Punteros Fantasmas y Criminales Digital 0
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CRISTIAN ALARCÓN
EDITOR
Punteros fantasmas y criminales / Rodolfo Palacios ... [et.
al.] ; compilado por Alcira Martínez. - 1a ed. - La Plata :
Universidad Nacional de La Plata, 2011.
130 p. ; 19x12 cm.
ISBN 978-950-34-0768-4
Derechos Resevados
Facultad de Periodismo y Comunicación Social
Universidad Nacional de La Plata
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o no respetar los horarios de llegada a casa; pero el
hombre no les perdonaba que se metieran en sus
asuntos. Uno de esos asuntos era el dinero. En los
años ochenta, sus hijos adolescentes no sospecha-
ban que esos billetes brillosos como la seda del cu-
brecama tenían un origen más oculto que esa ha-
bitación iluminada: la cúpula oscura de un blinda-
do. Tiempo después se enteraron de que ese dinero
había sido robado a punta de fusil de un camión.
Por esos golpes audaces, su padre se convirtió en
un mito de la delincuencia y en el enemigo público
número uno de la policía. El grueso prontuario AP
389822 lo identifica como Luis Alberto Valor Gon-
zález, de cincuenta y cinco años. Se hizo famoso
como El Gordo Valor: apodo que recibió cuando
era un alfeñique y al que hizo honor engordando
a la par que su cuenta bancaria. El ex líder de la
superbanda que asaltó más de cincuenta camio-
nes blindados y bancos en las décadas del ochen-
ta y noventa fue detenido el 31 de julio de 2009
después de una accidentada persecución policial.
Valor, que según la policía estaba por cometer un
robo, chocó en su auto contra una fila de árboles
del country Olivos Golf Club de Pablo Nogués, en
el norte del conurbano bonaerense, una porción
de campos y casas de dos plantas construidas en
barrios cerrados, con vista a un lago, y vigilados
por guardias privados las veinticuatro horas. Los
policías le encontraron en el baúl del coche cua-
tro armas de fuego y objetos robados en una casa,
entre ellos una guitarra acústica. El video casero
que registró su caída lo mostró con la boca ensan-
grentada, la mirada triste y esposado. Las imágenes
— ¡Luisiiitooo, a comeeer!
— Ya voy vieja.
— Apurate Luisito que se enfría la comida.
Rosario González sabe que deberá llamar dos o
tres veces más a su hijo, como todos los mediodías.
Luisito tardará en obedecer porque ahora está boca
abajo, contra el pasto tupido, jugando con sus autitos
entre las hormigas. Los desarma y después los vuelve a
armar. Eso lo entretiene. Después cortará latas y cons-
truirá sus propios autitos. Los juguetes no le sobran.
La ropa tampoco. Sus padres trabajan todo el día y la
plata apenas les alcanza para la sopa, los fideos y la
cascarilla. Harán hasta lo imposible para que sus cinco
hijos no pasen hambre.
— ¡Ahí voy vieja!
— ¡Lavate las manos!
Luisito hace caso. Tiene cinco años y no quiere ha-
cer renegar a su madre Rosario, que además de hacer
las tareas del hogar trabaja por hora limpiando casas.
Luis Valor nació el 15 de octubre de 1953 en San Fer-
nando, una ciudad que creció frente al río y basa su eco-
nomía de los astilleros y las industrias. De chico soñaba
con ser como su padre Cirilo Nicolás Valor, un obrero
que trabajaba catorce horas por día en un aserradero
de Tigre; tuvo que retirarse después de que una astilla
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lo dejara tuerto del ojo derecho. Además de jubilarlo
prematuramente, el accidente también lo llevó al alco-
hol barato de las pocilgas. El destino –como esa astilla
artera– le deparó un final dramático: Cirilo murió en
una cama rodeado por su esposa y sus hijos, retorcién-
dose del dolor que le provocaba una cirrosis fulminante.
“Mi viejo era un poco bruto, pero era sano y me hizo
estudiar la primaria. Me dio buenos consejos, aun-
que fui un desubicado. Tuve una infancia feliz. Pero
a los catorce años empecé a ir al potrero y después se
me dio por los billares, las chicas y la política. Labu-
ré como tornero. ‘El nene me salió mecánico’, decía
mi pobre viejita”. Por ese entonces, su hijo trabajaba
como tornero en un astillero naval de San Fernan-
do. Rosario aún guarda en uno de sus cajones los
únicos dos recibos de sueldo que cobró su hijo.
Los papeles, amarillentos y manchados, certifican
los dos únicos años que el Gordo Valor trabajó
honradamente.
A los quince años se juntaba en un baldío con un
grupo de jóvenes que se dedicaba a robar autos. Le
decían Gordo, Vaca, Cachito o Cacho. Cinco años des-
pués lo detuvieron por primera vez, acusado de robar
un Ford Farlain modelo 60, un vehículo largo de cua-
tro puertas. Creyó que robar no estaba tan mal y que
iba a sacar de la pobreza a sus padres.
En su primer delito cayó por inexperto: por ser el
más chico de la banda siempre lo mandaban al fren-
te. El riesgo, las ganas de ascender, lo llevaron a la
cárcel. En 1974, a los veintiún años, Valor militó en
la Juventud Peronista de San Fernando. Una vez dijo
que expropiaban autos para usarlos en la actividad
política: “En la militancia aprendí a usar los fierros,
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de los primeros en ir al frente sin medir el peligro. Pero
con las mujeres era distinto. Iba más despacio, medía
cada movimiento; se perfumaba el cuello para seducir.
Esa madrugada se acercó a ella.
— ¿Bailamos, linda?
— Bueno.
Bailaron rockabilly. Él se movía con ritmo de un
lado a otro. El momento de mayor placer lo vivieron
cuando sonaron las trompetas de “Pity Pity”, una de
las canciones más populares de Billy Cafaro. “Pity,
Pity, Pity, Pity, amor de mi amor, dime que me quieres.
Apiádate de mí. Pity, Pity, Pity, Pity, ¿qué puedo hacer
si estoy enamorado?”.
