Las Lágrimas de La Diosa Maorí de Sarah Lark
Las Lágrimas de La Diosa Maorí de Sarah Lark
Las Lágrimas de La Diosa Maorí de Sarah Lark
ePub r1.0
Titivillus 18.09.15
Título original: Die Tränen der Maori-Göttin
Sarah Lark, 2012
Traducción: Susana Andrés
Como es habitual, son muchos los que han participado en la creación de este libro,
desde mi maravilloso agente Bastian Schluck hasta mi correctora de texto Margit von
Cossart, pasando por mi no menos estupenda editora Melanie Blank-Schröder. Sin
ellos me habría enmarañado irremediablemente en la espesura temporal de mis
historias y a veces también extraviado. Las fechas y los puntos cardinales no son mi
punto fuerte.
Mi gratitud también a los lectores del manuscrito, y en esta ocasión también a mis
padres y amigos de Mojácar, que durante semanas tuvieron que convivir con cierto
ensimismamiento por mi parte. Doy las gracias especialmente a Joan y Anna Puzcas,
el matrimonio que cuida de mi casa y que últimamente ya puede leer mis libros
porque se han publicado en castellano. ¡Sin ellos no funcionaría nada, ni los viajes a
través de la lectura ni la inmersión durante meses en culturas lejanas!
Y, naturalmente, muchas, muchas gracias a todas las personas que colaboran en
aproximar este libro al lector, desde el departamento de marketing y distribución de
Bastei Lübbe hasta los libreros. ¡Y, por supuesto, a quienes han contribuido en mayor
medida al éxito de Sarah Lark, los lectores mismos! He conocido a muchos
últimamente y he disfrutado del contacto personal con ellos.
SARAH Lark
PRÓLOGO
Nueva Zelanda
Parihaka
1894
El crepúsculo descendía lentamente sobre las montañas y el mar. El sol, que solía
estar bajo durante el invierno, se hundía sereno en el mar mientras sus últimos rayos
impregnaban de un resplandor dorado rojizo el majestuoso monte Taranaki.
La cumbre de la montaña estaba cubierta de nieve y constituía un impresionante
escenario para el poblado de Parihaka.
«Como si fuera una atalaya —solía decir la madre de Atamarie—, disfrutamos de
su belleza y nos sentimos seguros con su presencia.»
Atamarie encontraba esto a veces un poco extraño: a fin de cuentas, en la escuela
había aprendido que el monte Taranaki era un volcán, y no precisamente de los
apacibles. La última erupción se había producido ciento cincuenta años atrás y
teóricamente podía volver a repetirse en cualquier momento. Pero su madre no hacía
caso de tales argumentos cuando Atamarie hablaba con ella. «Qué va, Atamarie, los
dioses conservarán ahora la paz, ya ha pasado el período de guerras», decía. Y
entonces contaba a Atamarie y a los otros niños la leyenda acerca del dios del monte
Taranaki, que se peleó con otro dios de montaña por el amor de una diosa del bosque.
La diosa Pihanga se decidió por el rival y Taranaki se retiró a la costa, enfadado tras la
pelea entre los dioses. Estalló así la guerra en su mundo y en el de los seres humanos.
Pero había esperanza. En cierto momento, Taranaki cambiaría su actitud beligerante y
cuando los dioses se reconciliasen, los hombres gozarían también de una paz
duradera.
La mayoría de los niños escuchaban esas historias boquiabiertos y muy serios,
pero a Atamarie le interesaba más la actividad volcánica del monte y sus efectos sobre
la tierra. Sus asignaturas favoritas en la Otago Girls’ School de Dunedin eran las
Matemáticas, la Física y la Geografía. De las historias románticas ya se ocupaba su
amiga Roberta.
De ahí que esa noche Atamarie sintiera poco interés por las narraciones y
canciones de los ancianos de Parihaka, que hablaban a los niños de las constelaciones
que aparecerían en el firmamento esa noche o las siguientes: de Matariki —los ojos
del dios Tawhirimatea— o de una madre con seis hijas que se dirigían a ayudar al
extenuado sol a recuperarse tras el inverno… Para Atamarie no eran más que las
Pléyades, que cada invierno a esa hora surgían en el cielo de Nueva Zelanda. Muy
útiles para fijar el solsticio de invierno y, en épocas anteriores, para la navegación por
el mar que separaba Hawaiki, el lugar de origen de los maoríes, y Aotearoa, el país
donde vivían en la actualidad y que los blancos llamaban Nueva Zelanda. Por
supuesto, eran muy hermosas para ser contempladas en el cielo nocturno. Sin
embargo, la magia de las estrellas no se apoderaba de Atamarie y apenas prestaba
atención a las sagas y relatos en torno a Matariki.
En cambio, lo que sí atraía su interés era la función de los hornos de tierra, que los
habitantes de Parihaka llenaban previamente con verduras y carne. Esta actividad
formaba parte de la ceremonia de la fiesta de año nuevo que los maoríes celebraban
con la aparición de las Pléyades a finales de mayo o principios de junio.
Atamarie observaba fascinada los orificios incandescentes que los hombres
excavaban por la mañana. Los hangi aprovechaban la actividad del Taranaki para
cocer los alimentos. La carne y las verduras se envolvían en hojas y se colocaban en
cestos que se depositaban sobre las piedras calientes. A continuación se cubrían con
paños húmedos y se cerraba la cavidad con tierra. Los alimentos se cocían durante las
horas siguientes para estar listos, a ser posible, exactamente en el momento en que
brillara la constelación de Matariki en el cielo.
Atamarie buscaba las estrellas con la misma avidez que los demás niños. Se
alegraba de la fiesta, a fin de cuentas había viajado expresamente desde Dunedin hasta
la Isla Norte para participar en ella. Sin embargo, no estaba segura de que las Pléyades
realmente aparecieran durante las breves vacaciones de invierno. Pero Matariki y
Kupe, la madre de Atamarie y su padre adoptivo, habían insistido en que lo hiciera.
«¡Tienes que asistir a la fiesta del año nuevo de Parihaka! —le había escrito
Matariki, que llevaba el nombre de la constelación. Muchos nombres maoríes aludían
en su origen a fenómenos de la naturaleza; Atamarie, por ejemplo, significaba “salida
de sol”—. Aquí tiene un encanto especial.»
La muchacha puso los ojos en blanco. Para sus padres, todo lo relacionado con
Parihaka tenía un encanto especial. Antes de que naciera Atamarie habían vivido en el
famoso poblado, en la época en que el líder Te Whiti predicaba ahí la paz entre los
blancos, los pakeha y los maoríes. Kupe estuvo en la cárcel después de que los
ingleses asaltaran el poblado y expropiasen a sus habitantes. Y Matariki huyó con el
hombre que sería el padre biológico de Atamarie.
A pesar de todo, Te Whiti había regresado mucho después a Parihaka, y con él
muchos de sus fieles partidarios. Habían reconstruido el poblado y estaban ocupados
en volver a convertirlo en un centro espiritual de los primeros colonos de Nueva
Zelanda. Aunque esta vez menos impulsados por los sueños que por contratos y
convenios más seguros. Kupe y Matariki habían comprado una parcela de terreno al
gobierno de Taranaki, aunque no le parecía nada justo tener que pagar a los blancos
por las tierras de su propia tribu. Kupe, quien entretanto ya era abogado, había
presentado algunas demandas. Era muy probable que Te Whiti y su tribu recibieran
indemnizaciones y a la larga recuperasen su tierra.
En cualquier caso, la gente regresó y Parihaka volvió a llenarse de niños a los que
Matariki daba clases en una nueva escuela. En principio, no podía siquiera
considerarse la idea de construir una High School. Por esa razón Atamarie asistía a
una reputada escuela de chicas de Dunedin y alternaba los fines de semana en casa de
sus abuelos y con la familia de su amiga Roberta.
Atamarie solo podía viajar a Parihaka durante las vacaciones. Se alegraba de
reunirse con sus padres y disfrutar de la libertad con que se vivía en el poblado maorí,
donde había menos normas y prohibiciones que en la Otago Girls’ School. No
obstante, tenía suficiente con unas semanas de tejer lino, bailar y tocar los
instrumentos tradicionales de los maoríes, pescar y trabajar en los campos de cultivo.
A Atamarie le gustaba el lema de Parihaka: «¡Queremos hacer del mundo un lugar
mejor!», pero tenía unas ideas al respecto muy distintas de las que sostenían quienes
enseñaban las artes tradicionales del pueblo maorí en Parihaka. Cada vez que la
muchacha se esforzaba por mejorar algo concreto, por ejemplo los bastidores en que
tejían el lino o las nasas de pesca, los maoríes rechazaban indignados sus sugerencias.
Y a veces hasta hablaban con acritud de los orígenes pakeha de Atamarie, razón por la
que Matariki todavía se enfadaba más que su hija. A Atamarie no le importaba cuántos
de sus antecesores pertenecían a uno u otro pueblo. Lo único que no quería era pasar
tejiendo más horas de las necesarias y que se le escaparan los peces de las nasas
porque estas no cerraban bien.
Al final de las vacaciones se alegraba de marcharse de Parihaka y volver a
Dunedin. La Otago Girls’ School era una institución sumamente moderna y las
profesoras estimulaban la capacidad inventiva de sus alumnas.
Ahora, sin embargo, se avecinaba la fiesta del año nuevo maorí y en algún
momento iban a aparecer las Pléyades. Los ancianos llevaban tres noches seguidas
vigilando, lo que era absurdo. Si las estrellas aparecían, sería justo después de la
puesta de sol.
—Es un período de espera y recordatorio, Atamarie —explicó Matariki—. La
gente mayor reflexiona sobre el ayer, el hoy y el mañana, sobre el año viejo y el
nuevo… Para eso no importa tanto que las estrellas aparezcan ese mismo día o el
siguiente.
Atamarie no lo entendía, pero nadie la obligaba, por supuesto, a quedarse
despierta. Cuando la comida ya se había cocido y consumido y los adultos todavía
tocaban sus instrumentos y conversaban, los niños se retiraban a las casas dormitorio,
se acostaban y se contaban historias. Para Atamarie era casi como en el internado,
pero ahí no había que temer que apareciese una profesora severa y llamara al orden a
sus alumnos.
En ese momento contemplaba con los otros niños cómo el sol se hundía en el mar
de Tasmania. La luz sobre los campos que rodeaban Parihaka se hizo más difusa y
solo la nieve de la cumbre cónica de la montaña adquirió un brillo dorado. El cielo se
oscurecía deprisa y de repente… ¡Atamarie vio las estrellas! Con un resplandor claro
y brillante, las Pléyades ascendieron sobre el mar conducidas por la mayor de las siete
estrellas: Whanui.
Los niños se pusieron a dar la bienvenida a la constelación con la canción
tradicional que les había enseñado su profesora Matariki.
1899-1900
1
Chloé, con su cabello oscuro, era más femenina y delicada que su amiga. Ese día
llevaba un vestido imperio rojo de la colección de Kathleen, cuyo color parecía
reflejar el diamante del anillo.
—¡Anillos de diamantes! —observó sonriente el reverendo—. Vaya, vaya, cuánta
elegancia, ya veo que no os presiono lo suficiente cuando recojo donativos para mi
comedor de los pobres. ¡Vais sobradas!
—Heather ha vendido un par de cuadros —explicó Chloé con cierta turbación—.
Y entonces pensó… bueno, ya hará diez años que existe la galería… Queríamos
celebrarlo.
—¿Ya ha pasado tanto tiempo? —preguntó sorprendida Kathleen, pero se detuvo
antes de contar en voz alta. Era evidente que Heather y Chloé no estaban celebrando
ahí la creación de un negocio, sino más bien un gran amor—. Sea como sea, los
anillos son preciosos. Y los diamantes también tienen ahora precios razonables desde
que se encuentran tantos en… ¿Dónde era, Peter, en Sudáfrica, no?
Peter Burton asintió, pero se puso serio.
—En Cabo de Buena Esperanza. Y me temo que en los próximos días oiremos
hablar de él con frecuencia —anunció—. Se dice que estallará una guerra…
—¿Una guerra? —preguntó interesada Atamarie. Hasta la fecha, solo conocía la
guerra a través de las clases de Historia. Y, por supuesto, por lo que le contaban sus
padres, quienes todavía recordaban los últimos combates de las Guerras de las Tierras
entre maoríes y pakeha. A ella en particular le resultaba bastante inverosímil que se
hubiesen enfrentado con fusiles e incluso con lanzas. Para ella, las luchas estaban
vinculadas más bien con lides verbales, artículos periodísticos y la escritura de una
cantidad infinita de solicitudes, con las que se intentaba atraer al Parlamento hacia
objetivos políticos propios—. ¿Entre quiénes? —preguntó.
En general, Roberta se habría mantenido indiferente ante este asunto, la política no
le interesaba, pese a que ella y Atamarie habían soñado de niñas en convertirse en
primeras ministras de Nueva Zelanda. Pero en ese momento renació, pues Kevin
Drury se reunía con el grupo. Juliet también se había acercado para echar un vistazo a
los anillos de Heather y Chloé, aunque no parecía especialmente impresionada. Ella
llevaba unas joyas más llamativas que no brillaban menos que los diamantes (aunque
las damas presentes ya estaban cotilleando sobre si no se trataría únicamente de
piedras de strass). Un paso en falso en la sociedad de Dunedin, de carácter calvinista,
y en la que se llevaban pocas joyas y cuando se exhibían, ¡tenían que ser auténticas!
Kevin había escuchado las últimas palabras del reverendo. También Patrick
intervino en la conversación en ese momento, contento de poder por fin aportar algo.
Juliet no había intercambiado ni una palabra con él hasta ese momento.
—Entre Inglaterra y los bóers —respondió a Atamarie—. Estos son en realidad
holandeses, pero desde que se han asentado en Sudáfrica se autodenominan bóers o
afrikáners. Reclaman algunos territorios en ese país, aunque los ingleses los ocuparon
un par de siglos antes.
El reverendo asintió.
—Y hasta ahora a nadie le habían interesado —advirtió—. Fue después de que se
encontrasen cantidades ingentes de diamantes y oro cuando se empezó a cuestionar
este asunto. Naturalmente, con los motivos más nobles. ¿Puede Inglaterra admitir que
traten a los nativos peor que al ganado? ¿Que los inmigrantes en los terrenos donde se
extrae oro no tengan derecho de voto?
Kathleen frunció el ceño.
—¿Desde cuándo se interesan los buscadores de oro por la política? —preguntó
—. La mayoría apenas si sabe leer y escribir, y no les importa quién esté en el
gobierno.
—Se trata precisamente de lo contrario —señaló Kevin, sonriendo—. La política
se interesa por el oro.
Roberta miró fascinada la chispa irónica de los brillantes ojos azules del chico y
los hoyitos que aparecieron en sus mejillas tostadas. Dulcificaban sus rasgos por lo
general angulosos y lo hacían irresistible.
Roberta se esforzó para responder a esa sonrisa con naturalidad y recordó también
la reacción de Atamarie por la mañana. Tenía que conseguir que Kevin se fijara en
ella. Por ejemplo, a través de lo que decía. Algo inteligente a ser posible. Roberta se
devanaba los sesos.
—Pero Nueva Zelanda no tiene nada que ver con el tema de contra quién lucha
Inglaterra en Sudáfrica, ¿no? —preguntó, y se ruborizó cuando todos la miraron.
—Depende de lo que se le ocurra a nuestro primer ministro —respondió Heather
con sequedad—. El señor Seddon es conocido por sus extrañas ocurrencias. Y su
cambio de bando…
Seddon les había puesto las cosas difíciles a las mujeres en su lucha por el derecho
a voto.
—Sin contar con que a todo ser pensante le afecta que haya guerras por oro y
diamantes —terció el reverendo, y Roberta volvió a ruborizarse. Así pues, su
comentario no había sido demasiado inteligente.
—¿Queréis decir que pueden enviar a neozelandeses a Sudáfrica para combatir?
—preguntó Atamarie. Ella veía más el sesgo aventurero del asunto.
—¿Por qué no? —preguntó Kevin, al tiempo que jugueteaba con los dedos de
Juliet. La joven había posado provocativa la mano sobre el brazo izquierdo del joven
y este la había cubierto con la derecha. Kathleen tomó nota de que esa era la tónica de
toda la velada: Kevin y Juliet siempre cogidos de la mano—. Tanto si se envían tropas
de Inglaterra o Nueva Zelanda, tendrán que embarcarlas. Naturalmente, no podrán
forzar a nadie. Pero voluntarios…
De repente, Roberta sintió que la invadía el miedo.
—Pero usted… tú… vosotros… —En el último instante pensó en incluir a los
demás hombres en su pregunta. Si bien el único que entraba en consideración era
Patrick, pues el reverendo era demasiado viejo para ir al campo de batalla—.
¿Vosotros no iríais?
Suspiró aliviada cuando los hombres rieron, pero se sintió incómoda cuando
Juliet intervino.
—No sin mi permiso —respondió maliciosa, atrayendo a Kevin hacia sí—. Hay
otros campos de batalla más dulces que el Cabo de Buena Esperanza donde hacer
heroicidades…
3
—¿Crees… crees que realmente la relación con esa tal Juliet beneficia tu
reputación? —Lizzie Drury entró en la consulta de Kevin y estuvo a punto de cerrar
de un portazo. Sin embargo, había tenido la intención de hablar tranquilamente con su
hijo. Pero desde que había visto salir con toda naturalidad de su casa al objeto de
confrontación, no pudo contenerse—. Dios mío, a esa chica se le nota a cien metros
que es una vividora. ¿De dónde la has sacado? ¿Y cómo se te ocurre llevarla cuando
te… te invitan a una reunión como la de ayer?
Kevin se volvió bruscamente hacia Lizzie.
—¡Por favor, mamá! No utilices este tono. Y no hables tan alto, seguro que
enseguida llegan pacientes…
Kevin escuchó preocupado si se oían ruidos procedentes de la vivienda, situada
encima de la consulta. Él vivía ahí, su compañero Christian Folks tenía una casa cerca.
—¡Pacientes! —Lizzie alzó las manos—. Hoy es domingo, Kevin. Y por si eso te
tranquiliza, la señorita ya se ha ido. —La palabra «señorita» tenía un deje más
ofensivo que respetuoso—. Al menos tiene la educación suficiente para salir de casa
antes de que llegue la doncella.
Un ligero rubor tiñó la expresión de confianza de Kevin. No le convenía que sus
padres se hubiesen enterado de la partida de Juliet. A fin de cuentas, conocía a su
madre y sabía lo que opinaba sobre sus diferentes amigas.
Lizzie, a su vez, no había querido volver a abordar el asunto Juliet después de
haberla conocido en una reunión social. Pero esa mañana le parecía tan urgente el
tema que no había logrado disfrutar del desayuno del hotel. Y en cuanto encontró una
justificación para visitar a su hijo, tiró de su esposo Michael hacia la señorial casa de
piedra en la Lower Stuart Street donde Kevin y Christian habían alquilado los
espacios de su consulta.
—Juliet se había… bueno… se había olvidado una cosa en mi casa, y como…
—Mejor que no pregunte qué —intervino su padre divertido. Michael tenía los
mismos ojos azules y brillantes y los mismos hoyuelos al reír que su hijo, y a él
también le costaba encontrar argumentos cuando discutía con Lizzie.
Kevin intentó no dejarse intimidar.
—Juliet es una dama tan honorable como la que más y sabe comportarse en
sociedad —defendió a su reciente conquista—. Me pareció una compañía más que
adecuada para la recepción de los Dunloe. Y el señor Dunloe, por su parte, también
estaba muy impresionado…
—Lo que ya dice algo de las virtudes de la joven —comentó Lizzie mordaz—.
Puede que el señor Dunloe estuviese impresionado, pero la señora Dunloe me pareció
avergonzada…
Esto último era un poco exagerado. Claire Dunloe había lanzado alguna mirada de
desagrado al llamativo vestido rojo de Juliet y a sus joyas baratas, pero salvo eso no
había nada que señalar. Los modales de la joven a la mesa eran perfectos, sabía
charlar sin llegar a decir nada y esa vez se había moderado en el consumo de
champán. No obstante, había causado la sensación de ser un cuerpo extraño y exótico
en la recepción del director de banco Dunloe y su esposa Claire. Si bien Lizzie más
bien pensaba en un cuerpo explosivo. Esa joven sería un detonante de disputas, estaba
segura.
—La sociedad habla de ella —señaló Lizzie—. Y tan alto que se oye en Tuapeka.
—Tuapeka, junto a la cual se hallaba la granja de Lizzie y Michael, estaba a más de
sesenta kilómetros de Dunedin y desde 1866 se la conocía por el nombre de
Lawrence. Pero Lizzie y Michael no acababan de acostumbrarse al cambio de nombre.
En realidad, los Drury iban poco a Dunedin, pero no habían podido rechazar la
invitación del director de banco—. ¡He oído decir que cantó en el vernissage de
Heather y Chloé!
Kevin se pasó la mano por la frente. Esa actuación no formaba parte de sus
recuerdos favoritos, Juliet sin duda se había pasado. Pero no se podía negar que el
vernissage había sido aburridísimo, los cuadros, tristes y la gente, poco locuaz. En
cambio, había abundado el champán, al cual Juliet a duras penas lograba resistirse…
En cualquier caso, cuando la conversación iba languideciendo, se había dirigido a los
músicos y el trío la había acompañado para que ella cantara un aire popular
americano. Si Kevin recordaba bien, la reacción de la sociedad de Dunedin no había
sido en absoluto negativa. También él había bebido unas cuantas copas… Los Burton
y los Dunloe, los McEnroe y McDougal habían mirado sorprendidos… Chloé, una
hábil anfitriona, había salvado la situación hablando brevemente con la cantante y
presentándola a los invitados. De ese modo resolvió el enigma sobre su apellido y
antecedentes, lo que de nuevo suministró más material de conversación: Juliet la Bree
era americana de nacimiento y formaba parte de una compañía de variedades que
actuaba en Wellington, al menos unas semanas antes…
—¿Y cómo ha llegado esa honorable damisela desde Wellington hasta aquí? —
preguntó Michael, en realidad más interesado que inquisitorial. Juliet lo había
impresionado, como a la mayoría de los hombres, desde el barrendero hasta el
director de banco. Y lo mismo daba que apoyaran vehementemente a sus esposas en
la opinión de que la joven no procedía de una esfera social refinada: todos envidiaban
un poco a Kevin por su conquista.
El joven se mordió el labio.
—Bueno, Juliet estaba… harta de la compañía. Y le gusta Nueva Zelanda. Prefiere
buscar un nuevo contrato por aquí…
—¿Ah, sí? —se burló Lizzie—. Pues entonces tendría que echar un vistazo en
Auckland o Wellington. Y no precisamente en Dunedin, metrópoli de la Iglesia de
Escocia, la ciudad con los habitantes más cerriles de toda la Isla Sur. ¿Qué pretende ir
cantando por aquí, Kevin? ¿Cánticos sagrados?
—¡Con su voz puede cantarlo todo! —afirmó Kevin—. Además, Dunedin ha
cambiado en estos últimos decenios, por si todavía no te has dado cuenta, mamá.
¡Aquí hubo una fiebre del oro!
Lizzie rio burlona.
—Lo recuerdo —observó—. En Tuapeka todavía se ven las ruinas de los
burdeles.
—¿Y tú llevabas allí el estandarte de la moral? —replicó Kevin.
Lizzie miró a su hijo.
—En Tuapeka yo nunca me ven…
Se detuvo avergonzada. Por supuesto, no había contado a sus hijos nada acerca de
su poco honroso pasado en Londres y Kaikoura, pero Kevin era inteligente y capaz de
atar cabos. Cuando Lizzie siguió a Michael a los yacimientos de oro, ya hacía tiempo
que se había vuelto decente, si es que podía calificarse de actividad decente la venta
en un pub de Kaikoura de whisky destilado de forma clandestina.
Michael intervino en defensa de su esposa.
—Kevin, ni tu madre ni yo éramos unos ángeles, pero precisamente eso es lo que
nos capacita para evaluar a Juliet la Bree. Está huyendo de algo, Kevin. Hazme caso,
conozco esa mirada. Es probable que la compañía la echara. Y en la actualidad iba
camino de Otago. Hacia los yacimientos de oro de Queenstown. Hombres a montones,
pubs a montones…
Kevin bajó el tono.
—Bueno, y si es así… Pero ¡me darás la razón en que es arrebatadora, papá! Da
igual lo que haya ocurrido antes, esto es todo lo que necesito saber de su historia. A
fin de cuentas, no voy a casarme mañana con ella…
Consultó el pesado reloj de pie que decoraba su sala de consultas. Sabía que Lizzie
y Michael estaban invitados a un acto matinal. Un desfile de modas en Lady’s
Goldmine. Su madre no se lo perdería.
Ella captó la indirecta.
—De acuerdo, Kevin, ya nos vamos —dijo—. Pero tal como veo yo a Juliet la
Bree, poco importa lo que tú desees. La cuestión reside únicamente en qué quiere ella.
Juliet la Bree quería, antes que nada, tranquilidad. Pero le costaba reconocerlo
incluso ante sí misma. Al fin y al cabo, siempre había disfrutado de su vida loca,
durante años le había resultado inimaginable algo más hermoso que vagar de una
ciudad a otra, de un teatro a otro y de un hombre a otro. Esa era también la vida que
siempre había soñado llevar durante toda su formación de niña de clase alta. Nunca la
habían entusiasmado los libros, la equitación, las pequeñas celebraciones domésticas y
las comidas campestres. No solo era su aspecto exótico lo que la diferenciaba de las
obedientes niñas de las plantaciones de Terrebonne Parish, en Luisiana. Amaba la vida
y se sentía atraída por los conciertos y las funciones de teatro. Para ello la ciudad ideal
era Nueva Orleans, que no estaba muy lejos. Los padres de Juliet también se
complacían disfrutando de la vida. Su madre era una criolla del Caribe que en algún
momento había emigrado de Jamaica a Nueva Orleans, pero la joven no fantaseaba
sobre el modo en que había llegado allí. Seguro que no había desembarcado con toda
su familia, sino con un hombre. No obstante, el padre de Juliet había quedado de
inmediato prendado de ella, la había llevado a su plantación y a partir de entonces la
había mimado y cuidado todo cuanto una mujer puede desear.
Cuando la muchacha nació, se convirtió en la niña de los ojos de su padre, nada
era lo suficiente bueno para su hermosa hija. La pequeña gozó de los mejores
profesores, si bien solo se interesó de verdad por la clase de música. Aprendió francés
y bailes de salón, y cuando cumplió los diecisiete se le buscó también al hombre
perfecto. Su padre lo encontró a dos plantaciones de distancia: en una antigua familia,
que había superado la guerra civil con solo unas reducidas pérdidas financieras,
inconmensurablemente rica. Sin embargo, el muchacho tenía tan poca sangre en las
venas que Juliet se ponía nerviosa cada vez que lo visitaba en la plantación y acababa
buscando a los vampiros que sin duda hacían de las suyas por ahí. Para ellos parecía
estar hecha también la casa señorial: un mausoleo en opinión de Juliet.
Poco antes del enlace nupcial se había escapado a Nueva Orleans y a continuación
a Tennessee. Al principio tuvo suficiente con el dinero que había cogido y el que
obtenía empeñando la ropa y las joyas. Pese a que cantaba en los clubs, aunque más
bien por amor al arte, en Memphis no tardó en convertirse en una pequeña estrella.
Pero luego surgieron complicaciones con el jefe de una mafia y Juliet tuvo que
abandonar la ciudad a toda prisa, en esa ocasión sin dinero. No se sentía orgullosa de
lo que había hecho para conseguir llegar a Nueva York. Al final se le brindó la
posibilidad de viajar a Europa. Juliet cantó en el transatlántico de lujo que llevaba a
viajeros ricos a Londres, luego se marchó a París. Durante tres años estuvo actuando
en teatros de variedades por medio continente, y disfrutó de cada una de esas noches
y, con frecuencia, también de los días. Juliet se enamoraba pocas veces, pero besaba
muchas, su vida era un delirio.
Y entonces llegó el contrato que la llevó a Australia y Nueva Zelanda. Se trataba
en realidad de una compañía de ópera no muy profesional. Juliet fue amable con el
director, pero este encontró al final a otra chica: una larga historia. Juliet le había
montado una escena y después había huido con una parte de los ingresos, pues a fin
de cuentas le pagaban una miseria. Pero no le gustó la Isla Norte para quedarse y se
trasladó a la Isla Sur, donde comprobó solo que las ciudades todavía eran más
virtuosas que en el norte. Prácticamente no había teatros de variedades, y los pubs y
hoteles que contrataban a mujeres jóvenes para cantar o bailar eran en el fondo
burdeles con algo más de clase.
Juliet había saltado de alegría cuando conoció por casualidad a Kevin Drury, y
constató asombrada que después de estar con él varias semanas no se aburría. Al
contrario, disfrutaba de la seguridad que Kevin le ofrecía sin descuidar el placer. Era
un hombre extraordinariamente apuesto y con experiencia: Kevin sabía complacer a
Juliet. Al mismo tiempo, él estaba maravillado de los conocimientos de la joven acerca
de cómo hacer feliz a un hombre. No hacía preguntas y era generoso. Cuando ella
expresaba un deseo, al instante lo veía cumplido, al menos dentro de las posibilidades
económicas de Kevin.
Juliet enseguida averiguó que era un hombre acomodado, aunque no rico. Su
consulta prosperaba, aunque no se trataba de un gran empresario y tenía que dividir
sus ingresos con un socio. No obstante, heredaría en el futuro, y la granja de sus
padres estaba considerada una empresa modelo. A su vez, Juliet notaba atónita que
sus pretensiones iban descendiendo. Ya no había que ser un sultán para tener la
posibilidad de bailar con ella y no esperaba recibir ninguna joya ostentosa que luego
simplemente empeñaría de nuevo. Asimismo, los actos sociales a los que la invitaba
Kevin eran provincianos. Un vernissage en Dunedin, un concierto en Christchurch…
Juliet estaba acostumbrada a unas galas espléndidas, pero nunca había causado tanto
furor como en esos lugares insignificantes. En Memphis, Nueva York, París y Berlín
era una belleza entre muchas. Allí, por el contrario, los hombres caían rendidos a sus
pies.
De ahí que empezara a acariciar el sueño de asentarse, de pertenecer a la alta
sociedad de esa isla y sacudir sus cimientos. En el momento en que ella empezara a
celebrar recepciones, toda la Isla Sur hablaría de ellas. El salón de la joven señora
Drury atraería a artistas y músicos, la prensa informaría sobre los vestidos que ella
llevara en cada ocasión. Naturalmente, necesitarían una residencia distinguida. Claro
que, cuando tuvieran hijos, no podrían quedarse a vivir para siempre en una casa de
alquiler. Ya solo los empleados que necesitaría… Juliet comprobó que la simple
proyección de su futuro ya le hacía gracia. Tal vez debería escribir a sus padres y
contarles que se había establecido en el otro extremo del mundo…
Lo único que amargaba ese hermoso sueño era que Kevin no mostraba hasta la
fecha ninguna intención de pedir su mano. Ella había oído decir que el joven médico
tenía fama de donjuán. En principio no parecía pensar en fundar una familia, lo que
ponía a Juliet en un dilema. Si quería conseguir que Kevin se casara, tenía que
quedarse embarazada, pero ella en el fondo no quería tener un hijo ya. Se imaginaba
muy bien bailando uno o dos años con Kevin en la discreta vida nocturna de
Dunedin, subyugando a todos los hombres de la ciudad y atrayendo las miradas
celosas de las matronas. Todo eso se vería limitado con la presencia de un hijo,
retrasaría su éxito como relumbrante anfitriona y como núcleo central de todas las
veladas.
Pero si no lo conseguía de otro modo…
Estaba algo nerviosa desde que se había encontrado con la madre de Kevin en la
escalera de la casa. Lizzie Drury no había dicho nada, pero la mirada que había
lanzado a Juliet no presentaba ambigüedades. Tampoco le había dirigido la palabra la
noche anterior, en la cena de los Dunloe. Sin embargo, no había que subestimar a
Lizzie Drury. Juliet habría jurado que esa matrona tan elegantemente vestida tampoco
tenía un pasado inmaculado. Puede que su marido hubiese hecho su fortuna como
buscador de oro, según explicaban. Pero ¿le había ayudado ella con la pala o había
contribuido de otro modo en los ingresos familiares?
Fuera como fuese, Lizzie tenía una mirada de mujer con experiencia y seguro que
intentaría disuadir a Kevin de un enlace con Juliet. La joven ya creía reconocer los
primeros logros de la madre. Kevin no había ido con ella a ese desfile de modas, uno
de los acontecimientos de la temporada que más daban que hablar a las mujeres de
Dunedin. Y desde hacía unos días prefería salir con ella a solas, en lugar de llevarla a
actos sociales. Juliet se temía que era el principio del final y estaba decidida a no
permitirlo.
Cuando Kevin la hizo esperar una noche porque todavía tenía pacientes en la
consulta, ella fue a la vivienda del joven y registró su mesilla de noche. Siendo
médico, Kevin no confiaba en las mujeres para evitar descendencia no deseada, lo que
a Juliet al principio le gustó. Claro que ella también conocía los métodos corrientes de
contar los días fértiles y en caso de duda realizar lavados vaginales, pero Kevin
prefería el preservativo. Juliet ya había conocido a hombres que se ponían esas gomas
antes del acto, y siempre le había dado un poco de asco porque la mayoría eran de
tripa de oveja u otro material animal. Pero Kevin utilizaba los modernos modelos de
goma. Eran densos y voluminosos, con frecuencia algo incómodos, pero se podía
confiar en ellos. Seguro que no se perdía ninguna simiente, al menos mientras se
mantuvieran en buenas condiciones.
Juliet encontró una cajita en el cajón de la mesilla de Kevin. ¡Y detrás, otra! Al
parecer su amante compraba condones al por mayor. Reflexionó sobre si manipular
las dos cajitas; pero no, con una bastaría. Hacía dos semanas que había tenido la regla,
así que los días fértiles ya estaban ahí. Hacer el acto dos o tres veces debería bastar…
Cogió resuelta la aguja del sombrero y pinchó la primera funda de goma. En dos
meses a más tardar, Kevin la llevaría ante el altar.
4
Atamarie nunca se habría imaginado que envidiaría a Roberta por sus aburridos
estudios. Naturalmente, tampoco pensaba en esos momentos en que fuera mejor dar
clases a niños que construir máquinas voladoras. Pero después de pasar dos meses
sola en Christchurch estaba, simplemente, muerta de aburrimiento. Cada día, cuando
terminaban las clases, se quedaba sola en su cuarto y a veces salía a pasear por la
ciudad, mientras que Roberta no paraba de tener divertidos encuentros y salidas con
sus compañeras. Aunque no era tan abierta como Atamarie, ya había hecho amigas y
parecía realmente dichosa, dejando aparte sus sueños irrealizables con Kevin Drury.
Atamarie, por el contrario, no encontraba compañía, y tampoco le servía de gran
cosa la actitud liberal de sus arrendatarias respecto a las visitas masculinas. Los demás
estudiantes de Ingeniería se mantenían apartados de ella. Después de mirar con
desconfianza a la única muchacha al principio, empezó a correr la voz de que era la
preferida de los profesores. En caso contrario, uno no podía explicarse sus estupendas
calificaciones. Atamarie era, de lejos, la mejor de su curso. A ello se añadían
problemas sociales generales: Nueva Zelanda había abierto sus universidades a las
mujeres, pero la actitud general seguía siendo victoriana. Los chicos y las chicas no
podían salir juntos sin una carabina. Ninguna universidad del resto del mundo
vigilaba las actividades de los estudiantes en su tiempo libre, lo que dificultaba el trato
mutuo. En las facultades donde el porcentaje femenino era mayor, las chicas solían
reunirse en grupos y salían juntas, siempre que una de ellas no se enamorase y
planeara con el chico encuentros secretos.
Atamarie no tenía ninguna compañera de estudios y, por añadidura, la facultad de
Ingeniería tenía un edificio propio. Es decir, tampoco era fácil establecer contacto con
las estudiantes de otras facultades. Como consecuencia de ello, se mantenía alejada de
todas las diversiones que solían rodear una carrera en la vitalista metrópoli de
Christchurch. Paseos en barca por el Avedon, regatas de remos y excursiones por las
Llanuras se celebraban sin su presencia. Atamarie solo vivía para los eventuales fines
de semana en Dunedin o las visitas de sus familiares y amigos. Heather y Chloé iban a
veces a ver las carreras hípicas en Addington, un suburbio de Christchurch, y también
Sean solía tener asuntos que resolver en la ciudad. Aparte de eso, Atamarie se
concentraba en el estudio, lo que enseguida mejoró sus notas y aumentó el recelo de
sus compañeros.
Por el contrario, el profesor Dobbins estaba encantado con su entregada
estudiante, que siempre estaba dispuesta a colaborar en trabajos de investigación y
proyectos especiales. Todavía disfrutaba con la carrera en sí y llenaba con la lectura
las largas tardes. Atamarie devoraba los libros de Lilienthal y Mouillard sobre teoría y
construcción de aparatos de vuelo. Por supuesto, también leía novelas y, sobre todo,
diarios. Las historias románticas la interesaban menos que la vida real. En ese
contexto, una y otra vez volvía a toparse con el país que el reverendo había
mencionado en el vernissage de Heather y Chloé: Sudáfrica, la república (¿o colonia?)
en el Cabo de Buena Esperanza.
Atamarie aprendió que ese territorio había sido ocupado en sus orígenes por
holandeses. La Compañía Holandesa de las Indias Orientales estableció un puesto de
avituallamiento en su trayecto hacia Java. Más tarde los colonos avanzaron hacia el
interior, pero cuando la Compañía quebró, los británicos ocuparon sin resistencia el
territorio. Los colonos, que entretanto habían pasado a denominarse bóers, no
encajaron bien lo sucedido, pero hasta el momento se habían conformado sin armar
demasiado jaleo, ya que los ingleses se mostraban muy comprensivos con ellos.
Atamarie encontró indignante que los ocupantes permitieran a los bóers tratar a los
nativos negros de la región como a esclavos. Los hotentotes, como se los llamaba
peyorativamente, carecían de derechos. Los británicos apostaron por un cambio
paulatino, hasta que en el país encontraron diamantes y luego oro.
Los descubrimientos tuvieron las repercusiones habituales: miles de europeos
muertos de hambre y desesperación emprendieron la marcha para hacer fortuna en los
yacimientos de oro. Los mismos neozelandeses conocían el resultado por propia
experiencia: la población creció de repente y los centros de los yacimientos de oro se
convirtieron en una mezcla de tugurios y antros de perdición. Los bóers, más
agricultores que comerciantes y religiosos estrictos, no sabían cómo apañárselas con
eso. Los nuevos colonos enseguida se quejaron de recibir represalias, supuestas o
reales, y la Corona británica aprovechó gustosa las quejas. De repente se puso punto
final a la tranquila tolerancia con las repúblicas bóers de Transvaal y Orange. Los
ingleses reclamaron su derecho a gobernar todo el país. Y el primer ministro
neozelandés Richard Seddon abrazó encantado esa causa. Cuando la guerra parecía
inevitable, pronunció un discurso conmovedor ante el Parlamento en el cual solicitó
que se asignara al Imperio un contingente de soldados de caballería.
—¡Nueva Zelanda luchará por una bandera, una reina, una lengua y un país! —
vociferaba Seddon—. ¡Gran Bretaña!
Atamarie no acababa de entender por qué eso era necesario. De hecho, Gran
Bretaña se entrometía cada vez menos en los asuntos de Nueva Zelanda y la joven se
preguntaba por qué no ocurría lo mismo a la inversa. De acuerdo, Inglaterra era la
madre patria, pero la Isla Norte y la Isla Sur eran completamente distintas. Atamarie
consideraba que su país era totalmente independiente. Salvo ella, todos parecían
encantados con la opinión de defender los derechos de un país del que hasta ahora no
habían oído hablar. El Parlamento prometió apoyar a los británicos con solo cinco
votos en contra, las oficinas de alistamiento estaban a rebosar de voluntarios y hasta
algunas tribus maoríes ofrecieron soldados.
Varios compañeros de Atamarie también se presentaron a filas, pero no los
aceptaron. Al menos en un principio, se prefería a aquella gente que ya servía en el
pequeño ejército de Nueva Zelanda.
—La guerra tampoco se ganaría con esos memos —criticó Atamarie durante una
visita a Dunedin.
Era primavera y el reverendo Burton celebraba la fiesta anual de la comunidad.
Sin embargo, rechazaba la propuesta de algunos miembros de la congregación de
donar para la guerra los ingresos del bazar y la tómbola.
—Que se financie el mismo Seddon esta aventura —zanjó disgustado el religioso
—. Tampoco nos beneficiaremos del oro y los diamantes que salen últimamente de
ahí. Aunque tampoco querría ese dinero ensangrentado. Pero la gente se ha vuelto
loca.
Miró receloso a algunos miembros de su propia comunidad que agitaban en la
fiesta banderas británicas.
—Nueva Zelanda se alegra de que los buscadores de oro se vayan con otros. —
Sean rio—. Otago se ahorra a todos los que se abalanzan ahora en masa hacia
Johannesburgo. Pero ¡no debo generalizar! No todos están a favor. Kupe, por
ejemplo, votó en contra en el Parlamento.
Atamarie acababa de enterarse y estaba orgullosa de su padre adoptivo.
—Las organizaciones de mujeres están divididas —observó Violet. Dirigía en
Dunedin la representación de la Women’s Christian Temperance Union, una
asociación que había contribuido en importante medida en la consecución del derecho
de voto de la mujer—. Una parte defiende el patriotismo y otra parte opina que se trata
de un baño de sangre absurdo. Yo, en cualquier caso, no quiero que mi hijo muera en
un país desconocido. Pero hay muchas que están deseosas de enviar a mujeres allí
para demostrar que en situaciones peligrosas también sabemos responder.
El reverendo levantó una ceja.
—Pero solo como enfermeras, ¿no es así? No les pondrán un arma en las
manos…
—¡Pues eso! —respondió Violet, lo que provocó la risa de algunos presentes.
Violet era menuda, delicada y muy femenina. Nadie podía imaginársela blandiendo un
arma—. Y en lo que respecta a Inglaterra: allí las mujeres ni siquiera tienen derecho de
voto. La mayoría de las universidades están cerradas para ellas… ¡Por eso sí valdría la
pena combatir, no por diamantes y oro!
Atamarie aplaudió, mientras Roberta volvía a estar pendiente de Kevin Drury. El
médico acababa de unirse al grupo, junto con Juliet la Bree. La joven llevaba un
seductor y ceñido vestido de verano azul oscuro, como dictaba la última moda. Por lo
visto, se había hecho recientemente clienta de Lady’s Goldmine.
—Me temo que se casará con Juliet —confió más tarde Roberta a Atamarie sus
sospechas—. Ya lleva tanto tiempo con ella que resulta inevitable. Y yo… acompaño a
mis padres ahora a casi todos los actos sociales e intento siempre decir algo. De
verdad. Pero él… él solo la ve a ella.
