El Hombre de La Bandera
El Hombre de La Bandera
El Hombre de La Bandera
Fue en los días que pesaba sobre Huánuco una enorme vergüenza. No sólo era ya el
sentimiento de la derrota, entrevista a la distancia como un desmedido y trágico incendio, ni el
pavor que causan los ecos de la catástrofe, percibidos a través de la gran muralla andina, lo
que los patriotas huanuqueños devoraban en el silencio conventual de sus casas solariegas;
era el dolor de ver impuesta y sustentada por las bayonetas chilenas a una autoridad peruana,
en nombre de una paz que rechazaba la conciencia pública. La lógica provinciana, rectilínea,
como la de todos los pueblos de alma ingenua, no podía admitir, sin escandalizarse, esta clase
de consorcios, en los que el vencido, por fuerte que sea, tiene que sentir a cada instante el
contacto depresivo del vencedor. ¿Qué significaban esos pantalones rojos y esas botas
amarillas en Huánuco, si la paz estaba ya en marcha y en la capital había un gobierno que
nombraba autoridades peruanas en nombre de ella?
El patriotismo no sabía responder a estas preguntas. Sólo sabía que en torno de esa autoridad,
caída en Huánuco de repente, se agitaban hombres que días antes habían cometido, al
amparo de la fuerza, todos los vandalismos que la barbarie triunfante podía imaginar. Un viento
de humillación soplaba sobre las almas. Habríase preferido la invasión franca, como la primera
vez; el vivir angustioso bajo el imperio de la ley marcial del chileno; la hostilidad de todas las
horas, de todos los instantes; el estado de guerra, en una palabra, con todas sus brutalidades y
exacciones. ¡Pero un prefecto peruano amparado por fuerzas chilenas!... Era demasiado para
un pueblo, cuyo virilidad y soberbia castellana estuvieron siempre al servicio de las más nobles
rebeldías. Era lo suficiente para que a la vergüenza sobreviniera la irritación, la protesta, el
levantamiento.
Pero en esos momentos faltaba un corazón que sintiera por todos, un pensamiento que
unificase a las almas, una voluntad que arrastrase a la acción. La derrota había sido demasiado
dura y elocuente para entibiar el entusiasmo y el celo patrióticos. La razón hacía sus cálculos y
de ellos resultaba siempre, como guarismos fatales, la inutilidad del esfuerzo, la esterilidad ante
la irremediable. Y al lado del espíritu de rebeldía se alzaba el del desaliento, el del pesimismo,
un pesimismo que se intensificaba al verse a ciertos hombres —ésos que en todas partes y en
las horas de las grandes desventuras saben extraer de la desgracia un beneficio o una
conveniencia—paseando y bebiendo con el vencedor.
II
Pero lo que Huánuco no podía hacer iban a hacerlo los pueblos. Una noche de agosto de 1883,
cuando todas las comunidades de Obas, Pachas, Chavinillo y Chupán habían lanzado ya sobre
el valle millares de indios, llamados al son de los cuernos y de los bronces, todos los cabecillas
—una media centena— de aquella abigarrada multitud, reunidos al amparo de un canchón y a
la luz de las fogatas, chacchaban (1) silenciosamente, mientras uno de ellos, alto, bizarro y de
mirada vivaz e inteligente, de pie dentro del círculo, les dirigía la palabra.
—Quizás ninguno de ustedes se acuerde ya de mí. Soy Aparicio Pomares, de Chupán, indio
como ustedes, pero con el corazón muy peruano. Los he hecho bajar para decirles que un gran
peligro amenaza a todos estos pueblos, pues hace quince días que han llegado a Huánuco
como doscientos soldados chilenos. ¿Y sabes ustedes quiénes son esos hombres? Les diré.
