En El Corazón de La Toscana Manu Ponce Alma Fernández
En El Corazón de La Toscana Manu Ponce Alma Fernández
En El Corazón de La Toscana Manu Ponce Alma Fernández
En el corazón de la Toscana.
©Manu Ponce.
©Alma Fernández.
©Junio, 2023.
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser
reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o
transmitida por, un sistema de recuperación de información, en
ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico,
fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por
fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito
del autor
ÍNDICE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Epílogo
Capítulo 1
—Lorena, ¡ya estamos aquí! —le dije nada más bajar del taxi
que nos llevó hasta la puerta de la mansión.
—No empieces otra vez con eso, te lo pido por favor, ¿es que
hoy ningún otro tema más interesante en el mundo que el de
los chicos?
Yo con las monjas era feliz, así se lo hice saber y con ellas me
quedé hasta que cumplí los dieciocho. No por ello me planteé
nunca dedicar mi vida a Dios, yo quería hacerme mayor, salir
de los muros del convento y ver mundo.
Cuando por fin cumplí la mayoría de edad, me trasladé a
Segovia capital y allí conocí a Lorena.
Para mí, todo aquello era novedoso, igual que para Lorena. No
obstante, mi amiga era mucho más arrojada que yo, quien
llevaba regular el vivir con unos totales extraños y tan lejos de
nuestra casa, por mucho que saliera de mí el vivir una
experiencia así.
Alice nos contó que sus hijos eran un par de críos traviesos,
como era propio de su edad, y que la única duda que albergaba
era que nos hiciéramos respetar, dada nuestra edad.
—¿Por qué? A los tíos les ponen esas uñas, les parecen de gata
o, mejor aún, de tigresa. Y cuando estás dándole al tema y se
las clavas…—Dio un zarpazo en el aire y me sobresaltó.
—No tengo que hacértelas igual que las mías, pero, por el
amor del cielo, Sira, ¿estas son las manos de una mujer que ha
venido a la Toscana a darlo todo?
Los niños llegaron del cole por la tarde. Por lo que sabíamos
de ellos, les estaban educando para que tuvieran una vida de
esas de alto nivel, por lo que los idiomas tenían mucha
importancia para ambos.
—¿Tú qué sabrás? —le preguntó ella con los brazos en jarra,
porque era muy graciosa.
—Es que Elio dice que, cuando sea mayor, será policía y no
dejará que otros niños escuchen gritos, que no le gusta eso—
prosiguió Beatrice, que ella parecía haber comido lengua.
Eso fue todo lo que nos dijo sobre Marco. Resulta que
Dorothy era una mujer parlanchina que nos dio la bienvenida
preparándonos una pizza esa noche que hizo nuestras delicias.
—Mira, mira qué pava es. Cuando le gusta algo mucho, pone
así los ojos y le dan vueltas—le decía Lorena.
—¿Qué es eso? Ay, Dios mío, ¿le está gritando así a su mujer?
Si me da miedo hasta a mí—le comenté a Lorena.
—Es que los críos lo estarán pasando mal, seguro que sí.
¿escuchaste lo que dijeron?
Esa mujer, que valía más por lo que callaba que por lo que
contaba, debía conocer todos los secretos y entresijos de la
casa, si bien no hablaba ni por casualidad.
—No, yo no quiero…
Tanto Beatrice como Elio eran niños y tan solo querían jugar, a
poder ser a todas las horas. Lorena y yo procurábamos
amortiguar el posible impacto que la situación que se estaba
viviendo en la casa pudiera producir sobre ellos.
—Sí, eso parece, ¿tú crees que se van a separar? —le pregunté.
—No lo sé, pero parece que ella está sacando una maleta de su
dormitorio, ¡caray! Creo que va en serio—me dijo
entreabriendo la puerta.
Supuse que ella no volvió a por los niños por miedo. Después
de estar un rato dándole vueltas, entendí que Alice prefirió irse
sola con tal de que allí no se formara un rifirrafe de mucho
cuidado. Quizás esperaba que su marido recapacitase o pediría
la custodia de los niños por vía judicial, cualquier cosa podía
estar sucediendo.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Es que todos se han vuelto locos
esta noche? —me preguntó por lo bajini mientras yo asentía
con la cabeza.
—No está en la casa, estamos solas las tres con los críos.