Esa noche, Valor no se fue solo. Nancy aceptó su-
birse a su moto. Ese día se pusieron de novios y él la
llamó Pity por primera vez.
“El Gordo es el ser más bueno que conocí en mí
vida. Cuando lo conocí era flaco. El pelo lacio y sus
ojitos claros lo hacían un galán. Sueño con casarme
con él. Doy la vida por él, aunque a veces me saca
canas verdes porque es como un chico. Es romántico
y me escribe cartas de amor”, le dice Nancy Collazo a
Playboy. Desde hace más de veinte años lo vista en las
cárceles y le lleva comida después de hacer una cola de
tres horas para entrar en el penal; le plancha la ropa,
le cocina y le cuida su perra Pocahontas. Siempre estu-
vo con él, aun en los malos momentos. Como aquella
tarde en Entre Ríos, cuando paseaban cerca del río y
llegaron más de cincuenta policías para detenerlo.
Cada vez que habla de su esposo, la mujer se pone
nostálgica: recuerda las noches de Surmenage y del
club 17 Unidos de Campana, donde Valor bailaba
como un gitano: sonriente, en ronda y con las ma-
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Durante el paseo, los chicos descubrieron algo que los
dejó maravillados:
— ¡Mirá papi, un panal de abejas! –gritó su hijo
más chico.
Valor miró hacia una de las ramas del árbol y vio
el panal del tamaño de una pelota de rugby. Le dijo a
sus hijos:
— Sigan caminando que papá les va a bajar la miel.
— ¡Viva papi! –gritaron casi a coro.
Valor se trepó al árbol con la misma destreza con
la que huyó de Devoto. Tomó el panal con las dos ma-
nos. Creyó que tenía todo bajo control. Se equivocó:
del panal salieron más de diez avispas enfurecidas. Valor
cayó del árbol, rodó hasta la orilla del arroyo; se sacó
las avispas a los manotazos y se tapó la cara con los
brazos. Después se levantó y corrió como un desespe-
rado. El panal quedó en el pasto. Sus hijos vieron la
escena desde lejos.
— ¡Miren, papá salta de contento! Seguro que en-
contró mucha miel –dijo su hija.
Cuando se acercaron, su padre estaba irreconoci-
ble: tenía los ojos achinados, la boca hinchada, la cara
llena de picaduras. No hablaba. Sus hijos lo acostaron
en el pasto y le cubrieron las heridas con barro. Uno
de sus hijos, recuerda: “Al viejo siempre le gustaba ha-
cerse el héroe con nosotros”.
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— Siempre el chorro o malviviente somos los que
vamos de caño. ¿Nadie dice nada de los políticos que
robaron millones sin usar un arma? Nadie habla de
esos porque donde hay poder hay impunidad. Están
todos libres. Son los ladrones de guante blanco.
Hasta cuando se queja, Valor parece tranquilo.
Cuesta creer que el hombre regordete, que ofrece biz-
cochitos de grasa y tortas fritas a sus visitas, sea el mis-
mo que amenazaba con su fusil a los policías que cus-
todiaban camiones blindados. Cuando se lo va a ver
al Gordo Valor a la cárcel, sólo se le puede criticar un
exceso: por cada mate que ceba con su termo agrega
una cucharada de azúcar. Después del segundo sorbo,
uno ya quiere escupir a un costado a chupar un limón.
Valor nunca ostentó, aunque se daba algunos lujos: le
gustaban las joyas y la platería. Tenía anillos de oro
brillante, artesanías y un cristo de madera en una pla-
taforma engarzada en oro que se lo obsequió a su hija.
Su familia nunca supo qué hacía con el dinero que ro-
baba. El mito dice que solía cerrar burdeles para él y
sus amigos, que salió con vedettes famosas –entre ellas
la actriz y humorista Moria Casán, que en una época
era famosa por sus tetas del tamaño de un melón– y
que compró casinos y hoteles cinco estrellas en varias
provincias y los puso a nombre de un testaferro. Pero
sus amigos lo desmienten. “La fama es puro cuento”,
suele decir Valor. Le gusta parafrasear el tango.
Cuando daba los mejores golpes, vivía en un chalet
de General Rodríguez. Por las noches, se apoyaba en
el barcito del living y se servía un vaso de whisky. En
esa casa –que tenía una piscina y un nogal de se-
senta años– uno de sus hijos se llevó una sorpresa:
una mañana corrió un mueble de roble, esos que se
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— ¡No, no es un policía. Es un chorro! ¿No ves que
los de blanco son chorros y se están escapando? –le
responde la otra con temor.
La tarde del 16 de septiembre de 1994, Valor prota-
gonizó una fuga histórica del penal de Devoto con sus
amigos La Garza Hugo Sosa Aguirre, Emilio Nielsen,
Carlos Paulillo y Julio Pacheco. Se disfrazaron con los
guardapolvos de los médicos del hospital penitencia-
rio; Valor se vistió con la chaqueta gris de guardia.
Cuando llegaron a la muralla externa, disparó al cielo
y enfrentó a dos guardias.
— ¡Entregate Valor, estás rodeado! –le gritó el guar-
dia Luis Parada.
— Negro, entregá las llaves que está todo copado –le
dijo Valor.
Los cinco presos bajaron por las sábanas blancas
anudadas que habían colgado horas antes y huyeron a
los tiros en dos autos que los esperaban en la calle Ber-
múdez. La fuga les costó una condena de siete años.
“Me escapé porque vi una puerta abierta. Tenía miedo
de que me mataran”, dijo Valor tiempo después.
Se había convertido en integrante de la superbanda
en 1986, cuando el líder era el Cabezón Carlos Soto.
La tarea del ex tornero de San Fernando era reclutar
miembros en las villas del conurbano. Soto murió en un
tiroteo con la policía; lo reemplazó Pedro Tato Ruiz, que
también murió asesinado por las balas policiales. Valor
no desaprovechó la oportunidad. En 1991 pasó a liderar
un ejército de más de cincuenta hombres que sabían dis-
parar fusiles FAL, ametralladoras, itakas y escopetas. La
superbanda robó más de cincuenta bancos y camiones
de caudales. Cada golpe llevaba varios días de planifica-
ción, pero se ejecutaba en menos de diez minutos.
