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ÁGUILAS HUMANAS

Punteros, fantasmas y criminales


Seis crónicas urbanas
ÁGUILAS HUMANAS

Punteros, fantasmas y criminales


Seis crónicas urbanas

CRISTIAN ALARCÓN
EDITOR
Punteros fantasmas y criminales / Rodolfo Palacios ... [et.
al.] ; compilado por Alcira Martínez. - 1a ed. - La Plata :
Universidad Nacional de La Plata, 2011.
130 p. ; 19x12 cm.

ISBN 978-950-34-0768-4

1. Investigación Periodística. I. Palacios, Rodolfo II. Martínez,


Alcira, comp.
CDD 070.4

Compiladora: Alcira Martínez


Arte y diseño: María Soledad Ireba
Revisión de textos: Melina Peresson

Derechos Resevados
Facultad de Periodismo y Comunicación Social
Universidad Nacional de La Plata

La Plata, Provincia de Buenos Aires, República Argentina.


Octubre de 2011
ISBN 978-950-34-0768-4

Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723.

Queda prohibida la reproducción total o parcial, el


almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación
de este libro, en cualquiera forma o cualquier medio, sea
electrónico o mecánico, mediante fotocopia, digitalización u otros
métodos, sin el permiso del editor. Su infracción está penada por
la Leyes 11.723 y 25.446.
Índice

La fama es puro cuento ...................................... 13


Rodolfo Palacios
El fantasma del Museo ....................................... 39
Ulises Rodríguez
Ser Menem ......................................................... 53
Marina Abiuso
Puntero ............................................................... 69
Lucía Alvarez
La cárcel de Marcos Paz ..................................... 87
Laureano Barrera
No hay como el guardapolvo de un médico
El crimen de Sandra Ayala Gamboa .................... 101
Juan Manuel Manarino
LA FAMA ES PURO CUENTO
Se zambulleron entre los dólares
como si el sommier fuera una piscina.
Rodolfo Palacios

Nació en 1977 en Mar del Plata. Es periodista desde


1995. Trabajó en el diario La Razón y en las seccio-
nes de noticias policiales de los diarios El Atlántico,
de Mar del Plata, Perfil y Crítica de la Argentina. Co-
laboró en el semanario La Maga y la revista Playboy.
Fue subeditor de Información General de la revista
Noticias. Actualmente es secretario de redacción de
la revista El Guardián. En 2001 obtuvo una beca de
perfeccionamiento organizada por la UCA y Clarín.
Además ganó el premio Tea en el rubro Periodista de
Diario. Realizó talleres de periodismo, entre ellos uno
de crónicas, a cargo de Cristian Alarcón, y de reporta-
jes, dictado por Jon Lee Anderson para la Fundación
Nuevo Periodismo Iberoamericano. Es autor de los li-
bros El Ángel Negro, vida de Robledo Puch, asesino
serial y de Pasiones que matan, 13 crímenes argenti-
nos. Escribió dos biografías de la colección “200 ar-
gentinos, vida, pasión y muerte (1810-2010)”, dirigida
por Jorge Lanata para la Revista 23. Es coautor del
libro Nora, la vida sobre patines.
Es que la gola se va y la fama es puro cuento,
andando mal y sin vento todo, todo se acabó.
Hoy sólo queda el recuerdo
de pasadas alegrías...

Mi vieja viola (Humberto y Frías Correa)

Los billetes de cien dólares cubrían de punta a pun-


ta la cama matrimonial de dos plazas y media. Api-
lados sobre el acolchado blanco de seda, llegaban a
treinta centímetros de alto y olían como huelen los
billetes nuevos: a papel moneda. El aroma era más in-
tenso que el perfume de jazmín de las sábanas recién
lavadas. Cuando entraron en la habitación de su padre
y descubrieron el tesoro, Martín y Priscila recrearon
una escena que habían visto en las historietas del Pato
Donald y El Tío Rico: se zambulleron entre los dólares
como si el sommier fuera una piscina. A brazadas y
moviendo las piernas como si tuvieran patas de rana,
deshicieron la cama y desparramaron los billetes por
el piso de parquet.
— Déjense de hacer cagadas –los retó su padre
cuando descubrió la travesura. Los chicos podían
decir malas palabras, hacer ruido durante la siesta

ÁGUILAS HUMANAS 13
o no respetar los horarios de llegada a casa; pero el
hombre no les perdonaba que se metieran en sus
asuntos. Uno de esos asuntos era el dinero. En los
años ochenta, sus hijos adolescentes no sospecha-
ban que esos billetes brillosos como la seda del cu-
brecama tenían un origen más oculto que esa ha-
bitación iluminada: la cúpula oscura de un blinda-
do. Tiempo después se enteraron de que ese dinero
había sido robado a punta de fusil de un camión.
Por esos golpes audaces, su padre se convirtió en
un mito de la delincuencia y en el enemigo público
número uno de la policía. El grueso prontuario AP
389822 lo identifica como Luis Alberto Valor Gon-
zález, de cincuenta y cinco años. Se hizo famoso
como El Gordo Valor: apodo que recibió cuando
era un alfeñique y al que hizo honor engordando
a la par que su cuenta bancaria. El ex líder de la
superbanda que asaltó más de cincuenta camio-
nes blindados y bancos en las décadas del ochen-
ta y noventa fue detenido el 31 de julio de 2009
después de una accidentada persecución policial.
Valor, que según la policía estaba por cometer un
robo, chocó en su auto contra una fila de árboles
del country Olivos Golf Club de Pablo Nogués, en
el norte del conurbano bonaerense, una porción
de campos y casas de dos plantas construidas en
barrios cerrados, con vista a un lago, y vigilados
por guardias privados las veinticuatro horas. Los
policías le encontraron en el baúl del coche cua-
tro armas de fuego y objetos robados en una casa,
entre ellos una guitarra acústica. El video casero
que registró su caída lo mostró con la boca ensan-
grentada, la mirada triste y esposado. Las imágenes

14 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


no mostraron un detalle que sería revelado tiempo
después. Algo que para Valor fue un milagro que le
salvó la vida. En ese video, aparece con la ropa lle-
na de barro y estaba boca abajo, con la cara contra
el pasto, como si fuera un chico.

— ¡Luisiiitooo, a comeeer!
— Ya voy vieja.
— Apurate Luisito que se enfría la comida.
Rosario González sabe que deberá llamar dos o
tres veces más a su hijo, como todos los mediodías.
Luisito tardará en obedecer porque ahora está boca
abajo, contra el pasto tupido, jugando con sus autitos
entre las hormigas. Los desarma y después los vuelve a
armar. Eso lo entretiene. Después cortará latas y cons-
truirá sus propios autitos. Los juguetes no le sobran.
La ropa tampoco. Sus padres trabajan todo el día y la
plata apenas les alcanza para la sopa, los fideos y la
cascarilla. Harán hasta lo imposible para que sus cinco
hijos no pasen hambre.
— ¡Ahí voy vieja!
— ¡Lavate las manos!
Luisito hace caso. Tiene cinco años y no quiere ha-
cer renegar a su madre Rosario, que además de hacer
las tareas del hogar trabaja por hora limpiando casas.
Luis Valor nació el 15 de octubre de 1953 en San Fer-
nando, una ciudad que creció frente al río y basa su eco-
nomía de los astilleros y las industrias. De chico soñaba
con ser como su padre Cirilo Nicolás Valor, un obrero
que trabajaba catorce horas por día en un aserradero
de Tigre; tuvo que retirarse después de que una astilla

ÁGUILAS HUMANAS 15
lo dejara tuerto del ojo derecho. Además de jubilarlo
prematuramente, el accidente también lo llevó al alco-
hol barato de las pocilgas. El destino –como esa astilla
artera– le deparó un final dramático: Cirilo murió en
una cama rodeado por su esposa y sus hijos, retorcién-
dose del dolor que le provocaba una cirrosis fulminante.
“Mi viejo era un poco bruto, pero era sano y me hizo
estudiar la primaria. Me dio buenos consejos, aun-
que fui un desubicado. Tuve una infancia feliz. Pero
a los catorce años empecé a ir al potrero y después se
me dio por los billares, las chicas y la política. Labu-
ré como tornero. ‘El nene me salió mecánico’, decía
mi pobre viejita”. Por ese entonces, su hijo trabajaba
como tornero en un astillero naval de San Fernan-
do. Rosario aún guarda en uno de sus cajones los
únicos dos recibos de sueldo que cobró su hijo.
Los papeles, amarillentos y manchados, certifican
los dos únicos años que el Gordo Valor trabajó
honradamente.
A los quince años se juntaba en un baldío con un
grupo de jóvenes que se dedicaba a robar autos. Le
decían Gordo, Vaca, Cachito o Cacho. Cinco años des-
pués lo detuvieron por primera vez, acusado de robar
un Ford Farlain modelo 60, un vehículo largo de cua-
tro puertas. Creyó que robar no estaba tan mal y que
iba a sacar de la pobreza a sus padres.
En su primer delito cayó por inexperto: por ser el
más chico de la banda siempre lo mandaban al fren-
te. El riesgo, las ganas de ascender, lo llevaron a la
cárcel. En 1974, a los veintiún años, Valor militó en
la Juventud Peronista de San Fernando. Una vez dijo
que expropiaban autos para usarlos en la actividad
política: “En la militancia aprendí a usar los fierros,

16 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


pero me corrí a tiempo”. Muchos de sus compañeros
fueron asesinados en la última dictadura militar ar-
gentina, que entre 1976 y 1983 devoró brutalmente a
treinta mil desaparecidos.
Antes de caer detenido, Valor conoció a Elba Ali-
cia, su primera esposa y madre de sus hijos. Se vieron
por primera vez en la escuela primaria Número 35 de
San Fernando, donde cursaban. Él la iba a visitar a su
casa, pero a veces sus suegros la encerraban para que
no entrara. Valor se las rebuscaba: como era flaco y
menudo, entraba por la claraboya del baño. Ella que-
dó embarazada a los pocos meses. Tenía quince años.
Sus padres se opusieron a la relación. Como si fuera
un fugitivo de novela, él pasó a buscar a su amada y
se escaparon. Estuvieron a punto de casarse en la clan-
destinidad, ante un juez, pero al final las dos familias
aceptaron la relación. Esa fue la primera fuga de Luis
Alberto Valor.

Valor y Elba tuvieron tres hijos: Priscila, Martín y


Fernando. Vivieron momentos felices y de los otros:
ella sufría por el peligro constante que corría él. El ma-
trimonio terminó de común acuerdo y sin reproches,
por el desgaste en la pareja. En su soltería, el Gordo no
perdió el tiempo. En una de sus salidas, en el invierno
de 1986, conoció a Nancy Collazo, su actual pareja.
Se vieron por primera vez en el boliche Surmenage de
Tigre. Valor vestía campera de cuero, jeans negros y
botas tejanas. La miró fijo con sus ojos verdes durante
varios minutos mientras ella bailaba en la pista. En la
calle, cuando había que voltear un blindado, era uno

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de los primeros en ir al frente sin medir el peligro. Pero
con las mujeres era distinto. Iba más despacio, medía
cada movimiento; se perfumaba el cuello para seducir.
Esa madrugada se acercó a ella.
— ¿Bailamos, linda?
— Bueno.
Bailaron rockabilly. Él se movía con ritmo de un
lado a otro. El momento de mayor placer lo vivieron
cuando sonaron las trompetas de “Pity Pity”, una de
las canciones más populares de Billy Cafaro. “Pity,
Pity, Pity, Pity, amor de mi amor, dime que me quieres.
Apiádate de mí. Pity, Pity, Pity, Pity, ¿qué puedo hacer
si estoy enamorado?”.
Esa noche, Valor no se fue solo. Nancy aceptó su-
birse a su moto. Ese día se pusieron de novios y él la
llamó Pity por primera vez.
“El Gordo es el ser más bueno que conocí en mí
vida. Cuando lo conocí era flaco. El pelo lacio y sus
ojitos claros lo hacían un galán. Sueño con casarme
con él. Doy la vida por él, aunque a veces me saca
canas verdes porque es como un chico. Es romántico
y me escribe cartas de amor”, le dice Nancy Collazo a
Playboy. Desde hace más de veinte años lo vista en las
cárceles y le lleva comida después de hacer una cola de
tres horas para entrar en el penal; le plancha la ropa,
le cocina y le cuida su perra Pocahontas. Siempre estu-
vo con él, aun en los malos momentos. Como aquella
tarde en Entre Ríos, cuando paseaban cerca del río y
llegaron más de cincuenta policías para detenerlo.
Cada vez que habla de su esposo, la mujer se pone
nostálgica: recuerda las noches de Surmenage y del
club 17 Unidos de Campana, donde Valor bailaba
como un gitano: sonriente, en ronda y con las ma-

18 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


nos en alto. Era el sabor de la libertad. El olor a calle,
como le gusta decir él.

Antes de salir a robar, Valor saludaba con un beso


a sus tres hijos y se iba cargado con bolsos. Volvía
una o dos semanas después, cansado y con barba. Su
hija recuerda que se bajaba del camión con bolsas lle-
nas de mercadería que repartía entre los vecinos: latas
de atún, de arvejas y paquetes de polenta. Sus hijos le
decían Papá Noel porque les regalaba billetes de cin-
cuenta dólares para que se compraran juguetes. Cuan-
do eran chicos, no sabían cuál era el oficio de su padre.
Creían que era camionero.
Valor nunca contaba que iba a robar. “Vuelvo en
unos días”, decía al despedirse. A veces no decía nada.
Quería mantener a sus hijos al margen. Con los varo-
nes no tuvo suerte: siguieron su camino. Martín está
preso en Campana por robar un supermercado. Su
hermano, Fernando, estuvo detenido por el robo en un
local fotográfico en San Fernando. Ahora está libre.
“Más allá de sus ausencias, fue un buen padre. Cuan-
do estaba preso y lo íbamos a visitar, pensábamos
que trabajaba en una escuela. No teníamos idea de
que eso era una cárcel. Con el tiempo comprendimos
que era una especie de Robin Hood, porque le roba-
ba a los ricos para darles a los pobres”, recuerda su
hija Priscila. Cuando salía en libertad, su padre la lle-
vaba a la plaza de San Fernando, donde la hamacaba,
o a ver carreras de galgos.
Una tarde, él y sus hijos acamparon cerca de un arro-
yo de Campana. Llevaron cañas para pescar y gomeras.

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Durante el paseo, los chicos descubrieron algo que los
dejó maravillados:
— ¡Mirá papi, un panal de abejas! –gritó su hijo
más chico.
Valor miró hacia una de las ramas del árbol y vio
el panal del tamaño de una pelota de rugby. Le dijo a
sus hijos:
— Sigan caminando que papá les va a bajar la miel.
— ¡Viva papi! –gritaron casi a coro.
Valor se trepó al árbol con la misma destreza con
la que huyó de Devoto. Tomó el panal con las dos ma-
nos. Creyó que tenía todo bajo control. Se equivocó:
del panal salieron más de diez avispas enfurecidas. Valor
cayó del árbol, rodó hasta la orilla del arroyo; se sacó
las avispas a los manotazos y se tapó la cara con los
brazos. Después se levantó y corrió como un desespe-
rado. El panal quedó en el pasto. Sus hijos vieron la
escena desde lejos.
— ¡Miren, papá salta de contento! Seguro que en-
contró mucha miel –dijo su hija.
Cuando se acercaron, su padre estaba irreconoci-
ble: tenía los ojos achinados, la boca hinchada, la cara
llena de picaduras. No hablaba. Sus hijos lo acostaron
en el pasto y le cubrieron las heridas con barro. Uno
de sus hijos, recuerda: “Al viejo siempre le gustaba ha-
cerse el héroe con nosotros”.

En su momento de apogeo criminal, Valor intentó


sacar rédito de su mala fama. Estuvo a punto de re-
gistrar como marca su apodo y su apellido. Tenía una
especie de representante y una tarde juntó a sus hijos

20 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


y les pidió que pensaran proyectos comerciales para
ganar plata.
— Ya que los medios, los jueces y la cana dicen que
soy pesado, célebre y mítico, habrá que seguirles la
corriente para sacar algún beneficio –razonó el delin-
cuente. La idea que más le gustó era construir una ca-
dena de restaurantes Valor. También se ilusionaba con
ser dueño de una franquicia de bares decorados con
fotos de mafiosos. Quería llamarlos La Cosa Nostra.
Estuvo a punto de autorizar la venta de remeras con
su nombre, muñequitos con su forma y crear la página
www.superbanda.com.ar.
Recibió varias propuestas para que su vida sea lle-
vada al cine. Le hubiese gustado arreglar con Adrián
Caetano, Bruno Stagnaro o Pablo Trapero, pero sus
pretensiones eran altas: quería ganar –como mínimo–
un millón de pesos; esa cifra la obtenía si el robo era
grande. La hija de Valor quería que su padre fuera in-
terpretado por el actor Julio Chávez. Vio la película Un
oso rojo tres veces. El ladrón solitario del conurbano
que compone Chávez la conmovió; pensó en su padre.
Se sintió identificada con la hija del delincuente, que
siempre lo esperaba detrás de una ventana. Según sus
hermanos, su padre tiene los gestos del actor de des-
cendencia italiana Rodolfo Ranni: la misma forma de
subirse los pantalones caídos mientras fuma un pucho.
Le gustó convertirse en el ladrón más famoso del
país. En la Argentina, decir Gordo Valor es sinónimo
del hampa. Hasta los políticos lo usan como adjetivo
descalificativo. Elisa Carrió, que fue candidata a presi-
denta opositora, llamó “Gordo Valor” al ex presidente
Néstor Kirchner, sospechado de multiplicar su fortuna
cuando llegó al poder.

ÁGUILAS HUMANAS 21
— Siempre el chorro o malviviente somos los que
vamos de caño. ¿Nadie dice nada de los políticos que
robaron millones sin usar un arma? Nadie habla de
esos porque donde hay poder hay impunidad. Están
todos libres. Son los ladrones de guante blanco.
Hasta cuando se queja, Valor parece tranquilo.
Cuesta creer que el hombre regordete, que ofrece biz-
cochitos de grasa y tortas fritas a sus visitas, sea el mis-
mo que amenazaba con su fusil a los policías que cus-
todiaban camiones blindados. Cuando se lo va a ver
al Gordo Valor a la cárcel, sólo se le puede criticar un
exceso: por cada mate que ceba con su termo agrega
una cucharada de azúcar. Después del segundo sorbo,
uno ya quiere escupir a un costado a chupar un limón.
Valor nunca ostentó, aunque se daba algunos lujos: le
gustaban las joyas y la platería. Tenía anillos de oro
brillante, artesanías y un cristo de madera en una pla-
taforma engarzada en oro que se lo obsequió a su hija.
Su familia nunca supo qué hacía con el dinero que ro-
baba. El mito dice que solía cerrar burdeles para él y
sus amigos, que salió con vedettes famosas –entre ellas
la actriz y humorista Moria Casán, que en una época
era famosa por sus tetas del tamaño de un melón– y
que compró casinos y hoteles cinco estrellas en varias
provincias y los puso a nombre de un testaferro. Pero
sus amigos lo desmienten. “La fama es puro cuento”,
suele decir Valor. Le gusta parafrasear el tango.
Cuando daba los mejores golpes, vivía en un chalet
de General Rodríguez. Por las noches, se apoyaba en
el barcito del living y se servía un vaso de whisky. En
esa casa –que tenía una piscina y un nogal de se-
senta años– uno de sus hijos se llevó una sorpresa:
una mañana corrió un mueble de roble, esos que se

22 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


hacen cama, y al abrir una tapa de madera encontró
dos fusiles.
— ¡Papá, mirá lo que encontré! –le dijo su hijo de
dieciocho años.
— Te voy a enseñar a tirar –le dijo Valor.
Salieron al patio, se puso detrás de su hijo y lo
ubicó en posición de tiro. El disparo del fusil rompió
parte del paredón. Enseguida, los vecinos tocaron el
timbre por el estruendo.
— ¿Señor, qué fue esa explosión? –le preguntó
una vecina.
— Nada señora. Son los chicos que están tirando
petardos –se justificó Valor.
— ¿Tan fuerte suenan los petardos de sus hijos?
— Vio señora, la pirotecnia de hoy viene fuerte.
No fue el único hallazgo de sus hijos. A veces ju-
gaban a buscar tesoros. Encontraban billetes de cien
dólares en los rincones o en algún cajón. Una noche
descubrieron a su madre haciendo un pozo en el patio
para enterrar un objeto que no llegaron a distinguir.
Por esos días, acompañaron a su padre hasta un arro-
yo, donde se deshizo de una bolsa pequeña.