—Me temo que tan solo sus hijos, aunque son dos niños. El
personal de servicio estamos a su cuidado, ¿me puede decir lo
que está ocurriendo, por favor?
—No hace falta que te diga que tú los tranquilizas más. Tienes
un don, no me preguntes qué es, pero tienes un don con ellos.
Deberías ser tú quien volviera a la casa.
Su madre seguía sin aparecer y todo era cada vez más extraño.
En concreto, fueron cinco los días en los que estuvimos con
ellos mientras su padre “dormía” de esa forma tan preocupante
para todos.
Dorothy sabría muy bien lo que tenía que decirle y de qué pie
cojeaba. Ignoro si nuestras palabras surtieron efecto o no. Tan
solo puedo afirmar que esa mañana nos llamaron y nos dijeron
que Marco había despertado.
Fuimos a verle al hospital, de nuevo Dorothy y yo. En un
primer momento, parecía como totalmente aturdido y no se
acordaba de lo que había pasado, hasta que por fin hizo
memoria y entonces el gesto se le torció por completo.
A él, todo hay que decirlo, se le iluminó la cara cuando los vio,
aunque la amargura no se le borraba de esta. Yo les
contemplaba desde lejos y me dio alegría por ellos, aunque no
podía comprender la actitud déspota de ese hombre.
Rose estaba más que harta, y así nos lo hacía saber cada vez
que bajaba a la cocina y hablaba con nosotras.
—No seas tan dura con él, te lo pido por favor—le pidió
Dorothy en tono conciliador.
—¿Y eso por qué? ¿Tú puedes poner la mano en el fuego por
él? Porque yo te digo que igual tenías que retirarla antes de
achicharrarte…
—Vale, vale, no le des más vueltas. Así que todo lo que tiene
Marco es rabia en su interior por la infidelidad de Alice…
—No tiene ninguna gracia. Haz el favor de dejar todo tal como
estaba y de llevarte esa bandeja, no tengo apetito—me ordenó.
Media hora más tarde, subí y la bandeja estaba vacía, cosa que
me agradó, si bien no le dije nada al respecto. Tampoco era
cuestión de regalarle el oído porque cumpliese con su
obligación.
—No, no, yo con una bata de cola no me veo, pero una jota sí
que le bailo—le dije y hasta di unos pasos en el aire.
Dorothy nos dio las llaves del garaje y cuando llegamos allí
ambas quedamos ojipláticas, porque había todo tipo de
maravillas de cuatro y también de dos ruedas, que para eso él
era el dueño de una importante marca de motocicletas y tenía
allí lo más grande en modelos.
Aquel otro coche poco tenía que ver con este. Y cuando digo
poco, digo nada, porque se trataba de una virguería sobre
cuatro ruedas, de una preciosidad que rugió nada más meterle
la llave, momento que ella aprovechó también para retirarle la
capota.
Esas torres de las que os hablo son las que se alzan sobre las
murallas que acotan ese pequeño pueblecito, declarado
Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y que se sitúa a
unos treinta kilómetros de Siena.
—¿Ya vas a empezar con eso? Toda la gente hace los números
igual—se puso a la defensiva su hermano.
—¡De eso nada! Lo dices porque los tuyos son un churro,
igual que tu letra, por eso lo dices—recalcó la sabihonda de
ella, cruzando los brazos por delante del pecho como hacía
siempre que creía llevar la razón.
—Haya paz, niños, haya paz. Cada uno de vosotros tiene sus
habilidades. Hija, tú lo haces todo muy bonito, pero te
entretienes con una mosca que pase. Tu hermano no, pero él se
pone a estudiar y no para hasta sabérselo todo, los dos valéis
mucho—les explicó.
Tenía mano con los críos. Marco tenía mano porque sabía
cómo zanjar cualquier polémica que surgiera entre ambos.
—¡Por fin una buena noticia! Y encima ahora que por las
tardes no voy a hacer ni el huevo, que yo en ese dormitorio no
entro—rio ella.
—Desde luego que debe tener agua helada en las venas o pelos
en el corazón, qué tía—Se echó Lorena hacia atrás en la silla y
respiró hondo.
—No, hijo, no es por eso. Mamá tiene una serie de ideas que
poner en orden en su cabeza, esa es la razón.