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a la perfección. Éramos ladrones chapados a la anti-
gua. Valor no era el capo”, reveló Daniel “El Pelado”
Hidalgo, ex miembro de la superbanda, actualmente
preso en su casa con tobillera magnética.
Pese a que los investigadores les adjudicaron el cri-
men de un policía, los integrantes de la superbanda
siempre negaron ese hecho. “La plata con sangre no
sirve”, era su frase de cabecera. Todos los integran-
tes del grupo tenían reglas. No traicionarse era una
de ellas. También sabían cuánto pesaba un millón de
dólares: once kilos, cuatrocientos gramos.
Los delincuentes tenían otro código: cuando uno de
ellos caía preso o era abatido por la policía, los que es-
taban vivos o libres se comprometían a llevarle dinero
a la familia del compañero caído en desgracia.
Una tarde, Valor le pidió a su hija que lo acompa-
ñara hasta la casa de un amigo. Cuando llegaron, ha-
bía una mujer que lloraba sin consuelo. Valor entró, la
saludó y la llevó a la cocina para decirle algo. Después
le entregó tres bolsas de consorcio negras. La chica no
pudo con la curiosidad y abrió una bolsa: estaba llena
de dólares. Cuando Valor caía en la mala, sus compa-
ñeros le llevaban bolsas negras a su familia.
Después de la famosa fuga de Devoto, Valor estuvo
prófugo doscientos cuarenta y cuatro días. En esa épo-
ca necesitó de la ayuda de sus amigos. No dormía más
de dos noches seguidas en un mismo lugar, no hablaba
por teléfono y se cortaba el pelo él mismo para no ir a
la peluquería. Fue el hombre más buscado del país; la
policía lo llamó “el enemigo público número uno”. La
madrugada del 18 de mayo de 1995, Valor y su esposa
Nancy dormían en una pieza de un templo umbanda de
Villa Lugano cuando más de sesenta policías irrumpie-
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su casa porque el hecho de que se cubriera con una
frazada nueva y comiera todo el tiempo le hacía pen-
sar que era un policía infiltrado. Una tarde durante un
control vehicular cerca de su casa, un policía lo hizo
detener y le pidió los documentos.
— ¿Usted es el Gordo Valor?
— No, ni en pedo –respondió el famoso ladrón y
siguió su camino.
El 31 de julio, Valor fue detenido por la policía
después de un tiroteo y una persecución de ocho ki-
lómetros por la Panamericana. Iba con un acompa-
ñante. Valor estrelló el Peugeot 206 de su esposa –que
conducía a más de cien kilómetros por hora– contra
un árbol del country Olivos Golf Club. Los policías
le encontraron dos pistolas 9 milímetros, un revólver
Magnun 357 y una escopeta calibre 12.70. También
tenían una guitarra y un DVD, presuntamente robados
en una casa de Tigre.
Los investigadores sospechan que Valor lideraba una
banda de ladrones que robaban countries y barrios lu-
josos disfrazados de policías. Hubo otros dos detenidos,
entre ellos un ex militar que tenía recortes del célebre
delincuente porque estaba escribiendo un libro. Según
la Policía, “lo admiraba y quería imitarlo”.
Valor estuvo detenido en el pabellón 4 de la prisión
de Sierra Chica, una fortaleza de piedra granito instala-
da en un pueblo bonaerense de tres mil habitantes. La
cárcel es una fortaleza construida en 1881, al costado
de las vías del tren, por orden del entonces presiden-
te Julio Argentino Roca, que pretendía tener un fuerte
militar para avanzar en la Campaña del Desierto. El
penal es un panóptico, sistema creado por el filósofo
Jeremy Bentham en 1791: un solo guardia puede obser-
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por policía. Resulta una paradoja para el asaltante que
siempre odió a los uniformados. De hecho, en su fuga
de la cárcel de Devoto un cómplice le ofreció disfra-
zarse de guardiacárcel, pero él lo descartó: Es difícil
imaginarlo con esa elegancia. Al menos en este mo-
mento, en que el famoso delincuente aparece por un
pasillo húmedo de la cárcel de Campana, una ciudad
del norte del conurbano bonaerense. Viste jeans gasta-
dos, zapatillas, una camisa roja abierta hasta el pecho
y una gorra naranja que le cubre la calva. Aún tiene en
la cara las marcas que le dejó el accidente en su auto,
cuando chocó mientras lo perseguía la Policía.
Conoce esos pasillos porque ya estuvo detenido cinco
años. Organizaba festivales infantiles para los hijos de
los detenidos, llegó a disfrazarse de payaso, sorteó muñe-
cas y bicicletas y para el Día de la Madre consiguió que
una florería donara rosas rojas para las mujeres.
Ahora no está de humor como para organizar fies-
tas. Se sienta a una mesa de madera, en el salón de vi-
sitas de la prisión. Se oye cumbia y en las paredes hay
dibujos del Pato Donald, Dumbo y Winnie The Poo.
— Me engañaron. Mi causa está armada. Yo sabía
que iba a pasar esto. Lo supe también la mañana de
ese día de mierda.
Quizá nunca se sabrá si el ladrón miente o le tendie-
ron una trampa vil. Esa mañana, Valor y su esposa sa-
lieron de su casa en ese auto. Él notó que dos autos lo
empezaron a seguir. “Me van a joder otra vez”, le dijo él.
Los últimos días había notado acontecimientos extraños
que presagiaban lo que ocurría después: un falso linyera
le pedía limosna en la puerta de su casa, un lechero miste-
rioso le ofrecía bidones a mitad de precio y un vendedor
de biblias le preguntó si él era el Gordo Valor.