El video casero dura cuarenta y ocho segundos y


puede verse por youtube: Valor salta con destreza uno
de los muros de siete metros de la cárcel de Villa Devo-
to mientras dos mujeres que viven en un departamento
de enfrente no pueden creer lo que están viendo desde
el balcón:
— ¡Mirá cómo se tiró el cana! –dice una de ellas
con sorpresa.

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— ¡No, no es un policía. Es un chorro! ¿No ves que
los de blanco son chorros y se están escapando? –le
responde la otra con temor.
La tarde del 16 de septiembre de 1994, Valor prota-
gonizó una fuga histórica del penal de Devoto con sus
amigos La Garza Hugo Sosa Aguirre, Emilio Nielsen,
Carlos Paulillo y Julio Pacheco. Se disfrazaron con los
guardapolvos de los médicos del hospital penitencia-
rio; Valor se vistió con la chaqueta gris de guardia.
Cuando llegaron a la muralla externa, disparó al cielo
y enfrentó a dos guardias.
— ¡Entregate Valor, estás rodeado! –le gritó el guar-
dia Luis Parada.
— Negro, entregá las llaves que está todo copado –le
dijo Valor.
Los cinco presos bajaron por las sábanas blancas
anudadas que habían colgado horas antes y huyeron a
los tiros en dos autos que los esperaban en la calle Ber-
múdez. La fuga les costó una condena de siete años.
“Me escapé porque vi una puerta abierta. Tenía miedo
de que me mataran”, dijo Valor tiempo después.
Se había convertido en integrante de la superbanda
en 1986, cuando el líder era el Cabezón Carlos Soto.
La tarea del ex tornero de San Fernando era reclutar
miembros en las villas del conurbano. Soto murió en un
tiroteo con la policía; lo reemplazó Pedro Tato Ruiz, que
también murió asesinado por las balas policiales. Valor
no desaprovechó la oportunidad. En 1991 pasó a liderar
un ejército de más de cincuenta hombres que sabían dis-
parar fusiles FAL, ametralladoras, itakas y escopetas. La
superbanda robó más de cincuenta bancos y camiones
de caudales. Cada golpe llevaba varios días de planifica-
ción, pero se ejecutaba en menos de diez minutos.

24 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


— Robábamos –dijo Valor en una entrevista– cin-
co blindados por mes. La superbanda respetaba los
códigos de la calle y la vida de la gente. No mataba,
no violaba, no secuestraba. No le afanábamos a un
pobre. Robamos mucho dinero: teníamos para vivir
en un cinco estrellas, pero lo hacíamos en un fitito
bajo el puente. Había que vivir oculto. La superbanda
es pasado. Es irrepetible. Estoy arrepentido de haber
robado, pero ya pasó y no puedo cambiar el pasado.
El liderazgo de Valor siempre fue puesto en duda
por sus compañeros. Ahora no quieren hablar con
él, pero en voz baja admiten que el Gordo Valor es
un invento, que armó su fama a través de los medios,
pero que en la calle, cuando había que robar, era uno
más. “La fama del Gordo se la hizo el periodismo”,
dijo La Garza Sosa.
La nueva generación de delincuentes, víctimas de
la pobreza y de una droga llamada paco (hecha con
las sobras de la cocaína), desconoce los laureles de
Valor. Tienen otros códigos. “Están perdidos. Nadie
les ha dado nada. Están fuera de la sociedad”, ha di-
cho Valor, que mientras estuvo libre daba charlas en
un internado de menores en conflicto con la ley. Pe-
día que lo llamaran Don Luis, aunque reconocía que
algunos de esos chicos habían visto su foto pegada
en los pabellones más peligrosos de las cárceles ar-
gentinas. Idolatraban su imagen recia. A Valor le da
cierto pudor: no se cree más que nadie. Él también es
un producto de esta sociedad. Pero a la edad en que
debía tener un libro en la mano, tuvo un arma. “Si
hubiese estudiado, como me pedía mi vieja, quizá aho-
ra estaría como gerente de una empresa”, dice Valor.
“Nunca lastimamos a nadie. Cada uno cumplía su rol

ÁGUILAS HUMANAS 25
a la perfección. Éramos ladrones chapados a la anti-
gua. Valor no era el capo”, reveló Daniel “El Pelado”
Hidalgo, ex miembro de la superbanda, actualmente
preso en su casa con tobillera magnética.
Pese a que los investigadores les adjudicaron el cri-
men de un policía, los integrantes de la superbanda
siempre negaron ese hecho. “La plata con sangre no
sirve”, era su frase de cabecera. Todos los integran-
tes del grupo tenían reglas. No traicionarse era una
de ellas. También sabían cuánto pesaba un millón de
dólares: once kilos, cuatrocientos gramos.
Los delincuentes tenían otro código: cuando uno de
ellos caía preso o era abatido por la policía, los que es-
taban vivos o libres se comprometían a llevarle dinero
a la familia del compañero caído en desgracia.
Una tarde, Valor le pidió a su hija que lo acompa-
ñara hasta la casa de un amigo. Cuando llegaron, ha-
bía una mujer que lloraba sin consuelo. Valor entró, la
saludó y la llevó a la cocina para decirle algo. Después
le entregó tres bolsas de consorcio negras. La chica no
pudo con la curiosidad y abrió una bolsa: estaba llena
de dólares. Cuando Valor caía en la mala, sus compa-
ñeros le llevaban bolsas negras a su familia.
Después de la famosa fuga de Devoto, Valor estuvo
prófugo doscientos cuarenta y cuatro días. En esa épo-
ca necesitó de la ayuda de sus amigos. No dormía más
de dos noches seguidas en un mismo lugar, no hablaba
por teléfono y se cortaba el pelo él mismo para no ir a
la peluquería. Fue el hombre más buscado del país; la
policía lo llamó “el enemigo público número uno”. La
madrugada del 18 de mayo de 1995, Valor y su esposa
Nancy dormían en una pieza de un templo umbanda de
Villa Lugano cuando más de sesenta policías irrumpie-

26 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


ron a las patadas, encabezados por el Chorizo Mario
Rodríguez, referente de la llamada maldita policía:
— Gorda de mierda, no se te ocurra abrir la boca
–le advirtió a la mai umbanda que escondía a los Valor.
— Me voy a entregar. ¿Me vas a matar? –le pregun-
tó el Gordo mientras se levantaba de la cama.
— No te voy a matar, Luisito, le respondió Rodrí-
guez. Después lloró de la emoción. Tenía en sus ma-
nos, por tercera vez, al pez gordo.
La Policía le adjudicó a la superbanda el frustra-
do robo del camión blindado en La Reja, ocurrido
en 1994, y donde fue asesinado el sargento Claudio
Calabrese. Valor y sus hombres siempre negaron ha-
ber dado ese golpe abortado por un grupo de poli-
cías que venía siguiendo al camión desde hacía varios
días. “Los canas tienen más plata que los ladrones.
A nosotros nos venían a cazar cuando teníamos los
bolsillos llenos”, acusó Valor. Por ese hecho fue con-
denado en 1999 a veinte años de prisión. Durante el
juicio, sus compañeros le cantaron el feliz cumplea-
ños (en una de las audiencias cumplió cuarenta y seis
años), pero el presidente del Tribunal los retó: “Se-
ñores, esto no es un salón de fiestas”. Cuando le lle-
gó el turno de presentarse ante los jueces, Valor dijo:
“Soy tornero de profesión”. Sus compañeros rieron.
El juez los volvió a callar.

Desde que el 7 de diciembre de 2007 –día en que


salió en libertad después de quince años– Valor se sen-
tía perseguido todo el tiempo. Sospechaba de un lin-
yera que había comenzado a dormir en la puerta de

ÁGUILAS HUMANAS 27
su casa porque el hecho de que se cubriera con una
frazada nueva y comiera todo el tiempo le hacía pen-
sar que era un policía infiltrado. Una tarde durante un
control vehicular cerca de su casa, un policía lo hizo
detener y le pidió los documentos.
— ¿Usted es el Gordo Valor?
— No, ni en pedo –respondió el famoso ladrón y
siguió su camino.
El 31 de julio, Valor fue detenido por la policía
después de un tiroteo y una persecución de ocho ki-
lómetros por la Panamericana. Iba con un acompa-
ñante. Valor estrelló el Peugeot 206 de su esposa –que
conducía a más de cien kilómetros por hora– contra
un árbol del country Olivos Golf Club. Los policías
le encontraron dos pistolas 9 milímetros, un revólver
Magnun 357 y una escopeta calibre 12.70. También
tenían una guitarra y un DVD, presuntamente robados
en una casa de Tigre.
Los investigadores sospechan que Valor lideraba una
banda de ladrones que robaban countries y barrios lu-
josos disfrazados de policías. Hubo otros dos detenidos,
entre ellos un ex militar que tenía recortes del célebre
delincuente porque estaba escribiendo un libro. Según
la Policía, “lo admiraba y quería imitarlo”.
Valor estuvo detenido en el pabellón 4 de la prisión
de Sierra Chica, una fortaleza de piedra granito instala-
da en un pueblo bonaerense de tres mil habitantes. La
cárcel es una fortaleza construida en 1881, al costado
de las vías del tren, por orden del entonces presiden-
te Julio Argentino Roca, que pretendía tener un fuerte
militar para avanzar en la Campaña del Desierto. El
penal es un panóptico, sistema creado por el filósofo
Jeremy Bentham en 1791: un solo guardia puede obser-

28 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


var a los prisioneros sin que ellos lo vean; el objetivo es
que crean que son observados todo el tiempo. Los doce
largos pabellones están distribuidos en forma circular.
Los guardiacárceles armados con fusiles vigilan desde
lo alto de los muros. Valor estuvo en una pequeña celda
con un pasaplato, encerrado con un candado.
Dice que le armaron la causa. De ser encontrado
culpable, podría envejecer en la cárcel por el solo he-
cho poner en juego su celebridad como asaltante audaz
en un robo de poca monta. Ya no es el ágil delincuente
que saltaba muros y robaba blindados. Jura que es po-
bre, como en su infancia feliz de San Fernando.
— No me quedó ni un solo peso partido por la mi-
tad –insiste con su tono de voz disfónico y apagado.
Sus amigos le creen. “El Gordo está viejo y pobre”,
reconocen. Él agregaría: “La fama es puro cuento”.
Ha reconocido decenas de robos pero ahora asegura
que cayó en una trampa. No quedan lujos en la fami-
lia Valor: no hay botines millonarios y la colección de
artesanías de oro que decoraba el living fue empeñada
para pagar deudas y abogados. Sus hijos están gran-
des. Ya no juegan a descubrir tesoros ocultos en algún
cajón o a encontrar las armas en los compartimentos
secretos de los muebles de roble de la casa. Tampoco
se zambullen en camas cubiertas con fajos de billetes
de cien dólares. No les queda más que un puñado de
recuerdos felices de un pasado peligroso. El dinero
también se esfumó, como la libertad del Gordo Valor.

Los testigos que lo acusaron dicen que en sus últi-


mos robos, Valor vestía un traje gris y se hacía pasar

ÁGUILAS HUMANAS 29
por policía. Resulta una paradoja para el asaltante que
siempre odió a los uniformados. De hecho, en su fuga
de la cárcel de Devoto un cómplice le ofreció disfra-
zarse de guardiacárcel, pero él lo descartó: Es difícil
imaginarlo con esa elegancia. Al menos en este mo-
mento, en que el famoso delincuente aparece por un
pasillo húmedo de la cárcel de Campana, una ciudad
del norte del conurbano bonaerense. Viste jeans gasta-
dos, zapatillas, una camisa roja abierta hasta el pecho
y una gorra naranja que le cubre la calva. Aún tiene en
la cara las marcas que le dejó el accidente en su auto,
cuando chocó mientras lo perseguía la Policía.
Conoce esos pasillos porque ya estuvo detenido cinco
años. Organizaba festivales infantiles para los hijos de
los detenidos, llegó a disfrazarse de payaso, sorteó muñe-
cas y bicicletas y para el Día de la Madre consiguió que
una florería donara rosas rojas para las mujeres.
Ahora no está de humor como para organizar fies-
tas. Se sienta a una mesa de madera, en el salón de vi-
sitas de la prisión. Se oye cumbia y en las paredes hay
dibujos del Pato Donald, Dumbo y Winnie The Poo.
— Me engañaron. Mi causa está armada. Yo sabía
que iba a pasar esto. Lo supe también la mañana de
ese día de mierda.
Quizá nunca se sabrá si el ladrón miente o le tendie-
ron una trampa vil. Esa mañana, Valor y su esposa sa-
lieron de su casa en ese auto. Él notó que dos autos lo
empezaron a seguir. “Me van a joder otra vez”, le dijo él.
Los últimos días había notado acontecimientos extraños
que presagiaban lo que ocurría después: un falso linyera
le pedía limosna en la puerta de su casa, un lechero miste-
rioso le ofrecía bidones a mitad de precio y un vendedor
de biblias le preguntó si él era el Gordo Valor.

30 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


— Se equivocó feo. Soy otro –respondió antes de ce-
rrarle la puerta en la cara. Luego, llegó todo lo demás:
más de veinte patrulleros siguiéndolo a toda velocidad
por la ruta. Su esposa, que tomaba mate amargo con
su madre, oyó las sirenas, pero nunca pensó que esas
patrullas tenían una sola misión: cazar –como sea– a
su marido.
Valor dice que iba a más de 150 kilómetros por hora.
También recuerda que las balas atravesaron el auto de
par en par y le pasaron por al lado de su oreja derecha.
— Un milagro me salvó la vida –confiesa mientras
en un repasador florido que puso sobre la mesa dibuja
las calles por donde lo persiguieron.
Lo último que recuerda es que del tablero del auto
se le cayó una estampilla de San Expedito, el santo
romano que superó la tentación del mal (personifica-
da por un cuervo) y fue sacrificado por el Emperador
Diocleciano. Es el santo que atiende las plegarias ur-
gentes. Valor no rezó en ese instante: sólo se agachó a
recoger la estampilla, que había caído en el pedal del
acelerador. La urgencia lo cegó: cuando se levantó para
retomar el volante, vio de frente, a seis metros, una fila
de árboles. No los pudo esquivar. Chocó. Si hubiese
esquivado esos árboles, piensa ahora, no habría podi-
do escapar de los policías que le estaban por cerrar el
paso y no hubiesen dudado en disparar. Valor despertó
a los pocos minutos, tirado en el pasto: vio las botas
policiales. Su vista nublada le hizo pensar que estaba
en una pesadilla confusa, como las que había tenido en
todos los años que estuvo preso. Las botas lo rodearon
y comenzaron a patearlo. Primero para ver si estaba
vivo; después para darle un escarmiento. En la mano
derecha, Valor tenía la estampilla de San Expedito.

ÁGUILAS HUMANAS 31
— Estás hasta las pelotas –le advirtió uno de los po-
licías. Lo llevaron esposado, hacia uno de los patrulle-
ros que antes lo había perseguido. Valor apretó las ma-
nos con fuerza, como si quisiera despertar de un sueño
pesado. Pero al abrir las manos encontró arrugada la
estampilla. En ese momento, supo que no estaba so-
ñando. Lo entristeció el hecho de volver a la cárcel. Lo
alivió pensar que lo había salvado un milagro.

32 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


EL FANTASMA DEL MUSEO
A partir de ese momento la leyenda
sobre su espíritu cobró otro sentido.
Ulises Rodríguez

Periodista y locutor, fue editor del diario Hoy de La


Plata. Es redactor de la revista La Pulseada, del Hogar
del Padre Cajade. Es un águila humana surgida en el
taller de crónicas de Cristian Alarcón. Ha publicado
crónicas en el diario Crítica, Miradas al Sur, revista Un
Caño, La Mujer de mi vida, entre otros.
Francisco Pascasio Moreno le dio la orden precisa
a uno de sus ayudantes:
— Vigílelo de cerca a Inakayal; anda todo el día
borracho y perdido, parece un fantasma.
Corría la primavera de 1888 y, tal como decía el
futuro Perito, el cacique llevaba unas cuantas sema-
nas mirando la nada. Caminaba encorvado, arras-
trando los pies. Hablaba solo y se le caían los panta-
lones de lo flaco que estaba. Quedaba poco del fiero
tehuelche; su espíritu aguerrido lo había abandonado
después de ser capturado en la Campaña del Desier-
to. Y sólo él sabía que su alma en pena deambularía
para siempre por su cárcel y su tumba: el Museo de
Ciencias Naturales de La Plata.
Con los años, aquello de fantasma se volvió le-
yenda en el museo; uno al que se le atribuyen porta-
zos, súbito desorden de cajones, escozores sutiles en

ÁGUILAS HUMANAS 39
la espalda. Por las noches se lo escucha jadear, y
dicen que el pobre hombre reniega en su lengua.
A principios del siglo XX, un sereno del museo lo
bautizó Gabino, como el indio lenguaraz de Mo-
reno. Pero hay otros que sostienen una versión dis-
tinta: están convencidos de que se trata de Inakayal.
— Muchas veces nos pasa que estamos yendo de la-
boratorio en laboratorio con otros compañeros y es-
cuchamos que alguien golpea la puerta. Nos vamos a
fijar y nunca hay nadie
Así lo cuenta Roque Díaz, hombre de setenta y
cuatro años y auxiliar en el museo desde los doce.
Roque anda por el lugar con un jogging negro, el
elástico hasta el ombligo y una camisa de jean desco-
lorida. Aunque está jubilado, sigue trabajando. Con
el mate y la radio, se pasa horas en el laboratorio de
Antropología Biológica. Es un espacio del subsuelo
en que el aire es una mezcla de formol y cloacas. En-
tre cráneos numerados y esqueletos embolsados, el
empleado más antiguo recuerda: “Una vez, cuando
no había nadie en el edificio, vino gente de la Fun-
dación Francisco Pascasio Moreno. Ya era tarde así
que les abrí para que hicieran el relevamiento de unos
cuadros. Después me fui a la entrada. Al cabo de unas
horas apareció en la puerta un señor que venía a avi-
sarme que esta gente lo había llamado porque se ha-
bían quedado encerrados en un laboratorio”.
Aquella vez el fantasma, indignado seguramente
con razón, cerró tan fuerte la puerta que se trabó el
picaporte. Lo que han percibido otros es algo así como
pasos persecutorios mientras caminan por el subsuelo.
— Como este es un edificio viejo –dice Roque–, de
noche se escuchan muchos ruidos y el crujir de las ma-

40 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


deras hace que uno se asuste un poco. En los años
en que había menos iluminación varios serenos no
aguantaron y renunciaron.
La mirada científica sobre esta controversia en torno
de lo paranormal la aporta el Grupo Universitario de
Investigación en Antropología Social (GUIAS). Desde
2006 el equipo trabaja para identificar y devolver pie-
zas humanas pertenecientes a pueblos originarios de
Sudamérica. Ellos descubrieron que, a pesar de que los
restos de Inakayal fueron restituidos a su comunidad
en 1994, el cuero cabelludo y el cerebro permanecían
en la colección del museo. A partir de ese momento la
leyenda sobre su espíritu cobró otro sentido. La comu-
nidad mapuche-tehuelche reclamó los faltantes para
que el alma del cacique descanse en paz junto a sus
huesos en Tecka, Chubut, donde fueron enterrados.
— Hemos encontrado también dos corazones
disecados. Hay altas probabilidades de que uno de
ellos pertenezca a Inakayal. Estamos esperando que
nos entreguen las pruebas de ADN para confirmar-
lo, –dice Patricio Harrison, uno de los coordinado-
res de GUIAS.

