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LA DEMOCRACIA*
I. Preguntas fundamentales
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tes, cada una con su campo circundante. En el año 507 a.C., bajo el lideraz-
go de Clístenes, los ciudadanos de Atenas comenzaron a desarrollar un siste-
ma de gobierno popular que perduraría unos dos siglos. A la pregunta (1),
entonces, los griegos respondieron claramente: la asociación política más
adecuada para el gobierno democrático es la polis o ciudad-Estado.
La democracia ateniense prefiguró algunas prácticas democráticas
posteriores, incluso en pueblos que sabían poco o nada acerca del sistema
ateniense. Así, la respuesta ateniense a la pregunta (2) –¿quiénes deberían
constituir el demos?– fue semejante a la respuesta elaborada en muchos nue-
vos países democráticos de los siglos XIX y XX. Si bien la ciudadanía en
Atenas era hereditaria –incluía a quien hubiera nacido de ciudadanos ate-
nienses–, la membresía en el demos se limitaba a los ciudadanos varones de
18 años de edad o mayores (hasta el año 403 a.C., en que la edad mínima
fue elevada a 20 años).
Puesto que los datos escasean, las estimaciones acerca del tamaño del
demos ateniense deben manejarse con precaución. Un académico ha sugeri-
do que a mediados del siglo IV a.C. había unos 100.000 ciudadanos, 10.000
residentes extranjeros o metecos, y unos 150.000 esclavos. Entre los ciuda-
danos, unos 30.000 eran varones mayores de 18 años. Si en líneas generales
estas cifras son correctas, entonces el demos comprendía entre un 10 y un 15
por ciento de la población total.
En cuanto a la pregunta (3) –¿qué instituciones políticas se necesi-
tan para gobernar?–, la respuesta ateniense habría de aparecer, indepen-
dientemente, en otros lugares. El corazón y centro de su gobierno era la
Asamblea (Ecclesia), que se reunía casi una vez por semana –40 veces por
año– en la Pnyx, una colina al oeste de la Acrópolis. Las decisiones se
tomaban mediante el voto y, como en muchas asambleas posteriores, se
votaba a mano alzada. Al igual que en muchos sistemas democráticos pos-
teriores, prevalecían los votos de una mayoría de los presentes con derecho
a voto. Aunque no tenemos forma de saber en qué medida la mayoría de la
Asamblea representaba a la cantidad mayor de ciudadanos elegibles que
no asistían, dada la frecuencia de las reuniones y la accesibilidad del lugar
de encuentro, es improbable que la Asamblea hubiera podido subsistir
durante mucho tiempo si hubiera tomado decisiones manifiestamente
impopulares.
Los poderes de la Asamblea eran amplios, pero de ningún modo eran
ilimitados. Los asuntos que trataba la Asamblea eran fijados por el Consejo
de los Quinientos, el cual, a diferencia de la Asamblea, estaba compuesto
por representantes elegidos por sorteo en cada una de las 139 entidades
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Inglaterra
Entre las asambleas creadas en Europa durante la Edad Media, la que
más profundamente influyó en el desarrollo del gobierno representativo fue el
Parlamento inglés. Más una consecuencia involuntaria de innovaciones opor-
tunistas que resultado del diseño, el Parlamento surgió de los consejos convo-
cados por los reyes para resarcir agravios y ejercer funciones judiciales. Con el
tiempo, el Parlamento comenzó a abordar asuntos de Estado importantes,
entre los que se destaca la recaudación de los ingresos necesarios para respaldar
las políticas y las decisiones del monarca. A medida que sus funciones judicia-
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Estados Unidos
Mientras que la factibilidad del gobierno representativo quedó de-
mostrada por el desarrollo del Parlamento, la posibilidad de unir represen-
tación con democracia se puso abiertamente en evidencia por primera vez en
los gobiernos de las colonias británicas de Norteamérica y, más tarde, en la
fundación de Estados Unidos de Norteamérica.
Las condiciones en la Norteamérica colonial favorecieron el desarrollo
limitado de un sistema de representación con una base más amplia que
aquella vigente en Gran Bretaña. Entre estas condiciones se contaban la
gran distancia de Londres, que forzaba al gobierno británico a otorgar una
autonomía importante a las colonias; la existencia de legislaturas coloniales
en las que los representantes de al menos una de las cámaras eran elegidos
por los votantes; la expansión del sufragio, que en algunas colonias llegó a
incluir a la mayoría de los varones adultos de raza blanca; la difusión de la
propiedad de bienes, en especial, la tierra; y la consolidación de las creencias
en los derechos fundamentales y en la soberanía popular, incluyendo la creen-
cia de que los colonizadores, como ciudadanos británicos, no deberían pagar
impuestos a un gobierno en el que no estaban representados (“no hay im-
puestos sin representación”).