Esos son los que hacen tres años han entrado al Perú a sangre y fuego. Son
supaypahuachashgan (2) y es preciso exterminarlos. Esos hombres incendian los pueblos por
donde pasan, rematan a los heridos, fusilan a los prisioneros, violan a las mujeres, ensartan en
sus bayonetas a los niños, se meten a caballo en las iglesias, roban las custodias y las alhajas
de los santos y después viven en las casas de Dios sin respeto alguno, convirtiendo las capillas
en pesebreras y los altares en fogones. En varias partes me he batido con ellos... En Pisagua,
en San Francisco, en Tacna, en Tarapacá, en Miraflores... Y he visto que como soldados valen
menos que nosotros. Lo que pasa es que ellos son siempre más en el combate y tienen
mejores armas que las nuestras. En Pisagua, que fue el primer lugar en que me batí con ellos,
los vi muy cobardes. Y nosotros éramos apenas un puñado así. Tomaron al fin el puerto y lo
quemaron. Pero ustedes no saben dónde queda Pisagua, ni qué cosa es un puerto. Les diré.
Pisagua está muy lejos de aquí, a más de trescientas leguas, al otro lado de estas montañas, al
sur... Y se llama puerto porque está al pie del mar.
—¿Cómo es el mar...? Una inmensa pampa de agua azul y verde, dos mil, tres mil veces más
grande que la laguna Tuctugocha, y en la que puede caminarse días enteros sin tocar en
ninguna parte, viéndose apenas tierra por un lado y por el otro no. Se viaja en buque, que es
como una gran batea llena de pisos, y de cuartos y escaleras, movida por unos hornos de fierro
que tragan mucho carbón. Y una vez adentro se siente uno mareado, como si se hubiese
tomado mucha chacta (4).
III
El auditorio dejó de chacchar y estalló en una estrepitosa carcajada. ¡Qué cosas las que les
contaba este Pomares!... Habría que verlas. Y el orador, después de dejarles comentar a sus
anchas lo del mar, lo de la batea y lo del puerto, reanudó su discurso.
—Como les decía, esos hombres, a quienes nuestros hermanos del otro lado llaman chilenos,
desembarcaron en Pisagua y lo incendiaron. Y lo mismo vienen haciendo en todas partes.
Montan unos caballos muy grandes, dos veces nuestros caballitos, y tienen cañones que matan
gente por docenas, y traen escondido en las botas unos cuchillos curvos, con los que les abren
el vientre a los heridos y prisioneros.
—¿Y por qué chilenos hacen cosas con piruanos?—interrogó el cabecilla de los Obas—. ¿No
son los mismos mistis (5) ?
—No, esos son otros hombres. Son mistis de otras tierras, en las que no mandan los peruanos.
Su tierra se llama Chile.
—¿Y por qué pelean con los piruanos? —volvió a interrogar el de Obas.
—Porque les ha entrado codicia por nuestras riquezas, porque saben que el Perú es muy rico y
ellos muy pobres. Son unos piojos hambrientos.
El auditorio volvió a estallar en carcajadas. Ahora se explicaban por qué eran tan ladrones
aquellos hombres: tenían hambre. Pero el de Obas, a quien la frase nuestras riquezas no le
sonaba bien, pidió una explicación.
—¿Por qué has dicho Pomares, nuestras riquezas? ¿Nuestras riquezas son, acaso, las de los
mistis? ¿Y qué riquezas tenemos nosotros? Nosotros sólo tenemos carneros, vacas, terrenitos
y papas y trigo para comer. ¿Valdrán todas estas cosas tanto para que eses hombres vengan
de tan lejos a querérnoslas quitar?
—Les hablaré más claro —replicó Pomares—. Ellos no vienen ahora por nuestros ganados,
pero sí vienen por nuestras tierras, por las tierras que están allá en el sur. Primero se agarrarán
esas, después se agarrarán las de acá. ¿Qué se creen ustedes? En la guerra el que puede
más le quita todo al que puede menos.
—Pero las tierras del sur son de los mistis, son tierras con las que nada tenemos que hacer
nosotros —argulló nuevamente el obasino—. ¿Qué tienen que hacer las tierras de Pisagua,
como dices tú, con las de Obas, Chupán, Chavinillo, Pachas y las demás?
—Mucho. Ustedes olvidan que en esas tierras está el Cusco, la ciudad sagrada de nuestros
abuelos. Y decir que el misti chileno nada tiene que hacer con nosotros es como decir que si
mañana, por ejemplo, unos bandoleros atacaran Obas y quemaran unas cuantas casas, los
moradores de las otras, a quienes no se les hubiera hecho daño, dijeran que no tenían por qué
meterse con los bandoleros ni por qué perseguirlos. ¿Así piensan ustedes desde que yo falto
de aquí?
