Los Hijos Del Bolero-Raul Perez Torres
Los Hijos Del Bolero-Raul Perez Torres
Los Hijos Del Bolero-Raul Perez Torres
BOLERO
Cuentos de amor
"Si yo hablara las lenguas de los hombres
y de los ángeles,
y me faltara el amor,
no sería más que bronce que resuena
y campana que toca..."
Corintios 13
Usted es la culpable
Leo Marini
Pero ahora que está muerta, y bien muerta, voy a escribirle la carta que
le prometí aquel día en que usted se comparaba con Camille Claudel y me
acusaba de ser un Rodin cien años después, y lloraba por haberla
abandonado en el hospicio de Montdevergues y sus lágrimas dejaban en mi
carne como un tajo de navaja, lágrimas terroristas que más bien asemejaban
su rostro, no al de la loca de la calle Turenne, sino al de la Dolorosa de
Caspicara, y yo aprovechaba la ocasión para leerle versos del hermano, de
ese loco hermano, que se llamaba Paúl como cualquiera, y usted, en el
intersticio de esos versos, me decía agitada, que a esa poesía no hay que
leerla sino rezarla.
Dibujé con mi cuchillo un pez en la arena, Y pensé que ese era el único
pez que ahora vivía y fulguraba en la playa inmensa. Era un pez plateado por
la desolación de mi mano, un pez tristísimo por la inmensidad del mar. Drake
me llamaba desde la bruma. Yo ya sabía que en alguna otra vida había sido
corsario, (corsario y no Rodin, señora, yo qué culpa), por eso hundí mi daga
en la arena y la llené de sangre, quiero decir de palabras, palabras para usted,
para adornar su sudario.
Pero como sucede siempre con la mujer fatal, usted pasó desapercibida
para mí en el primer momento, inclusive puedo decir que cuando nos
presentaron me gustó mucho más su marido, o mejor dicho, esa algarabía
recurrente y dichosa que formaba su marido con su conversación inútil, como
si de sus palabras y de sus cabellos fueran saliendo bombillos de Navidad;
aunque ya después, cuando la bruja apareció con la varita mágica de sus ojos,
alentado por el vino, que pone antifaz a mi cobardía, me entregué por
completo a percibir las volutas de su amor, yo, inocente, poeta miserable que
por ese tiempo aún desconocía que el amor no es un estado de ánimo, sino
un estado de gracia.
Y la primera vez que nos amamos fue la primera vez que se sintió
completa, así me lo dijo usted, señora, con la alegría de la inmoralidad pintada
en sus ojos de ámbar, y en el acto del amor, dichosa por fin:
"Me estoy yendo, gatito, me estoy yendo", utilizando un gerundio y un tono que
la penetraba aún más.
Ahora que le escribo por última vez, y que tengo la certeza de que no
leerá los grafitis de muerte que se forman en la arena, puedo decirle que, no
sé por qué, empecé a tener un sueño recurrente, un sueño de cuchillos, una
necesidad de volcar hacia usted un acto gratuito, aquél acto gratuito que
siempre me fascinó y que, en mis constantes pesadillas, siempre estaba,
tenaz, persistente, ocre, y que me atraía como un imán irresistible.
Claro, usted era una pesadilla que se le había olvidado grabar al viejo
Goya, la yegua de la noche, como quien dijera. Y hasta me parecía milagroso
despertar razonable (es decir repugnante), después de aquellas pesadillas. "Si
el amor no es maldito, es una forma de piedad", me martillaba desde la
pesadilla un poeta guayaquileño. ¿Usted, entonces, se había vuelto tan
retorcida que me traicionaba con su propio marido? ¿O yo estaba loco? ¿O yo
estaba loco? ¿O yo estaba loco?
Dicen que el que va a morir, ve pasar toda su vida ante sus ojos, usted
tenía que morir, con los ojos abiertos y tristes. Usted moriría mirándome. Yo
sería su última imagen. Yo sería toda su vida.
Ahora es la noche y los piqueros azules ya no agitan sus alas, ¿Por qué
yo aún las escucho?
Flor de Azalea
Los Panchos
¿Sabes por qué te escribo, Ñañón? Porque no tengo nada que hacer.
Nunca tengo nada que hacer, me pagan por no hacer nada. Para que me
rasque las pelotas. Para que no me olvide del vacío, del olor a cloaca que
despide este mundo, pero he aquí que te escribo farrullero sólo para
recordarte lo que fuimos, lo que somos, mientras vos estarás por allá, por los
mismísimos mayamis, aliado a los cubanos, chico, alumbrando algún crimen
de la puta madre, y está bien porque como decía el gordo Pacheco: "ya somos
todo aquello contra lo que luchábamos a los veinte años".
Quién como vos, Ñañón, mientras yo (por no hacerte caso) sigo viviendo
con los harapos de la felicidad, a saber: sueldo mensual, corbata maltrecha,
terno de casimir estilo tres cargas familiares, una mancha de huevo en la
solapa, sexo los sábados, y el viernes infaltable al Flor de Azalea.
-¡Ahí tienes! Yo siempre he pensado que Marx y Engels eran una sola
persona, como Ortega y Gasset. ¿No cierto que siempre se aprende algo?