Hasta alrededor de 1760, la mayoría de los colonizadores eran leales
a la madre patria y no se consideraban una nación separada de “norteameri-
canos”. Pero después de que Gran Bretaña impuso la fijación de impuestos
directos a las colonias a través de la Stamp Act (1765), sobrevinieron mues-
tras públicas (y en ocasiones violentas) de oposición a la nueva ley. En los
periódicos coloniales también hubo un aumento radical en el uso del térmi-
no americans para referirse a la población colonial. Otros factores que contri-
buyeron a crear una identidad norteamericana distintiva fueron el estallido
de la guerra con Gran Bretaña en 1775, y las penurias y sufrimientos com-
partidos por el pueblo durante los muchos años de lucha, la adopción de la
Declaración de Independencia de 1776, la huida a Canadá e Inglaterra de
muchos colonos leales a la Corona, y el rápido aumento en los viajes y la
comunicación entre los estados recién independizados. El sentido que los
colonos obtuvieron de sí mismos como pueblo único, con todo lo frágil que
pudo haber sido, hizo posible la creación de una poco compacta confedera-
ción de estados bajo los Artículos de la Confederación, en el período 1781-
89, y de un gobierno federal más unificado bajo la Constitución de 1789.
Debido a la numerosa población y al enorme tamaño del nuevo país,
los delegados a la Convención Constituyente (1787) tuvieron claro que “el
pueblo de Estados Unidos”, como consigna el preámbulo de la Constitu-
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Facciones y partidos
En muchas de las democracias y repúblicas de las ciudades-Estado,
parte de la respuesta a la pregunta (3) –¿qué organizaciones o instituciones
políticas se necesitan para gobernar?– estuvo dada por las “facciones”, que
incluían tanto a grupos informales como a partidos políticos organizados.
Mucho más tarde, en varios países las democracias representativas desarro-
llaron partidos políticos con el fin de seleccionar candidatos para la elección
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Jefferson y muchos otros. Puesto que los partidos eran posibles a la vez que
necesarios, era inevitable que surgieran. Finalmente, los partidos también
eran deseables porque, al ayudar a movilizar a los votantes por todo el país y
dentro del órgano legislativo, permitían que la mayoría prevaleciera por so-
bre la oposición de una minoría.
Esta visión llegó a ser compartida por los pensadores políticos de otros
países en los que se estaban desarrollando formas democráticas de gobierno.
Para fines del siglo XIX, se aceptaba casi universalmente que la existencia de
partidos políticos independientes y competitivos constituye una pauta bási-
ca que toda democracia debe cumplir.
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Durante el siglo XX, el número de países que contaba con las institu-
ciones políticas básicas de la democracia representativa aumentó notablemen-
te. Al inicio del siglo XXI, observadores independientes coincidieron en que
más de un tercio de los países nominalmente independientes del mundo po-
seían instituciones democráticas comparables a las de los países de habla in-
glesa y a las de las democracias más antiguas de la Europa continental. En otra
sexta parte de los países del mundo, estas instituciones, si bien un tanto defec-
tuosas, igualmente proporcionaban grados históricamente altos de gobierno
democrático. En conjunto, estos países democráticos o casi democráticos con-
tenían cerca de la mitad de la población mundial. ¿Qué es lo que explica esta
rápida expansión de las instituciones democráticas?
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III.1.2 Aristóteles
Un siglo más tarde, Aristóteles analizó la democracia en términos que
habrían de ejercer suma influencia en los estudios comparativos de los siste-
mas políticos. En el centro de esta visión se halla el concepto de “constitu-
ción”, que él define como “una organización de funciones, que todos los
ciudadanos distribuyen entre sí según el poder que poseen las diferentes
clases”. Su conclusión es que “deben existir, entonces, tantas formas de go-
bierno como modos de disponer las funciones, según las superioridades y las
diferencias de las partes del Estado”. Siempre realista, sin embargo, observa
que “el mejor [gobierno] suele ser inalcanzable y, por tanto, el verdadero
legislador y estadista debería conocer no solamente (1) aquello que es mejor
en abstracto, sino además (2) lo que es mejor dadas las circunstancias”.
