Una Trilogía de Ingmar Bergman

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Una Trilogía de Ingmar Bergman (*)

En 1963 Ingmar Bergman publicó los guiones de A Través de un Vidrio


Oscuro, Luz de Invierno y El Silencio en un solo volumen bajo el
título En filmtrilogi (una trilogía en película). En una nota
introductoria, el director dió sus razones para unificar las tres
películas, un racionamiento que ha influenciado su percepción en los
últimos cuarenta años. Bergman escribió:

"Estas tres películas tratan sobre la reducción. A Través de un


Vidrio Oscuro -la conquista de la certeza. Luz de Invierno -penetrar
la certeza. El Silencio -el silencio de Dios- la huella negativa. Por
eso, constituyen una trilogía."

Los críticos de cine e historiadores absorbieron esta construcción en


sus críticas y ensayos en los años que siguieron. en su análisis de
1969 de las películas de Bergman, titulado Ingmar Bergman, Robin Wood
agrupó las tres cintas bajo el encabezado

"La Trilogía", sin hacer más mención del concepto. Otras


presentaciones del trabajo de Bergman se muestran más escépticas:
John Simon se refiere a las películas como la "así llamada Trilogía"
en su libro Ingmar Bergman Dirige (1972). A pesar del hecho de que
algunos críticos sienten que la idea de una trilogía fue una
racionalización después del hecho, hay evidencia de que Bergman ha
considerado las películas como una trología desde el principio.

En 1962, mientras trabajaba en Luz de Invierno, Bergman invitó al


estudiante de realización Vilgot Sjöman (quien después dirigió I Am
Curious-Yellow, 1967) a observar la evolución de su nuevo film.
Sjöman publicó sus escritos de esta experiencia como L136, Diario con
Ingmar Bergman. En un párrafo en particular, Bergman parece haber
realizado completamente la construcción de la trilogía.

LUNES 18 DE JUNIO DE 1962.

[Vilgot Sjöman:] ¿Cómo encaja El Silencio dentro de la trilogía?...

[Bergman:] "¿Porqué? ¿No lo ves? En A Través de un Vidrio Oscuro la


cosa predominante es Dios y el amor. Entonces viene Luz de Invierno,
criticando esto y terminando en una 'pelea sin sentido' al más bajo
nivel de un predicador con un Dios sin nombre. Un Dios más allá de
las formulas, la religión viva representada por Frövik. Y en El
Silencio, todo es aún mas 'pelea sin sentido', un mundo totalmente
sin Dios."

Décadas después, Bergman se retractó. En 1990, el director colaboró


con su amigo y crítico de cine Lasse Bergström para revisar todas sus
película, una actividad que usualmente evadía. Lo que resultó de esa
sesiones es Imágenes: un libro de reflexiones personales de Bergman
sobre su vida y obra. Después de casi treinta años de reconocer la
trilogía como una trilogía, Bergman cambió su opinión.

"Hoy siento que la 'trilogía' no tiene rima ni razón. Fue un Schnaps-


Idee, como dicen los Bávaros, refiriéndose a que es una idea
encontrada en el fondo de una copa de alcohol, que no siempre se
sostiene cuando se examina sobriamente a la luz del día."
Ahora, los estudiantes de cine, y los leales espectadores de Bergman,
se enfrentan con el reto de reconciliar las dos ideas conflictivas,
una concebida en el curso de la creación, la otra a una distancia de
décadas. A pesar del tardío escepticismo de Bergman, la idea de la
trilogía está permanentemente arraigada en los discursos críticos que
su obra ha inspirado.

