Autogestión y Anarquismo

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AUTOGESTIÓN Y ANARQUISMO

Autogestión e institución
RENE LOURAU
I
En el congreso anarquista de Carrara, en 1968, Daniel Cohn-Bendit, caliente por el arcaísmo
de los viejos anarcos, lanzó esta paradoja: No sacrificaremos nunca un minuto de nuestra
vida a la revolución.

Yo añadiría: ¡No sacrificaremos nunca un minuto de nuestra vida a la autogestión,


preparando la revolución o la autogestión.

Entended: es perfectamente contradictorio sacrificar un minuto de nuestra vida hablando de


la revolución o de la autogestión, preparando la revolución o la autogestión.

Si la revolución es la transformación de las relaciones sociales en el sentido más


autogestionario posible, está claro, en efecto, que todo lo que sea investigación intelectual
sobre la revolución es una pérdida de tiempo y quizá una desviación del proyecto
revolucionario. Digo esto no por anti-intelectualismo (yo mismo soy un intelectual), sino
para ser lógico conmigo mismo. Los problemas de la autogestión, de la transformación de
las relaciones sociales, los vivo a diario, con mi mujer, con mis hijos, con mis vecinos y
amigos, con mis colegas de trabajo, con los estudiantes -ya que soy profesor-, con los
investigadores-militantes de mi misma corriente de 'pensamiento, ya sea a propósito de un
proyecto de revista o de la supervinencia de una cooperativa obrera, a propósito de mis
relaciones con la institución editorial (porque soy escritor) o de mis relaciones con la
Universidad. Cuando me instalo ante la máquina de escribir, con mi perro tumbado al lado,
en medio de mis libros y mis papeles, instituyo relaciones sociales particulares con mi
familia, con los vecinos, con los amigos, con la universidad, con las masas a las que,
durante ese tiempo, les arrancan la plusvalía. Niego la autogestión en el momento en que
intento escribir sobre la autogestión. Esta es la significación profunda de la frase lanzada
por Daniel Cohn-Bendit en el congreso anarquista de Carrara.

Cuando me encontré con Luciano Lanza en París, en este mes de mayo que recuerda, por
fuerza, otros meses de mayo cuya brisa fue especialmente concebida para hacer ondear la
bandera negra, pedía comunicación centrada, sobre todo, en la práctica, presente o pasada.
Y le prometí tontamente hacer un balance de experiencias de autogestión de las que yo
había sido testigo o actor, desde hace algunos años.

Yo era capaz de escribir acerca de mis experiencias de autogestión en los años precedentes
y siguientes a 1968. El Grupo de Pedagogía Institucional, trabajando a veces en relación con
Socialismo o Barbarie, estaba entusiasmado por las revelaciones producidas en favor del
menor intento de autogestión en diversos centros de enseñanza. Siempre con la vista fija
sobre los problemas de la autogestión social en Yugoslavia y Argelia, éramos, sin saberlo,
los herederos de la pedagogía libertaria de finales del siglo XIX y principios del XX.
Practicábamos sobre todo la acción ejemplar (como se diría en el 68), a fin de forzar la
institución a revelarse en toda su desnudez -quiero decir, políticamente, como una forma
producida por el Estado, al que reproduce a través de su ideología, lo mismo que a través de
su estructura organizativa, sin hablar de sus modelos de entrada y salida (selectividad).
Desde hace algunos años, la autogestión está siendo institucionalizada (recuperada) por
organizaciones políticas y sindicales, de izquierda o de extrema izquierda, al menos en
Francia. No hablamos de lo mismo cuando, utilizando el mismo vocablo, nos referimos a la
ola de colectivizaciones en la España republicana por una parte, y por otra a las
innovaciones sociales preconizadas por las corrientes modernistas de la izquierda (¡y a
veces de la derecha!) Estas innovaciones sociales (vuelta al artesanado, participación de los
usuarios en la gestión catastrófica de los grandes complejos urbanos, etc.), son de hecho
tolerables en la medida en que no atacan directamente a la institución, al Estado.

Por otra parte, en lo que respecta a las luchas obreras o a la resistencia obrera, las formas
de acción no se confunden, obligatoriamente, con la reivindicación autogestionaria. Los
consejos obreros de la Fiat, por ejemplo, han demostrado, estos últimos años, que la
resistencia a las transformaciones del Capital podía ser muy fuerte y sin embargo descartar
voluntariamente el proyecto de gestionar colectivamente las nuevas formas del Capital. El
absentismo o la huelga por la huelga (sin plataforma sindical recuperabie), son armas más
eficaces que la autogestión, al menos en las grandes unidades de producción o
distribución. En cambio, la lucha por la autogestión de las pequeñas o medianas empresas
en quiebra por causa de las reconversiones capitalistas (fábrica Lip en Francia, canteras
navales en Escocia, etc. ), se presenta, a menudo, como una forma de resistencia obrera.

