La Soledad en Blanco y Negro - Alfredo Germignani
La Soledad en Blanco y Negro - Alfredo Germignani
La Soledad en Blanco y Negro - Alfredo Germignani
Fotografía de contratapa
Raúl Postillone
Germignani, Alfredo
La soledad en Blanco y Negro / Alfredo Germignani
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lenguaje que ellos han utilizado para
comprender que no hay lector que no
sepa que el texto es su propio cuerpo, su
lenguaje de mundo, que acontece. Y por
eso, duele.
A. G.
Resistencia, diciembre de
2006
Resulta desconcertante para un
lector encontrarse con un libro que lo
remite una y otra vez a un conjunto de
referencias que sabe, por las razones
que sean, que el autor del mismo las
desconoce. Por supuesto que existen
recursos para darle rápidamente fin a
esta desorientación; se podría acudir, si
se quiere, a esa teoría literaria, de uso
corriente en la actualidad, que dispone
del lado del lector (de sus competen-
cias, de su marco de representación), y
no de las intenciones de su autor, el
modo en que hay que tomar, leer, un
texto. Pero el desconcierto al que me
refiero no llega a ser intelectual, mucho
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menos teórico; es un desconcierto
familiar, de celos, casi de traición. No
puedo entender cómo Alfredo
Germignani (a quien, claro, conozco)
fue capaz de realizar estos…, de qué
forma llamarlos, fragmentos poéticos o
simplemente poemas, que remiten, por
ejemplo, a lo más fino del pensamiento
de Lacan, sin ser capaz siquiera de
saberme decir el nombre de uno solo de
los libros de aquel francés. No por
simple casualidad a estos poemas los
atraviesa de cabo a rabo la pregunta por
el origen, por el inicio; y menos casual
todavía es el hecho de que cualquier
respuesta que se pueda adivinar desde
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los poemas, sea incapaz de huir a la
maravillosa paradoja de que lo nuevo ya
existía, sin que por ello deje de ser
verdaderamente nuevo.
Otro asombro fue que
Germignani decida que su primer libro
sea de este tipo de escritura. Hubiese
jurado que comenzaría con algo
distinto, con una novela, con cuentos…
Es un asombro incluso menos relevan-
te que el anterior, pero algo quiere decir.
A lo mejor el género del libro ni siquiera
haya sido una decisión deliberada, lo
importante era publicar. Sólo un odioso
podría ver en ello ambiciones bajas.
Para alguien que tiene el propósito de
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dedicar su vida a la literatura, la edad de
25 años comienza a reclamar con
urgencia pruebas un poco más concre-
tas. El éxito o el reconocimiento, se
sabe, es una cuestión relativa y mayor-
mente estadística, que muy pocos están
exentos de desear. Sin embargo, nada
debería ser digno de quitar la felicidad al
gesto, a la actitud, de una vida que
quiere ser de poesía, más allá de cual-
quier fama.
Llamar La soledad en blanco y negro
al libro fue un bello acierto. Mucho
mayor teniendo en cuenta el título que
Germignani anteriormente esgrimía, y
que es preferible no nombrar para
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mantener intacto al que venturosamen-
te quedó. Por las mismas razones, no
voy a intentar mi interpretación del
título, ya que podría atentar contra la
rica simbología de que es capaz.
Agregaría únicamente que es difícil no
caer en la pedantería y en lo patético
cuando se horada un sentimiento tan
riesgosamente patético como la
soledad. Tal vez la diferencia entre un
poeta y alguien a quien simplemente se
le da por escribir, es que el primero
tiene la habilidad o el talento para no
identificarse con el objeto de su horror
o fascinación, tiene la facilidad de no
tomar ansiosamente la ansiedad,
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espantosamente el espanto, melosa-
mente el amor. La soledad en blanco y negro
cuenta con esa virtud, y ello porque ha
sabido librarse de una poética existen-
cialista que lleva a la adolescente falta
de lucidez de considerar especiales a
expresiones comunes sobre sentimien-
tos comunes. Aquí, en cambio, la
soledad, poetizar la soledad, es casi un
despropósito, pues si hay una premisa
en estos poemas, es la magistral frase
con la que Simone de Beauvoir ha
matado, y por ello colmado de posibili-
dad, a ese sentimiento: “Hasta en la
soledad somos dos”
Pablo Black
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El eco de esos truenos que vienen
desde lejos, como si fuera el inevitable
torrente de los ríos. Sangre que me
hiciste mal, poesía que no me alcanza.