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— Estás hasta las pelotas –le advirtió uno de los po-
licías. Lo llevaron esposado, hacia uno de los patrulle-
ros que antes lo había perseguido. Valor apretó las ma-
nos con fuerza, como si quisiera despertar de un sueño
pesado. Pero al abrir las manos encontró arrugada la
estampilla. En ese momento, supo que no estaba so-
ñando. Lo entristeció el hecho de volver a la cárcel. Lo
alivió pensar que lo había salvado un milagro.
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la espalda. Por las noches se lo escucha jadear, y
dicen que el pobre hombre reniega en su lengua.
A principios del siglo XX, un sereno del museo lo
bautizó Gabino, como el indio lenguaraz de Mo-
reno. Pero hay otros que sostienen una versión dis-
tinta: están convencidos de que se trata de Inakayal.
— Muchas veces nos pasa que estamos yendo de la-
boratorio en laboratorio con otros compañeros y es-
cuchamos que alguien golpea la puerta. Nos vamos a
fijar y nunca hay nadie
Así lo cuenta Roque Díaz, hombre de setenta y
cuatro años y auxiliar en el museo desde los doce.
Roque anda por el lugar con un jogging negro, el
elástico hasta el ombligo y una camisa de jean desco-
lorida. Aunque está jubilado, sigue trabajando. Con
el mate y la radio, se pasa horas en el laboratorio de
Antropología Biológica. Es un espacio del subsuelo
en que el aire es una mezcla de formol y cloacas. En-
tre cráneos numerados y esqueletos embolsados, el
empleado más antiguo recuerda: “Una vez, cuando
no había nadie en el edificio, vino gente de la Fun-
dación Francisco Pascasio Moreno. Ya era tarde así
que les abrí para que hicieran el relevamiento de unos
cuadros. Después me fui a la entrada. Al cabo de unas
horas apareció en la puerta un señor que venía a avi-
sarme que esta gente lo había llamado porque se ha-
bían quedado encerrados en un laboratorio”.
Aquella vez el fantasma, indignado seguramente
con razón, cerró tan fuerte la puerta que se trabó el
picaporte. Lo que han percibido otros es algo así como
pasos persecutorios mientras caminan por el subsuelo.
— Como este es un edificio viejo –dice Roque–, de
noche se escuchan muchos ruidos y el crujir de las ma-
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sus memorias como un hombre de “cara inteligente,
cuerpo rechoncho pero bien proporcionado”. No sa-
bía escribir pero entendía el castellano. En términos
siempre pacíficos recibía a los científicos y explora-
dores con manzanas, y a la hora de la cena mandaba
a sacrificar a sus mejores animales.
Inakayal jamás imaginó que aquel explorador de
anteojos y cara bonachona sería, en pocos años, su
carcelero. El primer encuentro con Francisco Moreno
se dio en 1879. El trato fue cordial entre ambas partes
y hasta se podría decir que entablaron una amistad.
Entre 1878 y 1885 el presidente Julio Argentino Roca
impulsó la ofensiva militar conocida como Campaña
del Desierto. El indio pasó a ser el enemigo del blanco.
Y Moreno estaba del lado de los blancos.
Inakayal, junto a Sayhueque y Foyel, cayó prisio-
nero del teniente Francisco Insay en Junín de los An-
des, en 1885. Antes de que lo embarcaran con destino
a Buenos Aires en el vapor Villarino, el Ejército Ar-
gentino le robó sus caballos y repartió sus hijos en-
tre las familias de los generales, para que los usaran
como sirvientes.
El destino de los caciques fue la isla Martín García.
Fueron humillados, vestidos con la ropa que descar-
taban los soldados, obligados a hachar quebrachos y
comer las sobras de la milicia. Sayhueque pudo vol-
ver a la Patagonia. Inakayal y Foyel fueron rescatados
por Francisco Moreno y pasaron a formar parte de la
colección viviente –literalmente viviente, aunque fuera
una vida de mierda– del museo de La Plata.
Francisco Pascasio Moreno, explorador de la Pa-
tagonia, científico autodidacta, fundó ese museo en
1884. Allí expuso su colección personal de restos
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Foyel junto a su compañera y su hija Margarita y Tafá
(una alacaluf de Tierra del Fuego) y otros que nunca
fueron identificados.
Cada uno tenía tareas asignadas. Las mujeres se
encargaban de la limpieza del museo, el lavado de las
ropas del personal y la confección de telares para la
venta. Los hombres estaban confinados a tareas más
duras como cavar pozos, limpiar los desagües cloacales
y trabajar en la construcción del edificio que aún no
estaba terminado.
Cuando los científicos lo disponían, los indios de-
bían prestarse a ser examinados desnudos, fotografia-
dos durante horas o quedarse quietos frente a un pin-
tor que los retrataba. Era la época de la ciencia en que
los sabios blancos medían, tasaban, archivaban todo lo
que fuera el Otro. Francisco Moreno mostraba orgu-
lloso su colección viviente a los colegas del extranjero,
mientras el lenguaraz Gabino traducía la lengua origi-
naria al castellano. La mayoría de los indios aceptaba
sin chistar los mandatos del director del museo. Pero
Inakayal no estaba acostumbrado a recibir órdenes: se
quejaba de que los blancos le habían matado a sus hi-
jos, robado sus caballos y arrancado de su tierra.
Al igual que Sayhueque, Foyel pudo regresar a la
Patagonia a cambio de reivindicarse como argentino.
Se le cedieron algunas hectáreas, ya por entonces en
manos del Estado. Inakayal, en cambio, se negó a re-
signar su identidad y siguió en cautiverio.
El antropólogo Herman Ten Kate escribió, en la Re-
vista del Museo (1904), que Inakayal “era reservado,
desconfiado, orgulloso y rencoroso. Comunicativo so-
lamente cuando estaba ebrio. Dormía casi todo el día,
discutía fácilmente, muy apático y sin ninguna preocu-
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Sin fuerzas y sin alma, Inakayal prefería la muer-
te. Los inventarios del Museo certifican que falleció el
24 de septiembre de 1888. Algunas versiones hablan
de un suicidio, otras que fue empujado por unas es-
caleras. El naturalista italiano Clemente Onelli, mano
derecha de Moreno, dejó asentado que “Inakayal se
arrancó la ropa, la del invasor de su patria, desnudó su
torso, hizo un ademán al sol y otro larguísimo hacia el
Sur, habló palabras desconocidas... Esa misma noche
Inakayal moría”. De inmediato su esqueleto fue des-
carnado y expuesto al público.