Está claro, en todo caso, que no existe en ninguna parte un movimiento autogestionario, en
el sentido de movimiento social con su propia ideología, sus bases sociales, sus formas de
acción y organización. Aparte de las organizaciones políticas y sindicales de izquierda y
extrema izquierda tradicionales, que intentan llenar su vacío ideológico cogiendo al vuelo
este juguete que es para ellas la autogestión, no existen más que débiles núcleos
anarquistas que continúan siendo los portadores del proyecto. Todavía hay que señalar que
la más antigua corriente autogestionaria -la corriente anarquista- se divide sobre la cuestión
de la autogestión, a propósito de las relaciones con la planificación o sobre el papel de los
sindicatos. Además, un viejo trasfondo de militantismo arcaico frena el impulso, sobre todo
cuando se trata de analizar y transformar las relaciones sociales a plazo inmediato, en la
práctica cotidiana, en las relaciones entre hombres y mujeres, en la educación, en las
relaciones profesionales o en las relaciones militantes.

Este es el contexto ideológico en que me sitúo para hablar o escribir sobre la autogestión.
Deseó ahora abordar dos puntos menos subjetivos, y a mi entender, de capital.importancia
para una elucidación de nuestro proyecto. Por una parte el papel de los determinismos de
dimensión mundial que pesan sobre nosotros. Y por otra, las posibilidades abiertas al
proyecto autogestionario para el análisis que puede hacerse de la noción de institución, en
la perspectiva de las luchas anti-insti tucionales.

II

Ser partidario de la autogestión, como ser partidario de diversas formas de heterogestión,


es hacer una apuesta sobre el futuro. Más exactamente, es imaginar ciertas líneas de fuerza
en el futuro, y reflexionar a partir de ellas, sobre las condiciones de posibilidad de tal o tal
forma social.

Lo imaginario influye ampliamente en las concepciones sociales más científicas, al igual


que sobre las más utópicas. Estamos determinados por la imagen que nos hacemos del
futuro. Los comandos del futuro curvan nuestros más íntimos pensamientos, nuestras
teorías más abstractas. Lo mismo que a nivel individual, biológica y psicológicamente, no
viviríamos un día más si nuestro futuro no estuviera programado de una forma u otra; a
nivel colectivo una sociedad no sobrevive más que tragando sin cesar fuertes dosis de
sueños, de proyectos más o menos irracionales que conciernen al porvenir inmediato o
lejano.

Si la capacidad de predicción de las ciencias sociales fuera menos miserablemente limitada,


la parte de imaginario en la reflexión y experimentación social, seria tan insignificante como
la que ocupa la astrología en la vida científica actual. Esto se verifica experimentalmente en
los regímenes políticos en que el porvenir ya ha llegado, es decir, donde un dogma político
y económico, disfrazado con el nombre de marxismo, hace del capitalismo de Estado -por
tanto del Estado y del Capital- la definitiva verdad. En ese contexto, se distingue entre un
creador imaginativo -los dirigentes-, y un imaginativo señuelo, el que se separa de la línea
oficial. En los países de capitalismo monopolista, donde la planificación económicá no es
más que un biombo o un elemento moderadamente regulador de las leyes del mercado,
sucede, en revancha, que las crisis abren la puerta a varios futuros posibles, al menos a
corto plazo. Pero el, choque del futuro está concebido, casi invariablemente, como resultado
de un desarrollo indefinido de las fuerzas productivas y, sobre todo, de la tecnología. Este
choque, junto a ciertas duras realidades presentes o próximas, genera nuevas
contradicciones. Por ejemplo, la dominación fetichista del automóvil y del todo electrificado
en la casa, cohabita con solemnes apelaciones a favor de una economía energética. Y la
música armoniosa de las leyes del mercado se mezcla con el tamtam, cada vez más
enervante, de las estadísticas del paro. Con el capitalismo monopolista -al menos mientras
las multinacionales no controlen el conjunto de la vida social sobre el planeta-, el futuro no
llegará nunca, pero el mito de la penuria puede, y con ventaja, tomar el relevo del mito del
crecimiento indefinido, sin que las bases del imaginativo capitalista se cuestionen
verdaderamente.

Y por eso las pesimistas previsiones del MIT o del Club de Roma, lo mismo que los análisis
de la corriente ecologista, entran, a título de nueva variable, en la problemática de la
explotación capitalista monopolista, un poco como la penuria de géneros alimenticios se
integra perfectamente en las previsiones de los planes quinquenales rusos, desde la
prioridad de la industria pesada.

La imagen motriz de un mundo en que el proyecto autogestionario tendiera a generalizarse,


está casi enteramente difuminada por la sombra que proyectan los dos futuros dominantes,
y de momento, rivales: el del liberalismo de las multinacionales, y el del comunismo
burocrático de Estado.