Aristóteles identifica tres tipos de constitución ideal –cada uno de los
cuales describe una situación en la que quienes gobiernan persiguen el bien
común– y tres tipos de constitución pervertida –cada uno de las cuales
describe una situación en la que quienes gobiernan persiguen objetivos mez-
quinos y egoístas–. Los tres tipos de constitución, ideales o pervertidos, se
diferencian por el número de personas a las que permiten gobernar. Así, el
“gobierno de uno” es la monarquía en su forma ideal y la tiranía en su forma
pervertida; el “gobierno de unos pocos” es la aristocracia en su forma ideal y
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III.1.3 Locke
Casi veinte siglos después de Aristóteles, el filósofo inglés John Locke
adoptó los elementos esenciales de la clasificación aristotélica de las consti-
tuciones, en su Segundo tratado sobre el gobierno civil (1690). A diferencia de
Aristóteles, sin embargo, Locke era partidario inequívoco de la igualdad
política, la libertad individual, la democracia y la regla de la mayoría. Aun-
que su obra tendió naturalmente a ser más abstracta que programática, brindó
un sólido fundamento filosófico a la teorización y a los programas políticos
democráticos muy posteriores.
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poco lo que dice en cuanto a la forma que debería asumir. Esto tal vez se deba
a que, como sus lectores contemporáneos, asumía que la democracia y el go-
bierno de la mayoría se implementarían mejor en Inglaterra a través de elec-
ciones parlamentarias basadas en el sufragio de los varones adultos.
III.1.4 Montesquieu
El teórico político francés Montesquieu, a través de su obra maestra
El espíritu de las leyes (1748), tuvo una firme influencia sobre su joven con-
temporáneo Rousseau (ver punto III.1.6) y sobre muchos de los padres
fundadores norteamericanos, incluidos John Adams, Jefferson y Madison.
Al tiempo que rechaza la clasificación de Aristóteles, Montesquieu distingue
tres tipos ideales de gobierno: la monarquía “en la que una única persona
gobierna mediante leyes fijas y establecidas”; el despotismo “en el que una
única persona dirige todo a su voluntad y capricho”; y el gobierno republi-
cano (o popular), que puede ser de dos tipos, dependiendo si “el pueblo en
su conjunto o sólo una parte de él está investido del poder supremo” –el
primero es una democracia, en tanto el segundo es una aristocracia–.
Según Montesquieu, una condición necesaria para la existencia de un
gobierno republicano, democrático o aristocrático, es que las personas en
quienes reside el poder supremo posean la cualidad de la “virtud pública”,
que significa estar motivado por un deseo de alcanzar el bien común. Si bien
la virtud pública puede no ser necesaria en una monarquía, y sin duda, no
existe en los regímenes despóticos, sí debe estar presente, en alguna medida,
en las repúblicas aristocráticas y, en gran medida, en las repúblicas demo-
cráticas. Tocando un tema que habrá de tener fuerte eco en “El Federalista
10” de Madison, Montesquieu afirma que sin una virtud pública firme, es
probable que la república democrática sea destruida por el conflicto entre
diversas “facciones”, cada una de las cuales persigue su propio interés mez-
quino a expensas del bien público más amplio.
III.1.5 Hume
El poder destructivo de las facciones tuvo un énfasis marcado en el
filósofo e historiador escocés David Hume, cuya influencia en Madison
fue quizás mayor que la de Montesquieu. Porque fue de Hume de quien
Madison parece haber adquirido la visión acerca de las facciones que invirtió
la cuestión sobre la conveniencia de asociaciones políticas más grandes –es
decir, mayores que la ciudad-Estado–. Con el fin de disminuir el potencial
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III.1.6 Rousseau
Comparado con Locke, Jean-Jacques Rousseau puede parecer el demócrata
más radical, si bien una lectura atenta de su obra muestra que, en aspectos impor-
tantes, la concepción de la democracia de Rousseau es más estrecha que la de
Locke. De hecho, en su obra más influyente sobre filosofía política, El contrato
social (1762), Rousseau afirma que la democracia es incompatible con las institu-
ciones representativas, postura de suma relevancia para los Estados-nación. La
soberanía del pueblo, alega, no puede ser alienada ni representada: “la idea de los
representantes es moderna”, escribió. “En las repúblicas antiguas (...) el pueblo
jamás tuvo representantes (...) [E]n el instante en que un pueblo consiente en ser
representado, ya no es libre, ya no existe”. Pero si la representación es incompatible
con la democracia, y si la democracia directa es la única forma de gobierno legíti-
ma, entonces ningún Estado-nación de la época de Rousseau (o de cualquier otra)
puede contar con un gobierno legítimo. Es más, según Rousseau, si llegara a
existir una asociación política lo suficientemente pequeña como para practicar la
democracia directa, como la ciudad-Estado, inevitablemente sería sometida por
Estados-nación más grandes, y por tanto, dejaría de ser democrática.