—¿En serio? —preguntó sorprendida Atamarie. No veía a la pareja tan unida
como hacía un par de semanas en el vernissage. Juliet ya no iba pisándole los talones
a Kevin para desafiar a los parientes de este. Revoloteaba de un hombre a otro y
conversaba animadamente, sobre todo con solteros y viudos. De quien no hacía
ningún caso era de Patrick, pese a que él la seguía con cara de borrego. Los celos ya
no empujaban a Kevin a mantener a Juliet alejada de otros hombres. Ya no se rozaban
ligera y sensualmente, y Kevin parecía abierto a conocer gente nueva. Su breve
discusión con una de las ayudantes de la comunidad acerca del premio (una fea funda
para la cafetera, tricotada por una de las mujeres de la comunidad) casi podría haberse
calificado de flirteo—. Pues yo pienso que va a menos —objetó, y aproximó a
Roberta con discreción a Kevin.
»Un calentador de café, tito —bromeó—. ¿Vas a fundar una familia?
Kevin se volvió hacia su sobrina y dirigió tanto a ella como a Roberta una sonrisa
irresistible.
—Se trata más de un acto de apoyo a la congregación —respondió—. Algo tengo
que comprar. Si es que estáis reuniendo vuestro ajuar, os lo regalaré de buen grado.
Atamarie rechazó el ofrecimiento con un gesto.
—Sería absurdo, tío Kevin. Ya sabes que de momento estamos estudiando.
Kevin asintió y, con un interés mayor, deslizó la mirada por las dos muchachas.
Por supuesto, ya no eran dos colegialas, y se habían arreglado como correspondía. Su
sobrina era guapa y Roberta era una belleza fuera de lo corriente. La muchacha casi se
cayó del susto cuando él le dirigió la palabra.
—Claro, la futura maestra. Pero ¿antes no querías también estudiar Medicina?
Roberta se ruborizó. Hacía tiempo que bebía los vientos por Kevin y al principio
había pensado con frecuencia en trabajar con él como médica. Pero no había tardado
en desechar tal idea.
—Soy incapaz de ver sangre —admitió la joven—. Intento acostumbrarme, los
niños a veces también se hacen daño… La semana pasada, en mi primer intento de
enfrentarme a una clase, a una niña empezó a sangrarle la nariz… —Roberta se había
mareado de inmediato, aunque consiguió dominarse.
—En fin, yo no estoy muy lejos —la consoló Kevin—. Si te acabas encargando de
la escuela de Caversham, mi consulta te quedará cerca. No tienes más que enviarme a
las pequeñas pacientes… —sonrió a Roberta con expresión de complicidad— o me
las llevas tú misma. Así, además, me deleitaré con una visión hermosa…
Roberta parecía tan demudada que se diría que no le habían echado un simple
piropo, sino que, como mínimo, le habían puesto el mundo a sus pies. Pero en ese
momento, Juliet debió de escuchar la conversación de su novio con las dos jóvenes y
se acercó como por azar.
—Ven, Kevin, la tómbola está empezando. Tienes que sacar un premio para mí, en
estas cosas no tengo nada de suerte.
Kevin se dejó llevar gustosamente en dirección a los bombos del sorteo y
Atamarie arrastró consigo a la casi petrificada Roberta.
—¿También vosotras necesitáis un hada de la suerte? —preguntó divertido Kevin
—. De acuerdo, entonces ofreceré a las tres damas más hermosas de este concurso tres
billetes de lotería a cada una. Con lo cual ya habré realizado mi contribución de apoyo
a la comunidad. Pero os lo advierto: si ganáis ese servicio de té, nadie se casará con
vosotras.
El primer premio de la tómbola era un espantoso juego de té de más de cincuenta
piezas.
—¡Ojalá no nos toque! —dijo riendo Atamarie, y abrió a toda prisa sus boletos.
Ninguno tenía premio.
Juliet hizo remilgos y fingió torpeza para desplegar los boletos. Kevin la ayudó y
se tronchó de risa cuando el segundo salió premiado.
—Un calentador de cafeteras. Posiblemente ese que acabo de ver. ¡Que te lo pases
bien con él, Juliet!
La joven lo miró indignada; el tercer boleto tampoco estaba premiado.
Roberta seguía sosteniendo sus boletos como si no se decidiese a abrir los
papelitos que los dedos de Kevin habían tocado antes.
—¡Venga, ábrelos ya! —la animó Atamarie—. Aunque ganes el juego de té…
delante de cada boda hay una víspera.
Roberta abrió dos boletos sin premio, pero el tercero tenía uno: un caballito de
tela.
—¡Vaya, un caballo! —se alegró Kevin—. Siempre puede necesitarse uno.
Aunque prefiero los de carne y hueso…
—Pero esos no me los puedo llevar a la universidad —señaló Roberta, y de
inmediato se censuró por haber hecho un comentario tan tonto. Kevin no debía
enterarse por nada del mundo de que estaba firmemente decidida a no desprenderse
del caballito, igual que un niño con su juguete favorito. A fin de cuentas, era como un
regalo de él. Lo estrechó entre sus dedos.
—¿Por qué no? ¡Los caballos son animales inteligentes! —Kevin la tranquilizó
con una broma.
Roberta estaba en el séptimo cielo.
—¡Ya ves, lo que yo decía! —observó tranquilamente Atamarie cuando Kevin
abandonó la fiesta con Juliet, o más bien Juliet se fue con Kevin. La joven parecía
disgustada porque Kevin hubiese dedicado tanto tiempo a las chicas y había insistido
en marcharse—. ¡Está claro que la relación va a menos! Es una chica aburridísima.
¿De qué hablará con ella?
Juliet nunca había creído que fuese tan difícil quedarse embarazada. Pero desde
que había agujereado las gomas de Kevin ya habían pasado cuatro meses, era febrero
y el verano se acercaba a su fin. Y el interés de Kevin hacia ella decrecía, eso no se
podía negar. Antes la llevaba a recepciones y cenas, ahora ella lo acompañaba como
mucho a actos ridículos como la fiesta de la comunidad, donde, además, apenas
pasaba tiempo con ella, sino que flirteaba con otras mujeres o conversaba con los
hombres sobre la guerra en el otro extremo del mundo. Así pues, Juliet empezó a
buscar otras alternativas. En Dunedin no había muchos solteros, al menos ninguno
pasable, pero sí había dos o tres viudos más o menos presentables. Naturalmente,
ninguno se acercaba a Kevin en cuanto a atractivo y gracia, ni siquiera su hermano
Patrick, que sería una presa más fácil. A veces casi la ponía de los nervios verlo dar
vueltas ansioso alrededor de ella. A esas alturas, Juliet ya no barajaba la idea de
marcharse de Dunedin. Se había acostumbrado a las comodidades que ofrecía la
ciudad —las avenidas anchas, los diversos comercios en los que comprar y, sobre
todo, la colección de Lady’s Goldmine— y ya llevaba tres cuartas partes del año
obervando el clima de Nueva Zelanda. Mucha lluvia, también en verano, y nieve en
invierno: ¡de ninguna manera iba ella a aguantar algo así en un campamento de
buscadores de oro! Juliet estaba firmemente decidida a establecerse. Y el mejor modo
de hacerlo pasaba por tener un hijo.
Voluptuosa, se quitó el vestido de noche color dorado con el que había
acompañado a su amante a un concierto esa tarde. Una excepción, pues se trataba de
nuevo de un acontecimiento social en el que también los Dunloe habían hecho acto de
presencia, así como los Coltrane, cuya bellísima hija contemplaba a Kevin con ojos de
oveja degollada. El joven no se percataba, pero si alguien se lo advertía, la situación
podía volverse peligrosa. Para la gruñona madre de Kevin, la pequeña Roberta sería
sin duda la nuera de sus sueños… Juliet se obligó a sonreír y balancear las caderas.
Debía tener cuidado, últimamente estaba ganando peso…
Kevin, que ya se había acostado, se levantó para ayudarla a quitarse el corsé. Le
encantaba liberarla de esa pieza y acariciar su cuerpo terso.
—Increíble —susurró cuando le abrió el sujetador—. Parecen haber crecido
todavía más…
Le besó los pechos y se los chupó ligeramente, una caricia que a ella siempre le
había gustado. Pero ese día, casi le hizo daño. Tenía los pechos tensos, más duros de
lo normal.
La boca de Kevin descendió por su cuerpo, le besó el vientre y las caderas, la
tomó luego en brazos y la llevó a la cama. Buscó en el cajón de la mesilla un
preservativo.
—¿Lo necesitamos hoy? —preguntó.
A ninguno le gustaba la funda de goma gruesa, pero ambos conocían el ciclo
femenino. Dos o tres días antes y después de la menstruación era seguro. Y ahora…
Juliet hizo rápidamente cuentas. Tenía razón. Ese día no era necesario, pero en
realidad ya debería haber sangrado.
Kevin dejó la goma donde estaba y siguió acariciando a Juliet. Eso solía bastar
para que ella se humedeciera, pero ese día no lo conseguía. Kevin, un amante paciente
e imaginativo, volvió a ocuparse de los pechos de ella, describió círculos alrededor de
su vientre… que también parecía más duro de lo normal y…
Kevin se detuvo de repente. Acto seguido aumentó la llama de la lámpara de gas
que envolvía la habitación en una luz difusa.
Su rostro perdió la expresión dulce y soñadora que solía mostrar al hacer el amor,
sustituida por la mirada examinadora del médico.
—Juliet, tienes los pechos más grandes y además… Juliet, ¿estás embarazada?
5
Lo cierto era que Lizzie y Michael no podían negar la situación. De acuerdo, Kevin
tendría que apañárselas teniendo a su lado a una mujer que no era perfecta para él,
pero, aun así, era guapísima y, por lo visto, también tenía otras cualidades… Y la
posición social de Kevin tampoco saldría perjudicada. Claro que correrían rumores y
que alguna que otra persona averiguaría por qué Kevin se había casado con una mujer
tan mundana. Pero en la sociedad de Dunedin eran varios los que tenían un pasado
peor que el de Juliet la Bree. Nadie plantearía preguntas indiscretas.
—Solo has de poner atención en tenerla controlada —aconsejó Michael a su hijo
—. Esa mujer es capaz de arruinarte. Con todo lo que se ha embolsado ya. No lo
niegues, Kevin, Jimmy Dunloe me ha dicho que tienes deudas.
—Según Claire y Kathleen, Juliet se deja una fortuna solo en Lady’s Goldmine —
añadió Lizzie—. Tienes que poner límites, Kevin, aunque sea difícil. Déjale claro que
un médico no es un hacendado. —A esas alturas, ya se había extendido el rumor de
que Juliet procedía de una plantación de algodón en Luisiana. Y Kevin se había
sentido más tranquilo cuando ella lo había dado a conocer. Al menos su origen estaba
por encima de toda duda.
—Si me caso con ella tendré que comprarme una casa —suspiró Kevin. Eso era lo
primero que ella había exigido una vez pasado el primer susto, cuando Kevin
diagnosticó su embarazo. Ella se mostró tan contrariada como él, al menos eso había
fingido.
—Ya empezamos —suspiró Lizzie—. Pero está bien, quizá podamos ayudarte en la
compra. Siempre que no sea nada exagerado. Es decir, no te imagines ningún palacio
en la Upper Stuart Street. Más bien una bonita casa de campo en Caversham, por
ejemplo.
A Kevin debería haberle zumbado la cabeza cuando dejó a sus padres y regresó a
caballo a Dunedin bajo una lluvia torrencial. Meditabundo y envuelto en el abrigo
encerado avanzaba a caballo, peleándose con el viento y los pensamientos sobre su
futuro. Podría haber trazado algún plan, pero solo era capaz de ver un futuro sombrío
ante sí. ¡No quería casarse con Juliet! Cuanto más pensaba en ello, más horrible le
parecía la idea. Sin embargo, nunca había meditado mucho sobre temas como vivir un
gran amor. Si alguna vez había pensado en el matrimonio, lo había imaginado como
un vínculo tranquilo y agradable con una mujer conveniente. La sociedad tenía unas
ideas claras sobre la esposa de un médico. De ella se esperaba un compromiso social,
tal vez que colaborase en la consulta de su marido, al menos una implicación sincera
con los pacientes. Era de desear que tuviese intereses culturales, y Kevin tampoco
quería estar con una tontorrona. Además, deseaba a una mujer abierta y sensual, una
joven moderna… en el fondo siempre había pensado en una chica como Atamarie o
su amiga… ¿cómo se llamaba?
Juliet la Bree apenas se ajustaba a esa imagen, aunque él hubiera admitido que
tenía toda la capacidad necesaria para hacerlo. Solo se preguntaba si ella quería, y eso
era precisamente lo que él dudaba. En las últimas semanas se habían peleado con
frecuencia por si tal o cual acontecimiento social realmente requería urgentemente un
vestido nuevo, por si el nuevo carruaje tendría que ser otra vez uno sencillo «de
médico» o algo más elegante, más apto para excursiones de fin de semana. Y ahora
tenía que hacerle entender que sus padres tal vez le prestarían el dinero para una casa
de campo en Caversham, pero no para la casa en la ciudad donde tenía su consulta y
su vivienda. Esta se hallaba justamente en venta y Juliet enseguida lo había
mencionado cuando supo que estaba embarazada.
Kevin no tenía miedo de casarse con una mujer a la que amaba medianamente,
pero pensaba con horror en las peleas que le esperaban. Sobre la casa, los muebles, el
servicio doméstico… Por el momento, Kevin solo contaba con una mujer de la
limpieza que mantenía la casa en orden, pero Juliet no querría cocinar ella misma ni
ocuparse del bebé. Y no era persona que atendiese a razones sensatas. Ya ahora había
habido lágrimas y gritos, reproches de que él le había arruinado la vida dejándola
encinta. Con ese pretexto le plantearía una exigencia tras otra y Kevin ya lo lamentaba.
Se sumaba además la naturaleza inconstante de Juliet, incluso en las últimas semanas
había empezado a dudar un poco de su fidelidad. ¿Tendría que hacerlo el resto de su
vida?
En muchos aspectos, Kevin se parecía a su padre Michael. Los dos eran
encantadores, los dos parecían a veces algo superficiales y evitaban las dificultades.
Pero eso no significaba que no fueran dignos de confianza; al contrario. Michael se
había aferrado durante años a su primer amor y Kevin había sido tenaz con respecto a
su vocación y su carrera. Pese a todos sus intereses secundarios, era un médico
extraordinario. Por otra parte, Michael siempre había necesitado a Lizzie para resolver
problemas y Kevin nunca se había encontrado obstáculos en su camino. Lizzie y
Michael le habían pagado la carrera, la sociedad de Dunedin lo había aceptado
complacida: hasta entonces, Kevin nunca había tenido que luchar por nada. Y en esa
larga y deprimente cabalgada a través de la lluvia, vio con claridad que ni querría ni
podría hacerlo en el futuro. Al menos no en su propia casa y con su propia mujer.
La lluvia amainó cuando Kevin llegó a Dunedin. Mientras pasaba por Caversham,
se animó un poco. El distrito del reverendo Burton era un barrio agradable. Se
imaginaba muy bien una consulta allí y estaría más cerca de la guapa amiga de
Atamarie cuando una de sus alumnas sangrara por la nariz… Kevin casi hubiese
sonreído, pero entonces se imaginó a Juliet en una casita de ese estilo, cocinando o
trabajando en el huerto… no, era inconcebible. Él no podía librar esa batalla. Otras,
tal vez.
Una idea estrambótica le pasó por la cabeza cuando vio un triste edificio cuya
entrada estaba adornada de banderines con los colores de Inglaterra y Nueva Zelanda:
«Oficina de reclutamiento de Dunedin.» Pese al mal tiempo, tres hombres esperaban
delante de la puerta. La oficina todavía no estaba abierta. Kevin los saludó.
—¿Voluntarios para la guerra en el Cabo? —preguntó.
Los hombres, que por su ropa sencilla y sus gorras de viseras a cuadros eran hijos
de obreros, le sonrieron y respondieron:
—¡Sí, señor!
—Si nos aceptan… —puntualizó uno de ellos.
Kevin repasó brevemente lo que sabía sobre los últimos acontecimientos de la
guerra de los bóers. Las operaciones militares habían empezado el 12 de octubre, pero
tras el turbulento discurso del primer ministro, Nueva Zelanda ya había comenzado a
reclutar voluntarios. Enseguida se había puesto en marcha a los primeros doscientos
cincuenta hombres, después de que el Ministerio de Defensa reuniera el equipo, los
vehículos del convoy y caballos. A continuación el país se entregó a una carrera
oceánica con Australia, cada uno de ellos se daba prisa por ser el primero en ayudar a
los ingleses en el Cabo de Buena Esperanza. Nueva Zelanda ganó por poco: el 23 de
noviembre los barcos fondearon en Ciudad del Cabo. Inmediatamente se destinaron
las tropas al norte y allí lucharon por vez primera a comienzos de diciembre. A partir
de entonces, y pese a la dureza de los combates, su valentía no flaqueaba. Y, ahora,
después de que los primeros voluntarios de la Isla Norte hubiesen embarcado,
también la Isla Sur reunía contingentes. En los días siguientes, un buque transporte
zarparía de Lyttelton con un regimiento creado y financiado por los ciudadanos
adinerados de Christchurch. Dunedin no quería ser menos, y también ahí se alistaban
voluntarios.
Dentro de la oficina de reclutamiento había movimiento, alguien levantó las
persianas y justo después se abrió la puerta desde el interior.
Kevin no se lo pensó mucho. Quizá fuese una locura pretender evitar las peleas
domésticas huyendo a una auténtica guerra, pero por el momento era la única salida
que veía. Salvo sus padres, nadie tenía noticias de su paternidad. Juliet podía fingir
haberse dado cuenta de su embarazo cuando Kevin ya se había marchado. Nadie lo
acusaría de infame por haberla abandonado. Y Juliet… en fin, la sociedad sin duda
perdonaría antes un desliz a la novia de un soldado que a una vividora. Ya se vería
entonces si ella estaba dispuesta a esperarlo o si encontraba a otro padre para su hijo.
Kevin, de momento, no quería darle más vueltas al asunto.
Decidido, entró en la oficina.
6
El grupo se quedó una noche en Wellington para acabar de reunir el equipo y los
estudiantes se alojaron en casas de familias de otros licenciados. Atamarie pasó una
tarde enervante en casa de una estudiante de Medicina rubia y descendiente de
holandeses. Ni Petronella ni sus padres habían visto jamás a un maorí y se esperaban a
un individuo robusto y de cabello oscuro en lugar de a una chica delgada y rubia.
—No va usted tatuada —observó la señora Van Bommel, entre aliviada y
decepcionada—. Pensaba que alrededor de los ojos…
—Solo tengo una cuarta parte de maorí —le respondió—. Y en mi tribu el moko
ya no se hace con tanta frecuencia como antes. Por otra parte, a las mujeres se les
tatúa como mucho alrededor de la boca. Para mostrar que los dioses han dado a la
mujer y no al hombre el aliento vital.
La señora Van Bommel y su hija se quedaron entusiasmadas con esta historia y
pidieron a Atamarie que les contará más acerca de las leyendas y relatos transmitidos
por su pueblo. Sin embargo, ella había esperado reunirse con Dobbins y los otros
estudiantes, sobre todo con Richard Pearse. Pero no había nada que hacer, los
Bommel ni se planteaban dejar que su huésped disfrutara de la vida nocturna de
Wellington sin compañía, aunque en el fondo era un lugar tranquilo. Atamarie
tampoco se habría extraviado. Había vivido años con su madre ahí, durante la lucha
por el derecho de voto de la mujer y hasta conocía el interior del Parlamento. Otra
historia más que las dos Van Bommel encontraron emocionante. Acabaron admirando
incondicionalmente a Atamarie pese al color «equivocado» de su cabello y su piel.
—Qué carrera tan rara para una chica… ¡Y además sola en un grupo de hombres
jóvenes! ¿No te da miedo? ¿No te agobian? Yo, desde luego, tendría miedo…
Petronella van Bommel se estremeció y Atamarie puso los ojos en blanco.
—No me agobian, ni siquiera me hablan —respondió a su anfitriona y se alegró
de que a partir de ese día eso ya no fuera cierto.
Su corazón se aceleró al pensar en la amable sonrisa de Richard Pearse y en su
conversación inteligente. Lentamente iba sintiendo auténtico entusiasmo por la
expedición; hasta el momento había considerado un honor participar en ella, pero
también una pesada obligación en esa estación del año.
Por la mañana llovía con menos intensidad. De vez en cuando hasta clareaba y
asomaba la cordillera de Poukai, dominada por la cumbre nevada del monte Taranaki.
Era un paisaje arrebatador, y la mayoría de los integrantes de la expedición se entregó
a la contemplación de la cima mayestática contra un cielo azul intenso. Un riachuelo
de aguas cristalinas correteaba cuesta abajo, saltaba por encima de las rocas y recorría
los prados al pie de la montaña. Al atravesar el alegre arroyo, incluso Richard Pearse
interrumpió la conversación que sostenía con Atamarie sobre automóviles. Hacía poco
que había llegado a Nueva Zelanda el primero de esos vehículos, pero ninguno de los
dos lo había visto, solo habían estudiado teóricamente la mecánica.
—El paisaje es muy interesante —dijo Richard, señalando el monte Taranaki—. Y
esa montaña es fascinante. Es un volcán, ¿verdad? ¿Puede haber todavía erupciones?
Tal vez tendríamos que sugerir que se instalaran sismógrafos y que observásemos la
actividad de la tierra…
Atamarie suspiró. Había esperado una reacción más eufórica ante la visión de la
montaña sagrada y tal vez algo romántica. El Taranaki incitaba a otras personas a
expresarse de forma poética y a Atamarie no le habría sorprendido que un joven
enamorado comparase a su amada, por ejemplo, con la diosa Pihanga. Pero lo cierto
es que llevaba toda la mañana esperando algún tipo de cumplido.
Antes de salir se había mirado en el espejo y había aprobado el aspecto que
ofrecía. Tenía el rostro sonrosado después de cabalgar bajo la lluvia el día anterior y
tras el descanso reparador. Olía a las hojas de rosa que su detallista anfitriona había
esparcido entre las sábanas de su cama, y le brillaba el cabello rubio recién lavado.
Casi le daba pesar peinárselo y hacerse trenzas, pero el recogido, claro está, resultaba
práctico para un recorrido largo. El vestido de montar todavía estaba húmedo y sucio,
así que decidió ponerse un vestido de reserva más nuevo y bonito. Aunque no se
trataba en realidad de vestidos, sino más bien de camisas y anchas faldas pantalón.
Kathleen Burton los había diseñado para su nieta, que se negaba categóricamente a
sentarse en una silla de amazona. Después de que los pantalones anchos también se
pusieran de moda para las practicantes del ciclismo, no había sido difícil convencer a
las modistas.
El vestido nuevo era azul oscuro y favorecía la silueta delicada de Atamarie y su
tez aterciopelada y oscura. Los trabajadores de la granja junto a los cuales pasó
reaccionaron con silbidos de admiración y en los ojos de algunos estudiantes apareció
una chispa de lascivia, pese a que bajaran la vista de inmediato. Incluso Dobbins dejó
escapar un afable: «¡Qué guapa está, Atamarie!» Solo Richard Pearse permaneció
impasible. No obstante, comentó el corte de la falda: «Muy práctico, y muy elegante, si
me permite decirlo. Con qué habilidad utiliza el drapeado. Por cierto, ¿sabe de
máquinas de coser? El último año tuve la oportunidad de asistir a una demostración
de esos pequeños aparatos… ¡muy interesante!»
En las horas que siguieron entretuvo a Atamarie contándole historias sobre el
enhebrador mecánico que había inventado de joven para su madre, y ambos
comprobaron que de niños les había gustado hacer experimentos. Richard había
construido un zoótropo para una de sus hermanas y la idea de imágenes en
movimiento les cautivaba a ambos. Era estupendo viajar con ese chico.
Sin embargo, poco a poco esperaba de Richard algo más que largas
conversaciones. Podría haber sido tan romántico cabalgar juntos a través de ese
paisaje cada vez más parecido a un país encantado… Parecía totalmente virgen,
incluso las ovejas apenas se dejaban ver ese día. Las verdes colinas, de las que
asomaban rocas grises y blancas, parecían recién lavadas, y los bosquecillos que los
pastizales aclaraban regalaban a los ojos incontables matices de verde. Atamarie contó
a su embelesado amigo que para los maoríes cada uno de esos árboles tenía
personalidad, y en el descanso de mediodía lo invitó a tocar uno e intentar sentir su
alma. Richard se limitó a mirarla desconcertado y a cambiar de tema. Pasó a hablar de
sierras de motor.
Por lo demás se comportaba de modo muy caballeroso. Tenía muy buenos
modales, le llevaba pan y té, y le contó sus teorías sobre materiales aislantes con cuya
ayuda se podrían conservar las bebidas calientes. Atamarie lo encontraba todo muy
interesante, pero ¿era ella misma así de aburrida?
Al final del día no habían encontrado ninguna granja que alojase al grupo de
Dobbins, y Atamarie tenía ganas de volver a montar un campamento. Tal vez esa
noche Richard intimara más con ella. De hecho, lo ayudó primero a preparar su
tienda. El genial inventor no conseguía colocar los palos como indicaban las
instrucciones de uso.
—¡Es que no tiene que pensar, solo seguirlas! —exclamó risueña Atamarie,
colocando en un abrir y cerrar de ojos las estacas.
—Pero estáticamente no es lo ideal —objetó Pearse—. Sin contar con lo pesados
que son los palos. Puedo imaginar otra forma de construcción, tal vez redonda. Y con
un varillaje flexible… bambúes…
Desarrolló esta idea durante la comida y pareció encontrar sumamente agradable
que Atamarie se apretase junto a él mientras hablaba con Dobbins de sismógrafos. De
vez en cuando le dirigía una sonrisa y no apartó la mano cuando ella la deslizó sobre
los dedos de él al llenarle la taza de té. Pero no interrumpió ni un segundo su
conversación con el profesor.
Atamarie dedujo que Richard quizá fuese tímido. Y, claro, sus propios avances
tampoco eran demasiado hábiles. Ella todavía era virgen, pese a todos los veranos
pasados en Parihaka con los desenfadados chicos y chicas maoríes. No es que fuera
una santurrona, pero la educación en una escuela de chicas y también los pocos pero
inteligentes consejos de su abuela Lizzie habían ejercido su influencia. «Hazlo solo
cuando de verdad quieras hacerlo. No porque quiera el chico e incluso te presione. El
amor puede ser maravilloso, pero olvídate de la idea de que tengas que ofrecerte a
alguien. ¡No eres ninguna caja de bombones! Al contrario, contempla a los otros
como un regalo, y solo cuando creas que los dioses te han bendecido reuniéndote con
ese hombre precisamente, entrégate a él.»
Atamarie, de naturaleza poco espiritual, sustituía mentalmente a los dioses por el
bombo de una lotería: solo quería dormir con un hombre cuando lo considerase un
premio gordo. Por el momento solo había obtenido premios de consolación, ¡hasta
ahora! Con Richard Pearse, así lo percibía ella, tenía una afinidad espiritual. Por fin
alguien con quien podía hablar, cuyos intereses compartía y al que no parecía afectarle
nada que fuese una chica.
Suspiró y se acurrucó sola en su estrecho saco de dormir dentro de su pequeña e
incómoda tienda. Un derroche manifiesto: un par de metros más allá su don de los
dioses probablemente también estuviera aterido de frío como ella. Quizá tendría que
haber ofrecido alguna vez un sacrificio a los espíritus de sus antepasados o al menos
haber bailado un haka…
8
Al día siguiente, una desagradable sorpresa aguardaba al grupo. Tras una larga
cabalgada, esta vez a través de fértiles tierras de cultivo, alcanzaron la granja en la cara
oriental del Taranaki donde habían planeado establecer la primera base para la
medición del parque nacional. En el ínterin, sin embargo, el granjero había cambiado
de idea. Dobbins y sus alumnos creyeron deducir de su indignada perorata que el
gobierno planeaba construir una carretera de acceso al parque que atravesaba la granja
o que al menos esta se vería muy perjudicada. El señor Peaboy no estaba de acuerdo
con eso y Dobbins y su gente tenían que pagar ahora el pato.
—¡Y en mis tierras ni se les ocurra montar las tiendas! ¡Lárguense al bosque! ¡Y
háganse ustedes a la idea de que controlaré cada uno de esos «cálculos»! ¡El Estado
no me birlará ni un centímetro de mis tierras!
—Aunque el Estado le ha hecho el favor de robarles a los maoríes esas tierras —
comentó Atamarie con tristeza—. Tendría bien merecido que ahora se las volviera a
quitar.
—¡Nada de opiniones políticas, señorita Turei! —la reprendió Dobbins. Era
evidente que había esperado un pajar al refugio de la lluvia o incluso una habitación
decente en la granja. A fin de cuentas, no era un chaval y tras pasar una noche en una
húmeda tienda de campaña le dolían todos los huesos—. Sigamos cabalgando hasta el
bosque pluvial, es probable que esta noche descubramos allí unos insectos
interesantes para los estudiosos de la naturaleza que se cuentan entre ustedes…
Los estudiantes reaccionaron con amargas carcajadas. Solo Atamarie frunció el
ceño.
—Profesor Dobbins, solo tenemos que ir hasta Parihaka —sugirió—. Mi madre
nos ha invitado expresamente. Se alegrará. ¡Allí todos se alegrarán de nuestra visita!
Una parte de los estudiantes pareció considerarlo una buena idea, pero el profesor
se mostró escéptico.
—No sé, señorita Turei. Su madre seguro que se alegrará de verla a usted. Pero a
todo un grupo de trece personas y catorce caballos…
—Que además aparecen en plena noche… —añadió Richard con deferencia.
Pese a ello, ya había desplegado un mapa y examinado el trayecto que conducía a
Parihaka. Todavía estaba lejos, con toda seguridad no llegarían antes de medianoche,
al fin y al cabo tenían que rodear media montaña.
Pero Atamarie movió la cabeza risueña.
—¡Es Parihaka, profesor! Antes, cada vez que había luna llena se reunían allí dos
mil visitantes. Y las tribus maoríes siempre van de visita en grupo. Cuando se
desplazan lo hacen todos juntos, hombres, mujeres y niños. Trece invitados, ¡para
ellos es una nimiedad! ¡Y cuanto antes emprendamos la marcha, antes llegaremos!
Al final, Dobbins dio el visto bueno, adelantándose a que alguien propusiera una
votación. La mayoría se hubiese decantado entonces por Parihaka, donde se suponía
que encontrarían cobijo. Para algunos de los jóvenes de Dunedin esa era su primera
expedición con tiendas, y ya tenían suficiente con haber pasado una noche de lluvia
en la tienda.
Así pues, el grupo cabalgó a través de la noche, dirigido por Richard y su mapa y
por Atamarie, que mostraba a sus compañeros cómo orientarse con las estrellas. Por
fortuna había despejado y el claro de luna iluminaba el camino. En realidad, bastaba
con avanzar hacia el mar, pues Parihaka se hallaba entre el volcán y el mar de
Tasmania.
—¿De qué tribu maorí se trata? —preguntó Richard.
En esta ocasión, también los demás estudiantes mostraron interés. De hecho,
algunos nunca habían establecido contacto con maoríes y se sentían inquietos por ese
motivo. Otros, como Richard, conocían tribus de los alrededores de sus granjas. Sus
padres contrataban a pastores maoríes o a personal doméstico. Sin embargo, nadie
había pernoctado en un marae.
—No se trata de una sola tribu, es Parihaka —explicó Atamarie, sorprendida de
que ninguno conociera la historia—. Fue fundada por Te Whiti, un anciano jefe tribal
y espiritual, después de las Guerras de la Tierra, para acoger a los fugitivos. Pero
luego evolucionó hacia una especie de… bueno, cómo llamarlo… poblado modélico,
lo denominan algunos. Pero, asimismo, era casi como un santuario. Es decir, por una
parte se quería mostrar a los pakeha que los maoríes podían administrarse por sí
mismos muy bien y de forma correcta. Parihaka tenía escuelas, un hospital, un banco,
una oficina de correos… todo según el modelo pakeha. Pero, por otra parte, se
respetaban las antiguas costumbres en lo referente a la música, el arte y la religión. Y
Te Whiti predicaba. Luchó por los derechos de los maoríes y en contra de que les
quitaran las tierras sin pagarles nada a cambio, incluso en contra de la voluntad de sus
propietarios por derecho. Pero también quería la paz. Quería que maoríes y pakeha
aprendieran los unos de los otros. Eso tuvo mucho éxito, durante un par de años
llegaban con la luna llena miles de visitantes a Parihaka para escuchar a Te Whiti. Y
casi todas las tribus de la isla construyeron su propio marae en el poblado…
—¿Marae son casas? —preguntó Dobbins.
—Zonas de residencia —respondió Atamarie—. Es decir, plazas de asambleas,
viviendas, almacenes… Por regla general, en Parihaka había una casa de asambleas
para cada tribu. Simplemente para hacer acto de presencia o, como dice mi madre,
para respirar el espíritu de Parihaka y luego llevarlo a cada rincón de la isla. Yo
todavía no había nacido, pero mis padres dicen que fue maravilloso. Todo paz y amor.
Se trabajaba mucho, pero también había mucha música y danza… mi madre cuenta
que cada noche era una fiesta.
—Pero entonces llegaron los topógrafos —recordó Dobbins.
Cuando estalló la lucha por Parihaka, las noticias al respecto también llenaron los
periódicos de la Isla Sur.
Atamarie asintió.
—El gobierno quería que los granjeros pakeha se establecieran en la zona y les
vendieron por la brava las tierras de las tribus maoríes, que llevaban siglos aquí. Te
Whiti y sus partidarios protestaron de forma pacífica y con medidas originales…
Dobbins sonrió.
—Recuerdo que labraron los pastizales, ¿verdad? Lo que los inutilizaba para criar
ganado…
—Y empezaron a cercar las tierras de las tribus —prosiguió Atamarie—. Pero al
final, lo único que consiguieron fue enfurecer al gobierno, que acabó tomando
Parihaka al asalto y destruyéndolo. Te Whiti y sus seguidores pasaron un tiempo
encarcelados… debió de ser muy triste, algunos hasta murieron. Pero luego, cuando
Te Whiti de nuevo fue puesto en libertad, regresó a Parihaka, y con él muchos de sus
antiguos habitantes. Mis padres han comprado tierras que no pueden volverles a
quitar. Y ahora Parihaka se está convirtiendo en… bueno, una especie de «centro
espiritual». Dictan cursos de técnicas tradicionales de artesanía, se celebran las fiestas
antiguas… Es bonito para ir de visita, pero a mí no me gustaría vivir ahí. Ya se ha
inventado el telar, pero en Parihaka tenía que trabajar con unas técnicas ancestrales
como si estuviera en la Edad de Piedra…
El profesor Dobbins se rio cuando Atamarie les contó los intentos que había
realizado para mejorar los bastidores y las nasas.
—Así pues, otra inventora más. El señor Pearse y la señorita Turei. ¡Estoy
impaciente por saber qué nuevas y revolucionarias técnicas desarrollarán en los
próximos años!
Durante el trayecto a Parihaka dejó de llover. Matariki seguramente lo habría
atribuido a los espíritus amables que siempre procuraban que el poblado se presentase
con toda su belleza. Los jinetes descendieron de las colinas hacia el poblado, situado
en la planicie, con el majestuoso volcán erigiéndose por encima y, detrás, el mar de
Tasmania brillando a la luz de la luna y las estrellas. La visión de Parihaka seguía
siendo impresionante, muchos de sus habitantes se habían enamorado de él a primera
vista. Sin embargo, Dobbins y sus estudiantes no se percataron al principio de la
belleza del emplazamiento, sino que se quedaron perplejos al ver el alumbrado de las
calles principales.
—¡Por todos los diablos! —exclamó Dobbins—. ¡Este pueblo es más avanzado
que la mitad de la Isla Sur! Y parece que todavía hay gente despierta. ¿Cómo era eso
de que cada noche era una fiesta?
Como antes, alrededor de Parihaka no había ningún cercado fijo, tenía que ser un
poblado abierto, no una fortaleza. Así pues, Atamarie se limitó a abrir el liviano
portalón de madera y dejar entrar a sus invitados. Ya en la primera plaza de reuniones
ardían todavía hogueras y unos noctámbulos que había por allí saludaron a los recién
llegados sin mostrar demasiada sorpresa. Enseguida sacaron una botella de whisky.
—Sentaos primero y tomad un trago, vamos a ver si podemos daros algo que
comer —indicó complacida una mujer joven en un inglés fluido—. En la panadería ya
deben de estar trabajando para que mañana haya pan fresco. Seguro que todavía
tienen algo de hoy…
Y contoneándose se dirigió hacia los edificios de servicios, mientras sus amigos
dejaban sitio junto al fuego a los recién llegados.
Poco tiempo después apareció un comité de bienvenida más sobrio a ojos vistas,
pero igual de contento; en él venía la madre de Atamarie. Matariki Parekura Turei era
una mujer delgada, no demasiado alta, con el cabello largo, negro y ondulado, que
llevaba suelto a la manera maorí. Tenía unos grandes ojos color castaño claro, que con
frecuencia presentaban unos brillos casi dorados y conferían a su tez clara de mestiza
maorí un brillo especial.
—¡Ah, qué bien tenerte de nuevo en casa, Atamarie! —exclamó alborozada
Matariki, abrazando a su hija a la manera pakeha para luego apoyar la frente y la nariz
en los de Atamarie e intercambiar un hongi—. Kupe vuelve a estar en Wellington y
me siento sola. Enseñaremos a tus amigos las nuevas casas de invitados y luego te
vienes conmigo.
El nuevo Parihaka estaba formado por cabañas construidas deprisa y sin adornos,
y casas de reuniones provistas de nuevo de elaboradas tallas de madera. Para los
huéspedes había viviendas modernas con habitaciones funcionales de varias camas e
incluso agua corriente.
—Carecen un poco de espíritu —explicó Matariki pesarosa—. Habríamos
preferido acoger a nuestros huéspedes como los antiguos maoríes en casas de la
comunidad, pero la mayoría prefiere la comodidad a la tradición… Y muchos son
pakeha. No queremos que piensen que no nos apañamos con las técnicas modernas.
El profesor Dobbins y sus estudiantes pudieron renunciar a la bendición de los
espíritus. Aseguraron a Matariki que no habían dormido tan bien en todo el viaje.
—Quédense todo el tiempo que lo deseen —los invitó Matariki—. También
pueden medir desde aquí el territorio, da igual que empiecen por el este que por el
oeste. Lo mejor es que se adapten al tiempo: si se anuncia que será bueno, se quedan
un par de días en el bosque, y si hace malo, duermen aquí. En cualquier caso, nos
alegraríamos de que asistieran mañana por la noche a la tradicional fiesta hangi.
Utilizamos la actividad del volcán para calentar nuestros hornos, lo que seguro que,
como estudiosos, será de su interés.
Atamarie no tenía la menor duda de que a Richard se le ocurrirían diez maneras de
mejorar los hornos, pero esa noche todos los miembros de la expedición estaban
demasiado cansados para pensar en otra cosa que no fuera dormir. Atamarie se
acurrucó complacida sobre su colchón en la casa de sus padres. Matariki y Kupe
estaban cautivados por las tradiciones maoríes, pero ambos habían recibido una
formación pakeha. No les interesaba dormir junto con toda la tribu en una casa
comunitaria, preferían tener cierta privacidad. Por eso vivían cerca de la escuela en
una pequeña cabaña de madera adornada con tallas al estilo maorí.
—¿Va todo bien por ahora? —preguntó Matariki poco antes de enviar a su hija a
la cama—. Esta excursión… ¿te desenvuelves bien con todos estos jóvenes?
Atamarie sonrió feliz a su madre.
—Estupendamente —suspiró—. Es la cabalgada… bueno, ¡la excursión más
bonita que he hecho en toda mi vida! —Bostezó.
Matariki contestó complaciente a la sonrisa, pero se sorprendió un poco. ¿Tres
días de lluvia y su hija hablaba de la excursión más bonita de su vida? Decidió que al
día siguiente se fijaría bien en el resto de la expedición. Era evidente que alguno había
entre ellos que encandilaba a su hija.
La gente de Parihaka ofreció de buen grado a Dobbins y sus estudiantes unos
guías para que los acompañasen por el área del futuro parque nacional. Tal como el
profesor había dicho en Christchurch, los maoríes apoyaban el proyecto.
—Aquí no tiene usted que preocuparse por unos granjeros enfurecidos si su
medición nos quita unos metros cuadrados de terreno —explicó Matariki—. Toda la
tierra entre el volcán y Parihaka nos pertenece a nosotros, nos la concedió
generosamente el gobierno encabezado por Seddon. Por supuesto es menos fértil que
la tierra entre el poblado y el mar, que pertenece en parte a granjeros blancos. Antes
también la habíamos labrado, pero hoy no vive tanta gente aquí.
En esto último había un deje de tristeza, pero Dobbins aseguró a Matariki que
Parihaka siempre sería algo especial. Estaba sorprendido por las tiendas, el banco y la
panadería. Los estudiantes ya estaban comprando recuerdos para sus familias.
Atamarie se alegró de que su madre anunciara a los visitantes que presenciarían un
powhiri tradicional, la ceremonia de bienvenida a las tribus bien recibidas.
—¿Podré participar en el baile? —preguntó Atamarie antes de saltar a lomos de su
caballo.
Atamarie iba equipada como una profesional con telescopio, mapas y varas de
medición; volvía a llevar su viejo vestido de montar, se había hecho una trenza y se
protegía de la lluvia con un sombrero de piel de ala ancha. Matariki se sorprendió de
nuevo. Naturalmente, su hija había aprendido a bailar un haka y de pequeña había
estado encantada de brincar con los demás. En los últimos años, sin embargo, no le
atraía aparecer con la tradicional faldita piu piu, además de una prenda superior escasa
de hilaza y haciendo revolotear unas bolas poi poi. Otro nuevo indicio de que se
interesaba por algún joven del grupo. Pero por el momento, Matariki no veía que
ninguno siguiera con los ojos brillantes a su hija. Antes, en el desayuno, Atamarie
había comido con el profesor y con el que parecía uno de sus alumnos predilectos, un
chico delgado de cabello castaño ondulado y abundante. Pero ella no había
coqueteado con él. Matariki estaba impaciente por observar qué ocurriría por la
noche.
—Claro que puedes participar —respondió ella a su pregunta—. Voy a ver si
encuentro un vestido de baile para ti. Pero ¡no te quejes si luego te mueres de frío!
Una ceremonia powhiri era una fiesta importante que podía durar varias horas. Esa
vez, sin embargo, no se extendió tanto porque los visitantes tampoco tenían mucho
que aportar. Mientras que generalmente bailaban y rezaban las dos partes, esa noche
solo la gente de Parihaka mostró lo que tenía que ofrecer.
—El powhiri sirve para saludar, pero también para intimidar —explicó Matariki al
profesor y a Richard. Había tomado asiento entre los dos—. Se da la bienvenida a los
visitantes, que no suelen llegar en solitario sino, como toda una tribu, con sus
guerreros armados, pero también se les demuestra lo que uno mismo conoce sobre el
manejo de las armas y las técnicas de defensa. —Señaló sonriente a los jóvenes que
danzaban en ese momento un haka, durante el cual golpeaban el suelo con las lanzas,
realizaban ataques fingidos y dirigían muecas a los rivales.