En sus toldos, a orillas del río Limay, Modesto


Inakayal era amo y señor. En la Patagonia manda-
ba el gran Sayhueque, y junto a Foyel, eran sus lu-
gartenientes de confianza. Vacas, ovejas y caballos
conformaban su riqueza. Convivía con dos mujeres,
estaba al mando de novecientos hombres, montaba
un caballo overo y cazaba ñandúes con boleadoras.
El explorador chileno Guillermo Cox lo describió en

ÁGUILAS HUMANAS 41
sus memorias como un hombre de “cara inteligente,
cuerpo rechoncho pero bien proporcionado”. No sa-
bía escribir pero entendía el castellano. En términos
siempre pacíficos recibía a los científicos y explora-
dores con manzanas, y a la hora de la cena mandaba
a sacrificar a sus mejores animales.
Inakayal jamás imaginó que aquel explorador de
anteojos y cara bonachona sería, en pocos años, su
carcelero. El primer encuentro con Francisco Moreno
se dio en 1879. El trato fue cordial entre ambas partes
y hasta se podría decir que entablaron una amistad.
Entre 1878 y 1885 el presidente Julio Argentino Roca
impulsó la ofensiva militar conocida como Campaña
del Desierto. El indio pasó a ser el enemigo del blanco.
Y Moreno estaba del lado de los blancos.
Inakayal, junto a Sayhueque y Foyel, cayó prisio-
nero del teniente Francisco Insay en Junín de los An-
des, en 1885. Antes de que lo embarcaran con destino
a Buenos Aires en el vapor Villarino, el Ejército Ar-
gentino le robó sus caballos y repartió sus hijos en-
tre las familias de los generales, para que los usaran
como sirvientes.
El destino de los caciques fue la isla Martín García.
Fueron humillados, vestidos con la ropa que descar-
taban los soldados, obligados a hachar quebrachos y
comer las sobras de la milicia. Sayhueque pudo vol-
ver a la Patagonia. Inakayal y Foyel fueron rescatados
por Francisco Moreno y pasaron a formar parte de la
colección viviente –literalmente viviente, aunque fuera
una vida de mierda– del museo de La Plata.
Francisco Pascasio Moreno, explorador de la Pa-
tagonia, científico autodidacta, fundó ese museo en
1884. Allí expuso su colección personal de restos

42 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


óseos: desde huesos de animales prehistóricos hasta
los de restos humanos extraídos de cementerios in-
dígenas. En una carta a su padre, en 1875, el joven
explorador había contado: “Hice abundante cosecha
de esqueletos y cráneos en los cementerios de los in-
dígenas sometidos que vivían en las inmediaciones de
Azul y de Olavarría y en Blanca Grande. Aunque creo
que no podré completar el número de cráneos que yo
deseaba, estoy seguro de que mañana tendré setenta”.

Cuesta imaginar que el edificio con aires de Parte-


nón, ubicado en el centro del bosque platense, haya
sido la prisión y la tumba de una decena de indígenas.
El subsuelo donde hoy funcionan laboratorios y áreas
de estudio, fue el lugar donde estuvieron cautivos los
vencidos de la Campaña del Desierto. Si bien es cierto
que durante el día circulaban libremente por los pasi-
llos del museo, por las noches una pesada puerta de
madera se cerraba con candado hasta el amanecer.
Mientras Don Francisco Moreno –como lo llama-
ban sus empleados– habitaba en el amplio y luminoso
segundo piso rodeado de libros y una salamandra para
el invierno, los indios rescatados por él se amontona-
ban, con unas pocas frazadas malolientes, en la hume-
dad y oscuridad del subsuelo.
En el mismo lugar en el que recibían una olla de
sopa para todos, hombres, mujeres y niños hacían sus
necesidades en un rincón. No había forma de salir has-
ta la mañana siguiente, cuando uno de los empleados
del museo abría el candado. En el listado de prisione-
ros figuraban Inakayal, una de sus mujeres y su hija;

ÁGUILAS HUMANAS 43
Foyel junto a su compañera y su hija Margarita y Tafá
(una alacaluf de Tierra del Fuego) y otros que nunca
fueron identificados.
Cada uno tenía tareas asignadas. Las mujeres se
encargaban de la limpieza del museo, el lavado de las
ropas del personal y la confección de telares para la
venta. Los hombres estaban confinados a tareas más
duras como cavar pozos, limpiar los desagües cloacales
y trabajar en la construcción del edificio que aún no
estaba terminado.
Cuando los científicos lo disponían, los indios de-
bían prestarse a ser examinados desnudos, fotografia-
dos durante horas o quedarse quietos frente a un pin-
tor que los retrataba. Era la época de la ciencia en que
los sabios blancos medían, tasaban, archivaban todo lo
que fuera el Otro. Francisco Moreno mostraba orgu-
lloso su colección viviente a los colegas del extranjero,
mientras el lenguaraz Gabino traducía la lengua origi-
naria al castellano. La mayoría de los indios aceptaba
sin chistar los mandatos del director del museo. Pero
Inakayal no estaba acostumbrado a recibir órdenes: se
quejaba de que los blancos le habían matado a sus hi-
jos, robado sus caballos y arrancado de su tierra.
Al igual que Sayhueque, Foyel pudo regresar a la
Patagonia a cambio de reivindicarse como argentino.
Se le cedieron algunas hectáreas, ya por entonces en
manos del Estado. Inakayal, en cambio, se negó a re-
signar su identidad y siguió en cautiverio.
El antropólogo Herman Ten Kate escribió, en la Re-
vista del Museo (1904), que Inakayal “era reservado,
desconfiado, orgulloso y rencoroso. Comunicativo so-
lamente cuando estaba ebrio. Dormía casi todo el día,
discutía fácilmente, muy apático y sin ninguna preocu-

44 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


pación por su persona”. Estaba claro que el cacique no
se sentía a gusto en la galería de exotismos de Moreno.

En 1887 los indios prisioneros comenzaron a morir


de manera extraña. El 21 de septiembre murió Marga-
rita. El 2 de octubre, la mujer de Inakayal. El 10, la ma-
yor del grupo, Tafá. Algunos diarios de la época dieron
cuenta de estas muertes en cadena. El Eco de Córdoba,
asociado a grupos católicos, acusó a Moreno de “caba-
llero de la noche”. Un periódico porteño, L’Operario
Italiano, lo cuestionó por no respetar las disposiciones
municipales acerca del tratamiento que debía darse a
los difuntos. El matutino platense La Capital también
menciona la “muerte de una niña india en el Museo”.
A partir de este dato el grupo GUIAS está tratando de
verificar si uno de los esqueletos pequeños hallados per-
tenece a la hija de Inakayal.
El cacique tehuelche, uno de los últimos en resistir,
veía a diario cómo los cuerpos de su gente eran des-
carnados y expuestos a los visitantes tras su muerte.
Inakayal sabía que corría el mismo destino. La tristeza
le había quitado hasta las ganas de dormir. Se pasaba
horas mirando los restos de su mujer, exhibida en una
vitrina junto a otros esqueletos. Francisco Moreno ya
no era el amigo blanco que lo visitaba a orillas del Li-
may. El saco negro de funebrero y ese pantalón con olor
a rancio de tanto orín impregnado distaban mucho del
aura combativa que mostraba el cacique en otras épo-
cas. Tenía cuarenta y cinco años, los pelos chuzos y un
bigote desprolijo. A su amplia cara morena la atravesa-
ban arrugas taciturnas.

ÁGUILAS HUMANAS 45
Sin fuerzas y sin alma, Inakayal prefería la muer-
te. Los inventarios del Museo certifican que falleció el
24 de septiembre de 1888. Algunas versiones hablan
de un suicidio, otras que fue empujado por unas es-
caleras. El naturalista italiano Clemente Onelli, mano
derecha de Moreno, dejó asentado que “Inakayal se
arrancó la ropa, la del invasor de su patria, desnudó su
torso, hizo un ademán al sol y otro larguísimo hacia el
Sur, habló palabras desconocidas... Esa misma noche
Inakayal moría”. De inmediato su esqueleto fue des-
carnado y expuesto al público.

Tras reclamar durante más de medio siglo, en abril


de 1994 la comunidad tehuelche logró que los restos
de Inakayal fueran trasladados al valle de Tecka. En
medio de actos protocolares, rituales indígenas, dis-
cursos políticos en cada parada y cerca del hotel que
lleva su nombre, los huesos del cacique volvieron a
su tierra. En 2006 el grupo GUIAS comprobó que la
restitución fue parcial: faltaban el cuero cabelludo, el
cerebro, una oreja y quizás el corazón.
Las comunidades originarias lo calificaron como
“una ofensa más a sus ancestros” y llegaron a dudar
de que el esqueleto enviado fuera el de Inakayal. Las
autoridades del museo dijeron que la falta se debió a
un “error administrativo”.
La tradición tehuelche manda que sus muertos de-
ben ser enterrados como si estuvieran en el seno ma-
terno, rodeados de los objetos que pudieran necesitar
al renacer en otra parte. En épocas remotas mataban
al caballo y al perro preferido del extinto. Al lado del

46 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


cadáver depositaban las armas, los utensilios y el ali-
mento para la hora del despertar. Lejos de estos ritua-
les, el cuerpo del cacique Inakayal fue cuereado como
si se tratase de una vaca. Por ciento veinte años su
cadáver y su alma no descansaron esperando el rena-
cimiento tehuelche. No es de extrañar que su espíritu
deambule por los pasillos de su prisión y de su tumba:
el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.

ÁGUILAS HUMANAS 47
SER MENEM
Los ojos fueron negros
hasta que cobró su herencia el año pasado.
Marina Abiuso

Nació en Buenos Aires en 1983. Se recibió de la carrera


de Periodismo en TEA y estudió Comunicación Social
en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Durante
tres años se desempeñó en la sección “Personajes” del
diario Perfil y hoy es redactora de la revista Noticias.
El velorio fue en la Quinta de Olivos. Junior se había
estrellado con un helicóptero Bell Ranger de una tone-
lada y media, a la altura de Ramallo. Susana Giménez,
Gerardo Sofovich y Andrea del Boca se mezclaron entre
los deudos y las miles de personas que hacían fila para
pasar delante del ataúd de cedro cerrado, el más caro de
la Argentina. Alberto Cormillot envió tortas light para
paliar la angustia. El sepelio fue en el cementerio Islámi-
co de San Justo. En la puerta, al presidente lo esperaban
con pancartas. El calor pegajoso de marzo y las luces
de las cámaras lo hacían transpirar dentro de su traje
brillante. Saludó a la multitud con la V de la Victoria.
Faltaban sesenta y tres días para las elecciones de 1995
y Carlos Saúl Menem había enterrado a su hijo. Lejos
de Olivos, lejos de San Justo, lejos de los rezos y lejos de
las masas finas, Antonella se despedía desde una pieza
húmeda tirando besitos al televisor.

ÁGUILAS HUMANAS 53
Llegó con su mamá cuando el cementerio ya ha-
bía cerrado, pero las dejaron pasar. Después de la
caravana y las cámaras de TV, en la tumba de Ju-
nior no quedaba nadie. Entre las coronas fastuosas
dejó cinco rosas blancas y un dibujito. Ya era de
noche, pero no quería irse. Apenas entendía las le-
tras escritas en el mármol. Tenía seis años y era la
primera vez que estaba tan cerca de su papá.
Ella igual lo ama. “Yo igual lo amo”, jura. Quin-
ce años después de muerto, Antonella le dice “papi” al
hombre que no quiso conocerla. “Si todas las mujeres
con las que me acosté me reclamaran lo mismo, ya ten-
dría como dos millones de hijos”, le contestó a la madre
cuando fue a contarle de su existencia. Había aceptado
recibirla en su concesionaria de Avenida Figueroa Al-
corta gracias a la gestión de Guillermo Coppola, que
compartía noches de baile en Buenos Aires y Punta del
Este. La charla fue en la vereda. Junior la escuchó con
la vista puesta en las motos enormes. Recorría con los
ojos el metal brillante y los levantaba apenas lo justo
para espiar a esa mujer alta y hermosa, de pelo lacio y
piel fina que le juraba que tenían una nena de cuatro
años. Que él, que Junior, era el papá. “Ya tendría como
dos millones de hijos”, le dijo y se metió de nuevo al
local. Coppola se asustó. No quería enojar al hijo del
presidente. Entró apurado detrás, pidiéndole perdón.
Después de la caída del helicóptero, sus abogados
aseguraron que Junior tenía pensado someterse a un
análisis de ADN. Eso para Antonella es suficiente. Una
prueba de amor. En el living de su departamento, el
portarretratos más grande muestra una foto de su papá
recortada de revista Caras. En la pantorrilla blanca y
redonda se tatuó un casco, el número uno y el apodo

54 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


del papi que la protege desde la muerte. “A mí también
me gusta la velocidad, y me gustaría correr en auto.
Igual yo sé que él no quería que las mujeres maneja-
ran. Y si él se llega a enterar de que la hija está co-
rriendo…”, dice y se ríe de la travesura. El humo del
cigarrillo le nubla los rasgos y ella lo corre en el aire
como si fuese un velo. Tiene el misterio y la belleza
de la Zulema Yoma original, antes de que un batallón
de expertos en cirugía le aplastara los rasgos árabes.
De Junior heredó la mirada indescifrable: profunda y
torcida, culpa de un ojo rebelde que no siempre enfoca
para donde ella mira. Los ojos fueron negros hasta que
cobró su herencia el año pasado. “¿No te diste cuenta?
Son lentes de contacto. Ahora tengo los ojos como mi
hijo”. Dylan sonríe con sus dientes de leche. El bisnieto
de Carlos Saúl es un Menem rubio y de ojos celestes.

Amalia Pinetta y Junior se conocieron en Expo La


Rioja 1987. Ella tenía diecinueve años, un hijo de cinco
meses y un jopo vertiginoso a base de spray. A Junior
le dijo que se llamaba Karina. Los besos de la primera
noche, en el lobby de su hotel, le costaron su trabajo de
promotora. Él salió al rescate y la alojó en la provincia
una noche más, en la residencia del gobernador. Se sen-
tó a la mesa familiar en la que nunca faltaban el vino,
las mujeres ni los amigos. Conoció a Carlos Menem,
a Zulema Yoma, a Zulemita. No abrió la boca más
que para comer y reírse de los chistes que hacían otros.
Todo era fácil y divertido. Nadie le prestó atención.
Cuando volvió a aparecer, cuatro años después, Ju-
nior era el hijo del presidente. Antonella había nacido

ÁGUILAS HUMANAS 55
en junio de 1988. Pinetta jura que usaba un DIU, que
los médicos le habían recomendado esperar tres años
antes de un nuevo embarazo y que al parir puso en
riesgo su vida. La sacó del hospital Anchorena sin ano-
tarla. Recién cuando empezó la causa judicial tramitó
su partida de nacimiento y asentó un segundo nombre:
Carla. En honor al papá.
El juicio por filiación terminó en 2004. Antonella
tenía dieciséis y atendía el guardarropas de una disco
freak de Federico Lacroze y Zapiola. Dormía en una
pieza del primer piso en la que había una cama matri-
monial para compartir con su mamá y una hermana
menor. Empezó a fumar. El asma –otra herencia pa-
terna– volvió a molestarla. Durante años, su madre
había recibido una mensualidad informal de dos mil
pesos, pero el favor presidencial se había termina-
do con la presidencia. Antonella lavaba copas en el
bar y a la mañana iba a un secundario acelerado.
En el 2004 la Justicia le entregó el apellido Menem
y las llaves del departamento de su papá: un dúplex
de doscientos metros cubiertos, en 11 de Septiem-
bre 1760, a quince cuadras de su vivienda precaria.
Lo encontró completamente vacío, excepto por la
mugre añeja en el suelo de parquet. Sin muebles y
abandonado, era una mueca de su propio lujo. Tenía
los servicios cortados y debía casi una década de ex-
pensas. Pinetta se instaló en la habitación que había
sido de Junior: 7 x 6, con un jacuzzi para dos que no
funcionaba desde los 90. A ese departamento llamó
Carlos Menem en junio, cuando Antonella cumplió
dieciséis. Ella dice que fue la mejor sorpresa. La fe-
licitó y le dijo que quería verla pronto. Luego, pasa-
ron otros cuatro años.

56 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


Lo más parecido a una reunión familiar había
ocurrido el 18 de septiembre de 1995, en el piso que
Armando Gostanian le prestaba a Zulema Yoma,
sobre Avenida del Libertador. Junior llevaba seis
meses muerto y Menem había ganado la reelección.
Los abogados acordaron un ADN extrajudicial que
comparara la sangre de Antonella con la del presi-
dente, su ex esposa y su hija. Las extracciones, que
se hicieron ahí mismo, fueron casi una formalidad:
Zulema lloraba emocionada al comprobar el pareci-
do de la nena con su hijo varón. La besó y le regaló
una bolsa de consorcio llena de juguetes.
El mismo Carlos Menem reconoció el resultado
desde una suite del Hotel Waldorf Astoria en Chi-
na, vistiendo frac para una nota con revista Caras.
“Estoy feliz, pero tenemos que ser prudentes”, ad-
vertía. Los medios ya tenían la noticia: el análisis
había arrojado un parentesco de más del noventa y
nueve por ciento. En ese mismo número salían Pi-
netta y Antonella. La nena, redonda y rotunda, no
cabía en el vestidito talle ocho que llevaron para
la producción. Toda volados y sonrisas en el fren-
te, tenía la espalda sujeta con alfileres de gancho.
Le sacaron fotos en una cama que no era la suya
con un oso que no era de ella. Pidió quedárselo y
se lo negaron. “A Zulema quiero darle un abrazo.
Eso vale más que las palabras”, aseguraba en la
nota Pinetta. Posó en pijama y con un vestido ne-
gro de noche. El pelo lacio hasta la cintura y una
figura envidiable. Fantaseaba con una carrera como
actriz, tal vez como modelo. Alguna aptitud tenía:
la habían elegido Reina del Metal y se lucía des-
nuda en el video de Rata Blanca, Mujer amante.

ÁGUILAS HUMANAS 57
Zulema y Zulemita nunca le perdonaron las preten-
siones de lujo, la exposición mediática ni su estilo de
vida. En la Argentina menemista, los medios dejaron
de prestarle atención. Apeló a sus hijos, los presentó
en castings. Jonathan, el mayor, en Cebollitas y An-
tonella para una publicidad en la revista de Chiqui-
titas. Los productores no le daban trato preferencial
y tuvieron que esperar horas en la fila. Cuando llegó
su turno, le pidieron que llorara, pero la nena estaba
cansada y no entregaba más que una mirada bizca
y fastidiosa. Pinetta tuvo una idea para apurar las
lágrimas y se acercó maternal hasta el oído de su
hija: “Dale Anto, pensá en tu papá”.

Ahora, es la hija de Junior la que quiere ser actriz.


Conductora. Panelista. Mediática. Saltó a los progra-
mas de chimentos después de un encuentro con su tía
Zulemita. Se habían visto a fines de 2008: era la primera
reunión después de la prueba de ADN, trece años antes.
Antonella juró que no estaba en contacto con su mamá.
Que la odiaba, le dijo. Zulemita conoció a su sobrino
nieto y le regaló un carting rojo de juguete, tipo Ferrari,
que había sido de su hijo Luca. En el auto de verdad
llevó a Antonella hasta su trabajo, una veterinaria en la
que hacía algunos pesos bañando perros. Se despidie-
ron con un beso y promesas de nuevos contactos.
Fue cierto: volvieron a verse unos meses más tarde,
en la puerta de la mansión de Menem sobre la calle
Echeverría. Antonella trataba de cortar la entrada al
garaje y reclamaba la presencia de su abuelo. “Yo no
voy a estar toda la vida esperando a ver si quiere ver-

58 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


me, si va a conocer a su bisnieto”. Menem entró en un
auto polarizado y con custodia, a toda velocidad. A los
pocos minutos, salió Zulemita, arrancó la antena del
auto y la usó como si fuese una espadachín. Hubo gri-
tos, patadas, tirones de pelo. “Si ya te gastaste la plata,
nosotros no tenemos la culpa. No te quiero volver a ver
por acá”. El encuentro familiar quedó asentado en la
comisaría 37. Su abuela volvió a verla por primera vez
desde los análisis de ADN en 1995. Antonella ya no era
una gordita sino una mujer puro piercing y enojo en la
tapa de un diario.
Los medios habían sido claves para su tío, Carlos Nair.
Él siempre supo quién era su papá. Lo veía en la Casa
Rosada, en la pileta de Olivos y hasta en la residencia de
verano en Chapadmalal. Era fan de Junior, el hermano
corredor al que nunca conocería. Había sido concebido
en Las Lomitas, Formosa, lugar de confinamiento del ex
presidente durante la dictadura militar. Menem le había
prometido reconocerlo después de su segundo mandato,
pero lo defraudó y en 2000 se inició la causa judicial. Su
padre se negó siempre a un ADN. Le ganó un juicio a la
revista que había revelado su existencia. Cuando el chico
se hizo popular en la casa de Gran Hermano Famosos,
entonces sí, le dio su reconocimiento público. “No hace
falta un análisis, si somos iguales”, dijo en los noticieros.
No era casual: dentro de la casa, Carlos Nair se había
ganado el apodo de Anaconda gracias a un pito grande
que mostraba con frecuencia y que Telefé pixelaba con
devoción. Antonella se gastaba los ahorros llamando al
0600 del programa para que su tío siguiera en el show.
Lloró cuando lo echaron, tan cerca de la final. Por pri-
mera vez, la familia Menem lo esperaba con los brazos
abiertos y un lugar de privilegio en la caravana electoral.