Tanto me he ido de lo ausente, tanto
desespero en su nostalgia, que siempre
vuelvo, vencido, ridículo, cobarde. Toda
la razón es de ellos, todo el fulgor es de
su invento. Pido algo de piedad: un poco
más de tiempo para oír la dulce música
de mi soledad. Es lo único que pido.
ARIEL SOBKO
Los vientos amargos de la nada
MARCELO PADELIN
Reservorio
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un suceso, que la decisión había
llegado. Pero nadie, digo, estuvo allí
para verlo, sólo yo, contemplé y dejé
pasar sus recuerdos, tránsito al no
ser, trágico y desgarrador desvelo,
fue el de aquella mujer que dos
veces pensó en un mismo lugar, una
misma armonía, contenidas en un
solo cuerpo.
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No me convence tu exangüe
imagen cuando acontece el odio
enrarecido contra la implacable
sombra de la esperanza. Soñar es
asesinar a los espacios abiertos y yo
te sueño y por eso la soledad no
tendrá jamás a donde huir.
Observo, con presuntuosa aten-
ción, que mis vacíos pasos vuelven
sobre invisibles huellas cuyas
incomprensibles formas delatan
una traición. He gritado, rabioso,
un secreto que nadie ha oído; me
he libertado de su infecta sangre,
puedo ahora retomar el sendero
inverso de los sin nombre.
No la encontraré, y seguramente
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destruiré sobre mis enrojecidos
pasos la oprobiosa luz de la que te
he hablado. No puedo escribir la
palabra amor porque me parece
una decisión amorfa e inconclusa.
Tengo un diminuto destino
estrangulado entre la sed y la furia.
No quiero que te quedes hoy
conmig o, aunque quédate,
prefiero que mi secreto mutile mi
carne contigo.
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trarte. No había otro camino o,
mejor, para serte franco, no conocía
yo otros caminos. Mi fuerza pende
de hilos invisibles que jalan hacia
donde de tu cuerpo nace esa luz
oscura que hoy te existo.
No sé ver de otra forma esta
habitación en la que te veo, sentada
en uno de sus imposibles y abstrac-
tos rincones; bien podrías ser una
pintura de Pollock; pero eres real
como una cala inclinada hacia el
centro del cuarto, palpitante,
desafiante, oscuramente bella. Me
quedaré mirándote; no sé hacer
otra cosa, creo que me han poseído
estas paredes, mezcla de ficción y
realidad, sacaré de mi sueño mi
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muerta soledad y le haré saber, a
gritos, que esta habitación es el
interludio que hay entre mi cuerpo
y la realidad.
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Me niego a encauzarte; te
desprecio, vida, te desprecio.
Sereno, abolido de emociones, te
sentencio. Quisiera despertarte,
pero siempre soy yo el que des-
pierto, día a día, adjetivo ufanos
rencores, pronuncio y acecho,
inquebrantable, vida, muerto.
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Sólo tengo que estirar mis
brazos, abrir mis manos, y me
encontrará. Sólo tengo que dar un
paso, uno más, y caeré, en ella;
corrompida la imagen, mutilada fe
estéril es el encuentro de las
personas, son ellas mi profusa
soledad, un territorio devastador y
tramposo, donde vástagos de una
antigua memoria se devoran bocas
unos a otros; ya no tienen palabras,
y las que tienen, no son dichas.
Quedo, pues, atrapado en las
mismas sensaciones; luto de las
palabras que me inventaron.
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to; a propósito del tiempo, su
silencio, claroscuro, me somete al
día, todo junto, entero. Olvido,
olvido sobre todo: el intersticio
entre yo y mi otra oscuridad, ajena,
mi muerte, a mi vida te devuelve.
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bien que esta vida vivida es la ficción
de otra vivida para escribir; ahora,
escribiendo, me leo. Es lo que hago.
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detiene y comienza a reír, ríe harto,
a carcajadas, apuntando con su
raquítico brazo al centro desfigu-
rado de la bastarda escena. Ella,
compungida, sabe que a aquel
hombre le acecha la muerte, pero
nunca le perdonará que no pueda
ver; el ritual de la desgracia, la
pútrida sustancia que le acontece.
Por eso le hace jurar: “Nada
nuestro que estás en nada, nada es
tu nombre, tu reino nada, tu serás
nada en nada como es en nada”.
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