—Lo he visto en el rugby —intervino uno de los estudiantes de Dunedin, y
Matariki rio.
—Sí, es una nueva costumbre, una confirmación de la tesis de Te Whiti de que
maoríes y pakeha tienen aspectos que intercambiar. Hemos aprendido el deporte del
rugby de los ingleses y ellos el haka para amedrentar al equipo contrario.
A continuación se produjo el saludo de la sacerdotisa más anciana, un grito a voz
en cuello, el karanga, que creaba una unión espiritual entre el cielo y la tierra, los
anfitriones y los huéspedes.
—Pero ahora todo será más tranquilo —indicó Matariki y, en efecto, aparecieron
las muchachas para bailar el haka powhiri. Matariki no apartó la vista de su hija,
quien, pese a la falta de práctica y la fatigosa excursión de ese día, estuvo a la altura.
Las alas del amor… Matariki sonrió, pero entonces dirigió su atención hacia Richard y
se percató de a qué se refería Atamarie con su extraño comentario.
Richard contemplaba la danza con interés y agrado. Antes había contado que
procedía de una familia muy afín a la música y era evidente que disfrutaba de la
velada y las costumbres ajenas. Pero sus ojos no brillaban cuando su mirada se
posaba en Atamarie. Matariki no reconoció ahí el deseo que sí aparecía en los ojos de
otros estudiantes, ni distinguió embeleso. Por el momento no había nada que
demostrara que Richard Pearse estaba enamorado de Atamarie.
Pero eso ya llegaría. Matariki era optimista, también en su caso había tardado en
producirse el cambio desde la simpatía inicial hacia su marido Kupe hasta la aparición
del amor. Y desde el primer y catastrófico enamoramiento de Colin Coltrane se
guardaba de dejarse guiar en asuntos sentimentales exclusivamente por la atracción
sexual, sino antes bien por intereses comunes y pensamientos semejantes. Esto, al
menos, sí parecía existir entre Atamarie y Richard. Matariki les sonrió a ambos cuando
su hija, poco después y todavía acalorada por el baile, se reunió con el grupo de
estudiantes y se sentó junto a Richard. No se había cambiado de ropa y sin duda muy
pronto estaría aterida. Matariki decidió llevarle una manta. Pero el mismo Richard se
encargó de ello.
—¡Ha bailado usted maravillosamente bien, señorita Atamarie! —exclamó con su
afable voz de tenor—. Y parecía realmente una maorí. En general, con el cabello
rubio, tiene más en común con la parte pakeha de su familia.
Atamarie asintió y se alegró. Al menos se había dado cuenta de que era rubia. ¡Un
avance! Acto seguido se censuró a sí misma moviendo la cabeza. Cuando Richard
estaba a su lado perdía la sensatez, igual que Roberta con Kevin Drury. Richard
llevaba días cabalgando junto a ella. Era imposible que no se hubiese percatado del
color de su pelo.
—Pero ahora debe de tener frío, señorita Atamarie. Permítame que vaya a buscarle
una manta.
Richard se levantó ágilmente y Atamarie se dijo que esto sí era realmente un
avance. Aunque era absurdo que ahora tuviese que volver a ocultar sus encantos.
Dejó que la manta resbalara seductoramente por sus hombros, mientras cogía el hangi
preparado en los hornos del mismo nombre y que se servía en grandes hojas.
—Su sabor siempre es apetitoso —dijo, relamiéndose.
En las novelas que Roberta leía, este gesto se suponía que era excitante. Sin
embargo, Richard no mostró excitación ninguna, sino que se interesó más por la
técnica de los hornos.
—Está exquisito. Pero es agotador tener que cavar primero esos orificios. En
realidad tendría que ser factible desviar el calor del interior a la superficie de la tierra.
Se necesitaría una especie de bomba térmica…
Atamarie renunció a impresionarle y se concentró en comerse las suculentas
raciones de carne y verduras. Después de un día tan duro tenía un hambre canina.
Las demás chicas y chicos maoríes empezaron a coger sus instrumentos
tradicionales y acercarlos a las hogueras.
Richard observaba fascinado las distintas flautas y se atrevió a coger un
tumutumu, una especie de instrumento de arco del que arrancó un par de agradables
melodías. Atamarie cogió un nguru e interpretó un aire.
—¡Qué bonito! —sonrió Richard—. ¿En serio que se toca la flauta con la nariz?
Atamarie asintió.
—Y creo que uno siempre parece increíblemente pánfilo al hacerlo —comentó
provocadora.
Había bebido cerveza en la comida y volvía a circular la botella de whisky. Las
inhibiciones de Atamarie desaparecían, pero no las de Richard.
No obstante, el joven la sorprendió.
—Usted no puede parecer pánfila, señorita Atamarie. Creo que es una de las
personas más inteligentes que he conocido. Pero ¿ha pensado alguna vez si no se
cambiaría el sonido de la flauta y sería más fácil de tocar si se distanciaran un poco
más los orificios o si dispusiera de un canal de aire?
Matariki, que volvía en ese momento con el grupo, observó pasmada que por fin
los ojos de Richard resplandecían. Al ver a Atamarie tocando la flauta nguru y luego
el complicado putorino, brillaron las chispas que tanto se habían echado de menos.
—Qué raro —comentó a una amiga, a la que acababa de hablar del
enamoramiento no correspondido de Atamarie—. Y yo que siempre había creído que
tocando esas flautas uno parece terriblemente pánfilo…
9
Si bien Richard Pearse esa noche mostró más entusiasmo por Atamarie, no dejó
de comportarse como un caballero. No se permitió más que rozar levemente los dedos
o los hombros de la muchacha, si bien Atamarie ignoraba si a él ese gesto le
electrizaba tanto como a ella. Otros estudiantes se mostraron menos contenidos.
Animados por las desenfadadas muchachas maoríes que se habían reunido con ellos
después del baile, desaparecieron con las amigas de Matariki en los campos o colinas
alrededor de Parihaka.
A la mañana siguiente, esto les valió una dura reprimenda del profesor, pese a que
era evidente que a nadie le importaba en el poblado.
—Esto no se hace, ¡que abusen ustedes así de la hospitalidad de la gente! —
protestó Dobbins—. ¡No hemos venido aquí para divertirnos! ¡Son las nueve,
caballeros, y acaban ustedes de salir de la cama! ¡A estas horas esperaba estar a mitad
de camino del Taranaki!
—No estaban en la cama, sino en el campo —bromeó Atamarie—. Lo llaman
trabajo de campo.
Estaba de muy buen humor, después de haber desayunado con las chicas y haber
cotilleado en maorí. Ahora posiblemente sabía más de los secretos íntimos de sus
compañeros que sus propias madres y, al montar su caballo, pensó cómo volver tales
conocimientos en contra de su arrogante colega de trabajo Porter. Sin embargo, tuvo
que concentrarse en la montura y los caminos. Esta vez ascendían a través del cinturón
del bosque pluvial pasando por altiplanos cubiertos de tussok, que daban paso a la
vegetación alpina. Los caballos tenían que escalar, y Atamarie se alegró de que su
madre le hubiese prestado una pequeña pero fuerte yegua cob, el propio caballo de
Matariki. La joven no era una amazona tan apasionada como Matariki, pero le gustaba
avanzar deprisa, y un caballo alquilado enseguida se cansaba por la montaña.
También Porter se quejaba de su yegua, que no estaba en muy buena forma, pero
intentaba recorrer montado cualquier pendiente que Atamarie habría subido más
deprisa a pie para tomar medidas desde arriba.
—A saber lo que se esconde entre estos arbustos —respondió malhumorado
cuando ella le sugirió que bajase de la montura.
Atamarie rio.
—Pues esta noche, cuando estuvo con Pai entre los arbustos, no tenía tanto
miedo. Y ahí sí que debió de ser peligroso. La mayoría de los animales de la zona
están activos de noche. ¿De verdad le dan más miedo los pájaros que las serpientes?
Porter reconoció al final que era mejor escalar a pie, el terreno se estaba volviendo
demasiado escarpado. Atamarie contemplaba fascinada las formaciones de roca y lava
que en su mapa estaban señaladas como Humphries Castle, Lion Rock o Warwick
Castle. Constituían miradores maravillosos desde los que contemplar el mar y el
terreno fluvial al fondo.
—Los dioses nos son benignos —bromeó Atamarie cuando llevó los primeros
resultados a Richard y el profesor—. ¡Un día tan claro en esta estación del año!
—Pero ¡hace un frío que pela! —refunfuñó Porter.
El profesor lo miró disgustado.
—¡Estamos en una montaña, señor McDougal! —le dijo—. Es una zona donde
suele hacer frío; debería repasar las zonas climáticas, recuperaré el tema en su examen
final. Y ahora siga usted trabajando, pero con cuidado, las pendientes son muy
escarpadas y hay precipicios, como me ha advertido el guía. Que este le acompañe en
caso de duda… bueno, creo que ya se ha marchado con otro grupo. Así que mucho
cuidado.
Richard Pearse sonrió animoso a Atamarie.
—Usted no se caerá, señorita Atamarie —dijo—. Con la elegancia con que se
mueve…
La joven resplandeció ante el cumplido, mientras que el profesor arrugó la frente.
Parecía reflexionar sobre si debía censurar el piropo, pero en cambio dijo:
—También usted podría escalar un poco, Richard. Hágase una idea del terreno, no
vaya a ser que se cometan errores que luego reproduzcamos en nuestros mapas. Yo
también iría a pie, pero estas pendientes montañosas son demasiado fatigosas para mí.
Mientras que usted… quizá le gustaría acompañar a la señorita Turei.
Atamarie sonrió feliz, al tiempo que Richard se sonrojaba un poco. Pero se
sobrepuso y, como era habitual en él, contestó educadamente.
—Es un placer para cualquiera acompañar a la señorita Atamarie adonde sea. Así
pues, Porter, lidiemos por tener el privilegio de tenderle la mano en una pendiente…
Porter McDougal no pensaba que eso fuera ningún privilegio, pero los siguió
audazmente cuesta arriba hasta Lion Rock, un peñón entre el mar y la montaña y un
lugar ideal para ver en conjunto los hitos.
Porter se interesaba poco por sus compañeros, prefería mirar el mar; la vista desde
Lion Rock sobre una bahía bordeada de escollos distribuidos de forma pintoresca era
espléndida. Por un momento, Atamarie pensó que ese sería el escenario ideal para un
primer beso, pero Richard se limitó a apuntar un dato en uno de los mapas y empezó a
comparar las notas de la joven con las suyas. No obstante, ella se alegró de que
siempre preguntara cómo se llamaban en maorí las montañas y ríos y lo escribiera
concienzudamente cuando Atamarie lo sabía. Puede que Richard percibiese menos
que Atamarie el espíritu de Parihaka, pero sabía escuchar y en el poco tiempo que
llevaba en el poblado había entendido la importancia que daban a la conservación de
su legado.
A Atamarie se le heló la sangre cuando creyó ver un espejismo y luego un espíritu.
Sobre un escollo frente a Lion Rock se elevó una figura similar a un ave. Planeaba en
el aire, estático, y antes de empezar a oscilar y girar pudo atisbarse una especie de
rostro. Se diría que se inclinaba ante el firmamento o que bailaba un haka. De hecho,
Atamarie creyó percibir casi retazos de palabras y canciones llevadas por el viento. No
eran imaginaciones suyas, pues también Richard había levantado la cabeza y aguzado
el oído cuando aquello, fuera lo que fuese, se acercaba al escollo con la aparente
intención de cometer suicidio.
—¡Mira, Richard!
Atamarie agarró horrorizada el brazo de Richard, pero, en el momento en que la
figura saltó al vacío y el viento la capturó, supo qué era: una cometa, una gran manu
tradicional. Esas cometas representaban una especie de híbrido entre el ser humano y
el pájaro, una versión muy apreciada de la cometa maorí. Pero esa no tenía cordeles.
No había nadie que la dirigiera…
—¡Un planeador! —exclamó Richard estupefacto—. Pero así no puede funcionar,
se caerá. La envergadura no se ajusta a las dimensiones…
—Pues estaría bien que volara a pesar de todo —observó Porter, que ya había
cogido su telescopio—. Hay un hombre colgando de ahí.
Atamarie también lo distinguió entonces.
Una ráfaga de viento levantó la cometa y la hizo planear. El hombre colgaba de su
cometa como un crucificado; era posible que se hubiese atado.
—¡Se eleva! —gritó Atamarie, fascinada a su pesar—. Funciona, se eleva…
Podrá… ¿podrá dirigirla?
Richard negó con la cabeza.
—No puede planear. Las alas son demasiado cortas y la forma no es la adecuada.
Vale como juguete infantil, pero no soporta el peso de un hombre. Cuando él se
mueva, el artefacto caerá en barrena… Y la velocidad de despegue…
Atamarie no prestó más atención y corrió montaña abajo al comprender que
Richard tenía razón. La cometa había despegado bien, tal vez gracias a una oportuna
ráfaga de viento, pero no se mantenía en el aire. El impulso para ascender no bastaba
pero, pese a ello, ese buen comienzo lo había alejado bastante del escollo. El artefacto
no caía como una piedra, sino que descendía rotando tal como Richard había previsto.
El hombre sobreviviría con mucha suerte si caía en el mar.
Atamarie echó un rápido vistazo a Richard y Porter, que contemplaban
hipnotizados cómo el hombre volador caía.
—¿A qué esperáis? ¡Tenemos que salvarlo! —les gritó.
Richard salió de su ensimismamiento y corrió montaña abajo.
Porter reaccionó con más lentitud.
—Para cuando hayamos llegado ya estará muerto —advirtió agorero.
Mientras corría, Atamarie se percató de una cosa: ¿de qué iba a morirse el hombre
en el aire? Lo único peligroso era el impacto contra el agua revuelta de la bahía.
Corrió con temeridad montaña abajo, pero es que debía apresurarse. Si el hombre iba
realmente atado al armazón, se ahogaría antes de poder liberarse. E incluso si se
soltaba, el oleaje podía lanzarlo contra las rocas. Por fortuna había descendido en
dirección a la bahía y no al mar abierto. Las rocas que había alrededor reducirían los
embates de las olas. Tal vez podrían rescatarlo arrojándole una cuerda o algo similar.
Los tres estudiantes todavía estaban a media altura de la montaña cuando la
cometa se hundió en el agua. Con una lentitud relativa, como había calculado
previamente Atamarie. El birdman, como llamaban en inglés a quienes se lanzaban en
esas cometas con forma de ave, sumergió primero un brazo, de modo que el ala se
rompió. Atamarie se preguntó de qué material estaría confeccionada. El constructor no
había utilizado la tradicional corteza de la planta aute. Pero a partir de ahí solo pudo
contemplar desolada cómo el hombre luchaba por su vida mientras ellos llegaban
abajo y corrían por la playa rocosa. La rotura del ala había liberado el brazo izquierdo
del hombre, que trataba con desesperación de liberarse de las cuerdas que lo sujetaban
a la cometa. Al menos flotaba, pues el material tenía que ser ligero, pero el oleaje
jugueteaba sin piedad con él y lanzaba de un lado para otro el voluminoso artefacto.
El hombre atado se sumergía a veces y volvía a emerger. Eso debía permitirle volver a
tomar aire, pero Atamarie ya no veía si se movía.
Richard se quitó la chaqueta cuando los tres llegaron a la orilla. No era una costa
escarpada, pero tampoco una playa con pendiente suave; unas rocas más o menos
altas formaban la línea de costa.
—¡Sé nadar bien! —exclamó—. ¡Lo traeré hasta aquí y entonces nos ayudaréis!
Sin dar más explicaciones, saltó de una roca al agua, y Atamarie comprendió lo
que intentaba hacer. Llegar a nado era fácil, pero regresar indemne era casi imposible.
Un nadador que tirase de otro para salvarlo no tenía ninguna posibilidad de éxito.
Atamarie observó la costa mientras Richard se aproximaba al desdichado con potentes
brazadas. Porter solo miraba con interés.
—¡Necesitamos cuerdas! —gritó Atamarie, arrancándolo de su ensimismamiento
—. ¡Tenemos que hacer algo! ¡Vamos, muévase!
Porter llevaba una mochila con equipo de montañero. No adecuado para el
alpinismo, pero sí un equipo de emergencia por si alguien caía y tenía que ser
rescatado o si dos topógrafos temerarios querían atarse el uno al otro en un ascenso.
Atamarie revolvió las cuerdas y ganchos y los sacó de la mochila. Entretanto,
Richard ya había llegado a la cometa. Tenía tiempo. El birdman había dejado de
mover el brazo y de luchar. Parecía inconsciente.
—Pearse tendrá que cortar la cuerda —observó Porter—. Ojalá lleve un
cuchillo…
Atamarie levantó la mirada sin inquietarse. Richard procedía del campo y no
saldría a hacer una expedición sin una navaja.
En efecto, llevaba una en una bolsa de cuero sujeta al cinturón. Pese al oleaje, la
sacó con rapidez y desató rápidamente al desafortunado.
Atamarie contempló aliviada que les dirigía una señal de victoria. El hombre
parecía estar vivo. Richard lo arrastraba hacia la orilla.
La joven sabía lo que quería hacer. Señaló una cala diminuta algo más allá.
—No dejaremos que vayan contra las rocas, no conseguiríamos nada —explicó a
Porter decidida—. Tenderemos una cuerda a la que puedan aferrarse y avanzar hasta
la orilla. Mire, entre estas dos rocas clave un gancho y otro allí. ¡Vamos, Porter, dese
prisa, en pocos minutos ya habrán llegado! ¡Si tengo que hacerlo yo misma tardaré
horas! —Porter parecía escéptico, pero Atamarie le puso el martillo en la mano. Y por
fortuna, pese a toda su parsimonia, era fuerte. Clavó el primer gancho con dos
martillazos. Atamarie le gritó cuando empezó a discutir sobre en qué lugar clavar el
segundo—. ¡Deje de decir tonterías y clave el gancho! ¡Si se coloca en el saledizo de
la roca no se caerá al agua, no tema! —Atamarie estuvo a punto de desquiciarse
cuando, con toda su calma y cuidado el joven colocó un pie sobre el saledizo—. Por
Dios, Porter, ¡ese hombre se está ahogando! —gritó—. Y Richard puede acabar hecho
papilla si es arrojado contra las rocas. ¡Así que dese prisa con ese maldito gancho y
extienda una cuerda!
Mientras Porter trabajaba mohíno, Atamarie se ató la segunda cuerda alrededor de
la cintura. Habría sido mejor que un hombre se ocupara de esa ayuda decisiva, Porter
tenía mucha más fuerza que ella. Pero no podía correr el riesgo de que ese tonto
rematado perdiera a los heridos. Así que ató el extremo de la cuerda a la soga tendida
con firmeza entre las dos rocas. La mantendría de pie en el mar a un par de metros de
la orilla rocosa. A continuación ató otro cabo con un nudo para Richard antes de
meterse en el agua. Las olas la zarandearon un poco, pero la cuerda la mantuvo en una
posición segura.
Richard entendió enseguida cuáles eran sus intenciones. Cogió fuertemente con un
brazo al inconsciente y con la otra mano aferró el nudo y se aseguró en esa posición.
Atamarie extendió los brazos para coger al herido, un joven maorí de pelo largo y
negro. Lo agarró con fuerza apretándolo contra sí, segura de que podría sostenerlo
hasta que los hombres la ayudaran. Entonces, Porter se agarró también de la cuerda y
se aproximó a Richard para ayudarlo a subir.
Richard respiraba con dificultad cuando se desplomó sobre las rocas, pero no se
permitió ningún descanso. En lugar de ello, se ató a su vez y se deslizó de nuevo al
agua junto a Atamarie, mientras que Porter decía que se podía subir a la joven y al
herido al mismo tiempo.
—Imposible —replicó Richard jadeando. Apenas podía respirar y casi no le
quedaban fuerzas—. Pero Porter, ¿nunca has oído hablar del empuje hidrostático? ¡El
principio de Arquímedes! Atamarie puede sostener derecho al hombre en el agua,
pero si los sacas a los dos a la vez él pesará demasiado para ella. Y empapado como
está, se le resbalará entre las manos. Yo lo cojo y tú la ayudas a ella a salir. Luego nos
sacáis a los dos.
Tras unos minutos de tensión, Richard y el hombre de la cometa yacían sobre una
roca, Richard tosiendo y escupiendo agua, y el joven, inmóvil.
—Ya lo digo yo, está muerto —señaló Porter.
Atamarie tuvo ganas de abofetearlo. Luego puso al joven maorí boca abajo e
intentó sacarle el agua de los pulmones. Pese a la falta de destreza de la muchacha, el
muchacho empezó a toser y escupir agua.
—¡Ahí lo tienes! —anunció Atamarie—. El maorí es un pueblo de navegantes, no
sucumbe tan fácilmente como nosotros.
—Tampoco ha faltado tanto —gruñó Richard—. Sacudámoslo un poco, tal vez
vuelva en sí. Creo que no está herido, pero quizá se golpeó en la cabeza.
En ese instante el joven abrió los ojos. Confuso, miró a Atamarie, cuyo rostro
estaba acalorado por el esfuerzo pero resplandeciente de orgullo. La joven tenía el
cabello rubio mojado.
—Ha… ¿Hawaiki? —preguntó débilmente.
Atamarie puso los ojos en blanco.
—No es tan sencillo —respondió—. Si he entendido bien a mi madre, primero
tienes que ir a Cape Reinga y atar una cuerda al árbol pohutukawa, bajar por ella y…
¿O es que vas a coger enseguida otra manu? Como espíritu debería funcionar, uno no
pesa nada…
El chico no supo si reírse de las bromas de Atamarie o indignarse porque ofendía
sus creencias.
—¿Quería volar a Hawái? —preguntó Porter—. ¡A eso llamo yo ser optimista!
Hay cientos de kilómetros hasta Hawái. Lilienthal se puso muy contento cuando
consiguió recorrer unos metros.
—Lilienthal voló más de quinientos metros —lo corrigió Richard—. Con un
planeador de este tipo pero con alas abovedadas. La sustentación es entonces…
El maorí escuchaba sin entender nada y Porter sin ningún interés.
—Hawaiki —corrigió Atamarie. Para ella, la teoría de los artefactos voladores de
Lilienthal no era nueva—. Para los maoríes es algo así como el paraíso. Pero llegar
hasta allí requiere un gran esfuerzo de las almas de los muertos. Primero tienen que
dirigirse al norte, luego bajar a un abismo… En cualquier caso, él creía que estaba
muerto…
—Rawiri —se presentó el joven, señalándose—. ¿Y tú…?
Atamarie le sonrió. Y recordó un día de la fiesta de Matariki, cuando había
remontado una cometa con un niño. Se acordaba con nitidez del rostro infantil de
Rawiri. Para ser maorí, ya era entonces delgado y alto. Sus grandes ojos oscuros
brillaban bajo unas largas pestañas, y seguían así. Rawiri tenía una actitud dulce,
resultaba difícil imaginárselo bailando un haka de guerra con otros chicos o jugando
al rugby. No iba tatuado, su rostro no estaba dominado por el moko marcial, sino por
unos labios carnosos y blandos.
—¡Ya entonces querías volar! —evocó la muchacha, risueña—. Y yo también.
¿No te acuerdas? Y… ¿ha sido esta la primera prueba?
—¿Podéis hablar de manera que todos os entendamos? —farfulló Porter.
Si bien Atamarie y Rawiri habían empezado a conversar en inglés, habían
intercambiado las últimas frases en maorí.
Rawiri se esforzó por erguirse.
—Disculpad —dijo. Como todos los que crecían en Parihaka, hablaba con fluidez
las dos lenguas—. Vosotros… vosotros me habéis salvado. Gracias. Pero dónde…
¿dónde está la manu?
—La cometa —tradujo Atamarie.
Richard señaló el mar.
—No he podido salvarla —respondió—. Pero tampoco habría valido la pena. Tal
como era no te sostiene, tienes que inspirarte más en los pájaros que en las estatuas de
los dioses. —Richard pensaba en las figuras del birdman que había visto en las casas
de reuniones de Parihaka—. Y actualmente se prefieren las alas dobles, como en los
biplanos.
—Pero los dioses… —suspiró Rawiri—. La manu estaba dedicada a los dioses del
aire. No tenía que hundirse en el mar, tenía…
—Pues que los dioses del aire hubiesen tenido más cuidado —replicó Atamarie—.
¿Con qué la confeccionaste?
—Con tela de vela —contestó Rawiri, con una expresión todavía más triste que
antes—. Y era bastante cara…
—Y pesada… —añadió Richard—. Totalmente inadecuada, sobre todo si llueve.
Lilienthal prefirió el shirting, una tela de algodón encerada que…
—Puede que sea arrojada a tierra —pensó Atamarie mirando la bahía,
entendiendo la preocupación del muchacho—. Es bastante probable, y si la dirección
del viento continúa como hasta ahora, tendría que… —Observó la costa.
—Debería haberla hecho con corteza de aute u hojas de raupo —dijo el maorí—.
Acarician el rostro del dios del cielo. Esos materiales pakeha… a lo mejor los dioses
no quieren cantar para ellos.
—¿Cantar? —preguntó Richard desconcertado.
—Los dioses dirigen su manu a través de karakia, cánticos y oraciones —explicó
Rawiri.
Atamarie resopló.
—Por lo que se refiere al material, no parecen hacer grandes distinciones. Mis
antecesores llegaron en el Elizabeth Campbell a Aotearoa y era un velero. Así que
seguro que no existen grandes inconvenientes con la tela para velas, o todos los
pakeha habrían desembarcado a saber dónde…
Richard, a quien no le interesaba hablar de dioses, había desmontado entretanto
las estructuras que habían hecho con las cuerdas y había vuelto a guardarlas en la
mochila de Porter. Y este también empezaba a estar demasiado confuso con la
mitología maorí.
—Maldita sea, qué frío hace… —farfulló—. ¿No tenéis frío?
Atamarie tomó conciencia de que llevaba el vestido empapado. Con los esfuerzos
por reanimar al chico y la emoción de salvarlo se había olvidado del frío, pero en ese
momento volvía a percibirlo.
—Es verdad, deberíamos procurar regresar al campamento lo antes posible. A lo
mejor el profesor tiene ropa seca en el coche. Para vosotros al menos… —Lanzó a los
chicos una mirada envidiosa. Seguro que Dobbins no cargaba de un lado a otro con
un vestido de muda para su única estudiante femenina.
»¿Puedes ponerte en pie? —Se volvió hacia Rawiri.
Él asintió. Salvo por un par de arañazos y contusiones debidos a la lucha
desesperada con el armazón, había salido bien librado de su primera caída con la
cometa.
Rawiri ya casi se había secado. Pese al frío, solo llevaba el tradicional faldellín
maorí de hebras de lino endurecidas, con el tórax descubierto. Atamarie se percató de
que tenía unos músculos extraordinarios, aunque era delgado y nervudo. Richard
todavía la impresionó más, pues se había quitado la camisa mojada dejando a la vista
una espalda ancha y unos fuertes pectorales. Probablemente en verano había trabajado
en la granja de sus padres. A eso se debería también la piel bronceada.
Atamarie bajó avergonzada la mirada al suelo cuando él se volvió hacia ella.
¡Ojalá no hubiese visto el interés con que lo miraba!
Pero Richard solo quería ser amable, como siempre.
—Debes de estar muerta de frío, Atamarie… Toma, coge mi chaqueta. —Era
conmovedor, la única prenda seca que quedaba era la chaqueta de Richard, Porter no
había pensado en quitarse la suya antes del intento de salvamento. Ahora, Richard
podría haberse protegido del frío. La joven vio que se le ponía piel de gallina en los
brazos—. Oh, perdona, acabo de tutearte, pero…
Atamarie sonrió.
—Y yo antes. Sigamos así. ¡Ven!
Le tendió la mano para que la ayudara a levantarse, pues seguía arrodillada junto a
Rawiri. Luego se cubrió complacida con la chaqueta.
Un par de horas más tarde, los dos estaban sentados ante el fuego en Parihaka,
disfrutando de un pescado con boniatos. Además había té caliente. No había manera
de que Rawiri y sus rescatadores entraran de nuevo en calor, el regreso con la ropa
mojada se había alargado una eternidad. Claro que en Taranaki había hogueras en las
que habían intentado secarse a medias. Pero lo que con los pantalones de montar de
los hombres ya era difícil, se demostró imposible con las faldas de Atamarie. Al final
se decidieron por una rápida cabalgada a casa, pero la muchacha estaba aterida
cuando por fin pudo mudarse de ropa. Pese a todo y por primera vez en todo ese día,
Porter McDougal sirvió de algo: encontró una botella de whisky en su equipaje y lo
vertió generosamente en la tetera de sus compañeros.
Como contrapartida, Richard y Atamarie no comentaron el hecho de que él se
presentara como el héroe del día delante de los estudiantes y las chicas maoríes. Uno
hubiera podido pensar por lo que contaba que había rescatado él solo a Rawiri.
Por la noche, el maorí iba vestido con ropa pakeha, mucho más abrigada, y estaba
sentado junto a Atamarie y Richard. Fascinado, los escuchaba conversar, mientras
Matariki observaba divertida que su hija se iba acercando a su meta. Esa noche, en los
ojos de Richard aparecía ese brillo que su hija había estado esperando. Las estrellas
parecían flotar alrededor de ellos, pues también Atamarie resplandecía de alegría, y al
final se cogieron de la mano y se fueron a pasear por la colina cercana.
—Yo solo encuentro que sus temas de conversación son un poco raros —comentó
Emere, la amiga de Matariki—. No quería escuchar, pero cuando he pasado por su
lado discutían sobre la sistemática de la técnica de vuelo, sea lo que sea eso, y que las
bases físicas de Lilienthal en el fondo deberían permitir también aparatos de vuelo de
motor. No me parece algo que produzca sensación de mariposas o cosquilleo en el
estómago.
Matariki rio.
—A Atamarie lo que siempre le ha interesado de las mariposas es la forma del ala.
Nueva Zelanda
Dunedin, Lawrence
1900-1901
1
Por lo que pudiera suceder, Vincent reservó una plaza en la cubierta, donde se
alojaba su propio caballo, para el de Kevin.
—Es probable que ahí se asusten al principio y que resulte incómodo si se desata
una tormenta. Pero los cobertizos que hay bajo cubierta son inaceptables, ya me he
quejado. Son demasiado cerrados para los animales, sobre todo con el calor que nos
espera. Por supuesto, lo que el Alto Mando dice es que lo justo para los hombres
también debe serlo para los animales. Los soldados van apretados como sardinas. Lo
que ocurre es que ningún caballo se ha alistado voluntariamente…
Vincent no mostraba gran entusiasmo por estar allí. A él le habían llevado a la
guerra razones económicas y —según había confesado a Kevin después del cuarto
whisky en la tercera noche que pasaron en el Índico— un amor desdichado.
—Es cierto que no me casé con ella por su dinero, aunque no me negué a que su
padre me financiara la consulta. Probablemente hubiese tenido que plantearme a qué
se debía su generosidad. Más tarde pensé que mi suegro estaba contento por el mero
hecho de haberse librado de su hija. Que así había comprado su libertad, por decirlo
de algún modo… —Vincent se sirvió otro whisky—. En cualquier caso, ella me puso
tales cuernos que cualquier macho cabrío me habría envidiado. Al principio no me
daba cuenta de nada: yo la adoraba, era una muchacha preciosa, una baronesa de la
lana… Pero al final media ciudad hablaba del asunto. Mary Ann no descartaba a
nadie, desde los pastores que trabajaban con su padre, hasta el tendero de la esquina.
Supongo que era una especie de enfermedad… al referirse a las yeguas se habla de
celo permanente. —Vincent vació el vaso de un trago.
—Al referirse a mujeres, de ninfomanía —sonrió Kevin—. Pero eso no tiene nada
que ver con los quistes foliculares…
Vincent, un joven alto y rubio, de risa jovial, hizo un gesto de ignorancia.
—Tal vez sí. Al menos no se quedó embarazada. ¡Por suerte! Eso facilitó el
divorcio. Por desgracia, mi suegro no reaccionó con demasiada comprensión cuando
recibió de vuelta a su indomable princesa. Me quedé sin consulta, y mi reputación
cayó por los suelos… Entonces me pareció buena idea alistarme. Se puede ahorrar
también algo de dinero, no se gasta prácticamente nada de la soldada. Y no te miento
si te digo que los leones, guepardos y rinocerontes no me asustan. Ni siquiera las
serpientes. Comparadas con Mary Ann, las serpientes marrones son una monada.
La travesía, que duraba más de cuatro semanas, transcurrió sin incidentes dignos
de mención. Como todos los oficiales, Kevin y Vincent iban bastante cómodamente
instalados, ambos compartían un camarote de primera clase. Vincent se ocupaba de
los caballos, de que tuviesen agua suficiente y encargar a los hombres que los
cepillaran y lavaran cuando hacía calor. Hasta el más mínimo cuidado les resultaba
beneficioso y Vincent no escatimaba tiempo en ir de uno a otro, acariciarlos y
hablarles.
Kevin lo observaba con cierta preocupación. Había oído decir que los bóers
trataban a los animales sin contemplaciones y que sentían un odio especial hacia los
grandes caballos de los ingleses. Ellos solo disponían de unos ponis que, si bien
daban excelentes resultados, se veían superados en las batallas por los purasangres de
la caballería británica. De ahí que los bóers tuviesen como objetivo herir y matar a los
caballos de sus enemigos. Vincent pronto tendría más pacientes que Kevin y pasaría
un mal trago cuando viera a sus mimados protegidos morir bajo una lluvia de balas.
El joven médico, por su parte, aprovechó la travesía para informarse sobre las
condiciones de los hospitales de campaña, además de impartir, como era su
obligación, cursos de primeros auxilios a los soldados.
—Es posible que a menudo se encuentren solos en el veld con algún compañero
herido. —Kevin transmitía a los hombres lo que le habían contado a él en el
campamento de instrucción—. Veld es el nombre que se da en Sudáfrica a la sabana,
llanuras herbáceas más o menos grandes, casi sin habitar o desiertas del todo. Algunos
pelotones de asalto enemigos buscan allí resguardo y cuando se internen ustedes en la
zona para perseguirlos nadie les enviará enseguida un hospital de campaña. Así que
presten atención, este curso tal vez les salve la vida a ustedes o a sus camaradas…
Kevin les enseñó a entablillar las extremidades y a poner vendajes compresivos.
Consideraba que tales conocimientos eran importantes, mucho más que las prácticas
de tiro a las que tenían que dedicarse en los campamentos de instrucción. Estas
últimas habían provocado una sonrisa cansina, al menos en los muchachos de las
granjas, mientras que los trabajadores de la ciudad aprendían demasiado poco para
lograr sobrevivir en una batalla. A este respecto, Kevin se había fijado en algunos que
eran totalmente incompetentes, pero había comprobado que cuatro de ellos destacaban
en el curso de primeros auxilios. Estaba decidido a solicitarlos como enfermeros en
cuanto se asignara el personal para los hospitales de campaña. Respecto a sus oficiales
superiores no encontró objeciones, todos demostraron, al menos en un principio, ser
personas sensatas: los hombres habían elegido bien.
—Pero no olvidéis que trataremos con oficiales ingleses profesionales —advirtió
un sargento en una tertulia—. Algunos son unos descerebrados. Por ejemplo, de ese
Buller, el comandante en jefe, se oyen las cosas más extrañas. Según parece, viaja con
toda una cocina profesional, requisa galones de vino de las fincas locales y se lleva
rebaños de animales para el consumo con objeto de que nadie pase hambre. A
cambio, deja a miles de personas hechas polvo por conquistar una colina absurda por
la que nadie se interesa después. Tendremos que cuidar de nuestros hombres.
Salvo por ello, los comentarios que se oían sobre el transcurso de la guerra eran
positivos. Tras las victorias iniciales de los bóers, que al principio habían ocupado
ciudades como Kimberley, Ladysmith y Paardeberg y que las habían conservado
durante una temporada, los ingleses habían iniciado la ofensiva. La mayoría de las
ciudades ocupadas se habían liberado y los ingleses dominaban los centros
neurálgicos de la república bóer. También los neozelandeses celebraron su primera
victoria. Después de que su misión se desarrollara al principio de modo algo
improvisado y que el primer contingente sufriera graves pérdidas en Jasfontein, se
recuperaron al cabo de unos días y lucharon como leones. El 15 de enero, los
neozelandeses rechazaron con valentía un ataque de los bóers contra su campamento.
Como recuerdo, el monte en que se había librado el combate se bautizó como New
Zealand Hill.
—No parece un país muy civilizado si todavía hay que dar nombre a los montes
—observó Vincent con escepticismo, después de que los oficiales celebraran una vez
más la victoria con vino en abundancia—. Cuando uno piensa que en el nuestro cada
uno tiene dos nombres…
La mayoría de las montañas, lagos y otros accidentes geográficos de Nueva
Zelanda se conocía tanto por el nombre maorí como por el pakeha.
—Los primeros colonos también debieron de bautizar sus montañas —opinó
Kevin—. Pero seguro que a los bóers les da igual. Ni siquiera saben los nombres
originales de las tribus. ¿O crees que de saberlos los habrían llamado hotentotes o
cafres?
—Sería interesante saber de qué lado están estos últimos en esta guerra. —Vincent
arqueó las cejas—. ¿Apoyan a los bóers o a los ingleses?
—Se mantienen al margen —explicó el sargento, que sabía algo más que el resto
de oficiales sobre la situación en Sudáfrica. Era uno de los pocos soldados
profesionales y antes de esa operación había servido en el pequeño ejército
neozelandés. Sin embargo, nunca había entrado en contacto con el enemigo, incluso
las tristemente célebres Guerras Maoríes habían estallado decenios atrás. El sargento
Willis se había alistado como voluntario con la esperanza de oír por fin cómo las balas
le zumbaban alrededor—. En cualquier caso, los ingleses quieren que los indígenas se
mantengan aparte —prosiguió—. Por esa razón no nos acompaña ningún regimiento
maorí… por mucho que los jóvenes se precipiten a las oficinas de reclutamiento. Al
parecer no quieren complicar este asunto más de lo que ya está.
Tras cinco semanas de travesía sin apenas incidentes, durante las cuales los
oficiales pasaron el tiempo inmersos en inagotables discusiones y los soldados se
ocuparon sobre todo de organizar peleas de boxeo, el contingente neozelandés llegó a
la pequeña ciudad de East London. En principio debería haber desembarcado en
Beira, como los anteriores contingentes, pero ya en alta mar, el comandante Jowsey
había recibido por radio indicaciones de que la caballería era más necesaria en el
Estado Libre de Orange, una de las repúblicas bóers insurrectas. Allí se habían
producido disturbios en el sur y el este, sobre todo sabotajes en la línea de ferrocarril.
No obstante, East London daba la impresión de ser una población pacífica y más
idílica que la gran ciudad cuyo nombre había adoptado. Se hallaba en una costa de
extraordinaria belleza, en la que se alternaban las playas de arena con colinas y rocas
rojizas. La ciudad se componía de un fuerte y un conjunto de cuidadas casas blancas,
así como de granjas en los alrededores. El clima era subtropical y las calles estaban
flanqueadas por palmeras y flores. Además, desembocaba ahí el río Buffalo, lo que
convertía esa localidad en el único puerto fluvial de Sudáfrica.
No obstante, era un puerto más bien pequeño. Vincent se inquietó cuando hubo
que desembarcar los caballos. Sin embargo, se vio gratamente sorprendido. Todos los
ayudantes hablaban un inglés perfecto. Incluso los trabajadores, en su mayoría
menudos y de piel oscura, que colaboraban en la instalación de las rampas para
descargar el barco, se hacían entender sin problema.
—Pensaba que aquí se hablaba el holandés —comentó Kevin a uno de los
oficiales ingleses que recibían a las nuevas tropas—. Y me había imaginado a los
nativos con la piel más oscura…
El coronel se echó a reír.
—East London es de origen inglés —explicó al joven médico—. En su origen se
trataba de una base militar contra los indígenas. Los xhosa, un pueblo con capacidad
defensiva, aunque no tan agresivo como el zulú. Tras la guerra de Crimea se
instalaron colonos alemanes. Pero también ellos hablaban inglés, pues habían servido
previamente en la legión británico-alemana. Esta localidad es una de las pocas inglesas
desde su fundación, por aquí no hay bóers. A ellos no les gusta vivir en la costa. Bóer
significa campesino, y eso es literalmente lo que son. Prefieren vivir en el campo, no
ven a los forasteros con buenos ojos y van a la escuela lo justo para aprender a leer la
Biblia. Nunca se han interesado por el comercio ni por las travesías marítimas. Una
vez que la Compañía de las Indias Orientales se declaró en quiebra, el comercio del
Cabo quedó en manos de los hugonotes, que habían inmigrado en el ínterin, y de los
judíos. Y ahora de los ingleses. Pero el centro del comercio se encuentra en Durban.
East London es una ciudad amable pero somnolienta…
—¿Y los nativos no pusieron ninguna objeción? ¿Contra todos los inmigrantes,
contra el cambio de propiedades? —Kevin seguía contemplando a trabajadores de piel
clara y muy cordiales.
—Los nativos son muy distintos. Depende de la tribu de la que procedan. En su
aspecto y en el trato. En Ciudad del Cabo siempre colaboraron mucho, pese a que casi
todos fueron exterminados por los holandeses. La gente menuda y morena que
deambula laboriosa por aquí es india, procede de las tropas de apoyo del ejército. Los
indios trabajan también de enfermeros, les traspasaremos algunos. Son muy
voluntariosos, aplicados y serviciales.
Kevin frunció el ceño.
—¿Se refiere a que ya no quedan negros indígenas? Pero ¿no se trataba de acabar
con la esclavitud con esta guerra?
El coronel sonrió.
—Hasta cierto punto —murmuró—. Y claro que quedan indígenas todavía. Pero
los xhosa de aquí y los zulúes de los alrededores de Durban no son mano de obra
utilizable. Negros como la noche y grandes guerreros, podríamos reclutarlos para que
masacrasen a los bóers. En eso tienen sus tradiciones, lo hacen de buen grado. No me
pregunte por qué nuestros líderes se niegan a hacerlo, pero es probable que tengan
miedo de que a continuación se vuelvan contra los ingleses. En cambio, para labores
de granja y cortar caña de azúcar en las plantaciones que hay por Durban, ¡para eso sí
que sirven! Eso es lo que hacen cuando se les convierte prácticamente en esclavos, lo
que entre los bóers es habitual; como ha señalado usted, también por esta causa
estamos en guerra. —La sonrisa del coronel se convirtió en una mueca irónica.
También él debía de saber que en esa guerra eran más importantes las riquezas del
subsuelo que los derechos humanos—. Al menos aquí no sometemos a nadie,
dejamos que la gente haga lo que quiera. La mayoría vive en el interior y explota sus
propios cultivos y ganado.
Kevin asintió y se reunió con Vincent, que supervisaba la descarga de los caballos.
El joven veterinario estaba satisfecho con el estado en que se hallaban sus protegidos
y jugueteaba con su yegua Colleen. Kevin desembarcó a su caballo blanco Silver.
—¿Cuándo proseguimos viaje? —preguntó, gratamente sorprendido al enterarse
de que los soldados contaban con un par de días para aclimatarse.
