Me Llaman El Solitario
Me Llaman El Solitario
Me Llaman El Solitario
Me llaman El Solitario
Autobiografía de un expropiador de bancos
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me llaman el solitario
autobiografía
de un expropiador de bancos
Edición a cargo de
iñaki errazkin
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txalaparta
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exordio
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iñaki errazkin
Andalucía, noviembre de 2009
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lucio urtubia
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el deber de resistir
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A Jaime, mi padre
A Marisol, mi madre
A Roberta, mi bonitinha de bala chita
A Ligia, la mejor y más valiente abogada de Portugal
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el último amanecer
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todo es más sencillo. En ellas vemos a los atracadores con sus manos
enfundadas en guantes de cuero negro o látex blanco. Pero en el mundo
real, las cosas no son así. Cualquiera que viera entrar a alguien en un ban-
co con las manos enguantadas supondría inmediatamente que es un asal-
tante y le faltaría tiempo para dar la alarma. Y, por supuesto, sería impen-
sable que, con lo protegidas que están las oficinas de los bancos españoles,
todas dotadas ya con esas puertas de acceso que los cajeros abren a dis-
tancia después de ver por el monitor conectado a la cámara de vigilan-
cia hasta el número que calza la persona que pretende entrar, sería ini-
maginable, digo, que a una persona así ataviada, con guantes de cuero
negro o látex blanco, le franqueasen siquiera la entrada a las dependencias
de la sucursal.
En su momento, dediqué mucho tiempo a buscar la manera de solu-
cionar ese problema. Sólo tenía claro que al expropiar un banco es menes-
ter no dejar huellas y para ello no queda más remedio que cubrirse las
manos, aunque, eso sí, de la forma más discreta posible. Hasta que sur-
gió la idea, espontánea, sencilla, eficaz y barata: esparadrapo quirúrgico
de color carne, a la venta en cualquier farmacia. Desde entonces era lo
que utilizaba siempre que realizaba un operativo, y me iba de perlas. Con
un simple cúter, recortaba pequeñas tiras de esparadrapo, de distintas
medidas, que dejaba preparadas en el salpicadero del vehículo, a punto
para adherirlas a mis dedos y palmas justo antes de entrar en el banco a
expropiar.
La mañana avanzaba. Salí de Cirila para acabar de ordenarla antes
de partir hacia Figueira da Foz. Comprobé que los dos bidones metáli-
cos estaban en su sitio. Aunque el depósito estaba repleto de gasoil, me
gustaba llevar siempre un par de bidones suplementarios de combusti-
ble, de veinte litros de capacidad cada uno, para evitar desagradables sor-
presas en caso de tener que huir por carretera. En el peor de los casos,
esos cuarenta litros me permitirían llegar a Madrid sin tener que parar
a repostar en gasolinera alguna. Todo estaba ya bien colocado. Sólo tenía
que tapar todos los bártulos que llevaba en la parte trasera de la furgo-
neta con la lona de camuflaje y amarrarla bien.
El Renault Kangoo es un vehículo comercial, cerrado y opaco en su
totalidad, con las únicas excepciones de las dos ventanillas y la luna delan-
teras. Es muy común y discreto, como corresponde a su función. A nadie
se le ocurriría asaltar un banco usando como coche de escape un Ferrari
Testarossa de color amarillo Piolín. El vehículo que se elija ha de ser muy
común y pasar desapercibido. De ese modo, además, los sabuesos verán
dificultada su labor, habiendo muchas probabilidades de que caigan en
el desaliento y se den por vencidos dada la complejidad de la tarea. Aun-
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1.- En Sudamérica, alquería o granja [Todas las notas al pie de página son del editor].
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los políticos son ladrones sin escrúpulos; pero la gente, la gente normal,
es maravillosa. Allí todo es música y baile. Todo tiene ritmo, empezan-
do por sus mujeres. ¡Sus mujeres! No tienen parangón en el planeta. Sé
de lo que hablo, pues he viajado mucho y he conocido un gran número
de países, entre ellos Suecia, donde las mujeres también son muy her-
mosas, pero las brasileñas son una inigualable sinfonía de belleza y cali-
dez. Supongo que a ello ha contribuido la mezcla de razas, habiendo sin-
tetizado lo más dulce de cada una de ellas. Son encantadoras y me fascinan.
Aunque todavía no dominaba el portugués, estaba seguro de que logra-
ría hablarlo con corrección en poco tiempo. Será mi quinto idioma, tras
el castellano, el italiano, el inglés y el francés.
Una mirada al reloj digital del cuadro de mandos me devolvió a la
realidad inmediata. Se acercaba la hora de partir y aún no me había ves-
tido para la ocasión. Mientras elegía las prendas que me iba a poner, repa-
sé el plan de fuga. Tenía que recorrer rápidamente la escasa distancia
que había del banco hasta el aparcamiento en el que me esperaría la fur-
goneta. Cualquier segundo que ganase podía ser precioso, así que deja-
ría la llave de contacto puesta, oculta a la vista por un poco de plástico
negro, y la puerta delantera izquierda, por la que entraría, estaría cerra-
da pero sin bloquear. Tiraría la maleta con el dinero en el suelo, bajo el
asiento contiguo, y arrancaría el motor, saliendo del lugar lo antes posi-
ble, aunque evitando llamar la atención. Cogería por la avenida Otelo
Saraiva de Carvalho, en dirección a Vila Verde, una freguesia2 de Figuei-
ra da Foz, circulando en paralelo al río Mondego. El plan estaba bien con-
cebido. Me llevó varios días elaborarlo, pero estaba satisfecho. Como en
todas las actividades, en esta mía había que estar al día en lo que a nove-
dades tecnológicas se refiriese. Así, gracias a los programas Google Earth
y Google Maps, pude ultimar todos los detalles sobre el terreno. En mi
cuaderno de viaje había anotado cada una de las carreteras y cruces que
me iba a encontrar desde allí hasta la Extremadura española, además de
las distancias kilométricas y las coordenadas. Todo estaba previsto.
Comenzó entonces la sesión de peluquería, maquillaje y utilerías va-
rias. Me eché el pelo hacia delante y lo peiné con dilación, que las activi-
dades expropiadoras no están reñidas con la coquetería y era conscien-
te de que serían muchos pares de ojos los que iban a mirar con lupa en
los días siguientes las imágenes de mi persona que capturasen las cáma-
2.- Freguesia es el nombre que en los países lusófonos se da a las organizaciones adminis-
trativas en las que se divide un municipio o concelho. La traducción literal es «feligre-
sía», pero también puede significar parroquia, pedanía, distrito o barrio, según los casos.