—¡No! —contestaron a un tiempo los cabecillas, Y el obasino, casi convencido, añadió:
—Así es. ¿Y el Perú no es una comunidad? —gritó Pomares—. ¿Qué cosa creen ustedes que
es Perú? Perú es muy grande. Las tierras que están al otro lado de la cordillera son Perú; las
que caen a este lado, también Perú. Y Perú también es Pachas, Obas, Chupán, Chavinillo,
Margos, Chaulán... y Panao, y Llata, y Ambo y Huánuco. ¿Quieren más? ¿Por qué, pues,
vamos a permitir que mistis chilenos, que son los peores hombres de la tierra, que son de otra
parte, vengan y se lleven mañana lo nuestro? ¿Acaso les tendrán ustedes miedo? Que se
levante el que le tenga miedo al chileno.
Nadie se levantó. En medio del silencio profundo que sobrevino a esta pregunta, sólo se veía
en los semblantes el reflejo de la emoción que en ese instante embargaba a todos; una
emoción extraña, jamás sentida, que parecía poner delante de los ojos de aquellos hombres la
imagen de un ideal hasta entonces desconocido, al mismo tiempo que la voz del orgullo
elevaba en sus corazones una protesta contra todo asomo de cobardía.
Pero el viejo Cusasquiche, que era el jefe de los de Chavinillo, viejo de cabeza venerable y
mirada de esfinge, dejando de acariciar la escopeta que tenía sobre los muslos, dijo, con
fogosidad impropia de sus años:
—Tú sabes bien, Aparicio, que entre nosotros no hay cobardes, sino prudentes. El indio es muy
prudente y muy sufrido, y cuando se le acaba la paciencia embiste, muerde y despedaza. Tu
pregunta no tiene razón. En cambio yo te pregunto ¿por qué vamos a hacer causa común con
mistis piruanos? Mistis piruanos nos han tratado siempre mal. No hay año en que esos
hombres no vengan por acá y nos saquen contribuciones y nos roben nuestros animales y
también nuestros hijos, unas veces para hacerlos soldados y otras para hacerlos pongos (6).
¿Te has olvidado de esto, Pomares?
—No, Cusasquiche. Cómo voy a olvidar si conmigo ha pasado eso. Hace cuatro años que me
tomaron en Huánuco y me metieron al ejército y me mandaron a pelear al sur con los chilenos.
Y fui a pelear llevando a mi mujer y a mis hijos colgados del corazón. ¿Qué iba ser de ellos sin
mí? Todos los días pensaba lo mismo y todos los días intentaba desertarme. Pero se nos
vigilaba mucho. Y en el sur, una vez que supe por el sargento de mi batallón por qué
peleábamos, y vi que otros compañeros, que no eran indios como yo, pero seguramente de mi
misma condición, cantaban, bailaban y reían en el mismo cuartel, y en el combate se batían
como leones, gritando ¡Viva el Perú! y retando al enemigo, tuve vergüenza de mi pena y me
resolví a pelear como ellos. ¿Acaso ellos no tendrían también mujer y guaguas como yo? Y
como oí que todos se llamaban peruanos, yo también me llamé peruano. Unos, peruanos de
Lima; otros, peruanos de Trujillo; otros, peruanos de Arequipa; otros, peruanos de Tacna. Yo
era peruano de Chupán... de Huánuco. Entonces perdoné a los mistis peruanos que me
hubieran metido al ejército, en donde aprendí muchas cosas. Aprendí que Perú es una nación y
Chile otra nación; que el Perú es la patria de los mistis y de los indios; que los indios vivimos
ignorando muchas cosas porque vivimos pegados a nuestras tierras y despreciando el saber de
los mistis siendo así que los mistis saben más que nosotros. Y aprendí que cuando la patria
está en peligro, es decir, cuando los hombres de otra nación la atacan, todos sus hijos deben
defenderla. Ni más ni menos que lo que hacemos por acá cuando alguna comunidad nos ataca.
¿Que los mistis peruanos nos tratan mal? ¡Verdad! Pero peor nos tratarían los mistis chilenos.