—Después del desastre acontecido con el primer contingente, que salió del barco
prácticamente para entrar en combate, han aprendido —señaló el sargento Willis
sonriendo, y anunció que se realizarían unos ejercicios con los caballos al día
siguiente.
No obstante, Vincent protestó. Explicó que para los animales era mejor ejercitar las
patas lentamente y sin jinetes después de la travesía. Algo que podrían hacer en los
grandes corrales que circundaban el cuartel.
—Aquí los llaman krals —explicó al nuevo amigo de Kevin el coronel Ribbons,
un natural del país. Como comentó más tarde, procedía de Ciudad del Cabo—. Como
a los poblados de los indígenas.
—Eso ya permite apreciar la estima que se les tiene a los negros en este país —
señaló Vincent—. No quiero ni pensar en lo que nos dirían nuestros maoríes si se nos
ocurriera llamar marae a los rediles.
Ribbons hizo un gesto de impotencia.
—Aquí la convivencia no es muy pacífica —observó—. En general, todo el
mundo se pelea con todo el mundo. No obstante, a veces existen relaciones muy
estrechas entre familias negras y blancas. La mayoría de los regimientos bóers tienen
rastreadores negros y son estupendos y muy leales. Igual que los que están en el
bando inglés. De forma oficial, sin embargo, no hay tropas de apoyo negras, aunque
algunos oficiales no logran ni dar un paso sin sus boys. También hay un par que sirve
en el comedor de oficiales. ¿Qué les parece si les llevo hasta allí? Beberemos unas
cervezas para brindar por la feliz travesía, y si mañana y pasado mañana tienen ganas
y sus caballos ya están en forma, les llevaré a dar un paseo por el veld. En los
alrededores se ven muchos animales de interés…
Para Kevin y Vincent, los primeros días en Sudáfrica constituyeron de hecho unas
vacaciones más que una guerra. Por supuesto, Kevin y otros dos médicos montaron
sus hospitales de campaña y Vincent se ocupó de los caballos. Era por el momento el
único veterinario de todo East London, pues sus colegas estaban fuera con las tropas
de combate. De ahí que hasta los granjeros de los alrededores le consultaran, y él
disertaba orgulloso de los partos de terneros y los caballos con cólicos a los que había
atendido.
—Los bóers son los únicos que no tienen el menor interés —comentó casi con
tristeza, cuando el tercer día de su estancia se internó en la selva a caballo con el
coronel Ribbons y Kevin.
—¿Los bóers? —preguntó Kevin—. Pensaba que por aquí no había.
Ribbons asintió.
—Apenas. Solo un par, a los que llamamos bóers del Cabo, porque la mayoría
vive alrededor de Ciudad del Cabo. Conviven pacíficamente con los ingleses y en
casos excepcionales también se casan con ellos…
A Kevin se le escapó la risa.
—¿En casos excepcionales?
Sin embargo, Ribbons conservó la seriedad.
—Para esa gente es una vergüenza que una muchacha bóer entre a formar parte
por matrimonio de una familia inglesa, algo casi tan malo como que tenga un amante
negro. Aunque los padres tampoco han de vigilar especialmente a sus hijas, ya que
ellas mismas se mantienen apartadas por propia iniciativa, como si los ingleses
fuésemos la personificación del diablo. Antes se enamora un joven rebelde de una
chica inglesa. Pero también eso causa problemas. Mi cuñado es bóer, viticultor,
conozco el tema porque lo vivo en mi propia familia. No tenemos nada contra Peter,
pero desde que Joan se casó con él apenas la vemos. Él mismo casi nunca pasa por
nuestra casa, supongo que su familia le presiona cada vez que visita a sus suegros. A
estas alturas, ya aceptan a Joan en su pueblo, siempre que no hable ni una palabra en
inglés, pero en la iglesia, por ejemplo, evitan a Peter. Desearía con toda su alma
aceptar un cargo cualquiera (la iglesia es muy importante para los bóers), pero no lo
conseguirá. Y lo dicho: los bóers del Cabo son los más comedidos, tampoco ahora
que hay guerra toman partido. En cambio los otros…
—En cualquier caso, se han negado a que me ocupe de su poni —terció apenado
Vincent, que no parecía haber prestado oídos a la conversación—. Su vecino inglés
quería presentarme a esa gente, ya lleva días viendo al pobre animal con las patas
hinchadas en el kral. Flemón coronario, hay que envolverlo con cataplasmas de ácido
fénico. El bóer lo trata orinándole encima. En principio, no es incorrecto, pero debería
mojarse y explorar la herida. Si es muy profunda, el… hummm… líquido… no
llegará al fondo.
Kevin y Ribbons rieron.
—Los bóers tienen sus remedios domésticos —señaló Ribbons—. Y no hay quien
los aparte de ellos, no se haga ilusiones al respecto. Tampoco hay médicos. No solo
mueren los caballos por enfermedades que ya cuentan desde hace mucho con un
tratamiento. A la guerra se llevan a sus esposas, en serio, ellas conducen los carros de
bueyes detrás de las tropas y curan a sus maridos, hasta practican amputaciones. Un
pueblo tenaz, incluso las mujeres. Y creyente… En caso de duda, rezan.
Kevin encontraba cada vez más interesantes a los bóers, estaba impaciente por
conocer personalmente a uno. Pero antes, entró en contacto con algunos cuadrúpedos
del país. Poco después de East London empezaba el llamado bushveld, una tierra
suavemente ondulada, en su mayor parte recubierta de hierba y no muy distinta del
tussok neozelandés. De vez en cuando surgían también grupos de árboles, algunos
formando extrañas esculturas, y arbustos bajos. Kevin se quedó atónito cuando
apareció un pequeño antílope marrón y un instante después toda una manada.
—Impalas —se los presentó Ribbons—. Los bóers los llaman rooibok.
Y a continuación Silver casi fue presa del pánico cuando, entre dos árboles, asomó
una jirafa, rumiando pacíficamente con la boca llena de hojas.
—¡Increíble! —exclamó Vincent—. ¿Hay también leones aquí?
—Rinocerontes. —Ribbons sonrió—. Pero para verlos debemos internarnos más
y con bastante rapidez. No debemos aproximarnos demasiado a ellos o nos atacarán.
Kevin podía comprender que su caballo no estuviera impaciente por encontrarse
con el animal más grande del veld. El joven sabía que la jirafa no le haría nada, pero
no estaba habituado a pasear a caballo entre animales exóticos sin la protección de
vallas. El médico siempre palpaba su fusil cuando algo se movía entre la maleza,
mientras que Vincent, cautivado, iba identificando distintos tipos de antílopes. A
Kevin, algunos animales le parecían capacitados para defenderse. Silver se llevó un
susto de muerte cuando un ñu macho, del tamaño de un toro adulto, avanzó a galope
hacia los jinetes para defender su territorio.
A continuación pasaron por un kral, una aldea de indígenas. El joven médico tuvo
la impresión de que era más primitivo que los poblados maoríes de Nueva Zelanda,
pero ahí el clima era más cálido y la construcción no requería ser tan maciza. Estaba
constituido por varias cabañas redondas, incluso el asentamiento formaba un círculo.
Los habitantes utilizaban zarzales para cercarlo, lo que parecía suficiente para
mantener alejados a los animales salvajes.
—Sirve para defenderse de otros indígenas armados con lanzas —señaló Ribbons
—. Pero de nada sirve contra las armas de fuego. Antes eran campamentos de
guerreros, mucho más grandes que este pequeño poblado, pero los negros ya no
pretenden imponerse, se contentan con que los dejemos en paz.
Eso parecía cierto, si bien la gente del kral contemplaba a los jinetes con
escepticismo e intentaba ignorarlos. Ni punto de comparación con los maoríes, que
eran muy hospitalarios incluso con los pakeha.
—¡Esto es un paraíso! —exclamó entusiasmado Vincent por la noche.
Kevin guardó silencio. Sudáfrica era hermosa, pero no acababa de sentirse a gusto
en ese país. Tal vez fuera realmente un acierto que los británicos se ocupasen de una
vez por todas de pacificar el territorio, pero también era posible que eso lo empeorase
todo.
2
Esto también era válido para Kevin, a quien se le indicó que abandonara el
hospital de campaña, cuyos utensilios y vituallas ya estaban cargados en los carros.
—Cargue dos caballos con lo imprescindible —recomendó Jowsey—; suponemos
que también los otros regimientos cuentan con médicos, vendajes y medicamentos.
Debe de haber destacamentos que se encuentren más cerca. Para nosotros lo
primordial es la velocidad, hay que liberar la población.
El recorrido se inició a través del bushveld y al cabo de poco hasta Silver se
acostumbró a los ubicuos rebaños de antílopes. Luego atravesaron un terreno
montañoso que exigía más esfuerzo de los caballos. Al anochecer, los hombres
montaban las tiendas en montañas y colinas que ofrecían un panorama más amplio de
las llanuras del Cabo. El territorio parecía deshabitado. Había probablemente nativos,
pero no se dejaban ver.
—A partir de ahora esto se vuelve peligroso —advirtió el comandante la mañana
del sexto día, una vez que hubieron dejado las montañas. Ante ellos se extendían unas
planicies fértiles, tierra de campesinos, tierra de bóers.
—El Estado Libre de Orange —declaró Ribbons, que acompañaba a los
neozelandeses como guía conocedor de la localidad—. Fundado por los bóers
después de que los británicos se anexionasen la colonia del Cabo y prohibieran la
esclavitud. Como a los blancos no les convenía, emigraron hacia el interior en grupos.
En carros de bueyes, debió de ser una epopeya. Todavía hoy en día se habla del Gran
Trek. Este territorio no estaba deshabitado, aquí vivían los zulúes, los basotos, los
batsuanos… y ninguno quería renunciar a sus tierras. Se produjeron luchas
sangrientas, otra colonia de campesinos habría arrojado la toalla. Pero no los bóers,
ellos fueron contundentes e Inglaterra al final reconoció el estado…
—Hasta que se encontró oro —recordó con ironía Kevin.
Ribbons frunció el ceño, pero hizo un guiño al mismo tiempo.
—La versión oficial es que no podemos permitir el trato que dan a los extranjeros
y nativos. También ha habido provocaciones y…
—Y diamantes —concluyó Vincent con sequedad—. Está bien, sin duda
interpretaremos el papel de libertadores.
Los bóers habían llegado más como conquistadores a la región, y habían
demostrado buen olfato para hallar prados y tierras de cultivo fértiles y valiosas. Había
ahí poco espacio natural para antílopes y ñus y era probable que hiciera mucho tiempo
que no se vieran rinocerontes. En su lugar se alineaban uno tras otro primorosos
campos de cultivo de cereales y verduras. Parte de ellos estaban a punto de ser
cosechados y en un par de ocasiones los jinetes también vieron a gente trabajando:
negros sobre todo, y algunas mujeres, chicas o niños blancos.
Ninguno de ellos hizo caso de las tropas que pasaban, lo que a Kevin le recordó el
poblado nativo del veld. Los negros nunca levantaban las cabezas y los blancos
lanzaban, en el mejor de los casos, miradas cargadas de odio a los hombres de
uniforme.
—Dios mío, se diría que ese pequeño está deseando pegarnos un tiro —observó
Vincent cuando pasaban por un campo de trigo en el que cinco negros eran
supervisados por un niño blanco de unos diez años de edad. El crío miró a los jinetes
sin disimular su ira.
—Tenemos suerte de que no esté armado —respondió Ribbons con gravedad—.
Es posible que su madre le haya quitado el fusil temiendo que lo hiciera y que el niño
resultara abatido. Además, nosotros nos llevaríamos el fusil. En realidad, la gente
tendría que haberse desprendido de ellos, este territorio está bajo control inglés desde
hace tiempo y hemos confiscado las armas. Pero no se hagan ilusiones, van armados
hasta los dientes y yo no aconsejaría a nadie que se dirigiese solo a una de estas
granjas. Y en lo que respecta a los negros… lo dicho, gente leal. Tal vez porque no les
queda otra opción. Sus tribus han sido diezmadas, sus tierras pertenecen a los
blancos… Si no quieren morirse de hambre, se quedan donde están y obedecen al
baas, que es como se llama aquí al patrón blanco. Y a los hijos de este.
Entretanto habían aparecido las primeras granjas, que a Kevin y Vincent casi les
recordaron a su hogar. Desde luego no eran como las grandes residencias de los
barones de la lana, pero la granja bóer media era equiparable a las propiedades más
pequeñas de las Llanuras. Casas de madera sencillas, con porches más grandes que en
Nueva Zelanda porque la vida durante el día discurría más en el exterior. En general,
la construcción bóer era más pesada y firme y de colores menos llamativos. A veces se
utilizaba el adobe en lugar de la madera, inspirándose más en las técnicas de los
nativos. El estilo de construcción era sobrio y sin ornamentos, lo único que causaba
un efecto exótico eran las chozas redondas algo alejadas de las residencias. Ahí era
donde vivían los trabajadores negros.
—Aunque las casas de East London son más bonitas —comentó Vincent.
Había visitado algunas granjas del lugar y comentó que eran más grandes y más
originales. Disponían de un arco de medio punto o un frontón que amenizaban la
sencillez de las fachadas.
—Las más bonitas están en el Cabo —dijo Ribbons, elogiando las de su lugar de
procedencia—. Suelen estar en terrenos de viñas y ahí los propietarios no escatiman.
De un viticultor se espera un poco de gusto por la vida. Aquí, por el contrario, nadie
toma ni un sorbo de alcohol. Su dirigente, ese Ohm Krüger, ¡llegó a pedir un vaso de
leche en la mesa del emperador alemán! Se pasan el día rezando y trabajando y están
convencidos de que Dios los ha conducido a esta tierra como condujo a los judíos a
Israel. Y se aferran a ella con uñas y dientes. Y eso todavía empeora con esta guerra…
Kevin no tardaría en comprobarlo con sus propios ojos. Después de cuatro días de
dura cabalgada llegaron por fin a Wepener. El comandante de las fuerzas inglesas
ordenó acampar en un campo despejado con vistas a una cadena montañosa, donde al
parecer estaban los sitiadores a quienes ahora se quería acorralar. El ejército de
liberación estaba formado, además de por neozelandeses e ingleses, por unidades
escocesas y australianas, y sus dirigentes tenían que ponerse de acuerdo antes de pasar
a la acción. Primero dejaron que sus hombres montaran un campamento y que
esperaran.
Kevin no se enteró demasiado de los preparativos para el combate, pues enseguida
lo asignaron al oficial médico en jefe, un tal doctor Barrister. Este tenía el rango de
comandante, pero no parecía darle demasiada importancia. Saludó amistosamente a
Kevin y mostró su entusiasmo al ver las vituallas que el joven había llevado en los dos
caballos de carga.
—Siempre es bueno que la gente tenga iniciativa propia —lo elogió—.
Necesitaremos todos los apósitos que podamos conseguir. Han convocado aquí a las
tropas tan deprisa que todavía no han llegado todos los carros con el equipo. Por
suerte, la cocina de campaña está totalmente provista, pues nuestro querido
comandante en jefe Redvers Buller pone empeño en que nadie debe morir con el
estómago vacío.
Era evidente que Barrister no tenía a Buller en muy alta estima, pero, de todos
modos, este pronto sería relevado por un tal lord Roberts y su ayudante Kitchener.
—Entonces tampoco tenemos tienda —advirtió Kevin—. ¿Dónde hemos de
atender, al aire libre?
—Tenemos una tienda —respondió Barrister—. Me la he agenciado en la sección
de cocina. Aunque no es suficiente, la utilizaremos para los primeros auxilios. Para los
otros casos requisaremos una granja.
—¿Que haremos qué, señor? —preguntó el doctor Tracy, un compañero
australiano.
Barrister rio.
—También novato en la guerra, ¿no? A ver, presten atención. Requisar la
propiedad de un enemigo vencido es una práctica corriente en los conflictos bélicos.
Uno se limita con ir y apropiarse de lo que necesita. En el caso de nuestra granja no es
nada irreversible, esa gente recuperará su casa. Así pues, pongamos manos a la obra y
busquemos la propiedad más cercana. Parto del supuesto de que todos ustedes han
disparado un arma alguna vez.
Los médicos —Kevin, un escocés rechoncho que se llamaba McAllister y el
australiano, de aspecto delicado— lo miraron indignados. Pese a ello, el australiano
no parecía ducho en el manejo de armas, aunque, claro está, también él debía de haber
recibido una formación básica.
—¿Cree entonces que tendremos que utilizarlas? —preguntó preocupado.
Barrister se encogió de hombros.
—Es una guerra, debemos estar preparados para cualquier cosa. Así sucede en
cualquier conflicto, pero estos bóers todavía lo ponen más difícil. Por eso, estén
siempre alerta. Nos llevamos también a todo el equipo, los soldados que haya entre
los enfermeros deben ir armados y los indios deben aparentar que lo están.
Los cuatro enfermeros indios que llevaban tiempo al servicio de Barrister
contestaron con una sonrisa cordial. El ambiente era indudablemente bueno.
Kevin enseguida se sintió mejor.
—Pues en marcha, chicos, ¿alguien sabe dónde se encuentra la granja más
cercana?
Se encontraba detrás de la segunda colina, una finca cuidada con esmero y muy
bien ubicada junto a un río. A Kevin le recordó un poco la casa de sus padres. No
obstante, ahí se dedicaban a la agricultura, no se criaban ovejas; había pajares y silos
en lugar de cobertizos para la esquila; los campos empezaban después del huerto y las
dehesas, donde en esos momentos no pastaban ni caballos ni bueyes. Hasta entonces
solo se habían cosechado unos pocos, pero parecía necesario que siguieran. Tampoco
vieron a nadie trabajando en el exterior; los propietarios se habían atrincherado,
atemorizados ante el avance británico.
—Tal vez hayan huido, sería lo mejor —opinó Barrister, pero detuvo a sus jóvenes
médicos cuando estos se disponían a entrar en la granja sin precaución alguna—.
Desmonten, dejaremos fuera los caballos —ordenó—. Pónganse los cascos, preparen
armas, listos para el combate. Avancen lentamente, siempre cubiertos por un
compañero.
—Ni que fuésemos a asaltar un fortín —comentó Kevin al pelirrojo escocés
cuando los dos se parapetaron tras un árbol—. Me sentiré muy tonto si la casa está
deshabitada.
El escocés suspiró.
—Eso dijo su predecesor —observó—. Y luego llovieron las balas desde la casa.
En Ladysmith vivimos una situación similar a esta. La compañía del grupo sanitario
perdió tres hombres.
Kevin tragó saliva y por primera vez desde su llegada a África sintió que el
corazón se le aceleraba. Corrió detrás de un pajar para ponerse a cubierto. También
los demás soldados y médicos se iban acercando a la casa, lo suficiente para divisar
dos cañones de fusil asomando por las dos ventanas que flanqueaban la puerta.
—¡Ni un paso más! —gritó una mujer. Parecía una persona joven, pero
sumamente decidida—. Si alguno se acerca más, ¡dispararemos!
La mujer hablaba inglés correctamente, pero con un marcado acento.
Barrister respondió:
—Le pido, por favor, que sea razonable, señora. Mi nombre es Barrister,
comandante Barrister, al mando del quinto dispensario de campaña. Vamos a instalar
un hospital en su granja. Pero no queremos echarla, basta con que ponga a nuestra
disposición los pajares… y quizás una o dos habitaciones para los médicos.
—¡Ustedes no van a hacer nada! —La joven subrayó la frase con un disparo de su
fusil.
Barrister se puso cuerpo a tierra y la bala levantó arenilla roja.
—No puede usted negarse, señora, es nuestro derecho.
—¿Derecho? —La mujer disparó a dar. Barrister se escondió detrás de un árbol—.
¡Usted no tiene ningún derecho aquí! Ni en esta granja ni en este país… ¡Largo de
aquí!
Barrister levantó la mano y los primeros sanitarios abrieron fuego.
De repente, a Kevin le pareció que su idea original de fichar a los ineptos para la
guerra ya no era tan buena. Y, además, tampoco tenía ganas de liarse a tiros con una
muchacha. Observó la finca con atención para formarse una idea de la casa. Carecía
de porche delantero, pero era poco probable que no tuviese ninguno. Posiblemente se
encontraba en la parte posterior, con vistas al río. Por tanto, también debía de haber
una puerta trasera.
Kevin llamó al escocés, en quien confiaba que tendría mejor puntería y más valor
que los demás.
—Así no conseguiremos nada, vayamos por detrás. Sígame.
—¿Qué le garantiza que no hay alguien allí escondido con un fusil? —preguntó
McAllister, pese a seguir diligente a su compañero.
Kevin hizo un gesto de ignorancia.
—Nada. Pero mientras Barrister discute delante con la chica, nadie sospechará que
nos acercamos por detrás. Al menos así lo espero. Y esa muchacha no parece tener
experiencia en combate.
McAllister fue a replicar, pero se lo pensó mejor. En cualquier caso, resultaba fácil
llegar a la parte posterior de la casa. Protegidos por el pajar, los dos médicos rodearon
la fachada y se ocultaron tras un seto. Detrás de la casa había un huerto cercado con
arbustos espinosos. Y, en efecto, había un porche comunicado con el interior de la
vivienda por una puerta ancha y de dos batientes.
—¡Ahí está! —susurró Kevin—. Venga, nos acercaremos por los lados. Con un
poco de suerte, la puerta no estará cerrada. Abriremos las dos hojas al mismo tiempo
y los sorprenderemos. Además, las puertas nos cubrirán en caso de que haya alguien
allí que nos dispare.
—Pero pasaremos de la claridad a la oscuridad —señaló McAllister—. Mientras
ajustamos la vista, pueden capturarnos. Miremos primero a través de la ventana para
cerciorarnos de que no corremos peligro.
A ambos lados del porche, unas ventanas daban al interior.
—Una cocina —murmuró McAllister, después de que los dos se acercaran
agachados y escudriñaran el interior de la casa—. No hay nadie.
—Y una especie de comedor —añadió Kevin—. También vacío. ¿Entramos?
El escocés asintió.
—Al parecer, tiene usted razón, se concentran en el acceso delantero. ¡Vamos allá!
¡A la de tres! Uno… dos…
Los hombres abrieron cautelosamente la puerta, dejando entrar la luz del sol en
una estancia amueblada con una basta mesa de madera y unas sillas sencillas. Se diría
que se trataba de una familia grande, Kevin tomó nota de que había nueve asientos. El
comedor delimitaba con una cocina también amplia y en un armario acristalado se
veía una vajilla con motivos azules.
—Muy bien, nos ponemos a cubierto y vamos avanzando despacio rumbo a las
habitaciones anteriores —indicó McAllister—. Piense que tropezaremos con gente y
que, si queremos aprovechar el factor sorpresa, debemos evitar que alguien grite.
Kevin reprimió la pregunta de cómo podía evitarse algo así. A fin de cuentas, no
se trataría de hombres, sino de mujeres y seguramente también de niños.
Prepararon las armas cuando se deslizaron a través de la puerta que separaba el
comedor de las demás dependencias.
—¡No… no disparar! —Era una voz femenina ahogada, no enérgica como la de la
joven de la ventana, sino atenazada por el miedo—. ¡Por favor, no disparar, baas!
Kevin examinó el pasillo oscuro que segundos antes le había parecido desierto… y
casi estuvo a punto de disparar cuando distinguió el cañón de un rifle apuntándole. La
joven estaba tan asustada que se había olvidado de bajar el arma. O simplemente la
sostenía tal como le habían enseñado u ordenado que hiciera. No se trataba de una
hija de bóers segura de sí misma, sino de una criatura aterrorizada, negra, con el
cabello corto y crespo y unos enormes ojos redondos, casi muerta de miedo.
—No matar a Nandé.
Kevin bajó su fusil.
—Nadie va a hacerte nada —le susurró—. Pero tienes que bajar el arma. Así, ¿lo
ves? —Le mostró cómo dirigía el cañón al suelo.
La joven dejó caer el arma. Una escopeta de caza, como comprobó Kevin.
—¿A quién se le ocurre? —dijo Kevin, con el susto todavía en el cuerpo—. Por
todos los santos, muchacha, casi te pego un tiro, tú…
—Dinos ahora mismo quién más hay en la casa —intervino McAllister, agarrando
con rudeza a la joven del brazo y arrastrándola al comedor para hacerla sentar en una
silla—. ¿Quién te ha dicho que vigilaras la entrada trasera?
—Mejuffrouw Doortje, la baas… Pero yo…
—¿Es esa mujer que dispara por una ventana delantera? —insistió McAllister.
—¿Eh? —La joven parecía superada por las circunstancias.
—¿La mujer de delante con el fusil? —preguntó Kevin con más amabilidad.
Tal vez los bóers fuesen huesos duros de roer, pero tratar con rudeza a esa criatura
asustada de apenas dieciocho años le parecía cruel.
—Ser tres mujer —respondió solícita Nandé—. Baas Doortje y Bentje y Johanna.
Y pequeños baas Thies y Mees…
—¿Thies y Mees son niños? —intentó confirmar Kevin.
Nandé asintió.
—¿Cuántos fusiles? —preguntó McAllister, señalando el suyo—. ¿Cuántos como
esto?
La muchacha levantó dos dedos.
—Y este —dijo, mostrando el arma que ella sostenía.
Kevin asintió. Encajaba con lo que habían observado en la parte delantera. Así
pues, solo tendrían que reducir a dos mujeres armadas, o a una mujer y un niño. Una
tarea por cierto desagradable.
—Escucha —le indicó a la chica negra, que seguía temblando—. No te haremos
nada si mantienes la boca cerrada. Quédate aquí y no te muevas de este sitio.
—Como nos ataques por la espalda, ¡te arrepentirás! —la amenazó McAllister,
colgándose al hombro el fusil de la muchacha—. Lo lamento, Drury —susurró
cuando volvieron a internarse silenciosamente por el pasillo—. Sé que parece
inofensiva. Pero ya he visto aquí cómo los niños se transforman en hienas. Y por un
par de amenazas no se morirá. Si tenemos que tomar por asalto la casa o si se produce
un tiroteo…
Por el momento todavía no podía hablarse de tiroteo. Barrister continuaba
intentando discutir razonablemente, interrumpido de vez en cuando por descargas que
partían de la casa. Esto simplificaba el avance de Kevin y McAllister, bastaba con que
siguieran las detonaciones para localizar a los tiradores. Finalmente se apoyaron en la
pared de la puerta que daba al vestíbulo. Oían la voz de Barrister, aunque no
distinguían las palabras, y la respuesta de Mejuffrouw Doortje: un disparo. No parecía
que allí escasearan las municiones.
—¡Vamos! —susurró McAllister mientras todavía resonaban los disparos—. Usted
se encarga de una y yo de la otra. ¡Y nada de amenazas! Las sorprendemos y
desarmamos, puede que estén dispuestas a dejarse matar a tiros.
Kevin se asombró una vez más, pero se preparó para obedecer las indicaciones en
cuanto McAllister abrió la puerta. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra.
En el pasillo no había ventanas y las contraventanas estaban cerradas, salvo por una
pequeña ranura a través de la cual pasaban los cañones. De un solo vistazo, Kevin
abarcó a las personas que se hallaban allí. Junto a la ventana, la joven con el fusil:
delgada, con un vestido de andar por casa oscuro y un delantal de puntillas claro, el
cabello cubierto por una capota. Estaba concentrada en los hombres que había frente a
la vivienda. La otra arma se hallaba en manos de un niño de unos diez años y que
también apuntaba a los soldados. Detrás, en un rincón de la habitación, había una
mujer más anciana que mantenía abrazados a tres niños más jóvenes.
—¡Que nadie se mueva! —ordenó el escocés, pero su grito se vio apagado por las
exclamaciones de los niños.
Los dos tiradores se dieron media vuelta, pero Kevin ya estaba junto a la mujer y
con un culatazo de su fusil le arrancó el arma de las manos. McAllister obró del
mismo modo con el muchacho, pero Kevin no tuvo tiempo ni de mirarlo. La
muchacha no parecía dispuesta a rendirse. Sin dejarse impresionar por el arma que la
apuntaba al pecho, empezó a golpear con los puños a Kevin, quien se desprendió de
las armas y se defendió con las manos. Una niña de unos trece años intentó recoger el
arma. Kevin lo evitó con rudeza de una patada. Empezaba a entender a McAllister.
Pese a todo, consiguió retorcer el brazo de la mujer y ponérselo a la espalda,
inmovilizándola. El jovencito a quien McAllister había arrebatado el fusil sollozaba de
rabia. El escocés controlaba a los demás con su arma.
—¡Todo en orden, comandante Barrister! —gritó hacia el exterior—. Pueden
entrar. Los tenemos bajo control.
Enseguida, la habitación se llenó de oficiales médicos y soldados ingleses. La
joven que Kevin sujetaba empezó a soltar gritos de indignación e improperios y a
darle patadas y morderlo.
—Buen trabajo, McAllister y… Drury, ¿no? Muy bien hecho. Pero tal vez alguien
debería librarle de esa fierecilla…
Kevin sonrió. El contacto con la fierecilla que estrechaba entre sus brazos habría
sido agradable si ella hubiese sido un poco más pacífica. No quería tocar a la mujer de
forma indecente, pero para evitar que le hiciese daño tenía que estrecharla contra sí y,
de improviso, sintió su espalda, los pechos grandes pero firmes, la cintura delgada y
las bien formadas caderas. Un cuerpo muy femenino pero fuerte, seguramente
acostumbrado al trabajo duro; una negrera no se habría presentado así ante Kevin.
Estaba impaciente por ver su rostro, pero solo le veía la nuca. Bajo la capota de un
blanco inmaculado y cuidadosamente planchada, asomaba brillante un cabello muy
rubio. Además, la joven desprendía un aroma embrigador. No era perfume, como
Juliet y las otras chicas de Dunedin, ni un olor natural y fresco como las jóvenes
maoríes. Mejuffrouw Doortje olía a pan recién horneado, dejando de lado el olor a
sudor y pólvora.
—Tal vez ahora esté dispuesta a comportarse de forma algo más civilizada —dijo
Kevin—. Entonces la soltaría. Venga, Mejuffrouw Doortje, sea lo que sea lo que esto
quiera decir. Deme su palabra. No le vamos a hacer nada…
—¿Cómo sabe usted mi nombre?
La joven se zafó cuando él aflojó la presión y se dio media vuelta para mirarlo.
Tenía un rostro ancho pero nada tosco, una nariz y una boca esculpidas con
delicadeza, las mejillas sonrosadas de la rabia y el esfuerzo. Probablemente se
ruborizaba con facilidad, era de tez muy clara. Sus ojos eran de un azul intenso, y
Kevin pensó en la porcelana de Delf del comedor familiar.
Antes de que pudiese contestar, una silueta oscura entró cautelosamente por la
puerta abierta.
—¿Baas…? —La muchacha negra.
—¡Nandé!
La mujer bóer a quien Kevin sujetaba gritó a la negra y dijo algo que sonó a un
fuerte improperio. Nandé bajó avergonzada la cabeza y se mordió un carnoso labio
color granate. Tenía la piel muy negra. Kevin pensó si se le notaría el rubor.
—¿Qué ha dicho? —preguntó después de que Mejuffrouw Doortje riñera a la
negra.
—Algo así como «miserable traidora» —tradujo el australiano Tracy—. El resto se
lo ahorro… la joven se expresa de una manera algo… procaz.
—¿Habla usted afrikáans? —preguntó asombrado Barrister.
Los refuerzos llegados de Australia y Nueva Zelanda no cesaban de sorprenderlo
gratamente. Primero la arriesgada acción de Kevin con McAllister, y ahora el
inesperado talento de ese joven médico de aspecto nada duro.
—Holandés, señor. Estudié dos semestres en Leiden.
Mejuffrouw Doortje le dirigió también a él un par de insultos.
Barrister suspiró.
—Conténgase, señorita, o no llegaremos a ninguna parte. Ya va siendo hora de
que aclaremos la situación. ¿Es ella su madre?
Miró a la anciana que todavía mantenía abrazados a los niños; no estaba claro si
para protegerlos o para evitar que atacaran como salvajes a los hombres. Al menos la
pequeña tenía una mirada tan cargada de odio como su hermana mayor. La anciana,
por el contrario, tenía la mirada perdida.
—Mi madre no habla inglés —respondió Doortje—. Y es ciega. Como le haga
algo…
Pero Tracy ya estaba hablando con quien era el ama de casa en su propia lengua.
Ella respondió de mala gana.
—Es Mevrouw Bentje van Stout —la presentó—. Con sus hijas Dorothea —señaló
a la prisionera de Kevin— y Johanna —Tracy se inclinó caballerosamente delante de
las jóvenes—, y sus hijos Thies y Mees. De su marido no dice nada, está en el veld.
Además hay dos familias negras que pertenecen a la finca, pero salvo esta joven dama
—Nandé se quedó de piedra cuando también se inclinó delante de ella—, el resto se
escondió cuando el ejército pasó por aquí. A lo mejor regresa, quizá necesitemos
refuerzos…
—¿Qué dice respecto al hospital de campaña? —preguntó Barrister.
La mujer soltó unas palabras llenas de odio.
Por el delgado rostro de Tracy corrió un ligero rubor.
—No sé si debo…
—¡Que revienten todos! —espetó la anciana.
Barrister se frotó la frente.
—Bien, la señora también habla algo de inglés. Da igual; trataremos con usted,
señorita Dorothea…
—Doortje —corrigió malhumorada la joven—. Y no espere ninguna colaboración
por mi parte. Ni mis hermanos ni yo les daremos facilidades, nosotros…
—Esto ya lo sabemos —observó Barrister—. Al respecto ya se ha manifestado
muy claramente antes. ¿Me enseña ahora la granja? Tal como le he dicho, no tenemos
intención de molestarla más de lo necesario. Nos interesan sus pajares, paja para catres
para los pacientes… También alimentos frescos si pueden prescindir de algo. ¿Ahí
detrás hay un horno? Huele a delicioso pan fresco…
—Lléveselo y a ver si se le atraganta —le soltó Doortje.
Barrister se tiró del lóbulo de la oreja, pero no perdió los modales.
—Doy por supuesto que ya no les queda ganado.
—¡Claro que no! Nuestra última vaca la requisó su llamado ejército de
liberación… y también los ponis.
—Mentira —dijo McAllister a Kevin cuando siguieron a su disgustada guía para
echar un vistazo a los edificios de la granja—. El ejército de liberación seguro que no
ha requisado los ponis, la caballería tiene sus propios caballos y los carros de cocina y
avituallamiento ya llevan tiempo enganchados. Los caballos de la granja se los ha
debido de llevar Mijnheer van Stout. Todos los bóers saben montar. Ellos no tienen
infantería. Bueno, ni siquiera ejército, si vamos a eso. Esos tipos se limitan a coger sus
caballos y engrosar un destacamento. Escogen a un cabecilla y, ya está, a la guerra. No
hay disciplina, todo el mundo entra y sale cuando le place. Pero son temerarios y
nunca dejan de sorprenderte. Por eso también tuvieron sus triunfos al principio. Pero
últimamente los estamos derrotando.
Kevin asintió, pero se preguntó cuánto tiempo habría de pasar hasta que se
rindieran los últimos destacamentos. No parecía como si un país hubiese declarado la
guerra a otro, sino más bien como si un gran ejército combatiera contra cientos de
grupúsculos. ¿Y cómo iba a apañárselas Inglaterra con un país donde los niños ya se
rebelaban de modo tan vehemente?
3
En los días siguientes algunos datos que Doortje van Stout les había facilitado se
demostraron falsos. Por ejemplo, un par de enfermeros que no tenían tareas que
realizar descubrieron a Nandé con un cubo de leche fría. Al parecer, los trabajadores
negros de la familia no habían huido, ni mucho menos, sino que guardaban la vaca
lechera en algún lugar del accidentado veld.
Kevin, a quien los hombres informaron de su descubrimiento, no traicionó a los
bóers acudiendo a Barrister. Entendía que esa gente quisiese conservar sus
propiedades y, a fin de cuentas, entre los ingleses nadie padecía hambre. En cuanto
quedó claro que las mujeres Van Stout no estaban dispuestas a colaborar con los
médicos, los militares pusieron a disposición del hospital un carro cocina como
solución provisional. Barrister intentó una vez más lograr un armisticio. Invitó a la
familia Van Stout a comer con sus oficiales. Sin embargo, Doortje se tomó a mal que
el oficial médico le pidiese poder utilizar la cocina de los Van Stout.
—Deje que nuestro cocinero haga maravillas, ¡es capaz! —le dijo—. El general
Buller lo tenía por uno de sus favoritos. Pero en un carro cocina así no puede hacer
gala de todo su talento…
Doortje, Johanna y su madre no respondieron, recogieron con mala cara la ropa
sucia y se marcharon al río para lavar. A los niños los atrajo más la cocina,
olisquearon el aroma que desprendía el asado y seguramente se les hizo la boca agua.
En la granja de los Van Stout nadie pasaba hambre, pero seguro que hacía mucho que
no comían carne. Las mujeres habrían puesto cerdos y bueyes a buen resguardo, pero
no se atreverían a realizar una matanza con el ejército inglés presente. Y por muy bien
que Doortje disparase —Kevin estaba convencido de que la audaz bóer era capaz—,
no se dejaría pillar con una escopeta de caza.
El aroma del asado de cordero era irresistible, pero, aun así, ninguno de los Van
Stout apareció para el banquete.
—Ha sido un intento —suspiró Barrister al tiempo que descorchaba una botella de
vino—. Podría habérmelo imaginado. Esa Dorothea es un hueso difícil de roer… y la
madre y la hermana no lo son menos.
—La hermana es una víbora —observó Tracy, que de vez en cuando espiaba a los
Van Stout—. Lo controla todo y cuando uno de los pequeños o un negro tiene un
mínimo gesto de amabilidad hacia nosotros, se lo cuenta enseguida a Doortje. Esta lo
regaña durante sus oraciones. La pequeña Nandé teme toparse con el ángel con la
espada de fuego detrás de cada esquina.
—Sin embargo, es una chica muy amable —observó Kevin, que con frecuencia
sentía pena por la joven negra.
En el ínterin, también el hermano de Nandé había vuelto a la granja y los dos
trabajaban en los campos de cultivo de sol a sol. Doortje los presionaba sin piedad,
pero tampoco hacía concesiones para consigo misma ni su familia. Johanna solía
quedarse con su madre en la cocina para ayudar a la ciega, pero los niños pequeños
tenían que colaborar en la cosecha. No obstante, rechazó indignada la ayuda que le
ofrecieron dos enfermeros neozelandeses, sin nada que hacer por el momento, que
procedían del campo y quisieron mostrarse galantes con las mujeres. Nandé seguro
que lo habría aceptado. Se la veía extenuada cuando por las noches regresaba del
campo, pero todavía se le exigía que sirviera la comida a la familia, fuera a buscar
agua y realizara otras tareas domésticas. Antes de que ella misma pudiese ponerse a
comer, ya era entrada la noche y probablemente tenía que preparar la cena por
separado. Los Van Stout no compartían la comida con los trabajadores negros. No les
dejaban pasar hambre, pero les habría resultado inconcebible compartir con ellos la
comida.
—¡Bueno, bueno! —sonrió McAllister, apuntando a Kevin con el índice—. ¿No
estará enamorándose precisamente de alguien de pelo negro y crespo? Pero se lo
advierto: dicen que las mujeres zulúes no son muy apasionadas…
A esas alturas, los médicos se habían enterado de que Nandé era una zulú de pura
cepa. Su nombre tampoco era un arreglo de Nancy o Suzanne, como Kevin había
supuesto al principio. De hecho, ella le había contado que le habían puesto el nombre
de la madre del legendario rey Shaka Zulú.
Kevin arqueó una ceja.
—¿Yo? ¿Enamorado de Nandé? Por favor, esa negrita todavía es una niña…
El doctor Tracy, que nunca hacía comentarios picantes pero había demostrado ser
un sagaz observador, sonrió.
—Por supuesto —señaló—. La actitud del doctor Drury está fuera de toda duda.
—Tracy tomó un lento sorbo de su copa de vino antes de proseguir—. Pero sí le ha
echado el ojo a la joven señorita Doortje.
A Kevin casi se le atragantó el cordero asado. Tosió y esperó que los demás
atribuyeran a la tos el rubor que le tiñó las mejillas.
—¿Doortje? —preguntó incrédulo McAllister—. Es como imaginar una relación
sentimental con una navaja de afeitar.
—¡Coronel! ¿Así habla usted de una señorita? —El comandante Barrister contuvo
la risa, pero de todos modos regañó a su subordinado.
Kevin se alegró de no tener que replicar. Tampoco habría sido capaz de explicar la
atracción que Doortje van Stout ejercía sobre él. Claro que habían tenido un obligado
contacto físico y que el cuerpo de la joven le había gustado. También su cara y su
cabello eran bonitos. Pero no podía ser solo eso lo que le atraía con una fuerza tan
irresistible. Era más bien… ¿su incontenible energía? ¿Su pasión? Si un día llegaba a
ser capaz de amar del mismo modo que ahora odiaba, Doortje van Stout sería un
ciclón de sensualidad. O puede que se tratase de su terquedad, de sus profundas
convicciones, que Kevin no compartía pero lo fascinaban. Él mismo se consideraba
un hombre bastante superficial y sus anteriores relaciones… Juliet no era más que una
mariposa que volaba de flor en flor. Pero Doortje… seguro que era constante, fiel,
con los pies en el suelo…
Kevin se censuró. ¿Desde cuándo esto último había sido un atributo femenino que
a él le sedujese? ¡El amor debía de haberlo cegado!
—La señorita es todo un desafío —observó Tracy.
Iba a añadir algo, pero entonces oyeron unos cascos. El jinete se detuvo delante de
la casa, al parecer para intercambiar unas palabras con los Van Stout o algún soldado.
Enseguida espoleó el caballo y lo detuvo delante del porche trasero, donde Barrister y
sus oficiales estaban a la mesa.
El jinete, un joven australiano, comunicó un mensaje antes de haber desmontado:
—¡Comandante! Acaban de producirse las primeras escaramuzas con el enemigo
en los alrededores de Wepener. Hay dos heridos. Envíe a sus hombres al hospital de
campaña y acuda a la tienda de primeros auxilios. La batalla empezará mañana.
El comandante Barrister dio por concluida la comida y distribuyó las tareas entre
sus médicos. Él mismo marcharía al frente a ocuparse de los primeros auxilios.
—El doctor Tracy me ayudará en el primer turno, luego nos relevarán el doctor
McAllister y el doctor Drury. Quiero que cada uno de los nuevos médicos entre en
servicio primero con un médico con experiencia en el frente. Después ya no importará
cómo nos repartamos, tal vez nos baste con un médico in situ y que el resto trabaje
aquí. Ya veremos cómo es de cruento el combate…
—¿Qué va a ser, un curso acelerado de cirugía? —preguntó Kevin a McAllister,
mientras Barrister y Tracy partían a caballo. Ambos debían supervisar de nuevo los
catres preparados y los quirófanos del hospital provisional. Al día siguiente no
podrían dormir mucho—. Reconozco que no tengo ninguna experiencia, así que dudo
que usted pueda ponerme al día en unas horas…
McAllister sonrió con amargura.