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Morena. Era la señal que esperaban los oficiales del Ejército integrados
en el Movimento das Forças Armadas para ocupar los puntos estratégi-
cos del país. Al cabo de solo seis horas, la revolución había triunfado y
Marcelo Caetano, último primer ministro del llamado «Estado Novo»,3
partía, exiliado, hacia Brasil, donde fallecería en 1980. A pesar de los con-
tinuos llamamientos radiofónicos de los «capitanes de abril» a la pobla-
ción para que permaneciera en sus hogares, centenares de miles de por-
tugueses, hombres y mujeres de todas las edades, se echaron a la calle
para acompañar a los militares sublevados. Un hecho clave de aquella
fecha fue la multitudinaria marcha de Lisboa, caracterizada por los cla-
veles rojos que portaban los manifestantes, lo que dio nombre a la revo-
lución. Años después, en 1980, Otelo Saraiva de Carvalho dirigiría la orga-
nización política comunista Fuerza de Unidad Popular, llegando a ser
detenido y encarcelado en 1984 bajo la acusación de ser el «autor moral»
de las acciones militares de las clandestinas Fuerzas Populares 25 de
Abril, aunque la presión popular, portuguesa e internacional, consiguió
rescatarlo pronto de la prisión y devolverle la libertad de la que, afortuna-
damente, continúa gozando, pues sigue vivo y coleando, luchando por
la transformación de este mundo inhóspito en otro más amable, justo y
solidario. Comprenderán ahora mi simpatía por este hombre incorrup-
tible, al que muchos jóvenes como yo (quien esto escribe tenía entonces
18 años), que sufríamos en el país vecino los estertores de la dictadura
del general Franco, considerábamos un punto de referencia y un ejem-
plo a seguir. Como es sabido, no pudo ser y hoy ostenta la Jefatura del
Estado español el sucesor designado por el propio dictador. Pero esa es
otra historia.
Metí primera y la furgoneta comenzó a moverse muy despacio. Como
iba bien de tiempo, decidí dar una vuelta alrededor del banco sin salir
del vehículo, más que nada por ver si se había producido algún cambio
de última hora que pudiera afectar a mis planes. Ya saben, una calle cor-
tada, un accidente de tráfico… Sólo me gustan las sorpresas cuando las
doy yo. Después de recorrer algo menos de un kilómetro del camino fores-
tal junto al que había pasado la noche, llegué a la deteriorada carretera
rural que lleva a Quiaios, el pequeño y tranquilo pueblo que dista ape-
nas diez kilómetros de Figueira da Foz. Era una vía habitualmente desier-
ta, por la que circulaban poquísimos coches. Por eso se me encendieron
las luces de alarma cuando vi con sorpresa que delante de mí circulaban
dos vehículos, uno rojo y otro azul, y ambos, además, con matrículas
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españolas. Tanta casualidad no era normal. Los miré con más deteni-
miento y observé que eran muy similares a los «k», los coches camufla-
dos que usa el Cuerpo Nacional de Policía, de modelo y gama demasia-
do discretos, elegidos especialmente para no llamar la atención y que la
gente no se fije en ellos. Me precio de olfatear de lejos a la pasma y el
olor a chamusquina se incrementaba por momentos. Respiré profunda-
mente e intenté sosegarme diciendo para mi capote que seguramente
serían turistas, ya que estábamos en pleno julio y muchos españoles
pasan en ese mes sus vacaciones en Portugal, sobre todo en la costa. Y
como mi furgoneta llevaba matrícula portuguesa, no tenía nada que
temer, pues los conductores de esos vehículos pensarían, lógicamente,
que era un ciudadano portugués. Además, nunca antes había expropia-
do un banco en Portugal, por lo que, a diferencia de España, allí no me
perseguía la Policía ni habían difundido mi retrato robot, y aunque a los
tipos de los coches que me precedían les sonara mi cara, llevaba una bar-
ba y un bigote que la hacían irreconocible.
—¡No tengo nada que temer! –me dije.
Más tranquilo, decidí adelantar a los dos vehículos para poder obser-
var mejor a sus ocupantes. Ya los había dejado atrás y no había visto más
que a los dos conductores. Ambos tenían mala pinta y aparentemente
viajaban solos. Otra vez el olor a dóberman. Podrían ser policías. Volví
a dudar. Como son tan sumamente cobardes, suelen viajar en grupo. Ya
lo dice el refrán: «La pasma española nunca mea sola».
—Será una casualidad –me volví a decir.
Sin embargo, mi sexto sentido insistía:
—Jaime, no te fíes de las casualidades.
Desde luego, si aquello me llega a suceder en España, hubiese sido
causa más que suficiente para abortar la misión. Ya expropiaría a Botín
en otra de sus cuevas. Pero, recordando a las mujeres que me miraron
fijamente en Coimbra, me pregunté de nuevo:
—¿Quién puede saber que estoy en Portugal?
Continué conduciendo hacia Figueira da Foz, aunque ya no viajaba
solo: me acompañaba una enorme mosca que se había posado detrás de
mi oreja.
En los minutos siguientes detuve la furgoneta en varias ocasiones
para cerciorarme de que nadie me seguía. La verdad es que no había vuel-
to a ver ningún vehículo sospechoso, solo algunos coches portugueses
conducidos por otras tantas mujeres jóvenes, todas ellas diferentes. Nun-
ca la misma. Siempre me he ufanado de tener una memoria fotográfica
y, en caso contrario, me habría dado cuenta inmediatamente. No había
rastro de los dos turismos españoles. Ya estaba más calmado. Crucé
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Quiaios, aceleré, metí la quinta y enfilé hacia Figueira da Foz sin más
sobresaltos. Cuando llegué a la ciudad, tomé la avenida dedicada a mi
admirado Saraiva de Carvalho con la intención de pasar por última vez
por delante del que seguía siendo mi objetivo. Observaría detenidamente
los alrededores del banco y, si no había novedad, dejaría la furgoneta en
el aparcamiento previsto, lo más cerca posible de la puerta del Santan-
der Totta. Cuando, al fin, tuve a la vista Chez Botín, detecté algo extraño
que volvió a alertarme. Junto a la sucursal que iba a expropiar, había un
bar que disponía de una terraza techada, protegida lateralmente por mam-
paras de cristal y refrigerada, como correspondía a aquella época del año.