Los peruanos son, al fin, hermanos nuestros; los otros son nuestros enemigos. Y entre unos y
otros, elijan ustedes.
Y Pomares, exaltado por su discurso y comprendiendo que había logrado reducir y conmover a
su auditorio, se apresuró a desenvolver, con mano febril, el atado que tenía a su espalda, y
sacó de él, religiosamente, una gran bandera, que, después de anudarla a una asta y
enarbolarla, la batió por encima de las cabezas de todos, diciendo:
—Compañeros valientes: esta bandera es Perú; esta bandera ha estado en Miraflores. Véanla
bien. Es blanca y roja, y en donde ustedes vean una bandera igual allí estará el Perú. Es la
bandera de los mistis que viven allá en las ciudades y también de los que vivimos en estas
tierras. No importa que allá los hombres sean mistis y acá sean indios; que ellos sean a veces
pumas y nosotros ovejas. Ya llegará el día en que seamos iguales. No hay que mirar esta
bandera con odio sino con amor y respeto, como vemos en la procesión a la Virgen Santísima.
Así ven los chilenos la suya. ¿Me han entendido? Ahora levántense todos y bésenla, como la
beso yo.
Y después de haber besado Pomares la bandera con unción de creyente, todos aquellos
hombres sencillos, sugestionados por el fervor patriótico de aquél, se levantaron y, movidos por
la misma inspiración, comenzaron a desfilar, descubiertos, mudos, solemnes, delante de la
bandera, besándola cada uno, después de hacerle una humilde genuflexión y de rozar con la
desnuda cabeza la roja franja del bicolor sagrado. Sin saberlo, aquellos hombres habían hecho
su comunión en el altar de la patria.
Pero Pomares, que todavía no estaba satisfecho de la ceremonia, una vez que vio a todos en
sus puestos, exclamó:
—¡Viva el Perú!
—¡Muera Chile!
—¡Muera!
Había bastado la voz de un hombre para hacer vibrar el alma adormecida del indio y para que
surgiera, enhiesto y vibrante, el sentimiento de la patria, no sentido hasta entonces.
Y al día siguiente de la noche solemne, al conjuro del nuevo sentimiento, difundido ya entre
todos por sus capitanes, dos mil indios prepararon las hondas, afilaron las hachas y los
cuchillos, aguzaron las picas, limpiaron las escopetas y revisaron los garrotes. Nadie se detuvo
a reflexionar sobre la superioridad de las armas del invasor. Se sabía que un puñado de
hombres extraños, odiosos, rapaces, sanguinarios y violentos, venidos de un país remoto,
había invadido por segunda vez su capital, y esto les bastaba. Aquella invasión era un peligro,
como muy bien había dicho Pomares, que despertaba en ellos el recuerdo de los abusos
pasados. La paz de que se hablaba en Huánuco era una mentira, una celada que el genio
diabólico de esos hombres tendía a su credulidad, para sorprenderles y despojarles de sus
tierras, incendiarles sus chozas, devorarles sus ganados y violarles a sus mujeres. Las mismas
violencias cometidas con ellos secularmente por todos los hombres venidos del otro lado de los
Andes, del mar, desde el wiracocha (7) barbudo y codicioso, que les arrasó su imperio, hasta
este soldado de calzón rojo y botas amarillas de hoy, que iba dejando a su paso un reguero de
cadáveres y ruinas.
Era preciso, pues, destruir ese peligro, levantarse todos contra él, ya que el misti peruano,
vencido y anonadado por la derrota, se había resignado, como la bestia de carga, a llevar sobre
sus lomos el peso del misti vencedor.
Después de dos días de marcha, recta y arrolladora, por quebradas y cumbres —marcha de
utacas (8)—aquel torrente humano, que, más que hombres en son de guerra, parecía el éxodo
de una horda, guiado por la bandera de Aparicio Pomares, coronó en la mañana del ocho de
agosto las alturas del Jactay, es decir, vino a acampar en las mismas puertas de Huánuco, y,
una vez allí, comenzó a retar al orgulloso vencedor.