(*)
Tomado de la presentación de la edición A Film Trilogy by Ingmar Bergman de The Criterion
Collection.
Vida de un genio.
Woody Allen escribe sobre Ingmar

Bergman(*)
¡La voz del genio! "Día tras día me llevaban o me
arrastraban, gritando de angustia, al colegio. Vomitaba
encima de cualquier cosa, desfallecía y perdía el sentido
del equilibrio." Sobre su madre: "Intenté abrazarla y
besarla, pero me apartó con una bofetada." Sobre su
padre: "Las palizas brutales eran su argumento favorito."
"Me pegó, y yo le devolví el golpe. Se tambaleó, y acabó
sentado en el suelo." "Llevaron a mi padre al hospital,
para operarle de un tumor maligno en el esófago. Mi madre
quería que yo fuese a visitarle. Le contesté que no tenía
tiempo ni ganas." Sobre su hermano: "Mi hermano tenía
escarlatina... (naturalmente, yo esperaba que se muriera.
La enfermedad era peligrosa en aquellos días)." "Cuando
mi hermano abrió la puerta, le golpeé con la garrafa en
la cabeza. La garrafa se hizo añicos y mi hermano se
desplomó mientras la sangre manaba de la herida.
Alrededor de un mes más tarde, me agredió sin previo
aviso, y me saltó dos dientes. Respondí pegándole fuego a
la cama mientras dormía." Sobre su hermana: "Mi hermano
mayor y yo, normalmente enemigos mortales, hacíamos las
paces y tramábamos planes para asesinar a ese diablillo
repulsivo." Sobre él mismo: "Una o dos veces en mi vida
he acariciado la idea de suicidarme."

Un entorno religioso: "La mayor parte de nuestra


educación se basaba en conceptos tales como el pecado, la
confesión, el castigo, el perdón y la gracia. Este hecho
bien pudo contribuir a nuestra sorprendente aceptación
del nazismo." Y finalmente, una evaluación de la vida:
"Se nace sin objeto, se vive sin sentido... Y al morir,
no queda nada."

Con esos antecedentes uno tiene que ser un genio. O eso,


o hacer muecas en una celda cerrada a cal y canto y con
paredes almohadillas con cargo al Estado. No me
inspiraban motivos precisamente nobles cuando vi mi
primera película de Ingmar Bergman. Los hechos fueron
así: yo era un adolescente que vivía en Brooklyn, y
corrió la voz de que iban a dar en un cine del barrio una
película sueca, donde una muchacha se bañaba
completamente desnuda. Raras veces he pasado la noche en
la calle para ser el primero en la cola de una película,
pero cuando Un verano con Mónica se estrenó en el cine
Jewel, en Flatbush, un chico pelirrojo con gafas de negra
montura fue visto atropellando a ciudadanos respetables
en su afán por conseguir la butaca más selecta y
discreta.

Yo no sabía quién era el director de la película, ni me


importaba, ni tenía sensibilidad entonces para apreciar
su fuerza: la ironía, las tensiones, el estilo
expresionista alemán con su poética fotografía en blanco
y negro y los toques eróticos sadomasoquistas. Yo salí
pensando únicamente en el momento en que Harriet
Andersson se quita la ropa, y aunque era mi primer
contacto con un director que acabaría considerando con
fervor como el mejor de todos, no lo comprendí entonces.
Hasta que unos pocos años más tarde, en busca de algo más
estimulante que una tarde de minigolf, la chica con que
me había citado y yo fuimos paseando para ver una
película titulada Noche de circo. Yo era un poco mayor y
empezaba a sentir un más amplio interés por el cine, y la
experiencia fue decididamente más profunda esta vez. El
sentido alemán seguía siendo su influencia principal y
había una paliza tremenda, sádica en el clímax; aunque el
argumento no estaba del todo centrado, la película había
sido dirigida con tan inmenso talento, que estuve en vilo
en mi butaca hora y media, con los ojos como platos.
Realmente, la secuencia en la que Frost, el payaso, va a
buscar a su casquivana esposa, que chapotea desnuda en el
agua para divertir a unos cuantos soldados, era tan
magistral en su planificación, ritmo de montaje e
inspirada evocación de la humillación y el dolor, que
había que retroceder hasta Eisenstein para hallar una
fuerza cinematográfica comparable. Esta vez, desde luego,
anoté el nombre del director, que era sueco y que, como
me pasaba siempre entonces, archivé y olvidé.

