raja muy
roja, luego froté mi glande contra los labios.
Esto le dio gusto. Secundaba mis movimientos,
suavemente yo la dejaba entrar toda, entonces me
retiraba volviendo a empezar, hasta el momento en
que sentí que pronto me vendría.

Ella gozaba como una condenada, su coñ o,


completamente hinchado, apretaba fuertemente mi
miembro. Yo lo hice penetrar completamente, me
apreté contra su culo, agarré sus pechos y me
meneaba como un loco. Estaba completamente
fuera de mı́. Ella gemı́a a cada sacudida. Con una
mano yo apretaba sus pechos, la otra le hacı́a
cosquillas en el clı́toris. Nos corrimos al mismo
tiempo. Yo oı́a mi pija chasquear dentro de su coñ o
mojado. Permanecimos como muertos.

Cuando me retiré tenı́a la polla erecta todavı́a. Ella


tenı́a vergü enza, porque nunca se lo habı́an hecho
en esta posición.

Lo que le habı́a dado má s gusto eran los golpetazos


de mis cojones en la parte baja de su coñ o. Yo
todavı́a no estaba apaciguado y me habrı́a quedado
aú n con esta fresca y bonita muchacha. Si hubiese
podido me habría casado con ella.

Me dijo que tenı́a que bajar. Se puso el camisó n y la


ayudé a vestirse. Sonreı́a amistosamente. Yo la miré
una vez má s de todos los lados antes de irme. Le
prometı́ comprarle un hermoso recuerdo y ella se
comprometió a venir a pasar una noche conmigo.

CAPITULO X

El Castillo estaba aú n dormido cuando bajé y me


acosté . Mi madre me despertó trayé ndome el
almuerzo. Por ella me enteré de que, al dı́a
siguiente, tenı́a que ir a la estació n a recoger a mi
padre, que vendría con mi hermana mayor, Élise.

Mi madre estaba de muy buen humor, pero no era


é ste el caso de Berthe, a quien molestaba la llegada
de su bellı́sima hermana. Me dijo que mi hermana
tenı́a amores con el hijo de un amigo de negocios de
nuestro padre y que este joven probablemente se
casaría con ella después de hacer el servicio militar.

Me dijo que, ademá s, muchas cosas que antes no


comprendía se le habían vuelto ahora muy claras.

Desde luego Kate y Élise habían debido de juguetear


mucho tiempo juntas, e incluso habı́an permanecido
solas una vez durante una hora en el cuarto de
baño.

Al dı́a siguiente me complació ver que mi madre


tomaba un baño en espera de su marido.

En la estació n, cuando llegó el tren, quedé pasmado


al ver a mi hermana Elise convertida en una
encantadora mujercita. Tenı́a un par de bonitos
piececillos calzados con elegantes zapatos y se
movı́a con tanta gracia que tuve celos de su
Fré dé ric. Habı́a decidido que toda persona
femenina de mi entorno debı́a formar parte de mi
harén y mi opinión se vio reforzada.

Mis celos aumentaron cuando vi que con mi padre


habı́a venido un amigo, M. Franck, un viejo solteró n
que le habı́a echado el ojo encima a mi tı́a. Las
presentaciones fueron cordiales. Mi hermana estaba
extrañ ada de mi desarrollo, como yo lo estaba del
suyo, y nos besamos más que fraternalmente.

No habı́amos contado con M. Franck y, como el


coche era de dos plazas, dije que papá y M. Franck
lo utilizaran mientras yo y Elise ı́bamos a pié . Mi
hermana aceptó. La ruta era muy bonita.

La conversació n se hizo pronto muy interesante. Mi


hermana estaba muy halagada por los cumplidos
que yo le hacı́a sobre su belleza. Cuando inquirió
acerca de Berthe le dije que habı́a tenido la regla y
era núbil. Élise me miró asombrada.

—Ahora se queda encerrada con Kate en el cuarto


de bañ o tanto rato como tú —añ adı́. Luego
continué , mirá ndola bien: —...Y ademá s duermen en
la misma habitación, ya me entiendes.
Mi hermana enrojeció fuertemente y guardó
silencio.