Puede considerarse que el porvenir de ambas (más, eventualmente, el de una o dos más)
formas de capitalismo, está asegurado en un periodo largo. Igual que, correlativamente, está
asegurado el futuro de la forma estatista. La mundialización del Estado está apenas
perfeccionada, o en vías de perfeccionamiento. En todos los territorios que, desde los
tiempos de la colonización, al no poseer el estatuto jurídico de la independencia acaban
siendo integrados en el club de la ONU, y como puede verse todavía en nuestros días con
los movimientos de liberación nacional de pueblos que reivindican un territorio (los
Palestinos) o derechos políticos iguales a los de sus colonizadores (en Africa del Sur), la
exigencia de la libertad pasa, más que nunca, por el estadio jurídico-político de su
reconocimiento como Estados. Incluso si el refuerzo de los bloques y la ciencia-ficción
dibujan el porvenir de un único Estado mundial, de momento la mundialización del Estado
no significa su negación dialéctica sino la multiplicación (hasta cerca de 150) de la forma
estatal.

Este futuro del Capital y del Estado dirige, a la fuerza, nuestras concepciones acerca de la
autogestión. Pero hay que añadir al menos otra imagen que, aún siendo menos evidente que
las dos primeras, lanza igualmente una sombra terrible sobre nuestros proyectos
autogestionarios. Quiero hablar de la probabilidad de una tercera guerra mundial. Si se
juzga -como es históricamente legítimo, aunque no cierto- por los períodos preparatorios de
las dos anteriores guerras mundiales, se está obligado a constatar que la tercera ya ha
comenzado, e incluso que comenzó en el mismo momento en que acababa la segunda. Por
ejemplo, el 8 de mayo de 1945, día de la capitulación de la Alemania nazi, Francia efectuaba
las masacres de Sétif, en Argelia, abriendo el camino a los procesos violentos de la
descolonización y, en general, de la política occidental hacia el Tercer Mundo. Por ejemplo
también, el 6 y 9 de agosto de 1945, algunos días antes de acabar la guerra americano-
japonesa, las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki -aunque mataran a menos
gente que los bombardeos de fósforo de la RAF sobre Dresde-, inauguraban la era del terror
nuclear, del que nuestro futuro no cesa de estar lleno. Otros argumentos, repetidos mil
veces, y mil veces rechazados, hablan en favor de una gran posibilidad de la tercera guerra
mundial como enfrentamiento nuclear: entre ellos, no es el menor el que consiste en invocar
el crecimiento y la próxima difusión del gigantesco arsenal capaz de destruir la mayor parte
de las condiciones de vida sobre el planeta.

Desarrollo del capitalismo en sus dos grandes formas rivales, desarrollo de la forma estatal
con sus potencialidades de balkanización de grandes sectores del planeta, perspectiva de
guerra atómica entre los bloques ..., tal es el futuro razonablemente previsible, tal es la
sombra que se cierne sobre el proyecto de transformación autogestionaria de las cosas.

III

La visión de un futuro lleno de nubarrones, puede inclinar al pesimismo al más pintado.


Pero para ello hay que adoptar úna actitud fatalista que no está de acuerdo con el proyecto
autogestionario. En realidad, este futuro que pesa enormemente sobre nosotros, no es más
que uno de los futuros posibles. Los cristianos y los marxistas creen, cada uno por su lado
y a su manera, en una línea temporal única, en un sentido de la historia determinado de
antemano y conocido por los que creen en el dogma (cristiano o marxista). ¿Está prohibido
rechazar tal creencia?

Si un dios o un sentido divinizado de la historia mueven los hilos del tiempo desde lo alto de
su trono situado en el final de los tiempos o en el final de la historia, todo lo que contradiga
la llegada del paraíso cristiano o socialista, se sitúa como una peripecia en un Plan decidido
de antemano. La autogestión está, entonces, condenada a ir viviendo marginalmente, como
una vaga ideología de secta desesperadamente fuera de circulación, fuera de las realidades
económicas e incluso psicológicas de la humanidad.

En cambio, si la historia, lejos de ser lineal, sufre virajes, torsiones, curvaturas inesperadas
(y todo el pasado está ahí para demostrarlo), entonces tenemos la posibilidad de estar
determinados no sólo por la línea temporal descrita anteriormente bajo el signo de la
mundialización del Capital y el Estado, así como bajo la amenaza nuclear, sino también por
otra línea temporal, la de los esfuerzos milenarios más intensos con resultados, hasta
ahora, menos duraderos, la línea de la resistencia, de la rebelión, de la lucha
autogestionaria.

Es suficiente con plantearse la pregunta: ¿debo o no sufrir el futuro más previsible y más
amenazador?, y responder negativamente, porque me siento armado de valor para acariciar
a contrapelo el forro de esta bestia inmunda que es el sentido de la historia.

