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El Niño de Lapedo

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EL NIÑO DE LAPEDO *

(24.000 años antes del presente)

Los viajeros veían alargar sus sombras sobre los neveros. Como pequeñas
manchas sus pies se desplazaban lentamente sobre la nieve recién caída. Cansados por el
largo día, fueron llegando hasta la entrada de la cueva.

Los primeros en descargar sus bultos eran, siempre, el guardián del fuego y su
ayudante. Debían preparar el círculo de piedras y las ramas secas sobre los restos de carbón
del día anterior. De sus improvisadas mochilas fueron sacando los útiles, las lascas y las
yerbas con lo que iniciarían la fogata antes de anochecer. El resto del clan fue llegando,
con aspecto cansino. Las hembras, juntas en un rincón, bajaban de su espalda los
apretujados petates. Entre las pieles curtidas, asomaban los diminutos brazos de sus
retoños. El ruido de las lanzas y las artes de caza se fue mezclando con las voces y los
bultos al caer al suelo. Cada uno sabía cual era su labor. Los únicos en descansar eran los
Cazadores. El resto, sobre todo los más jóvenes, se apresuraba en despellejar unos conejos
cazados durante el viaje, que junto a la carne que sobró de la comida anterior, servirían de
cena para todos. El aguador dejó colgando el pellejo lleno de agua limpia, sobre dos
estacas de madera, y por turnos todos pudieron saciar su sed.

El sol se ocultaba tras las montañas, y en el crepúsculo incierto de las sombras,


apurando los últimos momentos de luz, las mujeres fueron acondicionando los lugares
donde dormirían esa noche, la última antes de partir hacia la costa. Todos ansiaban poder
ver el mar de nuevo. Aquella sería la última etapa desde que dejaron su caverna principal, a
varios días de allí. Una ráfaga de aire frío, recorrió toda la cueva, y esparció brasas y
cenizas por el aire, brujuleando por las paredes, las chispas y cenizas se fueron hacia el
fondo de la cueva. Apenas duró un instante, y había revuelto todos los pertrechos y
enseres.

El jefe del clan dirigía la expedición como cada inicio de la primavera. Su


misión era llevar al grupo hasta la otra cueva, cerca de la orilla y comenzar las labores de la
pesca y la recolección de frutos. Allí permanecerían hasta la llegada de los primeros hielos
a la montaña.

El fuego comenzó de nuevo su crepitar leñoso. El jefe se acercó y cogió una


antorcha. Le siguió el guardián del fuego, la Maga y los Cazadores. Se adentraron en la
cueva, como si estuvieran persiguiendo al escurridizo viento. Tras un obtuso recodo, sus
pasos dejaron de oírse. El angosto camino se ensanchaba tras las enormes estalactitas, y
tras ellas, el muro de las pinturas se fue poco a poco iluminando. El jefe señaló hacia la
pintura que representaba el ciervo herido derribado por flechas y lanzas. La Maga sacó
unas bayas, que fue distribuyendo entre los presentes. Antes de comenzar a masticar a su
señal, volvió a meter su huesuda mano en un costado y sacó un puñado de hojas alargadas
en forma de sauce. Dio una a cada uno de los presentes y por último, ella la introdujo entre
sus desvencijados dientes. Sus ojos parecían vislumbrar el incierto futuro. De su cuello
colgaba un diente de oso que comenzó a balancearse…

La fría mañana se fue adueñando de sus cuerpos tendidos. El grupo de los Cazadores
comenzó a preparar la marcha En sus improvisados zurrones amontonaban sus puntas y
flechas, siempre listas para lo imprevisto. Todos llevaban un puñal de asta de ciervo, con el
mango recubierto con distintos adornos. Los Preparadores de lascas comenzaron a cargar

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sus pesados petates. Irían en el segundo grupo, unos pasos por detrás de ellos. El jefe, con
sus viejos adornos de cuentas de dientes de ciervo, y el brazalete de sus antepasados,
encabezaba la marcha.