Además, ordenadas en la acera, varias mesas y sillas, apenas resguarda-
das de los rayos del sol por unas descoloridas sombrillas, ampliaban el
aforo del local, formando una especie de prolongación al aire libre del
mismo. Habiendo, como había, plazas libres en la carpa cubierta, el inso-
portable calor y el sentido común invitaban a cualquier inopinado clien-
te a desechar las mesas del exterior y degustar su consumición dentro
de la terraza. Primera circunstancia sospechosa: mientras todas las mesas
al aire libre estaban pegadas a la terraza y tenían cada una su respectiva
sombrilla, había una separada, sin parasol y a pocos metros de la entidad
bancaria, que estaba ocupada por tres jóvenes fornidos, uno de los cua-
les lucía una gorra roja de béisbol. Segunda circunstancia sospechosa:
los tres estaban sentados a pleno sol y no se veía bebida alguna sobre la
mesa. Era posible que se acabasen de sentar y aún no les hubiera aten-
dido el camarero, pero, fuera como fuese, estaban demasiado cerca de la
puerta del banco por la que había de salir al cabo de un rato, lo que supo-
nía una auténtica contrariedad. Podían percatarse fácilmente de lo que
pasaba en el interior de la sucursal y dar la alarma. Era muy peligroso y,
desde luego, no me convenía en absoluto, así que pensé en abortar la
operación. Ya era la segunda cosa extraña que me había sucedido en la
última hora y mi sexto sentido me aconsejaba con insistencia abandonar
el proyecto.
Cavilando sobre estos extremos, di la vuelta a la plaza y me detuve
ante el semáforo en rojo. Cuando cambió a verde, me incorporé de nue-
vo a la avenida y vi que, a mi derecha, el aparcamiento tenía muchas pla-
zas disponibles. Incluso había varios sitios libres cerca de la máquina
expendedora de tiques. La tentación de continuar con el plan era muy
fuerte, pero los tres individuos de marras seguían sentados en la mesa
tan inconvenientemente cercana a la puerta principal del banco. Cuan-
to más me fijaba en ellos, peor espina me daban. Lejos de mostrarse rela-
jados, como sería lo lógico en unos clientes normales, aparentaban estar
sometidos a una gran tensión. Estaba decidido: desde aquel momento
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Grande do Norte, en el noreste del país, que destaca por sus playas, por
su inmensa belleza natural y por su buena infraestructura. Además, el
nombre me resultaba especialmente sugerente: sonaba a Navidad, al naci-
miento de algo nuevo y tal vez excitante. Así, en pleno mes de febrero,
con Madrid sumergida en el crudo invierno, monté en el taxi liberador
que me había de acercar hasta el aeropuerto de Barajas. Luego, según el
plan de vuelo, embarcaría en un avión rumbo a Lisboa, y de allí a Natal,
en la otra orilla de la mar océano.
Llegué a mi destino en domingo y, según me informaron en el aero-
puerto, la compañía no abría sus dependencias hasta las seis de la tarde,
por lo que hasta esa hora no podría recoger mis maletas. Fui en taxi has-
ta el hotel, me registré y subí a la habitación. Con lo puesto, me acosté
encima de la cama. Estaba extenuado y me dormí al momento. Cuando
abrí los ojos ya hacía rato que había amanecido. Desayuné y alquilé un
coche. Conduje por la ciudad sin rumbo fijo, con la única intención de
familiarizarme con sus calles. Me apetecía ir a la playa, así que estacio-
né el vehículo en la puerta de una tienda, en la que entré para comprar
todo lo necesario: una toalla, un bañador, unas chanclas y una camiseta.
Regresé al hotel, me disfracé de guiri y bajé caminando hasta la famosa
playa de Ponta Negra, un lugar muy turístico. Alquilé una tumbona y
una sombrilla y me regalé un buen baño de mar.
Cuando salí del agua, lo hice absolutamente relajado. El agobio se lo
había llevado la marea y el apetito comenzaba a acuciarme. Me senté a
comer en uno de los muchos restaurantes que hay en el paseo marítimo
y pedí rodizio, un plato típico de Brasil a base de palomilla de buey. Dicen
los entendidos que su secreto estriba en sazonar la carne con sal marina
antes de brasearla. Hice la digestión sobre la cama de mi habitación. Toda-
vía acusaba los efectos del largo viaje y la siesta fue de las de camisón y
padrenuestro. Me desperté descansado. Recogí las maletas en el aero-
puerto y volví a sentirme persona: ¡ya me podía cambiar de ropa! Tras
la puesta de sol, me puse elegante y salí a conocer gente. Visité varios
bares y discotecas de la zona de «marcha» hasta que, en una llamada La
Cucaracha, choqué bailando con Vilma, una bella muchacha que resu-
mía en su sonrisa la hospitalidad brasileña y la calidez de sus mujeres.
La diferencia idiomática no fue un obstáculo para entendernos y, des-
pués de la enésima caipiroska4, nos dirigimos a un motel a profundizar
en eso que Zapatero llama «alianza de civilizaciones».
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Ribeiräo Preto, en el estado de Säo Paulo. Los temas que tocábamos eran
verdaderamente interesantes, alejados de la intrascendencia habitual que
caracteriza la mayoría de las conversaciones en este mundo desideolo-
gizado. Incluso se dieron momentos en que nos pareció estar unidos
telepáticamente. Así supe que, como a mí, a Roberta le encantan los ani-
males, especialmente los perros. Yo le correspondí presentándole a mi
gata Cleo, verdadera reina de mi hogar.
En cierta ocasión, me sugirió la posibilidad de poder hablarnos y ver-
nos en tiempo real utilizando algún programa de mensajería. Una idea exce-
lente, pero para realizarla era preciso disponer de un micrófono y de una
webcam, artilugios ambos que yo no tenía por no haberlos necesitado jamás.