¿En qué íbamos? Ah, ya. Total que parqueamos por allí, por la
Amazonas, ya tú vé, y me invitó a un salón que se llama Nirvana Bar, donde
según me dijo servían el mejor daiquirí con hielo, como para sentirme
Hemingway, Ñañón, yo que en estos tiempos a duras penas y cuando la sed
acecha, ando buscando por la calle esos raspados de hielo de nuestra infan-
cia, que ya se van extinguiendo, esos granizados que sacaban de un enorme
trozo de hielo, con una especie de cepillo parecido a un sapo, ¡Viruta de hielo,
Ñañón!, que te lo repletaban en un vaso y encima te ponía el almíbar del color
que quisieras, ahora creo que esos fantásticos colores no me quitaban la sed
pero cómo me llenaban de alegría. Bueno, al segundo daiquirí ya estaba en la
fase del levante propiamente dicho y ella me miraba embelesada estas
pestañas de María Félix que me ha regalado Dios:
Bueno, la primera vez no fue tan mala, torcido y todo, el coito se dio,
ayudándome con dedos, dientes, lengua, labios, como en las peleas de barrio
y ella más desatada que un paralítico. Pero lo que se trataba es de marcarla,
Ñañón, para que surtiera efecto mi sacrificio, entonces tuve que proyectarme
mentalmente varias películas, a saber: Nueve semanas Y media, El último
tango, El imperio de los sentidos, Calígula, coma, etcétera. Desde aquella
tarde tuve que emborrachar mi cabeza para ayudarme a que su imagen me
diga algo, que tenía ojos de lejanía, que su cabello olía al seno de mi mamá,
que sus palabras eran mensajes cifrados, que su desazón tenía algo de
Madame Bovary, pero nada, porque cuando la miraba desnuda, desprovista
de la magia que yo le impregnaba, no era más que un pescado frito de tres
días, sus carnes flácidas, sus pechos más manoseados que puerta de baño, y
encima, la pobre, "entre el confesionario y el sillón del sicoanalista" como tuve
la oportunidad de leer en un grafiti que se refería a nuestra ciudad.
Ni para qué decirte que ella estaba hasta las patas, hasta las patas
torcidas, es cierto. A las tres de la tarde iba y se parqueaba frente a mi
ventana y se quedaba allí dos, tres, cuatro horas, esperando que este que
suscribe y firma, salga a carajearla y a hacerla feliz.
Aquella noche entonces, fuímonos por las laderas del Pichincha. Le dije
que yo no quería moteles ni huevadas, sino la luz de la luna. Empezamos a
besuquearnos, ella feliz con mi herramienta y yo pensando en el arriendo,
hasta que le paré en seco y le conté mi tragedia, le dije que para salir de este
atolladero necesitaba un préstamo, un préstamo, Ñañón, no una paga, un
préstamo, pero ella como que no era con ella, que no, que no, que no tenía,
que estaba gastada (claro que estaba gastada, pero en un sentido metafórico
¿me cachas?), que tenía que pagar las letras del vehículo, los impuestos de la
casa, y para retomar la iniciativa del agarre empezó a practicarme un lavado
de cabeza que ni qué chilena. Fue cuando de las sombras salió el tipo y
golpeó con rudeza la ventana del carro.
Para qué decirte el susto. Ella, espantada, se arregló como pudo sus
bragas, el negro sostén que le colgaba como un maleficio y empezó a llorar. El
hombre, enfundado en una chaqueta militar, abrió la puerta de mi lado y se
hizo un sitio a la fuerza: "Ya carajo -dijo-, vamos para la policía putos de
mierda".
Lo, demás ya lo intuyes, Ñañón, gritos, aullidos, ruegos, vea jefe,
jefecito, por su santa madrecita chi, chi, chi. Qué van a decir mis hijas, mi
papacito. Yo, un poco sereno pero pálido me acerqué al oído de la pobre y
mascullé unas palabras. Ni que hubiera escuchado a Dios, inmediatamente se
sacó sus anillos, sus pulseras, esto es de oro jefecito estos son brillantes, este
zafiro recuerdo de mi abuelita. "Pendejadas" decía el milico impertérrito,
mientras sopesaba las joyitas y las masticaba, "pendejadas", entonces la javie
abrió su cartera desesperada y sacó un puñadísimo de billetes y se lo entregó
dramática como si fuera su virginidad.
Por aquí todos bien, como verás, solamente con la pena de que al gordo
Diego, el fotógrafo, le atropelló adrede el camión de la basura, mejor dicho se
lo llevó con basura y todo.
Creo que eso es todo lo que te quería contar, Ñañón, para que te dieras
cuenta de que en esta maldita ciudad, lo que pasa es nada, es mierda. Te
estoy hablando del derrumbe, de la carcoma, es decir del nuevo mundo, loco.
Ni se te ocurra escribirme ni decirme nada, porque ando con el mohicano de la
culpa dándome hachazos en la cabeza. No te preocupes, yo sé que estás.
Aunque lejos, pero estás. Cerca, ya no queda nadie.
Tu íntimo.
Sólo cenizas hallarás
Toña La Negra
Puede ser que te suene a falsete lo que te narro, pero toma en cuenta
que este rollo ya está atravesado por el tiempo, la memoria y, de alguna
manera, la cultura.
Ella estaba sola en uno de los salones, es decir que la sorprendí sola,
¿entiendes lo que te quiero decir?, estaban sus tres zombies, desde luego,
pero ella estaba sola, sola, desprotegida, desmamantada, huérfana, ella y el
cuadro, ella y el túnel del óleo. ¿Te dije Patitas que yo ya era malo sin
excesos? Bueno, me puse atrás de esa soledad que daba frío, atrás pero enci-
ma, pero dentro, ¡maldita sea, para qué sirven las palabras!, las palabras son
como la camisa, nunca la piel. Bueno, me puse atrás de su nuca, en posición
de orar al dios de su nuca, a que me escuchara aquel músculo porfiado y en
actitud de firmes, les pedí a Yahvé, a Otúm, a Pachacámac, a Jesús, a Taita
Marcos, una brizna de solidaridad y de energía para que alargue las manos de
mi cerebro en actitud de súplica y el milagro se dio, ella regresó su mirada
llena de colores tétricos y se topó de golpe con la felicidad de mi edad.