Los esclavos romanos que se hundieron en la rebelión de Espartaco, los mineros alemanes
que con Thomas Müntzer, en el siglo XVI, intentaron abolir las instituciones civiles y
religiosas, los Airados de 1794, los Comunards de 1871, los campesinos aragoneses de
1936, los fellahs argelinos de 1962, e incluso los bolcheviques de 1905 y 1917 (intentando
realizar una revolución proletaria en un país que tenía una débil minoria de proletarios), y
tantos otros rebeldes del mundo, ¿no han acariciado el sentido de la historia a contrapelo?

Utopía, sueño, delirio, dominio de la imaginación sobre la razón: he aquí lo que responden
los razonables. Y no se equivocan. Pero en lo que sí están terriblemente equivocados, es al
creer que la imaginativa social no tiene nada que ver con la vida social, con el cambio
social, con la revolución. Este rol de la imaginación, del proyecto lanzado hacia el futuro que
rebota, a veces, en las experiencias más brillantes de los mejores momentos históricos, ha
sido claramente definido por Castoriadis a propósito de la noción de institución, al criticar
todo el pensamiento heredado, de Aristóteles a Marx y sus modernos seguidores: El
verdadero hito histórico ... tanto en Aristóteles como en Marx, es la cuestión de la
institución. Es la imposibilidad, para el pensamiento heredado, de tener en cuenta lo social-
histórico como forma de ser, no reducible a la que se conoce por otra parte (Las
encrucijadas del laberinto, París, 1978). Y precisa: la cuestión de la institución excede con
mucho a la teoría; pensar la institución tal como es, como creación social-histórica, exige
romper el cuadro lógico ontológico heredado; proponer otra institución, de la sociedad
revela un proyecto y una puntería políticos que, naturalmente, puedan discutirse y
argumentarse, pero no basarse en una Naturaleza y una Razón cualesquiera (aunque fueran
la naturaleza y la razón de la historia) (pág. 314).

Los significados imaginarios juegan un papel primordial en el proyecto -cualquiera que sea,
conservador o revolucionario- que sustenta y sostiene toda forma social, toda institución.
Dicho de otra manera, y para retomar mis formulaciones, aparentemente de ciencia-ficción,
hay uno o más futuros imaginados, imaginarios, que determinan nuestra acción o inacción,
es decir, nuestra postura en relación a las formas sociales existentes.

Yo añadiría a esto que lo imaginario actúa no sólo en el proyecto encaminado hacia el


futuro, sino también en la idea que se tiene generalmente del pasado, de los orígenes de la
institución. Como creación socialhistórica (Castoriadis), la institución desarrolla sin cesar
un discurso oficial cargado de fantasía, de arreglos con la realidad de los hechos, a fin de
justificar su existencia y su funcionamiento. Este discurso de la institución acerca de ella
misma, que a menudo los usuarios, y también los historiadores y sociólogos, usan como
moneda corriente, es una novela familiar (en el sentido psicoanalítico del término), un mito
de los orígenes, como ocurre en la mayor parte de las religiones y las doctrinas estatistas
oficiales. Se inventa una filiación imaginaria para disimular, o mejor, para hacer olvidar,
rechazar, la verdadera filiación. Toda institución por modesta que sea, posee, como todo
Estado (en tanto que super-institución) un cadáver en su alacena, una huella de la violencia
sacrificada que presidió su nacimiento o, sobre todo, su reconocimiento por las formas
sociales ya existentes e instituidas. En torno al relato oficial, que intenta casi siempre,
maquillar los orígenes y las sucesivas fases de desarrollo de la institución, otros relatos
más o menos clandestinos intentan recuperar el proyecto de los orígenes que la
institucionalización ha deformado, escarnecido e incluso invertido. Tras los estudios del
etnólogo alemás Mühlmann, yo he llamado efecto Mühlmann o mühlmannización a esta
construcción imaginaria de la institución, construcción que viene a legitimar los virages y
las orientaciones contrarias al proyecto inicial, a la profecía original (la palabra profecía se
explica por el hecho de que Mühlmann estudia los movimientos revolucionarios de carácter
religioso, mesiánico, del Tercer Mundo). El efecto Mühlmann puede enunciarse como sigue:
la institucionalización es función del fracaso de la profecía. Es un proceso que los términos
normalización, burocratización, traición de los dirigentes, etc., describen muy mal. No se
trata de un fenómeno extraño, y menos aún de una consecuencia de la perversidad de la
naturaleza humana, sino de un proceso político muy claro. La Ínstitucionalización no es más
que la negación del proyecto del que era portador el movimiento social al reclamarse
míticamente de la misión o la función de la institución.
IV

El efecto Mühlmann arrastra, pronto o tarde, a las fuerzas sociales más revolucionarias, a
diluirse y negarse en formas que reproducen a las restantes fuerzas sociales
institucionalizadas. El principio de equivalencia entre todas las formas sociales actÚa igual
a nivel de una sociedad deportiva que a nivel de un Estado. Bajo costumbres jurídicas
diferentes, las fuerzas se institucionalizan, no obstante, en formas cuya estructura común
reposa en el reconocimiento estatal (o el de la ONU, para lo que concierne al reconocimiento
de nuevos Estados).