Los compré al día siguiente en una tienda de informática y los conecté a
mi pc. Me vestí y me acicalé para nuestra primera cita audiovisual como si
de recoger un Premio Nobel se tratara. Con los auriculares puestos, me pare-
ció encontrarme de nuevo pilotando un helicóptero y pensé que en ade-
lante tendría que conducir mi vida por nuevos derroteros. En la conver-
sación de la víspera, le confesé mi interés por encontrar al fin la mujer de
mis sueños y ella me preguntó por las características físicas que debería
tener la pareja que buscaba con tanto afán. Describí por encima mi ideal y
Roberta me dijo que ella no respondía a mi dibujo.
—¿Qué te hace pensar que tú no puedes ser mi Eva? –le respondí.
Reconozco que me preocupaba el aspecto que pudiera tener. Falta-
ban pocos minutos para nuestro encuentro virtual y temía que la cara
que apareciese en el monitor fuera desagradable o que su propietaria
tuviese un defecto físico evidente. Como es lógico, deseaba ardientemente
que mi interlocutora poseyera la belleza externa acorde con la interior
que me constaba que tenía. Por la misma razón me infundía pavor la
posibilidad de que se diera la situación inversa y que yo no resultara
atractivo a los ojos de Roberta, pues era consciente de mi sobrepeso.
Por fin llegó el momento de la verdad. Sin saberlo, Bill Gates ejercía
de Celestina y su software juntaba dos corazones distanciados por todo
un océano. Un bendito satélite unió Ribeiräo Preto y Las Rozas y nues-
tras imágenes aparecieron respectivamente en las pantallas de los dos
ordenadores. Mi corazón comenzó a latir a la carrera. Yo conocía a Rober-
ta. En realidad, la había conocido siempre, no sé si en otra vida o en otra
dimensión, pero su rostro me resultaba familiar. Indudablemente me
hallaba ante mi Eva que, por cierto, era muy guapa.
Las semanas posteriores las pasamos pegados al computador, como
llaman en Brasil al ordenador, en la medida en que las obligaciones labo-
rales de Roberta nos lo permitían. Hubo noches, sobre todo las de los
fines de semana, en que me acostaba a las ocho de la mañana, las tres de
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valiente y luchadora, con las ideas muy claras y firmes. Nunca antes de
ahora había conocido a alguien así y me consideraba el hombre más afor-
tunado del mundo. Como nos habíamos juntado tres melómanos, fui-
mos a una tienda de instrumentos musicales y compré una guitarra acús-
tica de doce cuerdas, de sonido impecable, y un piano eléctrico para
Ingrid. Siguiendo mi costumbre de poner nombre a mis objetos prefe-
ridos, bauticé a mi nueva guitarra con el nombre de Roberta, como la
que iba a ser mi musa en el futuro. El apartamento de la avenida de Por-
tugal se convirtió desde aquel día en un lugar donde reinaban la música
y el amor. Yo componía canciones y se las cantaba a mis mujeres. Nos
compenetrábamos a las mil maravillas, como el ying y el yang. También
yo conté a Roberta muchas partes de mi vida, aunque, como es lógico,
tuve que omitir todos los detalles referentes a mis actividades expropia-
doras, aunque ella se dio cuenta enseguida de mis ideas libertarias.
Decidimos volver a Ubatuba, pero antes me llevó a Jardim Procopio,
un barrio muy humilde, donde conocí a José, su padre adoptivo, y a Jago,
su perro favorito. Luego enfilamos la rodovia Anhanguera y empren-
dimos el viaje hacia Säo Paulo. Como esta vez era de día, pude contem-
plar la belleza exuberante de Brasil. Viajábamos por el sureste del país,
una región muy verde y llana caracterizada por sus inmensas praderas,
por sus huertas de árboles frutales y por sus campos de caña de azúcar.
Cubrimos los 234 kilómetros que separan Säo Paulo de Ubatuba en menos
de tres horas. Repetimos hotel y habitación. Tras hacer el amor como si
fuera la primera vez, hablamos de futuro. El tiempo se nos escapaba de
las manos y no queríamos estar separados más de lo indispensable. Yo
le propuse que viajara a España con Ingrid y se quedaran en mi casa de
Las Rozas hasta agosto. Después regresarían a Ribeiräo Preto a tiempo
para el comienzo del curso escolar. A ella le pareció una idea excelente.
Incluso habló de visitar África y Portugal. Roberta tenía hambre de cono-
cer mundo, pues solo había salido de Brasil en una ocasión para ir a Para-
guay, un país fronterizo que no recibe bien a los brasileños como con-
secuencia histórica de la guerra del Chaco, librada entre 1932 y 1935.
Pasamos unos días maravillosos en Ubatuba, y ya de vuelta al apar-
tamento de Roberta dimos la noticia a Ingrid, que la acogió con entu-
siasmo y nos pidió permiso para invitar también a su íntima amiga Lais.
Como donde caben dos caben tres, le dijimos que sí. Iban a conocer Euro-
pa y estaban encantadas. Nos faltó tiempo para comprar los billetes de
avión y dejar cerrado el viaje. La fecha de mi partida se acercaba y dis-
frutábamos de cada minuto como si fuese el último de nuestras vidas.
Hasta tuvimos ocasión de intercambiar conocimientos gastronómicos.
No pretendo competir con Karlos Arguiñano, pero mis familiares y ami-
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gos dicen que tengo cierta habilidad como cocinero. Algo tendrá el agua
cuando la bendicen. Así, en el apartamento de Roberta solía preparar
algunos platos típicos españoles, desde ensaladas hasta paella, pasando
por tortillas de patata y cocidos madrileños.
El último domingo de mi estancia en Brasil, Roberta me despertó
temprano, pues, según me dijo, quería enseñarme un bosque cercano.
Vi que salía de casa con una bolsa repleta de pan duro, pero no hice
comentario alguno sobre el particular. Dejamos el coche estacionado en
el arcén, junto a otros vehículos y, para mi sorpresa, Roberta se puso a
silbar dirigiendo el sonido hacia los árboles. Al minuto empezaron a acer-
carse a ella unos cuantos monos, de menor tamaño que los chimpancés.
Aunque los simios vivían en estado salvaje, eran muy sociables y des-
cendían por las ramas para coger los mendrugos que les ofrecía. Me recor-
daba a Maureen O’Sullivan interpretando a Jane en aquellas inolvidables
películas de Tarzán que veía de niño. Inmortalicé la escena con mi inse-
parable cámara de fotos digital. Cada vez nos rodeaban más monos y,
antes de que se terminase el pan, invertimos los papeles y fue Roberta
la que me fotografió alimentando a nuestros nuevos amigos de cuatro
manos.
