El Niño de Lapedo
El Niño de Lapedo
El Niño de Lapedo
Los viajeros veían alargar sus sombras sobre los neveros. Como pequeñas
manchas sus pies se desplazaban lentamente sobre la nieve recién caída. Cansados por el
largo día, fueron llegando hasta la entrada de la cueva.
Los primeros en descargar sus bultos eran, siempre, el guardián del fuego y su
ayudante. Debían preparar el círculo de piedras y las ramas secas sobre los restos de carbón
del día anterior. De sus improvisadas mochilas fueron sacando los útiles, las lascas y las
yerbas con lo que iniciarían la fogata antes de anochecer. El resto del clan fue llegando,
con aspecto cansino. Las hembras, juntas en un rincón, bajaban de su espalda los
apretujados petates. Entre las pieles curtidas, asomaban los diminutos brazos de sus
retoños. El ruido de las lanzas y las artes de caza se fue mezclando con las voces y los
bultos al caer al suelo. Cada uno sabía cual era su labor. Los únicos en descansar eran los
Cazadores. El resto, sobre todo los más jóvenes, se apresuraba en despellejar unos conejos
cazados durante el viaje, que junto a la carne que sobró de la comida anterior, servirían de
cena para todos. El aguador dejó colgando el pellejo lleno de agua limpia, sobre dos
estacas de madera, y por turnos todos pudieron saciar su sed.
La fría mañana se fue adueñando de sus cuerpos tendidos. El grupo de los Cazadores
comenzó a preparar la marcha En sus improvisados zurrones amontonaban sus puntas y
flechas, siempre listas para lo imprevisto. Todos llevaban un puñal de asta de ciervo, con el
mango recubierto con distintos adornos. Los Preparadores de lascas comenzaron a cargar
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sus pesados petates. Irían en el segundo grupo, unos pasos por detrás de ellos. El jefe, con
sus viejos adornos de cuentas de dientes de ciervo, y el brazalete de sus antepasados,
encabezaba la marcha.
La vegetación de altos árboles fue dando paso a pequeños arbustos cargados de frutos,
y la Maga aprovechó para llenar su alforja. El grupo de los más jóvenes, siempre
revoloteando, la imitaban y cogían frutos y bayas. El paisaje se fue alargando hasta llegar a
la desembocadura de un río, donde las aguas dulces se mezclaban con las de un agitado
mar, en una gran laguna donde los peces permanecían aislados durante la bajamar,
momento propicio para la pesca con lanzas y puntas de aletas. El agua apenas cubría hasta
la cintura, y el mar, depositaba allí sus frutos.
El mar les daba la bienvenida con su incesante golpeteo contra las rocas. Parte del clan
continuó su marcha hasta la cueva de las Conchas, por un estrecho sendero que un pequeño
arroyo comenzaba a ocupar. Los Cazadores se separaron del grupo, quedándose la Maga al
frente de las mujeres y niños. Desde la playa se veía la entrada de la cueva sobre un
pequeño promontorio. Los Cazadores se repartieron en grupos. Unos iniciarían la pesca,
preparando los arpones y el enmangue en largos palos.
Otros construirían una gran cabaña circular, en un claro despejado entre los árboles,
cerca de la orilla. Otros más, irían a la caza de algún pequeño animal, cabra o conejo,
abundantes en esta zona llena de matorrales y arbustos.
De la zona boscosa empezaron a oírse las primeras voces y alarmas. El grupo que
recogía leña y palos secos, salió despavorido agitando sus brazos, avisando de un peligro
inminente. Alarmados corriendo de voz en voz, acudieron todos a socorrerles y atender sus
explicaciones.
Habían visto a otros seres semejantes a ellos, pero más robustos, con gran cabeza y
mentón, tan altos como ellos. Habían visto como se acercaba un grupo numeroso antes de
salir en desbandada. En el horizonte de la playa vieron a los primeros seres que no eran
como ellos. Sin duda, también conocían la zona, y se dirigen a por comida a la laguna
improvisada. Pero los “Otros” están de paso, no tienen cerca su cueva. Eso explicaba el
Jefe al más anciano del clan. Los más jóvenes y algunos Cazadores se dirigieron a la
cueva, junto a las mujeres.
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y pesados para escudriñar dentro de los caparazones de los moluscos y extraer su jugosa
carne. Así que no les quedaba más remedio que golpearlos hasta conseguir su manjar.
Los Otros se fueron subiendo a unas rocas cercanas a la playa, intentan arrancar una
gran lapa. Una de las hembras se corta con el afilado denticulado de su cuchillo al querer
desprenderla y se resbala, cayendo al mar. Se reincorpora con gran facilidad. Su sangre
mana en abundancia entre sus dedos. Temblorosa por el susto, llega casi exhausta hasta la
orilla. El más joven de nuestros Cazadores la intenta curar, pero no se deja. Con un puñado
de arcilla seca que impregna de agua se vuelve a acercar y tras varios intentos, deja que le
tapone la herida. Con una estrecha y fina piel, sujetando toda su mano, atando al final con
un suave nudo. Ella le mira con desconfianza y con miedo. Temor que va desapareciendo
cuando comprende que es el mejor adorno que podría tener de un extraño.
Antes de la puesta del sol, los Otros se alejaron lentamente por la orilla del mar. La
pleamar les obligó a meterse más profundamente en la laguna.
Aquella noche, desde la cueva de las Cochas, vieron en el horizonte una luz
titubeante, un fuego que iba aumentando en intensidad. El Jefe mandó hacer un fuego en la
playa, próximo a la cabaña aún sin terminar. Los jóvenes fueron los encargados de
avivarlo.
Su cuerpo no era tan distinto a la del resto de las otras mujeres, salvo el color de la
piel y el tremendo miedo de su mirada. Tras permanecer tumbada, se incorporó, y de
cuclillas, apoyada en una gran roca, parió. Nació un niño que todas miraban con
curiosidad. La Maga, le limpió y le dio algo de beber. Ella ignoraba que ese era el
momento que la madre debía señalar al padre de la criatura. Mediante gestos las otras
mujeres le pedían que eligiera al verdadero padre, pero ella sólo tenía los ojos puestos en
su hijo, y no parecía interesarle nada más.
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Tras la quinta primavera, la sorpresa fue no encontrarlos allí. La cueva estaba
vacía. Ni rastro de ninguno de los dos. Pero uno de los Cazadores, llamó la atención a los
demás. Tras un pequeño promontorio, sobresalía un túmulo de arena, arcillas y rocas. Por
lo diminuto de la tumba, se intuía el pequeño cuerpo que allí reposaba. Uno de los
Cazadores más jovenes se acercó y depositó un collar de conchas sobre un puñal clavado
profundamente, con el mango de cuero.