Fresco, suave nomás. Ponte las pilas para que captes. Lo que te cuento
tiene mucho que ver con la cerveza y con aquello que en ese tiempo se
llamaba tenacidad. Así se acercó ella a mí en ese momento, obsesionada por
la fulguración de mi amor, pálida te puedo decir si la palidez tiene el color de la
magnolia, como dice el bolero, se acercó pálida, se acercó lívida y tímida y
besó el carbón de mi mejilla al tiempo en que decía, casi avergonzada de su
desasosiego: "el sueño es la mayor conquista del arte moderno". "No", le dije
yo, mientras viajaba por el oro de su vejez, "el arte moderno es la pesadilla".
De allí fuímonos (te lo digo con esa palabreja para aclararte la velocidad)
fuímonos hacia Guápulo, solos, por primera vez, solos, a recoger sus pasos, a
recoger su edad. La noche era muy noche esa noche. A veces me parecía que
era como la sonrisa del negro, es decir una noche con espasmos, es decir una
noche que por momentos se blanqueaba, chispeaba, con sus palabras.
"De vivir a la vera de un río pestilente", dije yo, "un río de palabras
gastadas, de actitudes gastadas". Pero solo lo dije por parecer duro, por
alimentar su palabra. Desde luego prefería que ella hablara, que me
desnudara de todo conocimiento, de toda reflexión. Te digo sinceramente, casi
no me importaba lo que ella pensara. Ella no creía mucho en lo que decía, o
en el mejor de los casos, estaba dándole de comer a su culpa. Pero qué me
importaba su culpa mientras tuviera a mi lado esos huesos fosforescentes.
Pero pedí más cerveza, Patitas, si quieres que te eche el resto. Aunque
el resto ya sabes...
Luego, varios días después, el aleteo y el quejido fueron uno solo, pero
aquella noche yo sentía, no sé por qué, que hacíamos el amor junto a una
gran multitud, quizás era a causa de sus recuerdos, que entraban en bandada
en el cuarto, se apoderaban de mi lengua, de mis manos, de mis ansias, y
hasta sentía que me querían echar de la cama como a un indeseable.
Cuando dimos fin a ese simulacro, ella se puso muy triste y empezó a
llorar, llora que llora, con un llanto lastimero, monocorde, como la garúa de
Lima. El silencio era una charca llena de sapos. Al amanecer se vistió y se fue.
Esthela. Me puse entonces a recoger su inteligencia olvidada en mi cuerpo,
con la esperanza de cotidianizarla, de darle un sentido más sencillo, menos
agitado, pero nada, porque a partir de aquella noche empecé a amarla como
un autista, como una yegua mansa que la seguía a todas partes ,que hacía
todas las cosas por ella, para ella, no quería que ella hiciera nada doméstico,
nada prosaico, nada humano en definitiva, le traía agua pura de una acequia
sagrada del Pichincha, le preparaba infusiones de hierbas para sus
malestares, le calentaba los pies frotándolos con mis labios, coleccionaba
bromas para sus horas de espanto, le compraba frutas exóticas para perfumar
su piel, níspero, pomarosa, mandarina de viento, contrataba saltimbanquis
para su soledad, en fin, yo estaba en el mundo para servirle, para que su
corazón no sufriera la trivialidad, ni la estupidez, ni la maldad circundante. No
estar a su lado me fraccionaba. Alguna escena de teatro, un libro, una
canción, una película que ella no podía compartir conmigo, me dejaba triste,
disminuido, paralítico, ¡carajo!, puede que yo exagere como una mala corista,
pero qué quieres, va media docena, y este momento todo tiene su sombra,
hasta el color de la cerveza me recuerda las mariposas de su risa. Me
resultaba un martirio, una tortura no estar a su lado, yo, imagínate, que
siempre me retiraba de las peladas para poder extrañarlas, para poder
quererlas un poquito.
Casi siempre amanecía a su lado porque ella me concedió la gracia de
dormir en su casa los días lunes, miércoles y viernes, que no eran días de mal
presagio. Pero aquellos amaneceres en los que despertaba solo en mi cuarto,
poco a poco iba tomando conciencia de eso que los ciudadanos llaman
realidad; me encomendaba a ella como a una diosa, para que ayudara en ese
nuevo día a soportar la presencia de los militares, la caída del pelo, el olor de
los curas, las charlas de la familia. Entonces me levantaba y tenía apenas
ánimo para llegar a la ducha y soñar en el agua su cuerpo líquido.
Por aquél tiempo yo deletreaba la poesía, sí, nunca pasé de allí, pero
quién a los veinte años no ha ordenado en columna sus vulgaridades y sus
quejumbres, deletreaba la poesía y la atormentaba diariamente con mis
poemas y mis flores que ella se las llevaba a sus labios con un gesto que en
alguna parte era japonés... A propósito de japonés, por ese tiempo apareció el
alemán, un antropólogo con ojos de frambuesa que había alquilado un cuarto
en lo de Esthela. La primera vez que lo vi conversando con ella, el corazón se
me fue al piso, era lindo el cabrón, lindo como un retablo, como un dios, como
el rostro de Marlon Brando al momento en que muere en "Los dioses
vencidos", ¿viste esa película?, ¡qué va!, vos no has pasado de Pink Floyd
hermanito. Bueno, te digo que era lindo y a mí su imagen junto a la de Esthela
me hizo trizas, me desbarató más bien dicho porque era como si alguien
hubiera puesto en el rostro del joven Jesús el aura que le faltaba, y luego, más
tarde, la atormenté sistemáticamente con mis celos absurdos, sin que ella
diera la menor importancia al hecho, con su carita llena de amor, con sus
labios húmedos que se prodigaban en reconocer todo mi cuerpo, un cuerpo
joven que todas las noches estaba inventando, para ella, inventando tanto que
alguna vez me dijo: "lo que más amo de tu cuerpo es la perversión, es una
perversión que no te concierne, como la de los niños", pero yo siempre a la
expectativa de sus gestos, a la caza de algo que me descifrara su malquerer,
algo que no podía definirlo ni siquiera en las nítidas noches largas, insomnes,
en las que me pasaba como si fuera un amanuense de sus mínimas palabras,
de sus actitudes, de su mirada desmayada en otros carretes. Nunca había
tenido cerca de mí un rostro que cambiara de expresión con tanta rapidez, de
repente era la perplejidad, la estupidez, la tristeza, muy poco, pero muy poco
la alegría. Su rostro era piscis, ¿está claro?