—El mío, papá, que llevo los labios pintados con un gloss
rosado, ¿es que acaso no lo ves? Hombres…—murmuró su
pequeña, quien frunció el ceño.
La noche anterior Marco nos había dado las gracias a las tres,
de todo corazón, por el mucho esfuerzo que pusimos en la
organización de la fiesta.
—Pues claro que las tengo, las mismas que deberías tener tú,
¿o qué te pasa? Chiquitita, tú eres muy joven y no tienes la
culpa de que esos críos se hayan quedado sin madre, ¿vale?
Nosotras hacemos todo lo posible porque las cosas vayan bien,
pero tenemos que divertirnos, que es a lo que hemos venido—
me recordaba ella.
—¿En serio? —me sentí bien, a todos nos gusta que nos
regalen el oído de vez en cuando.
—¿Que si en serio? A ese tipo no le han puesto en su vida los
puntos sobre las íes como lo hiciste tú. Todavía debe estar que
no se lo cree…
Hablé con Marco por la mañana y le dije que, dado que todo
iba volviendo poco a poco a la normalidad, saldríamos esa
noche.
Las piernas las tenía al aire con la idea de que las heridas le
sanasen. Llevaba unos pantalones cortos deportivos y se
notaba que las tenía muy fuertes.
—Vamos a matizar, porque el tío está que cruje, pero todo tío
de su edad que mira a una chica de la nuestra, por una regla de
tres simple, se convierte en viejo verde. Y lo es…
—No lo es…
—Lo es…
Lorena ligaba hasta con las piedras. Era otra de sus habilidades
innatas, y una que le encantaba, por cierto. Siempre me decía
que me daría clases, pero que yo era muy mala alumna y que
acababa con su paciencia. Por esa razón, solía asegurarse de
que los chicos que se ligaba vinieran acompañados para que
fuéramos número mar.
Nos despedimos de Amadeo con la intención de vernos más
tarde y entramos en el restaurante.
—Sí, sí. Hasta vengo hecha unos zorros, no hace falta ni que
lo diga. Mira, se me ha corrido el rímel y doy pena—le
indiqué, un poco cortada por mi desaliñado aspecto, ya que
tras horas bailando había sudado y demás.
Al día siguiente, domingo, nuestra idea era dar una vuelta por
la Toscana.
Diría que había algo pícaro en sus ojos durante los segundos
en los que, encendida, lo miré, y solo de pensarlo los colores
volvían a mí, y el círculo comenzaba de nuevo.
—Me consta que has hecho un gran esfuerzo. Tus heridas eran
considerables y han cicatrizado pronto, aparte de que no te he
escuchado quejarte en ningún momento.
—De eso doy fe, hay cosas que no pueden comprarse por
mucho dinero que uno tenga.
—Así es, pero sí que pueden trabajarse. Yo no lo tuve fácil en
la vida, menudos comienzos y, ¿sabes qué te digo? Que me
considero feliz, no sé si totalmente, pero bastante feliz.
Por cierto, que los críos iban haciendo grandes avances con las
clases de castellano. A esa edad solemos ser esponjitas y ellos
lo eran, de manera que a menudo sorprendían a su padre con
frases enteras y él sacaba entonces la mejor de sus sonrisas a
pasear.
—No quiero que crean que son niños distintos al resto, por eso
trato de que hagan un poco de todo, desde ayudar a poner la
mesa a traer el postre—señaló.
—Muy bien, aunque ¿tenía que ser el postre? Mira que si lo
tiran y nos quedamos sin él, esa sería una verdadera lástima.
—Sí, sí, estás trabajando pico pala ahí. Anda y que te compre
quien no te conozca, tú empiezas a estar muy a gustito en esta
casa, y como yo vea un atisbo de que te mola el tío ese, es que
te corto las orejas, vaya.
Con todo y con eso, yo salí con el pareo. Marco estaba leyendo
en ese momento y, al verme aparecer, el libro le resbaló de las
manos.
—Al principio me tenía que pelear con ella para que le dejara
subir unos cuantos centímetros, ya luego empezó a ponerse
minifalda—añadió mi amiga, que siempre lo recordaba entre
risas.
—¿Y por qué no? Si son dos chicos monísimos y nos hacen
reír. Díselo tú, Dorothy, ¿se puede pedir más?