—Aquí aprenderá deprisa… A las malas, en especial para los afectados. Me temo
que maté a los diez primeros pacientes a quienes tuve que amputar un miembro…
Pero aquí no se trata de esto, más bien de… Doctor Drury, se va a habituar usted a ver
sangre. Por cierto, ¿cuál es su nombre de pila? El mío es Angus, puedes llamarme
Gus…
Kevin todavía estaba pensando en las extrañas palabras de Gus McAllister cuando
oyó un tintineo y el sonido de madera al astillarse. Alarmado, se levantó de un brinco
del jergón, parecía como si estuvieran saqueando la casa. ¿Acaso algún destacamento
que merodeaba por allí estaba asaltando el hospital? Cogió el fusil.
Angus McAlllister se cruzó con él cuando corría por el pajar. El escocés tenía un
oído más fino y ya había salido en calzoncillos y camiseta. Sonreía de oreja a oreja.
—No es la guerra, Kevin, solo tu futura amada. La señorita Doortje destrozando la
vajilla de la familia y las sillas del comedor, profanadas por dedos y traseros
británicos. Es inconcebible que un Van Stout vuelva a comer en esos platos o a
sentarse en esos asientos. —Rio—. Y encima, acaba de ver a un escocés en
calzoncillos.
Kevin resopló. Pero al volver a la cama no pudo evitar dormirse con la imagen de
Doortje en la mente. Un ángel vengador rubio llevado por la ira destrozando vajilla y
muebles… y que después le besaba con la misma pasión…
Al día siguiente lo primero que oyeron fue el fragor del combate. En los últimos
días habían resonado disparos, pero siempre esporádicos. Se diría más bien que eran
ejercicios de tiro y no un fuego cruzado o una batalla. Sin embargo, ahora a los
disparos seguían detonaciones de granadas, y si el ruido ya era fuerte en la granja de
los Van Stout, en el frente el estrépito debía de ser infernal.
El primero en llegar al hospital de campaña fue el doctor Willcox, el suplente de
Barrister, con dos heridos. Últimamente había permanecido en la tienda de primeros
auxilios en el frente y tratado heridas leves o ampollas en los pies de los soldados. El
día anterior, sin embargo, la situación se había agravado por primera vez. Los dos
heridos habían superado la noche. Uno solo tenía heridas leves y Willcox había
operado al otro, que ya estaba listo cuando Barrister y Tracy llegaron.
—El siguiente carro con heridos llegará probablemente en una hora como mucho
—anunció Willcox—. La batalla se ha iniciado a la salida del sol. Así que prepárense.
Willcox estaba ceñudo, pero los dos pacientes estaban fuera de peligro. Ambos
estaban bien cuidados y atendidos, y se hallaban cómodamente tendidos en un
colchón de paja en uno de los tres carros cerrados para el transporte de heridos. Los
enfermeros solo tuvieron que tenderlos en los sacos de paja.
Pero luego llegó el segundo carro y Kevin experimentó un anticipo de lo que le
esperaba en el frente. Casi resultaba increíble que dos médicos y un par de enfermeros
hubiesen podido prestar primeros auxilios a tantos heridos. Naturalmente, la calidad
de las curas era precaria: las heridas solo estaban vendadas con rapidez y los
miembros que iban a ser amputados solo se habían ligado. Los hombres yacían
apretujados en un carro apenas acolchado, algunos chillaban y lloraban.
—¡Estos de aquí primero! —indicó el doctor Willcox, señalando a un hombre con
un muñón en la pierna ensangrentado y a otro con el brazo desgarrado. El primero
estaba inconsciente y el segundo gemía.
»¿Alguna vez ha amputado una pierna, Drury? No, ya veo que no. Pero ¿sabe
utilizar una sierra? No se ponga verde ahora. Coja su instrumental quirúrgico y
ayúdeme…
Kevin logró sobreponerse al pavor inicial. En su consulta había amputado una
falange en una ocasión, y durante el período como asistente en el hospital de Dunedin
había realizado unas pocas operaciones. A Kevin le gustaba el trato con las personas y
había preferido la medicina general a la cirugía. Sin embargo, siempre había sido hábil
en el quirófano y durante la carrera, también en Patología. Una vez que se hubo
acostumbrado a manejarse con la sangre (no había asistentes que taponaran la sangre
cuando el cirujano cortaba), trabajaba deprisa y con eficacia.
Willcox estaba satisfecho con él.
—No se deje impresionar por los gritos cuando nos quedemos sin opiatos —fue
lo único que dijo—. Estamos bien abastecidos, pero con el ajetreo del combate no
siempre se dosifica con exactitud y hay que intervenir rápido…
Todo ocurría a una velocidad increíble. Sobre la mesa de operaciones de los dos
médicos, un paciente seguía a otro, los enfermeros los sustituían tan deprisa que no
daban respiro a los cirujanos. En la segunda mesa McAllister trabajaba con un
enfermero indio; ambos se encargaban de los casos más leves y realizaban una especie
de criba. Kevin lo comprendió cuando con el décimo paciente se preguntó por qué
conseguían, al menos en principio, salvarlos a todos.
—Los casos perdidos no nos llegan —respondió secamente Willcox, señalando a
McAllister. Junto con sus propias tareas, determinaba también el orden de las
operaciones. Y dejaba a un lado los casos más difíciles…
—Pero ¡eso es inhumano! —protestó Kevin—. En realidad son los primeros de
quien…
Willcox meneó la cabeza.
—Joven, intentar salvar a aquel desdichado… —señaló a un herido con un
disparo en el pulmón— nos llevará al menos dos horas y entretanto se nos habrán
muerto otros tres hombres, con una posibilidad de un diez por ciento de que el
primero sobreviva. Así no se trabaja en la guerra. También yo lo lamento…
El herido en el pulmón todavía era muy joven, posiblemente había falseado su
edad al alistarse como voluntario y se había puesto más años. Willcox lo miró con
tristeza.
—Deberían haberlo dejado morir en el campo. Pero a Barrister a veces se le
ablanda el corazón.
Las diez primeras horas transcurrieron para Kevin en un abrir y cerrar de ojos y
todavía seguía operando cuando al anochecer llegó el último transporte de heridos. Lo
acompañaba el doctor Tracy, quien insistió en ocupar el puesto de Kevin junto a la
mesa de operaciones.
—Tiene que ir al frente, Drury. Barrister todavía está operando y puede necesitar
ayuda. Haremos una especie de cambio provisional. McAllister le seguirá en un par de
horas.
—Pero usted debe descansar —dijo Kevin, observando a su compañero.
El doctor Tracy conservaba el porte erguido de un gentleman, aunque su aspecto
era lamentable. El uniforme, la noche anterior impoluto y con un planchado perfecto,
estaba sucio y manchado de sangre. Tenía el rostro macilento y caído, los ojos
hundidos en las cuencas y su mirada había cambiado. Se diría que el doctor Tracy
había visitado el infierno.
—Eso lo deberíamos hacer todos —respondió Tracy, y Kevin se preguntó si su
propia apariencia semejaría a la de su colega de trabajo. Sin embargo, se sentía en
buenas condiciones, era probable que se percatara del cansancio cuando se relajase.
»Y ahora quiero salvar a alguien —prosiguió Tracy—. Si… si veo a más muertos
todavía, entonces… —se irguió y tragó— entonces podría perder la compostura —
concluyó.
Dicho esto, cogió el bisturí. Kevin lo dejó trabajar.
Camino del establo, Kevin supervisó de forma somera el estado de sus pacientes.
Los enfermeros —los indios, así como los novatos neozelandeses— cumplían bien
con su trabajo. Aunque dos de los nuevos habían tenido que superar las náuseas del
principio, ya se habían sobrepuesto. Los heridos reposaban sobre sacos de paja
limpios, los enfermeros iban de uno a otro, los reconfortaban y les daban agua y sopa.
Uno de los nuevos auxiliares se sentó junto al moribundo herido en el pulmón, le
estuvo hablando y rezó. Kevin lo elogió y se preguntó si no habría ningún sacerdote
que se ocupara de estas cosas.
A otro enfermero le preguntó por los Van Stout. Tal vez todo el dolor que ese día
habían visto allí había conmovido a la familia y su postura era un poco más amable
con respecto a los médicos y enfermeros. Sin embargo, su interlocutor hizo un gesto
de ignorancia. Los Van Stout no habían hecho acto de presencia en todo el día.
—Tampoco están trabajando en el campo —informó uno de los indios.
El cocinero, cuyos ayudantes llevaban una gran cazuela de cocido al pajar en ese
momento, inspiró con fuerza.
—¡Están rezando! —respondió, al tiempo que llenaba un plato de sopa para
Kevin. Hasta entonces el joven médico no se había percatado de lo hambriento que
estaba—. Desde hace horas. Yo no entiendo esa jerga que hablan, pero si me pregunta,
piden por la victoria de los bóers. ¿No se puede prohibir eso, doctor? A mí me pone
de los nervios.
Kevin esbozó una sonrisa cansina entre dos rápidas cucharadas de sopa.
—Lo mejor es que no haga caso —dijo—. De todos modos, no podemos
prohibirlo, tiene usted que contentarse con confiar en Dios. No presta oídos a todo el
mundo… Por cierto, esta sopa es estupenda, ¿dónde me ha dicho que estaba el
restaurante donde trabajaba antes? ¿En Melbourne?
Kevin siguió conversando con el cocinero mientras los enfermeros iban llegando
uno tras otro para comer, todos tan hambrientos como él mismo.
Luego salió de mala gana del hospital y descubrió, para su sorpresa, a uno de los
negros, el hermano de Nandé. El hombre se deslizaba al amparo de la oscuridad y
miró alrededor antes de colocar un cubo de agua delante de la puerta del pajar. Seguro
que sus patronas no sabían que prestaba así su ayuda.
—Nos ha suministrado agua todo el día —señaló uno de los enfermeros
neozelandeses—. Algo muy útil, pues todos teníamos mucho que hacer. Y la mujer
zulú nos trajo antes medio cubo de leche. Creo que los negros están de nuestro lado.
A ellos tampoco les gustan los bóers.
El joven médico pensó que tampoco tenían ninguna razón para que los ingleses les
cayeran bien. Al fin y al cabo, no deberían haber reconocido la república de los bóers
con sus retrógradas leyes. Al tomar el país tendrían que haber luchado a favor de los
negros, en lugar de hacerlo ahora por el oro. Pero luego no pensó más que en Doortje.
Cuando pasó a caballo por delante de la casa, oyó su sonora voz. Hablaba en su
lengua, holandés o afrikáans, como lo llamaban, y parecía estar leyendo en voz alta la
Biblia o un libro de oraciones. A la luz de las lámparas de aceite distinguió su silueta
delgada, su pulcra capota sobre los cabellos tan rubios. No parecía que se la quitara
nunca; tendría que preguntar a alguien si había motivos para ello. Kevin se imaginó
cómo la desataba y el cabello caía en suaves ondas sobre la espalda de la muchacha.
Como el oro, pero sin el brillo metálico que hacía tan especial el cabello de su sobrina
Atamarie. El cabello de Doortje era dorado como las espigas de trigo…
Kevin pensó que valdría la pena luchar por ese oro.
Así pues, los Drury alquilaron una sala de fiestas del hotel Leviathan en Queens
Gardens. Patrick contrató a músicos, respondiendo a los deseos de Juliet —«Tu madre
seguramente escogería a un grupo de música de cámara y tu padre, a un violinista de
un pub irlandés»—, y Kathleen diseñó el traje de novia blanco como la nieve, así
como las prendas verde claro de las damas de honor, Roberta y Atamarie.
—Para los trajes de novia de esta temporada ya no precisaremos hacer más
publicidad a partir de la boda —opinó Claire satisfecha tras ver a Juliet por vez
primera con su vestido—. Cualquier chica de Dunedin soñará con presentarse alguna
vez en su vida así de hermosa ante el altar.
—Aunque sería deseable que estuvieran un poco más delgadas por la zona del
vientre —observó con sequedad Kathleen—. Aunque nadie lo notará, se ciñe el corsé
sin piedad… Es posible que el pobre bebé se ahogue.
—¿Bebé? —exclamó Claire como una inocente colegiala—. ¿Te refieres a que está
embarazada?
Kathleen asintió.
—Estoy segura. Y no desde ayer. No me gusta cotillear, pero me pregunto si no
tendrá esto algo que ver con el repentino deseo de Kevin de servir al Imperio.
Claire soltó una risita.
—No vas a cotillear, claro que no, Kate. Eso no es propio de la esposa de un
reverendo… Venga, ¿a quién más vamos a contárselo?
En cualquier caso, ese día Patrick era el hombre más feliz del mundo. Disfrutó de
la fiesta en el Leviathan y evolucionó con Juliet por la pista al compás del vals y luego
de música más moderna. La novia no tardó en sentirse mareada, lo que no era
extraño. Juliet iba con el vestido tan ceñido que apenas pudo probar los exquisitos
canapés.
—Tampoco ha bebido una gota de champán —susurró Chloé a Heather, su pareja
—. Así que hoy no cantará.
—Pues qué pena —opinó Heather—. Lo hace muy bien. Si en el futuro solo se
dedica a cantar nanas a sus hijos, derrochará todo su talento.
Chloé arqueó una ceja.
—¿Crees de verdad que tendrá hijos tan pronto? Bueno, desde mi punto de vista,
sabe perfectamente cómo evitarlo. ¡A fin de cuentas eso estropea la figura!
Heather frunció el ceño y contempló a Juliet con la mirada penetrante de la
pintora.
—Si no quiere tener hijos… ¿por qué abandona su talento y se casa con Patrick?
Me confundo, ¿o es que ha engordado un poco?
Atamarie y Roberta ni se fijaron en los posibles problemas relacionados con la
silueta de la novia. Habían aceptado un par de veces que las sacaran a bailar, pero se
morían de ganas de hablar la una con la otra. Finalmente, Atamarie se agenció una
botella de champán y las muchachas se retiraron al balcón de la sala de fiestas. Hacía
algo de frío, pero nadie las molestaría. Solo la vigorosa música —la banda
interpretaba ahora marchas de Sousa— llegaba hasta ellas desde el interior, poniendo
un fondo sonoro a sus palabras.
—¿Y luego se marchó, así como si nada? —preguntó Roberta.
Atamarie acababa de contarle el salvamento de Rawiri y la maravillosa velada en
que había estado paseando por la colina con Richard Pearse y le había contado que
soñaba con volar.
—¡Piensa exactamente como yo! ¡Siente como yo! ¡Y luego me besó!
—Pero ¿se marchó al día siguiente? —insistió Roberta.
—Bueno, no directamente —matizó. Le habría gustado continuar con la historia
de amor, pero lo cierto era que el día siguiente había sido decepcionante—. Fue más
bien que el profesor Dobbins pensó que no acabaríamos. No íbamos tan deprisa como
preveía, lo que tampoco era extraño con esos niños de mamá como Porter, que
necesitaban crampones para escalar cada montaña. Y treinta y tres mil hectáreas de
terreno montañoso… hay que darse prisa si se quiere acabar con la tarea en un par de
semanas. Sea como fuere, dividió el grupo. Nosotros seguimos desde Parihaka, pero
los estudiantes del tercer curso tenían que subir a la otra cara del Taranaki. Bajo la
dirección de Richard. —Hizo una mueca de desagrado con la boca.
—¿Y tenía que ser Richard a la fuerza? —preguntó Roberta—. ¿No podía
encargarse ningún otro? Me refiero a que… Richard ni siquiera es un auténtico
estudiante, si he entendido bien. ¿No podría ser que ese profesor Dobbins quisiera
manteneros separados?
Atamarie negó con la cabeza.
—Qué va, no creo. Al contrario, yo tenía la impresión de que encontraba tierna
nuestra relación…
—¿Tierna? —preguntó rígida Roberta. No concebía que un profesor de
universidad hubiese utilizado esa palabra.
Atamarie rio.
—Bueno, «tierna» no, pero tal vez… hummm… adecuada. En cualquier caso tuve
la sensación de que nos miraba con benevolencia. Pero no parecía tan contento
cuando Porter y los otros se metieron en el bosque con las chicas maoríes. Vio
también que mi madre había visto…
—¿Tu madre lo encontró bien? —exclamó Roberta—. Que te marchases al bosque
con Richard…
—Yo no estuve retozando con Richard en el bosque —suspiró apenada Atamarie
—. Solo paseamos por las colinas. Ya te lo he dicho. Por el tema de la corriente
ascendente. Y el ángulo de inclinación. Yo pensaba que uno así podría ser adecuado
para realizar pruebas de vuelo, pero Richard opinaba que allí no podía alcanzarse la
velocidad necesaria para planear simplemente. Como mucho con un biplano.
Lilienthal…
—¡Atamie! No tengo ganas de asistir a una clase técnica. Sigue hablándome de ese
Richard. ¿Te cogió al menos de la mano?
Atamarie asintió.
—Sí. Y también me besó. En la boca. —Se calló los esfuerzos que tuvo que hacer
para motivarlo—. Richard es un caballero.
—Que al día siguiente se contentó con marcharse —repitió Roberta—. ¿Y no
podías ir con él a la otra cara de la montaña?
Atamarie negó con la cabeza.
—No, el profesor no lo hubiese permitido. Yo era la más joven del grupo y la
única chica…
—Pero ¿lo preguntó? Me refiero a Richard…
—Bueno… —De hecho había sido Atamarie quien lo había preguntado. Y quien
había recibido la previsible negativa. Richard Pearse no parecía ni siquiera haber
pensado en ello. Estaba demasiado emocionado por el hecho de que lo hubiesen
nombrado guía de la expedición. Por supuesto, también era un honor, a fin de
cuentas, no había asistido a más cursos que Atamarie—. Pero él es un genio —dijo
Atamarie cuando Roberta volvió al tema de si Richard no habría podido quedarse por
ella, simplemente—. El profesor es consciente. ¡Le espera un gran futuro!
Roberta arrugó la frente. Ese día estaba cautivadora; se había sentido encantada
cuando Kathleen la había ayudado a ponerse el vestido verde mate de dama de honor.
Últimamente solía vestirse de forma muy sombría, lo sabía. Pero sin Atamarie, que
siempre la animaba a atreverse con los colores, llevar más escote y seguir más la
moda, se dejaba influir por el espíritu de la Escuela de Magisterio. Ahí las chicas
llevaban ropa discreta, preparándose así para su futuro puesto. Ninguna de ellas
pensaba en casarse en una fecha cercana, todavía era habitual que una profesora
casada dejase de ejercer como tal. Y muchas estudiantes ya parecían solteronas. Si
bien participaban de las diversiones inocentes que reunían a los estudiantes, nunca
coqueteaban con los pocos alumnos varones. Estos tampoco atraían demasiado a
Roberta. De los tres que había en su curso, uno ya estaba casado, otro tenía un aire
afeminado y el tercero era todo huesos y tan torpón como un adolescente. No valía la
pena tomarse la molestia y arreglarse para ellos, y menos aún cuando toda la academia
se te quedaba mirando. Roberta odiaba llamar la atención.
—¿Y cuándo lo has vuelto a ver? —reemprendió el interrogatorio—. Volvisteis
juntos, ¿no? ¿Os veis todavía?
Atamarie trenzó un mechón de su cabello dorado.
—No directamente, bueno… sí, claro que volvimos juntos. Fue muy bonito
también, estuvimos hablando todo el tiempo, en el trayecto en carro y en el tren.
—¿Hablando? ¿Nada más? ¿Después de haberos besado antes?
—Bueno, es que delante de los demás y del profesor… —Atamarie volvió la cara
azorada.
Esto preocupó a Roberta. Sin embargo, podía entender el sentimiento, ella misma
tampoco se habría atrevido a dirigir la palabra a un compañero en presencia de sus
profesores. Pero Atamarie era distinta. Era ajena por completo a la timidez y en
realidad siempre encontraba un modo de conseguir lo que quería. Era imposible que
los obstáculos le hubiesen impedido estar unos momentos a solas con Richard Pearse.
—Pero me besó al despedirse —añadió con terquedad—. En Christchurch, antes
de separarnos. Fue muy dulce, un poco tímido, pero muy… muy irresistible. Me dijo
que había disfrutado mucho del tiempo que había pasado conmigo. Y que teníamos
que volver a vernos…
De hecho, Richard Pearse había estado hablando sobre todo de la granja de
Temuka, a la que debía regresar. Odiaba tener que hacerlo, y Atamarie le había
consolado. «Puedo ir a visitarte alguna vez —había propuesto esperanzada—. Para…
bueno, a lo mejor podríamos construir una cometa…»
Richard le había regalado su sonrisa dulce, tímida, en aquel momento casi
angustiada. «¡Siempre serás bien recibida, Atamarie!», le había dicho. Y luego la había
besado. Con mucha ternura. En la mejilla.
Esa vez no había comido un hangi ni había bebido cerveza ni whisky. Atamarie
simplemente había permanecido en pie con él delante de la universidad. Y ella no se
había atrevido a repetir su avance. Se quedó desilusionada, los labios del chico ni
siquiera habían rozado los suyos.
—Nos escribiremos —dijo ella resuelta.
Roberta contrajo los labios. No sabía mucho del amor, pero aquello no parecía
una gran pasión.
Patrick y Juliet ocuparon la suite para la noche de bodas en el hotel Leviathan y
como Juliet se había medio temido y medio esperado, Patrick fue muy atento. La
joven criolla no tenía nada en contra de su nuevo esposo, al contrario, la devoción
que por ella sentía Patrick la halagaba y su ingenua tolerancia casi le despertaba cierta
ternura. No profesaba hacia él ninguna pasión ni amor hasta el momento, pero tenía
esperanzas. ¡Ese hombre era el hermano de Kevin! Era imposible que no tuviera nada
de su espíritu indómito y su fantasía. Juliet estaba dispuesta a dejarse sorprender. No
obstante, encontró extraño que Patrick no la tocara antes de la noche de bodas, pero
tal vez estuviera reservando toda su energía.
Luego todo ocurrió tal como ella había esperado. Patrick la cogió sonriente en sus
fuertes brazos y entró con ella en la habitación. La depositó sobre la cama y hasta
había pensado en que esparcieran unos pétalos de rosa en ella. Entonces empezó a
besarla dulcemente y a manipular los botones de su vestido.
—¿No estarás demasiado cansada, cariño? —preguntó amablemente, cuando ella
no hizo ningún gesto por ayudarle.
—Qué va —murmuró Juliet—. Con tal de que me liberes de este corsé, casi no
puedo moverme.
—¿Por qué te lo has ceñido tanto? —Patrick se peleaba con los botones forrados
de seda del corpiño—. Ya sabes que también habría estado encantado de casarme
contigo con un vestido reforma…
—¿Y por qué no con una tienda de circo? —replicó ella malhumorada, al tiempo
que tiraba con brusquedad de un botón. ¿A qué venía tanto cuidado?, igualmente no
iba a volver a ponerse ese traje. Kevin ya hacía tiempo que se lo habría arrancado sin
tantos miramientos.
Patrick rio nervioso y se ocupó de soltar los lazos del corsé. Juliet suspiró aliviada
cuando por fin lo consiguió. Relajada, se tendió desnuda mientras la visión lo dejaba a
él sin aliento. Juliet casi se habría echado a reír de pensarlo. Había uno de ellos que
seguía sin poder tomar aire.
—¡Eres tan hermosa! —murmuró Patrick devoto—. No sé, no sé…
Juliet suspiró. ¡No podía ser que ella se hubiese casado con un hombre que era
virgen!
Pero entonces Patrick tomó la iniciativa. Empezó a besarle el cuerpo y acariciarla.
Era sumamente agradable y Juliet se entregó a sus caricias… y a su propio cansancio
después de un día tan agitado. Pero luego se sobresaltó. ¡No tenía que dormirse!
Empezó pues a contestar las caricias, ganó intensidad, intentó mover a Patrick hacia
besos más arrebatados y hacia una penetración más audaz y fuerte. Pero era inútil,
Patrick era un amante lento y considerado. Una joven virgen e intimidada habría
disfrutado de la noche de bodas, pero Juliet era una mujer con experiencia y mimada,
le gustaba jugar, cambiar los papeles, quería reír, gritar y encabritarse. Las caricias de
Patrick no la excitaban. Cuando llegó el momento, fingió el clímax. No era algo nuevo
para ella, ya lo había hecho con muchos hombres. ¡Pero ni en sus peores pesadillas
habría creído que tendría que hacerlo con su marido!
—Ha sido muy bonito —susurró Patrick—. Me haces muy feliz, mi extraordinaria
esposa. Nuestra vida será maravillosa.
Juliet no contestó; estaba descontenta con su destino y sus expectativas. Había
buscado seguridad y precisamente a eso sonaban esas palabras. A seguridad, pero
también a aburrimiento.
No a pasión.
5
Los primeros impactos de granada del día despertaron a Kevin. Mientras dormía
las escasas horas de esa breve noche no había escuchado los tiroteos, habría negado
que hubiera combates de no ser por los dos soldados escoceses que esperaban a que
les vendara las rozaduras provocadas por las balas.
—No queríamos despertarle, doctor —dijo uno de ellos—. No nos estamos
muriendo.
—¡A diferencia de los desgraciados que nos han atacado! —observó el otro con
satisfacción—. Hemos tenido la suerte de que McDuff no se aguantase la orina, de lo
contrario habrían atacado por sorpresa a los centinelas. Pero él salió de la tienda por la
parte posterior…
—Y llevaba el fusil. No es la primera vez que luchamos contra esos tipos. —El
regimiento escocés parecía haber participado en la guerra desde su principio—. A uno
le disparé cuando todavía no había desmontado y luego todos los nuestros se
despertaron.
En efecto, a las tres de la madrugada dos destacamentos bóers habían atacado el
campamento británico, pese a todas las guardias y patrullas. Los australianos los
habían rechazado con el mismo éxito que los escoceses. En el lado británico no había
que lamentar bajas, pero tres bóers habían muerto o quedado agonizantes. Kevin llegó
cuando Willcox, que acababa de aparecer, regañaba a dos enfermeros. No habían
despertado ni a Kevin ni a Barrister cuando el enemigo, gravemente herido, había
llegado. Ahora estaba muerto —Kevin vio por vez primera a uno de los temidos
bóers; no imponía demasiado— y no llevaba uniforme ni botas. En su lugar, una
chaqueta de piel manchada de sangre, pantalones de pana y zapatos gruesos y blandos
de piel. De cabello rubio, tenía un rostro ancho y un cuerpo recio y fuerte.
—De todos modos, no hubiésemos podido hacer mucho por él, pero las cosas no
funcionan así —regañaba Willcox a los enfermeros—. También cuando el enemigo
está herido nos ocupamos de él, es nuestra obligación humanitaria para con los
prisioneros de guerra. Vamos, sacad el cadáver y mirad si lleva alguna documentación,
tal vez averigüéis cómo se llamaba. Luego se seguirá el protocolo para informar a sus
familiares después de la contienda. Luchamos encarnizadamente, chicos, pero ¡no
somos animales! ¡Bastante malo es ya que los otros se salten todas las reglas!
Willcox saludó a Kevin y los médicos tuvieron tiempo para examinar a los
pacientes operados la noche anterior antes de que llegasen nuevos heridos. Uno había
muerto, pero Barrister y Kevin habían logrado salvar a dos. Willcox dispuso llevarlos
enseguida al hospital de campaña de la granja Van Stout.
—El cochero debe ir despacio para no sacudirlos demasiado —indicó a los
enfermeros.
El estruendo del combate procedente de Wepener no permitía presagiar nada
bueno. Kevin y Willcox ya se hallaban junto a la mesa de operaciones antes de que la
cocina les hiciera llegar un desayuno. El pan y el café los tomaron entre un paciente y
otro, que iban sucediéndose más deprisa que en el hospital de la granja. Los médicos
que actuaban en primera línea solo se encargaban de los primeros auxilios y de la
macabra criba. Kevin se horrorizó cuando Willcox dio por perdidos los dos primeros
casos y los dejó morir sobre un jergón de paja de la tienda.
—Pero podríamos intentarlo —dijo—. Es una rozadura en el pulmón a causa de la
bala, si lo diagnostico correctamente, así que no es mortal de necesidad…
Willcox lo miró compasivo.
—Tendría una oportunidad si tuviésemos más tiempo y más médicos. Pero así les
quita el sitio a otros. Lo siento, Drury. Si aguanta hasta esta tarde, lo intentaré por la
noche.
Kevin descubrió entonces dónde estaban los capellanes militares que había echado
de menos en la granja. Eran necesarios ahí, consolaban a los heridos que enviaban a la
granja y a los otros les propocionaban la eucaristía. El joven médico no tardó en
preguntarse cómo podían oír sus propias palabras. El ruido en la tienda de primeros
auxilios era infernal: los heridos gemían y gritaban; Kevin y Willcox no daban abasto
administrando los opiatos. Además se añadía el fragor de la batalla, que no menguaba.
Pasadas unas horas, Kevin ya estaba exhausto. Se le pegaba el uniforme al cuerpo,
empapado de sudor y sangre.
—¿Vamos haciendo progresos? —preguntó a uno de los heridos leves a quien le
estaba indicando el camino hacia el carro que lo llevaría al hospital.
El hombre se encogió de hombros.
—Creo que sí. Los obuses han surtido efecto y en el fuerte se les está acabando la
munición. Se supone que tenemos bajo control los destacamentos externos, que ya
están entendiendo que no pueden vencer a todo un ejército. Pero si me pregunta si
llegaremos hoy mismo a la ciudad… —El hombre parecía muy contento de poder
escapar del combate.
Kevin casi se sorprendió de que ese día también tocara a su fin. Al anochecer
disminuían los disparos y habían llevado a menos heridos en las últimas horas.
Willcox y él habían empezado a operar casos graves. El balance de muertos de Kevin
no sería tan grande como el de Tracy el día anterior, pero aun así, ahora sabía muy
bien lo que había experimentado su compañero. Había visto demasiada sangre durante
esa jornada y no había logrado atender a muchos heridos.
Pronto apareció Tracy para relevarlo. También en el hospital de campaña reinaba
más tranquilidad, había podido cambiarse y se le veía fresco como una rosa. Además
se sentía más optimista. Le había sentado bien operar obteniendo buenos resultados.
—A lo mejor mañana ya habremos acabado —dijo Willcox, que había hablado
con dos oficiales de rango superior—. La defensa todavía resiste, lucharán hasta la
última bala, cuando no la última gota de sangre. Pero en el fondo están derrotados, a
más tardar entraremos por la tarde en Wepener.
—Entonces, todo esto habrá sido para nada —observó abatido Tracy, pese a las
buenas noticias. Kevin ensillaba en esos momentos el caballo para regresar a la granja.
Tracy lo acompañó al exterior y encendió un cigarrillo—. Los bóers ocupaban esta
localidad, luego nosotros, luego los bóers de nuevo, ahora nosotros otra vez. Por cada
uno de estos cambios mueren cientos de personas. Y al final volveremos a dárselo a
los bóers porque no podemos ocuparlo por toda la eternidad. Es una locura. Toda la
guerra es una locura. —Daba caladas rápidas y profundas.
Kevin iba a preguntarle por qué se había alistado como voluntario si tenía esa
opinión, cuando el sargento Willis lo llamó.
—¿Doctor? Me alegra que todavía esté aquí, no puedo encontrar a Willcox. Hay
algo que debe usted ver… hemos atrapado unos cuantos prisioneros.
—¿Heridos? —preguntó Tracy.
Kevin se dispuso a atar su caballo.
—Sí… sí y no. Yo diría que es una especie de hospital de campaña bóer. Tres
heridos y dos mujeres.
Willis condujo a los médicos a un carro entoldado, que en opinión de Kevin
estaba vigilado con una severidad desproporcionada. Habían levantado la lona y tres
soldados ingleses apuntaban con sus fusiles a quienes se hallaban en el interior: dos
mujeres de mediana edad con sus pulcros vestidos manchados de sangre, y un
hombre con un brazo en cabestrillo que miraba con odio a su guardián. Para ser
soldado, llevaba una ropa tan extraña como la del muerto que Kevin había visto por la
mañana. Unos pantalones de pana otrora blancos combinados con un chaleco y una
especie de chaqueta de frac, así como un sombrero de ala ancha y caída. El hombre
tenía barba espesa y cabello castaño, y unos ojos claros que miraban iracundos a
Kevin. Las mujeres se ocupaban de otros dos hombres que yacían sobre unos sacos
de paja y mantas.
—Están gravemente heridos los dos —dijo Willis—. Las mujeres ya han asistido a
uno de ellos, le han sacado unos perdigones del hombro o algo así. El otro sangra sin
parar y no consiguen controlar la hemorragia. —Kevin hizo el gesto de subir al carro.
De inmediato, el hombre que estaba levemente herido se interpuso en su camino y le
increpó en afrikáans—. Llevaos a este hombre —ordenó Willis.
Dos centinelas no se lo hicieron repetir. Aun así, tuvieron que esforzarse para
sacar del carro al hombre, que se debatió. Amenazarlo con las armas no servía de
nada, parecía dispuesto a dejarse matar. También las mujeres protestaron cuando
Kevin se acercó al herido, pero al menos no se pusieron violentas. No respondieron a
Kevin cuando él se presentó amablemente como oficial médico.
—¿No comprenden el inglés? —preguntó a Willis.
Este resopló.
—Antes lo entendían perfectamente —observó.
Mientras tanto, Tracy se había acercado y traducía. Sin embargo, tampoco obtuvo
respuesta por parte de las mujeres.
Kevin realizó un examen superficial de los heridos.
—Uno necesita sobre todo reposo —explicó—. La extracción de los perdigones
debería haberse realizado de forma más profesional y la cataplasma que han aplicado
las mujeres no merece mi confianza. Pero, en fin, también los remedios caseros son
efectivos, las señoras tendrán su propia experiencia. El otro tiene afectada la arteria
femoral. No está desgarrada, yo diría que podremos salvarlo, pero hay que operarlo lo
antes posible. Antes habría que ligar mejor la pierna… —Aunque las mujeres lo
habían intentado, seguía manando sangre de la herida—. Sugiero que lo hagamos
ahora y luego llevemos a todos al hospital de campaña. Allí lo operaremos y después
las mujeres podrán seguir atendiéndolos. —Kevin se volvió a una de ellas—. ¿Es
pariente suyo? —Recordó lo que había contado el coronel Ribbons acerca de que las
mujeres bóers solían acompañar a sus maridos al campo de batalla.
La mayor de las dos lo miró.
—¡Usted no tocar a mi hijo! —espetó en un inglés incorrecto—. Yo ocuparme de
mi hijo.
Kevin se mordió el labio.
—Pero señora… Mevrouw, si no operamos a su hijo, morirá. Doctor Tracy,
¿puede traducir? Creo que no me entiende.
Tracy suspiró. Luego repitió en holandés las palabras de Kevin. La mujer no
cambió de actitud.
—¡Las manos fuera de mi hijo! —gritó a los dos médicos en inglés y luego soltó
una perorata en afrikáans.
Tracy alzó impotente las manos.
—Le entiende muy bien —señaló—. Pero no le interesa. No permitirá que un
británico toque la carne de su carne y sangre y de su sangre. Además, está convencida
de que podrá salvar al joven con la ayuda de Dios…
—¿No le puede explicar que Dios nos ha enviado para ayudarla? —preguntó
Kevin y se encogió cuando la mujer le soltó una retahíla de improperios.
Tracy se frotó la frente.
—Mejor que no traduzca.
Kevin negó con la cabeza.
—¿La podemos obligar? —preguntó a Willis.
Este asintió y se volvió hacia los guardianes.
—Soldados, mantengan alejadas a las mujeres mientras el médico trabaja. Iré a
buscar refuerzos, no vaya a ser que les arranquen los ojos con las uñas.
En efecto, fueron necesarios dos soldados para separar a las dos mujeres de los
lechos de los heridos. Luego, protestando y lamentándose, observaron cómo Kevin y
Tracy colocaban un torniquete y un vendaje compresivo. El paciente todavía era muy
joven, de unos veinte años. Kevin encontró simpático su rostro pálido, de cabello
rubio claro y barba todavía escasa. Le recordó a Doortje.
—Esto aguantará hasta el hospital —dijo, volviéndose hacia los soldados cuando
los vendajes estuvieron listos—. Dejen que esta gente llegue a la granja de los Van
Stout, yo iré después. Esta noche hay que operarlo, si le mantenemos la pierna ligada
demasiado tiempo, la perderá. Y tengan cuidado cuando suelten a las mujeres, no vaya
a ser que intenten quitarle el vendaje.
Kevin podía equivocarse, pero casi creyó ver un brillo de alegría en los ojos de las
mujeres cuando mencionó la granja Van Stout. Luego el carro entoldado se puso en
marcha guiado por uno de los soldados ingleses. El otro vigilaba a las mujeres.
Tracy tendió un paquete de cigarrillos a Kevin y le dio fuego. Este se sorprendió
dando una calada tan fuerte como Tracy anteriormente.
—¿Es usted capaz de entenderlo? —preguntó abatido—. La mujer prefiere que su
hijo muera a que lo salve un inglés. Tal vez debería haberle dicho que soy
neozelandés.
Tracy movió la cabeza negativamente.
—Con los australianos al menos no hacen ninguna diferencia —dijo.
Kevin se extrañó.
—Entonces, ¿le llegaron también ayer pacientes bóers? —preguntó.
Barrister y Tracy habrían actuado como él y enviado a los heridos al hospital.
Tanto si querían como si no querían.
—No, pero yo… —Pareció dudar si dar o no una explicación detallada a su
compañero, pero siguió hablando después de dar otra profunda calada—. Para mí,
todo esto es un terreno bastante desconocido. Desde que terminé la carrera no he
hecho ninguna operación de tórax ni amputaciones. Desde hace cinco años soy
especialista en oftalmología. Y… bueno, como estuvimos tres días sin hacer nada en
la granja, me ofrecí a operarle las cataratas a la señora Van Stout.
Kevin lo miró sin dar crédito.
—¿Y lo rechazó? —preguntó.
Tracy asintió.
—Tiene unas cataratas que se operan fácilmente y podría recuperar la vista —
explicó—. Pero sí, ha rechazado mi ofrecimiento. Dios ha decidido que ella se quede
ciega y no va a permitir que un sucio británico haga algo por cambiarlo.
Kevin se frotó la frente.
—Es… es incomprensible. ¿Qué dice al respecto la hija?
—¿La encantadora Mejuffrouw Doortje? Citó un par de versículos que se ajustaban
a la situación. Todos del Viejo Testamento. Al parecer consideran que fue una especie
de fallo que Jesucristo no preguntara por la nacionalidad de los enfermos antes de
hacer el milagro de curarlos. En cualquier caso, no se dio la posibilidad de hacer algo.
¡Y con esos también se lo pasará bien, Drury! —Señaló el carro entoldado que en ese
momento salía del campamento—. Para ser sincero, casi me alegro de no tener que
andar discutiendo con ellos.
Cuando Kevin llegó a la granja, el carro se hallaba ante la entrada principal, vacío
y sin vigilancia. Supuso que estarían en los quirófanos improvisados y en las
dependencias de los enfermos, pero allí solo encontró a los soldados discutiendo
acaloradamente con Barrister y McAllister.
Kevin saludó al oficial médico en jefe y a su colega.
—Ya se lo habrán comunicado, ¿no? —dijo, mirando a los soldados—. Todavía
tenemos que operar. Fisura de la arteria femoral. Si no nos damos prisa, el paciente se
desangrará. ¿Dónde está? —Kevin buscó alrededor.
—No ha sido culpa nuestra —se justificó el soldado que había conducido el carro
desde el campamento—. Pensaba… Las mujeres parecían saber lo que se hacían, y
nadie iba a objetar que ellas mismas se encargaran de curarlo.
—¿Qué mujeres? —preguntó atónito Kevin.
—Las del carro y las Van Stout —puntualizó McAllister—. Si he entendido bien a
estos hombres, nuestras anfitrionas se han hecho cargo del recién llegado. Lo
acogieron muy cariñosamente, el soldado cree haber entendido que eran parientes. En
cualquier caso, han mandado a los criados negros que los llevaran a la casa y ahora
están en una de las habitaciones de los niños. Con el cuchillo entre los dientes y listos
para lo que sea…
—¿Qué? —preguntó horrorizado Kevin—. ¿Y cómo se lo han permitido?
El soldado hizo un gesto de impotencia.
—Se trata de un error —admitió el de rango superior—. Pero, lo dicho, no
sospechamos nada malo… Esas mujeres de la granja han permitido, de todos modos,
que el hospital se estableciera aquí y…
—Está bien —suspiró Kevin—. ¿Y ahora cómo los volvemos a sacar?
McAllister se encogió de hombros.
—Imposible —respondió escueto—. Aunque no disponen de armas de fuego,
tienen cuchillos de cocina. Y amenazan con quitarse la vida antes de permitir que un
médico inglés se ocupe de sus hombres… Y estoy convencido de que lo harán. Enviar
a hombres desarmados sería una negligencia. ¿Y armados? Tal como están las cosas,
tendríamos que disparar a las mujeres si queremos ocuparnos de los heridos. ¿Vale la
pena?
—¡Es una cuestión de principios! —exclamó Kevin—. ¡Somos el ejército
británico, maldita sea! ¡No podemos dejar que un par de mujeres nos manipule! ¿No
podemos reducirlas por sorpresa?
McAllister negó con la cabeza.
—No. Funcionó en una ocasión, pero no caerán una segunda vez en la trampa.
También han sido hábiles al elegir la habitación. La única posibilidad de sacarlas de
ahí sería por asalto. Y luego tendremos que explicar al Alto Mando por qué hemos
matado a tres o cuatro mujeres.
Kevin puso cara de preocupación.
—Pero alguna posibilidad tiene que haber —dijo angustiado.
—Es una cuestión de principios, doctor Drury —intervino Barrister—, lo ha
reconocido usted muy bien. —Sus largos dedos recorrieron nerviosos la breve perilla
—. Aunque tal vez menos de principios militares. Somos médicos, Drury, los hombres
acuden a nosotros cuando quieren curarse. Si no quieren curarse se mantienen
alejados, o acuden a curanderos milagrosos y sanadores. En la vida civil no obligamos
a nadie. ¿Ahora pretende arrastrar a los pacientes a la mesa de operaciones? Eso no
puede ser, reconózcalo. Por mucha pena que me dé, el joven todavía no ha cumplido
los veinte años. Está bajo la tutela de su madre y ella debe decidir. En un caso así,
tenemos las manos atadas.
Kevin iba a replicar, pero comprendió que su superior y Angus tenían razón. No
sería profesional poner en peligro la vida de soldados o enfermeros forzándoles a
reducir a esas mujeres desquiciadas. Si al menos no hubiera visto el rostro de ese
joven…
—Estaría de acuerdo, doctor Barrister, si la decisión fuera del paciente —dijo
despacio—. Pero a ese hombre nadie le ha preguntado su opinión. ¿Quiere realmente
morir?
Barrister hizo un gesto de impotencia.
—Pregúntele si puede, Drury. O hable usted con los Van Stout. Podemos operar
en cualquier momento. No depende de nosotros.
6
Por la mañana llegó un carro lleno de heridos, pero solo algunos casos muy
graves. A los sitiados se les habían agotado las municiones y en esos momentos
presentaban resistencia con sables, cuchillos y garrotes. Hacia el mediodía dejaron de
llegar transportes del frente. Los últimos heridos leves que todavía se presentaban
hablaban de una entrada triunfal en la ciudad.