Chabela Vargas
Sólo la perversión, te digo, ese culto, ese fervor, por eso vivo esos
instantes con la lucidez anterior al ataque epiléptico. Así lo viví cuando hice el
amor con Julia, cuando descubrí luego, en la ducha su rostro felino, las gotas
de agua regándose por el final del cabello y rodando presurosas, nítidas, por
sus hombros desnudos, por su frente tersa, por el contorno de sus ojos
lúbricos, apenas abiertos por la sensualidad tibia del agua. Labios
entreabiertos que paladeaban la humedad donde minutos antes mi lengua se
había empecinado como un pez loco, cavidad obscura, viva, llena de leche y
vino y aleteos, boca que me ha mordido más que con sus dientes, con su
jadeo, con sus insultos, con esas palabrotas que se refriegan a mi sexo y me
sacuden, me elevan a la cima y me sueltan voluptuosamente al mismo centro
del mundo, a ese centro que luego lo vería perlado, casi cristalino, mientras la
espuma del jabón va bajando delicada, torpemente por su cintura, y se
arremolina en su ombligo donde brillan unas pelusillas que recuerdan lo grato
de mi paso por allí.
Pero también Esparta, su magro cuerpo que parecía una filigrana, mis
dedos dibujando círculos un poco más arriba de su vientre, y en su vagina,
completándola, permitiéndola aquel movimiento contínuo y perezoso, casi
torpe, como si estuviera pensando bajo el agua, metiéndole mis dedos, sí, o
cualquier cosa que estuviera a la mano: una flor, una fruta, la cabeza de una
botella, la copa, la sangre del vino, un cigarrillo, algo que la ayudara a
mantener el ritmo, la cadencia y el furor, algo que en definitiva le abriera la
puerta de aquel paraíso de donde han sido expulsados los ángeles.
Los Panchos
Al revisar esta confesión, que quizá nadie leerá (porque nadie concibe
una amistad más allá de la muerte, y porque ya nadie escucha), descubro
vacíos, desvaríos, ambigüedades, obscuros velos, confidencias gelatinosas
del recuerdo, desconexiones, sintaxis del azar, máscaras, que quizá sean el
verdadero material de la muerte, y que justamente las paso a limpio porque
me voy convirtiendo en un experto para escribir en el agua...
"Así es, mi viejo, como te cuento, mi verdadera vocación han sido las
mujeres, no he tenido ni patria, ni partido, solamente he sido militante de su
maravilla. Es una enfermedad que, como todas, ha ido agravándose con el
pasar del tiempo. Enfermedad que me ha humillado y me ha convertido en un
solitario empedernido. La mayor soledad es tener muchas mujeres. A esa
soledad me he acostumbrado desde adolescente, desde cuando tenía trece
años o un poco más. Creo que desde ese tiempo yo ya era machista como mi
mamá, o por su culpa, y coleccionaba mujeres con la misma aplicada
maravilla con la que mi hermano mayor iba juntando alacranes en su cajita de
galletas, para, en la noche, prenderles fuego, mirando cómo ejecutaban su
harakiri, con ojos alucinados y en parte inocentes como la perversidad.
“Él era el más guapo del barrio América, tenía los ojos más tristes del
mundo, ojos que necesitaban protección, y todas las mujeres que conocía
querían protegerle. Las mujeres de mi hermano desfilaban por la casa durante
todo el día, y mi madre las atendía, les brindaba tamales y cafecito, les
contaba capítulos de su infancia, tenía un pacto secreto con él, un pacto no
dicho, era su confidente, su alcahueta, su celestina, ¡qué sé yo!, coleccionaba
las fotografías, las cartas de sus novias, y a veces se las enseñaba a las
visitas, explicándoles, diciéndoles: esta es la venezolana, esta la que vive en
la Mariscal, esta es la hija del Dr. Gangotena, y ponía cara de perdonavidas,
de comprensiva, y decía con un suspiro: "¡Ay, es que mi hijo es un terrible!",
dándose ella el crédito de tener un hijo así, guapo, bandido, codiciado.
"Desde ese día y para siempre, no volví a salir ni a la puerta de calle con
mi madre o con mi hermano, y en el fondo de mi corazón les di por muertos.
Me corté el cabello al rape, con afeitadora maestro, y me dediqué a la
natación. El agua de la piscina del colegio Mejía era helada, pero a mí no me
importaba un carajo lo que sintiera mi cuerpo, y, luego de clases, a las cuatro
de la tarde, yo me metía en el agua y no salía sino cuando Don Beto, el
cuidador, me decía: "Ya muchacho, te vas a empanizar".
Lo primero que hice más tarde, fue contárselo. Su bofetada sonó en todo
el barrio, pero también en todo el barrio empezó a regarse como pólvora, el
acontecimiento de su primera aflicción, de la que no pudo recuperarse nunca,
porque desde ese tiempo se dedicó a la mariguana mientras mi madre iba
desapareciendo, encogiéndose de tristeza. No volví a ver a la noviecita y dejé,
para aumentar la colección de mi madre, todos los asquerosos recados que
me enviaba.
Creo que desde aquella noche otro Patitas me habitó. Era como si me
hubiera cambiado de rostro, de cuerpo, de palabras. El mundo tenía un
sentido y ese sentido eran las mujeres. Qué importaba que viviera la
incertidumbre, si la incertidumbre era mi luz. La incertidumbre era la mujer.