Llegó el temido momento de mi partida. Igual que en la ocasión ante-
rior, me abastecí de limones verdes y cachaça, añadiendo esta vez al equi-
paje algunos kilos de fruta de la pasión. Roberta quiso acompañarme al
aeropuerto de Guarulhos para despedirme. Mi vuelo salía al día siguien-
te, por lo que optamos por pasar nuestro último día en la ciudad de Säo
Paulo. Cogimos una habitación en un céntrico hotel que conocía Rober-
ta y nos dimos una ducha. Después salimos a dar una vuelta. Era sába-
do, 17 de junio de 2006, y nos encontramos con que ese día se celebra-
ba allí la mayor fiesta gay del mundo. Como, además de festiva, la jornada
es reivindicativa, cientos de miles de homosexuales entre lesbianas, gays,
travestis y transexuales (más de dos millones según los organizadores)
ocupaban las calles vistiendo disfraces carnavalescos y portando bande-
ras con el arco iris que los identifica mientras exigían el fin de la homo-
fobia. El lema de ese año era precisamente Homofobia é Crime! Direitos
Sexuais são Direitos Humanos. Nos mezclamos con la multitud y nos
divertimos de lo lindo. A los brasileños les encanta el jolgorio y aquella
era una fiesta popular en toda regla. Un joven negro con el pelo teñido
de rubio se acercó a mí.
—¡Guapo, deja a esa mujer y vente conmigo! –me propuso.
Entre las risas de Roberta, decliné amablemente el ofrecimiento
haciéndole ver que ya estaba muy bien acompañado. Nos alejamos un
poco del bullicio y entramos a cenar en un restaurante italiano. Luego,
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tras tomar un par de copas, paseamos de la mano por las calles de Säo
Paulo hasta bien entrada la noche. Después, en la intimidad de la habi-
tación, escenificamos nuestro amor por última vez antes de nuestro pro-
yectado reencuentro en España. Un profundo sueño nos sorprendió abra-
zados, y ya por la mañana salimos a apurar las pocas horas que nos
quedaban caminando por la avenida Paulista, una de las arterias princi-
pales de la ciudad, normalmente atestada de gente y de vehículos y sin
embargo extrañamente desierta. La casualidad quiso que ese día vivié-
semos otro evento social importante, pues a las 11 de la mañana comen-
zaba en la ciudad alemana de Múnich el encuentro entre las selecciones
nacionales de Brasil y Australia en el marco de la Copa Mundial de la
fifa y es sabido la gran afición de los brasileños por el fútbol. Así se expli-
ca la ausencia de actividad.
Roberta estaba radiante. La luz de sus ojos prevalecía sobre la clari-
dad propia de aquella hora y a mí me parecía andar sobre las nubes, como
una persona nefelibata, inmensamente feliz por haberla encontrado. Por
fin estaba con ella, junto a ella, dentro de ella... Rematamos la mañana
entrando en uno de los muchos bares que albergaban a los enfervoreci-
dos parroquianos seguidores de la canarinha8, todos sentados frente al
televisor viviendo en sus carnes el partido. Tras regar con cerveza unos
perritos calientes, salimos del local antes de que finalizase la retransmi-
sión y la calle se tornara intransitable.
Entramos en el hotel por última vez. Recogimos mis maletas, las car-
gamos en el coche y fuimos al aeropuerto. Una vez facturado el equipaje,
comenzó la cuenta atrás. Sabíamos que nos teníamos que separar sin
remedio y la tristeza nos invadió. Conocernos había sido maravilloso.
Nos habíamos enamorado de verdad y habíamos compartido en poco
tiempo un sinfín de experiencias. A punto de embarcar, sellamos nues-
tro compromiso con un apasionado beso y nos despedimos. Aún la pude
ver desde el control de pasaportes. Agité mi mano y ella me devolvió el
saludo entre lágrimas. Embarqué en el avión preparado para afrontar el
largo viaje: once horas de vuelo hasta Ámsterdam, el tiempo de trans-
bordo y dos horas más hasta Barajas. Cuando llegué a Madrid, fui direc-
tamente a mi casa de Las Rozas y me acosté. El jet lag me estaba pasan-
do la factura y me encontraba literalmente agotado.
Los días siguientes mantuvimos el contacto por teléfono y por ordena-
dor. Saber que nos reuniríamos en unas semanas, nos animaba. Yo vol-
ví a mis actividades normales, ahora como técnico de aparatos de aire
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goneta Cirila hacia Portugal. Corría el mes de junio de 2007 y elegí para
el viaje un fin de semana porque me permitía pasar desapercibido, pues
en esos días mucha gente de las ciudades sale de acampada y no resulta
extraño a nadie, tampoco a los policías, encontrar una tienda de campa-
ña montada en cualquier lugar de la geografía ibérica. En mi actividad
es fundamental fundirse con el paisaje: ser un árbol en el bosque, una
trucha en el río, un lenguado camuflado en la arena del mar… Decía Mao
Zedong que el revolucionario tiene que moverse como un pez en el agua,
con discreción y eficacia.
Llegué a Extremadura al atardecer y acampé en un tranquilo y para-
disíaco lugar rodeado de alcornoques y encinas. Por la mañana continué
hacia la frontera portuguesa y la crucé sin problemas por un camino no
señalizado. Comí en Portugal y, después del café, decidí acercarme a Coim-
bra para estudiar las posibilidades de esa ciudad universitaria. A última
hora de la tarde ya había montado mi campamento en un paraje apro-
piado de los alrededores. Tenía la intención de explorar los bancos por la
mañana. El domingo amaneció luminoso. Al poco de entrar en el casco
urbano localicé la zona comercial que albergaba también muchas sucur-
sales bancarias, pero lo que vi no me gustó. No era fácil aparcar y no había
salidas fáciles ni rápidas. Abandoné Coimbra y enfilé hacia el mar.