ÁGUILAS HUMANAS 59
Cuando Nair chocó su Porsche en mayo de 2008,
Antonella montó guardia en el hospital. Estaba en la ha-
bitación con él cuando se despertó. “Gracias por venir,
gorda”, le dijo y se metió al baño con el custodio para pe-
dirle que la sacaran. Zulema y Zulemita estaban en cami-
no. Durante años, madre e hija habían llorado con la sola
mención del nombre de este otro Carlitos pero las cosas
eran distintas en el siglo XXI. “Hay que cuidarlo mucho
porque él no tiene mamá”, explica Zulema. La mamá de
Carlitos se mató en 2003 con un coctel de alcohol y ve-
neno para ratas. Había llegado a diputada. Zulema reza
el Corán por el hijo ilegítimo de su ex marido. Pero con
su nieta no quiere saber de nada. “Están maltratando a
lo único que les queda de mi papá. Se piensan que yo soy
como mi mamá, que yo los busco por la plata. Y no me
interesa. ¡Se las devuelvo! Si mi papá los viera, ¿sabés lo
que les diría? De todo les diría”.
Cobró el dinero de la polémica en 2009, unos meses
después de cumplir veintiuno. Los últimos años habían
sido difíciles. Vivía con una mensualidad de dos mil
quinientos pesos fijada por la jueza de menores, como
adelanto de su herencia. Sacó a su hijo del jardín por-
que no podía pagarlo. Por expensas de su departamento
–cuatro ambientes en Villa Urquiza– le cobraban seis-
cientos. El aumento del gas le complicó las finanzas y
pasó el último invierno sin estufas. Sin obra social. Sin
trabajo. La vida en suspenso a la espera de una sucesión
que se demoró catorce años.
La cifra final no es ni la propina de la fiesta me-
nemista, doscientos diez mil dólares con los que
piensa comprar un departamentito, para vivir de
rentas. Además del dúplex de 11 de septiembre,
en el expediente original figuraban una camioneta

60 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


Pathfinder modelo 92, un cuatriciclo, una pequeña
avioneta Cessna que se remató hace años, cuando casi
había alcanzado su valor en deuda de hangar. No fi-
guraba el helicóptero, ni los dos autos de Rally. El ca-
mión que usaba para trasladarlos es ejemplo del caos
administrativo: se supone que fue vendido, pero no
figura el traspaso ni aparece el dinero. Pinetta nunca
presentó la rendición de cuentas que exige la Justicia.
Su hija, si quisiera, podría intimarla. “Cuando empecé
a ocuparme de la cuestión de la herencia, pensaba que
era mucha más plata. Un millón. O dos. Pero gracias a
Dios tengo esto y es con lo que le puedo dar de comer
a mi hijo”. Su vida como heredera, sin embargo, recién
está comenzando: tendrá el cincuenta por ciento de los
bienes de Zulema Yoma y un veinticinco por ciento de
los de Menem, a compartir con Zulemita, Carlos Nair
y Máximo, el hijo chileno que el ex presidente tuvo con
Cecilia Bolocco.
Al ex presidente la herencia que le preocupa es la
cultural. En el último encuentro –antes de las piñas y el
raid mediático– le recriminó que su hijo no llevara un
nombre árabe. Antonella se disculpó: le quería poner
Dylan Karim, pero el parto fue el día de los enamora-
dos y ella, romántica, decidió que el segundo nombre
fuera Valentín. “El papá del nene me dijo que me dejó
embarazada por la plata. No sé qué lujos se pensó que
iba a tener conmigo y me embarazó a propósito. Me
lo dijo en la cara”. Evalúa un nuevo juicio de filiación.
Quiere sacarle a Dylan el apellido del padre y ponerle
Menem, como ella.
El apellido llegó a pesar de las negativas de la fa-
milia ante la Justicia. A Zulema Yoma no le importa
el dictamen. Duda. No confía en los análisis de ADN.

ÁGUILAS HUMANAS 61
Durante años, sospechó que Antonella era hija de su
ex marido en vez de su nieta. Ahora ni siquiera la nom-
bra. “Mucho mal me han hecho las Pinetta, madre.
Mucho mal”. Antonella se esfuerza por diferenciarse
de su madre Amalia. Su único intento de contacto fue
para decirle que estaba dispuesta a acompañarla en la
causa judicial. Cree a ciegas en la versión del atentado
que pregona su abuela. Sólo en eso están de acuerdo:
Junior era un piloto excelente y al helicóptero lo ti-
raron. Pero esa fidelidad a Zulema no le alcanza. Le
reclama una nueva prueba genética con los restos de
Carlitos, que ella misma denuncia cambiados. “Cómo
me voy a hacer análisis de nuevo, si no sabemos quién
está ahí enterrado”, se enoja Antonella. No importa.
Las dos visitan la tumba en el cementerio de San Justo.
Dejan flores. Lloran ante la placa de mármol en la que
el nombre funciona como una certeza. Antes de nacer
y después de muertos, el apellido es la única verdad de
estos cuerpos puestos en duda.

62 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


PUNTERO
Le gusta sentir que tiene un don,
saber de leyes y de calle.
Lucía Álvarez

Es socióloga y periodista. En la actualidad trabaja


en el diario Tiempo Argentino.
Los vecinos se refugian de la garúa bajo un árbol
de la Plaza de Pompeya. Se sientan en fila sobre el
cordón de un cantero y escuchan al hombre que,
frente a ellos y de pie, articula sus manos con ansie-
dad, los arenga. El que está al frente es un hombre de
cuerpo ancho y cabeza pequeña. Tiene un ojo tuerto
y el pelo podado. Habla con tono explicativo, como
si siempre revelara una verdad, y con una cadencia
que se vuelve chillona cuando termina en queja. “El
gobierno tiene una patota de negros que nos quiere
cagar a palos. Yo los voy a cagar a tiros”, dice mien-
tras apoya una pierna sobre un banco de plaza y se
arremanga su campera mostaza de Fashion Style.
Rodolfo se presenta como el único de ahí que
sabe hablar y atrás los vecinos asienten callados. Le
gusta sentir que tiene un don, saber de leyes y de
calle. Explica que un incendio convirtió a sus ran-

ÁGUILAS HUMANAS 69
chos de chapa, cartón y nylon en polvo y plástico que-
mado, que por eso demandan el subsidio de ocho mil
doscientos pesos por emergencia habitacional. De su
maletín de cuerina negra saca papeles que guarda bajo
llave: listas con apellidos y números de DNI escritos
a mano, también algunos documentos con firmas de
funcionarios del Ministerio de Acción Social. Lo abre
sólo lo necesario y muestra los papeles de lejos, apenas
por unos segundos.
El representante se ataja todo el tiempo: entrega la
mitad de la información y la otra se la guarda. En su
relato escasean detalles, faltan precisiones, sobran am-
bigüedades. Responde una pregunta, hace una él. Pero
sobre todo insiste en aclarar acusaciones:
— Dicen que soy de Quebracho, pero son mentiras
del gobierno.
— ¿Y qué sos?
— Nada, sólo presto atención a las necesidades de
la gente –dice y una mueca de picardía se le delinea
involuntaria: la comisura derecha se levanta despacio
hasta que ya no se contiene y ríe.
— Fui Puntero, seis años atrás. Ahora volví porque
la gente no sabe donde buscar las cosas, no se sabe
defender. Pero yo jamás lucré, no les saco nada a ellos,
sólo me quedo con un poco de guita del gobierno.
Para él la confianza no es gratis. Después de la con-
fesión, muestra el resto de lo que hay en su maletín:
una 32 que lleva hace años a todos los lugares a los
que va. “Antes de que me madrugues, te madrugo”,
aclara. Rodolfo no es un hombre de sutilezas.

70 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


Rodolfo fue puntero de Soldati, Bajo Flores y Lu-
gano durante veinte años. Negoció con peronistas, ra-
dicales, piqueteros y trotskistas. Asegura que llegó a
manejar setecientos planes y a operar gente como para
cubrir las mesas de la veintidós y la veintitrés, dos de
las circunscripciones más conflictivas de la capital.
Tuvo casa, coche, locales, mujer y once hijos. Organizó
la campaña del Menem de patillas y poncho, atendió
a De la Rúa en su propia casa cuando era candidato
a Jefe de Gobierno. Firmó acuerdos, armó comedores,
pagó velatorios, regaló chapas y ladrillos, repartió me-
dicamentos. Se consideraba un hombre de mundo.
Pero hoy su situación es otra: no tiene trabajo, ni or-
ganización que lo respalde y vive en una casa prestada
en el pequeño asentamiento de Santa Mónica, en Flo-
rencio Varela, con pasillos de barro y agua estancada,
y más que agua, un líquido espeso donde se revuelcan
chanchos hambrientos y caballos con costillares a la
vista. Y aunque asegura que el día que se muera la mi-
tad de la capital irá a su velatorio, hoy su única com-
pañía es un combatiente ruso de la Segunda Guerra
Mundial que vive empotrado en el cuarto de arriba de
su casa.
En la sala sólo hay una mesa redonda con tres sillas
de mimbre y un televisor de veinte pulgadas. Ni fotos,
ni cuadros: ningún recuerdo del pasado. “Yo siempre
hago las cosas mirando para adelante; ni para atrás,
ni para los costados, para adelante”, cuenta mientras
prende el décimo Viceroy del segundo atado del día.
Hasta lo del incendio, su plan era vender ropa de
la Salada en la feria del barrio. Pero ahora vio una
oportunidad y está negociando su vuelta a la cancha.
Después de seis años de retiro, de alejarse de la rosca y

ÁGUILAS HUMANAS 71
de la calle, vuelve a hacer lo que sabe; su amor por la
política pudo más.
— Digo que no, pero siempre termino en lo mismo.
Me encanta ser reconocido. Si una cosa aprendí es a
llevarme bien con toda la gente y nunca cagar a quien
te brinda una mano. Yo voy a Soldati y en cualquier
casa me atienden mejor que a sus hijos. Por ahí voy a
tu casa, me gano a tu vieja y me trata mejor que a vos.
Pero sabe que esta vez no se puede equivocar. Un
error, a esta altura, se paga caro. Por eso está dispuesto
a todo, a abandonar su territorio, a no mandarse por
los lugares que conoce, a hacerse el boludo: empezar
de cero. Algo le nace de adentro, dice, una sensación de
ayudar a quien tiene que ayudar. Para él ser puntero es
una cuestión de servicio. Pura vocación.

Cuando Rodolfo decidió robar la sede de Pompe-


ya del Banco Galicia venía cansado de trabajar como
cajero en un pool de Avellaneda. En su cartera de ca-
ballero llevaba una 32 y el permiso para portar armas
que consiguió por su primo de la Federal. Tenía ade-
más un par de bolsas de consorcio y un atado de veinte
que había comprado unos minutos antes en un local
de la zona.
Se prendió un pucho en la esquina y esperó. El viejo
de la limpieza llegó a la hora señalada, sacó las llaves
del uniforme y antes de que pudiera abrir la puerta
sintió el fierro de Rodolfo en la espalda. Cuando cayó
el camión de recaudación, el viejo ya estaba con el en-
cargado del banco en el baño, desmayado por la paliza
y atado a una de las cañerías.

72 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


Dice que él no sabía nada de robos, que se mandó y
le salió bien, que lo hizo así, por joder, que si lo hubiera
pensado dos veces no se habría animado. Pero ese día
sólo fingió pose de administrativo bancario, firmó la or-
den, metió la chequera y los ciento veinte millones de
pesos en las bolsas de residuo y se tomó el 177. Chau,
chau, así de fácil, nena.
El año que pasó hasta que lo agarraron fue una glo-
ria: Rodolfo dejó el pool y compró un bar, sobraban los
verdes, las mujeres, los amigos. Pero un día la policía le
pidió los documentos y en su cartera le encontraron la
chequera. Terminó en la comisaría 16 y de ahí lo manda-
ron a Devoto. “Nunca pudieron probar el robo, así que
me dieron cinco años por estafa, pero me quedé uno. En
ese tiempo el penal estaba lleno de presos políticos, de
gente vieja que te respetaba y que le gustaba que los res-
peten. No era como los maleducados de ahora, el gua-
chaje este que por un par de zapatillas te mata”.
Recién cuando salió de Devoto, pensó en hacer po-
lítica. Como muchos en los cincuenta, venía de una
familia dividida. La madre, descendiente de alemanes,
era un cuadro del Ministerio de Acción Social en la
época de Evita; el padre, paraguayo y boxeador del
Luna Park hasta que la bebida lo sacó del ring, odiaba
la militancia de su mujer tanto como a la marcha, los
muchachos y el General. De los diez hijos que tuvieron,
Rodolfo fue el más compinche de su vieja y el único
que heredó su tradición. También, seguramente, el que
más odiaba a su papá: a los nueve años, cansado de las
palizas y de los tragos, se escapó por la ventana de su
casa y nunca volvió.
Su trayectoria política empieza con una elección del
gremio gastronómico cuando trabajaba como ayudante

ÁGUILAS HUMANAS 73
de cocina en La faina, una pizzería de Lanús. Se comió
una paliza tremenda y se desmotivó por un tiempo. Des-
pués volvió a probar suerte de la mano de un cura cono-
cido que trabajaba en la 1-11-14. Juntos estuvieron en
la toma de terrenos de Soldati y en la primera campaña
de Jorge Altamira con el retorno democrático. Rodolfo
dice que le resultó fácil hacerse de su gente y que era
seguro que iba a integrar las listas. Pero el Partido Obre-
ro hizo averiguación de antecedentes y Rodolfo quedó
afuera. Desde ese momento, trabaja por su cuenta:
— Políticamente uno hace la suya, está solo. Te dicen
fulano está necesitando gente, te lleva y te presenta y vos
negocias. Toda la vida me la pasé negociando. Yo te pon-
go un servicio, lo que vos necesites. Pongo fiscales, pre-
sidente de mesa, custodia, pegatina de afiches, pintadas,
todo para llegar a una candidatura. Yo a los políticos
les cobro, por ejemplo, treinta mil pesos, de ahí le pago
a los vecinos, y me quedo con una comisión, como un
veinticinco por ciento.
El servicio al que se refiere es relativamente nuevo. A
finales de los ochenta y principio de los noventa cuando
la militancia perdía gente y los aparatos partidarios se
volvían unidades económicas, llenar mesas se volvía una
tarea ardua. Sobre todo en las circunscripciones en las
que trabajaba Rodolfo y a las que se suele considerar
como “la sala de ensayo del conurbano en la ciudad”.
En los territorios de la veintidós y la veintitrés –que
tuvieron como referentes de esa época a Víctor Tito
Pandolfi, el último Presidente del Honorable Concejo
Deliberante, y al ex concejal justicialista acusado de co-
rrupción, Juan Carlos Suardi– fue convirtiéndose en un
hábito contratar seguridad para que se abran las mesas
a tiempo, que no se roben votos, que no falten boletas. Y

74 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


así a medida que iba volviéndose más necesario, el servi-
cio subía sus costos: en 2001 el precio por fiscalización
era de veinticinco o treinta pesos, hoy se llega a pagar
alrededor de ciento cincuenta.
Según Rodolfo ser puntero no da mucha plata, aun-
que hay algunas trampas que dejan una buena tajada.
Uno de los mejores negocios consiste en encontrar un
“gil al que le podes sacar la guita y dejarlo en banda”.
Su mejor recuerdo es de hace catorce, quince o dieciséis
años atrás, con un presidente de una fábrica de guarda-
polvos que quiso ser candidato. Le sacó cuarenta mil dó-
lares y un camión de mercadería para su gente. Lo dejó
plantado en los comicios como a una novia en un altar.
Cuenta que además el laburo necesita mucha dedica-
ción: “por h o por b siempre estás con el vecino”. Hay
que preocuparse por si falta un kilo de leche, por cubrir
los sepelios, fijarse si alguno está en la droga y ponerlo en
un centro de rehabilitación, conseguir materiales para las
casas y medicamentos si alguno está enfermo. “A veces
pienso que la gente es desconsiderada porque por más
que les des, siempre piden más. Igual entre el gobierno y
la gente, me quedo siempre con la gente”, cuenta.
Como muchos políticos, Rodolfo tuvo problemas fa-
miliares por estar abocado a su territorio: a la mujer se
le inflaban las venas cada vez que sacaba de su bolsillo
para darle a un vecino o le quitaba la comida de la boca
a sus chicos para convidar a un extraño. Pero sus hijas
no sienten rencor y, como Rodolfo con su mamá, hacen
lo imposible por imitarlo: “La más gordita tiene pasta, la
pulís un poco y es igual que yo. La otra es muy ansiosa
para esto, eso no va conmigo”.
Hace unos años intentó dar un salto a las grandes
filas: pasar de la rosca en el barrio a la política de los

ÁGUILAS HUMANAS 75
boxes. Volvió a fracasar. Después de un par de reunio-
nes en los monoblocks de Soldati la gente se le vendió
a otras listas. A pesar de los dos intentos frustrados,
hoy sigue convencido de que si alguien le da cien bol-
sas de cal, él es el próximo intendente de la Ciudad.
— ¿Hay algún político que te guste?
— No, son todos unos garcas. Los peronistas son
una mierda desde que murió Evita, te lo digo como
peronista que soy.
— ¿Alguno histórico?
— ¿Histórico? ¿Quién pude ser cuando el propio
Perón manda a matar a su cuñado por cuestiones de
poder? ¿A Rucci quién lo mandó a matar? ¿Histórico
quién? ¿Yrigoyen? Caudillo sucio, chorro. ¿Belgrano?
Son todos una mierda y los sacan como libertadores de
no se qué.
En 2002, cuando salieron los planes sociales, Ro-
dolfo extendió sus servicios y se volvió un dirigen-
te piquetero. Cuenta que empezó laburando con el
Movimiento Teresa Rodríguez y llegó a manejar se-
tecientos subsidios del plan Jefes y Jefas de Hogar.
A su repertorio de tareas incorporó movilizaciones
y cortes de ruta, pero según él, siempre manteniendo
el criterio: “A las marchas no tenían que ir mujeres
embarazadas, ni viejos, ni discapacitados, y todos
mantenían su plan. Después me pasé al MTD Aníbal
Verón y lo mismo. Me iba y la gente se venia conmi-
go. Lo primero que hice fue mover los planes de una
agrupación a la otra”.
Ahora, sin gente a su cargo, él se sigue conside-
rando un hombre de servicio: hace veinte años que
tiene el mismo número de teléfono por si alguien
llama para contratarlo.

76 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


— ¿Sabes qué soñé hoy?
—…
— Que me vendías.
Rodolfo me sueña en un cuarto casi en penumbras,
donde hay un escritorio y un grabador. De un lado, es-
tán sentados dos jetones de traje; del otro yo, nerviosa.