Empecé entonces a dominar las palabras y los ademanes, los gestos y las mi-
radas, los ritmos y los sonidos, las manos y los labios, y bien podía pararse
delante mío la hermana Teresa de Calcuta, con el perdón, que yo ya estaba
sometiéndola a la tiranía de mi deseo. Creo que empecé a despedir un olor
raro, un olor apetecido por las mujeres, lujurioso, salaz. Mi rostro también
cambió, nunca más me corté el cabello y un bigote incipiente afinaba mi
lascivia. La fama empezó a golpetearse en las esquinas del barrio, y las
colegialas pasaban frente a mi casa, como quien no quiere la cosa, pero con
la morbosidad de las perras en celo.
Para darme un toque más grave, empecé a leer los libros peligrosos,
Niezstche, no, primero Vargas Vila, Nietzsche, Miller, Sartre, y luego cuando
entré en la célula, Franz Fannon y el joven Marx. A la célula me llevó la
Julieta, igual me hubiera llevado al cadalso o al infierno, porque sus piernas
eran como un imán, ellas solas tenían temperamento. Los elegidos nos
reuníamos en un cuarto mugriento, sillas de madera, libros, afiches de Lenin y
de Trosky, un telefunken que no servía para maldita la cosa, una mesita, un
reverbero eléctrico en forma de culebra enroscada, unas cuantas tasas
manchadas de café, y claro, ella, la Julieta.
De ella pasé sin pena ni gloria, porque al rato sus patrones se la llevaron
a vivir al Guayas y yo tuve que reconfortarme con la gringa, que en verdad no
tenía un carajo de nalgas, sino los ojos más azules de la tierra y el cielo. No sé
por qué a ella le tenía ternura, sentía ganas de protegerle, ¿Te has dado
cuenta que las gringas son huérfanas desde que nacen? Pero ¡qué va!, ella
me pagó con la moneda que yo había puesto en circulación, la moneda de la
inconstancia, de la infidelidad, y alguna noche de farra en casa de las locas
Pérez, al Gálvez le dio por bailar con el torso desnudo, exhibiendo sus
músculos al reviente, y la gringuita se olvidó de mí y empezó a bailar con él,
contra la pared, un set entero de Felipe Pirela, transpirada de deseo, con los
ojos más azules que nunca. Era bella la gringa. Tú has visto una espiga de
oro, una espiga en el campo, cuando el sol cae ya de una manera delicada
sobre las ramas floridas, en junio, pues eso, ella era una espiga dorada por el
sol de junio, una espiga mojada ahora, irreconocible, habitada por demonios.
Nunca la perdoné realmente. Es decir, en el fondo de mi corazón
nunca la perdoné. Yo ya era viejo en estas lides, y perdonarla hubiera sido
humillarla, avergonzada, dejarla sin culpa, sin nada. Yo la quería mucho como
para hacerle la canallada de perdonada. Además, ¿perdonada de qué? Al otro
día me regaló un reloj Lecoutre y una pistola Luger-07 automática, que se
había afanado de su padre, pero ni eso sirvió (aunque todavía los conservo), y
con el rabo entre las piernas decidí volver con la pecosa Carrión, con quien
siempre volvía a curarme el amor propio. Ella me propuso ir a Loja a conocer a
sus padres, y yo, sensible como estaba, no solamente que acepté sino que en
el viaje le ofrecí de todo para aligerar mi corazón, le pedí que nos casáramos,
le juré por su madre santa que nunca más, le prometí una media agüita llena
de niños y una perrita que se llamaría Laika, en honor al primer animal, que,
como yo, estuvo en la luna.
Así es mi viejo, como te cuento, mi única vocación han sido las mujeres,
mi vocación y mi ruina. Nunca sabré el porqué. Apenas leves indicios, imper-
ceptibles roces con Freud o Jung, presentimientos fugaces, como luces
fosforescentes que irremediablemente son apagados por el interruptor de mi
cobardía. Miedo, mucho miedo, miedo al caballo del insomnio, miedo a la
almohada que habla, miedo a que me pesque solo, a que me grite, a que me
deje desprotegido y en huesos. Creo que toda mi vida me he sentido tan
desolado y huérfano, tan cobarde, que pienso que me he volcado a escribirte
únicamente para inventarme un pasado, para buscar una memoria, para dejar
una huella, una llamada, algo que diga que mi angustia ha sido perdurable...
Con Don Juan la cosa era diferente. Don Juan Tenorio era enemigo de la
mujer. La despreciaba, sólo la buscaba para mancillarla, desflorarla,
únicamente le interesaba el hecho diabólico de la humillación, la necesidad
enfermiza de desenmascararla, de descubrir y evidenciar su fragilidad, su
servidumbre carnal, así lo leí asombrado en el libro de Zweig, que compré
para buscarme, pero del cual salí más desconsolado, porque yo solamente
quería quererlas, amarlas hasta el punto de morirme.
Por aquellos tiempos, que duran hasta ahora, me empezaron a dar los
ataques de abstracción. Sentía que me iba del cuerpo y de la mente, estuviera
donde estuviera, me iba, no estaba, no escuchaba nada, no existía, estaba
fuera, no me importaba. Las reuniones, las fiestas, las charlas, me
enfermaban, los compañeros empezaron a aislarme porque no me salían las
palabras, hacía un esfuerzo enorme para estirar la mano, para caminar, y en
la facultad los profesores me trataban como a un tarado. Sólo Teo, el amigo
leal, permaneció junto a mí siempre, tratando de sacarme de ese marasmo, de
alentarme, de inventarse alegrías, ganas de vivir, y me llevaba a su departa-
mentito para que estudiáramos el código civil.