Mientras conducía, oí hablar en la radio del casino de Figueira da
Foz. Una sencilla asociación de ideas me llevó a relacionar el casino con
dinero y corrupción y pensé que no estaría de más echar un vistazo a esa
ciudad costera. Entré en la localidad por el puerto y muy pronto di con
la oficina del Santander Totta. Me pareció un banco inmenso. Estacioné
a Cirila junto a un grupo de personas que pescaban con caña. Paseé por
la avenida Otelo Saraiva de Carvalho y vi que en las inmediaciones había
varios bancos más, entre ellos la Caixa Agrícola, pero este es un banco
portugués y mi objetivo es el capitalismo español. Me decidí entonces
por Chez Botín, pero necesitaba ver la sucursal por dentro y en funcio-
namiento, por lo que tendría que volver en un día laborable.
Volví a la furgoneta y conduje en paralelo a la costa, en dirección
norte, en busca de un lugar apropiado en el que pernoctar y montar la
base de operaciones el día de la expropiación. Al llegar a Quiaios encon-
tré una estrecha carretera en mal estado. Circulé por ella unos cinco kiló-
metros y giré a la izquierda, en dirección al mar. Estaba en el interior de
un extenso y bellísimo bosque. Dejé la furgoneta entre unos árboles y
acampé junto a ella, en un pequeño claro. El lugar era perfecto para mis
planes. Dormí a pierna suelta, y después de desayunar a bordo de Cirila
y recoger mis pertenencias me puse en marcha hacia Figueira da Foz.
Iba vestido de sport, pero elegante. Con mi cámara de fotos bien visible
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hecho, luego tuve acceso a una circular enviada por la pasma española a
la portuguesa en la que se les advertía de mi «extrema peligrosidad» y se
les aconsejaba detenerme «con las máximas medidas de precaución», lo
que traducido al romance quería decir que me dispararan primero y me
arrestaran después. Afortunadamente para mí, los policías portugueses
no estaban implicados emocionalmente en mi detención y se comporta-
ron con alguna profesionalidad dentro de lo que cabe. Al menos no me
asesinaron.
En la más absoluta ignorancia sobre mi futura vivienda estatal, me
puse a tocar la guitarra que me prestó un compañero de fatigas. Enton-
ces no lo sabía, pero esa sería la última vez que iba a tener ocasión de
tocar un instrumento musical. En aquellos días, España entera estaba
pendiente de mi persona. El cuarto poder del estado había desatado un
huracán tóxico que se materializaba en todos los soportes: prensa, radio,
televisión e internet. Abundaron los programas especiales sobre El Soli-
tario realizados a salto de mata con enviados especiales a Portugal que
propagaban insidiosamente la versión policial. Era una caza de brujas y
yo era la personificación de su dueño, Satanás.
Los católicos celebraban ese día la festividad de Santiago, mi ono-
mástica, y yo seguía tocando la guitarra, ajeno a toda aquella parafernalia
policíaco-periodística, cuando unos individuos con aspecto patibulario,
vestidos de negro y armados hasta los dientes, vinieron a buscarme. Sus
cabellos rapados, sus musculaturas y su cara de mastuerzos delataban
su condición de militares profesionales o de polizontes de élite. Efectiva-
mente, eran miembros de los gisp10, una versión lusa de los hombres de
Harrelson. Les apodaban los «ninjas» por su lejano parecido a los legenda-
rios guerreros japoneses, pero yo los rebauticé en su idioma como «bara-
tas»11. Aduciendo motivos de seguridad, pero con ánimo vejatorio, aque-
llas cucarachas me obligaron a desnudarme. Luego me registraron y me
hicieron entrar en una furgoneta sin soltar prenda sobre mi nuevo des-
tino. Por la ventanilla pude ver que viajábamos por una autopista, y por
la posición del sol y la hora que era supe que nos encaminábamos hacia
el sur. La sirena del vehículo aulló sin parar durante las dos horas que
estuvimos en movimiento, hasta que entramos en Lisboa y llegamos a
la prisión de máxima seguridad de Monsanto, la casa de los horrores des-
de la que escribo.
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bién estamos autorizados a llamar por teléfono dos veces por semana a
nuestros familiares, pero las conferencias no pueden durar más de cin-
co minutos y deben contar con el visto bueno del guardián de turno.
Al poco de llegar a la celda, un carcelero me trajo la cena. La comida
aquí, es escasa, aunque por la noche nos dan algún suplemento nutricio-
nal, normalmente leche o zumo, galletas y un bocadillo. Los alimentos los
sirven dentro de una bandeja con tapa de plástico gris a la que llaman
«tabuleiro»13. Cené, y como no tenía televisión, ni radio, ni libros, me puse
el raquítico pijama de presidiario, me metí en la cama y me quedé dor-
mido. En sueños, repasé todos los hechos importantes que me habían
acontecido desde la infancia. Repasé, en fin, mi vida. Pero, ¿quién era yo?
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saba lo suficiente… Hasta que un día, paseando a Gaizki por la calle Urbie-
ta, se detuvo en un paso de peatones y, en ese preciso momento, el perri-
to levantó la pata y marcó su territorio sobre la pernera del pantalón del
señor que esperaba a su lado. Aquel señor sería mi padre. Se ve que Cupi-
do andaba ese día por Euskal Herria y había lanzado sus flechas acer-
tando de lleno en los dos corazones. Tras tres años de noviazgo, se casa-
ron en 1954. Dos años después nací yo; a finales de 1957 lo hizo mi
hermano Álvaro, y en 1960 lo haría mi hermana Elvira.
Cuando los generalotes Sanjurjo y Franco se sublevaron contra la le-
galidad vigente, mi padre, que no había cumplido aún los 17, se enroló
voluntariamente en las filas del Ejército vasco, a favor de la República.
Había heredado las ideas republicanas y progresistas de mi abuelo Bal-
domero y tuvo claro que era hora de actuar. Combatió en San Sebastián,
en Vizcaya, en Asturias y en Cantabria, donde asistió a la caída de San-
tander. Defendiendo el llamado «Cinturón de Hierro» de Bilbao, resultó
herido y fue trasladado a la retaguardia. Al acabar la guerra, intentó elu-
dir la represión franquista trabajando discretamente en una fábrica meta-
lúrgica de Santander, pero fue detenido y encarcelado. Como era tan
joven, logró fugarse haciéndose pasar por el repartidor de periódicos que
acudía cada día a la prisión. Salió por la puerta principal con los perió-
dicos en la mano, y consiguió regresar a San Sebastián. Allí se enteró de
que su padre, mi abuelo Baldomero, había muerto y que su casa había
sido allanada y saqueada por una horda de requetés navarros y por algu-
nos de los moros que Franco se trajo de Marruecos. Mi abuela Inés y mi
tía Margarita se habían quedado solas y desvalidas y a él le tocaba ayu-
darlas, así que se puso a trabajar para una empresa, propiedad de un
industrial alemán, que vendía carbón a los barcos de cabotaje. Como mi
padre hablaba francés por haber estudiado en el Liceo Francés de San
Sebastián, el empresario germano se interesó por él, lo que le salvó de
la cruenta revancha fascista que llevaron a cabo en Guipúzcoa falangis-
tas navarros como El chato de Berbinzana, famoso por asesinar en los
hospitales a los soldados heridos en combate.