Por estas y otras razones, Rousseau era pesimista en lo referido a las posibi-
lidades de la democracia. “Es contrario al orden natural que los muchos gobiernen
y que los pocos sean gobernados”, escribió. “Resulta inimaginable que el pueblo se
reúna permanentemente para dedicar su tiempo a los asuntos públicos”. Desde
una mirada común entre los críticos de la democracia de su época, Rousseau
sostenía, además, que “no hay gobierno tan susceptible a las guerras civiles y a las
agitaciones intestinas como el gobierno democrático o popular”. En un pasaje
muy citado, declara que “si existiera un pueblo de dioses, su gobierno sería demo-
crático. Un gobierno tan perfecto no es para los hombres”.
A pesar de estas conclusiones negativas, Rousseau insinúa, en una breve
nota al pie (Libro III, Capítulo 15) que los gobiernos democráticos sólo pue-
den ser viables si se unen en confederaciones. Algunos años más tarde, con
motivo de una discusión en torno a la manera en que el pueblo de Polonia
podía gobernarse, admitió que simplemente no hay otra alternativa que el
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III.1.7 Mill
En su obra Sobre la libertad (1859), John Stuart Mill sostuvo, sobre
fundamentos utilitaristas, que la libertad individual no puede ser legítima-
mente transgredida –por el gobierno, la sociedad o las personas– excepto en
los casos en que la acción individual causara daño a otros. En una encomiada
enunciación de este principio, Mill escribió lo siguiente:
III.1.8 Dewey
De acuerdo con el filósofo norteamericano John Dewey, la democra-
cia es la forma de gobierno más deseable porque solamente ella provee las
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III.1.9 Habermas
En una serie de trabajos publicados a partir de 1970, el filósofo y
teórico social alemán Jürgen Habermas, aplicando conceptos prestados de la
filosofía angloamericana del lenguaje, argumentaba que la idea de lograr un
“consenso racional” dentro de un grupo sobre cuestiones fácticas o valorati-
vas presupone la existencia de lo que él llama una “situación de discurso
ideal”. En semejante situación, los participantes podrán evaluar las afirma-
ciones de cada uno solamente sobre la base de la razón y la evidencia en una
atmósfera completamente libre de cualquier influencia “coercitiva” no racio-
nal, incluso la coerción física y psicológica. Además, todos los participantes
estarían motivados únicamente por el deseo de obtener un consenso racio-
nal, y no se impondrían límites de tiempo a la discusión. Aunque difícil de
realizar en la práctica, si no imposible, la situación de discurso ideal puede
ser utilizada como un modelo de discusión pública libre y abierta, y como
estándar para evaluar las prácticas e instituciones a través de las cuales se
deciden en las democracias reales los grandes interrogantes políticos y las
cuestiones de política pública.
III.1.10 Rawls
Desde la época de Mill hasta mediados del siglo XX, la mayoría de
los filósofos que defendían los principios democráticos lo hacían, en gran
parte, sobre la base de consideraciones utilitaristas –es decir, argumentaban
que los sistemas de gobierno con carácter democrático tienen más posibili-
dades que otros sistemas de producir un mayor grado de felicidad (o bienes-
tar) a una mayor cantidad de gente–. Tradicionalmente, sin embargo, se
objetaba que esas justificaciones podían ser usadas para apoyar, por intui-
ción, formas de gobierno menos deseables, en las que la mayor felicidad se
logra a través del incumplimiento injusto de los derechos e intereses de una
minoría.
En Teoría de la justicia (1971), el filósofo norteamericano John Rawls
procuró desarrollar una justificación no utilitarista de un orden político
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IV.2 La inmigración
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IV.3 El terrorismo
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V. Bibliografía
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Resumen
El artículo, último texto escrito por Dahl dad. También se pasa revista a las más im-
hasta el momento de esta edición, es un re- portantes teorizaciones acerca de su posibi-
paso de las ideas y las instituciones funda- lidad y funcionamiento, concluyendo con
mentales de la democracia desde su naci- los actuales problemas y desafíos de la de-
miento en la Grecia clásica hasta la actuali- mocracia como forma de gobierno.
Palabras clave
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Abstract
This article, Dahl’s most recent text, is regarding the possibility and functioning
an overview of basic democratic ideas of democracy, and concludes with a
and institutions from the birth of discussion of some of the problems and
democracy in Greece to the present. It challenges that democracy faces as a form
also reviews the most important theories of government.
Key words
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