La vegetación de altos árboles fue dando paso a pequeños arbustos cargados de frutos,
y la Maga aprovechó para llenar su alforja. El grupo de los más jóvenes, siempre
revoloteando, la imitaban y cogían frutos y bayas. El paisaje se fue alargando hasta llegar a
la desembocadura de un río, donde las aguas dulces se mezclaban con las de un agitado
mar, en una gran laguna donde los peces permanecían aislados durante la bajamar,
momento propicio para la pesca con lanzas y puntas de aletas. El agua apenas cubría hasta
la cintura, y el mar, depositaba allí sus frutos.

El mar les daba la bienvenida con su incesante golpeteo contra las rocas. Parte del clan
continuó su marcha hasta la cueva de las Conchas, por un estrecho sendero que un pequeño
arroyo comenzaba a ocupar. Los Cazadores se separaron del grupo, quedándose la Maga al
frente de las mujeres y niños. Desde la playa se veía la entrada de la cueva sobre un
pequeño promontorio. Los Cazadores se repartieron en grupos. Unos iniciarían la pesca,
preparando los arpones y el enmangue en largos palos.

Otros construirían una gran cabaña circular, en un claro despejado entre los árboles,
cerca de la orilla. Otros más, irían a la caza de algún pequeño animal, cabra o conejo,
abundantes en esta zona llena de matorrales y arbustos.

De la zona boscosa empezaron a oírse las primeras voces y alarmas. El grupo que
recogía leña y palos secos, salió despavorido agitando sus brazos, avisando de un peligro
inminente. Alarmados corriendo de voz en voz, acudieron todos a socorrerles y atender sus
explicaciones.

Habían visto a otros seres semejantes a ellos, pero más robustos, con gran cabeza y
mentón, tan altos como ellos. Habían visto como se acercaba un grupo numeroso antes de
salir en desbandada. En el horizonte de la playa vieron a los primeros seres que no eran
como ellos. Sin duda, también conocían la zona, y se dirigen a por comida a la laguna
improvisada. Pero los “Otros” están de paso, no tienen cerca su cueva. Eso explicaba el
Jefe al más anciano del clan. Los más jóvenes y algunos Cazadores se dirigieron a la
cueva, junto a las mujeres.

Los Otros se desplazaban lentamente. Eran un grupo de 15 ó 20. Eran toscos en su


andar. Sus pies grandes, dejaban una profunda huella en la arena. Se sorprendieron, pero
no se asustaron ni se alarmaron. No tenían miedo. Se acercaron, cruzando la laguna por la
orilla del mar, donde apenas cubría hasta la rodilla.. Algunos Cazadores habían dejado
tirados en su huída, los útiles de pesca, los arpones y azagayas. Cuando llegaron los Otros
hasta los restos esparcidas por la arena, vieron algo que les llamó la atención. Fueron
recogiendo aquellos útiles. Y en ese momento, cuando tocaron con sus manos aquellos
instrumentos, que se iban pasando unos a otros, comprendieron que en su manera de
trabajar la piedra, nunca habían obtenido nada semejante. También desconocían la utilidad
de los huesos y la forma del arpón les resultaba interesante. Sorprendidos se pasaban entre
ellos aquellos pequeños instrumentos, admirando lo puntiagudo y eficaz que podrían
resultar. Sus toscas y grandes piedras de caza, resultaban poco útiles para la pesca. Ellos
solían recolectar entre las rocas, golpeando las lapas, acorralando algún cangrejo, y de vez
en cuando, algún pez atrapado en una fortuita charca. Sus cuchillos eran demasiado largos

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y pesados para escudriñar dentro de los caparazones de los moluscos y extraer su jugosa
carne. Así que no les quedaba más remedio que golpearlos hasta conseguir su manjar.