Estamos negociando. No llega a escuchar lo que


hablamos ni distingue las caras. Por un momento ve
que la cosa se complica y que amago con irme; pero
al final no. Los oficinistas sacan entonces un fajo de
billetes de cien, cuatrocientos en total y lo ponen sobre
la mesa. Yo los guardo con una sonrisa en mi mochila
gris y me despido. Recién ahí lo entiende todo. En-
tonces la escena se repite pero con las imágenes más
nítidas: la oficina del Ministerio, los funcionarios de
acción social, el grabador que le sonaba conocido, la
mochila Puma y finalmente, la cara de la pendeja. Me
cagó, pensó.
Se despertó un poco agitado. Miró el despertador y
vio que todavía era de madrugada. En cuestión de mi-
nutos estaba dormido otra vez, “no te creas tampoco
que me quitaste el sueño”, dice. Rodolfo está acostum-
brado a soñar con traiciones.
— A mi me cagaron mal. Cuando murió mi pibe
a mi mujer se le despertó un cáncer en los huesos.
Por la tristeza. Estuvo un año enferma y cuando yo
necesité no pude conseguir nada, y había que cubrir
semejante gasto. Si no hubiera tenido plata, auto, lo-
cales, la casa, qué vender, no se que hubiera hecho...
Quedé en la ruina, fuera de joda, ni un techo donde

ÁGUILAS HUMANAS 77
apolillar. Haber andado tanto para todo el mundo y,
después cuando te toca, nada. Bueno, nunca esperas
que te toque. Pero me tocó y nadie estuvo. Me enojé,
me enojé hasta con Dios.
Rodolfo vivió así, por primera vez, lo que siempre
le llegaba como relatos ajenos: tratamientos de mil qui-
nientos pesos por diez comprimidos; hospitales sin ga-
sas, jeringas, ni vendas, ni que hablar de medicamentos
oncológicos; la sensación desesperada de tocar puertas
conocidas, puertas de ministerios, puertas que nunca
antes había golpeado, y que nadie conteste.
A medida que iba desapareciendo su capacidad de
cumplir, también iba perdiendo su gente. Decidió en-
tonces rajar, pa’ Misiones. En ese tiempo se dedicó a
hacer algunos trabajos de plomería y como maestro
mayor de obra. Hasta que un día, en la construcción
de un edificio cayó de un piso y medio y quedó rengo.
No le quedó otra que volver a Buenos Aires.
— ¿Tenés miedo de que te traicionen otra vez?
— No.
— Pero soñas que te traiciono…
— Te conté el sueño, nomás. Los periodistas tienen
calle, pero yo me crié en la calle. Y vos ya sabes cómo
terminó Cabezas.
Las amenazas de Rodolfo se repiten en cada en-
cuentro, pero cambian de tono según la circunstan-
cia. Cuando necesita un favor, en cambio, las ame-
nazas se suavizan y aparecen promesas de asados y
tardes en La Salada. También hay reacciones cuando
en las charlas quedan expuestas sus mentiras, ahí
la opción es descalificarme o agredirme con humor:
“¿Qué clase de periodista sos vos? Parece que vivís
en un tarro de leche”.

78 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


— ¿Y cómo sería traicionarte?
— Ir al Ministerio a vender la información que te di.
A mí me meten preso por estafa y vos te llevas una bue-
na tajada. Negociando, nena. Con lo que te dije, te lle-
vas hasta cuarenta mil pesos –sonríe y echa una mirada
que en verdad es una pregunta: ¿la estás pensando?

El día en que todo empezaría a cambiar en su vida,


Rodolfo tuvo un gesto heroico. Como un presenti-
miento, una despedida. Vocación, pura vocación, co-
rregiría él. Rodolfo volvía del cementerio: el trasplante
había fallado. Los médicos le habían advertido que la
operación era riesgosa, que la malformación grave y
que no era seguro que el corazón de su hijo de tres me-
ses aguante. Habían mostrado números y estadísticas.
Pero él tenía fe y nunca imaginó ese viaje en el auto
volviendo del cementerio de Flores con su mujer muda.
Cuando llegaron a su casa, dos vecinos lo estaban
esperando. Como él y su esposa, la pareja tenía la mi-
rada perdida: su hijo menor había muerto. “Ayuda-
los, que son paraguayos”, dijo ella. Rodolfo se bañó,
se cambió y salió otra vez al cementerio, esta vez a la
Chacarita. Todavía cuenta orgulloso haber conseguido
el servicio completo de Cáritas, con carrocería, velas y
todos los chiches.
— ¿Y esa gente después no te va a saludar? Ahí es
cuando aparece la política, yo les doy y ellos me deben;
ellos me dan y yo les debo. La ideología no es impor-
tante; la gente es lo importante. Ser puntero es escuchar
lo que necesitan, ayudarlos y pensar en el mañana, no
en el ahora.

ÁGUILAS HUMANAS 79
Rodolfo siente que los punteros perdieron ese senti-
do de la entrega, habría que enseñarles a hacer política,
repite a cada rato. Para ejemplificar siempre elije a una
tal Pamela, una puntera que está en Soldati hace treinta
años y que, según él, caga a la gente hace veinte. Les-
biana garca es su apodo preferido.
— Ahora no hay gente que lo hace de vocación,
ahora cuánto tenes es cuánto valés.
— ¿Por qué pasó eso?
— El gobierno los hizo así a los punteros. Y ahora
el puntero ya no es creíble. Porque los cagaste una vez,
dos, tres y ahora ya la gente no se duerme en la ig-
norancia. Además ya no hay códigos, nena. Antes nos
dividíamos por calle y si a vos se te ocurría pasarte, se
arreglaba, a los tiros pero se arreglaba. Ahora ya no es
por zonas, yo ando por donde quiero y negoceo.
— ¿Con los políticos las cosas cambiaron?
El político nunca tuvo gente, nunca tuvo votos. Los
políticos consiguen tener algo negociando con gente
como yo. Ni avales tienen. Muchos políticos ni la mu-
jer los vota, tienen miedo de que las garque cuando
llegue al poder. ¿Vos te crees que Kirchner votó a la
mujer? Nooo ¿O que ella lo votó a el? Nooo. Ellos no
se votan.
— ¿Vos cómo sabes eso?
— Mi mujer nunca me votó a mí.

Rodolfo llama al mozo de la Continental de Pom-


peya y pide la cuenta. El amague de una mujer sacando
su billetera no lo confunde, lo ofende. Dejá nena, pago
yo. Es, además de todo, un caballero. Saca un billete de

80 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


cien, limpio y recién planchado. Casi se puede sentir
el sonido áspero de su mano frotando la imagen de
Roca. La cronista recién ahora entiende el mecanismo,
entiende que con Rodolfo un café es un compromiso
y una charla mucho más que un simple intercambio.
“Ahora me debes una”, dice.

ÁGUILAS HUMANAS 81
LA CÁRCEL DE MARCOS PAZ
En una mesa más alejada, otros siete ancianos
disfrutan de lo que pareciera una relajada tertulia.
Laureano Barrera

Nació el 26 de marzo de 1980. Estudió Comunicación


Social en la UNLP, donde integró la cátedra de Escritu-
ra Creativa. Desde 2005 trabaja y colabora en distintos
medios. Colaboró en la investigación periodística del
libro Si me querés, quereme transa, de Cristian Alarcón,
y fue redactor del libro Historias Buscadas. CONADI
15 años, en el año 2007. En la actualidad, trabaja en el
equipo de investigación de Abuelas de Plaza de Mayo
(filial La Plata), e integra las redacciones de la revista La
Pulseada (La Plata) y el diario Miradas al Sur. Sus co-
laboraciones se publican regularmente en distintos me-
dios de La Plata y Capital Federal: revista En Marcha,
THC, Rumbos, entre otros.
El anciano, zapatillas negras, medias de toalla a
media caña, bermuda caqui como las de antes y ca-
miseta blanca de dormir, agita los brazos de atrás
para adelante como un joven gimnasta en pleno pre-
calentamiento. Ha abandonado la mesa donde otros
cuatro hombres longevos juegan a las cartas y sube,
parsimonioso pero diestro, hasta el primer piso del
pabellón. Campea de un extremo al otro el corredor
que comunica las más de veinte celdas individuales de
la planta alta, y se detiene ante la imagen de la vir-
gen colgada de una pared. Con un fósforo enciende
una pequeña vela blanca sostenida por un relicario,
y con la mano derecha en alto, cerca de la efigie, co-
mienza a rezar. La plegaria no dura más de medio mi-
nuto. Después se santigua y reinicia la caminata por
el corredor, ida y vuelta, que no se interrumpirá en
los minutos siguientes, en los que un cronista y un

ÁGUILAS HUMANAS 87
fotógrafo de Miradas al Sur continúen observando.
Nos encontramos en la planta superior de uno de los
tres corredores que terminan en miradores hacia los
pabellones. Son las celadurías: dispositivos de control
panópticos que permiten a los centinelas vigilar a los
internos sin que lo sepan. Descontextualizada, la escena
–vista a través de un vidrio vigoroso y ahumado– se pa-
rece a un domingo por la tarde en cualquier geriátrico o
a lo sumo, un centro de rehabilitación motriz. Pero no:
transcurre en los pabellones cinco y seis del módulo IV
del Complejo Penitenciario Federal II –conocido como
el penal de Marcos Paz–, lo que los presos comunes y
penitenciarios denominan “los pabellones de lesa”, el
anciano que camina con medias de tenista y remera de
jubilado es nada menos que Miguel Osvaldo Etcheco-
latz, y los tiernos abuelos que juegan con cartas hechas
a mano o miran televisión, integran la nómina de 89
represores que están procesados o condenados –sólo
una ínfima cantidad–, por una cantidad escalofriante
de torturas, desapariciones y asesinatos.
Una cárcel común. Nuestra jornada había empeza-
do temprano, mucho más temprano que la hora en que
afuera el sol empezaba a derrumbarse y el ex comisario
apostólico, católico y romano, condenado a reclusión
perpetua por crímenes en el marco de un genocidio, re-
zaba y ejercitaba sus músculos entumecidos. El penal
de Marcos Paz está enclavado en el último confín del
Gran Buenos Aires, al que sólo se accede dilucidan-
do un laberinto de rutas decrépitas y parrillas de paso
nimbadas por el humo espeso de camiones. Pasando la
localidad de Marcos Paz y el derruido puente Pajarito,
el cartel de un frigorífico señala la última curva hacia
el complejo carcelario: el acceso Zavala, una avenida

88 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


de pedregullo sórdida, con banquinas sin desmalezar y
pozos que de tan grandes podrían ser ciegos.
El Complejo Penitenciario Federal II, inaugurado el
7 de diciembre de 1999, es un predio yermo de ciento
veinte hectáreas cruzado por alambres de púa, y gran-
des edificaciones blancas con techos de teja verde. Son
los cinco módulos de la cárcel, cada uno aloja entre
trescientos y trescientos cincuenta reos, distribuidos en
seis pabellones. La cárcel cuenta con mil seiscientos
cuarenta y cuatro celdas individuales y según sus au-
toridades, aloja unos mil seiscientos internos. “En el
SPF no hay superpoblación ni hacinamiento”, asegura
con orgullo el prefecto Hugo Velásquez, director del
Penal, que recibe a Miradas al Sur en su despacho con
una nutrida comitiva que incluye a la plana mayor de
la Unidad y al subdirector del Servicio Penitenciario,
Néstor Matosian.
Llama la atención, como primer impacto, que el
prefecto Hugo Velásquez sea licenciado en Trabajo
Social. Después vuelve a hacer su enfoque, al menos
desde discursivo: “acá lo que entra es la persona y no
el delito”.
La recorrida comienza por el pabellón cuatro del
módulo II, reservado para el programa denominado
“el Viejo Matías”. Lo pueblan los acusados por delitos
comunes que no están en un área de resguardo –hoy
son cuatroscientos internos en esa condición– y supe-
ran los cincuenta años. A pesar de ser más jóvenes que
los alojados en los pabellones de Lesa, presentan un
aspecto físico mucho más castigado.
Según el jefe del área educativa, el ochenta y cinco por-
ciento de la población en Marcos Paz estudia en alguna
de las áreas o integra los talleres de carpintería, herrería,

ÁGUILAS HUMANAS 89
sastrería, panadería, donde se producen desde camas para
las cárceles federales hasta bolsas reciclables de cartón.
En una salita, cinco jóvenes preparan acaloradamente
el último examen del IPC para ingresar a la Facultad
de Derecho. Varios de ellos han terminado la escuela
en la cárcel y ahora cursan a través de un convenio en
la universidad. “En educación, trabajo y salud, tienen
casi los mismos estándares que en libertad”, se aventura
Juan Gregorio Natello, el subdirector del Penal: en una
definición más bien osada.
El berrinche es salud. Las máximas autoridades del
penal y del Servicio Penitenciario Federal se desviven
por remarcar en presencia de “los medios periodísticos”
que las condiciones de detención son equitativas para
los terroristas de Estado y los presos comunes: los me-
nús de comida, la duración de las visitas, la recreación.
Y eso, al menos en su trazo grueso, por estos días y
tras una larga observación, parece ser cierto. “Lo que
sí, reciben más cantidad de visitas que el resto de los
internos, y los familiares suelen traerle comida adicio-
nal, libros o medicamentos”, remarca el mayor Ferrei-
ra, autoridad máxima del módulo IV, reservado para
los miembros de fuerzas armadas o asimilados, léase:
familiares, policías, agentes de seguridad privada.
Sí se nota –y se oye– un cuidado muy celoso de la
salud de los represores. “Son gente de edad en su mayo-
ría, y requieren muchas veces de un tratamiento médico
especial”, comenta Jorge Goncalvez, el jefe del servicio
médico de Marcos Paz. “Tenemos internos con afeccio-
nes cardiopatías, neurológicas, con mal de Alzheimer,
que requieren una atención constante”, agrega Goncal-
vez. Cuentan con los mismos derechos que los presos
comunes: “pueden pedir un médico particular, y si el

90 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


cuadro lo requiere también articulamos con el sistema
público de salud, aunque a veces sucede que hay médi-
cos que se niegan a atenderlos”. En tal caso, los internos
pueden ser trasladados para tratamientos específicos en
clínicas privadas. Es el caso de Luis Patti, que hace unas
semanas sufrió un accidente cerebro vascular, con se-
cuelas en la visión y en el equilibrio, y fue trasladado
a una clínica privada en Escobar. “La recuperación en
estos casos depende casi exclusivamente del paciente”,
completa el médico.
“Muchos de ellos, como también lo encontramos en
el resto de los internos, presentan cuadros de psicopa-
tía, es decir que son conscientes de lo que hicieron pero
tienen alterada su escala de valores: cree que lo que hizo
fue lo mejor”.
— ¿Y le han tocado simulaciones para obtener bene-
ficios en su detención o en la proximidad de un juicio?
— Sí, todos los presos lo hacen y ellos no son la ex-
cepción. Pero con nuestra experiencia podemos detec-
tar esos casos.
Los pabellones de Lesa. Los pabellones cinco y seis,
donde ochenta y nueve represores aguardan el juicio
por los crímenes del pasado, son arquitectónicamente
idénticos a los que recorrimos en el programa del “Vie-
jo Matías”: triangulares, con una doble hilera simétrica
–en planta baja y primer piso– de unas cincuenta celdas
individuales. Cada una mide unos dos metros y medio
por tres, tras una puerta de metal numerada, y contiene
una cama de hierro, una mesa, un armario metálico, un
inodoro y un lavatorio, parecidos al baño de un colec-
tivo. En el salón de Usos Múltiples, el espacio común
donde pasan todo el día –salvo por alguna afección que
los obligue a postrarse–, hay cuatro baños con duchas,

ÁGUILAS HUMANAS 91
mesas y sillas plásticas de jardín. Empotrado en la pared,
un televisor grande –de unas veinticinco pulgadas –con
DVD, un microondas y una heladera. Detrás de la hela-
dera, en el pabellón cinco, duerme Miguel Etchecolatz.
— Se lo ve muy bien conservado –observa este diario.
— Decayó en el último tiempo. Antes salía adonde
había mesa de ping pong y les ganaba a todos. Cuando
entrábamos se ponía como loco para que le den más
artículos de limpieza. Ahora ya está chocheando –con-
fía en tono paternal un penitenciario que durante lar-
gos días lo trató de cerca.
Del techo del pabellón cinco cuelga una bandera ar-
gentina. Lo integran, además de Etchecolatz, treinta y
ocho represores más, pero curiosamente uno no está
acusado por delitos de lesa humanidad. “El mediáti-
co”, se apuran a responder los jefes de pabellón ante
la pregunta de este diario. No es otro que Ciro James,
el espía de Macri, rodeado de los buenos muchachos.
Detrás de la escalera, se pasea en una camisa celeste la
enorme humanidad de Christian Von Wernich, el ca-
pellán inmisericorde condenado por un tribunal de La
Plata que en la orfandad de los centros clandestinos
bonaerenses inducía confesiones después de las sesio-
nes de tortura. Sentados en una mesa, dos o tres juegan
a las cartas –hechas a mano: los juegos de azar están
prohibidos en el penal– con un termo y algunas tazas
al alcance. En una mesa más alejada, otros siete ancia-
nos disfrutan de lo que pareciera una relajada tertulia.
Otros tres de rostros desconocidos miran la televisión
y cruzan comentarios.
En el pabellón seis descansan represores que han
llegado más recientemente al Penal desde cárceles mili-
tares o arrestos domiciliarios. Incluso, el pabellón que

92 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


ocupan estaba destinado a los presos comunes en res-
guardo, y tuvo que ser vaciado cuando hace dos años
llegó una nutrida camada –en su mayoría– de ex ma-
rinos que llegaban desde dependencias navales donde
se los servía con honores. Se presentaban ante los pe-
nitenciarios con el grado: capitán de fragata, teniente
coronel, como si los años no hubieran pasado.
“¿Adónde nos trajeron?”, recuerda uno de los peni-
tenciarios que fue la primera exclamación de los nuevos
moradores del pabellón al notar que la asepsia no era
precisamente como en sus prolijos chalets cuarteleros.
No había televisores plasma, ni cómodas habitaciones
con acceso a Internet, ni horarios ilimitados de visitas.
Les aborrecía tener que someterse al régimen de los pre-
sos comunes. “Nos decían que sus familiares no iban a
pasar drogas, no querían que los revisáramos”, recuerda
José María Ferezín, el Director de Tratamiento del Penal.
Al comienzo, cuentan los guardiacárceles, reprodu-
cían en las ranchadas –como se llama intramuros a los
nucleamientos en pequeñas comunidades– las históri-
cas disputas entre el Ejército y la Marina, que incluso
provocaron algunas rencillas, y seguían ejerciendo de
facto la subordinación por escalafón militar. Aún hoy,
aunque las autoridades del penal aseguran que se ha
podido quebrar ese código militar de reglas no escritas,
los ex muchachos de la Armada siguen llevando en el
pabellón la voz cantante. Su ausencia es notoria ahora
que están siendo juzgados por los crímenes en la Esma:
Astiz, Rolón, Cavallo, Rádice. El “Tigre” Jorge Acosta
se fue trasladado al penal de Ezeiza acusando proble-
mas de salud.
Sin ellos, el pabellón seis sólo ostenta unos po-
cos reos con cartel: el Turco Julián y el médico poli-

ÁGUILAS HUMANAS 93
cial Jorge Bergés que se traslada lentamente en una
silla de ruedas. Héctor Oscar Seisdedos, un cabo
primero de la comisaría de Castelar indagado por
más de veinte privaciones ilegítimas de la libertad,
parece extraviado en la persecución de un insec-
to, blandiendo un mosquitero de plástico rojo so-
bre una campera colgada en el respaldo de una silla.
La tarde ha dado paso a la noche y el regreso, sabe-
mos, es largo. A días de cumplirse 34 años del Golpe
de Estado cívico-militar, la cárcel común es, sin privi-
legios ni severidades, es el lugar donde deben cumplir
la pena por los delitos de lesa humanidad.

94 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


NO HAY COMO EL GUARDAPOLVO DE UN MÉDICO
EL CRIMEN DE SANDRA AYALA GAMBOA
De noche es una zona mal iluminada,
y por encima de las librerías, las pizzerías
y los edificios públicos, nace otra vida.
Juan Manuel Mannarino

Es Licenciado en Comunicación Social (orientación


Periodismo) por la UNLP. Estudió el Profesorado de
Historia en la Facultad de Humanidades (más de la
mitad de la carrera) y actualmente cursa en dicha uni-
dad académica la Maestría en Ciencias Sociales. Se
dedica a la docencia: dio clases en la Universidad de
Madres de Plaza de Mayo y en el Hospital Borda, en-
tre otros, y hace un par de años es auxiliar docente de
la materia Comunicación y Teorías en la UNLP y en la
UNQ, donde también da un taller de escritura. Dicta
clases sobre análisis del cine y ganó dos becas de in-
vestigación en la Comisión por la Memoria y la UNQ.
En el periodismo narrativo, forma parte de la redac-
ción tanto de la revista La Pulseada como de Mate-
ria Pendiente, esta última publicación pertenece a la
Facultad de Ciencias Exactas. Actualmente, colabora
con ensayos sobre teatro, cultura, arte comunicación y
espacio público en revistas especializadas como Telón
de Fondo y Revista en Marcha, diario Hoy y Radio
Universidad. Es teatrista: se dedica a la dramaturgia
y a la dirección de actores. Ya lleva cinco obras estre-
nadas, las últimas en el ámbito de los clubes de barrio
de La Plata.
Esa tarde fue durísima. Casi un fiasco. La piba no
entendió nada. Tenía que estar calladita, mirar fijo
para adelante, dejarse atar las manos y después salir
como si nada, porque la vida seguía su curso allá afue-
ra. Era un ratito nomás. Pero la piba, caprichosa, no
entendió nada.
Había olor a caca de paloma y unos rayos de sol
filtrados por la ventana hacían recordar que eran las
tres de la tarde de un día cualquiera de verano. Las
oficinas estaban nuevas, a punto de estrenar. Apenas el
aleteo de los pájaros rompía el silencio sepulcral que
se expandía por los dos pisos del edifico. Él imaginó la
cita ideal. Una ceremonia de inauguración a solas, con
los espacios libres para elegir dónde hacerlo.
El hombre al que ellas reconocían como la pantera
rosa estaba excitado. Le caían gotas de sudor por la
frente y la cabeza temblequeaba hacia los costados.