Aquel reto envolvía una insólita audacia; la audacia de la carne contra el hierro, de la honda
contra el plomo, del cuchillo contra la bayoneta, de la confusión contra la disciplina. Pero era un
rasgo que vindicaba a la raza y que venía a percutir hondamente en el corazón de un pueblo,
dolorido y desconcertado por la derrota.
IV
La aparición de aquellos sitiadores extraños fue una sorpresa, no sólo para los huanuqueños
sino para la misma fuerza enemiga. Los primeros, hartos de tentativas infructuosas, de
fracasos, de decepciones, en todo pensaban en esos momentos menos en la realidad de una
reacción de los pueblos del interior; la segunda, ensoberbecida por la victoria, confiada en la
ausencia de todo peligro y en el amparo moral de una autoridad peruana, que acababa de
imponer en nombre de la paz, apenas si se detuvo a recoger los vagos rumores de un
levantamiento.
Aquella aparición produjo, pues, como era natural, el entusiasmo en unos y el desconcierto en
otros. Mientras las autoridades políticas preparaban la resistencia y el jefe chileno se decidía a
combatir, el vecindario entero, hombres y mujeres, viejos y niños, desde los balcones, desde
las puertas, desde los tejados, desde las torres, desde los árboles, desde las tapias, curiosos
unos, alegres, otros, como en un día de fiesta, se aprestaban a presenciar el trágico encuentro.
Serían las diez de la mañana cuando éste se inició. La mitad de la fuerza chilena, con su jefe
montado a la cabeza, comenzó a escalar el Jactay con resolución. Los indios, que en las
primeras horas de la mañana no habían hecho otra cosa que levantar ligeros parapetos de
piedra y agitarse de un lado a otro, batiendo sus banderines blancos y rojos, rastrallando sus
hondas y lanzando atronadores gritos, al ver avanzar al enemigo, precipitáronse a su encuentro
en oleadas compactas, guiados, como en los días de marcha, por la gran bandera de Aparicio
Pomares. Éste, con agilidad y resistencia increíbles, recorría las filas, daba un vítor aquí,
ordenaba otra cosa allá, salvaba de un salto formidable un obstáculo, retrocedía rápidamente y
volvía a saltar, saludaba con el sombrero las descargas de la fusilería, se detenía un instante y
disparaba su escopeta, y en seguida, mientras un compañero se la volvía a cargar, empuñaba
la honda y la disparaba también. Y todo esto sin soltar su querida bandera, paseándola triunfal
por entre la lluvia del plomo enemigo, asombrando a éste y exaltando a la ciudad, que veía en
ese hombre y en esa bandera la resurrección de sus esperanzas.
Y el asalto duró más de dos horas, con alternativas de avances y retrocesos por ambas partes,
hasta que habiendo sido derribado el jefe chileno de un tiro de escopeta, disparado desde un
matorral, sus soldados, desconcertados, vacilantes, acabaron por retirarse definitivamente.
Esta pequeña victoria, humilde por sus proporciones y casi ignorada, pero grande por sus
efectos morales, bastó para que, horas después, al amparo de la noche, los hombres de la paz
y los hombres del saqueo evacuaran furtivamente la ciudad. Huánuco, cuna de héroes y de
hidalgos, acababa de ser libertada por los humildes shucuyes (9) del Dos de Mayo.
Al día siguiente, cuando los indios, triunfantes, desfilaron por las calles, precedidos de trofeos
sangrientos y de banderines blancos y rojos, una pregunta, llena de ansiedad y orgullo
patriótico, corría de boca en boca: “¿Dónde está el hombre de la bandera?” “¿Por qué no ha
bajado el hombre de la bandera?” Todos querían conocerle, abrazarle, aplaudirle, admirarle.
Y así fue enterrado el indio chupán Aparicio Pomares, el hombre de la bandera, que supo, en
una hora de inspiración feliz, sacudir el alma adormecida de la raza.
De eso sólo queda allá, en un ruinoso cementerio, sobre una tumba, una pobre cruz de
madera, desvencijada y cubierta de líquenes, que la costumbre o la piedad de algún deudo
renueva todos los años en el día de difuntos.
Términos quechuas
http://connuestroperu.com/index.php?
option=com_content&task=view&id=13616&Itemid=30