Los Otros se fueron subiendo a unas rocas cercanas a la playa, intentan arrancar una
gran lapa. Una de las hembras se corta con el afilado denticulado de su cuchillo al querer
desprenderla y se resbala, cayendo al mar. Se reincorpora con gran facilidad. Su sangre
mana en abundancia entre sus dedos. Temblorosa por el susto, llega casi exhausta hasta la
orilla. El más joven de nuestros Cazadores la intenta curar, pero no se deja. Con un puñado
de arcilla seca que impregna de agua se vuelve a acercar y tras varios intentos, deja que le
tapone la herida. Con una estrecha y fina piel, sujetando toda su mano, atando al final con
un suave nudo. Ella le mira con desconfianza y con miedo. Temor que va desapareciendo
cuando comprende que es el mejor adorno que podría tener de un extraño.

A su alrededor se va formando un grupo. Todos son extraños. Todos se miran,


como intentando comprender. Miran sus semejanzas y sus diferencias. Los Otros no
llevaban ningún adorno y miran con curiosidad las pulseras de colores y los colgantes de
los Cazadores, llenos de dientes cogidos por un hilo.

Ella miraba su mano con la certeza de que en su desgracia, necesitaría la ayuda de


su tribu para sobrevivir. Así, impedida, no podría cazar ni pescar, pero todos fueron
generosos: unos le regalaron peces recién cogidos en la laguna, otros le aproximaron bayas
y frutos de los árboles. El aguador acercó un pellejo. Además, alguien le había dejado un
cuchillo de hueso con el mango recubierto de cuero y otros útiles.

Antes de la puesta del sol, los Otros se alejaron lentamente por la orilla del mar. La
pleamar les obligó a meterse más profundamente en la laguna.

Aquella noche, desde la cueva de las Cochas, vieron en el horizonte una luz
titubeante, un fuego que iba aumentando en intensidad. El Jefe mandó hacer un fuego en la
playa, próximo a la cabaña aún sin terminar. Los jóvenes fueron los encargados de
avivarlo.

Pasado el tiempo de gestación, se alejó de la entrada y en un rincón de la cueva se


puso a parir ayudada por la Maga y otras mujeres, que se acercaron con canastillos y
abundante agua.

Su cuerpo no era tan distinto a la del resto de las otras mujeres, salvo el color de la
piel y el tremendo miedo de su mirada. Tras permanecer tumbada, se incorporó, y de
cuclillas, apoyada en una gran roca, parió. Nació un niño que todas miraban con
curiosidad. La Maga, le limpió y le dio algo de beber. Ella ignoraba que ese era el
momento que la madre debía señalar al padre de la criatura. Mediante gestos las otras
mujeres le pedían que eligiera al verdadero padre, pero ella sólo tenía los ojos puestos en
su hijo, y no parecía interesarle nada más.

En los años siguientes, ella y su hijo, permanecieron en la cueva de las Conchas,


esperando ver aparecer al clan con la llegada de la primavera. Se alimentaba sin la ayuda
de nadie y acudía a la laguna, donde siempre había peces. Alimentaba a su hijo tal y como
había aprendido de las otras madres: masticando la comida en su boca antes de introducirla
en la de su hijo.

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Tras la quinta primavera, la sorpresa fue no encontrarlos allí. La cueva estaba
vacía. Ni rastro de ninguno de los dos. Pero uno de los Cazadores, llamó la atención a los
demás. Tras un pequeño promontorio, sobresalía un túmulo de arena, arcillas y rocas. Por
lo diminuto de la tumba, se intuía el pequeño cuerpo que allí reposaba. Uno de los
Cazadores más jovenes se acercó y depositó un collar de conchas sobre un puñal clavado
profundamente, con el mango de cuero.

[*] Nota: sepultura en el yacimiento portugués de Lagar Velho, donde apareció el


cuerpo de un niño en una pequeña fosa. En principio, los restos del niño de Lapedo
deberían ser catalogados como pertenecientes al tipo humano Homo sapiens sapiens,
sin embargo, el equipo que lo estudió, ( J. Zilhao y E. Trinkaus ), abogaron por
clasificarlo como un híbrido entre Homo sapiens sapiens y Neandertal. Prehistoria y
Protohistoria de la Península Ibérica. UNED. VV.AA. Pág. 299 y siguientes.

JCM “ El niño de Lapedo” para el blog El Ojo de Nefertiti. 2010

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