ÁGUILAS HUMANAS 101


Cuando la citó para una entrevista de trabajo, no se
hubiera imaginado que la joven, tan petisa como él,
se merecería una paliza ejemplar. Seguramente pensó
lo que pensaba de todas: “Es una negrita más, ni bien
entremos al lugar la enganchó fácil, cuanto mucho le
pegó un par de cachetazos”. Pero no.
Lo sacó de quicio. Puteó como loco. La piba se le
subió encima, corrió, pataleó, dejó las sandalias por
el camino. Quién carajo se creía que era. Fue difícil
dominarla. Le costó agarrarla, temía que alguien es-
cuchara los gritos. Apretó fuerte los puños y la golpeó
contra una pared. Un hilo de sangre tiñó su pelo ne-
gro. Mareada como estaba, le tironeó el pelo, la cami-
sa, forcejeó con sus brazos. No fue suficiente. El tipo
sacó un plus de fuerza demoníaca y la arrastró hacia
el segundo piso.
Arriba estaba más seguro. Si entraba alguien, ten-
dría tiempo para esconderse. La casona era enorme.
Le sacó la bombacha y la dejó en un cuarto. De golpe,
la chica despertó del mareo y lo golpeó en la cara. El
tipo interrumpió la penetración y sintió que su autori-
dad estaba en problemas. Había que ir a fondo. Nunca
olvidará lo que tuvo que luchar para sacarle la mus-
culosa. Fue una batalla extenuante. Tanto que a ella
le quedaron restos de su propia carne pegados en sus
uñas. En pocos minutos retorció la remera hasta ha-
cerla finita y tirante como una soga. No había tiempo
para más. Miró su cuello grueso y apretó, una y otra
vez, despacio, luego más fuerte, con la leona cerrando
los ojos en lenta agonía.
Caminó unos pasos. Volvió, y quizás impresionado
por lo que acababa de hacer, la puso boca abajo. Aga-
rró el pantalón celeste, se fumó un par de cigarrillos y

102 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


salió del archivo de Economía con el cuerpo doblado
por el cansancio. Matar, se dijo, matar a alguien es una
tarea agotadora. Como correr una maratón.

Jueves 22 de febrero de 2007, una tarde en la ciu-


dad de La Plata.
Marcelo Argañaraz, teniente bombero del Ministe-
rio de Economía de la Provincia de Buenos Aires, dejó
por un momento su puesto de vigilancia y cruzó la
avenida 7 a comprar un paquete de cigarrillos. Hacia
la izquierda del kiosco había una galería con pequeños
negocios, y del otro lado una casona con una puerta
de doble hoja de madera. Allí funcionaba el archivo
del Ministerio.
Argañaraz quiso saciar la necesidad de fumar, como
todos los días, y algo lo paralizó.
— Muchachos, acá tienen un fiambre –largó de
golpe, y los empleados del kiosco rieron. Lo tildaron
de loco.
— El olor sale del pozo séptico de acá al lado. ¿Sa-
bés que con la construcción hubo problemas con las
cloacas? –contestó uno de los empleados.
Hacía bastante tiempo, la casona estaba en obra,
y las cañerías habían estado tapadas. Argañaraz, obs-
tinado, negó con la cabeza y cambió el humor. Nadie
imaginó que estaba hablando en serio.
— No es olor a cloaca, muchachos. Este es el olor
de un cadáver.
Los empleados dejaron de reír. Entre la tensión del
diálogo y los clientes pasajeros que, como Argañaraz,
sólo entraban para comprar algo y no para develar

ÁGUILAS HUMANAS 103


quién poseía la virtud del olfato, alguien se acordó de
los carteles en los árboles con la foto de una joven
desaparecida. Días atrás, un par de personas habían
pegado unos papeles con la imagen de una chica pe-
ruana, vista por última vez en la vereda del kiosco. La
conexión fue inmediata. El teniente sonaba creíble y,
junto a los empleados, salieron hacia la calle.
Dieron unos pasos hacia la puerta de doble hoja
de madera. El olor a podrido estallaba las bisagras.
Argañaraz volvió hacia el Ministerio y pidió la llave de
la casona a la intendencia. El Archivo tenía dos pisos,
un salón principal y una escalera. Lucía deshabitado
y las luces del hall principal estaban prendidas. El te-
niente subió primero, y en la puerta de la cocina, bajo
el zumbido de una nube de moscas, halló el cuerpo de
una joven, boca abajo, desnuda y en avanzado estado
de descomposición. Una cosa era imaginárselo y otra
verlo y olerlo, a centímetros de distancia. Estaba con el
corpiño puesto y un trapo anudado sobre el cuello: la
habían estrangulado. Tiempo después se sabría que la
mataron con su propia remera. En uno de los baños, a
metros de la cocina, había una bombacha rosa. No ha-
bía rastros del pantalón por ningún lado. Unas colillas
de cigarrillos, arrojadas en el suelo entre las plumas de
las palomas, parecían el único signo de una presencia
humana alrededor del cadáver.
El Archivo estaba a punto de reabrirse al público, y
había una gran expectativa entre los funcionarios. Du-
rante casi un año, una tropa de albañiles, electricistas,
pintores y herreros habían construido unas lujosas ofi-
cinas administrativas en la planta alta de la casona. El
7 de febrero se dio el cierre de obra y un pequeño in-
conveniente eléctrico, tras la instalación de los equipos

104 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


de aire acondicionado, retrasó la inauguración. Desde
la invasión de las palomas por los ventiluces del fon-
do, las oficinas, los baños y la cocina de la planta alta
parecían un criadero de pájaros, con las plumas y las
manchas blancas de los excrementos por todo el piso.
La planta baja se utilizaba como depósito de construc-
ción, no sólo del Archivo sino también de otras obras
como Rentas, el edificio de la esquina, donde estaban
arreglando unos baños. A la vuelta estaba la Lotería
de la Provincia. Sobre la avenida 7 hay bancos, mi-
nisterios, facultades y cerca del Archivo está la plaza
Italia, en una ciudad donde hay una plaza cada seis
cuadras. Desde esa calle, todos los días, entraban por
la puerta de doble hoja de madera decenas de perso-
nas, y muchas de ellas, llaves en mano, la abrían sin
demasiados problemas.
Argañaraz fue uno más de ellos. El teniente bom-
bero llamó a la policía; de pronto la ciudad fue otra,
y el aire acumulado se fugó hacia la calle. Un cadáver
en un edificio público era un suceso extraordinario.
Una chica que pasaba por la vereda fue tomada como
testigo, y a juzgar por el testimonio de la causa, es
probable que haya sido la experiencia más traumática
de su vida.
Más tarde, en la morgue, el cuerpo fue sometido
a la rueda de identificación. La policía, que tenía la
denuncia de desaparición hacía unos días y no había
hecho los rastrillajes suficientes por la zona, convocó
a los familiares. Se comprobó que el cuerpo había es-
tado encerrado casi una semana. La cara estaba irre-
conocible: los seis días pasados a la intemperie, con
más de treinta grados de calor, estropearon la carne y
no era para menos, con ese sol del verano platense que

ÁGUILAS HUMANAS 105


parecía taladrar cementos y cráneos. Tenía un fuerte
golpe en la cabeza, el pelo negro ensangrentado y las
señales de una violación. Uno de los tatuajes estaba en
el pecho, cerca del corazón; era el dibujo de una vir-
gen semidesnuda bajo la palabra virgo. El otro estaba
debajo de la nuca, un ideograma que significaba Tra-
bajo, Amor y Salud. La madre de la joven, al borde del
desmayo por el brutal desenlace, se negó a pasar. Los
testigos que entraron, entre quienes estaban el novio y
la suegra, vieron los tatuajes y no dudaron. Era Sandra
Mercedes Ayala Gamboa.

La plaza Italia está acostada sobre la avenida 7 y las


diagonales que la cruzan crean uno de los puntos de
tránsito más concurridos por los platenses. Es un festi-
val de micros, locomotoras y taxis: a pocas cuadras se
encuentra la estación de micros y, a unas tantas más,
la de trenes. La plaza, durante los fines de semana, es
la feria de los hippies y los artesanos. De noche es una
zona mal iluminada, y por encima de las librerías, las
pizzerías y los edificios públicos, nace otra vida. Bajo
la penumbra, titilan las luces amarillas y rojas y un
movimiento anónimo de cuerpos masculinos puebla
incesantemente los prostíbulos, las mesas de pool y
las agencias de acompañantes. El sexo y la droga se
huelen en cada esquina: cumbias a todo volumen, ba-
res con las persianas bajas, comida peruana y cerveza,
banderas paraguayas, patrulleros estacionados y, de
cuando en cuando, algunas trompadas, algún tiro.
Viernes 16 de febrero de 2007, 14.30, a unas cua-
dras de la plaza.

106 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


Un hombre delgado, morocho, cerca de treinta años
y con una camisa manga corta a cuadros, preguntó en
una verdulería si alguien conocía a una niñera. Su se-
ñora había dado a luz y necesitaba con urgencia que les
cuidaran a sus otros hijos. Pagaba diez pesos la hora.
Minutos antes, Walter Silva De la Cruz, treinta y ocho
años, peruano, había salido de la pensión de avenida
44 y 6. Era una residencia antigua, de aspecto lúgubre,
un albergue céntrico y barato para migrantes. Walter
entró al negocio y escuchó las palabras del hombre, le
parecieron amables y educadas, y enseguida se acordó
de Sandra, veintiún años, también peruana, la novia de
un amigo suyo llamado Augusto. La chica estaba bus-
cando trabajo y vivía en el segundo piso de la pensión.
Vilma, la suegra, era la dueña del edificio.
Por favor señor, ella tiene que presentarse en me-
dia hora. No puedo esperar más. Hay otras personas
interesadas –dijo el hombre delgado a Walter. Le ano-
tó la dirección en un papelito y se fue hacia el lugar
de la entrevista.
Walter llegó a la pensión y encontró a Sandra sen-
tada en la escalera, pensativa, con las manos sobre las
rodillas. Le comentó del trabajo y Sandra se interesó.
Se puso un pantalón celeste y una musculosa, se hizo
una colita en el pelo y salió hacia la entrevista, a unas
cuatro cuadras de allí. Sandra llegó, pero no encontró
a ningún hombre delgado y volvió a la pensión. Se en-
contró con Walter, que esta vez la acompañó. Llegaron
hasta la avenida 7, entre 46 y 47, y también se perdie-
ron, porque el papelito no tenía el número de la casa.
Permanecieron quietos, pegados al Banco Columbia,
de pie frente a un kiosco de revistas. Los últimos mi-
nutos de Sandra, a juzgar por las imágenes de una cá-

ÁGUILAS HUMANAS 107


mara de seguridad del banco, fueron los de una joven
aburrida, con los brazos cruzados, la mirada distraída
en la ciudad. Vestía unas sandalias blancas adornadas
con perlas, era pecosa, circa el metro sesenta y tenía
el pelo castaño hasta los hombros. Al lado suyo esta-
ba Walter Silva. Nadie hubiera sospechado que quien
aparecería por el costado izquierdo, un hombre bajo
y cansino, con un cuaderno tipo espiral y lapicera en
una mano, sería reconocido luego como el tipo que ca-
minaba como la Pantera Rosa. Tampoco sabían que se
llamaba Diego Cadícamo, un apellido con la melodía
del tango.
Sandra, el vecino y el desconocido caminaron
unos metros. El empleador detuvo la marcha frente a
una puerta de doble hoja de madera, explicando que
adentro haría la entrevista. Pidió si lo podían esperar
entre quince y veinte minutos, que tenía que ir a lo de
una hermana a buscar a los hijos para presentárselos
a Sandra. A los pocos minutos, Walter regresó a la
pensión y ella quedó sola. Eran cerca de las 15.30.
Nadie los vio entrar ni salir de la casona. Sandra des-
apareció completamente.
Augusto Jesús Díaz Minaya, veintitrés años, alba-
ñil, llegó a la pensión y preguntó por su novia. Leyó
una notita que decía: “amor, fui a ver un trabajo” y
charló con Walter. A la tardecita, los dos fueron ha-
cia la casona, golpearon la puerta, gritaron “Sandra”,
“Sandra”, y unos vecinos los convencieron que no era
una casa, que no vivía nadie, que se trataba de un lu-
gar público. Los serenos del lugar los sacaron a los
gritos. La policía tampoco los tomó en serio y deses-
timó el allanamiento. Al otro día, ambos hicieron la
denuncia en la comisaría Primera. Desde Perú, a días

108 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


de la desaparición, llegó Nelly, la madre de Sandra.
Con Augusto y otros compatriotas colocaron carteles
por la zona de plaza Italia. Nelly fue al consulado y
recibió un feroz maltrato: los empleados la humillaron
porque era lenta y le costaba expresarse. La desapa-
rición de Sandra Ayala Gamboa jamás fue un tema
urgente ni importante para la cancillería de Perú. Pasó
casi una semana. Nadie supo nada, nadie vio nada,
nadie investigó nada.

Es una mancha gigante sobre un papel. Tal como


aparece, así de borroneada, no parecería ser el cuer-
po de un posible asesino. El fiscal examina los bordes
como un dibujante ante la obra más preciada.
— Tengo miedo que se mate. Es un tipo muy loco.
El póster, un ploteo de Diego Cadícamo a esca-
la humana, estaba pegado con cinta en la pared de
la fiscalía. Lo miraba de reojo todos los días para
que el violador no se le borrara de la mente. Ahora
el póster, enrollado, duerme dentro de un anaquel
entre estantes divididos por nombres: “Ayala Gam-
boa”, “Serial” y “Barrabravas”.
— Sandra pudo haber sido mi hija. Me imaginaba
la escena del crimen a cada rato. Cadícamo dándole
un golpe anestésico para atontarla y Sandra haciéndo-
le frente, luchando cuerpo a cuerpo. Era una piba con
mucha vida. Sufrió mucho, pobrecita.
Diego Cadícamo, principal sospechoso del cri-
men de Ayala Gamboa, cayó a comienzos del 2010
en Apóstoles, un pueblo de Misiones. Hacía tres años
que vivía en la casa de una hermana y un pariente le

ÁGUILAS HUMANAS 109


había dado trabajo en una empresa. Una tarde secues-
tró con una moto a una nena de quince años. Se la
llevó a un galpón, en la periferia, y la violó. En pleno
acto, se escuchó el ruido de un motor. Alguien estaba
acercándose. Preso de un ataque de furia, el violador
intentó estrangularla y le pisó la cabeza con un bor-
ceguí. La chica se salvó con el arma del ingenio, fin-
giendo estar muerta en el último aliento de vida. Sa-
lió corriendo hacia la ruta, ahogada y desnuda. Una
camioneta frenó, la auxilió y rápidamente se fueron
a la comisaría. La lógica del pueblo chico, infierno
grande, acabó con el arresto de Cadícamo: apenas la
chica describió la moto y el físico del abusador, todos
sabían de quién se trataba.
Los teléfonos sonaron en la Unidad Fiscal Nº4, y la
información circuló entre los investigadores. Cartaseg-
na armó un equipo con miembros de distintas fiscalías
y ordenó el traslado del violador hacia La Plata. Era la
pieza que completaba el rompecabezas.
No había pistas del violador desde que la fiscal Lei-
la Aguilar había ordenado una extracción de ADN por
una denuncia de violación a otra menor. Había sido
el 28 de enero de 2007, en una obra en construcción,
cerca de la calle 80 y 121. Era el barrio donde vivía
Cadícamo. A la una de la tarde, bicicleta en mano, la
amenazó con una pistola, la abusó y le dio cien pesos
para que callara, pero la chica, vecina suya, lo reco-
noció meses más tarde en una carnicería y su madre
llamó a la policía. Se lo detuvo y le extrajeron sangre.
Cartasegna ordenó el cotejo de ADN de este caso con
el de Misiones, con una colilla de cigarrillo en la esce-
na de Sandra Ayala Gamboa y con los rastros de otras
violaciones ocurridas en La Plata, entre 2005 y 2007.

110 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


Se había armado la serie policial más escalofriante de
los últimos tiempos. Era Diego Cadícamo.
El fiscal no se aguanta y larga la risa. Ríe como si
estornudara, con un estrépito salido del pecho. Hay
fotos de Cadícamo desparramadas por la mesa. En
una de ellas, está haciendo fuck you a la cámara mien-
tras sostiene un bebé. Luego aparece en una sesión de
fotos, rapado, al lado de otros presos. Está sentado
sobre una silla de plástico como de hospital, serio, tie-
ne un cigarrillo en la oreja, con ojotas, vaquero y una
remera de la selección alemana, retraído, como si la
directora de la escuela lo hubiera mandado a llamar y
él fuera inocente. Flaco como un alfiler y encorvado,
cuesta imaginar que, con su metro sesenta, haya alcan-
zado los pedales de la bicicleta todoterreno con la que
solía pasear junto a sus víctimas. Es narigón, tiene los
hombros caídos, las cejas de gallego, y parece una fiera
extraviada, mansa en la quietud y peligrosa cuando
vigila los movimientos de sus compañeros. Está ence-
rrado en una celda de aislamiento en la Unidad 45 de
máxima seguridad de Melchor Romero. Una cámara
vigila sus movimientos. Pide a gritos por los hijos y
una de sus últimas novias le lleva cosas. Antes de una
rueda de reconocimiento, se pegó la cabeza contra los
muros, sangró, y salió vendado para que no lo identifi-
caran. No fue la única proeza: cuando tuvo las manos
liberadas, se frotó incesantemente los ojos, provocán-
dose una conjuntivitis que le deformó la cornea y al-
teró su mirada.
— ¿Lo entrevistó muchas veces?
— Él me pide hablar. Habla mucho, llora, llora
todo el tiempo. Una tarde entró a la fiscalía. Le di ci-
garrillos, bebidas y comida. Al rato, decía que le hice

ÁGUILAS HUMANAS 111


fumar para sacarle el ADN. ¡Lo tenía hace tiempo!
Después me contaba que todo esto es una trampa que
le hicieron unos familiares. Le dije que mentía, que te-
nía pruebas para acusarlo. No sabés la cara que puso.
Nunca vi algo así. Te juro. El tipo estaba lo más débil,
hablando bajito, llorando y de repente la cara se le
transformó como un diablo. Salió de la oficina y salu-
dó a las secretarias lo más bien. Ninguna mujer creyó
que él era el violador serial.
— ¿Se arrepintió de algo?
— No. Eh… no sé… digo con Ayala no, con los
otros casos, no sé…
La Unidad Fiscal Nº 4 está en el fondo del Depar-
tamento Judicial de La Plata y es un laberinto de expe-
dientes, pasillos angostos y secretarias que miran por
encima de los anteojos. Fernando Cartasegna la co-
manda desde una oficina pequeña, donde falta el aire
como en todo el espacio. Experto en abusos sexuales
y los delitos de la trata, el fiscal dice que los violado-
res son hábiles y se perfeccionan: miran los noticie-
ros para saber con qué tipo de pruebas cayeron otros.
Cuenta el caso de Alberto Fabián Salas, el violador de
los edificios. El tipo aparecía de golpe en los domici-
lios de sus víctimas, les daba un par de puñetazos y se
las violaba. Pero antes de irse, las obligaba a bañarse
frente suyo y a lavar su ropa.
El mundo de las víctimas tampoco es simple: a ve-
ces confunden, en el apuro por sacarse de encima el
estigma de la violación, a sus verdaderos victimarios
con otras personas. Pasó con Salas: un hombre fue mal
acusado y un cotejo de ADN lo sacó de casi un año
de cárcel. En todos los casos de Cadícamo hay semen
y varios testigos. Menos uno: el de Ayala Gamboa. Se

112 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


aguarda que una pericia científica certifique el abuso
sexual por la posición en que se encontró el cuerpo.
Lo que desvela a la fiscalía es el testimonio de Mi-
guel Silva, el vecino que la acompañó a la entrevista.
Único testigo, Silva es un tire y afloje: algunas femi-
nistas lo creen un entregador, los abogados de Nelly
lo defienden, y la familia de Sandra lo rechaza. Silva
se contradijo: pasó de reconocer a Cadícamo a dudar
de él en un segundo reconocimiento. Pero hay quienes
aseguran que es un tipo confiable, y en tal caso se que-
bró porque Nelly Gamboa le dio un cachetazo un día
antes y condicionó su declaración. “Uno ve a la madre
y se imagina a la hija”, dice el fiscal.
— Usted no duda que fue Cadícamo, ¿pero qué
pruebas tiene?
— Haré como el caso Miguel Bru. Tengo indicios
contundentes. Es el patrón que utilizó con sus otras
víctimas. Es su zona de violación y es un tipo que siem-
pre tenía en mente el crimen. Además tengo cotejo de
ADN en la colilla de cigarrillo y hay un cuasireconoci-
miento de un testigo.
— ¿No había ADN de otras personas en la escena
del crimen?
— Sí, pero el ADN de excepción es el de Cadícamo.
No busquemos la quinta pata al gato. Pediré un casti-
go ejemplar y después veremos si hubo algún tipo de
encubrimiento con el cuerpo. Apuesto al juicio. En el
juicio, Silva tendrá enfrente a Cadícamo y no dudará.
Y las pruebas serán abrumadoras.
Diego Cadícamo está con prisión preventiva des-
de febrero de 2010, a la espera de un juicio oral y
público. La resolución judicial fue dictada por el juez
de garantías César Melazo a pedido del fiscal, bajo

ÁGUILAS HUMANAS 113


los cargos de “robo calificado por el empleo de arma,
abuso sexual con acceso carnal, coacción, robo sim-
ple, homicidio simple y abuso sexual con acceso carnal
agravado por el empleo de arma”. Es uno de los casos
más resonantes de los últimos tiempos, y la serie es
un espejo donde la ciudad se mira con asombro: el
violador actuaba de día, en un radio céntrico y a la
vista de todos. Son nueve casos confirmados. La ma-
yoría son chicas peruanas, y hay bolivianas y argen-
tinas. Mujeres, muchas menores de edad, migrantes,
desocupadas y pobres.