No dijo quién. No dijo más nada, pero ese fue un primer indicio para
desarrollar mi infamia. Luego, en un paseo a Rumicucho, en el momento en
que mágicamente nos habíamos separado de los demás, mientras el viento
agitaba sus cabellos murciélagos, me preguntó: "¿Cuál es tu mayor agonía?"
"No sé", le dije un poco pasmado y proseguí con tristeza, "Mi agonía se
esconde en el reloj, mi agonía es el tiempo en que ya no podré amar". Me miró
lánguida, embrujada, como en el sueño, su cuerpo habitado seguramente por
todas las energías del lugar, transformada, puso su dedo del corazón entre
mis labios y balbuceó: "No hables de amor, ¿no ves que esa palabra hace
ruido?", y luego sacó de su bolso folklórico unas esferas de cuarzo, que se las
habían traído de China con hexagramas pintados del I Ching, y que ella había
lavado y luego expuesto al sol, en el Aguarico, para dármelas cargadas de
energía: "Para cuando estés desolado", me dijo, "sólo tienes que frotadas en-
tre tus manos..."
Pero los caballos estaban allí. La vida con sus caballos desbocados de
deseo, me llevaban a ella, me llevaron a ella. Su piel me martirizó desde la
primera vez que nos, amamos, una piel inventada por Dios, con extractos de
limón y cachalote, con secreciones de lujuria mojada en vegetales. Su piel era
exactamente como la de los gatos: cuando dormía (minutos, segundos, en
piezas empapeladas de amor clandestino), cuando dormía, digo, ronroneaba
en un plano metafísico inalcanzable, pero cuando despertaba era lo más vivo
que hubiera parido la humanidad, y cada poro de su cuerpo contenía la
sabiduría de la forma y el movimiento, y mientras se perdía nuevamente en el
paroxismo de su deseo, alcanzaba a decirme frases que, no sé por qué, me
recordaban a mi madre, frases como esta: "No importa, Patito, lo que te hagan
por afuera, cuida que no te lo hagan por adentro..."
Desnuda, era para mí como un recuerdo de adolescencia. Yo le pedía a
cada momento que se levantara, que caminara un poco. Los hombros
levantados, los brazos en bandolera, las piernas un poquito para adentro,
frente al espejo, regresando su mirada hacia mí, coqueta, ruborizada, casi
infantil, tomándose con sus manos las caderas, enseñándome su lunar, cali-
grafía sensual, los pelos obscuros de su vientre donde mi lengua había dejado
una pertinaz huella humedecida.
No tengas pena de mí. Mi cuerpo contiene las huellas del amor. Es todo.
Más tarde, cuando termine esta cerveza, me acercaré al cajón del velador y
tomaré la Luger 07 que me regaló la gringa. Iré por última vez a la Alameda,
aquel parque de mi adolescencia, y junto a la laguna donde apareció ahogado
un estudiante comunista, escribiré con mi dedo en el aire: "Mamá..."
Regálame esta noche
"...retrásame la muerte..."
Lucho Gatica
sí, preciosa, es un motel, algo como un hotel pero sin h, es decir sin
sonido, silencioso, eventual, fugaz, como quien dice; sí, es el primero en la
ciudad, no, no se está prostituyendo, la ciudad no se está prostituyendo, no
exageres, son los años sesentas, está creciendo nomás pero ya no pienses en
eso y deja de espiar por las puertas, no toques los botones, ese es el timbre,
vamos, desvístete, sí, es un bolero, ¿de quién?, creo que es felipe pirela, no,
venezolano, para vos todos los buenos son cubanos, sí, de la esquina, allí
arriba ves el parlante, ven, ven, déjame acariciarte, sí, más tarde, recién
estamos en abril, todavía hay tiempo, lo escribiremos más tarde, deja de cami-
nar por favor, para qué has traído el libro, dame acá, pero ¡qué va! pones ojos
de ardilla, de las que vi en chicago trepándose a los árboles frente al ruido
asqueroso de los hombres, negra miedosa, maricona en plenos sesentas,
buscas pretextos, palabras, recuerdos y seguramente te está doliendo el
estómago, la cabeza, las pestañas, las uñas, por no enfrentar tu esencia y
empiezas a charlar, a buscar en el lenguaje de la perorata, el escudo que te
tape el vientre, las ganas, el deseo, a platicarme cosas que yo creo que están
un poco más allá de tu realidad, que son mentira, pero tú dale y dale, sigues
sosteniéndote en lo mismo, con un afán desgastado de hablar siempre de lo
mismo, que las contradicciones y la clase obrera, apabullándome un poco, a
mí que en este momento estoy desnudo, entonces te digo que te dejes de
vainas y te dediques a lo que vinimos, quiero decirte también que tengo frío y
que de tanto oírte sobre las hojas volantes se me han volado las ganas, y
ahora será difícil que anime a este inanimado compañero que yace en el
centro de mí, como si dijeramos a la expectativa, esperando una provocación
explícita que no llega, porque tú sigues tratando de clarificarme lo que piensan
los maoístas de tu facultad, diciéndome que ellos no piensan nada y que
ustedes sí, que ustedes tienen la verdad, que el socialismo, pero negrita, a
qué vinimos. Porque está bien que tengas a lenin de libro de cabecera pero
eso no quiere decir que lo tengas también en mi cama, aquí no cabemos tres,
a la final nos vemos cada nunca, está bien todo, como tú quieras, como tú
digas, la izquierda tiene cincuenta y cinco fracciones, no era eso lo que
pensaba marx, aficionada, y ahora tengo frío, por lo menos déjame unas
cobijas y no escondas la cara, no, nadie nos espía, es el parlante, no, esa es
una ventana por la que yo tengo que pagar cuando salgamos de aquí, no, no
parece un establo, es un motel, el primer motel de la ciudad, ya te dije, y es lo
más simple del mundo, no hay caballos, ni espías, ni nada, solamente hay