—No tienes que molestarte, Elise —dije


amistosamente—, ya no soy un chiquillo. Ademá s
pudiste observar, cuando nos bañ aban juntos
cuando é ramos má s pequeñ os, que mi pija no es
peor que la de tu Frédéric.

—¡Roger!

—Ahora tenemos pelos entre las piernas y sabemos


que hay algo mejor que jugar al dedo mojado o a
cinco contra uno.
Elise estaba completamente encarnada, su pecho se
levantaba, pero no sabı́a qué responder.
Bruscamente, miró si nadie nos veía y preguntó:

—¿Es verdad, Roger, que los jó venes, antes de ser


soldados, tiene que desnudarse y dejarse mirar? He
oı́do a mamá ya mi tı́a decir algo ası́, y tambié n lo
decían en la pensión.

—Fré dé ric, mi futuro cuñ ado, te lo habrı́a podido


decir. Naturalmente que sı́. Los miran como a una
novia durante la noche de bodas. Pero no se
excitan, porque tienen miedo. Tampoco se le pondrá
erecta a Frédéric.

—¡Vamos...! Pero deben de tener vergü enza... ¿Es


público? ¿Pueden verlo las mujeres?
—Por desgracia no —dije yo seriamente—. Delante
de ti,

Élise, no me molestaría.

La besé cordialmente. Está bamos en un pequeñ o


bosque, cerca del Castillo. Añadí:

—¿Acaso crees que hay en el mundo una novia que,


la noche de bodas, no deba quedarse desnuda
delante de su marido para ser debidamente
repasada? También él se queda desnudo.

—Pero un hombre no es lo mismo.


—¿Por qué ? Si yo me desnudara delante de ti lo
verı́as todo: mis pelos, mi pija erecta, mis cojones,
pero de ti yo no podrı́a ver má s que los pelos, tu
coño permanecería oculto.

¿Tienes muchos pelos, Élise?

—¡Oh! Mira que fresas tan bonitas, Roger —dijo


Élise.

Le ayudé a buscarlas. Penetramos profundamente


en el bosque. La besé con una erección de ciervo.

—¿Qué hay allí? —preguntó.


—Una cabañ a de caza; yo tengo la llave, nos
pertenece. La cabañ a estaba rodeada por un espeso
monte.

—Espé rame, Roger, vengo enseguida. Vigila que no


venga nadie.

Se metió detrá s de la cabañ a. La oı́ mear. Miré .


Estaba agachada, un poco inclinada, las piernas
separadas y tenı́a las faldas levantadas de manera
que se veían sus bonitos tobillos.

Bajo las rodillas colgaba el encaje de las bragas.


Entre las piernas brotaba el chorro. Cuando
terminó , yo iba a retirarme, pero ella se quedó aú n
allı́. Se levantó las faldas por encima de los riñ ones,
apartó sus bragas. Apareció la raja de su culo con
las nalgas redondas llenas, sin una mancha. Bajo su
esfuerzo, una delgada salchicha salió del agujero del
culo, pendió un momento y luego se retorció sobre
el suelo. Siguió un poco de jugo, entonces meó un
poco más.

Esta vez vi con claridad el chorro que salı́a de los


pelos que eran castañ os y bastante espesos. Cuando
hubo terminado, busco papel, pero no lo encontró .
Entonces aparecí yo y le di.

—Toma, Élise.

Por un momento pareció encolerizada.

—No te pongas ası́ —le dije—. ¡Yo tambié n tengo


ganas!
Me saqué la pija y, aunque estaba erecta, me puse a
mear. Me acordé del mozo y meé tan alto que mi
hermana tuvo que reı́r. Habı́a utilizado el papel.
Oı́mos voces. Tuvo miedo, yo la metı́ en la cabañ a a
empujones y cerré una vez dentro los dos. Miramos
por una grieta. Un mozo y una sirvienta se
acercaban haciendo diabluras. El la tumbó al suelo,
se echó sobre ella, se sacó la pija, levantó las faldas,
y se ensartaron gruñendo como bestias.