Se cree que Diego Cadícamo, entre 2005 y 2010,


tejió una red de abusos sexuales mucho mayor que
los que tiene comprobados. Se imagina no sólo a las
que agarró sino a las mujeres desconfiadas que no ca-
yeron en su trampa, las que lo descubrieron y no se
animaron a denunciarlo, las que violó y nunca dijeron
nada. Es un tiempo inconmensurable: las horas que,
en desesperante soledad, se pasaba en la calle, cono-
ciendo en detalle los lugares donde violaría, entrando
y saliendo por puertas, locales, edificios, chocándose
gente, parando a descansar en un banco de la plaza,
pensando los rostros y luego yendo por los cuerpos
menuditos que tanto le gustaban en una ciudad en la
que habitan, además de jóvenes migrantes, mujeres de
todo el país, altas, rubias, bajitas, morochas, gordas,
flacas, las que trabajan y las que desean el tan añorado
título universitario.
Siempre atacaba entre las nueve de la mañana y las
cuatro de la tarde, la mayoría cerca de plaza Italia y

114 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


con diferentes modalidades. Las engañaba con entre-
vistas de trabajo pero también simulaba situaciones
dramáticas. No era un cazador oculto. Más de una vez
las sometía con armas blancas, a cara descubierta, y
hasta robó. A veces actuaba solo, caminando, y otras
en bicicleta, en una ciudad donde hay casi más bicicle-
tas que autos. Casi todas sus víctimas se resistieron y
él se ponía más agresivo: les apretaba el cuello, pegaba
piñas, y las ataba con los cordones de las zapatillas, las
tiras de las carteras o sogas.
A una piba de veinte, empleada de una panadería,
la agredió con un cuchillo del negocio y, en el inodoro
del baño, pegándole piñas en la espalda, se la violó por
atrás. Antes de irse con su bicicleta, robó cien pesos
de la caja. No fue la única con la que usó un arma. A
una menor la paró por la calle y le dijo que en su casa
necesitaban una chica para las tareas de limpieza. Ca-
minaron unas cuadras y llegaron a una obra en cons-
trucción. Allí la amenazó con un cuchillo de cocina y
la abusó contra una pared descascarada.
Con el verso de la niñera capturó varias chicas. A
una la citó en la puerta del complejo deportivo La
Cantera, apoyó un arma en su cintura y la llevó hasta
los baños, en el fondo del local. En el lugar, aparen-
temente, no había nadie. La ató con unos cables y en
pocos minutos se la violó. A otra la convenció por la
calle, se la llevó hasta una casa abandonada para en-
trevistarla, le tapó la boca con una media y después
de abusarla, le sacó cien pesos de la cartera. Y, como
con Ayala Gamboa, volvió a engañar a terceros. Paró a
una piba por la calle pidiendo una niñera. La hermana
de ella estaba buscando trabajo y la llamaron juntos
desde un locutorio. A la media hora, se encontró a so-

ÁGUILAS HUMANAS 115


las con la solicitante y fueron hasta el teatro La Her-
mandad del Princesa. Abrió la puerta de una sala, por
la entrada principal, y en medio de la oscuridad se le
tiró encima. La chica lo tomó de los pelos, gritó y él la
acostó, se sentó en su vientre y le dio piñas en la panza.
La penetró, esperó a que se cambiara y salió a la ca-
lle. En la puerta del teatro, tres personas conversaban
animadamente. Habían estado allí cuando entraron,
quince minutos antes, y aún seguían charlando, como
si alrededor nada hubiera pasado.
Hay algunos casos, sin embargo, que se salen de la
regla. Una vez fingió ser otra persona. Se hizo pasar
por un amigo de la hermana de una piba y simuló un
ataque de nervios para llamar su atención. Lo encon-
tró desesperado en la puerta de un local y él le dijo que
su hermana había tenido un accidente y estaba inter-
nada en una clínica. Dispuesto a acompañarla hasta
el nosocomio, en realidad la llevó hasta un baldío, le
puso el pene en la boca y luego la penetró por atrás.
La piba se salvó de milagro. Si hubiera gritado con
más fuerza cuando él dejó de taparle la boca, quizás
estaríamos hablando de otro crimen.

Ancón es un pueblo balneario de treinta mil ha-


bitantes, al norte de Lima. Poblado por pescadores,
es famoso por los deportes acuáticos, las tumbas pre-
colombinas y por ser la playa de los limeños acauda-
lados. En una de las esquinas rociadas por arena, un
pibe tomaba unas cervezas con amigos. Se puso en
pedo, y no supo que quien le gritaba como loca, aver-
gonzada y con el cuerpo encima, era su hermana, una

116 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


adolescente un año mayor que él. Entonces llegó un
golpe seco, de esos que dejan un charco de sangre para
que los amigos se burlen, entre incrédulos y nerviosos.
Rony quedó con la mano en la nariz. Sandra le había
roto el tabique de un cabezazo.
Rony ahora tiene veinticuatro años, el pelo negro
hasta los hombros, una gorra que ajusta la cabeza y la
voz rasposa, acelerada, el timbre de un hombre adulto.
Habla raro, como si tuviera un pequeño megáfono en-
tre las cuerdas vocales. Los ojos achinados, los pómu-
los morados, las cejas gruesas: es igual a su hermana.
Rony, en verdad, no se llama Rony: se llama Michael
Felipe Ayala Gamboa. “A Sandra le decíamos Daisy”,
dice Rony, con una boca de dientes enormes: “los pe-
ruanos nos vivimos cambiando el nombre”.
Son las dos de la tarde. Se sienta en un bar con las
piernas abiertas, agitado, casi con la lengua afuera. No
quiere pensar en el crimen aunque piensa: la mataron
entre muchos. Dice que hay algo oscuro: no confía en
el testimonio de Miguel Silva, a Augusto, el último no-
vio, le tiene lástima y se ríe de la baja estatura de Diego
Cadícamo. No le entra en la cabeza que un tipo tan
flaquito y petiso hubiera podido estrangularla.
— Cadícamo no lo hizo solo. Lo vi en la cárcel una
vez y casi me muero. Es un petiso que no vale nada.
Mi hermana sabía pelear, chabón. Yo le enseñé a de-
fenderse. Nosotros nos vivíamos golpeando y ella sí
que pegaba fuerte, eh.
— Si no la mató Cadícamo, ¿quiénes mataron a
Sandra?
— No sé, chabón. Creo que había ADN de otras
personas en el edificio y el fiscal se hizo el pelotudo.
No entiendo nada de la causa, pero hubo otras perso-

ÁGUILAS HUMANAS 117


nas, estoy seguro. Hay un dicho que lo tengo bien cla-
ro. Acá en la tierra todo lo que hacemos, lo pagamos.
Dios se nos lleva a las personas más buenas, y bueno,
estamos acá por algo, ¿no?
Rony hace dos años que vive en La Plata y dice que
está bien: la ciudad le gusta y conoce mucha gente.
Rony no se vino sólo por Sandra: extrañaba mucho a
la madre y fue la vía de escape de un desengaño amo-
roso. En el primer viaje a la Argentina, cuando todavía
estaba de novio, se enteró que su chica lo había dejado
por otro. “Tengo miedo de enamorarme de nuevo”,
confiesa, y es difícil creerle: las chicas lo charlan y él les
sonríe, les habla, las mira. Se sube la remera hasta los
hombros. En el brazo izquierdo tiene un tatuaje con el
nombre de su hermana. Lo acaricia. Se lo hizo después
de que a ella le pasó eso.
— Sandra es una boluda. Yo le dije que no había ne-
cesidad de viajar a otro país. En Argentina no conocía
a nadie, estaba solita. Era caprichosa. Se le ponía algo
en la cabeza y hasta que no lo conseguía, no paraba.
Rony tenía veinte años. Era el 25 octubre del 2006
y un micro de la empresa Rápido estaba a punto de
salir para Buenos Aires. Una chica bajita, coqueta,
saludaba desde adentro. Era su hermana. La familia
del novio le había dado todo lo que ella no hubiera
podido conseguir por otros medios. El pasaje y el pa-
saporte, para cualquier migrante humilde, son un te-
soro difícil de imaginar. Ella viajaba, según le juró a
su madre, para estudiar medicina. Había rendido dos
veces el examen de admisión en las universidades de
Villareal y San Marcos sin haber alcanzado el límite
de aprobación. El título de enfermera que ya poseía
no era suficiente. Quería curar en serio, estar al frente

118 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


de un consultorio, tener autoridad ante los pacientes.
“No hay como el guardapolvo blanco de un médico”,
les decía a todos.
— Quédese tranquila, mamita. Si me va bien, se vie-
nen vos y Rony a vivir conmigo. Si me va mal, vuelvo.
El micro arrancó hacia la ruta. Tres días después,
Sandra ya estaría en La Plata. De repente, Rony se des-
plomó y cayó de bruces al piso. Lo cachetearon. Era su
primer desmayo.
— Una vida sufrida de trabajar y nada más. Siem-
pre trabajar para tener algo. Nosotros a veces comía-
mos y a veces no comíamos. Vivíamos en un barrio
con gente de plata, nos daba vergüenza. Yo vendía
periódicos y Sandra trabajaba de enfermera, de cos-
metóloga y vendía sandalias. Le encantaban los nego-
cios. Mi mamá atendía una tiendita. Yo me la pasaba
en la playa. Me portaba mal, mi hermana me lavaba
la ropa y mi vieja renegaba.
El hermano de Sandra es un pibe tremendamente
inquieto: los lunes hace teatro popular, los martes or-
ganiza una olla popular en la plaza San Martín, los
miércoles y los jueves coordina los talleres de baile
en el club Villa Argüello y los viernes tiene clases de
murga. A Rony le encanta hablar de los tallercitos: de
sus clases de hip-hop y danzas típicas del altiplano a
chicos de entre ocho y doce años. Le cansa la militan-
cia pero trabaja en una cooperativa del Frente Darío
Santillán con una remera que dice “Yo trabajo sin pa-
trón” y en ocasiones recorre los barrios como un polí-
tico, hablándole a la gente sobre la historia del Frente.
A mediados del año pasado, fue al cumpleaños de un
amigo en una casa de Berisso. La fiesta terminó y Rony
tomó un remisse junto a una compañera travesti. Al

ÁGUILAS HUMANAS 119


rato, el remisero llamó a la policía: en unos minutos
un móvil los sacó del coche y los detuvo. Rony fue
liberado y la chica quedó demorada por averiguación
de antecedentes. Días después, la trampa se hizo públi-
ca. La averiguación nunca existió: había sido violada
por un par de oficiales.
Son las tres de la tarde, es un domingo nublado y
hay gente alrededor de un colegio privado. Unos pi-
bes pintan un mural y hacen una radio abierta sobre
la última dictadura militar. Rony fue a coordinar un
taller de murga. En un momento, apareció Rosa Bru y
dijo que un pibe de gorrita y morocho, para la policía,
es sinónimo de delincuente. Rony rió bajito. “Estoy
al horno”, dijo, y confesó al oído que está un poco
incómodo, que se quiere ir, que es un colegio de gente
de plata: un colegio de caretas. La cara cambió cuando
dos pibes tomaron el micrófono y se pusieron a rapear.
Les hacía coros, los aplaudía.
Rapear es como liberar algo del cuerpo.
Rony se vuelve para Perú: la culpa es de la playa.
En La Plata se siente activo, respetado, pero sin el mar la
vida es aburrida. Nada le puede dar lo que siente tam-
baleándose sobre una tabla, desafiando la rompiente de
las olas.
— Me gusta el peligro, tengo ganas de surfear. Una
vez me choqué con un lobo marino.
— ¿Cómo?
— Pasé la franja permitida para nadar y de repente es-
cuché el sonido de una bestia. Salió de las profundidades.
Tenía unos bigotes enormes, era gigante. Los dientes, je,
ni te cuento, chabón.
— ¿Y qué hiciste?
— Me quedé quieto, duro como una tabla. Fue un

120 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


minuto. No pasó nada. A esos animales si no les hacés
nada, son mansos. Si te movés o los provocás, te morfan.
— ¿En La Plata no tuviste ese tipo de aventuras?
— No tantas. Es una ciudad linda, pero hay tipos
malditos, eso no me gusta. Si yo hubiera estado antes,
a mi hermana no le pasaba nada. Y si a mi vieja le
llegan a faltar el respeto nomás, me vuelvo loco. Si la
tocan a mi vieja, yo mato chabón. Mato, eh.

La madre de Sandra Ayala Gamboa es una señora


menudita, pecosa, seria. Tiene cuarenta y pico, y llora
mucho. Habla muy bajito, al borde del balbuceo. La
Plata es una ciudad lluviosa. El barrio de Berisso don-
de vive, un vecindario de tierra que se recorta sobre
los tanques de una empresa petroquímica, se convierte
en un pantano. Un día resbaló y se rompió la rodilla.
Nelly no tiene un trabajo estable y apenas se relaciona
con los vecinos.
Hay dos Sandras en su cabeza. Una, la que ella co-
noció bien: la joven estudiosa, inteligente, simpática,
la que desde chiquita se volvía loca cuando miraba a
las doctoras. La otra, a la que cuesta imaginar, es la
que se vino a la Argentina. La joven impulsiva, desa-
pegada. Casi una extraña.
Nelly habla de Martín, el novio que Sandra tuvo
antes de conocer a Augusto. La historia fue así. Mar-
tín y Sandra se conocieron en el cumple de quince de
ella y salían hacía cinco años. Pero todo cambió cuan-
do Martín, por mandato de su padre militar, entró al
ejército. Martín se fue a un cuartel en Moquewa, un
sitio lejísimos de Ancón. Se separaron: durante varios

ÁGUILAS HUMANAS 121


meses apenas si se hablaron por teléfono. En Mo-
quewa vivía la madre de él y los fines de semana,
como todo cadete, Martín aprovechaba los francos
y salía a los boliches de la zona. En uno de esos días,
Martín fue a tomarse un trago con un amigo. Estu-
vo unas horas en un bar y se le perdió el rastro. Lo
que nadie hubiera pensado era que su novia, poco
tiempo después, sería presa del mismo destino fatal.
Nunca más se supo de él: estuvo desaparecido unos
días hasta que un lugareño encontró su cuerpo cerca
de un cerro. Lo habían asesinado salvajemente, a gol-
pes. Era abril del 2006. Sandra se enteró y cayó en un
pozo depresivo. Estuvo unos meses encerrada. Rony
y Nelly no sabían qué hacer. A veces, somnolienta,
respondía a los golpecitos en el vidrio de su cuarto,
para que nadie se asustara. Sólo el estudio la conecta-
ba con otro mundo: le quedaban pocas materias para
recibirse de enfermera profesional.
Tras varias semanas, entre amigas y familiares la
convencieron para que se pusiera linda y saliera a bai-
lar. Fue con una amiga. Eran los primeros días de agos-
to y hacía mucho frío. El invierno, en la zona de Lima,
dura hasta mediados de septiembre. Un 17 de ese mes,
en 1985, nacía la chica que esa misma noche conocería
el novio con el que dos meses más tarde viajaría a otro
país. El chico, de nombre Augusto, era flaquito, ojos
saltones y tenía unos años mayor que ella. Tenía mala
fama y Rony, cuando se enteró, lo quiso cagar a trom-
padas y dejó de hablarle a su hermana por un tiempo.
Augusto, en realidad, no vivía en Perú. Residía en Ar-
gentina y debía regresar en poco tiempo. Lo esperaban
la madre, los hermanos y un trabajo de albañil. Ella se
ilusionó: sabía que en ese país se podía estudiar gratis.