—Y ahora este palo, sí. Yo tengo que ir a verla, tengo que ir.
Además de que mi abuela no se puede enterrar sin mí, de eso
nada. Jolines, tú me has entendido, que no es que la vaya a
enterrar yo, pero que…
—Exacto.
Los que casi nos caemos muertos fuimos los tres mayores y, en
particular, su padre, a quien le tuve que echar una mano.
Rosalía nos recibió con los brazos abiertos y los ojos llorosos.
La abuela Paca siempre había estado muy presente en esa
familia, siendo una de esas mujeres de bandera, de las
antiguas, que siempre se pusieron el mundo por montera para
sacar a su familia adelante.
Más que nunca sentí eso, que había logrado una familia en el
momento de mi vida en el que menos lo esperaba. Dicen que
todo llega cuando tiene que llegar, y parecía que eso nos
estaba sucediendo a nosotras.
—¿Te ha dejado ya la chica esa? ¿La que era poco mayor que
yo? —le preguntó Lorena deseando que así fuera.
Nunca había escuchado a una mujer hablar tan bien como ella
lo hizo. Con toda la parsimonia del mundo, y ante la atenta
mirada de todos los que habían acudido al entierro, le hizo un
traje nuevo.
—Es mi vecina Puri, que dice que mi padre está en casa y que
a mi madre le ha dado un ataque de nervios. Cariño, no puedo
volar contigo, debes irte sola…
—¡Pues salto!
Capaz era, aunque no fue necesario, porque yo la veía ya con
el paracaídas puesto. Los miembros de la tripulación se
quedaron atónitos al verla bajarse así a la carrera.
—Marco está para mojar pan, ¿no crees? —me preguntó esa
misma noche, sin anestesia y sin nada.
—Qué bueno es, pero que yo no sé, ¿eh, Dorothy? Esta mujer
es un poco… Yo no sé cómo explicártelo.
—A estar con los niños y a hacerles dulces, ya. Por cierto, que
he traído unos del convento donde me crie que creo que te van
a gustar.
—Me parece…
Ese día volví a practicar natación con los niños, cuyo curso
estaba por finalizar, y para mi sorpresa también se metió
Marco en la piscina.
A mí su presencia me seguía imponiendo, y eso que debía
reconocer que le había echado de menos durante el fin de
semana. A mi vuelta, eso sí, le encontré todavía más cercano,
mirándome fijamente mientras yo comprobaba los avances que
habían hecho los críos.
—Claro, tú me dirás…
—¿Un helado de esos tan ricos? Ese hombre tiene unas manos
para embalsármelas—intervine yo.
—Claro que no, porque a los tíos mayores no les gustan las
jóvenes, eso me lo acabo de inventar yo. Mira mi padre, ¿y
sabes qué? Nos hemos enterado de que es así, que ella le ha
dado la gran patada, y está que no sabe dónde poner el huevo.
Solo faltó que la echase yo. No hizo falta, enseguida giró sobre
sus talones y comenzó a esperar en una de las mesas cercanas.
—No dejes que nada ni nadie te haga sentir mal, ¿me has
oído? Hay personas que no soportan ver que otras disfrutan. Y
esta mujer parece ser de esas—me comentó Marco.
Chiara era muy guapa y tenía un cuerpazo, aunque su estilo era
demasiado descarado para mí. Podía lucirlo, eso estaba claro,
pero no nos parecíamos en nada. A ella le gustaba pronunciar
cada una de sus curvas y enseñar vertiginoso escote, tanto que
yo observé a Marco.
Hay personas que se creen más que otras por su apariencia, por
su actitud o vaya usted a saber por qué. Chiara era de esas
personas, aunque con Marco no parecía servirle para
absolutamente nada, porque él marchaba sonriente con sus
hijos y conmigo.
Subí las escaleras con él, y cada uno arropó a uno de los críos.
Al llegar a la planta baja, yo iba a quedarme en mi dormitorio
cuando él me hizo una propuesta.
—Está bien, que sea una copa entonces, por favor—le indiqué.
—Vale, pero antes déjame que vaya a coger algo.
Me dejé la voz. Juro que esa noche estaba tan animada que
derroché todo el poderío, sobre todo cuando la canción fue
avanzando:
—¡Ay!
—Yo bien también, y eso que anoche creí tener fiebre, fíjate.