—El panorama es desolador —contó un joven neozelandés—. La gente de la
guarnición estaba medio muerta de hambre, habían medio derribado los molinos para
reforzar las empalizadas, las casas están destruidas… Habrá que reconstruir toda la
ciudad, ya lo harán los bóers después de la guerra.
—¿Se les devuelve la ciudad a los bóers? —preguntó asombrado Kevin. Ya quería
habérselo preguntado el día antes a Tracy, pero se había olvidado—. Entonces, ¿para
qué todo esto?
Barrister, que había escuchado la conversación, puso los ojos en blanco.
—¡Claro que la recuperan, Drury! ¿Qué iba a hacer el Imperio con este pueblucho
fronterizo? Tampoco tenemos intención de desterrar a los bóers. Solo tienen que
someterse a las leyes inglesas, reconocer a un gobernador y tal vez aprender el inglés,
que se convertirá en lengua oficial. Hasta que lo asuman, es decir, hasta que capitulen,
ocuparemos y conservaremos las fortificaciones como Wepener. Pero en cuanto se
establezca la paz aquí, nos marchamos. No nos diga lo que piensa al respecto. Le
podría contar muchas cosas. Siempre se trata de ocupar una posición. Hace un par de
semanas nuestros hombres se desangraron, al igual que los bóers, por una colina. Una
estúpida montañita que nadie necesita. Así es la guerra, Drury. Es una cuestión, como
usted mismo observó ayer, de principios. Por cierto, puede ir a visitar a su paciente
favorito, está despierto. Y a lo mejor anima también a su fusilera favorita a visitar a su
primo. La señorita Doortje está paseándose por el pajar como un alma en pena…
Kevin no sabía de quién ocuparse primero. Su corazón le señalaba a Doortje,
quien seguramente estaba atravesando momentos difíciles. Las mujeres de la casa solo
sentían desdén hacia ella y con los ingleses tampoco quería hablar. La muchacha no
había cambiado de bando. Sin duda estaba decidida a seguir odiando a los ingleses.
Por otra parte, seguro que tampoco la beneficiaría que Kevin se reuniera con ella. Su
familia la estaba vigilando y le reprocharían que conversara con el médico. Así que
este prefirió acercarse a Cornelis. Esa mañana presentaba un aspecto más saludable y
le reservaba una sorpresa cuando Kevin se presentó: sonrió amistosamente.
—Así que le debo la vida. A usted y a Doortje. Yo… llegué a pensar en serio que
era el final… Gracias. Muchas gracias.
Kevin respondió sonriendo:
—La verdad es que esperaba que fuera usted a insultarme. A fin de cuentas,
ignorábamos si estábamos actuando contra su voluntad…
Cornelis Pienaar lo miró a los ojos y Kevin distinguió en sus pupilas azules una
profunda pena.
—Tengo diecinueve años —dijo el bóer—. A mí… me gustaría ir a la universidad.
Me gustaría ser maestro o médico, sobre todo veterinario. Pero si tiene que ser,
cultivaré la tierra de mi familia. En cuanto a morir… había planeado hacerlo dentro de
sesenta años. Pero ya sé, soy un cobarde. Soy una vergüenza para mi pueblo. Así me
juzgarán. Usted tiene libre decisión. Es así, ¿verdad? Todos los ingleses toman sus
decisiones libremente…
Kevin se encogió de hombros.
—Sí, los neozelandeses y australianos toman sus decisiones libremente. Y si
quiere saber mi opinión, todos huimos de algo. Podríamos discutir ahora sobre quién
es aquí el cobarde. Su prima, en cualquier caso, no lo es. Dele las gracias, y si eso
consuela a su madre: las señoras han tenido a nuestros hombres bien intimidados. En
toda la tropa inglesa no había nadie con el valor necesario para sacarlo a usted de esa
casa contra la voluntad de las mujeres.
Cornelis asintió. La tristeza de sus ojos pareció aumentar.
—Lo entiendo —musitó—. Conozco a mi madre.
Ese día, Doortje no se atrevió a ir a ver a Cornelis ni habló con Kevin. Este pidió
al final a Nandé que la informara de que su primo ya había superado lo peor. La
muchacha negra le contó que, en cambio, el estado del otro bóer herido, baas Willem,
se había agravado dramáticamente.
Kevin se dirigió de nuevo hacia la casa y trató de hablar con las mujeres. Johanna
van Stout lo echó con maldiciones pronunciadas en un inglés deficiente.
—Ahí no hay nada que hacer —opinó Barrister—. Esta vez es la clara voluntad
del afectado. Y su señorita Doortje no se atreverá a saltarse las reglas otra vez, porque
ese hombre le importa menos que su primo. ¿Ha preguntado si son pareja?
A Kevin la observación le sentó como una patada en el estómago. Hasta entonces
no había dedicado ni un segundo a pensar si Doortje van Stout ya estaba
comprometida. Antes bien, cada día se enamoraba más de la esquiva bóer. Sin duda
llegaría el momento de marcharse de ahí. Se desmontaría el hospital en cuanto pudiera
transportarse a los convalecientes de gravedad. Willcox y Tracy ya estaban preparando
habitaciones en Wepener para seguir tratando a los hombres.
No obstante, el empeoramiento de Willem de Wees provocó que las mujeres de la
casa se ocuparan menos de Doortje. Por la tarde casi parecía que la acogían con
benevolencia, al menos le dieron permiso para volver a leer la Biblia en voz alta.
Por su parte, Kevin habló con Cornelis, quien por la noche seguía consciente y
conversaba complacido con el médico. Sacudió la cabeza sonriente cuando Kevin le
preguntó con discreción acerca de sus vínculos con Doortje.
—Adrianus van Stout nunca me habría considerado un posible yerno —
respondió, dando a Kevin una información más amplia de lo que esperaba—, incluso
si Doortje y yo nos hubiésemos amado. Desde la infancia somos como hermanos y yo
nunca me habría planteado otro tipo de relación. De lo contrario, habría corrido el
riesgo de que me echaran de las tierras Van Stout. No, no, una muchacha Van Stout
nunca se casaría con un cobarde y un ratón de biblioteca como yo. Tampoco tengo un
cargo eclesiástico y nuestra granja no es especialmente grande. Martinus, por el
contrario, ya es propietario y será convocado en el senado en cuanto haya fundado
una familia. Tiene una granja vecina y…
—¿Martinus?
El paciente asintió e intentó encontrar una posición más cómoda. Kevin lo ayudó,
agradecido de que el bóer no viera su rostro mientras seguía hablando.
—¿El prometido de Doortje? Es de la vieja nobleza voortrekker, su tatarabuelo
hizo el Gran Trek con el de mi prima. De algún modo también tienen un parentesco
lejano… en cualquier caso, siempre se dio por sentado que Doortje y Martinus se
casarían. Estaba previsto para este año, pero Martinus y Adrianus fueron los primeros
que partieron a la guerra. Doortje los habría acompañado de buen grado, como mi
madre y la tía Antina. Pero no es propio de una chica tan joven viajar sola y tía Bentje
no pudo acompañarlos a causa de su ceguera. También en casa necesitaba ayuda. Así
que se quedaron aquí y están esperando que regresen Adrianus y Martinus.
Kevin estaba abatido.
—Martinus debe de ser también un intrépido jinete y un magnífico tirador…
Cornelis rio.
—¡Se diría que está usted celoso, doctor!
Kevin no respondió, pero pensó que podía plantear la pregunta sin ambages. A fin
de cuentas, ya se notaba cuáles eran sus sentimientos.
—Mijnheer Pienaar… Doortje… bueno… respecto a ese tal Martinus… ¿ella lo
ama?
Era evidente que Cornelis Pienaar era más cultivado e instruido que los demás
bóers que Kevin había conocido. Sin embargo, en cuanto al trato con los negros había
tan poco que discutir con él como con Doortje y su familia. Pese a todas las
contradicciones, estaba convencido de la inferioridad de la gente de color y recelaba
de ellos. Kevin le señalaba que eso era una contradicción, ya que no se cansaba de
subrayar la lealtad de los sirvientes negros. Tras un par de conversaciones con
Pienaar, Kevin se convenció de que los bóers tenían miedo de los trabajadores de
color.
—No los impulsa el valor, sino una especie de agresividad ante el miedo —explicó
a su amigo Vincent.
El veterinario había aparecido el día de la capitulación de Wepener con tres
caballos heridos y había pedido ayuda a Kevin.
—Tienen las balas alojadas en los músculos grandes, Kevin. Hay que cortarlos
para extraerlas. Pero no puedo hacerlo yo solo, y ellos tampoco se quedarán quietos.
Puedes… podrías intentarlo…
Al principio, Kevin iba a negarse, pero vio la expresión desconsolada del joven
veterinario y cambió de opinión. Después de pasar tres días en el campo de batalla,
Vincent había envejecido años. Su aspecto le recordó al del doctor Tracy después del
primer día en la tienda de primeros auxilios. Algo en Vincent parecía haber muerto, su
expresión cordial y confiada había dejado paso a una de desconcierto e
incomprensión.
—Fue espantoso —contó Vincent cuando Kevin destapó una botella de whisky—.
Ellos… hasta ahora siempre habían pensado que los hombres peleaban… en fin,
contra los hombres. Claro que a veces se hiere a un caballo, pero se dispara al jinete…
Mientras que esos bóers… y uno diría que les gustan los caballos. Todos montan,
dominan a esos ponis fabulosamente. Pero a nuestros caballos parecen tenerles
auténtico odio. Les disparan, los apuñalan… Cinco de mis caballos han muerto,
Kevin. —El médico supuso que se refería a los caballos del contingente neozelandés.
La yegua de Vincent estaba atada a la valla y su aspecto era saludable—. Y lo mismo
les ha sucedido a muchos otros. Es absurdo. Esa gente está… está…
Kevin renunció a hablarle de las también absurdas pérdidas en vidas humanas,
pues Vincent habría objetado que los soldados, a fin de cuentas, luchaban por propia
voluntad. Antes de enzarzarse en esa discusión, prefirió compartir con su amigo sus
reflexiones sobre los bóers.
—Agreden por miedo. Como algunos perros.
Vincent sonrió levemente.
—Puede que sea así. Pero ¿de qué nos sirve a nosotros? No podemos matarlos a
todos. Y dicho sinceramente, ahora no tengo ganas de tomar medidas «que creen la
confianza».
Kevin sacudió la cabeza. Pensaba en Doortje, a quien prefería imaginarse como un
animalillo amedrentado que mordía alrededor por desesperación, y no por codicia,
maldad y agresividad. Pero no podía comentarle todo eso a su amigo.
—No nos sirve de nada —se limitó a responder—. Pero me da miedo. Para esa
gente, la guerra nunca concluirá. Pero ven, vamos a operar a los caballos. Aunque
ignoro qué opinará Barrister al respecto…
Lizzie Drury era en realidad una mujer tolerante e indulgente. Había aprendido
muy pronto a sacar provecho de las adversidades de la vida. Pero esta no la había
preparado para su nuera Juliet.
—¡Al menos podría hacer algo! —se quejaba Lizzie a Michael, pocas semanas
después de que Juliet se hubiese instalado con ellos.
Era invierno y las ovejas estaban en casa. Había que cuidarlas y los Drury estaban
muy ocupados en la tarea. Además se habían cubierto pronto muchas ovejas madre y
los corderos estaban naciendo, lo que causaba todavía más alboroto. Lizzie solía llevar
casi siempre consigo un cordero repudiado o rechazado hasta que tenía fuerza
suficiente para seguirla a todos lados balando. Normalmente un corderito así
arrancaba de toda mujer un embelesado: «¡Ay, qué mono!» Durante sus estancias en la
granja, Matariki y Atamarie apenas habían conseguido separarse de ellos. También tras
la amiga maorí de Lizzie, Haikina, avanzaban vacilantes dos o tres corderitos. Su tribu
criaba ovejas con un éxito similar al de Michael. Solo Juliet parecía encontrar esos
cachorros repugnantes, pero tampoco veía con buenos ojos a los perros de la granja,
unos border collies bien educados y muy amistosos con las personas.
—¡Y nadie le está pidiendo que ayude a parir a una oveja! —exclamó indignada
Lizzie cuando Michael le reprochó que también había gente a la que no le gustaba
tener mascotas.
—No tiene ni que dar leche con un biberón a los corderos ni educar a los
cachorros de perro, pero alguna vez podría preparar la cena, ya que nosotros estamos
todo el día fuera. O limpiar la casa como mínimo. Yo me conformaría con que
barriera… En lugar de eso se queda por ahí sin hacer nada y quejándose de que se
aburre.
Juliet había aceptado de mala gana que su retoño solo podría pasar por hijo de
Patrick si se retrasaba un poco la fecha de nacimiento. En caso de no ser así, la gente
empezaría a cotillear y el niño, y eso era lo que Lizzie más temía, estaría expuesto a las
críticas cuando fuese mayor. Como Patrick no podía suspender su trabajo y hacer con
Juliet un viaje de luna de miel de varios meses, como pensaba la joven, solo cabía que
la joven pasara los meses siguientes en Elizabeth Station. Y luego tres o cuatro más,
había aconsejado Patrick con ligera pesadumbre. Un recién nacido debía presentar el
aspecto de recién nacido. Al menos había de tener dos meses para que fuera más o
menos creíble la falsa fecha de nacimiento.
Juliet le había preguntado con ironía cómo era que sabía tanto de recién nacidos, y
la contestación, seria y tranquila, la remitió a la cría de ovejas. Patrick y su familia
hablaban con tanta naturalidad de embarazos y partos que Juliet hasta se ruborizaba.
La beldad de los estados sureños era cualquier cosa menos pudorosa, pero no le
habían enseñado el proceso de dar a luz. Y después… después había niñeras, por
supuesto.
Ahora a Juliet los meses se le hacían largos, y aún más porque no tenía nada en
común con la familia de su marido. Los Drury se interesaban poco por la música y el
arte. Aun así, asistían a los vernissages de Heather y Chloé cuando se encontraban en
Dunedin, y a Lizzie también le gustaba ir a algún concierto. Pese a ello, no tenía ni
idea, y encontraba la música en general «bonita» fuera lo que fuese lo que se ofrecía
en Dunedin. Tema de conversación, en el sentido de crítica musical, que tanto le
gustaba practicar a Juliet, no había. Tampoco se podía hablar de moda. Si bien Lizzie
era una clienta fiel de Lady’s Goldmine, se interesaba sobre todo por qué corte
escondía mejor los michelines. Lo que había estado de moda el año anterior en París y
lo que fuera a causar furor en Londres el año próximo le resultaba indiferente.
Quedaba todavía la literatura, y Juliet había tenido un atisbo de esperanza al echar un
primer vistazo a la librería de los Drury. Las estanterías estaban llenas a rebosar de
libros. Michael leía de vez en cuando alguna obra sobre la crianza de ovejas y prefería
los libros ilustrados. A Lizzie le gustaba leer, pero era lenta. Para leer una novela que
Juliet acababa en una semana, ella necesitaba meses. Como consecuencia, su librería
contaba con pocas obras de entretenimiento. Lizzie adquiría sobre todo libros sobre
viticultura.
—Me resulta preocupante que Juliet salga tan poco de casa —señaló Michael. No
quería apoyar la perorata de Lizzie contra la joven, en el fondo no tenía nada contra su
nuera. En su fuero interno, seguía encontrándola encantadora. Disfrutaba cuando de
vez en cuando coqueteaba juguetona con él. Pero le preocupaba su indolencia—. No
puede ser bueno para el niño que se quede aquí rumiando su infelicidad.
—¡Lo mismo digo yo! —exclamó Lizzie, aunque poco le importaba que Juliet
fuese feliz o infeliz—. Tiene que salir, tiene que moverse. Hasta pensé en la uva que
hay que cosechar. A lo mejor eso le gustaría, a fin de cuentas bien que disfruta con el
vino. Pero no, al principio no quería ni echar un vistazo y luego, cuando salió, llevaba
guantes, zapatitos de piel y una mantilla más adecuada para ir a la ópera que para salir
al campo. Además había helado… Volví a enviarla dentro. De poco le servirá el aire
fresco al niño si la madre coge una pulmonía.
Michael suspiró.
—Esto no es para ella. No conoce la vida en el campo, ella…
—Viene de una gran plantación en Luisiana —observó Lizzie cáustica—. Eso está
situado en medio del campo y ella recuerda muy bien cuántas hectáreas abarca la
propiedad. Todavía me acuerdo de que te quedaste bastante aturdido cuando te echó
en cara que esto era una finca de nada en comparación con las tierras de su padre. Si
ella nunca ha dado golpe, seguro que no será por falta de oportunidades. Pero esos
sureños se limitan a que los negros trabajen para ellos y luego se lamentan de que
haya esclavitud…
—A Lizzie no le gusta, eso es todo —se lamentó Michael. Los maoríes volvían a
celebrar la fiesta de Matariki; los manu aute bailaban bajo las estrellas y Michael
estaba sentado junto a su amigo maorí Tane en una gruesa estera delante de una
tienda, observando el cielo. Con cada trago de whisky la luz de las estrellas se iba
aclarando y ambos hombres se habían encargado de tener buenas provisiones.
Michael y Tane se conocían desde hacía décadas. Primero habían estado juntos
cazando ballenas, luego, en una granja de ovejas y después, Tane se había quedado
con la destilería de whisky de Michael en Kaikoura. La tribu de Tane guardaba
vínculos estrechos con los ngai tahu, que eran vecinos de Michael y Lizzie. Una vez al
año, el iwi de Tane viajaba a Otago y los amigos celebraban el reencuentro con una
juerga. En esa ocasión, los hombres de Tane habían llegado para la fiesta de año
nuevo y los rituales de bienvenida se habían prolongado durante todo el día, pero
ahora los dos amigos por fin encontraban la oportunidad de conversar. La
hermosísima pero algo difícil nueva nuera de Michael despertó, claro está, especial
interés en Tane—. Aunque uno piensa que algo deberán tener en común —prosiguió
Michael. Con su amigo hablaba con toda franqueza, el fornido maorí conocía tanto el
pasado de Michael como el de Lizzie—. Me refiero a que… no es que quiera decir
nada en contra de Juliet, pero también ha trabajado unos cuantos años en un…
hummm… un ambiente que…
—¿Era prostituta? —preguntó Tane tranquilamente—. ¿Desde cuándo ya no
llamas a las mujeres de vida alegre por su nombre?
Michael se volvió.
—Bueno, tal vez no la llamaría así. Más bien… hummm… diría que es una
cortesana o algo parecido. Pero ha sido, creo, una… mujer mantenida por los
hombres.
Tane asintió.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿No tenía una tribu como Lizzie? —Lizzie había sido
una niña abandonada, pero había hecho amigos por todo el mundo—. ¿O se ha
enamorado del hombre inadecuado? ¿Es que su padre… la miraba o tocaba como no
debe hacerse a los niños?
Tane seguía abasteciendo de whisky a los burdeles de su región y era uno de esos
hombres grandullones y afables. En los últimos años, algunas prostitutas le habían
abierto el corazón y conocía las razones por las que una mujer se vendía.
Michael negó con un gesto.
—No que yo sepa. Procede de una familia rica. Algo así como… —Pensó en
cómo describir una plantación de algodón americana a su amigo maorí—. Como una
baronesa de la lana —se le ocurrió—. Una niña mimada. Pero quería ser cantante…
Así que se marchó. Y se lo ha pasado bien…
Tane rio.
—¿Y te sorprendes de que a Lizzie no le guste? Michael, ¡Lizzie odiaba vender su
cuerpo! La mayoría de las chicas lo odian. Pero esa Juliet lo hizo por propia voluntad,
ha abandonado todo aquello que Lizzie y sus amigas de antes siempre habían deseado,
un hogar, una familia, para cantar en bares e ir con hombres. Con lo que es probable
que les birlara los clientes adinerados a las auténticas putas que trabajaban duramente.
Y ahora atrapa a vuestro Patrick. No encajan. Si acaso, la habría visto más con
Kevin…
Michael suspiró.
—¿En qué especialidad eres tohunga, amigo mío? ¿Clarividencia?
Tane sonrió burlón y descorchó otra botella.
—¿No dice Lizzie algo así como que en el whisky se encuentra la verdad?
—En el vino —lo corrigió Michael—. Pero tienes razón, puede que se encuentre
en el vino, pero en el whisky sale a flote… Bien, te lo cuento. De todos modos, la
tribu ya lo sabe. Pero no se lo digas a ningún pakeha…
Tane silbó entre dientes cuando Michael le hubo confiado que Juliet estaba
esperando un hijo de Kevin.
—¿Y eso hace feliz a Patrick ahora? —preguntó sorprendido—. ¿Por dónde anda,
dicho sea de paso? Por lo general suele venir a la fiesta. ¿Y dónde está la chica?
Empiezo a sentir curiosidad…
Michael tomó un buen trago de la nueva botella. Entretanto, los maoríes habían
empezado a cantar y en el cielo nocturno destacaba con claridad la constelación de
Matariki. Hacía frío y no llovía, además había luna llena, un tiempo ideal para la
celebración. Las dos tribus pasarían toda la noche tocando y bailando, y en el aire
flotaba el aroma de la comida. Michael buscó a Lizzie con la mirada, pero seguramente
estaría con las mujeres disfrutando de la fiesta. Hablaba bien el maorí y los ngai tahu
la consideraban una mujer con mucho mana, por lo que gozaba de gran respeto entre
las tribus. Michael se volvió hacia su amigo. No quería que Lizzie le oyera hablar mal
de Juliet.
—Juliet no quiso acompañarnos —respondió—. Las tribus no le interesan…
aunque es comprensible, en su país…
—En América tenían de esclavos a negros y tuvo que estallar una guerra para que
dejaran de azotar con látigos a esa pobre gente en los campos de cultivo. —Tane no
era un hombre muy instruido, pero se movía lo suficiente como para saber mucho
más sobre el mundo de lo que Michael le creía capaz—. Desde entonces ya han
pasado más de treinta años, no hay disculpa que valga para tratar como basura a
quienes tienen la piel de otro color…
—Ella no lo hace —dijo Michael afligido—. Es solo que para ella no es tan normal
que celebremos juntos una fiesta y…
—¿Y dónde está Patrick? —interrumpió Tane su balbuceo.
—Se ha quedado con ella —admitió Michael—. Dice que en la granja también
pueden verse las estrellas y las manu aute… Cuando el niño haya nacido, le
construirá una.
Tane resopló.
—No creo. Encontrará razones para mantener alejado a su tesorito blanco de los
niños de los ngai tahu. Otra vez, Michael, para que yo lo entienda: ¿Patrick ha venido
especialmente a Dunedin a caballo para celebrar con nosotros la fiesta, pero ella le ha
convencido de que no lo hiciera?
Michael asintió, pero se mostró más comprensivo con su hijo.
—Yo también tengo una mujer con mucho mana… —dijo, encogiéndose de
hombros.
Al principio de convivir con Lizzie siempre había conflictos porque ella tendía a
tomar decisiones que afectaban la vida en común.
Tane sonrió irónico.
—¿Tiene mana esa Juliet? ¿En qué tribu? ¿Entre la gente de Dunedin? Si tuviese
mana no necesitaría esconder a su hijo y meterse en la cama de un hombre al que no
quiere. Y si tuviese mana, Kevin no la habría dejado. ¡Ese sí necesita una mujer con
mana como la tuya, amigo mío!
Dio un amistoso codazo a su viejo compañero. No se dieron cuenta de que la
amiga de Lizzie, Haikina, se había acercado. Rio y se sentó en el suelo junto a los
hombres.
—Vengo a deciros que deberíais ir a las hogueras. Hay comida. Pero primero
bailas el haka con nosotros, Tane, tu madre ha dicho que no te demos de comer si
antes no has bailado. ¡Te estás engordando! —Dio unos golpecitos a la prominente
barriga de Tane.
—A propósito de las mujeres con mana… —gimió Tane.
Haikina rio burlona.
—Ya he oído que discutías… tomando como ejemplo a cierta Juliet, ¿no es así?
Haikina hablaba muy bien inglés. Después de haber asistido a una escuela de la
misión se había hecho maestra.
—Tú tampoco la soportas —señaló Michael—. Como Lizzie…
Haikina rio.
—La mayoría de las mujeres no la soportan. Puede que tengamos mana, Michael,
pero no lo utilizamos para ir manipulando a los hombres a nuestro antojo. Juliet es
tohunga en eso… y vuestro Patrick baila como una manu en el aire al compás que
ella le marca.
Hasta que el hijo de Juliet nació, los meses transcurrieron con dolorosa lentitud.
Patrick se sentía desdichado porque solo veía a su joven esposa los fines de semana
como mucho, y a veces no lograba llegar hasta Lawrence. Asesoraba a los granjeros
de nuevo y con frecuencia pasaba la semana en granjas situadas en regiones lejanas.
—También por esto es bueno que te quedes con mis padres —consoló a Juliet
cuando esta se quejó una vez más de la soledad reinante en Elizabeth Station—. En
nuestra casa sí estarías completamente sola, y cuando llegue el niño…
Faltaban dos semanas para el nacimiento y el cuerpo de Juliet estaba muy
redondeado. Patrick había dejado de mantener relaciones sexuales, sin esperar a que
ella misma lo impidiera. Desde entonces, Juliet estaba más insoportable. No disfrutaba
haciendo el amor con Patrick tanto como con Kevin, y odiaba verse tan deforme y
torpe como una ballena varada.
—Bueno, aquí la asistencia médica no es la mejor —señaló, retomando uno de sus
temas favoritos, la cuestión de la asistencia al parto.
Tras interminables discusiones habían llegado a un acuerdo: Juliet no tendría una
comadrona maorí, pero tampoco a un médico de la ciudad. En lugar de ello, acudiría
una comadrona pakeha de Lawrence, siempre que no estuviera ocupada con otro
alumbramiento. Juliet reprochaba a su marido y a sus suegros que una sola asistente al
parto no podría hacer frente a una situación de emergencia.
A Patrick y Lizzie, por el contrario, les preocupaba más cómo falsear la fecha de
nacimiento del vástago, pues también en Lawrence la gente era capaz de contar las
semanas transcurridas desde la boda hasta el parto. Pese a todo, nadie sabía por allí
que Juliet había estado primero con Kevin, por lo que los cotilleos no serían
demasiado crueles. Sin embargo, Lizzie habría preferido a una mujer maorí. A ellas les
daba igual quién fuera el padre de la criatura.
Al final todo salió muy bien, al menos a ojos de los Drury, que contemplaban los
partos de un modo realista. Como la mayoría de las primerizas, Juliet pasó varias
horas con dolores. La comadrona tuvo tiempo suficiente para llegar con antelación.
Además, el niño había elegido un sábado para llegar al mundo. Patrick ya estaba
camino de Lawrence cuando empezaron las contracciones. Llegó casi al mismo tiempo
que la comadrona a Elizabeth Station, donde encontró a una serena Lizzie y una Juliet
histérica. Llevaba horas sintiendo dolores y estaba convencida de que ese día iba a
morir.
—Ya le he dicho tres veces que el parto en las hembras humanas se prolonga más
tiempo que el de las ovejas o yeguas —explicó Lizzie a su hijo, que también parecía
nervioso—. Pero no me cree, ¡no sé en qué mundo ha estado viviendo hasta ahora!
Como sea, no hace falta que me reproches nada, he hecho lo que he podido. Tiene
una habitación decente, una cama limpia, le he preparado infusiones e incluso he
abierto una botella de vino por si eso la tranquilizaba. Y ahora también está Sharon
aquí, así que se encuentra en las mejores manos.
De la habitación de Juliet salió en ese momento un grito. Patrick palideció.
—¿Puedo… puedo ir con ella?
Sharon Freezer, la comadrona, salió de la habitación y oyó la inquieta pregunta.
—Pues claro —respondió por Lizzie—. Entre, a lo mejor puede tranquilizar a su
esposa. Todo avanza por el buen camino, el niño está en la posición correcta, el
agujero uterino se está dilatando lentamente. Todavía puede tardar cinco, seis horas,
una perspectiva que… hummm… ha desconcertado a su esposa. Está un poco
hipersensible. Pero tal vez mejore si la consuela un poco. ¿Puedo tomar un té
mientras, Lizzie?
Lizzie y Sharon bebieron té mientras Patrick se ocupaba de su esposa con
paciencia. Habló a Juliet de todos los partos que había presenciado, de ovejas madres
a perras pastoras pasando por yeguas. Sin ahorrarse detalles. Al cabo de pocos
minutos, Juliet estaba aburrida, luego asqueada y al final muerta de miedo. No
obstante, ya no gritaba, sino que gemía cuando las contracciones fueron creciendo.
Con la serenidad del ganadero nato, Patrick se percató de que los lapsos entre las
contracciones eran cada vez más breves, y quizás él mismo habría sido capaz de traer
el niño al mundo. No obstante, Juliet encontró su compañía durante el parto
degradante. ¿Cómo iba a volver a seducir y engatusar a un hombre que la había visto
tan deforme, sudada, gimiendo y gritando? Al final reclamó la presencia de la
comadrona, y Sharon echó a Patrick cuando comprobó que la situación se estaba
poniendo seria.
—¿Habéis pensado qué nombre le daréis? —preguntó Michael para distraer a su
hijo.
Patrick se encogió de hombros.
—Cualquiera que no sea Kevin —sonrió irónico—. A mí me gusta Joseph, Joe
suena bien. O Harold, Harry. Pero Juliet prefiere algo de su país, algo francés como
Baptiste o Laurent…
—¿Cómo? —preguntó Lizzie, pero un grito penetrante desde la habitación la
interrumpió.
Patrick quiso correr al dormitorio, pero Lizzie lo retuvo.
—Suena horrible, pero también hay algo de alivio —constató—. Ya verás,
enseguida habrá acabado…
En efecto, el grito no volvió a repetirse. Y minutos después se abrió la puerta de la
habitación y Sharon apareció radiante, sosteniendo en brazos un bebé bien arropado.
—¡Aquí tiene usted a su hija, señor Drury! ¿No es el bebé más bonito que ha visto
en su vida?
Patrick la miró incrédulo, pero cogió feliz el hatillo. Sonrió al ver la diminuta
carita.
—¿Una niña?
Sharon asintió.
—¡Y mire qué preciosa!
Lizzie tuvo que ponerse de puntillas para ver a su nieta, pero se quedó tan
maravillada como la comadrona.
—¡Qué pelo más largo tiene! Y es un poco oscura de piel, ¿verdad? Ay, habría que
ordenar que las razas se mezclaran, ¡no había visto una niña tan bonita desde que
nació Matariki!
Michael miraba al bebé con cierto escepticismo. Siempre se había sentido
orgulloso de sus hijos, pero nunca había podido entender cómo a primera vista podía
uno deducir de esas criaturas rojas y encogidas, con la carita arrugada, rasgos
familiares o que serían hermosos.
—¿Cómo va a llamarse? —preguntó.
El conflicto se solucionó cuando Juliet aceptó los nombres que Michael había
elegido, pero insistió en que se escribieran en francés. El mismo oficial del registro
civil de Dunedin, al que presentaron a la pequeña Marie Brigitte a la edad de tres
meses, se equivocó dos veces al anotar el nombre.
El reverendo Burton consiguió inscribir el nombre en la Biblia familiar sin errores,
pero lo hizo con el ceño fruncido.
—¿Cómo vais a llamarla? —preguntó a los padres, que habían acudido para
anunciar que iban a bautizar a la niña.
—Marie —respondió Juliet.
—Bridey —contestó al mismo tiempo Patrick, y Juliet lo fulminó con la mirada.
Kathleen, que en esos momentos estaba inclinada sobre la niña, vio su carita
oscura y redonda bajo el sol estival.
—Se llame como se llame, ¡es preciosa! —dijo—. En Irlanda se dice: «¡Bonita
como un día de mayo!» ¡Ven, pequeña May! ¡Deja que te coja en brazos! Y para tener
tres meses, es grande, Juliet…
El diminutivo de May o Mae iba a arraigar. A Patrick le gustaba y podía
pronunciarse sin problemas. Juliet insistió con Marie, aunque no solía llamar al bebé
por su nombre. Al principio, la pequeña May pasó de brazo en brazo por las
embelesadas matronas de Dunedin. Todas, sin excepción, estuvieron encantadas con
la niña y Juliet brilló ante la atención que le prodigaba la sociedad. El bautizo de May
iba a celebrarse en Dunedin y Juliet se sentía como si, tras pasar un año en la cárcel,
volviese por fin al mundo normal. Patrick y Juliet Drury presentaron orgullosos a la
ciudad a la hija primogénita y nadie dudó, al menos en voz alta, de la fecha de
nacimiento que habían dado. Juliet se mudó finalmente a la casa en las afueras de la
ciudad, lo que hizo a Patrick inmensamente feliz. Lo único que turbó la alegría de
Juliet fue la presencia de Lizzie. La suegra insistió en irse a vivir con ellos al menos
hasta el bautizo.
—¡Primero tienes que acostumbrarte, Juliet! —justificó Lizzie su decisión—. Y
tomar confianza con la pequeña. Hasta ahora nunca le has cambiado los pañales ni le
has dado de comer. Comprendo que no le des de mamar, pero…
De hecho, Lizzie no lo comprendía, pero era cierto que Juliet enseguida se había
quedado sin leche. La joven se había impuesto desde el parto una severa dieta de
ayuno para recuperar su antigua silueta antes de mostrarse en la ciudad de Dunedin.
Eso exigía ayuno, y las mujeres de la buena sociedad, Kathleen y Claire en primer
lugar, la respetaban por ello.
—Pero no habría sido necesario mortificarse hasta ese punto —apuntó Claire
cuando Juliet las visitó por vez primera en Lady’s Goldmine. La joven madre buscaba
un vestido adecuado para el bautizo—. Hoy en día se llevan vestidos reforma cuando
ha pasado tan poco tiempo desde el parto. Tampoco es saludable ceñirse tanto el
corsé.
Juliet contrajo los labios en una mueca de desprecio.
—No pienso ir por ahí como una vaca grasienta —respondió mirando de reojo a
Lizzie, que por suerte no oyó el comentario.
Claire y Kathleen, las dos muy delgadas por naturaleza, solían llevar corsé; Lizzie,
por el contrario, había arrojado la toalla. Prefería vestidos holgados que le sentaban
muy bien. Era más bien de corta estatura y para su edad se la veía algo regordeta. Los
vestidos amplios estilizaban su figura y eran cómodos. Lizzie se sentía bien
llevándolos y lo transmitía. Además, los vestidos reforma de la colección de Kathleen
eran prendas exquisitas. Con ellos, a Lizzie no se la veía ni gorda ni grasienta.
—Sea como fuere, ¡este le queda de maravilla! —elogió Claire el brillante vestido
de seda azul que había escogido Juliet—. Por cierto, ¿tienen un vestidito de bautizo en
su familia? En caso contrario, nuestra aprendiza podría cortar uno para su hija. Ha
sobrado tela y la chica es creativa…
Juliet asintió ufana y resplandeció de orgullo cuando Marie Brigitte Drury fue la
primera bebé de Dunedin que acudió a la pila bautismal con una prenda de Goldmine.
Ofrecía un aspecto precioso, eso era indiscutible, y la joven modista cosechó elogios.
Juliet estaba contentísima, hasta que Patrick, dos días después de la fiesta, recibió la
factura.
—No lo entiendo, Juliet. ¿Todo este dinero por un vestido? ¡Con esta suma
podría… podría haber comprado un caballo!
Lizzie, que ya iba a prepararse para la partida, apenada por separarse de su nieta,
rio.
—¡Es que esos vestidos cuestan un dineral! —defendió a Juliet de forma puntual
—. Lady’s Goldmine es sumamente exclusiva. Pero no te preocupes, Patrick, esto no
tiene por qué convertirse en costumbre. Un bautizo es una ocasión única. Los vestidos
de Juliet y May corren, por supuesto, de mi cuenta. Te debo este regalo, ¿verdad,
Juliet? Como pequeño desagravio por haberte fastidiado todo un año. —Y sonrió a su
nuera, dispuesta a reconciliarse con ella.
Patrick sonrió y se tranquilizó.
—Es muy amable por tu parte, madre. Juliet seguro que lo acepta. Pero en el
futuro tendremos que apretarnos el cinturón. En el ínterin ya he pagado la boda, pero
ahora toca la fiesta del bautizo… No gano tanto, Juliet. No podemos permitirnos
comprar en Lady’s Goldmine.
Juliet se quedó mirando a su marido con expresión de desconcierto e incipiente
enfado.
—Pero… ¿dónde si no voy a…?
Patrick rio.
—Cariño, en Dunedin hay media docena de tiendas. Y tendrás un aspecto
encantador con los vestidos que venden allí.
—Pero yo… Kevin…
Lizzie casi se quedó sin habla. ¿Esa mujer se atrevía a mencionar a Kevin? Patrick
también pareció herido y sus ojos brillaban iracundos, pero bajó la vista.
—Kevin… —empezó él.
Lizzie lo cortó:
—A la larga Kevin tampoco se lo podría haber permitido. Y ahora no insistas más,
Juliet. Ya has conseguido tu vestido nuevo, estás estupenda con él, y la ropa de
Kathleen no pasa de moda, podrás llevarlo durante años. De hoy en adelante tampoco
tendrás tiempo para ir luciendo esa prenda. Tienes una niña pequeña, Juliet, ya no
podrás salir cuando te apetezca, sobre todo hasta tarde por la noche. Los próximos
vernissages y conciertos se celebrarán sin ti, más vale que te hagas a la idea.
Y le entregó a May, a quien había estado meciendo. La niña se despertó y empezó
a llorar disgustada.
—Claro que también podríamos vivir en la granja… —musitó Patrick—. Seguro
que mi padre se alegraría si lo ayudase con las ovejas, podríamos crecer. La granja
funciona bien…
En efecto, los Drury ganaban bastante con la cría de ovejas, pero una parte de su
riqueza procedía del yacimiento de oro junto al río. Hacía tiempo que no lo explotaban
porque tanto los Drury como los maoríes solo se servían de él en casos extremos. El
último año, por acuerdo tácito, ninguno de ellos había lavado oro: el riesgo de que
Juliet descubriese el metal les parecía demasiado grande tanto a Lizzie como a la tribu.
Lizzie esperaba que su hijo también guardase el secreto. No quería ni pensar en que su
nuera se enterase de ese asunto e hiciera correr el rumor. Podría provocar una nueva
fiebre del oro que arruinaría los pastizales de Michael y el hogar de los ngai tahu.
Juliet sacudió la cabeza horrorizada, mientras Lizzie sonreía para sus adentros.
Patrick era tan cándido que había hecho la propuesta en serio, pero por primera vez le
paró los pies a Juliet. La joven aceptaría cualquier cosa con tal de no volver a vivir en
el campo. En principio no quería ni pensar qué sucedería a la larga, pues al final
Patrick sería el heredero de la granja.
Patrick se había imaginado la vida con Juliet como un paraíso. Había soñado
noches enteras con verla cada tarde, hablar con ella y por la noche estrecharla entre
sus brazos y hacerla feliz. También estaba contento con la niña, incluso habría estado
dispuesto a colaborar en su cuidado. Le gustaba darle el biberón, contemplar su
boquita roja chupando ansiosa la tetina y le hacía feliz verla sonreír. Sin embargo, las
cosas no evolucionaban como él había deseado. Era evidente que Juliet ni quería ni
era capaz de realizar las tareas domésticas. Cuando regresó a casa la primera tarde, le
dieron la bienvenida un apetitoso olor a comida y una casa aseada, pero también la
señora O’Grady, la madre de su mozo de cuadras Randy. La resoluta irlandesa sostenía
en sus brazos a la feliz y satisfecha May y miraba a Patrick con una expresión entre la
disculpa y el enojo.
—Lo siento, señor Patrick… Su madre ya me informó de que no tengo que venir
más.
La señora O’Grady había limpiado la casa de Patrick hasta que Juliet se había
mudado a vivir con él. De vez en cuando también le sorprendía con un cocido en el
fogón cuando regresaba tarde (un gesto de buena relación vecinal). Ahora, que ya
había una mujer en casa, Patrick quería, como es natural, ahorrar el dinero que pagaba
a la señora O’Grady. Lizzie se lo había comunicado y las dos mujeres estaban de
acuerdo al respecto. La señora O’Grady ya encontró raro que la suegra de Juliet
hubiese pasado dos semanas con Patrick y Juliet. Ella misma no tenía la menor
intención de inmiscuirse en la vida doméstica de la joven esposa.
—Pero Randy me dijo que el bebé no dejaba de llorar y he pasado por aquí a
echar una mano…
Aprovechando la oportunidad, Juliet había vuelto a contratar a la mujer,
encomendándole en esta ocasión más tareas. La señora O’Grady había cocinado,
cambiado y dado de comer a la niña, limpiado la casa y puesto la mesa. Mientras,
Juliet leía un volumen de partituras que había pedido y recibido ese día por correo.
Cuando Patrick entró en la sala de estar, ella le sonrió.
—¡Cariño, es indispensable que tengamos un piano! Sé leer partituras y quiero
tocarlas. Por las noches podría interpretar música para ti… —Los ojos de Juliet
resplandecían seductores.
La cólera de Patrick se desvaneció. No podía enfadarse con Juliet. Sin embargo,
ella tenía que comprender…
Esa noche, el joven explicó a su esposa cuál era su situación económica, y también
al día siguiente, cuando la señora O’Grady le abrió de nuevo la puerta con la niña en
brazos. La resoluta mujer se mostró en esta ocasión menos amable y le dejó claro que
con mucho gusto se encargaría del cuidado de su casa, pero siempre que le pagasen
por ello. De nuevo había respondido al llanto incesante de May y había pasado por la
vivienda. La niñita ya le había robado el corazón.
—¡Diga a su esposa que se ocupe de la niña! —exclamó impetuosa—. Si a usted
le da igual que su casa se venga abajo, no es asunto mío. Pero yo no puedo oír a la
niña llorar…
—Pero ¿los niños pequeños no lloran a veces? —preguntó Patrick abatido, y la
señora O’Grady lo miró disgustada.
—A veces sí, pero no cinco horas seguidas. Y cuando la cogí, tenía el pañal
empapado y estaba hambrienta…
—Al menos necesito una niñera —se quejó Juliet, cuando Patrick la confrontó
con las acusaciones de la señora O’Grady—. Y un cochecito de bebé. Alguna vez
tengo que salir de aquí. Me volveré loca si paso todo el tiempo sola.
Patrick volvió a explicarle lo que ganaba, pero al día siguiente le compró un
cochecito. Esto al menos satisfaría a la señora O’Grady: May no se pasaría medio día
llorando, sino que saldría a pasear con Juliet.
La joven paseaba por las calles de la ciudad y, a más tardar cuando May empezaba
a llorar, iba a visitar a alguien. Al principio, eso funcionó estupendamente. A Kathleen
y Claire, Heather y Chloé, Violet y Laura, la esposa del doctor Folks, les encantaba la
niña. Se alegraban de que Juliet les dejase cambiarle el pañal y darle de comer, o
pedían a sus sirvientes que se ocupasen de la pequeña.
—Nos hemos entretenido demasiado en la ciudad —se disculpaba Juliet cuando
aparecía en la puerta con el bebé llorando.
Entonces se quedaba charlando hasta la hora de volver a casa. Naturalmente,
entonces nadie había preparado la comida ni limpiado, pero ella estaba segura de que
Patrick no se enfadaría. Al final consiguió que la señora O’Grady fuese a limpiar al
menos dos veces a la semana.