Hay que ver este fenómeno como una especie de lucha, a veces silenciosa pero siempre
violenta, entre las fuerzas instituyentes, anti-institucionales, que quieren invertir el orden
existente, y las fuerzas instituidas, siempre superiores en potencia, en número, en prestigio
ideológico. Bien entendido, la institucionalización también reacciona, con más o menos
fuerza, sobre lo instituido. Es necesario, a veces, transformar una parte del Derecho, cuidar
alianzas políticas nuevas y sacrificar otras más antiguas, librar nuevos créditos. En una
palabra, hay un remanente parcial de consenso en el interior de los límites que el poder
instituido juzga razonables, pero puede equivocarse. Por ejemplo, en Francia en 1979, existe
una fuerte corriente de derecha para cuestionar las leyes votadas por esta misma derecha
influida por el pánico (ley de orientación de la enseñanza superior, de 1968), o por el deseo
de atraerse nuevas capas de electoras (ley sobre el aborto y la contracepción, de 1975). Lo
mismo en lo que concierne a la ley autorizando los sindicatos, que en Francia data de 1884,
periódicamente, sobre todo en los momentos de crisis económicas, se manifiesta uña
corriente antisindical. Algunos quieren incluso limitar o abolir el derecho de huelga, que en
Francia se remonta al Segundo Imperio (1864). Sin embargo, la institucionalización del
movimiento obrero en la estructura sindical ha rendido a la clase dominante más servicios
que"los que le habría prestado un movimiento dejado a su aire, incontrolado por una
burocracia salida de sus propios rangos. A nivel de partidos políticos es conocida la
demostración sociológica de Trotsky, en Cours nouveau: la institucionalización del
movimiento revolucionario en Rusia ha consistido, no sólo en la separación o exterminación
de otras corrientes -en particular la corriente anarquista- sino también en la autodestrucción
del propio movimiento bolchevique, tanto por la depuración de los elementos más activos
como por la constitución de una gigantesca burocracia reclutada, al menos en los
comienzos, entre las filas de militantes de primera hornada.

En todos los casos de institucionalización lo que se nota es la destrucción de las fuerzas


más instituyentes, como las tentativas autogestionarias cualquiera que sea su forma e
ideología. La institucionalización del movimiento protestante en Europa, en el siglo XVI,
significa la destrucción de las experiencias milenaristas tendentes a restaurar un
cristianismo primitivo (puesta en común de las tierras y otros bienes, rechazo de la jerarquía
feudal y eclesiástica). La institucionalización definitiva de la revolución francesa en 1794 -
Termidor- ha podido servir de modelo a muchas otras estabilizaciones, por ejemplo, la
destrucción del movimiento revolucionario en Rusia por Stalin. Las tendencias más
libertarias, las más audaces que habían aparecido antes de Termidor, fueron echadas al
granero de las utopías. Lo mismo ocurrió en Francia en 1848: siguiendo la curva represiva
de la legislación sobre Clubs y asambleas populares, desde febrero de 1848 a 1850, se sigue
la curva de la mühlmannización del movimiento revolucionario. La autogestión es poco a
poco reemplazada por la héterogestión, a medida que se reglamentan los clubs, que se
cierran los más recalcitrantes, que se les desarma y, finalmente, se les suprime
completamente. Uno de los ejemplos más hirientes es el de la revolución mexicana al
comienzo de este siglo. A partir de movimientos de rebelión animados en el norte por Villa y
en el sur por Zapata, se va a constituir una organización típicamente burguesa, cuya
apelación final expresa todo el humor de que es capaz la institución: Partido Revolucionario
Institucional (PRI). ¡Este partido, sesenta años después del inicio de la institucionalización
del movimiento, está todavía hoy en el poder! Y qué decir del reconocimiento del potente
movimiento autogestionario de 1962 en la Argelia de la independencia: aún conservando, al
menos al principio, un poco del entusiasmo instituyente, la legislación que no cesa de
acumularse bajo Ben Bella y Boumediene, es un entierro de primera de la iniciativa
revolucionaria de los fellahs al decidir ocupar y gestionar ellos mismos los bienes dejados
por los grandes propietarios coloniales.