Hasta fines de los cincuenta, cuando llevé a la que era


mi mujer entonces a ver una película muy comentada y con
el título no muy prometedor de Wild Strawberries (Fresas
silvestres) no comenzó lo que se convertiría en una
adicción de por vida a las películas de Ingmar Bergman.
Todavía me acuerdo que la vi con la boca seca y el
corazón latiendo con fuerza desde la primera y misteriosa
secuencia inicial del sueño hasta el sereno primer plano
final. ¿Quién podría olvidar tales imágenes? El reloj sin
agujas. El carruaje tirado por un caballo que se atasca.
El sol cegador y el rostro del viejo arrastrado al ataúd
por su propio cadáver. Evidentemente, había ahí un
maestro con un estilo inspirado y personal; un artista de
profunda inquietud e intelecto, cuyas películas se
revelarían a la altura de la gran literatura europea.
Poco después vi El mago, una audaz dramatización en
blanco y negro de ciertas ideas de Kierkegaard
presentadas como un cuento de ocultismo, potenciadas por
una cámara hipnótica, original, cuyo estilo hallaría su
crescendo años más tarde en la onírica Gritos y susurros.
La referencia a Kierkegaard no acarrea que la película
sea árida o didáctica en exceso. Tengan la plena
seguridad, por favor, de que El mago, como la mayoría de
las películas de Bergman, posee un brillante sentido del
espectáculo.

Porque, además de todo eso –y quizá lo más importante–


Bergman sabe entretener, es un gran narrador de historias
que jamás pierde de vista un hecho: sean cuales fueren
las ideas que desea comunicar, las películas tienen que
emocionar al público. Su teatralidad es realmente
inspirada, e imaginativo su empleo de la iluminación
gótica, pasada de moda, y las elegantes composiciones. El
exagerado surrealismo de sueño y símbolos, el montaje
inicial de Persona, la cena de La hora del lobo, y en La
pasión de Ana, el descaro de parar a intervalos el
absorbente relato, para que los actores expliquen al
público lo que intentan expresar, constituyen momentos de
gran espectáculo.

El séptimo sello fue siempre mi película favorita, y me


acuerdo de cuando la vi, con no mucho público, en el
viejo cine New Yorker. ¿Quién podría imaginar que un tema
semejante pudiese proporcionar una tan agradable
experiencia? Si tuviese que explicar el argumento, para
convencer a un amigo de que la viese conmigo, ¿qué podría
yo decir? "Bueno, transcurre en una Suecia medieval
azotada por la peste y explora los límites de la fe y de
la razón a partir de conceptos filosóficos daneses y
hasta cierto punto alemanes." Eso no guarda gran relación
con lo que se entiende por pasar un rato divertido, pero
está todo contado con imaginación, suspenso y olfato tan
pasmosos, que uno se queda clavado como un niño oyendo un
desgarrador cuento de hadas. La negra silueta de la
Muerte aparece de pronto en una playa, y el Caballero de
la Razón la desafía a una partida de ajedrez, intentando
ganar tiempo y descubrir algún sentido en la vida. La
fábula arranca y se despliega con siniestra
inevitabilidad. ¡Y las imágenes, una vez más, quitan el
aliento! Los flagelantes, la quema de la bruja (digna de
Carl Dreyer), y el final, con la Muerte que conduce el
baile de los condenados al infierno, en uno de los planos
más memorables de todos los tiempos.

Bergman es prolífico, y las películas que siguieron a


sus primeras obras han sido ricas y variadas, según sus
obsesiones se desplazaron del silencio de Dios a las
torturadas relaciones de almas llenas de angustia que
tratan de comprender sus sentimientos. (En realidad, las
películas descritas no son exactamente sus primeras, sino
obras medias, porque había dirigido algunas películas,
desconocidas hasta que su estilo y reputación fueron
generalmente reconocidos. Estas primeras películas son
muy buenas, pero sorprendentemente convencionales,
sabiendo adónde irían a parar.) En los cincuenta había
asimilado sus influencias, al tiempo que su genio se
afirmaba. Los alemanes todavía le impresionaban. Yo veo a
Fritz Lang en su obra, y a Carl Dreyer, el danés. Y
también a Chéjov, Strindberg y Kafka.