Yo había enlazado a Élise y la apretaba contra mí. Su


aliento perfumado me calentaba las mejillas. Su
pecho se alzaba fuertemente ante el espectá culo
que contemplá bamos sin hablar. Me saqué la pija y
la puse en la mano caliente y suave como saté n. La
pareja se alejó . Yo no podı́a resistirlo y agarré a
Elise. A pesar de su resistencia, aparté rá pidamente
las bragas y la camisa. Mi mano jugaba con sus
pelos. Sus muslos estaban apretados, pero yo sentı́a
su clítoris duro.
—No, esto es demasiado, Roger, ¡no te da
vergüenza!

¡Que grito!

—Si gritas se oirá desde El Castillo... Nadie puede


saberlo. Los primeros hombres no hicieron otra
cosa.

—Pero nosotros no somos los primeros hombres,


Roger.

—Élise, ¡si estuviéramos en una isla...!


Había conseguido meter el dedo.

—¡Si mi Frédéric supiera esto!

—No lo sabrá, ven cariño.

Me senté en una silla y tiré de mi hermana hacia mí.

Cuando sintió la enorme pija contra su coñ o ya no


se resistió . Ya no era virgen y confesó haberlo
hecho una vez con su Fré dé ric. Su coñ o era
estrecho, muy caliente y agradablemente húmedo.

Me devolvió mis besos. Yo abrı́ su blusa y saqué sus


dos pechos que iban y venı́an mientras yo los
chupaba. Llevé mis brazos a sus duras y grandes
bolas inferiores, sus dos magnı́ icas nalgas. Ella
empezó a gozar terriblemente. Nos corrimos juntos.
A continuació n nos prometimos silencio. Nos
miramos a placer y luego nos dirigimos al Castillo.

CAPITULO XI

En la mesa todo era alegrı́a. Mi padre se ocupaba de


mamá . M. Franck se mostraba solı́cito con mi tı́a. Yo
me entretenı́a con mis hermanas. Habı́an dado mi
habitació n al invitado. Yo tenı́a que dormir en el
mismo piso que las mujeres, en la habitació n de
Élise, que compartía la de Berthe con Kate.

Cuando todo el mundo se hubo acostado, eché un


vistazo a la habitació n de mis hermanas. Berthe
dormı́a pero Elise no estaba. Vi una luz, me escondı́
y vi aparecer a Elise y mi tı́a en camisó n que
miraban por una grieta de la puerta de mis padres.
Se oı́an fuertes golpes sobre un culo desnudo.
Entonces se alzó la voz de mi padre:

—Ahora dé jate caer el camisó n, Anna... Qué


hermosa estás con tus pelos negros.

Besos y cuchicheos.

—Camina, Anna. ¡Adelante, marchen...! ¡Alto...! Los


brazos al aire... Cu{ntos pelos tienes en los sobacos...
Mira có mo tengo la polla, Anna, có gela... Presenten,
armas... Armas sobre el hombro... ¡Ven aquí!

—Vamos, Charles, no te excites tanto... me haces


dañ o... me hs visto ya bastante. Me da vergü enza
que me miren el trasero.

—Tranquilı́zate, niñ a mı́a... Echate sobre la cama...,


los pies al aire..., más alto..., eso es... tesoro mío...

Se oían los crujidos de la cama.

—¿Viene ya, Anna?

—¡Pronto, Charles!

—¡Oh! Ya viene. ¡Qué estupendo...! Cha-arles... ¡Ah!


¡Ah!
—Anna... ¡me corro...!

En la escalera se oı́a la voz de Kate. Elise lo oyó y


entró en la habitació n. Mi tı́a se puso a salvo en la
suya, pero sin cerrarla. Volvió a salir. Mis padres
habían apagado la luz.

Entré en la habitació n de mi tı́a. Al volver a entrar,


se asustó . Se lo dije todo. Volvió a encender la luz.
La besé sin hablar. Yo sentı́a las bellas formas de su
hermoso cuerpo. Ella temblaba. Le agarré el coñ o
por debajo del camisó n. Ella se debatı́a. Yo la
consolaba.