La contradicción entre la energía hirviente y desordenada de un movimiento social, por una


parte, y las necesidades de una organización para asegurar la supervivencia por otra, los
intercambios y la regulación de conflictos, no explican, realmente, esta especie de fatalidad
que es el efecto Mühlmann y la aplicación del principio de equivalencia. Ciertamente, el
movimiento es antiinstitucional por naturaleza, en su fase instituyente. La crítica de lo
instituido, el análisis institucional generalizado, el rechazo global al viejo mundo, todo esto
que se califica de juventud del movimiento o incluso de infancia del movimiento, va
acompañado, sin embargo, de otra actividad, de otra forma de actuación: la forma de acción
contra-institucional. Además, y ambas cosas son indisociables, está el debilitamiento de la
hegemonía estatal que, en tanto que parte inicial del proyecto inicial (en las revoluciones
antiguas o modernas, religiosas o laicas, agrarias o industriales) es, en general, rechazado o
desviado, quizá porque todas las teorías revolucionarias son demasiado tímidas o
demasiado confusas sobre este asunto capital, lo que permite a la burocracia justificar
siempre el regreso por fuerza del estatismo.

Intentamos pues, para acabar, precisar estos puntos: la cuestión de las contrainstituciones
y la cuestión de la desaparición de la hegemonía estatal.

En la lucha anti-institucional se crean modos de organización de la vida cotidiana, de la


producción, de la distribución -eventualmente del combate militar. Nuevas formas sociales
aparecen en lugar de las antiguas: son las contra-instituciones.

Estas formas se caracterizan por su maleabilidad, su capacidad de cambio, de adaptación.


Ponen su legitimidad en las iniciativas de la base y no en un principio jurídico o político fijo.
Son ante todo dinámicas, a la búsqueda de fórmulas cada vez más alejadas de las normas
instituidas. Combaten la división del trabajo existente entre viejos/jóvenes,
hombres/mujeres, dirigentes/dirigidos, enseñantes/alumnos, gestores/ejecutantes, etc. Bien
contemplen la totalidad de la existencia o solamente un aspecto de ella (por ejemplo la
producción), tienden todas hacia la autogestión, hacia la puesta en común de los recursos,
de los medios, del saber, de los servicios.

Todos los períodos calientes, calificados o no de revolucionarios por los expertos en


cienciaS políticas, han visto aparecer estas formas. Se ha dicho a menudo que eran formas
alternativas a las formas sociales existentes. A propósito de experiencias comunitarias de
los años 60-70 en USA, se ha notado que estas formas contrainstitucionales aparecían en
las fases de reflujo del movimiento, como una especie de refugio para militantes
decepcionados. Esta constatación, si bien hay que matizarla, es cierta tanto para los
antiguos comandos armados de Black Panthers como para los náufragos blancos de los
Weathermen. Pero una gran parte del movimiento de la contracultura se ha desarrollado
también con gentes que no habían dejado el fusil en el armero: con los innumerables
desertores de las instituciones que escapaban de los padres, profesores, patronos o el
ejército.
Falta saber si la definición de la contrainstitución como forma alternativa corresponde, si no
a la intención, al menos a la realidad de estas experiencias. Para ofrecer una alternativa a las
instituciones existentes no es suficiente, a mi entender, con multiplicar las innovaciones y
acumular trofeos de marginalidad. Mientras continúe allí, la contra-institución puede,
ciertamente, jugar un papel de lugar propicio para las treguas antes de entrar en la edad
adulta y seria, así como funciones terapéuticas no desdeñables. Si la adolescencia y la
juventud tienen necesidad de pasar lo que Kierkegaard denomina la fase estética (antes de
instalarse en la fase ética o seria), la descomposición de las instituciones familiar y escolar
implica también que hay que cubrir una función pedagógica y terapéutica, so pena de
graves inconvenientes, tanto por los responsables como por los jóvenes. ¿No se ve como
en Gran Bretaña se están creando institutos concebidos especialmente para acoger a los
dropout, niños y adolescentes que han desertado de la escuela y la familia?

En Francia, muchos asistentes sociales prefieren curar las bandas de delincuentes lejos de
los metros cuadrados sociales que la legislación les reserva en los sótanos de las H. L. M.
(habitación con alquiler moderado): comunidades terapéuticas, con o sin guru, con o sin
terapeuta, ocupan a veces las columnas de sucesos de los periódicos. El grado de
integración de los miembros de estas comunidades se mide según el grado de complicidad
de los responsables cara a cara de su rebaño: la autogestión, como tendencia difícilmente
limitable, está calificada de fuga ante las responsabilidades ...

Más que de alternativa habría que hablar de prótesis social. La mayor parte de estos
experimentadores sociales no eligen deliberadamente vivir al margen. En revancha, se ven
obligados a luchar en el seno de la autogestión con el fin de dar un contenido a su
marginalidad. Autogestión estética, autogestión pedagógica, autogestión terapéutica ...

El proceso no alcanza una dimensión verdaderamente alternativa hasta que varios núcleos
no sienten la necesidad de aliarse, federarse en una red (de producción, de distribución, de
servicios ...).

En los últimos años me ha consultado una de estas redes en vías de ampliación. Entonces
estaba formada por una empresa de trabajos muy pesados en las vías férreas (Tours), dos
talleres artesanales (carpintería en Toulouse, reparación de bicicletas en Bordeaux) y un
esbozo de escuela paralela (Tours). Intentaba ponerse en contacto con otra red, de
distribución de productos biológicos (cerca de Poitiers), algunos agricultores biológicos
(Bretagne), así como con una cooperativa de cantantes-editores de discos (Bretagne).