En realidad, es que me tomé una copita y para mí que me cayó
mal.
—¿A mí? Bueno, supongo que bien, ¿nos vamos con los
niños? —le pregunté.
—Ni con esta ni con ninguna. Jamás haría nada que te pusiera
en peligro—Se volvió y besó mi casco.
De todos los gestos que pudiera tener en ese momento, me
pareció el más dulce, por lo que me quedé encantada, hasta
con los ojos cerrados.
—¿Se puede saber por qué nunca me miras a los ojos? —me
preguntó con su voz grave, pero con una cadencia que pareció
musical.
—Ah, que tienes que probarlo, ¿te gusta la carne? ¿O eres más
de pescado?
—No tengo nada que esconder, sin duda que todo esto debe
tratarse de un error—prosiguió él.
—O quizás el error sea que usted haya estado libre todo este
tiempo… desde que desapareció su esposa—le indicó el otro
policía.
—Que sea la última vez, pero la última, que hablas así de él,
¿me has entendido? —le pregunté, yéndome hacia ella con una
mala leche impresionante.
—¿Y qué? ¿Qué pasa con esa ropa? Dígamelo, por favor…
Fabián tenía una ardua defensa por delante, razón por la que se
fue enseguida, dejándome allí, hecha un mar de dudas, y con el
corazón encogido.
—Es que ella se fue por su propio pie, ¿por qué tendría que
buscarla él?
—¿Al cien por cien? Pues ya estaba seguro el tío, ¿lo ves?
Puede ser… Ya te digo que la sangre no miente, y la sangre ha
hablado. Ha sido el karma, no me equivoqué con él. No te digo
que Alice no le hiciera daño, pero como tantas personas que se
enamoran de alguien que no sea su pareja y él… Él se ha
tomado la justicia por su mano.
Los niños estaban ajenos a todo. Para ellos que su padre tuvo
que ausentarse por razones laborales.
—Es que él, pese a que nos cubra las espaldas, confía en su
inocencia. Porque sabe que es inocente, lo sabe—comencé a
llorar amargamente—. Yo no me creo que Marco haya hecho
nada de eso, ¡no me lo creo!
Me tuvieron que dar un tranquilizante. Yo no quería perder los
nervios, como es evidente, y sin embargo los perdí.
—Es que estoy convencida de que tú eres esa mujer que puede
hacerle feliz. Y justo cuando apareces, va la vida y le pone la
zancadilla.
—Vamos a luchar, Dorothy, lo haremos con uñas y dientes.
Vamos a remover los cimientos de la Toscana, si es necesario,
pero lo haremos.
—Yo sí que tengo idea de quién nos puede echar una manita, y
es un dúo. Le tengo mucha devoción a la Virgen de la
Fuencisla, de mi tierra, y a Fray Leopoldo de Alpandeire, que
está enterrado en Granada y también es muy milagroso. No me
mires así, que te digo yo que ambos nos van a echar una
manita. Tú dame las manos, que me llegue también tu energía
—le dije.
—Vale, vale.
—¡Alabado sea Dios, Marco! ¡Está usted aquí! —le dijo ella y,
por primera vez, vi que tomó la iniciativa a la hora de
abrazarle, algo que hasta a él le hizo gracia, puesto que no
estábamos acostumbrados.
Sin prisa, pero sin pausa, empecé a entender que el sexo iba de
pasarlo bien, de entregarte al otro sin reservas y de disfrutar
hasta la extenuación de unos órganos que habían sido creados
para eso y para nada más.
—Ah, vale.
—Oye, niña, que me alegro mucho por ti—me dio un culazo
en cuanto me senté a su lado—. Pero que me estaba
preguntando yo que ahora qué va a pasar con nosotras.
—¿Sacar las uñas tú? Pobre mío, pues entonces ya podía darse
por muerto—reí con ganas.
—¿Y por qué? Si mis uñas están bien—me las miré—. Que lo
están, sí, no me mires así.
—Madre mía, sí que lo es, pero que no sé, jamás he sido una
gorrona, ¿eh? No lo voy a ser ahora.
Los míos nunca habían pasado del rosa, así que verlos en ese
color constituyó para mí un nuevo registro que no esperaba.