Con este arreglo nadie quedó contento. Juliet se aburría cada día, a fin de cuentas
ya había confirmado hacía tiempo que no tenía nada en común con las damas de la
buena sociedad de Dunedin. A quien más le gustaba visitar era a Claire Dunloe, que
tenía piano. Esta no se oponía a que Juliet lo tocase de vez en cuando, sabía hablar de
música y de arte y disfrutaba haciéndolo. Claire era hija de un médico de Liverpool y
había sido educada de acuerdo con su nivel social. De todos modos, no tardó en
comunicar diplomáticamente a Juliet que la distraía de su trabajo. Claire y Kathleen
dirigían ambas Lady’s Goldmine y Claire era la encargada de atender y asesorar a la
clientela. Kathleen diseñaba la ropa y se ocupaba de las modistas que la cosían. La
mayoría de las veces trabajaba con ellas en la trastienda. Cuando Claire recibía visita,
Kathleen tenía que ocuparse de atender al público o tenía que dejar la tienda en manos
de una empleada. Eso no constituía ningún problema si sucedía una o dos veces a la
semana, pero ni Claire ni Kathleen eran partidarias de que ocurriese más a menudo.
—También tengo la impresión de que nos utiliza para que hagamos de niñeras —
señaló Kathleen una tarde, cuando Juliet por fin se había ido—. Espera impaciente a
que Paika le coja el bebé. —Paika era la sirvienta maorí de Claire y le encantaban los
niños.
—No solo a vosotras —observó Heather, frente al espejo con un nuevo vestido
amarillo canario—. Por nuestra casa pasa una vez a la semana. No nos molesta, la niña
es un cielo y suele dormirse en cuanto alguien le ha cambiado el pañal. Pero dentro de
un par de meses empezará a andar. Entonces os toqueteará los vestidos y me volcará
los caballetes. Además de que a Rosie no le entusiasma tanto ocuparse de ella como a
Paika. A Rosie le gustan los caballos, de los niños solo se ocupa cuando tiene que
hacerlo. En fin, y no sé qué pensáis vosotras, pero nosotras tampoco consideramos a
Juliet una compañía tan interesante como para abrir una guardería…
Juliet pronto experimentó que las damas de Dunedin se apartaban de su camino.
De nuevo permanecía horas en casa y descargaba su mal humor en Patrick cuando
este regresaba. Sin embargo, él se esforzaba de todo corazón por hacerla feliz. Uno de
los pocos fines de semana que Juliet y Patrick pasaron en Lawrence, Michael
sorprendió a su hijo lavando oro.
—No os importa, ¿verdad? —preguntó Patrick con una sonrisa forzada.
Michael suspiró.
—Sí, Patrick. Sí nos importa. Ya que lo preguntas, te contesto con franqueza. Eres
infeliz y vives por encima de tus posibilidades. Y nos pones a todos en un apuro.
¿Dónde quieres vender ese oro, Patrick? ¿En el banco de Dunloe? ¿O a un
comerciante de oro? Te hará preguntas. Yo suelo desprenderme de pequeñas
cantidades en ciudades distintas, donde vendo o exhibo las ovejas. Funciona con un:
«Buscamos un poco para pasar un rato y la semana pasada tuvimos una suerte
increíble. ¿Dónde? Ah, por el lago no sé qué, ni me fijé.» Y los maoríes envían a
distintos hombres, ningún comprador de oro recuerda a un maorí que canjea sumas
pequeñas. Pero a ti te conocen los granjeros y los banqueros, asesoras acerca de
préstamos. Si de repente apareces con oro un día y luego otro…
—Solo por esta vez, yo… Juliet quiere un piano.
Patrick dejó la sartén de lavar oro en el suelo y se sentó en la hierba junto al lago.
Por unos instantes se tranquilizó contemplando la cascada sobre el fondo de la
montaña cubierta de verdor, del bosque y los prados.
Michael se rascó la frente y se sentó junto a su hijo.
—Nosotros le regalaremos uno —dijo—. Podemos hacerlo, no pasa nada. Pero
me temo que acto seguido querrá otra cosa. Tienes que ponerle límites, por mucho
que la quieras.
Michael le cogió a su hijo la sartén y arrojó el contenido al agua. Al penetrar en el
líquido, un brillo dorado surgió en la arena negra, hasta donde Patrick había lavado
las piedras y la tierra del fondo del lago.
Patrick hizo un gesto abatido.
—Me da pena —contó—. No… no encuentra ningún amigo en Dunedin, está sola,
todo eso le pesa…
Michael levantó las manos.
—Ella sabía dónde se metía cuando se casó contigo. Ahora tiene que apañárselas.
Y si se aburre y no quiere hacer ninguna tarea doméstica, tendrá que ganar ella misma
el dinero que necesita.
Patrick se puso en pie y miró a su padre indignado.
—Pero ella… ella no puede…
—Hasta ahora se ha abierto camino muy bien —señaló Michael sin compasión—.
Es una joven cultivada, tiene modales… a lo mejor en algún hotel necesitan una
recepcionista. También me la imagino como empleada de Lady’s Goldmine. A lo
mejor Kathleen y Claire necesitan a alguien. También podría dar clases de piano. No
hagas como si sus cualidades se redujeran a una única, Patrick. Es como si la
minusvalorases.
El joven se ruborizó.
—No preguntaré cómo defines esa «única» cualidad, padre —dijo fríamente, y se
dio media vuelta.
Michael, que nunca había asistido a otras clases que las de la escuela dominical, no
habría podido aclarar la palabra «definir». Sin embargo, el delirio amoroso de su hijo
estaba empezando a preocuparlo.
—Me pregunto cómo terminará esto… —dijo afligido a Lizzie, Haikina y su
marido Hemi, que habían bajado a comer.
Los dos maoríes eran buenos amigos de Patrick y habían ido a verlo. El joven no
se había acercado al poblado maorí desde la boda. Se había alegrado mucho del
reencuentro, pero Juliet no le había dejado tiempo para que hablase con sus amigos.
Pese a que todos entendían el inglés y hacían esfuerzos para incluirla en la
conversación, ella solo daba respuestas breves y ariscas. Envuelta en un chal, pese a
que ese año el otoño era bastante cálido, había tomado sorbitos de vino y unos
bocados de cortesía del cordero que Michael había asado en el porche delante de la
granja. Finalmente se había retirado aduciendo que le dolía la cabeza. Patrick,
preocupado, enseguida se había marchado tras ella.
—Ya se arreglará —lo consoló Haikina—. Está locamente enamorado, ya se sabe
que las parejas jóvenes no aguantan ni un par de horas separados…
—¿Separados? —preguntó Hemi—. Ha dicho dolor de cabeza. ¿No es la palabra
pakeha para «hoy no toca»?
Haikina y Michael rieron. Lizzie, por el contrario, se quedó con la mirada fija en el
valle, la cascada y el lago, y con una expresión entre la rabia y la pena.
—Oh, pronto se acabará —apuntó—. Basta con mirarle la cara. Tiene esa mirada
inquieta. Se acabará muy pronto. Y a Patrick le romperá el corazón.
9
Juliet llevaba un vestido discreto cuando, dos días después, visitó a Claire Dunloe.
En la tienda no había mucho trabajo y Claire no encontró ninguna razón de peso para
no invitar a su visita a tomar un té. Kathleen podría haberse reunido con ellas, pero
alegó que tenía que hacer unos arreglos importantes. Juliet la aburría y tampoco a ella
le había pasado por alto cómo flirteaba con el periodista de Queenstown. Kathleen
sabía que era ridículo, pero incluso después de tantos años se sentía de algún modo
vinculada a la familia de Michael. También había muchos aspectos comunes en sus
historias. No se trataba solo de su viejo amor por Michael, sino también de la breve
relación sentimental de Matariki con el hijo de Kathleen, Colin, de la que había nacido
Atamarie. A Kathleen y Lizzie nunca las uniría una auténtica amistad, pero en lo
concerniente a Juliet Drury la Bree, las dos mujeres compartían la misma opinión.
También Kathleen había estado casada mucho tiempo atrás con un hombre al que no
amaba solo por darle un nombre a su hijo. Entendía que eso fuera duro para Juliet,
pero vivía bien con Patrick, ¡él la trataba como una reina! La propia Kathleen había
tenido que cumplir sus obligaciones con un hombre que la explotaba y maltrataba.
Consideraba a Juliet una desagradecida, así que prefería quedarse en la tienda antes
que ir a charlar con la joven. Si había alguna novedad, ya se la contaría Claire
después.
La sirvienta de Claire, Paika, enseguida se encargó de May y se marchó sonriente
con la niña a la cocina. Claire esperaba que le diera tiempo de preparar el té, pues, de
otro modo, la visita se prolongaría durante horas. Sin embargo, y para su sorpresa, ese
día Juliet parecía tener prisa. Respondía con brevedad a los temas de conversación
que proponía Claire y se la veía inquieta. Cuando se sirvió el té, se bebió deprisa el
contenido de la taza.
—Señora Dunloe, yo… esto… quería preguntarle si no podría dejar a mi hija un
rato no breve en su casa —dijo, formulando por fin el deseo que la había llevado
hasta allí—. Tengo que hacer un par de recados y… y su chica…
—Seguro que Paika se encargará de buen grado.
Claire respondió afablemente, pero estudió con la mirada a su interlocutora. Hasta
ese día, Juliet nunca le había dejado a la niña. ¿Qué tipo de recados tendría que hacer
para que su hija no pudiese acompañarla? Juliet seguía sin comprar en almacenes,
solo lo hacía en tiendas exclusivas. Allí se ocupaban de las clientas y, si era preciso,
también de sus hijos.
Además, llevaba ese vestido tan poco habitual en ella. Un elegante traje cerrado,
¿de viaje? La curiosidad de Claire se convirtió en recelo.
—¿Qué ocurre? —preguntó como si tal cosa—. ¿Tiene que ir a la galería? ¿Otra
actuación en un vernissage? Su interpretación nos encantó a todos, señorita Juliet.
Una voz preciosa y un estilo melódico muy personal. Creo que Heather y Chloé
también estuvieron muy contentas.
Claire distinguió un centelleo en los ojos de Juliet al pronunciar la palabra
interpretación. ¿Halagada? ¿Culpabilizada?
—Me lo pasé muy bien —respondió Juliet comedida.
Ninguna respuesta a la pregunta. El recelo de Claire se convirtió en certeza.
—Señorita Juliet —dijo en voz baja—. Por favor, no le haga esto…
Juliet no pudo esconder su temor. Iba a levantarse, pero se lo pensó mejor. Claire
había visto sus intenciones, y era demasiado tarde para encontrar a otra persona que
se ocupara de May. El coche de caballos de Queenstown partiría en media hora. Juliet
se mordió el labio. Nerviosa, se pasó la mano por el cabello, que llevaba recogido
bajo un elegante sombrerito.
—No puedo sacrificar toda mi vida por la felicidad de Patrick —anunció
teatralmente—. Lo siento, pero sería excesivo…
Claire la miró casi burlona. La esposa del banquero era una de las pocas mujeres
que no se dejaban amedrentar por la belleza de Juliet y su porte seguro.
—¿Qué es su vida, señorita Juliet? —preguntó—. ¿Un nuevo teatro de varietés?
¿Otro hombre? —Se detuvo—. Pero eso no me importa, Juliet. Usted misma debería
saberlo, no voy a convencerla de nada. Pero… pero Patrick…
—¿He de quedarme con él? ¿Estar cambiando los pañales de la niña los próximos
dos años? ¿Quedarme embarazada de otro? —La voz de Juliet tenía una nota
estridente—. ¿Solo para que el santo de Patrick obtenga aquello por lo que ha
pagado? ¿Con una firma?
—Con un apellido —respondió Claire con calma—. Puede que usted no le dé
ningún valor, pero a su hija le allanará el camino llamarse Drury y no La Bree. Y más
aún cuando pretende abandonarla aquí. Pero todo esto no me interesa, Juliet. Haga lo
que quiera. ¡Solo le pido que no destroce la vida de Patrick! Usted…
Juliet rio nerviosa y miró el reloj de pie que había en una esquina de la sala
elegantemente amueblada.
—Por un poco de pena de amor no se morirá.
Claire suspiró.
—No me entiende. Las otras personas no significan nada para usted, ¿no es así? Y
tampoco las reglas… Al parecer ignora que existen algunas… Pero ¡esto tiene que
entenderlo! No se trata de que abandone a Patrick, Juliet. A ese respecto, ¡no podría
sucederle nada mejor! Pero por el amor de Dios, no se vaya así. Hable con él, ¡pídale
el divorcio!
Juliet frunció el ceño.
—¿Y eso qué cambia? —quiso saber.
Claire se frotó la frente y la rabia se apoderó de ella.
—Por lo que se ve, nada para usted —le echó en cara—. Dentro de un minuto se
habrá convertido de nuevo en la preciosa e independiente Juliet la Bree. Allá donde
vaya, nadie la conocerá, nadie sabrá nada de su matrimonio y su hija. Pero Patrick se
quedará aquí. Todo el mundo sabe que usted existe…
Juliet se encogió de hombros.
—Los rumores se apagan, señora Dunloe. Claro que hablarán sobre él e incluso
puede que tambien se burlen, pero en un año todo se habrá olvidado.
—Es probable que más bien lo compadezcan —respondió Claire—. Pero nunca se
olvidará si no se queda usted aquí y concluye como Dios manda este asunto. ¡Por
todos los cielos, Juliet, Patrick nunca más podrá volver a casarse! O sí, después de un
proceso complicadísimo. Hágame caso, yo misma lo hice. Mi marido me abandonó de
la noche a la mañana también. Se supone que se marchó a China. Poco antes vendió
la casa sin advertírmelo. Eso fue peor que los rumores y las penas de amor. Pero lo
peor fue que yo no era libre. No era ni una mujer casada ni una viuda, y en los
círculos de mi actual marido un hombre y una mujer no pueden vivir juntos sin más.
—La mirada inclemente de Claire se suavizó cuando la paseó por el salón elegante y
confortable de la residencia de Jimmy Dunloe. Llevaba exactamente la vida que había
deseado—. Al final conseguimos el divorcio, también gracias a los contactos de
Jimmy, pero fue difícil. Y caro. Pusimos anuncios en todos los periódicos del país
requiriendo a mi anterior marido. Nunca se comunicó con nosotros, al final se le dio
por desaparecido. Y después el juez me declaró libre. Pero no se lo deseo a nadie,
Juliet. Por favor, ponga sus cartas sobre la mesa, ¡devuélvale su nombre a Patrick! —
La voz de Claire tenía un tono suplicante.
Juliet miró a la elegante señora, ya algo entrada en años, con una falda de lana de
cachemira y una blusa blanca primorosamente planchada. La ropa de su propia tienda.
Aburrida. Tan aburrida como sus ruegos.
—Mi coche sale en veinte minutos —dijo Juliet, intentando dar a sus palabras un
toque al menos de pesar—. Ahora es demasiado tarde. Y Patrick… creo que eso solo
le haría daño. Pero está bien que hayamos hablado, señora Dunloe. Lo tendré… en
cuenta. En caso necesario escribiré…
Juliet se puso en pie y se despidió educadamente antes de marcharse. Pero se
marchó.
Claire estaba demasiado indignada para volver de inmediato a la tienda. Diría una
burrada y eso no era conveniente delante de los clientes. Así que tomó otro sorbo de
té, fue a la cocina y le cogió la niña a Paika.
—De ti ya se ha olvidado —musitó—. Pero no te preocupes. Sin ella estarás
mejor. —Besó a la niña en la mejilla y se volvió hacia la joven maorí—. Tengo que
volver a marcharme, Paika. Por favor, dile al señor Dunloe que iré primero a ver al
reverendo y luego al señor Drury, tal vez se haga tarde…
EN EL NOMBRE DEL AMOR
África
Transvaal, Karenstad
Nueva Zelanda
Dunedin, Christchurch, Temuka
1901-1902
1
Para los Rough Riders eso significaba hacer honor por primera vez a su nombre.
Colin Coltrane acabó con las tranquilas cabalgadas de las patrullas que ignoraban si
eran cazadores o cazados. Los cazadores tenían que ser, definitivamente, los
neozelandeses, y para ello debían controlar un territorio más grande y moverse más
deprisa. En las semanas siguientes los hombres pasaron de once a doce horas diarias a
caballo. Ya no podían dedicarse a la caza que regularmente había enriquecido sus
comidas. Coltrane también prohibió disparar los fusiles para no revelar la posición en
que se encontraban. La alimentación, como consecuencia de ello, consistía en galleta
marina y carne seca, que era ingerida a lomos del caballo. Tras un par de días, Vincent
se quejó de que los animales perdían peso con ese tipo de vida.
—Aquí la hierba no es especialmente nutritiva —lo justificó—. Si los animales
tienen que alimentarse de ella, necesitan comer durante más tiempo.
Coltrane puso un mohín, pero tomó nota de la advertencia del veterinario. Pese a
ello, su estrategia fue distinta de la que Vincent había esperado.
—Solicito que se registren voluntarios para comandos especiales que se
encargarán de requisar provisiones —ordenó durante el desfile previo a la cabalgada
matinal. Los Rough Riders cabalgaban en filas de cuatro, seguidos por el carro cocina
y los médicos con sus mulos—. Se alejarán de las líneas férreas y se dirigirán
directamente a las granjas bóers. Allí requisarán avena para los caballos y pernoctarán
si las granjas no están demasiado lejos. Eso dependerá también de las provisiones de
heno. El sargento Beavers llevará el mando.
—¿Ese? —refunfuñó Vincent a sus amigos—. Es el chico que la primera noche
casi me disparó porque no sabía la contraseña. Un tipo desagradable.
Kevin se encogió de hombros.
—En fin, no es imprescindible ser un tipo sensible para birlarle la avena a las
mujeres bóers —señaló—. ¿No quiere acompañarlos, Preston? ¿Para traducir de vez
en cuando?
Preston Tracy asintió, se dirigió a Coltrane y se registró para cumplir el servicio. El
comandante lo estudió con la mirada. Luego asintió.
—Llevar a un médico siempre es bueno. En cuanto a lo de entenderse, confío en
Beavers. Él dejará claro a las mujeres lo que queremos.
Así pues, el destacamento se separó de la unidad principal, que ese día consiguió
hacerse con un primer triunfo. Descubrieron a un bóer muy joven, seguramente un
espía, que al poco tiempo los condujo al escondite de su destacamento.
Kevin, al que habían indicado que montara el hospital de campaña y esperase a los
heridos cerca de la línea de ferrocarril, se asombró de ello.
—Suelen ser muy testarudos —comentó a Vincent. Coltrane tampoco había
querido que el veterinario los acompañara durante el ataque, si bien este prefería
mantenerse cerca de sus protegidos. Al fin y al cabo, un caballo herido no podía
cargarse tan fácilmente sobre un carro tirado por mulos como un soldado herido—.
¿Y ahora Coltrane charla un rato con el tipo y este traiciona a sus compañeros?
Vincent adoptó un aire compungido.
—¿Has visto al joven cuando se han ido? No me he acercado demasiado a él, pero
apenas se sostenía sobre el caballo. Sea como fuere, Coltrane no se ha conformado
con decirle unas palabras amables.
El campamento de los bóers no estaba muy lejos, los médicos oían con claridad
los sonidos del combate. Al parecer, Coltrane y los Rough Riders estaban batallando
en serio contra el destacamento bóer. Poco después llegaron un par de heridos leves.
—A sus heridos los llevan a la granja —informó un cabo mayor con una rozadura
de bala—. Los hemos pillado por sorpresa. Ese Coltrane es un cabrón, pero de
estrategia sabe un montón. Ha planeado el ataque con acierto, a ninguno de nosotros
nos habría pasado nada si el chico al que… bueno… al que convenció para que nos
llevara al campamento, no se hubiese largado. En el último momento, antes de que
llegáramos, espoleó al caballo y avanzó por el kral en que se habían atrincherado.
Coltrane lo derribó del caballo con un disparo, pero ya nos habían descubierto.
Vincent lanzó a Kevin una significativa mirada. Lo derribó de un tiro… El espía
no era más que un niño.
—¿Ha habido más… hummm… bajas? —preguntó Kevin.
El hombre asintió.
—¡Docenas! —contestó con orgullo—. El comandante cree que es mejor matar
que apresar. ¿Adónde íbamos a ir con esa gente? En cualquier caso, ha sido una gran
victoria.
—Y el comando especial también ha triunfado —explicó el otro hombre, al que
Vincent le estaba vendando la mano—. Han desalojado una casa mediante humo y
conseguido alojamiento para la noche. Es donde tienen que montar el hospital, doctor
Drury. Su colega Tracy ya está allí.
Todos los hombres podían cabalgar todavía y contaban con los datos precisos
sobre la situación de la granja. De todos modos, era difícil que pasara inadvertida,
pues se habían quemado partes de las dependencias. Las llamas se habían apagado,
pero de los escombros ascendía humo. La vivienda, como enseguida comprobó
Kevin.
—Hubo que hacerlo así, las mujeres se habían atrincherado dentro.
Beavers presentaba el parte en ese momento a Coltrane. El comandante había
llegado a la granja con su regimiento y cincuenta prisioneros pese a la masacre.
Kevin y Vincent no escucharon mucho más. Divisaron a Preston Tracy en la
entrada del pajar y estaban ansiosos por conocer su versión. Ambos se estremecieron
ante el aspecto que ofrecía el joven médico. El rostro de Preston estaba pálido y
contraído de asco y horror. Ofrecía un aspecto mucho peor que después de la batalla
de Wepener.
—¿Sabe tratar las quemaduras? —preguntó a Kevin sin más—. Nunca he curado a
quemados… y aquí hay dos niños.
Un cuadro horrible esperaba en el pajar a Kevin y Vincent. Sobre unos sacos de
paja yacían dos niños. Uno lloraba de dolor y el otro estaba inconsciente. Una anciana,
tal vez la abuela, lo mecía en brazos, era una niña. Kevin tampoco sabía demasiado de
quemaduras, aunque algo más que el oftalmólogo. Enseguida vio que al menos la niña
no podía salvarse, y Vincent lo corroboró. Sorprendentemente, era el veterinario
quien tenía más experiencia con quemaduras. Tras un incendio en un establo de
Blenheim había tratado a los animales.
—Espero que no recupere el conocimiento —susurró, mirando las horribles
quemaduras de la pequeña—. ¿Tenemos morfina para el niño?
Kevin se apresuró a descargar los mulos y suministrar al niño una dosis de
morfina. La anciana, cuyas manos y brazos también mostraban ampollas, rechazó
cualquier ayuda. Se puso histérica cuando Vincent le quitó de los brazos a la criatura
agonizante. Los médicos no pidieron a Tracy que les tradujera, era evidente que la
mujer los culpaba de lo ocurrido.
—Por el amor de Dios, ¿qué ha ocurrido aquí? —preguntó Kevin.
Preston, Vincent y Kevin trabajaron durante unas horas asistiendo a los heridos en
el combate. Los dos neozelandeses en estado grave sobrevivirían; resultaba extraño,
pero no había bóers heridos. Tracy estaba callado como una tumba. Pareció palidecer
todavía más cuando Kevin y Vincent trataron al niño quemado: no podían hacer
mucho más que quitarle la piel chamuscada y ponerle vendajes limpios. La anciana
seguía sin permitir que nadie se ocupase de ella, y la niña pequeña murió sin haber
recuperado el conocimiento.
En esos momentos, el niño dormía bajo los efectos del opiáceo, la abuela estaba
sentada junto a él y miraba al vacío. Los médicos se retiraron agotados y con una
botella de whisky. Hasta el momento el racionamiento no les atañía. Preston Tracy
tenía sus preferencias en relación a las marcas de whisky y la que tenía haría las
delicias de los hombres. En lugar de servirse del suministro general, siempre contaban
con botellas propias. En ese momento, Preston tomaba unos tragos largos; era
evidente que buscaba el olvido en el alcohol.
—Ha sido espantoso —contó en voz baja—. Había tres mujeres de tres
generaciones, y una era muy joven. Y tres niños, el mayor de ocho o nueve años… —
El pequeño herido debía de tener cinco años, y la niña muerta era casi un bebé—. Por
supuesto, las mujeres estaban armadas, al igual que el niño mayor. Cuando nos
acercamos dispararon, como siempre. Pero esta vez habría dado igual ignorarlas, pues
se habían atrincherado al fondo de la casa y nosotros solo queríamos avena.
Podríamos haber ido el establo y llevarnos toda la que hubiera. Pero entonces
prendieron fuego a la casa. A la mujer más joven la abatieron de un disparo. Los
niños huyeron hacia el interior y las otras mujeres fueron tras ellos. Entonces salió el
niño mayor con la ropa quemada… ¡y volvieron a disparar! El crío no habría muerto
de las quemaduras, lo podéis comprobar, su cadáver está detrás del pajar. Pero ellos…
ellos ¡dispararon al pecho de un niño de ocho años! Luego la casa se desmoronó y
finalmente salió la anciana con los dos pequeños. Y yo escogí a dos o tres hombres
sensatos que estaban tan horrorizados como yo y buscamos a los supervivientes.
Sacamos a la niña pequeña… —Tracy temblaba.
—No habría tenido que hablar de los caballos… —murmuró Vincent.
Kevin volvió a llenar de whisky los vasos de sus colegas.
—Habrían encontrado otra razón —consoló al veterinario—. Ese Beavers es un
cabrón. Y Coltrane también, lo conocía, sabía a las órdenes de quién ponía el
destacamento. Pero esto tendrá consecuencias. Lo comunicaremos…
—Eso —dijo Tracy, vaciando su vaso de un trago— no devolverá la vida a los
niños.
2
Un mes más tarde, Kevin Drury se encontraba ante el comandante Robin, a cuyas
órdenes se hallaba todo el regimiento de Nueva Zelanda desde comienzos de la guerra.
El comandante y dos asesores militares habían escuchado la queja que el joven les
había presentado acerca de Colin Coltrane, y a continuación el comandante expresó su
parecer.
—El comandante Coltrane no tiene conciencia de culpa —señaló sin dar
demasiadas explicaciones—. Se acercaba a galope tendido, y además era de noche.
Los jinetes no podían distinguir si los saboteadores que estaban junto a las vías ya se
habían rendido o no.
—Tenían los brazos alzados… —observó Kevin.
—Si fue así, el comandante Coltrane y sus hombres no se percataron. El hombre
al que dispararon por la espalda estaba intentando huir, ¿no es así? —Robin revolvía
unos expedientes sobre la mesa.
Kevin suspiró.
—El hombre se había quedado enganchado a la alambrada. Todavía no habíamos
conseguido liberarlo, pero no podía oponer resistencia y tampoco fugarse. Dispararle
fue un acto gratuito. Igual que matar a tiros a veintitrés de los treinta jinetes
fugitivos…
—Esos hombres disparaban a los Rough Riders —señaló uno de los asesores, un
lugarteniente—. El comandante Coltrane no tuvo más remedio que contestar. Después
de exigirles que se entregasen, entiendo yo…
—¿Y murieron todos? —preguntó Kevin—. ¿Ni un solo herido? Mi compañero y
yo hemos inspeccionado los cadáveres. La mayoría de las balas mortales fueron
disparadas desde corta distancia…
Robin levantó los brazos.
—Doctor Drury, ya lleva usted meses aquí, conoce a los bóers. Muchos de ellos
luchan hasta la muerte, y algunos de nuestros soldados han pagado con su vida el
simple hecho de inclinarse con la intención de ayudar a un herido. De ahí que cuando
uno tiene cierta experiencia no baja el arma. Y también dispara. Desde bien cerca.
Ahora bien, suponer que los soldados tiraban a matar…
—Cuando además usted no estuvo ahí —añadió el segundo lugarteniente.
Kevin se frotó la frente.
—Pero los demás abusos, los incendios…
—Todo en el marco de lo que ordena el Estado Mayor —respondió Robin—. Tal
vez la estrategia de lord Kitchener no nos guste, y estoy seguro de que tampoco el
comandante Coltrane es partidario de luchar contra mujeres y niños. Pero su
comportamiento ha sido absolutamente correcto. Sus acusaciones son inconsistentes,
doctor Drury, sea razonable.
Kevin tragó saliva y se puso firme.
—Muy bien, señor —dijo—. Por lo demás… sé que no es mi competencia y, si así
debe ser, castígueme señor, pero mi conciencia no me permite seguir a las órdenes del
comandante Coltrane.
—Coronel Coltrane —corrigió uno de los lugartenientes—. El comandante ha sido
ascendido.
Kevin se frotó las sienes.
—Me niego a seguir sirviendo a Colin Coltrane —concluyó—. Trasládenme o
encarcélenme, me da igual. Pero no voy a seguir formando parte de esto.
Los oficiales británicos inspiraron hondo, mientras el comandante Robin
permanecía tranquilo. Quizás el comportamiento de Kevin era insolente para el
ejército británico, pero ya había visto a los kiwis violando las ordenanzas. Para él era
una injusticia encarcelar por motivos de disciplina a esos rebeldes valientes y,
precisamente en esa guerra de guerrillas, de un valor incalculable. Sonrió.
—Quiere el azar que yo mismo ya hubiera pensado con anterioridad en otro
puesto para usted. —Miró a los asesores cuando uno de ellos fue a protestar. Un
minuto antes, nadie había hablado de trasladar al oficial médico Drury, pero la
improvisación ofrecía a Robin la posibilidad de satisfacer la demanda de Drury sin
reforzar su reticencia. Si los británicos tan solo hubiesen sido algo más
diplomáticos…—. Precisamente alguien como usted, que alimenta en cierta medida
simpatías frente al enemigo…
Kevin se puso tenso.
—No deseo confraternizar con…
Robin, un hombre fuerte, con el cabello que empezaba a encanecer, movió la
cabeza negativamente.
—Tampoco vamos a obligarle a ello. Al contrario, valoramos su desvelo, sobre
todo por las mujeres y los niños bóers. Por eso me gustaría ofrecerle un lugar en el
que podrá brindarles su ayuda. Oficial médico Drury, a partir de ahora se encargará
usted de la dirección del campamento de refugiados de Transvaal.
—¿El campamento de refugiados? —Barrister rio sin alegría, ni siquiera de
bromista. Tal vez lo más exacto fuese calificar su risa de resignada—. ¡Tendría que
escuchar hablar acerca de esos sitios a Emily Hobhouse! Se refiere a ellos como a
campos de concentración, cuando no de exterminio.
—He oído decir que esa señora exagera —objetó Kevin.
Había escuchado en el puesto de mando de Robin que su anterior superior dirigía
un hospital militar en Pretoria y había salido en su busca. Barrister mostró su alegría al
volver a verlo y enseguida lo invitó a comer en el casino de oficiales. Kevin disfrutó
de una cena fantástica, aunque algo exótica, pues se sirvió filete de león.
—A mí, personalmente, me parece una dama muy sensata —contestó Barrister y
bebió un trago de vino—. He hablado con ella y conozco a la familia. Y las cifras
tampoco engañan: casi ochocientos muertos solo en el último mes. Las condiciones al
parecer son nefastas. Y el término «campo de refugiados» tampoco es exacto, las
mujeres no llegan ahí de forma voluntaria, antes al contrario, las llevan bajo vigilancia
y en condiciones nada agradables. Debería llamarse «campo de desarraigados». Pero
da igual cómo se denomine el campo, según la señorita Hobhouse reinan allí unas
condiciones inhumanas. Lo cual es lógico: esos recintos se encuentran, por así decirlo,
al final de la cadena de abastecimiento. En alimentación y medicinas, allí solo llega lo
que las tropas, las oficinas militares, los hospitales y la población de las ciudades no
necesitan. Y el abastecimiento es en general malo: nada se obtiene incendiando los
campos de cereales de todo un país.
Kevin se mordió el labio.
—¿Se refiere entonces a que haría mejor rechazando el puesto?
Barrister lo negó con vehemencia.
—Entonces se arriesgaría a sufrir medidas disciplinarias —señaló—. Aunque los
campamentos se encuentran hoy en día bajo una dirección civil, es decir, que en rigor
usted no va allí como oficial médico. De todos modos, tras el asunto con ese tal
Coltrane, no logrará usted nada. Y en el fondo, Robin tiene razón: alguien ha de hacer
ese trabajo. Así que mejor enviar a un individuo que todavía siente compasión,
general o personal… ¿Sabe algo de nuestra belicosa Mejuffrouw Van Stout?
Kevin negó con la cabeza.
—No puedo decir que intercambiásemos direcciones —respondió con una sonrisa
triste.
Barrister suspiró.
—Me temo que tampoco hubiese servido de nada, la señorita Doortje no tendría
ya paradero. Usted mismo ha dicho que su padre y su prometido estaban en el
destacamento…
—Murieron —puntualizó Kevin.
Barrister asintió.
—Sí. Pero eso no cambia el hecho de que la familia haya llamado la atención. Si
ha sucedido lo que suele ser habitual, su granja ha sido quemada.
Kevin se inclinó hacia delante.
—¿Significa eso que Doortje está en un campamento?
Barrister hizo un gesto de ignorancia.
—Si entretanto no ha muerto… Ya la conoce, Drury, esa joven no se rinde tan
fácilmente.
Kevin se enderezó.
—Entonces mi decisión ya está tomada. Asumo la dirección del campamento. Sí,
ya sé que posiblemente Doortje esté en otro sitio. Pero si ha sobrevivido a la guerra,
quiero poder mirarla a los ojos. ¡En mi campo de refugiados no morirá nadie!
El hospital era uno de los pocos edificios sólidos del campo, aunque construido
también con láminas de chapa ondulada. En verano debía de hacer un calor
insoportable, incluso en esa época las moscas revoloteaban alrededor de los pacientes.
No era extraño, en las dos salas de pacientes el hedor era espantoso. A los enfermos
de fiebre tifoidea se les brindaba un cuidado insuficiente. En algunos casos, los
parientes acompañaban a los enfermos y también se encargaban de asearlos. Pero los
pacientes más ancianos, muchos de ellos mujeres, yacían en medio de sus propios
excrementos. Era evidente que eso le resultaba lamentable al propio médico, un tal
doctor Greenway.
—Hago lo que puedo, Drury —se justificó—. Pero tengo veintisiete pacientes y
ninguna enfermera. ¡Y no encuentro a ninguna madre que me ayude, aunque su hijo
esté aquí ingresado! ¡Hasta tengo que cocinar yo!
—¿No se puede pedir a ninguna mujer que colabore? —se extrañó Kevin.
El doctor resopló, al igual que Lindsey.
—No hacen nada —refunfuñó el médico—. Ni lo más mínimo por ayudarnos, con
lo cual ellas mismas se perjudican. Incluso han abierto una especie de hospital casero
en una de sus tiendas. Atienden allí con viejos remedios caseros. Y se quejan si se lo
impedimos. Ayer una mujer quería matarme porque no le podía conseguir ninguna
cabra muerta. En serio, estaba convencida de que su hijo, enfermo de neumonía, solo
se salvaría si lo cubría con la piel de una cabra recién sacrificada. Rechazó mis
medicamentos, así como una cama en el hospital. El niño ha muerto hoy. Es una pena,
doctor Drury, toda una tragedia.
—¿Solo cuenta con estas dos habitaciones? —preguntó Kevin.
Estaba acostumbrado a salas amplias, aunque le desagradaba ver morir seres
humanos en esos alojamientos comunes. En los hospitales de Dunedin donde había
realizado su período de interno, había al menos biombos para garantizar un mínimo
de intimidad a los enfermos graves.
El doctor Greenway sacudió la cabeza.
—No, pero hay cuatro habitáculos pequeños. Si desea verlos…
Condujo a Kevin por una especie de pasillo y corrió a un lado una cortina que
dejó a la vista una estancia improvisada con dos camas. Se veía que hacía mucho que
nadie la limpiaba, pero Kevin reprimió la observación. No podía esperarse que el
médico también agarrase el cubo y la bayeta y se pusiese a limpiar.
—¿Ninguna está ocupada? —preguntó.
Greenway se mordió el labio.
—No. La mujer que ocupaba una ha muerto. Y la otra… Otro drama como este y
la actitud de la gente hacia nosotros se volverá casi comprensible. —El médico se
frotó la frente.
—No comprendo —insistió Kevin.
—Intenta explicarle con tacto que nuestra propia gente es culpable del estado de
las muchachas —observó el lugarteniente Lindsey—. ¡Una cochinada repugnante, este
asunto debería ser investigado! Pero las mujeres no dicen nada y los tipos que
hicieron el transporte no eran subordinados míos. ¡En tal caso estarían todos en la
cárcel hasta que las mujeres declarasen, ya puede usted estar seguro!
El oficial se expresaba con rabia, lo que casi sorprendió a Kevin. Hasta ese
momento no había mostrado ninguna simpatía especial por sus pacientes bóers.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Kevin—. Me gustaría ver a las mujeres, si me lo
permite…
Greenway se encogió de hombros.
—Por mí que no quede, usted es médico. Pero las mujeres procuran que nadie se
acerque a ellas. Una está trastornada, la otra araña y muerde cuando se la quiere
reconocer. Y sería importante, todavía tiene hemorragias.
Kevin se lo quedó mirando.
—¿Significa que las mujeres fueron violadas? ¿Aquí? ¿En el campo?
Lindsey movió la cabeza.
—Durante el transporte. Aunque los hombres que las trajeron aquí sostuvieron
que ellos no habían sido. Se supone que fue un pelotón de caballería que las custodió.
Es lo que suele hacerse cuando se sospecha que hay destacamentos bóers en un
territorio a través del cual hay que transportar mujeres y niños. Entonces los
destacamentos de transporte solicitan protección.
—¿Y así les dieron protección? —preguntó Kevin con amargura.
Lindsey hizo un gesto de impotencia.
—Solo puedo decirle que esto sucede raras veces. Al menos no nos enteramos.
Uno no se percata fácilmente de que han violado a una mujer. Pero en este caso,
también las golpearon. Es probable que se defendieran. Fuera como fuese tuvimos
que instalarlas aquí, en el estado en que se encontraban no podíamos enviarlas a una
tienda normal. Incluso si se hubiesen sentido más felices entre su gente.
Kevin se enderezó.
—Quiero verlas. Tal vez se las pueda convencer para que declaren. ¿Hablan inglés
las mujeres? Si no es así, mañana dispondremos de un intérprete.
—No hablan nada —dijo Greenway, y condujo a su colega unos metros más allá, a
otro habitáculo separado—. Una está catatónica. La otra ni siquiera lo mira a uno.
El médico corrió la cortina a un lado y dejó paso a Kevin.
—Señoras, lamento volver a molestarlas tan poco después de la visita… —
Greenway intentaba ser cortés y prudente.
Cualquier reserva que hubiese podido alimentar Kevin contra él desapareció. No
cabía duda de que hacía lo que podía para que las condiciones de ese hospital fueran
humanas. Kevin echó un vistazo a las básicas camas de campaña sobre las que yacían
las mujeres: sábanas arrugadas de un blanco grisáceo, almohadas apelmazadas. La
muchacha de la primera cama yacía boca arriba. Sus ojos azul claro miraban el techo,
uno de ellos casi cerrado a causa de la hinchazón. Pese al rostro deformado, a Kevin
le resultó familiar.
—Tenemos un nuevo administrador del campamento —prosiguió Greenway—.
En el futuro, el doctor Kevin Drury se ocupará conmigo de ustedes. Él…
Kevin deslizó la vista hacia la segunda cama. La mujer que la ocupaba tenía el
rostro vuelto hacia la pared. Solo se apreciaba su figura menuda bajo la manta y una
capota de la que asomaba un cabello rubio claro. ¿Fue por azar que se estremeció
cuando oyó a Greenway pronunciar el nombre de Kevin?
El médico del campo se acercó a la primera cama y describió el cuadro de la
enfermedad como durante una visita con estudiantes.
—Johanna van Stout, catorce años, contusiones múltiples y heridas causadas por
los golpes…
Kevin se quedó petrificado. La mujer de la otra cama se volvió hacia él en ese
momento. El joven médico distinguió unos ojos azul oscuro cargados de odio, un
rostro hinchado, los labios rotos. Pero para él seguía siendo hermosa…
—¡Doortje! —exclamó atónito—. Señorita Me… Mejuffrouw Van Stout.
En la cara destrozada de Doortje se dibujó una sonrisa horrible. Apenas podía
moverse, pero en sus ojos había una rabia encendida.
—No hace falta que se le trabe la lengua, oficial médico Drury —dijo sarcástica—.
Lo de señorita ha pasado a la historia.
4
Atamarie se abalanzó sobre Roberta en cuanto acabaron los postres y los invitados
se diseminaron con las tazas de café o los vasos de licor por la gran casa de Sean y
Violet para fumar. Arrastró a su amiga a la habitación de esta, donde seguro que nadie
las molestaría.
—¡Admite que es por Kevin Drury! —le soltó—. No lo has comentado antes por
miedo a que te convenciera de que no lo hagas.
Roberta había vuelto a tranquilizarse e incluso había charlado con calma de su
planeada misión en el Cabo, pero la sangre volvió a teñirle el rostro.
—¡No es cierto! —afirmó—. Es solo que… las condiciones son realmente
horribles. Quiero ayudar… y ver algo de mundo. —Y bajó la mirada, en la que no
resplandecía la más mínima chispa de ansias de aventura.
Atamarie puso los ojos en blanco.
—Sí, claro —se burló—. Los leones y rinocerontes te enloquecen. Y tu sueño
siempre fue montar en elefante… ¡No te esfuerces, Robbie! Ni eres atrevida ni te atrae
la naturaleza. Solo estás enamorada. Pero ¿cómo es posible que sigas enamorada de
él?
Roberta la miró.
—¡Tú también sigues enamorada de Richard! —afirmó—. Pese a que no has
vuelto a verlo en dos meses…
En efecto, la relación de Atamarie con Richard Pearse evolucionaba a duras penas,
pero no era de eso de lo que esta quería hablar esa noche.
—¡Es muy distinto! —contestó a su amiga—. Richard es… bueno, es lento. Pero
Kevin… ¡Caray, Robbie, nunca te ha hecho caso! Es posible que apenas se acuerde de
ti. Además, ¡Sudáfrica es un país enorme! Trabajarás en uno de esos campos y Kevin
es un oficial médico militar. ¿Cómo vas a encontrarlo?
Roberta volvió a morderse el labio. Estaba claro que ese era el punto flaco de su
proyecto.
—No tengo que encontrarlo —respondió a media voz—. Solo… solo quiero estar
cerca de él. Y quién sabe…
Atamarie se llevó las manos a la cabeza.
—Y ahora viene eso del don de los dioses —se burló.
Roberta se encogió de hombros.
—También tú te lo crees —señaló—. Así pues, por qué no echarles una manita a
los dioses.
—Señorita Van Stout, Doortje, le aseguro una vez más que lamento mucho los
actos de mis… ¡cielos, ni siquiera eran mis compatriotas! —Kevin adoptó una
expresión angustiada. Llevaba días intentando ocuparse de Doortje van Stout pero ella
se negaba incluso a mirarlo—. En cualquier caso, lamento profundamente lo que les
han hecho a usted y a su hermana… —La reacción de Johanna van Stout a cualquier
palabra que se dirigiese a ella todavía era más descorazonadora. La muchacha no
parecía ni oír lo que el médico le decía—. De buen grado denunciaríamos lo que ha
sucedido, pero entonces usted tendría que declarar. Describa a la gente, diga los
nombres y los grados si es que pudieron percibir algo. ¡Por favor, hable con nosotros,
señorita Van Stout!