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SER MENEM
Los ojos fueron negros
hasta que cobró su herencia el año pasado.
Marina Abiuso
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Llegó con su mamá cuando el cementerio ya ha-
bía cerrado, pero las dejaron pasar. Después de la
caravana y las cámaras de TV, en la tumba de Ju-
nior no quedaba nadie. Entre las coronas fastuosas
dejó cinco rosas blancas y un dibujito. Ya era de
noche, pero no quería irse. Apenas entendía las le-
tras escritas en el mármol. Tenía seis años y era la
primera vez que estaba tan cerca de su papá.
Ella igual lo ama. “Yo igual lo amo”, jura. Quin-
ce años después de muerto, Antonella le dice “papi” al
hombre que no quiso conocerla. “Si todas las mujeres
con las que me acosté me reclamaran lo mismo, ya ten-
dría como dos millones de hijos”, le contestó a la madre
cuando fue a contarle de su existencia. Había aceptado
recibirla en su concesionaria de Avenida Figueroa Al-
corta gracias a la gestión de Guillermo Coppola, que
compartía noches de baile en Buenos Aires y Punta del
Este. La charla fue en la vereda. Junior la escuchó con
la vista puesta en las motos enormes. Recorría con los
ojos el metal brillante y los levantaba apenas lo justo
para espiar a esa mujer alta y hermosa, de pelo lacio y
piel fina que le juraba que tenían una nena de cuatro
años. Que él, que Junior, era el papá. “Ya tendría como
dos millones de hijos”, le dijo y se metió de nuevo al
local. Coppola se asustó. No quería enojar al hijo del
presidente. Entró apurado detrás, pidiéndole perdón.
Después de la caída del helicóptero, sus abogados
aseguraron que Junior tenía pensado someterse a un
análisis de ADN. Eso para Antonella es suficiente. Una
prueba de amor. En el living de su departamento, el
portarretratos más grande muestra una foto de su papá
recortada de revista Caras. En la pantorrilla blanca y
redonda se tatuó un casco, el número uno y el apodo
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en junio de 1988. Pinetta jura que usaba un DIU, que
los médicos le habían recomendado esperar tres años
antes de un nuevo embarazo y que al parir puso en
riesgo su vida. La sacó del hospital Anchorena sin ano-
tarla. Recién cuando empezó la causa judicial tramitó
su partida de nacimiento y asentó un segundo nombre:
Carla. En honor al papá.
El juicio por filiación terminó en 2004. Antonella
tenía dieciséis y atendía el guardarropas de una disco
freak de Federico Lacroze y Zapiola. Dormía en una
pieza del primer piso en la que había una cama matri-
monial para compartir con su mamá y una hermana
menor. Empezó a fumar. El asma –otra herencia pa-
terna– volvió a molestarla. Durante años, su madre
había recibido una mensualidad informal de dos mil
pesos, pero el favor presidencial se había termina-
do con la presidencia. Antonella lavaba copas en el
bar y a la mañana iba a un secundario acelerado.
En el 2004 la Justicia le entregó el apellido Menem
y las llaves del departamento de su papá: un dúplex
de doscientos metros cubiertos, en 11 de Septiem-
bre 1760, a quince cuadras de su vivienda precaria.
Lo encontró completamente vacío, excepto por la
mugre añeja en el suelo de parquet. Sin muebles y
abandonado, era una mueca de su propio lujo. Tenía
los servicios cortados y debía casi una década de ex-
pensas. Pinetta se instaló en la habitación que había
sido de Junior: 7 x 6, con un jacuzzi para dos que no
funcionaba desde los 90. A ese departamento llamó
Carlos Menem en junio, cuando Antonella cumplió
dieciséis. Ella dice que fue la mejor sorpresa. La fe-
licitó y le dijo que quería verla pronto. Luego, pasa-
ron otros cuatro años.
ÁGUILAS HUMANAS 57
Zulema y Zulemita nunca le perdonaron las preten-
siones de lujo, la exposición mediática ni su estilo de
vida. En la Argentina menemista, los medios dejaron
de prestarle atención. Apeló a sus hijos, los presentó
en castings. Jonathan, el mayor, en Cebollitas y An-
tonella para una publicidad en la revista de Chiqui-
titas. Los productores no le daban trato preferencial
y tuvieron que esperar horas en la fila. Cuando llegó
su turno, le pidieron que llorara, pero la nena estaba
cansada y no entregaba más que una mirada bizca
y fastidiosa. Pinetta tuvo una idea para apurar las
lágrimas y se acercó maternal hasta el oído de su
hija: “Dale Anto, pensá en tu papá”.
ÁGUILAS HUMANAS 59
Cuando Nair chocó su Porsche en mayo de 2008,
Antonella montó guardia en el hospital. Estaba en la ha-
bitación con él cuando se despertó. “Gracias por venir,
gorda”, le dijo y se metió al baño con el custodio para pe-
dirle que la sacaran. Zulema y Zulemita estaban en cami-
no. Durante años, madre e hija habían llorado con la sola
mención del nombre de este otro Carlitos pero las cosas
eran distintas en el siglo XXI. “Hay que cuidarlo mucho
porque él no tiene mamá”, explica Zulema. La mamá de
Carlitos se mató en 2003 con un coctel de alcohol y ve-
neno para ratas. Había llegado a diputada. Zulema reza
el Corán por el hijo ilegítimo de su ex marido. Pero con
su nieta no quiere saber de nada. “Están maltratando a
lo único que les queda de mi papá. Se piensan que yo soy
como mi mamá, que yo los busco por la plata. Y no me
interesa. ¡Se las devuelvo! Si mi papá los viera, ¿sabés lo
que les diría? De todo les diría”.