gente que se hace el amor, gente que se ama, aunque sea un momento,
tampoco estoy agitado pero creo sin embargo que es suficiente, qué te parece
si pido dos tragos más mientras tú redactas la hoja para el primero de mayo,
pero cúbrete un poco, allí en mi saco hay un esfero, espera te voy a pasar
papel higiénico, no, no se borra, tienes que doblarle en varias partes, yo he
escrito allí algunos poemas, cúbrete, ahora ya no hay cómo hacer nada, estoy
diseminado, tránsfuga, helado, desgraciado, cohibido, ajeno, viejo, pero si no
estoy haciendo ruido, además, qué importa, ja, tu sonrisa desnuda es tu mejor
sonrisa, vestíte, vestíte, vamos, me estoy emborrachando, entumeciendo, en-
tristeciendo, encasquetando, y ahora que se ha ido la luz te atreves a tocarme,
a deslizar tu mano de terciopelo, ahora me besas, pasas tu desnudez sobre mi
barba como el viento sobre el trigo, me besas en el pecho y te dejas mirar. no
sé porqué me siento arrinconado y creo que peleo con alguien. con gran
esfuerzo mi viejo amigo responde a tus caricias, luego cabalgas sobre mí, eres
una amazona a trote lento, no sé por dónde haces nudos, me pones
zancadillas, te viras nuevamente, reptas, tu lengua lengüetea, gime, te bajas
del caballito y otra vez tus ojos atónitos, lúbricos, te tapas de los pies a los
cabellos y dices algo sobre preservativos, sobre hijos abandonados, pero yo
no tengo, yo no uso, yo no quiero, son como las flores de plástico, ¿te gustaría
que te regale un girasol de plástico?, ¿qué te bese con una lengua de plás-
tico?, y bueno, la sociedad, claro que está mal hecha, pero todo está mal
hecho, y dios, dejé de creer en dios el día de mi primera comunión, entonces
no te parecería si por lo menos esto lo hacemos bien, sí, a mí me da mucho
dolor ver tanta gente pobre, ¿cuántos?, yo qué sé cuántos pero me imagino
que muchos, miles, sí, millones, mientras los dos estamos aquí, pero tú
¿quisiste o no?, bueno, si por lo menos hubiera luz, cuando se acabe la vela
nos vamos, igualito, claro, como en el doctor zhivago, sí la vi, la vi dos veces,
sí, yo también creo que estaba mal planteada, la amante se parecía mucho a
mi mujer, y lo que el viento se llevó, nada, una porquería, solamente el color,
¿qué tipos no?, son unos puercos, y viste cómo asoman esos negros
elegantísimos, hijos de puta, nos dan en pastillas lo que les da la gana, no te
alteres, yo también creo eso, burgueses de mierda, quién eres tú, quién eres,
los manotazos de luz te rozan la espalda, tienes espalda de ladrón, de esos la-
drones delgados y tortuosos que se meten por las varandas de las
residencias, no, un hijo nunca, y ahora qué hacemos, aquí venderán, ¿no? no,
aquí no venden, tus manos alargándose hacia un deseo que no encuentra
respuesta, pero no, no es mi complejo machista, sí, los mejicanos sí, méjico
para los mejicanos, cuando yo estuve, estuviste en tlatelolco, no, esa
matanza. tu escalofrío hace contacto con el cigarrillo que por enésima vez se
consume como esta época de consumo, si lo mismo, tú tienes razón, nos
obligan a comprar majaderías, no aquí no venden, en definitiva nos obligan a
venir acá, qué carajo, cuando se acabe la vela nos largamos, pero vámonos a
ver cómo se apaga, lo pusiste en el rincón más distante, ven aquí, arrodíllate
así, no, no, pon los pies así, sí, yo tengo uno o dos libros sobre eso, te pueden
servir, creo que explican el derrumbamiento económico de alemania después
de la segunda guerra mundial, no antes, no, yo no me baño con este frío, pero
el agua está caliente, vení, y bueno pero no puedo mojarme el pelo. mamá.
tómate este trago te puedes resfriar, pero eso ¿ya no lo dije?, qué te pasa, no,
no preguntes así, qué no te pasa, por qué me pasa todo, me sucede todo, me
aplasta todo. sécame la espalda, no, ese es lunar, déjale tranquilo, no hay
como sacar, lo tengo desde chico, te digo que no, eso duele, apagá la vela,
vamos.
Un siglo de ausencia
Los Panchos
Cuando Greta Garbo decidía retirarse del cine, yo nacía. Es decir que
por los benditos años sesenta ya la tuve en mi cama unas cuantas veces. En
sueños, claro, pero ¿acaso los sueños desprestigian la realidad? A medida
que pasa el tiempo uno va confundiéndolo todo, y los que hemos sido pobres
de desafíos, recordamos más los sueños que las realidades, como ahora en
que, tratando de escribir el cuento del Camarada Humo, ese perrito de ceniza,
me voy hundiendo en otras soledosas melancolías.
Es raro, pero en la edad que tengo, en la que casi todos los lobos se han
acostado, lo único que me sale al papel es solamente memoria, nostalgia.
¿Será que en los noventa ya no pasa nada en el espíritu? Parecería que la
vida resbala hacia el pasado, ese pasado cada vez más vertiginoso, como
más cercano; el pasado es ¡ya! Ahora, ¡carajo! El pasado es la palabra
¡carajo!, que acabo de poner hace un instante, y me embarga la nostalgia,
quiero decir: me embargó, me embarga, me embargó.
A los ciegos les había contratado para cuatro canciones (aunque todas
las cantaban igual), a saber: Río Manzanares, que no sé por qué le fascinaba
a María, Un siglo de Ausencia, de los Panchitos, Perdón, que cantaba Daniel
Santos, y una de Juan Legido que en alguna parte decía: "En la palma de la
mano la gitana lo leyó ", porque esa frase me convencía de lo irremediable,
convencimiento que, ahora lo entiendo, era el resultado de esa nerviosa
certeza que tenemos los que vivimos en los límites del azar y la hechicería.