Pero un idealista como mi padre no podía dejar de luchar contra el
fascismo allí donde se encontrara, así que al estallar la Segunda Guerra
mundial empezó a colaborar con el Socorro Rojo Internacional, una orga-
nización comunista que proporcionaba apoyo e infraestructura a los
maquis que continuaban luchando en las montañas contra el franquis-
mo y sus esbirros. Además, el Socorro Rojo también se encargaba de faci-
litar información estratégica que luego usaban la Resistencia y los alia-
dos para sabotear la maquinaria militar de los nazis. Como mi padre, por
su trabajo, contactaba con las tripulaciones de los barcos a los que sumi-
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La cosa es que, desde entonces, no fui capaz de comer pollo hasta que,
en 1977, ya con 21 años, conseguí superar aquel trauma de mi niñez.
Al poco de instalarnos en la Conce, nació mi hermana Elvira. Mi
madre, fiel a sus principios, tenía otro perro fox terrier de pelo duro al
que también había llamado Gaizki. En aquella época aún no teníamos
receptor de televisión y solíamos correr a escuchar la radio cuando oía-
mos la canción del anuncio de Cola-Cao, la de «Yo soy aquel negrito del
África tropical…». Corríamos a coger sitio porque en aquel programa que
tanto nos gustaba narraban cuentos tales como La Cenicienta, Blanca-
nieves y los siete enanitos, Caperucita Roja, El sastrecillo valiente, Pino-
cho, etcétera. Éramos verdaderamente felices.
El barrio de la Concepción fue construido por el empresario franquista
José Banús, el mismo que hizo el famoso puerto deportivo de Marbella
que lleva su nombre. Por entonces era un barrio nuevo al que habían ido
a vivir innumerables parejas de jóvenes, por lo que pronto se llenó de niños.
Yo iba a una escuela pública cercana a mi casa. Con cinco años aprendí a
leer, las tablas de multiplicar y a hacer mis primeros palotes. Conocí tam-
bién a otros niños del barrio, pero mi mundo giraba alrededor de mis
padres, hermanos y perro. Para el nuevo curso, mis padres me tenían reser-
vada una sorpresa. Al no haber plazas vacantes, no habían conseguido que
me admitieran en el Liceo francés como quería mi padre, pero me habían
matriculado en el Liceo italiano, pues ambos estaban convencidos del valor
de una buena educación.
Con el paréntesis de la ii República, la enseñanza en España siem-
pre había estado en manos de la Iglesia católica. Ese es el motivo más
probable por el que buena parte de las generaciones españolas hayan
sido castradas mental e ideológicamente. Experiencias educativas no con-
fesionales y de libre propagación de ideas, como la escuela moderna del
insigne pedagogo catalán Francesc Ferrer i Guardia, habían acabado fusi-
ladas en el castillo de Montjuich por la soldadesca fascista y por sus ins-
tigadores ensotanados. A las clases dominantes, las que detentan el poder
político, económico y social, no les interesa en modo alguno un pueblo
culto. El conocimiento está reñido con el oscurantismo religioso y cues-
tiona los principios injustos, cainitas y miserables en los que se basa la
explotación del hombre por el hombre.
Así que entré en el Liceo italiano de Madrid en el curso preescolar.
Mi clase era mixta, sin las odiosas discriminaciones de género que abunda-
ban en las escuelas y colegios de la época, lo que me vino de perlas para
percibir desde muy pequeño que las diferencias entre hombres y muje-
res son solamente morfológicas. Somos iguales en inteligencia y capaci-
dades, pero ligeramente diferentes en nuestra constitución física, solo
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eso. En aquel centro pasé nueve años. Desde el primer día nos educaban
en italiano y en castellano, con lo que pronto aprendí mi segunda len-
gua, lo que unido a mis conocimientos de música, otro idioma en sí mis-
mo, me facilitaría en el futuro el aprendizaje del francés e inglés, y aho-
ra del portugués. Allí estudié también latín, que me sirvió para aprender
a hablar y escribir con corrección. Fui un alumno aplicado y saqué siem-
pre buenas notas, hasta el punto de que llegué a ser acreedor de algunas
becas. Algunos compañeros y compañeras de mi promoción fueron Lau-
ro, Francisco, Carina (que era muy guapa) y Miguel Naveros, que hoy día
es escritor y que sigue siendo tan memo como entonces. Después de mi
detención leí una columna suya en la que contaba cómo me recordaba.
Las sandeces que decía demostraban que no me había llegado a conocer
en absoluto, y lo lamento. Como lamento su falta de ética y el hecho de
que haya pretendido hacerse famoso a mi costa. Otros muchos compa-
ñeros y compañeras que sí me conocían, entre ellos alguna famosa actriz
de cine y televisión, optaron por no hacer declaraciones, y eso les honra.
Las cosas fueron bien para mí en el Liceo italiano hasta el fatídico
curso en el que cambiaron de director. El nuevo era un fascista llamado
Italo Simonelli que nada más llegar inició una caza de brujas al mejor
estilo macartista. Su primera víctima fue el hijo de un notorio comunis-
ta italiano afincado en Madrid. Luego la tomó con cualquiera que no
comulgase con su ideario de camisa negra. Yo era ya un adolescente y
me había dejado el pelo ligeramente largo, a la moda «beatle». Tamaño
delito me puso en el punto de mira de aquel tipejo, que me empezó a
acosar con todos los medios a su alcance, que eran muchos.
El asunto se hizo insostenible el día en que el profesor de Gimnasia,
un pelota del director apellidado Basterra, y un judas de mi clase llama-
do Ignacio Medina, se abalanzaron sobre mí en la cancha del gimnasio
y se atrevieron a cortarme un mechón de pelo armados de unas tijeras.