Cobró el dinero de la polémica en 2009, unos meses
después de cumplir veintiuno. Los últimos años habían
sido difíciles. Vivía con una mensualidad de dos mil
quinientos pesos fijada por la jueza de menores, como
adelanto de su herencia. Sacó a su hijo del jardín por-
que no podía pagarlo. Por expensas de su departamento
–cuatro ambientes en Villa Urquiza– le cobraban seis-
cientos. El aumento del gas le complicó las finanzas y
pasó el último invierno sin estufas. Sin obra social. Sin
trabajo. La vida en suspenso a la espera de una sucesión
que se demoró catorce años.
La cifra final no es ni la propina de la fiesta me-
nemista, doscientos diez mil dólares con los que
piensa comprar un departamentito, para vivir de
rentas. Además del dúplex de 11 de septiembre,
en el expediente original figuraban una camioneta
ÁGUILAS HUMANAS 61
Durante años, sospechó que Antonella era hija de su
ex marido en vez de su nieta. Ahora ni siquiera la nom-
bra. “Mucho mal me han hecho las Pinetta, madre.
Mucho mal”. Antonella se esfuerza por diferenciarse
de su madre Amalia. Su único intento de contacto fue
para decirle que estaba dispuesta a acompañarla en la
causa judicial. Cree a ciegas en la versión del atentado
que pregona su abuela. Sólo en eso están de acuerdo:
Junior era un piloto excelente y al helicóptero lo ti-
raron. Pero esa fidelidad a Zulema no le alcanza. Le
reclama una nueva prueba genética con los restos de
Carlitos, que ella misma denuncia cambiados. “Cómo
me voy a hacer análisis de nuevo, si no sabemos quién
está ahí enterrado”, se enoja Antonella. No importa.
Las dos visitan la tumba en el cementerio de San Justo.
Dejan flores. Lloran ante la placa de mármol en la que
el nombre funciona como una certeza. Antes de nacer
y después de muertos, el apellido es la única verdad de
estos cuerpos puestos en duda.
ÁGUILAS HUMANAS 69
chos de chapa, cartón y nylon en polvo y plástico que-
mado, que por eso demandan el subsidio de ocho mil
doscientos pesos por emergencia habitacional. De su
maletín de cuerina negra saca papeles que guarda bajo
llave: listas con apellidos y números de DNI escritos
a mano, también algunos documentos con firmas de
funcionarios del Ministerio de Acción Social. Lo abre
sólo lo necesario y muestra los papeles de lejos, apenas
por unos segundos.
El representante se ataja todo el tiempo: entrega la
mitad de la información y la otra se la guarda. En su
relato escasean detalles, faltan precisiones, sobran am-
bigüedades. Responde una pregunta, hace una él. Pero
sobre todo insiste en aclarar acusaciones:
— Dicen que soy de Quebracho, pero son mentiras
del gobierno.
— ¿Y qué sos?
— Nada, sólo presto atención a las necesidades de
la gente –dice y una mueca de picardía se le delinea
involuntaria: la comisura derecha se levanta despacio
hasta que ya no se contiene y ríe.
— Fui Puntero, seis años atrás. Ahora volví porque
la gente no sabe donde buscar las cosas, no se sabe
defender. Pero yo jamás lucré, no les saco nada a ellos,
sólo me quedo con un poco de guita del gobierno.
Para él la confianza no es gratis. Después de la con-
fesión, muestra el resto de lo que hay en su maletín:
una 32 que lleva hace años a todos los lugares a los
que va. “Antes de que me madrugues, te madrugo”,
aclara. Rodolfo no es un hombre de sutilezas.
ÁGUILAS HUMANAS 71
de la calle, vuelve a hacer lo que sabe; su amor por la
política pudo más.
— Digo que no, pero siempre termino en lo mismo.
Me encanta ser reconocido. Si una cosa aprendí es a
llevarme bien con toda la gente y nunca cagar a quien
te brinda una mano. Yo voy a Soldati y en cualquier
casa me atienden mejor que a sus hijos. Por ahí voy a
tu casa, me gano a tu vieja y me trata mejor que a vos.
Pero sabe que esta vez no se puede equivocar. Un
error, a esta altura, se paga caro. Por eso está dispuesto
a todo, a abandonar su territorio, a no mandarse por
los lugares que conoce, a hacerse el boludo: empezar
de cero. Algo le nace de adentro, dice, una sensación de
ayudar a quien tiene que ayudar. Para él ser puntero es
una cuestión de servicio. Pura vocación.
ÁGUILAS HUMANAS 73
de cocina en La faina, una pizzería de Lanús. Se comió
una paliza tremenda y se desmotivó por un tiempo. Des-
pués volvió a probar suerte de la mano de un cura cono-
cido que trabajaba en la 1-11-14. Juntos estuvieron en
la toma de terrenos de Soldati y en la primera campaña
de Jorge Altamira con el retorno democrático. Rodolfo
dice que le resultó fácil hacerse de su gente y que era
seguro que iba a integrar las listas. Pero el Partido Obre-
ro hizo averiguación de antecedentes y Rodolfo quedó
afuera. Desde ese momento, trabaja por su cuenta:
— Políticamente uno hace la suya, está solo. Te dicen
fulano está necesitando gente, te lleva y te presenta y vos
negocias. Toda la vida me la pasé negociando. Yo te pon-
go un servicio, lo que vos necesites. Pongo fiscales, pre-
sidente de mesa, custodia, pegatina de afiches, pintadas,
todo para llegar a una candidatura. Yo a los políticos
les cobro, por ejemplo, treinta mil pesos, de ahí le pago
a los vecinos, y me quedo con una comisión, como un
veinticinco por ciento.
El servicio al que se refiere es relativamente nuevo. A
finales de los ochenta y principio de los noventa cuando
la militancia perdía gente y los aparatos partidarios se
volvían unidades económicas, llenar mesas se volvía una
tarea ardua. Sobre todo en las circunscripciones en las
que trabajaba Rodolfo y a las que se suele considerar
como “la sala de ensayo del conurbano en la ciudad”.