Cuando la vieja Raquel, dueña del bazar "La Linares", que era el más
barato de todo el barrio, me regateó el precio del frasquito, tuve el gusto de
mandarle para la puta madre, y me fui con Patitas para el mercado de Santa
Clara, donde teníamos que repartir hojas volantes y darles una arenga a las
madamitas del mote y la fritada. Fue allí donde me topé de manos a boca,
manos a hocico mejor dicho con el perrito.
Estaba dentro de una jaula, tristísimo, desprotegido, aún sin nombre, sin
padre ni madre, sin nadie que le ladre. Me acerqué y metí un dedo entre la
malla para sentir su pelambre, abrió los ojos lánguidos y me miró con una
complicidad de vagabundo. Quedé tocado por esa mirada y sentí de golpe que
la ternura de María venía a depositarse directamente en mi cabezota y a punto
estuve de que se me escapara una lágrima furtiva en homenaje a todos los
perros abandonados del mundo. Tuve que comprarlo inmediatamente
mientras el Patitas veía esfumarse las esperanzas de una tarde en el cine, con
los tabaquitos y las hermanitas Brizuela, que eran las únicas fáciles de ese
barrio de zánganos, puritanas y futbolistas.
Lo llevé en el bolsillo de la camisa. Era de un color cenizo y sus orejas
afelpadas colgaban como lengüetas de plata, es decir que al final sus orejas
se tornaban blancas plomizas e igual de blancas plomizas eran las cejas que
tapaban sus bolas de cristal inteligente como el cuarzo.
y fue en carnaval, (luego del loco juego con el agua, ese pequeño
simulacro de violencia sensual en el que participábamos todos, y que nos unía
más y nos prodigaba la secreta camaradería que más tarde terminaba
irremediablemente en casa de la Rita Villafuerte, con el pickup a todo
volumen, y las parejas empapadas bailando al ritmo de las voces
somnolientas y también mojadas de Aznavour o Gatica o Leo Marini,
escribiendo en la alfombra casta, los nuevos jeroglíficos del amor y las
certezas) y fue allí, digo, (lo recuerdo tan claramente como si aún tuviera la
ropa humedecida, mi camisa celeste de niño pinta, como decía mi pobre
madre para sostener mi desgarbada figura, mi camisa celeste pegándose al
olor de su blusa blanca, de segundo curso, atado a su blusa por el agua
adormecida, con una necesidad de fundirla en el bronce de mi afán, diciéndole
palabras resbalosas al oído, sintiendo su maravillosa mitad entre mis piernas y
mi corazón, mientras ella me regalaba su aliento suave y sosegado, como el
de las panteras después de los excesos), fue en ese carnaval que yo deposité
en el caracol de su oreja mi ruego desquiciado. Y fue mucho después de la
insistencia y la epilepsia, que nos encerramos en el baño de la casa, picados
por alacranes imprevistos, ciegos y tumultuosos, y allí fue quitándose poco a
poco su falda azul del uniforme, sus enaguas interminables, sus dulces
medias blancas de colegiala, sus pantaloncitos que aprisionaban una montaña
escalada por mis labios, un volcán negro que empezaba a regarme su lava. Y
fuimos verdaderos sobre las baldosas frías y conocimos la vida, y presentimos
la muerte, y otra vez la vida y otra vez la muerte, y otra vez la muerte y otra
vez la vida, hasta que se nos apareció el hada madrina de la saciedad,
luchando contra los fantasmas de miel de la complicidad y la gratitud.
"Cuando te ausentes
al verme de nuevo muy solo, sin ti
cuando te vayas dejándome en sombras
que será de mí... "
Leo Marini
Luego empezó a llorar con dedicación, con grandes suspiros, con gestos
ambiguos, como si estuviera ahogándose, limpiándose la nariz con el dorso de
su mano dormida.
Echamos a caminar.
-John es mi novio -me dijo con una voz asustada... Tengo un novio de
porquería.
Así que también ella. Así que el vacío era ecuménico. Así que esta luna
regaba soledad por todas partes. Así que el miedo y la tristeza y la angustia
viajaban en taxi por las calles de Quito. Así que nos iba creciendo como una
nueva piel, como una nueva costra.
-Podrían despertarse- dije, mientras ella jugaba con las llaves como si
fueran cascabeles.
-Siempre duermen como osos -me dijo-. Duermen seis meses y seis
meses trabajan. Son asquerosos. Legañas y ojeras.
Cuando salió era otra. Pálida y bella como una virgen del medioevo, con
una camisa de hombre por toda vestimenta, un cuerpo desprotegido, falto de
insolencia, un cuerpo de hermana, que me lo ofreció sentándose junto a mí.
Con tristeza empecé a divertirme con los botones de su camisa, sus gestos
eran tan intensos que me reprochaba la pasividad de los míos, y he aquí que
de pronto sentí la bruja de su carne, bruja blanca apretada contra mí,
violentándome, produciéndome quejidos de asombro y de deseo. Se sacó la
camisa y dijo:
-Eres bella- le dije, tomándola en mis brazos, eres un cuerpo para toda
la vida.
Las palabras empezaron a caer como una lluvia tenue mientras el día se
sacaba la máscara. Palabras maltrechas apoyándose en el bastón de la
promesa, de la ofrenda, palabras con esparadrapo para las llagaduras.
-Sí -le dije, apenas apenado, chupando uno a uno sus dedos húmedos-
te estoy amando para siempre. La eternidad es solo este momento.
-Sí, sí -dijo ella desde otra voz-, estoy bien. Eres un puerco. Okey, a
mediodía, I want to talk to you.