No hace falta decir que esa noche se volvió loco. Fue verme
aparecer por el dormitorio y hacerme suya con mucho más
énfasis que las anteriores, hasta llevarme al delirio.
—Sí, no te dije nada, pero sentí ciertos celos de él. Y eso que
todavía no sentía lo que siento hoy por tu personita—me besó
—. ¿Y qué quiere ese chico?
—¿Sira eres tú? ¿Has venido por mí? —me preguntó desde
arriba.
—Ah, ¿no? Es que yo le dije que sí, que era lo que me parecía
—le contestó el chaval.
—Santo cielo, ¿es que ahora los muchachos están locos o qué
les pasa? —nos pregunta Dorothy, anonada por cuanto le
estábamos contando.
Al fin y al cabo, no eran más que dos críos de corta edad que
no entendían las dimensiones de la atrocidad que cometió esa
mujer al abandonarlos, ¿a qué venía aquello? ¿Y el abrir con
su propia llave, como si continuase siendo la dueña de la casa?
—Yo me encargo, Sira, ¿se puede saber por qué le hablas así?
—le preguntó.
—Lo sabes muy bien. Llegué anoche al pueblo y se dicen
muchas cosas, te ha faltado el tiempo para sustituirme—le
increpó.
Los niños nos miraron con lágrimas en los ojos, y eso fue algo
que sentí muchísimo.
Por fin los vi bajar por las escaleras, aunque no se me fue por
alto, cómo se me iba a ir, el gesto de que iban de la mano. El
rostro de Alice, pérfido, con la “V” de la victoria en él, se me
representó al del mismísimo diablo en un momento en el que
me sentí morir.
—Marco, pero….
—¿Ya está todo dicho? Pues no, todavía se puede decir algo
más: yo te maldigo Marco Fabris, y en virtud de esa maldición
te advierto de que jamás vas a ser feliz con esta mujer, ¿me
oyes? ¡Jamás! —le chillé.
—Es que mucha suerte habías de tener para que te pasara eso y
a la primera, cariño. La vida suele ponernos las cosas más
complicadas.
—Ella regular, porque se le han metido así los ojos para dentro
—reí, que ese momento bien valía que dejara las penas a un
lado.
Solo nos faltaba buscar unos trapitos nuevos que lucir el día de
la inauguración y ya…
Ella misma fue quien nos presentó a Gregorio con una sonrisa
más grande que la boca de un buzón. Se trataba de un hombre
de su edad (ella era súper joven todavía) y muy apuesto.
Lo que tenía claro, pero más claro todavía, era que jamás se lo
diría a Marco. Ese gusano no sabría en la vida que, lejos de la
Toscana, había una semillita que él colocó en su día en mi
vientre y que estaba dando lugar a una nueva vida.
Era muy llamativo que, con las pocas veces que nos dio
tiempo a hacerlo, hubiera apuntado así de bien, aunque para
crear una nueva vida basta con hacerlo una vez.
El fin de semana siguiente, después de llevar varios días
trabajando en la zapatería, me fui a ver a Sor Carmina. Ella
tendría palabras de aliento para mí en el momento de mi vida
en el que más lo necesitaba.
—Eso sería si los hijos fueran suyos, pero Alice amenaza con
sacar a la luz la verdad y arrebatárselos a quien únicamente los
ha querido como un verdadero padre: a mi Marco.
—¿Cómo? ¿Los niños no son suyos?
A ella se le caía la baba con nuestro bebé, Enzo, así como con
Beatrice y con Elio, que ejercían con gracia de hermanos
mayores.
—Marco, el sonajero…
—No puede ser, jamás nos dijo que estuviera embarazada, solo
viajó durante un tiempo en el que no supimos nada de su
persona. Marco, ¿te acuerdas de mi hermana Carla?
—¿Mi madre está viva? ¿Lo está? —le pregunté porque esa
noticia era impensable para mí y grande, muy grande.
—Sira, ¿mi Sira? ¿Tú lo sabías? ¿Sabías que yo tenía una hija?
—le preguntó viendo desvelado el gran secreto de su vida.
Redes sociales:
Facebook:
Manu Ponce
Alma Fernández
Instagram:
@manu.ponce.escritor
@almafernandez.autora
Twitter: @ChicasTribu
Amazon:
http://relinks.me/ManuPonce
relinks.me/AlmaFernandez