Yo divido sus películas entre las que son sencillamente


soberbias (Detrás de un vidrio oscuro, Luz de invierno,
El silencio, La fuente de la doncella, La pasión de Ana,
por citar algunas) y las obras maestras verdaderamente
notables (Persona, Gritos y susurros y Escenas de la vida
conyugal), junto con otras que había visto antes. Hay
también películas atípicas como Vergüenza y Fanny y
Alexander, que proporcionan sus propios placeres
particulares, e incluso algún traspié ocasional como El
huevo de la serpiente o Cara a cara.

Pero hasta en los experimentos menos afortunados de


Bergman hay instantes memorables. Ejemplos: el sonido de
una sierra fuera de la ventana durante una escena íntima
entre los amantes adúlteros en El toque, y el momento en
que Ingrid Bergman enseña a su patética hija cómo debe
interpretarse al piano cierto preludio en Sonata de otoño.
Sus fracasos son con frecuencia más interesantes que los
logros de otros. Y pienso ahora en De la vida de las
marionetas y Después del ensayo.

Una digresión sobre el estilo. El ámbito predominante en


las películas acostumbraba a ser el mundo físico, externo.
Sin duda, así ha sido durante años. Ahí están las
películas cómicas y los westerns, y las películas de
guerra, y las de persecución, y las películas de
gángsters, y las películas musicales, para atestiguarlo.
Pero, al afirmarse la revolución freudiana, sin embargo,
el ámbito más fascinante del cine derivó hacia lo
interior, y las películas se encontraron con un problema.
La psique no es visible. ¿Y qué hay que hacer cuando las
batallas más interesantes se libran en el corazón y en la
mente? Bergman desarrolló un estilo para abordar el
interior del hombre, y es el único director que ha
explorado los campos de batalla del alma hasta el último
confín. Impunemente, ha escrutado con su cámara los
rostros hasta perder la conciencia del tiempo, mientras
sus actores y actrices lidiaban con su propia angustia. Y
veías grandes interpretaciones en tremendos primeros
planos que duraban mucho más tiempo del que los libros de
texto consideran conveniente para el arte del cine. Los
rostros lo son todo para Bergman. Primeros planos. Más
primeros planos. Extremados primeros planos. Creó sueños y
fantasías, para combinarlos con tanta delicadeza con la
realidad, que gradualmente un cierto sentido de la
interioridad humana salió a la superficie. Y empleó
enormes silencios con increíble eficacia. El territorio de
las películas de Bergman es diferente del de sus
contemporáneos. Hace juego con las playas desoladas de la
isla rocosa donde habita. Ha encontrado un medio para
mostrar el paisaje del alma. (Ha dicho que ve el alma como
una membrana, una membrana roja, y así la mostró en
Gritos y susurros.) Al rechazar la norma de acción
convencional establecida en el cine, ha permitido que en
el interior de los personajes bramen guerras tan
agudamente visuales como los movimientos de un ejército.
Vean Persona.

Por si esto fuera poco, damas y caballeros, Bergman es un


director barato. Es rápido, sus películas cuestan poco, y
su minúscula banda de colaboradores es capaz de completar
una verdadera obra de arte en la mitad del tiempo y por
una décima parte del dinero que muchos dilapidarían en un
suntuoso desperdicio de celuloide. Y, además, escribe los
guiones él solito. ¿Qué más se puede pedir? Significado,
profundidad, estilo, imágenes, belleza visual, tensión,
instinto narrativo, rapidez, economía, fecundidad,
innovación, una dirección de actores sin par. A todo eso
me refiero cuando digo que es el mejor. Tal vez otros
directores le superan en áreas aisladas, pero nadie es un
artista tan competo como él.