En los territorios de la veintidós y la veintitrés –que
tuvieron como referentes de esa época a Víctor Tito
Pandolfi, el último Presidente del Honorable Concejo
Deliberante, y al ex concejal justicialista acusado de co-
rrupción, Juan Carlos Suardi– fue convirtiéndose en un
hábito contratar seguridad para que se abran las mesas
a tiempo, que no se roben votos, que no falten boletas. Y
ÁGUILAS HUMANAS 75
boxes. Volvió a fracasar. Después de un par de reunio-
nes en los monoblocks de Soldati la gente se le vendió
a otras listas. A pesar de los dos intentos frustrados,
hoy sigue convencido de que si alguien le da cien bol-
sas de cal, él es el próximo intendente de la Ciudad.
— ¿Hay algún político que te guste?
— No, son todos unos garcas. Los peronistas son
una mierda desde que murió Evita, te lo digo como
peronista que soy.
— ¿Alguno histórico?
— ¿Histórico? ¿Quién pude ser cuando el propio
Perón manda a matar a su cuñado por cuestiones de
poder? ¿A Rucci quién lo mandó a matar? ¿Histórico
quién? ¿Yrigoyen? Caudillo sucio, chorro. ¿Belgrano?
Son todos una mierda y los sacan como libertadores de
no se qué.
En 2002, cuando salieron los planes sociales, Ro-
dolfo extendió sus servicios y se volvió un dirigen-
te piquetero. Cuenta que empezó laburando con el
Movimiento Teresa Rodríguez y llegó a manejar se-
tecientos subsidios del plan Jefes y Jefas de Hogar.
A su repertorio de tareas incorporó movilizaciones
y cortes de ruta, pero según él, siempre manteniendo
el criterio: “A las marchas no tenían que ir mujeres
embarazadas, ni viejos, ni discapacitados, y todos
mantenían su plan. Después me pasé al MTD Aníbal
Verón y lo mismo. Me iba y la gente se venia conmi-
go. Lo primero que hice fue mover los planes de una
agrupación a la otra”.
Ahora, sin gente a su cargo, él se sigue conside-
rando un hombre de servicio: hace veinte años que
tiene el mismo número de teléfono por si alguien
llama para contratarlo.
ÁGUILAS HUMANAS 77
apolillar. Haber andado tanto para todo el mundo y,
después cuando te toca, nada. Bueno, nunca esperas
que te toque. Pero me tocó y nadie estuvo. Me enojé,
me enojé hasta con Dios.
Rodolfo vivió así, por primera vez, lo que siempre
le llegaba como relatos ajenos: tratamientos de mil qui-
nientos pesos por diez comprimidos; hospitales sin ga-
sas, jeringas, ni vendas, ni que hablar de medicamentos
oncológicos; la sensación desesperada de tocar puertas
conocidas, puertas de ministerios, puertas que nunca
antes había golpeado, y que nadie conteste.
A medida que iba desapareciendo su capacidad de
cumplir, también iba perdiendo su gente. Decidió en-
tonces rajar, pa’ Misiones. En ese tiempo se dedicó a
hacer algunos trabajos de plomería y como maestro
mayor de obra. Hasta que un día, en la construcción
de un edificio cayó de un piso y medio y quedó rengo.
No le quedó otra que volver a Buenos Aires.
— ¿Tenés miedo de que te traicionen otra vez?
— No.
— Pero soñas que te traiciono…
— Te conté el sueño, nomás. Los periodistas tienen
calle, pero yo me crié en la calle. Y vos ya sabes cómo
terminó Cabezas.
Las amenazas de Rodolfo se repiten en cada en-
cuentro, pero cambian de tono según la circunstan-
cia. Cuando necesita un favor, en cambio, las ame-
nazas se suavizan y aparecen promesas de asados y
tardes en La Salada. También hay reacciones cuando
en las charlas quedan expuestas sus mentiras, ahí
la opción es descalificarme o agredirme con humor:
“¿Qué clase de periodista sos vos? Parece que vivís
en un tarro de leche”.
ÁGUILAS HUMANAS 79
Rodolfo siente que los punteros perdieron ese senti-
do de la entrega, habría que enseñarles a hacer política,
repite a cada rato. Para ejemplificar siempre elije a una
tal Pamela, una puntera que está en Soldati hace treinta
años y que, según él, caga a la gente hace veinte. Les-
biana garca es su apodo preferido.
— Ahora no hay gente que lo hace de vocación,
ahora cuánto tenes es cuánto valés.
— ¿Por qué pasó eso?
— El gobierno los hizo así a los punteros. Y ahora
el puntero ya no es creíble. Porque los cagaste una vez,
dos, tres y ahora ya la gente no se duerme en la ig-
norancia. Además ya no hay códigos, nena. Antes nos
dividíamos por calle y si a vos se te ocurría pasarte, se
arreglaba, a los tiros pero se arreglaba. Ahora ya no es
por zonas, yo ando por donde quiero y negoceo.
— ¿Con los políticos las cosas cambiaron?
El político nunca tuvo gente, nunca tuvo votos. Los
políticos consiguen tener algo negociando con gente
como yo. Ni avales tienen. Muchos políticos ni la mu-
jer los vota, tienen miedo de que las garque cuando
llegue al poder. ¿Vos te crees que Kirchner votó a la
mujer? Nooo ¿O que ella lo votó a el? Nooo. Ellos no
se votan.
— ¿Vos cómo sabes eso?
— Mi mujer nunca me votó a mí.
ÁGUILAS HUMANAS 81
LA CÁRCEL DE MARCOS PAZ
En una mesa más alejada, otros siete ancianos
disfrutan de lo que pareciera una relajada tertulia.
Laureano Barrera
ÁGUILAS HUMANAS 87
fotógrafo de Miradas al Sur continúen observando.