Los problemas principales que me aparecieron fueron: para el grupo central (y líder) de
Tours, la dificultad de instalarse en un lugar favorable no sólo para la colectivización y
educación de los niños, sino también para la vida en común de las parejas o los individuos
aislados; las relaciones entre el grupo-líder y los otros grupos de la red; la instauración de
intercambios verdaderamente fructíferos entre los diversos elementos de la red, y con la
red-hermana (de alimentación biológica). En particular era deseable que los obreros de la
empresa de obras públicas pudieran ir a trabajar a las granjas bretonas, y que los
agricultores bretones vinieran a trabajar en la empresa de obras públicas.

Dispersa en varios cientos de kilómetros, no disponiendo para regularse más que de


escasas asambleas generales y, más tarde, de un boletín de relaciones, la red, constituida
en su mayoría por trabajadores manuales, se disparó por la siguiente contradicción:
profundizar en la experiencia contra-instituciona}, volviendo la espalda a las normas
habituales (comprendido la materia de nivel mínimo de vida), o bien hacerse rentable
encaminándose, cada vez más, hacia normas comerciales instituidas.

En efecto, la contrainstitución no puede costearse el lujo de ser o de pretender ser una


alternativa si no dispone de un mínimo de medios, o si se contenta con utilizar el modo. de
acción contra-institucional en un sector limitado de la práctica. Por ejemplo, la red
Alternativa a la Psiquiatría, muy activa en Italia, Francia, Bélgica, etc., reúne estas dos
condiciones: está animada por personas de status social elevado y no afecta al conjunto de
la vida cotidiana de estas gentes.

Admitidos estos dos límites (entre otros), y bien entendido que cualquier intento contra-
institucional que se las arregle para no concernir más que a un aspecto fragmentario de la
vida cotidiana, pertenece más o menos a la fase que he denominado estética, hay que decir
algo acerca de experiencias completamente diferentes, colocadas bajo el signo de la lucha
revolucionaria -armada o no- y que a lo largo de la historia ofrecen formas
contrainstitucionales parciales o totales.

Estas experiencias son, a menudo, subestimadas, burladas, o incluso silenciadas, a causa


de un defecto que parece descalificarlas a los ojos de los historiadores: duran demasiado
poco tiempo, por lo tanto no son válidas.

La característica efímera de estas experiencias debe, sin embargo, ser relativizada. Entre los
quince días de Cronstadt, los dos meses de la Comuna de París en 1871, los varios meses
de la revolución agraria argelina en 1962 y los dos años y medio de la experiencia de las
colectividades en la España republicana (1936-38), existen diferencias cualitativas notorias.

Lo mismo para los intentos parciales, más políticos y menos económicos, que son, por
ejemplo, los clubs revolucionarios de 1789 a 1794, de nuevo los clubs en 1848, o las
asambleas generales permanentes de 1968 en Italia, Francia, Checoslovaquia: de varios
meses a algunos años, el grado de obsolescencia varia enormemente.

La lucha anti-institucional, anti-estatal, es lo que a veces confiere ese aspecto grotesco,


inasequible, a las experiencias que estamos tratando aquí. Todo está por inventar y re-
inventar. La palabra libre círculo, se entremezcla con los discursos del mundo viejo, hace
subir las apuestas. Es el reino del ágora, opuesto al de la cripta, el del secreto burocrático.
Los observadores razonables hablan de delirio, de psicodrama. Bajo la Asamblea
Legislativa durante la revolución francesa, se vio a un cludadano obtener los aplausos de la
sesión después de haber confesado que se meaba en la cama. En 1968 se escucharon las
extravagantes propuestas de gentes que, a fuerza de no hablar con nadie, se encontraban
encerradas en una idea fija. Las asambleas populares adquieren sin esfuerzo el aspecto de
un concurso para inventores un poco locos. Los soviets de 1905 en Rusia fueron lanzados
por el pope Gapone, que no se sabía muy bien si era pope, revolucionario o agente secreto
del Zar. En una palabra, hay fuertes tensiones entre la crítica radical y casi patológica de lo
instituido, por una parte, y la necesidad de sobrevivir, de organizarse para combatir, por
otra. Pero es esta tensión entre la lucha anti-institucional y la lucha contra-institucional,
entre el rechazo de todo y la necesidad de organizarse, la que confiere su coloración anti-
estatal a las experiencias en caliente, en período revolucionario. En esta perspectiva, la
brevedad de las experiencias no constituye una limitación o un defecto: al contrario, la
intensidad de lo vivido entraña necesariamente tal brevedad. Y la historia no avanza,
tímidamente y en zig-zag para rebasar el orden existente, más que gracias a estos períodos
intensos pero breves, breves pero intensos.