—¡Seamos marido y mujer, cariñ o, hermosa


Marguerite! Mi dedo jugaba sobre el clı́toris. Ella se
abandonó.
Descubrı́ sus hermosos pechos iguales a bolas de
nieve. La empujé hacia la cama. Se puso a sollozar.
Le propuse marcharnos para casarnos. Esto la hizo
reı́r. Desnudé mi pija. Ella estaba tambié n excitada
por el champá n que habı́a bebido. Apagó la vela.
Puse mi pija en su hermosa mano, entonces le hice
caricias; el placer era demasiado grande, se agitaba,
su clı́toris se hinchó . Le metı́ un dedo en el coñ o y le
chupé los pechos. Entonces le levanté el camisó n, la
apreté contra mı́ y, boca a boca, metı́ a golpes
acrecentados mi polla dura en su raja virginal.

Un solo grito ligero precedió al goce que se apoderó


enseguida de ella. Ahora era una mujer in lamada y
se abandonó a la voluptuosidad.

Un breve combate, pero cuyas sensaciones fueron


in initas, nos llevó a los dos a los lı́mites del é xtasis
má s voluptuoso, y fue con sacudidas violentı́simas
como yo derramé en su seno el bálsamo vital.

El placer habı́a sido demasiado grande, yo seguı́a en


erecció n. La acaricié y volvı́ a encender la vela. Ella
escondió el rostro en las almohadas; su pudor había
vuelto, pero yo tiré de la manta para ver su cuerpo
de Venus. Se veı́a un ligero rastro de sangre sobre
los pelos del coñ o, mezclada con nuestro esperma.
Yo la limpié con mi pañ uelo, le di la vuelta, le hice
cosquillas en la espalda, en el culo, y le metı́ la
lengua en el agujero.

Entonces me puse encima de ella, la cabeza envuelta


por sus cabellos perfumados. Le coloqué los brazos
alrededor del cuerpo, la levanté un poco y volvı́ a
hundir mi polla en su raja hú meda. Siguió un largo
combate que nos hizo transpirar por todos los
poros. Ella fue la primera en correrse, gritando de
voluptuosidad como una loca. Siguió mi descarga en
una voluptuosidad casi dolorosa. Ya bastaba, nos
separamos.

Pasaron algunas semanas de placeres diversos.


Monsieur Franck hacı́a cada vez má s la corte a mi
tı́a. Un dı́a, Elise y mi tı́a entraron en mi habitació n
llorando. Estaban embarazadas. Pero no se atrevı́an
a decir una delante de la otra que yo era el
malhechor. Pronto tomé partido.

—Elise, cá sate con Fré dé ric, y tú tı́a, cá sate con
monsieur Franck. Yo seré vuestro paje de honor.

Al dı́a siguiente, por la mañ ana, mi puerta se abrió .


Entró Ursula. Tambié n ella estaba embarazada. Le
dije que se casase con el primo del administrador,
que la miraba con buenos ojos, y prometı́ ser el
padrino de su hijo. Entonces la desnudé y le lamı́ el
coñ o y el culo. A continuació n me lavé con agua de
Colonia e hice que me lamiera el culo. Esto me
excitó enormemente. Me la tiré con tales sacudidas
que sus cabellos flotaban sobre la cama.

Pronto tuvimos las tres bodas. Todo terminó


amorosamente y yo me acostaba alternativamente
con las mujeres de mi haré n. Cada una sabı́a lo que
hacía con las otras y simpatizaban.

Pronto Ursula dio a luz un niñ o, má s tarde Elise y mi


tı́a, una niñ a; el mismo dı́a fui padrino del pequeñ o
Roger de Ursula, de la pequeñ a Louise de Elise y de
la pequeñ a Anna de mi tı́a, todos hijos del mismo
padre y que no lo sabrán jamás.

Espero desde luego tener otros y, haciendo esto,


cumplo con un deber patrió tico, el de aumentar la
población de mi país.

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