122 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


Sandra los reunió en un restaurant y les dijo que
se iba. Así de simple. La chica que escuchaba Thalía
y cocinaba arroz con pollo, la que hacía abdominales
frente a todos, la de los cosméticos y los espejitos, esa
misma, de golpe se inventaba otro destino en un país
desconocido, sin trabajo a la vista y con un novio que
apenas conocía. Hubo algo raro antes de la partida.
Hubo algo raro en el crimen. Eso es la cabeza de Nelly:
un río revuelto de sospechas. Habla de encubridores,
de cómplices, de “los asesinos de mi hija”. Quizás por
esa razón cambió de abogados más de una vez: la pista
del violador serial que manejaron todos sus defensores
nunca le cerró.
Tiene bolsas. Nelly siempre lleva alguna bolsa gran-
de en una de las manos. Dice que cuando llegó a La
Plata para buscar a su hija, la pensión se mostró hos-
til y que Miguel Silva la amenazó de muerte. Con los
familiares de Augusto ni se habla. Nelly es una mujer
triste, cansada y a la vez tiene un carácter duro, difícil
de tratar, capaz de increpar a aliados y enemigos con
tal de pensar que nadie le da atención por la muerte
de su hija.
— Tengo muchas dudas. A mi hija le sacaron el
documento y le robaron la plata que le mandé para
que regresara a Perú, por eso salió a buscar un tra-
bajo. En la pensión sufría maltratos. El pantalón de
ella apareció hace poco en un tacho de basura cerca
de Rentas.
— ¿Cómo fue eso?
— Cuando encontraron a mi hija, estaba toda
la ropa menos el pantalón. Y ahora lo encontró un
hombre en la vereda del edificio. Estaba enrollado
entre los residuos. Me parece muy misterioso todo

ÁGUILAS HUMANAS 123


eso, pero a los investigadores parece que no les llama
la atención nada.
— ¿Apoya la investigación del fiscal?
— El fiscal quiere cerrar la causa rápido, encerrar
al violador y que el edificio vuelva a abrir las puertas.
¿De quiénes son los otros ADN que se encontraron
en el lugar? Si no se investiga eso, yo pienso que el
violador no actuó solo, que alguien lo ayudó a matar
a mi hija.
— Pero su abogado también piensa que fue Ca-
dícamo…
— Sí, ya sé, pero hay algo raro…
Los abogados de Nelly, Ernesto Martín y Pablo
Oleaga, ponen la lupa en la llave de la casona. Creen
que fue Cadícamo quien mató a Sandra, pero quie-
ren saber si trabajaba en la obra del Archivo y develar
cómo consiguió entrar con ella en una hora donde su-
puestamente no había nadie. La trama ocupa una bue-
na parte de la causa. La obra finalizó el 7 de febrero.
Entre el 14 y el 15, hubo un problema eléctrico en una
de las fases. El 17 de febrero, un día después del cri-
men, el arquitecto Alberto Lucio Castillo y el maestro
mayor de obras Luis Battería ingresaron hasta planta
alta y comprobaron el problema eléctrico. Battería fue
hasta los baños y vio una bombacha sucia. “Estos al-
bañiles se la pasan de joda”, le dijo a su compañero. El
18 de febrero el electricista Luis Vega entró a la casona
y constató que el problema eléctrico venía de afuera,
de la conexión de Edelap. Battería, Castillo y Vega,
aparentemente no se cruzaron nunca. El 21 febrero,
el técnico Horacio Alfonsín entró con un herrero a re-
solver un problema con los aires acondicionados. Fue
por la planta baja hasta un patio interno, y desde allí

124 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


vio un revuelo de moscas en el piso de arriba. Le ganó
la curiosidad e intentó subir por las escaleras, pero un
olor a podrido lo volteó y se retiró de la casona. Lo
comunicó a un empleado de intendencia, al otro día
fueron juntos a la puerta y extrañamente no olieron
nada. Lo que sospechan los abogados es que alguno de
estos hombres vio el cuerpo y miró hacia el costado.
Esa sería la hipótesis del encubrimiento, agravada por
tratarse de un edificio del Estado.
Cuando sonríe, el rostro de Nelly, invadido por oje-
ras, saca el mejor brillo. Porque, detrás de su malestar
cotidiano, hay una mujer muy joven, aguerrida, atrac-
tiva. Los dolores de cabeza y estómagos le son frecuen-
tes: dos por tres se come las colas de los hospitales y
deambula por consultorios públicos. De la cartera saca
un pequeño álbum de fotos. Aparece Sandra, chiquiti-
ta entre hombres, aplicando una vacuna a un paciente
en el día de graduación, con el diploma de enfermera
en la mano. La cara redonda, el rostro simpático y el
guardapolvo blanco, infaltable, pegado al cuerpo. Era
uno de los doce que tenía: a cada manchón o pequeña
rajadura, se compraba uno nuevo. Sandra vendiendo
ropa en una feria. Sandra soplando las velitas en un
cumpleaños. Y Nelly a su lado, aplaudiendo.
La tuvo a Sandra a los diecisiete y tres años des-
pués se separaría del marido. Un tema la relación con
él: estuvieron años sin hablarse y apenas si se veían
por intermedio de los hijos. Desde el crimen, todo
cambió: volvieron a tratarse y ahora hablan seguido
por teléfono. Su ex marido nunca viajó a La Plata.
Dicen que el dolor lo apagó, le quitó fuerzas para
vivir: tenía locura por su hija, con la que, a diferencia
de Rony, los unía una excelente relación. Los restos

ÁGUILAS HUMANAS 125


de Sandra están en Cantogrande, su pueblo. Él se hizo
cargo de los gastos del cementerio. Los vecinos que
lo conocen afirman que es capaz de quedarse todo un
día sentado en un banco cerca del féretro, cruzado de
piernas y en silencio.
Sandra, desde pequeña, era una apasionada del co-
nocimiento. Nelly recuerda el día que le compró un
abecedario, en los años del jardín, y juntas anotaban
las vocales y las consonantes para luego cantarlas. En-
tró antes que los demás a primer grado y terminó la
secundaria a los quince con las mejores notas. Fue una
enfermera precoz. Curaba a los vecinos, y cuando Nelly
o Rony caían en cama por alguna gripe, allí estaba
Sandra con los pañuelitos mojados, lista para bajar la
fiebre colocándolos en la frente, de a uno por vez. Le
gustaba tratar a los niños y a los abuelitos, como los
llamaba. Ya estudiando enfermería, con una beca con-
seguida después de que el instituto la rechazara por ser
menor y por su baja de estatura, pensaba fundar algún
día un consultorio dedicado a ellos. El día del niño los
peinaba, le regalaba cosas y Nelly se enojaba porque
la plata en la casa no sobraba.
El dinero es un factor complejo. En la causa, Ne-
lly dice que le mandaba entre cien y doscientos dó-
lares por mes a su hija y que, la semana previa del
crimen, le envío doscientos dólares para que Sandra
regresara. Había unos parientes en Retiro. Sandra,
por teléfono, contó que el 14 de febrero, tres días
antes de morir, se iría para allá. Los parientes luego
declararon: “habíamos quedado para encontrarnos
el sábado 18 en la terminal de Retiro, pero ella no
fue”. Ni esos familiares, a los que nunca llegó a tra-
tar, ni ninguna otra persona sabían que la tarde del

126 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


día anterior Sandra se había extraviado del mundo
tras una entrevista de trabajo.
Los tres tristes tigres. Era el nombre del trío: la ma-
dre y los dos hijos. Una suerte de alianza que Sandra
quebraba a cada rato: se la pasaba fuera de casa, entre
los vecinos, trabajando como enfermera en una clíni-
ca privada, haciendo negocios. Hubo un momento en
que el mundo se la arrancó de cuajo. Fue cuando San-
dra empezó a ir como voluntaria a La Posta, el nombre
que tienen las salitas de salud en Perú. Los médicos la
venían a buscar con la ambulancia y cuando veía la luz
de la sirena, Nelly se ponía nerviosa y salía a la calle.
Quería discutir con ellos, no se podía controlar.
— ¿Qué les decía?
— Rogaba que la trataran bien, que no la dejaran
venirse sola a casa. Sandra miraba hacia otro lado, le
daba vergüenza. Soy grande, decía. Ay mamá, cuando
uno sabe uno tiene que ayudar, no sea mezquina, voy
y ahora vuelvo. Eso me decía.

Son las once del mediodía. La voz gruesa, de locu-


tor, se amplifica entre las mesas. Miguel Maldonado
levanta la mano y pide un cortado. Las mozas, rubias
y jóvenes, le sonríen. El hombre que alguna vez se can-
didateó como senador provincial por el lavagnismo
peronista es el perito forense y psiquiátrico del caso de
Ayala Gamboa. Es un hombre apurado: el reloj enor-
me que asoma sobre la muñeca derecha canta tic tac,
tic tac, y él no puede dejar de mirarlo.
— ¿Qué tipo de violador es Cadícamo?
— Cadícamo es muy primitivo: un violador de ma-

ÁGUILAS HUMANAS 127


nual. Un mismo modus operandi y un patrón de con-
ducta que se explica por su cuento de la búsqueda de
una niñera para que cuide a las hijas. A algunas vícti-
mas las montaba en bici y las llevaba hasta el lugar en
el que se las violaba. El perfil de víctima es clarísimo:
chicas con rasgos que son propios del altiplano, moro-
chitas, pelo lacio, bajitas.
— En casi todos los casos, violó y dejó ir a las mu-
jeres. ¿Qué pasó con Sandra?
— Cuando participé en la autopsia, nos quedaron
algunas dudas si había sido violada, porque el cuerpo
estaba en avanzado estado de putrefacción. Pasaron
muchos días, y a veces se desdibujan los signos que en
un cadáver reciente, de 24 ó 48 horas, son más fáciles
de identificar. A Sandra la mató porque ella se resistió
tenazmente. Era un tipo brutal, violento en extremo
cuando no podía dominar a su víctima.
El psiquiatra saluda a todo el mundo. El bar es un
panteón griego y lo pueblan abogados, fiscales, con-
tadores y políticos. Todos saben quién es Maldonado.
La pelada, las arrugas en la frente, la mirada grave, el
pelo blanco. Un médico legista que escribe una colum-
na semanal en un diario platense, dicta conferencias
sobre delitos sexuales, y es titular de una cátedra en la
facultad de Medicina. Sandra se resistió tenazmente.
Las palabras se repiten, como un eco. Hay carne en sus
uñas: es la propia carne de ella, que peleó para que no
le sacaran la remera y la estrangularan.
— ¿Qué tipo de pena pediría para Cadícamo?
— Debería dársele la perpetua, en un instituto es-
pecial, con severísimas normas disciplinarias y tra-
bajo obligatorio. Es la única forma de canalizar la
pulsión que tiene por la violencia. Este tipo se las

128 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


violaba directamente por el ano, es un ser sumamente
agresivo. Cadícamo ya hizo un par de parodias, él se
declara inocente y dice que todo es una trampa que
le está haciendo un hermano. Los violadores como
él tienen desórdenes de personalidad, no son enfer-
mos mentales, y por ahora son individuos de nula
reinserción social. No sirve que le den diez o veinte
años, lamentablemente no se pueden mejorar porque
además, en las cárceles, no hay tratamiento adecuado
para ellos. Son irrecuperables.
Nacido en la provincia de Buenos Aires y criado
en Misiones, con un corte en la cabeza que algunos
creen fruto de un hachazo de su madre al grito de
“vas a ser mujeriego como tu padre”, Cadícamo,
de treinta y tres años, maestro mayor de obras y un
cuerpo tan diminuto como infantil, tiene alrededor
de cinco hijos aunque se calcula que por sus relacio-
nes ocasionales tendría un par más. Camina como la
Pantera Rosa. Eso dijeron la mayoría de sus víctimas
cuando debieron resaltar algún rasgo físico. No era
casual: si algo compartieron con él, más que el tiem-
po de los abusos, fueron los largos recorridos hasta
los sitios de violación.
Cadícamo llevaba una vida desordenada. Había te-
nido un par de novias y casi todas ellas hablaban de él
con desprecio: era un tipo de poco esfuerzo, habituado
a pasar el día tirado en el sillón, haciendo zapping y fu-
mando un cigarrillo tras otro. Algunas lo veían como
un niño deprimido, tan refugiado en su propio vacío,
que salía por alguna diversión para después retornar
a la rutina de la dejadez. Otras pensaban que era un
tipo raro, incluso astuto, y más de una vez lo habían
descubierto en la oscuridad, ofreciendo a ciertas per-

ÁGUILAS HUMANAS 129


sonas los manojos de llaves de obras en construcción.
El perito está contento. No se captura a un violador
serial todos los días: de cada cuatro casos de violación
sólo se denuncia uno y los equipos de investigación
criminal no están capacitados para estudiar la psicolo-
gía de los violadores. Hay pistas en el camino y están
las huellas: el área geográfica en la que se mueven y
los modus operandi que utilizan. Maldonado dice que
nuestro país no tiene la logística para establecer una
vigilancia sobre los acosadores. Cadícamo se movía
en su área de confort, en especial las obras en cons-
trucción y los edificios abandonados. Como él, hay
montones, sueltos y anónimos. “Hay que caminar con
cuidado: nuestra ciudad es peligrosa”, dice.
A plena luz del día, despreocupado, Miguel Maldo-
nado sale hacia la calle, la mirada en el reloj, los dedos
en el celular. Entre el hormigueo de gente, donde miles
de ojos nunca se chocan, es una sombra más que se
pierde en el murmullo de la ciudad.

Dos mujeres se abrazan en la entrada de un bar y


cuando parecieran despedirse, giran, abren la puerta y
entran sonriendo. Primero Nelly y después una mujer
canosa, cuarentona, de rasgos andinos. Nadie la había
citado y sin embargo se sienta, cruza las piernas y es-
tira la mano.
— Soy Isabel Burgos, soy psicóloga, soy feminista
-dice, con una sonrisa de lado, la boca ancha, las
manos curtidas.
Es la coordinadora de la Asamblea por Sandra, un
espacio que ganó fuerza en las primeras marchas aun-

130 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


que con los años se desgastó, muchas se fueron, otras se
pelearon y hoy está en terapia intensiva, aunque Isabel
sigue firme con el caso: la acaban de designar perita
de parte de Cadícamo y la emoción brota de sus ojos
cansados. Hay una escena, dice, que lo explica todo. En
una de las pericias psicológicas, el violador recordó su
infancia y narró los días de pesca en Misiones. Habló
de pesca pero también de caza. Cazaba helicópteros y
mariposas con una red. A ninguno de los bichos los ma-
taba. Pero a las libélulas las ataba con un hilo, en fila,
usándolas luego como carnada. Cadícamo les decía eso
a sus novias, en La Plata, cuando salía por las tardes y
regresaba a cualquier hora: que se iba de pesca.
— El perito Maldonado cree que Cadícamo tiene
desórdenes de personalidad pero no estoy de acuerdo.
Más bien, tiene una personalidad dominante, perver-
sa, y si bien es un fabulador extraordinario y se crea
ficciones todo el tiempo, creemos que tiene intacto el
principio de realidad y es totalmente consciente de lo
que hizo.
Isabel se está por mudar de casa y esboza una mue-
ca de nostalgia: perdió a su gato, que salió un día y
no volvió más. Se acomoda el pelo, abre los ojos y
convida un mate. “Ando a mil”, dice. Chilena, divor-
ciada, madre de dos hijos, se dedica a trabajar con las
mujeres víctimas de violencia. Una noche, el ex marido
de una de ellas la estaba esperando al pie de un árbol,
en la vereda de su casa. Isabel le pegó un grito, amena-
zándolo con que iba a llamar a la policía, y el tipo se
escapó corriendo.
— Estoy acostumbrada a que pasen esas cosas. A
esos tipos hay que asustarlos un poco y se dejan de
hacer los machitos. El problema es que a las mujeres

ÁGUILAS HUMANAS 131


golpeadas hay que acompañarlas a todos lados, por-
que nadie les da pelota. Son muy vulnerables, presas
fáciles de cualquier agresión.
— ¿Qué creés que pasó con Sandra?
— Un femicidio. Creo que Diego Cadícamo la
violó pero que hubo otras personas en la escena del
crimen. Él no la mató solo. Está la policía, está la
gente del ministerio. No existe un único culpable.
Hay responsabilidades políticas y una trama de
complicidad encubierta.
— ¿Y quiénes fueron, entonces?
— Estoy convencida que detrás del crimen de San-
dra hay una mafia. Hay muchos puntos oscuros.
La feminista dice que la causa “se empiojó”: en los
tres años que estuvo en manos del fiscal Morán, en-
gordando en doce cuerpos, se llegó a pensar en hipó-
tesis casi disparatadas, desde una asfixia por “juego
sexual” hasta un posible caso de trata de personas. En
el medio, se investigó a un montón de gente, entre las
que estaba Cadícamo. Hay distintas versiones sobre
el cambio de fiscalía. Unos dicen que el cambio fue
impulsado por los abogados de Nelly Gamboa por-
que corría riesgo de ser archivada. Otros aseguran que
el traspaso fue en unas vacaciones de Morán. Burgos
apoya a Cartasegna pero se pregunta por las huellas
encontradas en la cercanía del cuerpo. Y agrega otras
cosas. Dice que, según una ex mujer, Cadícamo tiene
mucha plata en una cuenta bancaria. Está la empresa
Surcos, donde supuestamente trabajó, asociada a los
fertilizantes químicos, al negocio oscuro de la soja y
a los cabarets pueblerinos. Hay un accidente y un cri-
men ocurridos meses después del crimen. El accidente:
el de un abogado de derechos humanos relacionado a

132 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


la investigación. El crimen: el de un representante de
una banda legendaria de música peruana que apareció
nombrado en la causa como un viejo conocedor de la
pensión en la que vivía Sandra.
Los ventanales están abiertos de par en par: son
tan amplios que cualquier persona podría dar un sal-
to y chocarse con un sillón, una biblioteca con libros
de psicología y los juguetes de los niños. Isabel pone
música clásica en la computadora y se disculpa: los
parlantes son malos y la melodía suena distorsionada.
Es una rutina: llega del trabajo, la casa es un caos, y
la sinfónica acompaña la danza del cigarrillo, uno tras
otro. Isabel sigue con los puntos oscuros. “Hay viejas
militantes feministas que me aconsejan que no siga in-
vestigando más. Tengo miedo por mi familia”, dice.
Humo, humo, y la cabeza hundida entre los hombros.
— ¿Creés que el violador entró así nomás a un edi-
ficio estatal, subió a un primer piso con Sandra sin
que a nadie le llamara la atención, se la violó, luego la
mató y salió por la puerta como si no hubiera pasado
nada? ¡Es un edificio público! Por favor, por favor…
Isabel apunta a la pensión. Augusto declaró en la
causa: “Sandra no iba sola a ninguna lado”. Hubo va-
rios episodios de violencia. Un mes antes de su muerte,
Sandra estuvo en la comisaría Primera denunciando
que la suegra, la cuñada y el novio la agredían tanto
física como verbalmente. Que la hacían trabajar en un
geriátrico por poco dinero y ella iba con desgano. El 3
de febrero, la oficial Lorena Calderón fue a la pensión
y vio una pelea familiar. Sandra le dijo que se había
peleado con el novio porque estaba borracho y la fa-
milia, defendiéndolo, la atacó. Calderón describió a
Sandra: “se la veía desesperada por irse de ahí”. El 10

ÁGUILAS HUMANAS 133


de febrero, la oficial Cecilia Pinha estaba en una rutina
de vigilancia cuando vio a una pareja discutiendo en la
puerta de la pensión. Eran Sandra y Augusto. Una vez
más, Sandra dijo que el novio la tenía cansada por sus
borracheras y agregó dos cosas más. Primero, que en
la pensión le habían quitado su documento. Segundo,
que tenía pensado volver a Perú el 22 de febrero. O
sea: cinco días después que la mataran.
— Ahora se quiere apurar la causa para poder re-
abrir el edificio público, cuando, para nosotras, es un
símbolo de los femicidios que hay en la ciudad. Quie-
ren destruir la intervención cultural y política que re-
presenta la fachada. ¿No es raro?
Arriba, abajo, encima del archivo de Economía
(hoy propiedad de Rentas), hay carteles, flores, car-
tas y velas. La pared está completamente pintada de
rojo. El rostro de Sandra, gigante, ocupa el centro. La
casona, cerrada desde el crimen, luce abandonada,
hay un balcón roído por la humedad y tres ventana-
les cerrados. A lo largo de toda la cuadra, una serie
de graffitis, stencils y banderas, rezan Todas somos
Sandra. ARBA=femicidio. Nosotras no nos callamos.
Casa Sandra Ayala Gamboa. Basta de impunidad, ni
un femicidio más. Es justo para todos. ARBA: Sandra
repudia al gobierno de la provincia de Buenos Aires.
Abren edificios, encubren responsables, cierran causas.
Una joven desaparece como por arte de magia y
aparece muerta en un edificio público. El crimen de
Ayala Gamboa, por su carácter emblemático, golpeó
algunas conciencias. La cara de Sandra, incrustada en
las paredes céntricas, es un signo incómodo. Es una
imagen que manifiesta una realidad: las mujeres de cla-
se baja, pese a ser mayoría, siguen siendo pisoteadas.

134 PUNTEROS, FANTASMAS Y CRIMINALES


Porque, detrás de los enigmas del caso, hay un telón
de fondo que el violador serial destapó como una olla
a presión. La ciudad se sirve de los pobres cuando los
necesita y rápidamente los discrimina, los expulsa. Son
migrantes y pobladores de la periferia que no la tienen
fácil y deben hacer enormes sacrificios para vivir. Son
mujeres que están expuestas a cualquier tipo de abuso.
No son las que tienen el respaldo de una familia ni
de ninguna institución. No son las que cuentan con
un destino asegurado ni una estabilidad afectiva.
Son las que, si alguna vez acceden a la universidad,
deben abandonar por la carga de más de diez horas
de trabajo diario. Son las que, como Sandra y como
tantas otras, sueñan con una ilusión hecha de barro,
las que luchan con hijos a cuestas después de la fuga
de los maridos, las que se desesperan por una paga
de diez pesos por hora. Las que son tratadas como
carne de cañón, las que esperan que sus casos no se
archiven en la justicia y así decir: ¡hola! Me llamo
fulana de tal y también quiero estudiar, trabajar, co-
mer, divertirme y disfrutar de la vida como usted
señor, como usted señora.

ÁGUILAS HUMANAS 135

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