Nos encontramos en la planta superior de uno de los
tres corredores que terminan en miradores hacia los
pabellones. Son las celadurías: dispositivos de control
panópticos que permiten a los centinelas vigilar a los
internos sin que lo sepan. Descontextualizada, la escena
–vista a través de un vidrio vigoroso y ahumado– se pa-
rece a un domingo por la tarde en cualquier geriátrico o
a lo sumo, un centro de rehabilitación motriz. Pero no:
transcurre en los pabellones cinco y seis del módulo IV
del Complejo Penitenciario Federal II –conocido como
el penal de Marcos Paz–, lo que los presos comunes y
penitenciarios denominan “los pabellones de lesa”, el
anciano que camina con medias de tenista y remera de
jubilado es nada menos que Miguel Osvaldo Etcheco-
latz, y los tiernos abuelos que juegan con cartas hechas
a mano o miran televisión, integran la nómina de 89
represores que están procesados o condenados –sólo
una ínfima cantidad–, por una cantidad escalofriante
de torturas, desapariciones y asesinatos.
Una cárcel común. Nuestra jornada había empeza-
do temprano, mucho más temprano que la hora en que
afuera el sol empezaba a derrumbarse y el ex comisario
apostólico, católico y romano, condenado a reclusión
perpetua por crímenes en el marco de un genocidio, re-
zaba y ejercitaba sus músculos entumecidos. El penal
de Marcos Paz está enclavado en el último confín del
Gran Buenos Aires, al que sólo se accede dilucidan-
do un laberinto de rutas decrépitas y parrillas de paso
nimbadas por el humo espeso de camiones. Pasando la
localidad de Marcos Paz y el derruido puente Pajarito,
el cartel de un frigorífico señala la última curva hacia
el complejo carcelario: el acceso Zavala, una avenida
ÁGUILAS HUMANAS 89
sastrería, panadería, donde se producen desde camas para
las cárceles federales hasta bolsas reciclables de cartón.
En una salita, cinco jóvenes preparan acaloradamente
el último examen del IPC para ingresar a la Facultad
de Derecho. Varios de ellos han terminado la escuela
en la cárcel y ahora cursan a través de un convenio en
la universidad. “En educación, trabajo y salud, tienen
casi los mismos estándares que en libertad”, se aventura
Juan Gregorio Natello, el subdirector del Penal: en una
definición más bien osada.
El berrinche es salud. Las máximas autoridades del
penal y del Servicio Penitenciario Federal se desviven
por remarcar en presencia de “los medios periodísticos”
que las condiciones de detención son equitativas para
los terroristas de Estado y los presos comunes: los me-
nús de comida, la duración de las visitas, la recreación.
Y eso, al menos en su trazo grueso, por estos días y
tras una larga observación, parece ser cierto. “Lo que
sí, reciben más cantidad de visitas que el resto de los
internos, y los familiares suelen traerle comida adicio-
nal, libros o medicamentos”, remarca el mayor Ferrei-
ra, autoridad máxima del módulo IV, reservado para
los miembros de fuerzas armadas o asimilados, léase:
familiares, policías, agentes de seguridad privada.
Sí se nota –y se oye– un cuidado muy celoso de la
salud de los represores. “Son gente de edad en su mayo-
ría, y requieren muchas veces de un tratamiento médico
especial”, comenta Jorge Goncalvez, el jefe del servicio
médico de Marcos Paz. “Tenemos internos con afeccio-
nes cardiopatías, neurológicas, con mal de Alzheimer,
que requieren una atención constante”, agrega Goncal-
vez. Cuentan con los mismos derechos que los presos
comunes: “pueden pedir un médico particular, y si el
ÁGUILAS HUMANAS 91
mesas y sillas plásticas de jardín. Empotrado en la pared,
un televisor grande –de unas veinticinco pulgadas –con
DVD, un microondas y una heladera. Detrás de la hela-
dera, en el pabellón cinco, duerme Miguel Etchecolatz.
— Se lo ve muy bien conservado –observa este diario.
— Decayó en el último tiempo. Antes salía adonde
había mesa de ping pong y les ganaba a todos. Cuando
entrábamos se ponía como loco para que le den más
artículos de limpieza. Ahora ya está chocheando –con-
fía en tono paternal un penitenciario que durante lar-
gos días lo trató de cerca.
Del techo del pabellón cinco cuelga una bandera ar-
gentina. Lo integran, además de Etchecolatz, treinta y
ocho represores más, pero curiosamente uno no está
acusado por delitos de lesa humanidad. “El mediáti-
co”, se apuran a responder los jefes de pabellón ante
la pregunta de este diario. No es otro que Ciro James,
el espía de Macri, rodeado de los buenos muchachos.
Detrás de la escalera, se pasea en una camisa celeste la
enorme humanidad de Christian Von Wernich, el ca-
pellán inmisericorde condenado por un tribunal de La
Plata que en la orfandad de los centros clandestinos
bonaerenses inducía confesiones después de las sesio-
nes de tortura. Sentados en una mesa, dos o tres juegan
a las cartas –hechas a mano: los juegos de azar están
prohibidos en el penal– con un termo y algunas tazas
al alcance. En una mesa más alejada, otros siete ancia-
nos disfrutan de lo que pareciera una relajada tertulia.
Otros tres de rostros desconocidos miran la televisión
y cruzan comentarios.
En el pabellón seis descansan represores que han
llegado más recientemente al Penal desde cárceles mili-
tares o arrestos domiciliarios. Incluso, el pabellón que
ÁGUILAS HUMANAS 93
cial Jorge Bergés que se traslada lentamente en una
silla de ruedas. Héctor Oscar Seisdedos, un cabo
primero de la comisaría de Castelar indagado por
más de veinte privaciones ilegítimas de la libertad,
parece extraviado en la persecución de un insec-
to, blandiendo un mosquitero de plástico rojo so-
bre una campera colgada en el respaldo de una silla.
La tarde ha dado paso a la noche y el regreso, sabe-
mos, es largo. A días de cumplirse 34 años del Golpe
de Estado cívico-militar, la cárcel común es, sin privi-
legios ni severidades, es el lugar donde deben cumplir
la pena por los delitos de lesa humanidad.