Entre estos dos modelos -por una parte la experiencia estética y pedagógico-política de las
comunidades de base, y por otra la experiencia política de la autogestión como instrumento
de lucha política en periodos calientes-, son posibles otras formas de autogestión, según la
relación de fuerzas en un momento dado. No es cuestión de hacer aquí un inventario. En
cambio, querría señalar, para terminar, un tipo de experiencia que, en el contexto actual,
puede estar directa o indirectamente relacionado con el aumento del paro.
La crisis del empleo, en los países industrializados, actualmente, es una dura realidad que
obliga a nuestras representaciones a curvarse, lo quieran o no, en el sentido de una gran
prudencia.

Esta crisis forma parte de una puesta en escena más global, el montaje de crisis económica,
con sus diversos aspectos, desde la inflación hasta la reconversión industrial en beneficio
de las multinacionales, pasando por la crisis de la energía. El capitalismo se ha hecho
experto en crisis como instrumentos de regulación. Está lejos el tiempo en que Marx, y
después los marxistas más dogmáticos que el propio Marx, esperaba la siguiente crisis
económica como las sectas milenaristas cristianas acechan los signos de los tiempos, el
anuncio del Apocalipsis. Desde 1929, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial,
está claro que la desorganización es tan importante, para el Capital como la organización.
Acentuar los flujos de circulación (de capitales, de bienes, de mano de obra, de ideas, etc.),
implica, a la fuerza, fases de desorden controlado.

La caída más real de la crisis por el momento está en el aumento del paro y en el trastorno
que sufren las relaciones de trabajo: desaparición de la noción de cualificación, disociación
entre renta y salario, aumento del trabajo temporal y precario, destrucción del propio valor-
salario, en lo que tenía de sagrado.

Al mismo tiempo, la institución empresa padece una crisis ampliamente provocada por la
concentración en unidades multinacionales, con la consiguiente liquidación de pequeñas y
medianas empresas. Las formas institucionalizadas de la producción y la distribución no
son más que un sector de la vida profesional. Un sector cada vez más extendido de
actividades provisionales, temporales, marginales o clandestinas (trabajo negro) tiende a
instaurarse. En este sector, se ven surgir experiencias autogestionarias colocadas no ya
bajo el signo (o al menos no bajo el único signo) de la estética, de lo pedagógico-terapéutico
o de la eventual lucha política, sino bajo el signo, mucho más modesto, de la supervivencia
económica.

La autogestión no está siempre implicada en actividades de este género. Pero tiene muchas
posibilidades de aparecer a partir del momento en que un colectivo de trabajo (o de
supervivencia) decide lanzarse en ausencia de un patrón-empresario y ... en ausencia de
capital inicial.

Si la crisis de la energía continúa, al menos durante algún tiempo, como una penosa
realidad (electricidad, gasolina ...), es posible que la gestión de la escasez junto a la gestión
del paro haga florecer la autogestión como una de las bellas artes sociológicas pobres
(como se habla de arte pobre, por ejemplo, en pintura).

Más aún que las formas estéticas, pedagógico-terapéuticas de la autogestión, y en el mismo


grado que la autogestión de las luchas políticas, este tipo de autogestión económica de
supervivencia se caracteriza por la tendencia a la auto-disolución no como limite
indispensable, sino como forma de funcionamiento normal -precisamente con vistas a
trabajar para rebasar las contradicciones, a medida que se van presentando en la práctica.

En este sentido, el movimiento autogestionario, libertario o cooperativo, etc., debería


interesarse más en conquistar la vanguardia política, artístico-política y artística.
Ciertamente, este movimiento está casi siempre marcado por la preeminencia de la fase
estética que ya se ha cuestionado a propósito de las comunidades de trabajo y de vida. Pero
esto no significa que los vanguardistas sean necesariamente, o siempre, burgueses o
pequeño-burgueses para los cuales la autodisolución sería un placer sin ningún riesgo. Una
vez que se consuma la ruptura, más o menos abiertamente, con las instituciones (con el
mercado del arte y de la cultura, con las organizaciones políticas hegemónicas, con el
Estado), una vez que se acaban los puntos, y el paro (aquí como en otras partes) impide
apoyarse en la idea de un segundo trabajo de supervivencia, la autodisolución, en ciertas
circunstancias, es la práctica más radical en la lucha anti-institucional. No sólo frente a las
instituciones existentes, sino de cara a su propia institucionalización, para el grupo o el
movimiento vanguardista en cuestión.

La sombra que proyecta sobre nuestro presente un futuro de paro creciente no es tan
temible como las sombras que conlleva el desarrollo del Capital y del Estado, así como la
amenaza de una tercera guerra mundial. Pero forma parte de este horizonte nublado. Por
tanto, hay que tenerla en consideración si se quiere hablar en términos concretos del
proyecto autogestionario.

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