El mensaje estaba claro. Acto seguido me llamó el director para decirme
que me tenía que cortar el pelo porque las nuevas normas del centro, sus
normas, así lo establecían. Pero coincidió que el curso estaba llegando a
su fin y aquella mala imitación del Duce, amante de la parafernalia fas-
cista, organizó un vistoso espectáculo gimnástico escolar. El programa
incluía un número en el que uno de los mejores gimnastas del colegio y
otro compañero saltarían un plinto y un aro de fuego para, a continuación,
caer dando una voltereta sobre una colchoneta. Todo muy teatral. Para
prender el aro habían dispuesto un recipiente con alcohol de quemar.
Cuando vi lo que preparaban, me faltó tiempo para aguarles la fies-
ta, nunca mejor dicho. El sabotaje era sencillo. Sólo tuve que llenar parcial-
mente de agua el recipiente con alcohol y esperar. Efectivamente, cuan-
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16.- Máquina electrónica de juego provista de un tablero sobre el que se impulsa y se inten-
ta controlar una bola por medio de una serie de palancas que se accionan desde boto-
nes exteriores.
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adolescente y antifranquista
en cierta ocasión, una niña muy atractiva llamada Mónica, que hacía
de policía, me atrapó. Pero para reducirme tuvo que abrazarme, y enton-
ces sucedió. Me invadió una sensación desconocida, muy fuerte e inten-
sa, que me impulsó a besarla en los labios. Para mi sorpresa, Mónica,
lejos de apartarse, correspondió a mi beso. Un tanto turbado, me escapé
de sus brazos y ella no intentó perseguirme de nuevo. Nos convertimos
en pareja de juegos, y ahora sí practicábamos el de médicos y enferme-
ras. Me encantaba tratar las dolencias de Mónica en exclusiva y ella jamás
permitió que otros muchachos la auscultaran. Mónica fue, pues, la pri-
mera chica a la que besé y mi primer amor adolescente.
Luego vendrían otras. Margarita era una chica rubia y guapa que
vivía en la calle Virgen del Castañar. Solía acercarme en bicicleta hasta
su patio, algo distanciado del mío, sólo para verla. Congeniamos, y cuan-
do, cierto día, estaba yo tocando la guitarra en el parque del barrio, vino
a hablar conmigo. Nos besamos, pero lo debí de hacer fatal porque ella
se rió. Le pedí que me enseñara a hacerlo bien, ya que tenía mucho inte-
rés en aprender. Margarita resultó ser una excelente profesora. Ella me
inició en los besos con lengua. Tumbados en el suelo, abrazados, tuve mi
primera erección y, también por primera vez, mojé mis calzoncillos. Mar-
garita estaba algo chiflada. Me llevaba a pasear por el cementerio y nos
acariciábamos sobre las lápidas. En una ocasión, su mano tropezó con
mi sexo, pero yo me cohibí y me ruboricé, estropeando las posibilidades
del momento. Sin embargo, la experiencia me había gustado. Tenía 14
años y era muy consciente de los cambios que se estaban produciendo
en mi persona. Empezaba a salirme la barba y las hormonas se rebela-
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Oír cantar a Mike Kennedy era un lujo, y el ejemplo de Los Bravos supo-
nía un estímulo que nos animaba a continuar nuestra carrera.
Los instrumentos musicales eran carísimos, lo que quería decir que
para nosotros eran tan inalcanzables como las tetas de la hermana de
Tony. Había una razón política para aquellos astronómicos precios, pues
existía un impuesto «de lujo» que se aplicaba a las guitarras eléctricas,
amplificadores, baterías, órganos eléctricos… Se trataba de poner las cosas
difíciles a los jóvenes que optábamos por el rock, por definición rebelde
e incompatible con la dictadura. Nuestros modelos eran The Rolling Sto-
nes, Free, Ten Years After, Black Sabbath, Johnny Winter, Alvin Lee,
Canned Heat, Traffic… Eran los tiempos de la psicodelia y guitarristas
como Jimmy Hendrix, cantantes como Janis Joplin y bandas como Pink
Floyd, eran lo máximo. En cuanto al rock español, lo más avanzado se
encontraba en Sevilla, y grupos de allí, como Simun, recalaban en Madrid.
Nosotros conseguimos un local miserable y cochambroso en el que
ensayar. Nos faltaba de todo, pero compensábamos las carencias con
ingenio. Peregrinábamos por las tiendas de instrumentos musicales, fis-
gando y probándolo todo, hasta que, invariablemente, nos echaban. Nues-
tro poder adquisitivo era inexistente, por lo que no podíamos comprar
lo que nos gustaba. Además, la autoridad constituida, lejos de fomentar
nuestra actividad creativa, nos ponía una y mil trabas para desarrollar-
la, pues, como se ha dicho, el Estado la veía con suspicacia. De hecho, la
Policía Armada, los «grises» de toda la vida, nos solían parar en la calle,
obligándonos a identificarnos, por el solo hecho de llevar el pelo largo,
expresión estética de desafección al franquismo y de rebeldía social. Y
como ya habíamos empezado a fumar nuestros primeros cigarrillos de
hachís, la cosa se complicaba, pues el trinomio «rock, melena y porros»
nos situaba enfrente de las normas y costumbres de la sociedad biem-
pensante del Régimen. Pero éramos jóvenes y guapos y nos movíamos
al margen de las pautas del sistema. Para colmo, siempre nos acompa-
ñaban las chicas más atractivas, lo que suscitaba la envidia general.
Por entonces conocí a María José, una cubana afincada en Madrid.
También era una chica de gran belleza, algo mayor que yo. Congeniamos
en seguida y, en la primera ocasión que se nos presentó, hicimos el amor.
Fue mi primera vez, aunque ella ya había tenido otra experiencia. Lo hici-
mos sobre una colchoneta, en nuestro local de ensayo, aprovechando un
rato en el que estábamos a solas. Cerramos con llave y pusimos un dis-
co de Crosby, Stills & Nash. Cuando ya nos habíamos corrido un par de
veces, llamaron a la puerta. Era el propietario, que había oído la música
y se había acercado a fisgar. Afortunadamente, debía de ser un hombre
liberal, pues cuando vio allí a una tierna parejita, sonrió y se fue para no
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