De acuerdo, volvamos a Linterna mágica, su libro. Habla


mucho de problemas del estómago. Pero es interesante. Es
informal, anecdótico. No es cronológico, como se supone
que debería ser la historia de la vida de uno. No se monta
una saga acerca de cómo empezó y, poco a poco, dominó el
teatro y el cine de Suecia. La narración da saltos, hacia
delante y hacia atrás, aparentemente a capricho de la
inspiración del autor. Contiene extrañas anécdotas y
sentimientos tristes. Una extraña anécdota: de niño se
quedó encerrado en un depósito de cadáveres, donde le
fascinó el cuerpo desnudo de una muchacha. Un sentimiento
triste: "Mi mujer y yo vivimos muy próximos. Uno de los
dos piensa, y el otro responde, o al revés. No sé cómo
definir nuestra afinidad. Pero un problema es insoluble.
Algún día un golpe caerá para separarnos. Y ningún dios
afable nos convertirá en árboles que den sombra a la
granja." Omite cosas que uno creía que iba a considerar.
Sus películas, por ejemplo. Bueno, tal vez no las omita
exactamente, pero dice mucho menos de lo que cabía
esperar, considerando que ha hecho más de cuarenta.
Tampoco se habla mucho de sus esposas en este libro. Las
ha tenido en abundancia. (Y montones de hijos también,
aunque apenas se les mencione.) Entre ellas está Liv
Ullmann, que vivió años a su lado, fue la madre de unos de
sus hijos, y una gran estrella en sus películas. Tampoco
se dice mucho sobre los actores y las actrices de sus
películas.

¿Y qué hay entonces? Pues hay muchas revelaciones


apasionantes, pero sobre su infancia en la mayor parte. Y
sobre su trabajo en el teatro. Detalle interesante, dibuja
cada escena antes de ensayarla. Y hay un relato
emocionante de cómo dirigía a Anders Ek, un actor en
varias de sus películas, enfermo de leucemia y que
utilizaba su miedo a la muerte próxima para interpretar un
personaje de Strindberg. Bergman adora el teatro. Es su
verdadera familia. De hecho, la cálida, entrañable familia
de Fanny y Alexander nunca existió en la realidad, es un
símbolo del teatro. (Eso no está en el libro. Pero lo sé.)
Bergman habla también de sus enfermedades: "He padecido
varias dolencias indefinibles, y no puedo decir a ciencia
cierta si deseaba sobrevivir o no." Y sobre sus funciones
corporales: "En todos los teatros donde he trabajado un
cierto tiempo, he tenido siempre mi propio retrete."

Su crisis mayor también está aquí, el escándalo de los


impuestos. Uno se queda hipnotizado leyendo su recuento.
En 1976, Bergman fue groseramente sacado de un ensayo y
llevado a la jefatura de policía para declarar sobre el
dinero que debía al gobierno, porque su declaración era
incorrecta. Eso es algo que puede pasar cuando uno recurre
a un gestor, presume que él lo llevará todo estupenda y
abiertamente, y descubre luego que, confiadamente, ha
firmado papeles sin entenderlos, o siquiera leerlos. La
cuestión está en que Bergman era inocente de la acusación
de fraude premeditado, pero la hacienda sueca no evitó que
las autoridades le trataran de forma desabrida y cerril.
El resultado fue una depresión nerviosa, una
hospitalización, y un exilio autoimpuesto en Alemania,
entre sentimientos de rabia y profunda humillación.

En fin, la imagen que uno saca es la de una personalidad


altamente emotiva, no fácilmente adaptable a la vida en
este mundo frío y cruel, pero muy profesional y
productiva, y desde luego un genio del arte dramático. A
juzgar por la traducción, Bergman escribe muy bien y, con
frecuencia, sus descripciones prenden y emocionan. Yo
devoré cada página, pero no se me puede hacer demasiado
caso, porque siento el mayor interés hacia este artista
particular. Se me hace difícil creer que ha cumplido ya
los setenta años. En su libro recuerda que, cuando tenía
diez años, le regalaron una linterna mágica, que
proyectaba sombras en la pared. Eso despertó en él una
pasión amorosa por el cine, conmovedora en la intensidad
de su sentimiento. Ahora que su fama es mundial y ya no
hace más películas, escribe lo siguiente: "La butaca es
cómoda, la habitación acogedora, se hace la oscuridad y
las primeras imágenes tiemblan en la pantalla blanca. Todo
está en calma, el proyector susurra débilmente en la
insonorizada sala de proyección. Las sombras se mueven,
vuelven sus rostros hacia mí, quieren que preste atención
a sus destinos. Han pasado sesenta años, pero la emoción
sigue siendo la misma."
(*) Tomado de La Jornada Semanal. Domingo 22 de junio de 2003. Num.
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