Kevin tragó saliva.
—Doortje, ¡no se quede muda!
La muchacha no miró a Kevin. Empaquetó sus pocas pertenencias despacio, el
doctor Greenway le había dado el alta y dejaban el hospital del campo. También
Johanna podía marcharse, aunque se movía como una sonámbula.
—Creo que lo mejor es que las dos vuelvan con su familia en lugar de estar tan
tristes aquí —opinó el médico—. A lo mejor puede concedérseles una tienda para
ellas solas.
Esto último tenía un deje de renuncia. Greenway sabía tan bien como Kevin cuál
era el estado del campo: Karenstad estaba abarrotado.
De hecho, Kevin necesitó también varias horas para averiguar dónde se alojaba la
ciega Mevrouw Van Stout y sus hijos pequeños. Para su espanto, no existían planos de
ubicación, nadie sabía exactamente cuántas familias y personas solas vivían en
Karenstad y dónde se encontraba cada familia en particular. Solo se registraba el
número de fallecidos, que eran una cantidad escandalosa. En general, todo lo
vinculado a la muerte funcionaba óptimamente en ese campo. Había un enterrador, un
carpintero que construía ataúdes sencillos y un fotógrafo que hacía retratos de los
niños muertos. Los padres que luchaban podrían mirárselos cuando acabara la guerra,
aunque algunas fotos ya podían haber llegado a los destacamentos bóers que todavía
combatían… Lord Kitchener no debía de tener corazón o era simplemente tonto si
suponía que eso iba a forzar a los hombres a capitular. Al contrario, las condiciones
de los campos avivaba la rabia.
Ahora Kevin seguía a las dos silenciosas hermanas Van Stout por los senderos
enfangados entre las largas hileras de tiendas antaño blancas. Cada una de ellas estaba
concebida para acoger a quince personas, aunque se trataban de soldados que solo
entraban ahí para dormir. Por la distribución del espacio no estaban pensadas para
familias que cocinaban y tenían que permanecer allí durante el día. Esto no impedía
que la organización del campo requiriese que las tiendas se ocupasen en su totalidad,
lo que significaba que varias familias se alojaban juntas. Al menos dos, y con más
frecuencia tres mujeres y sus hijos, o ancianas preocupadas por sus familiares se
repartían una tienda, la mayoría con estoica indiferencia al principio. A medida que
avanzaban los meses, sin embargo, casi siempre aparecían tensiones que de vez en
cuando desembocaban en violentas peleas. Cuando el tiempo era más benigno, la
gente salía. Incluso las cocinas provisionales se instalaban fuera de las tiendas.
—Queríamos distribuir comida para todos —dijo Kevin a Doortje—. Pero la gente
no la acepta, alguien ha contado que los ingleses mezclan vidrio triturado en la papilla
para matar a sus hijos.
Doortje le lanzó una mirada hastiada.
—¿Es eso también necesario? —preguntó con maldad, y señaló a una madre que
se lamentaba mientras sacaban a su hijo muerto de una tienda plagada de moscas.
Eran las primeras palabras que Doortje pronunciaba desde que habían vuelto a
verse en el hospital, pero Kevin no se alegró de ello. Aquel niño había muerto a causa
de la fiebre tifoidea y la madre se había negado a que lo hospitalizaran. Y de este
modo ocurría que había otra tienda en la que tal vez la enfermedad arraigaba o de la
que salían las moscas para diseminarla. La plaga de insectos era otro problema que
Kevin no conseguía controlar. Las moscas se sentían atraídas por cubiertos sin lavar y
cuerpos sucios, lo que solo se podía evitar poniendo suficiente agua a disposición de
las mujeres. Sin embargo, el agua potable escaseaba y aunque el agua para lavar podía
ir a buscarse al río, las mujeres con frecuencia estaban demasiado débiles para
recorrer ese trecho. No había jabón ni productos de limpieza, el propio Lindsey se
había quejado repetidamente de ello, pero los puntos de suministro no respondían. La
higiene en el campamento era proporcional a tales circunstancias, las mujeres no
podían lavarse a sí mismas ni a sus hijos, ni su ropa. Estas últimas, cuando se
utilizaban día y noche, no tardaban en desgastarse. Kevin había oído decir que en
Karenstad nadie se cambiaba para dormir.
—La gente duerme en el suelo —explicó Cornelis, tan horrorizado como Kevin,
una vez que le asignaron un alojamiento—. La mayoría ni siquiera tiene con qué
taparse. Cuando se desnudan hace frío, sin contar con que les da vergüenza hacerlo
delante de otras personas en la misma tienda…
Kevin asintió y pidió mantas y telas para dividir las tiendas y facilitar que las
familias tuviesen un mínimo de intimidad. Vincent colaboró con unas cuantas mantas
de caballo y aconsejó que no las lavasen antes de repartirlas.
—Se dice que a las pulgas les desagrada el sudor de caballo —afirmó—. Tal vez
sea una pequeña ayuda para combatir esos bichos.
Kevin no lo creía. Había comprobado con horror que todos los recién llegados al
campo tenían pulgas y piojos. Ignoraba si esos bichos se encontraban en las grietas de
los carromatos en que se transportaba a la gente o en las mantas raídas que les
proporcionaban. Tal vez los bóers cogían también esos parásitos en el veld. En
cualquier caso, ordenó que se limpiasen a fondo los carros, pero el daño venía de
mucho tiempo atrás: Karenstad era un hervidero de insectos.
—Aunque tenemos polvos contra las pulgas —dijo Kevin a Cornelis—. En
grandes cantidades, pero al parecer nadie sabe exactamente cómo emplearlo. El doctor
Greenway lo tiene bajo llave desde que dos mujeres lo mezclaron con la comida de
sus hijos… No entiendo a esta gente… viven en el mismo mundo que nosotros, saben
leer y escribir, pero…
—Rechazan el mundo tal como es —respondió Cornelis. El joven estaba más
impresionado por las espantosas condiciones del campo que el mismo Kevin y, por
consiguiente, también más afectado. Hasta el momento, su postura patriótica se había
mantenido en límites sensatos, pero también a él le iba invadiendo la rabia contra los
británicos—. El bóer aprende a leer y escribir para leer la Biblia y cultiva la tierra
como le enseñó a hacerlo su padre. La tierra le alimenta, sus mujeres mantienen la
casa limpia y los hijos sanos con los remedios caseros que sus madres les legaron. Si
aun así uno de ellos muere, es por voluntad divina. Pero esto…
Kevin lo interrumpió con un ademán.
—Esto, con toda certeza, no es voluntad divina, en esto estamos de acuerdo. Pero
a lo mejor consigue que las mujeres aprendan a dosificar y aplicar los polvos contra
las pulgas. Busque usted algún versículo al respecto…
Cornelis sonrió irónico.
—«Y aquel día yo apartaré la tierra de Gosén, en la cual habita mi pueblo, para
que ninguna clase de moscas haya en ella, a fin de que sepas que yo soy el Señor en
medio de la tierra.» Libro de Moisés.
Kevin asintió.
—Estupendo, ya pensaba yo que se trataba de un invento divino. Está bien, vaya a
buscar esa cosa y ponga manos a la obra.
Cornelis se marchó al hospital y el médico suspiró aliviado. Había sido una
decisión inteligente contar con Cornelis Pienaar. El joven se adaptaba mejor de lo que
Kevin había esperado. No necesitaba de grandes explicaciones acerca del peligro que
le amenazaba en el campo, a fin de cuentas el chico conocía a sus compatriotas. De ahí
que exagerase su cojera por propia iniciativa y que fingiera no poder casi utilizar el
brazo derecho. Como consecuencia de ello, no lo podían enviar al frente y, puesto que
había caído herido en manos de los británicos, como él precisaba, se le perdonaba
también que hubiese sobrevivido al último combate. De hecho, incluso las mujeres lo
protegían un poco, al menos hasta que Kevin encontró a Bentje van Stout. La madre
de Doortje recelaba de que lo hubiesen vuelto a lesionar y sospechaba que Cornelis
fraternizaba con el enemigo. Hasta la misma Doortje se negaba a ver a su primo.
Kevin suponía que estaba avergonzada y su rencor hacia quien había ultrajado a
Doortje y Johanna aumentaba.
—Llegaremos enseguida —anunció ahora a las mujeres—. Su madre está en una
tienda junto al río, pero no hace falta que se instalen para quedarse largo tiempo,
vamos a trasladar el campo. El Karenspruit se desborda cada vez que llueve fuerte y
entonces…
—Nos instalaremos aquí hasta que nuestros hombres vengan a liberarnos —
advirtió Doortje con calma. Parecía ir reponiéndose lentamente y la visión de las
condiciones del campo iba despertando su espíritu combativo. Pero a Kevin el
comentario le dolió en el alma. Era evidente que no sabía nada de la muerte de su
padre ni de la de Martinus de Groot—. ¿Dónde está mi madre?
Kevin encontró a Bentje van Stout delante de su tienda, rodeada de niños.
—¡Y no os penséis que los niños se escondían y metían la cabeza debajo de las
sábanas! No; se movían con audacia por el campamento y llevaban agua y comida a
sus padres para que se pusiesen fuertes y volviesen a la guerra, y se ponían detrás de
ellos y les recargaban las armas cuando los cafres atacaban…
Kevin se pasó la mano por la frente. Los ojos ciegos de Bentje van Stout miraban
a la nada, pero parecían brillar de orgullo y fervor cuando contaba a su público
infantil la historia del Gran Trek, que no hacía más que aumentar todavía más el odio.
Los ojos de muchos niños refulgían, por el contrario, de fiebre. Tampoco el hijo más
pequeño de Bentje, que se acurrucaba en los brazos de ella, parecía gozar de salud.
—¡Madre!
Kevin apartó la vista cuando Doortje y Johanna saludaron a su madre, pero no le
pasó por alto que Johanna actuaba con Bentje van Stout igual que había hecho hasta el
momento con los médicos. Se diría que algo en la joven se había roto. Kevin gimió.
—Doortje… —dijo con dulzura antes de despedirse. Casi no se había atrevido a
hacerlo, la joven había mostrado una expresión demasiado enojada al ver el precario
alojamiento en que estaban su madre y sus hermanos y en el que también iban a
instalarse ella y su hermana. Kevin intentó dar una explicación, pero ¿por dónde
empezar? Sentía una profunda vergüenza, pero también un amor desesperado por la
muchacha, que volvía a llevar la cabeza bien alta pese a todo lo ocurrido—. Doortje,
si Johanna sigue igual… tiene que volver a llevarla al hospital. Hay algo que no va
bien y tal vez necesite otra revisión… otros medicamentos.
Kevin ignoraba qué se podía recetar en tales casos, pero Johanna necesitaba al
menos una vigilancia continua. No hacía nada por sí misma, los primeros días en el
hospital incluso habían tenido que darle de comer. En el ínterin, ya tomaba sola la
sopa si le daban en mano plato y cuchara. Si los dejaban sobre la mesa, ella no los
tocaba.
—Tiene todo lo que necesita —contestó Doortje concisa—. ¿Acaso no lo dicen de
este campamento? Estamos mejor que en nuestras granjas. El cuidado que se nos
prodiga es excelente, nos sentimos estupendamente…
Kevin se dio media vuelta sin pronunciar palabra.
En los días siguientes, Kevin no oyó nada sobre la familia Van Stout y venció el
impulso de ir a ver si Doortje estaba bien. Por otra parte, tenía bastante que hacer,
pese a que su desesperación iba en aumento. Todo lo que intentaba para mejorar las
condiciones del campo fracasaba o bien por la oficina de suministros o bien por las
ordenanzas o por las prisioneras, nada dispuestas a cooperar en lo más mínimo. Kevin
se quejaba de las raciones de comida, manifiestamente insuficientes. No se distribuía
grasa y la carne estaba llena de nervios y huesos. Con ella se habría podido preparar
un guisado, pero no había verduras, solo se distribuían escasas cantidades de arroz o
patatas, a veces también harina para hacer pan ácimo. Para los niños no había leche,
como mucho raciones de leche condensada que se diluía en agua cuando había
suficiente agua potable. En este punto, Kevin consiguió una mejora, de nuevo con la
ayuda del veterinario Vincent y algunos soldados de caballería. Por encima del campo
había tanto manantiales como arroyos de aguas claras, por los que, a diferencia del
agua del río, en general turbia, corría una buena agua potable. Se transportaba en
carros cisterna tirados por caballos y Vincent conducía cada día un par al campo de las
mujeres. Las familias tenían que ir a buscarla y eso no era posible si la madre estaba
enferma en la tienda. Cornelis pasaba la mitad del día cargando cubos para las familias
necesitadas, pero el campo incluía casi a mil quinientas personas. Querer abastecer a
todo el mundo era utópico.
Otras iniciativas de Kevin fracasaron. Las mujeres hicieron oídos sordos a su
tentativa de encontrar a voluntarias que le ayudasen en el hospital. Ya fuese
resistencia, miedo al contagio o desconfianza hacia la medicina moderna, ninguna
mujer se presentó; sin embargo, el número de enfermos aumentó. Cornelis convencía
de vez en cuando a una mujer para que confiara en los cuidados de Greenway para sí
misma o para sus hijos. Sin embargo, el doctor ya se veía superado encargándose de
cuarenta pacientes. Al final, el médico de la guarnición del pueblo colaboró con un
par de cuidadores: tres indios experimentados y voluntariosos se mudaron al campo.
Aun así no podían hacer gran cosa. Muchas mujeres se ponían histéricas cuando los
hombres —morenos además de piel— hacían ademán de tocarlas.
—¿Dónde se encuentran los negros? —preguntó Kevin una noche. Había pedido a
Greenway que fuera a su casa después de las visitas. Los dos médicos, agotados y
abatidos, estaban sentados en la antigua sala de estar de Lindsey, antaño una lujosa
habitación. Kevin era incapaz de ponerse a limpiar después de todas sus tareas. Aun
así, las reservas de whisky parecían casi inagotables y Kevin ya daba un uso medicinal
a ese licor. Se acordaba de lo que su madre contaba acerca de la travesía de Londres a
Australia: el médico del barco había ordenado frotar a los pacientes febriles con
ginebra—. Todo el personal de servicio de la gente que está aquí pertenecía a su casa.
Por lo que sé, no tenían tribus a las que volver. Y también había mujeres…
Greenway tomó un buen trago.
—¿Nadie se lo ha contado? —preguntó—. Los negros tienen un campo propio, a
apenas kilómetro y medio río arriba. Y también dependen de usted.
—¿Qué? —inquirió Kevin horrorizado—. ¿Y me lo dice usted ahora?
Greenway alzó las manos en gesto de disculpa.
—Pensaba que Lindsey se lo habría dicho.
—¿Y no se ha sorprendido usted que no me ocupara de ello? —Kevin vació el
vaso de un trago y volvió a servirse.
Su colega se encogió de hombros.
—Tampoco Lindsey se ocupaba. Creo que estuvo solo una vez allí. Y yo… por
Dios, ya sabe usted lo que tengo aquí…
Kevin asintió y se esforzó por mantener la calma.
—¿En qué condiciones están? —preguntó con voz ronca.
Greenway tragó saliva.
—En algunos aspectos están mejor que aquí y en otros peor… Es… distinto.
—¿Cómo de distinto?
—A los negros no se les proporcionan comestibles. Tienen que trabajar para
obtenerlos, si pueden. Si la familia tiene un miembro que la sustenta, si las mujeres
cultivan verdura, entonces son afortunados. También hay ahí más hombres, muchos
llegados de forma voluntaria, no obligados como los bóers. En parte colaboran. Los
destacamentos bóers no tienen posibilidades de salir adelante cerca de los negros, por
eso se instalan junto a las líneas de ferrocarril. La situación es peor para las familias
solo compuestas por mujeres y niños. En especial en los campamentos en los que se
aloja gente procedente de distintas tribus. Es frecuente que se guarden rencor los unos
a los otros y, además, nadie tiene nada que regalar. Así que las familias se mueren de
hambre, los índices de mortalidad en los campos de los negros son superiores a los de
los blancos.
—Lo que seguramente también se deba a la falta de asistencia médica —apuntó
Kevin—. Mañana iré río arriba a echar un vistazo.
—Doctor Drury… —Kevin y Greenway se volvieron al oír la voz de Cornelis. Ya
hacía tiempo que reinaba en el campamento el obligado silencio nocturno—. Disculpe
mi intromisión, le he llamado pero no me ha oído.
Kevin asintió. Un golpe o una llamada a media voz junto a la puerta no se oía
desde la sala de estar.
—¿Qué ocurre?
Cornelis bajó la cabeza.
—Quería pedirle que nos facilitara unas linternas. Tenemos que… registrar el
campo. Ha desaparecido una chica.
Kevin se puso en pie de un brinco, pero Greenway solo se pasó la mano por la
frente.
—Si está en el campo, joven, ya la encontraremos mañana. Sé que las mujeres no
quieren admitirlo, pero entre estas mujeres tan cristianas hay algunas que… en fin…
para conseguir comida o jabón…
Cornelis endureció su mirada.
—¿Quiere decir que se prostituyen? —preguntó con acritud—. Es posible, señor.
Pero no es este el caso. La chica es Johanna van Stout.
Kevin creyó sentir vértigo. Se había temido que algo así sucedería, maldita sea,
¡debería haberla dejado en el hospital!
Cogió la chaqueta.
—Le acompaño —dijo—. Dé la alarma a los vigilantes, doctor Greenway, y forme
grupos de búsqueda. Yo llamaré a la ciudad, quizá pueda contactar con mi amigo. —
La línea telefónica era una novedad que no servía de gran cosa a los internos del
campo, pero que no costaba nada y facilitaba la comunicación de Kevin con las
oficinas de servicios militares y almacenes de provisiones en el pueblo. A través de él
casi siempre se ponía en contacto con Vincent, pues el veterinario estaba a disposición
para casos de necesidad—. Seguro que el doctor Taylor puede organizar a más
hombres. Pero creo que no servirá de mucho buscar en el campo. Vayamos…
vayamos al río…
El cadáver de Johanna van Stout fue devuelto por el agua más abajo del campo y
un centinela lo descubrió. El cuerpo no mostraba señales de violencia, lo que no
impidió que Bentje van Stout culpara a los guardias del campo de ser sus asesinos.
—¡Uno de esos malditos tommys la ha empujado! ¡Seguro que uno la ha
empujado! ¡Nosotros somos cristianos creyentes! Mi hija nunca…
Bentje gemía y gritaba, si bien parecía importarle menos la pérdida de su hija que
la sospecha de que en realidad se hubiese quitado la vida.
—Eso es imposible, Mevrouw Van Stout. La orilla desciende por aquí con
suavidad, no se puede empujar a nadie. —Kevin hablaba afligido a la mujer, quien,
rodeada por sus vecinos, se abandonaba a su pena. Al final se volvió hacia Doortje—.
Señorita Van Stout, ¿no se lo puede explicar a su madre? Es una tragedia, soy
consciente, pero nadie ha matado a Johanna… No ha sido un asesinato, ella…
Doortje volvió hacia él su rostro níveo y sin una sola lágrima.
—Johanna era demasiado débil para vivir con esta deshonra —dijo con dureza—.
Dios la perdone. Pero si perdona a quien la ha matado… no ayer por la noche, doctor
Drury, sino aquella noche en el veld… Si lo perdona, entonces… —La joven apretó
los puños.
Kevin se obligó a permanecer sereno, aunque se moría de ganas de estrechar a
Doortje van Stout entre sus brazos.
—Ese no se enfrentará tan pronto al juicio divino —dijo con tanta aspereza como
pudo—. A no ser que usted acepte declarar por fin contra él. Entonces morirá en la
horca.
Doortje se mordió el labio. Y calló.
6
Atamarie estaba convencida de que Richard Pearse todavía la amaba, aunque tenía
que admitir que las pruebas de ello dejaban que desear. Desde que Richard había
abandonado la universidad, tras la excursión del otoño anterior, solo lo había visto
una vez. El joven tenía algún asunto pendiente en Christchurch y, aprovechando la
oportunidad, había visitado al profesor Dobbins y… ¡la oficina de patentes! Atamarie
se había puesto loca de contento por él cuando el profesor, pidiéndole discreción, le
había revelado que Richard por fin lo había conseguido. La patente que había
solicitado se refería a una bicicleta, un modelo especialmente ligero de cuadro de
bambú, cambio de velocidades y freno de contrapedal.
Dobbins contó a Atamarie que Richard había ido a verlo.
—¿No se lo ha contado por escrito? —preguntó sorprendido el profesor cuando
ella mostró su entusiasmo—. Mantienen contacto epistolar, o… ¿o es que no he
entendido bien?
Atamarie se apresuró a asegurar a Dobbins que Richard le escribía, aunque solo
había vuelto a hacerlo en los últimos meses. Después de la excursión al monte
Taranaki habían intercambiado únicamente un par de cartas, a partir de entonces las
del chico habían sido breves y no decían gran cosa. Pero habían empezado las labores
de la cosecha y tal vez por eso él no había tenido tiempo ni demasiado que contar.
Sabía que ella no se interesaba por los trabajos de una granja, como tampoco él. En
cualquier caso, Atamarie ya temía que él la hubiese olvidado. Hasta que le llegó una
carta bastante eufórica en la que Richard hablaba con entusiasmo de su nuevo taller.
Lo había instalado en un pajar y en esos momentos concentraba todos sus esfuerzos
en explorar nuevas técnicas. Atamarie respondió amistosamente y, de ahí en adelante,
ya no pudo volver a quejarse por falta de correo. Richard describía gráficamente sus
planos de la bicicleta y le informaba con todo detalle sobre cada prueba, cada avance
y cada retroceso. Atamarie comentaba profesionalmente el tema y aportaba
sugerencias para mejorar. La bomba integrada de aire para los neumáticos de la
bicicleta ligera tenía su origen en sus sugerencias.
—Supongo que quería sorprenderme —acabó diciendo.
Atamarie se dio media vuelta ante la mirada escudriñadora de Dobbins. El
profesor se frotó la mejilla, un gesto que siempre hacía cuando se sentía inseguro.
¿Había algo de lo que quería hablar a la muchacha? ¿Desaprobaba la relación de
Atamarie con Richard? ¡Pero el Canterbury College no era ninguna Escuela de
Magisterio! Y, en el Taranaki, Dobbins parecía más bien aprobar su vínculo con
Richard.
—¿Pasará hoy… por aquí?
Atamarie era consciente de que cometía un error planteando esa pregunta, pero si
Richard estaba en Christchurch ella quería verlo. Bastante feo era ya que no le hubiese
informado.
Dobbins asintió.
—Seguro, señorita Turei —respondió, y de nuevo pareció algo incómodo—. Le
he dicho… bueno… quiere… la recogerá después. Quiere celebrarlo un poco con
usted.
Atamarie resplandeció, y, en efecto, Richard la esperó en la puerta de la
universidad. Sin embargo, la saludó solo con un beso en la mejilla, pero
probablemente era mejor que en público lo hiciera así. Y él se alegró por su interés, la
invitó a comer y, después de beber dos botellas de vino, volvió a cogerla de la mano
cuando la llevó a casa. La patente de la bicicleta ya le interesaba poco y, en cambio,
pasó toda la velada hablando de su proyecto más ambicioso: un aeroplano.
—Y nada de planeadores, Atamarie, un avión de hélice. Tiene…
—¡Tiene que volar sin viento! —exclamó riendo la joven—. Siempre lo he dicho.
¿Monoplano o biplano?
Siguieron discutiendo sobre las ventajas y desventajas cuando pasearon junto al
Avon hacia el domicilio de Atamarie. Esta se sentía dichosa, o casi. Otras parejas con
las que se iban cruzando hacían algo más que darse las manos. Los hombres rodeaban
con su brazo a las chicas y ellas se apretaban contra sus acompañantes. Atamarie se
acercó algo más a Richard, quien enseguida entendió la insinuación. La atrajo hacia sí
mientras peroraba sobre energías de propulsión y el tamaño de la hélice.
—Veinticinco caballos de vapor. Estoy pensando en veinticinco caballos de vapor.
¿Crees que será suficiente? ¿O es exagerado? No vaya a ser que se pierda el control de
la máquina… —Algo indeciso, Richard se detuvo delante de la casa de la muchacha
sin saber qué hacer.
Esta le rodeó el cuello con los brazos.
—Tampoco es tan malo perder un poco el control —dijo, mirándolo y
entreabriendo los labios.
Richard dudó un instante, pero al final la besó. Y Atamarie subió bailando los
escalones. ¡Él la amaba! Claro que la amaba. Y era muy considerado al no llevarla a
su alojamiento. ¡Habría llamado la atención en la pequeña pensión familiar! Habría
sido lamentable que la hubiesen pillado entrando.
Aunque… no, ¡mejor no pensar en eso! Atamarie controló su mente imaginativa.
No advirtió que Richard tal vez había tenido razones para no pedirle que le dedicara
esa noche.
Pero ahora, puesto que la universidad estaba cerrada, le bastaba. Atamarie estaba
decidida a ir a ver a su amigo. De Christchurch a Timaru había línea de ferrocarril, y
desde Timaru ya encontraría la forma de seguir el viaje. Hasta la granja de Richard en
Temuka había, desde la estación de tren, unos veinte kilómetros. Seguro que
encontraba la posibilidad de viajar con alguien. Claro que Richard también habría
podido ir a recogerla. Pensó en enviarle una carta. Pero seguro que encontraba algún
pretexto, como eso de la dama de compañía. Al parecer, Richard vivía solo en su
granja. Atamarie se pondría en un compromiso si lo visitaba, sobre todo si pasaba allí
la noche. A ella le daba igual. En relación a la sexualidad, se veía como una maorí,
pero se atenía a las reglas morales de los pakeha para no causar ningún escándalo.
Como consecuencia de ello, en Christchurch se habría reprimido en público, pero en
una granja solitaria en el distrito campesino de Waitohi haría lo que le apeteciese.
Atamarie se alegraba de ir a vivir en pareja y estaba convencida de que Richard lo
vería igual una vez que hubiese superado sus inhibiciones. ¡Esta vez nadie impediría
que por fin vivieran su amor!
Así pues, Atamarie subió en Christchurch al tren a Dunedin, Timaru estaba de
camino, podría ir de ahí a casa de sus abuelos. Era un día inusualmente despejado y
las cumbres nevadas de los Alpes Neozelandeses parecían tan próximas que daba la
sensación de que estaban al alcance de la mano. No obstante, Atamarie no se hacía
ilusiones. Entre la línea de ferrocarril y las montañas se extendían kilómetros de
pastizales, la amplitud de las llanuras de Canterbury. Ahora, en verano, el tussok
alcanzaba hasta la altura de las rodillas y se inclinaba a merced del viento como un
mar marrón verdoso. La joven recordó su viaje en tren con Richard y los puentes de
la Isla Norte. Los raíles del sur habían sido más fáciles de instalar, por eso la línea de
ferrocarril también se contaba entre las más antiguas de Nueva Zelanda.
Llegó a Timaru por la tarde. Estaba impaciente por conocer la ciudad, nunca había
estado allí. Además, había oído que los alrededores eran montañosos, algo inusual en
las Llanuras, por lo general sin accidentes. «Está construida sobre desechos
volcánicos», había contado Richard acerca de su ciudad natal cuando realizaban las
mediciones del Taranaki, la piedra de cuyo volcán difería de la de ahí. Cuando llovía
su brillo era azulado, lo que confería a la ciudad un toque de irrealidad. Muchas casas
estaban construidas con la azurita local. Ese día, sin embargo, el sol brillaba y la
pequeña ciudad daba una impresión totalmente normal, familiar y hogareña, como
muchas localidades de la Isla Sur. Atamarie paseó a lo largo del puerto y también por
la ciudad. A continuación preguntó en una tienda si había alguna posibilidad de
proseguir su viaje en dirección a Temuka, junto a la cual se encontraba la granja de
Richard. La tendera, una mujer regordeta y cordial, miró extrañada la mochila de la
joven, pero le sonrió.
—Vaya, ha tenido suerte. ¿Ve ahí fuera ese coche? Es el vecino de Pearse. Ese la
puede llevar hasta allí. Se llama Toby Peterson, quédese aquí, le preguntaremos
cuando venga a pagar.
Toby Peterson, un hombre alto y delgado, vestido con la típica ropa gastada de un
granjero, estaba cargando sacos de forraje en su carro. Atamarie esperaba que la
dejase ir en el pescante. Llevaba un bonito traje de viaje y no le habría gustado
sentarse en esos polvorientos sacos. Pero antes tenía que dar conversación y
responder a las preguntas de la curiosa mujer. Por supuesto que conocía a Pearse y
estaba impaciente por saber algo de esa hermosa muchacha que iba a visitarlo sola y
viajaba con un equipaje tan poco convencional.
—Pero usted no es de la familia, ¿no? —dijo jovialmente, disfrazando así el
interrogatorio—. Los Pearse han tenido muchos hijos, pero ninguno con un pelo tan
rubio como el suyo.
Atamarie sopesó presentarse como prima, pero ¿por qué hacerlo? También los
primos y primas ponían en peligro su reputación si pasaban una noche a solas. Así
que la joven negó con la cabeza y contó abierta y francamente de qué conocía a
Richard.
—Estudio Ingeniería, ¿sabe? Como Richard.
Para sorpresa de Atamarie, no siguió ningún comentario acerca de esa carrera tan
poco usual para una muchacha.
—Sí, sí, Dicky Pearse siempre ha tenido grandes proyectos… conocemos muy
bien a los Pearse, Sarah Pearse trabajó aquí, ¿sabe? Y Digory tiene esa granja en
Trewarlet, una propiedad grande sobre la planicie de Waitohi, muy fértil… Pues sí,
vino a comprar aquí… —soltó una risita— y saltó la chispa y ahora tienen ¡nueve
hijos! ¡Qué cosas tiene la vida!
Atamarie asintió, aunque tampoco le parecía tan extraño que un labrador y su
futura mujer se hubieran conocido en una tienda. En la Isla Sur todavía había escasez
de mujeres y más de veinte años atrás la situación debía de haber sido peor. La joven
Sarah se habría decantado por un labrador que poseía más hectáreas o pastizales que
otros. Por otra parte, la historia difería un poco de lo que Richard le había contado.
Según la descripción del joven, ella se esperaba más bien una finca de tamaño
mediano, desde luego ninguna gran hacienda. Eso no se correspondía con la situación
económica que aparentaba la familia. Si era propietaria de la mitad de la planicie de
Waitohi, podría financiar la carrera de Richard.
—¿Y Richard se encarga ahora de la granja? —preguntó Atamarie algo
asombrada.
Hasta el momento no había entendido por qué el aventajado técnico tenía que ser
granjero.
La vendedora rio.
—No, hijita, no, los Pearse tampoco son tan viejos. A Dicky le han comprado su
propia granja, un poco más allá de Temuka. Han sido muy generosos, cuarenta
hectáreas y con casa incluida. Ahora debería casarse con una mujer y vivir en la gracia
de Dios.
La mujer midió a la joven con mirada escrutadora, como calculando si ella podría
ocupar ese puesto. Atamarie le devolvió una mirada inocente.
—Pero yo creo que a Richard le habría gustado más ser ingeniero —observó—.
Inventor…
Más risas.
—No, si ya lo digo yo… Solo se le ocurren excentricidades, casi acaba con sus
padres. En la escuela se quedaba ensimismado en las clases y construía pequeños
aparatos que nadie entendía. Su hermano Tom sí es de otra madera. Es perseverante,
listo, estudia Medicina en Christchurch, ¿sabe? ¡Un día será doctor! —Se la veía tan
orgullosa del chico que se diría que el fabuloso Tom Pearse era hijo suyo.
Lentamente, Atamarie acabó comprendiendo una cosa: tal vez no fuera que los
padres de Richard no quisieran ayudarle o no pudieran, sino que el problema residiese
en la elección de la profesión. Cuarenta hectáreas de tierra… ¡vendiéndolas se podían
pagar tres carreras en Christchurch! Se preguntó cómo era posible que a Richard no
se le hubiese ocurrido esa idea.
Pero en ese momento, Toby Peterson entró en la tienda e interrumpió a la locuaz
esposa del tendero. Atamarie le lanzó una mirada furtiva con el rabillo del ojo y le
pareció que era de fiar. En eso la mujer tampoco parecía tener dudas.
—Esta señorita quiere ir a casa de Dicky, Tobbs. Es también inge… ingeniera. ¿La
puedes llevar?
El hombre miró a Atamarie con una sonrisa franca.
—¡Si no se me escapa volando! —bromeó jovial—. ¡O me hace explotar el carro!
… Ya tenemos experiencia con inventores, señorita. No vaya a ser que me asuste usted
al perro.
Era un juguetón collie que enseguida se puso a brincar alrededor de Atamarie. Ella
lo acarició y él se apretó contra ella.
—No es a prueba de balas —observó el señor Peterson.
Atamarie rio.
—Prometo no disparar ni hacer explotar nada —dijo, alzando la mano derecha—.
Y tampoco puedo volar, o no necesitaría que alguien me llevase.
Peterson hizo una inclinación.
—Entonces súbase al pescante —indicó—. Voy a pagar y nos marchamos. Son
unos sesenta y cinco kilómetros hasta la granja de Richard, llegaremos antes de que
oscurezca.
La carretera a Temuka, polvorienta tras varios días sin gota de lluvia, estaba muy
transitada y se avanzaba deprisa. El señor Peterson resultó un agradable compañero de
viaje. Le contó a Atamarie todo acerca del distrito de Waitohi, en el que —de nuevo
contrariamente a lo dicho por Richard— se criaba sobre todo ovejas.
—Aunque también se cultivan algunos campos, sobre todo los Pearse, que no se
dedican tanto a las ovejas. Y eso que con toda esa tierra sería lo suyo. Se lo he dicho
mil veces al Raro.
—¿El Raro? —preguntó Atamarie con el ceño fruncido.
Peterson se llevó la mano al ala del sombrero.
—Oh, perdón, no se enfade, pero así llamamos a Dick. Algunos lo llaman el Loco
Pearse, pero eso no me parece demasiado respetuoso. Algo sabe hacer. El año pasado
se me rompió el arado y se le ocurrió una innovación estupenda, aunque duró dos
semanas… Al final vendí unas ovejas y me compré otro nuevo. A Dick le di el viejo.
Colecciona cosas. Intenta hacer con ellas algo grande, con motores y tal. Los caballos
tampoco le van mucho. Ya verá, la granja está llena de chatarra… Pero por lo demás
es un tipo simpático. ¿Qué intenciones lleva usted con él? ¿Algo serio?
A Atamarie se le escapó la risa. La espontaneidad del granjero era refrescante. Ella
lo encontró más agradable que el cauteloso sondeo de la mujer del tendero.
—Todavía no lo sé —reconoció—. Todavía no hemos hablado al respecto.
Peterson se rio.
—Me lo creo. Ese nunca habla de algo normal. Cuando habla es solo de cacharros
y máquinas. Tiene la cabeza en las nubes…
—Le gustaría construir una máquina voladora —defendió Atamarie a su amigo—.
No es una mala aspiración.
Peterson movió la cabeza.
—Tampoco es algo con mucho futuro. Piense en lo que le he dicho, ese hombre
se matará un día con sus inventos. Si Dios hubiese querido que el hombre volase, le
habría dado alas.
Atamarie negó con la cabeza. Peterson la miró. Ignoraba que volar también
formaba parte de los propios sueños de la joven.
—Los seres humanos volarán un día, señor Peterson —le dijo con fervor—. Ya lo
hacen ahora, piense en los vuelos con planeadores de Lilienthal, en los globos
cautivos, en las manu aute de los maoríes… Dice la leyenda que hace cientos de años
ya volaban con ellas. Tan solo debemos averiguar cómo conseguirlo sin viento. Y en
tal caso, la clave son los motores de combustión interna. Como en los automóviles…
Peterson la interrumpió con un gesto.
—Aquí también hay uno —refunfuñó. El año anterior había aparecido un coche
en la Isla Sur, que había sido admirado como es debido—. ¿Llegarán a implantarse?
Atamarie sonrió.
—¡Apostaría a que sí! —contestó.
La joven se calló de golpe cuando vio avanzar colina abajo algo grande y
voluminoso. Lo tiraban cuatro caballos que parecían muy asustados.
Peterson emitió una breve exclamación de sorpresa, luego gritó: «¡Agárrese!» Y,
con la rapidez del rayo, apartó de la carretera su propio tiro. El carro dio unas
sacudidas y el collie escondió la cabeza en el regazo de Atamarie. Ella misma se sujetó
con fuerza al asiento, aunque miró fascinada el monstruo de tres ruedas cubierto de
una lona que traqueteaba hacia ellos. En ese momento, los caballos del artefacto
también quedaron libres, y Atamarie lo comprendió: gracias a un mecanismo los
animales se desprendían del vehículo en cuanto el aparato había cobrado velocidad
suficiente, porque aquello era una máquina voladora. Los animales escaparon
confusos hacia el prado, mientras la máquina, parecida a una cometa, traqueteaba y
daba una especie de salto. Luego, sin embargo, volcó hacia un lado y aterrizó
estrepitosamente en un seto de retama.
Toby Peterson detuvo el carro.
—Ya digo yo que eso no tiene futuro —observó sin inmutarse, mientras Atamarie
saltaba del pescante y corría hacia el aparato volador.
Una de las alas de vela de lona tensada se había roto, pero Atamarie comprobó
que solo se sujetaba al tren de aterrizaje con alambre. La reparación sería sencilla. El
aspecto de Richard la preocupó mucho más. El inventor estaba colgado boca abajo
con el rostro ensangrentado.
—Richard… Richard, ¿me oyes? ¿Estás mal? ¡Señor Peterson! ¡Venga a
ayudarnos!
Pero Richard ya estaba moviéndose. Era evidente que no estaba gravemente
herido y que el problema consistía en salir de su penosa posición.
—Solo son arañazos —dijo quitándole importancia, cuando Peterson se acercó
tranquilo.
—Calma, señorita, el seto ha amortiguado el golpe —indicó, mientras la nerviosa
joven intentaba ayudar a salir de su asiento al piloto. Richard se irguió vacilante—.
Tampoco es la primera vez —añadió Peterson.
—¿Qué? —preguntó Atamarie horrorizada, sosteniendo a su amigo—. ¿Ya has
hecho esto otras veces? ¿Estás loco?
Richard se secó la sangre con la manga de su jersey. Su aspecto era alarmante,
pero el único daño serio que había sufrido parecía localizarse en el pie, pues apenas
podía caminar.
—Tengo que calcular mejor la velocidad ascensional y, sobre todo, controlar el
motor —murmuró él—. Suena como un carraspeo…
Atamarie se llevó las manos a la frente, al igual que Peterson.
—Oye, Raro —dijo el granjero—. Esto ha estado muy mal. Así no se saluda a una
dama. Lo correcto sería: «¡Señorita Turei, qué sorpresa! Disculpe mi poco apropiada
indumentaria, pero me honra que haya venido hasta aquí.» Es así como se hace, Raro,
cuando se recibe la visita de una dama.
Richard pareció percatarse en ese momento de la presencia de Atamarie.
—Atamie… tú… ay, no… no te había visto. Claro que me alegro de que… estés
aquí… Es fantástico… tú…
Atamarie ya no lo escuchaba.
—¿Por qué carraspea? —preguntó mientras estudiaba el motor—. ¿Tal vez a causa
del encendido?
Peterson puso los ojos en blanco.
—Ahora veo lo que les une —señaló—. Y los dejaría con este romántico
coqueteo, pero me temo, Dick, que tu madre me matará si no me ocupo de ti. Es
posible que te hayas fracturado el pie. Bien, ¿adónde quieres ir? ¿Al doctor o a casa de
tu madre?
Richard no sabía qué opción era peor. Atamarie tampoco estaba entusiasmada ante
la disyuntiva. No creía que el pie estuviese roto y habría curado ella misma a Richard
con tal de pasar de una vez a la parte romántica del encuentro, si bien tampoco se
habría opuesto a desarmar antes el motor. Era evidente que se trataba de una
construcción única y estaba deseando analizar el problema.
—¿Puedes mover el pie? —preguntó.
Richard asintió y dio muestra de ello.
—Bien, ¡entonces a casa de tu madre! —decidió Peterson—. Suba, señorita, yo
ayudaré a Dicky… Espere, primero tendremos que coger los caballos.
Atamarie colaboró apaciguando a los nerviosos caballos. La granja de Richard no
estaba muy lejos, podían llevar a los animales al establo a pie y quitarles los arneses.
Atamarie se asustó un poco cuando pudo echar un primer vistazo a la granja. No tenía
nada que ver con las demás. Los pajares y establos se veían descuidados y necesitaban
reparaciones. Unos cuantos cerdos y gallinas andaban entre arados y rastrillos
oxidados, piezas de bicicletas y extravagantes construcciones con lona y aluminio. Era
evidente que un pajar había pasado a convertirse en un hangar, donde al parecer
Richard construía su avión. En un rincón estaban pulcramente colocados cilindros y
cigüeñales, además de viejas latas de cigarrillos y tubos de desagüe. Atamarie intentó
comprender las piezas que Richard había montado.
Peterson y su perro condujeron los cerdos y pollos al pajar y dos cabras los
siguieron balando.
—Es el único recinto que puede cerrarse —explicó el granjero—. Si hubiera algo
de forraje para alimentarlos…
Una gallina se colocó directamente sobre los tubos. Atamarie dudaba de que
Richard diese el visto bueno a que se alojasen allí.
—A mí me da igual —gruñó Peterson—. Pero a veces el ganado necesita caminar
y a un kilómetro de distancia está mi casa y el huerto de mi esposa. Las cabras de
Dicky ya lo han visitado dos veces, desde entonces está enfadada con él. Los animales
prefieren la verdura a la hierba y saben exactamente dónde crece.
Atamarie suspiró. En la Isla Norte había pensado que Richard se organizaba bien,
siempre había mantenido un orden minucioso en las mediciones. Pero, al parecer, en
su casa todo se le iba de las manos. Pese a que eso tiraba todos sus planes por la
borda, ahora estaba impaciente por conocer a su familia. ¿Serían también unos
granjeros tan desastrosos?
Richard alegó que ya tenía bien el pie, pero Peterson no le hizo caso y durante el
trayecto a la granja de la familia le estuvo haciendo reproches por cómo tenía a los
animales.
—Nada que objetar de tus inventos, pero ¡así no se administra una granja! ¿Ya has
contratado a los cosechadores? A estas alturas la mayoría de ellos ya están
comprometidos, Dick. Y yo no puedo estar ayudándote toda la vida, tengo que
recoger mi propia cosecha.
Richard no contestaba, solo mantenía una expresión abatida, aunque también
podía deberse a que la casa de sus padres ya estaba a la vista. Nada espectacular, sino
una granja de tamaño mediano, bien pintada y conservada. Al lado había un molino
de viento, pajares y máquinas de segar y trillar preparadas para la cosecha. Al parecer,
Digory Pearse era mejor granjero que su hijo. Parecía también vigilar el acceso a su
propiedad. A diferencia de lo ocurrido en la granja de Richard, los perros ladraron y
el granjero enseguida se asomó a la puerta. Era más alto y grueso que su hijo, con un
rostro más duro y anguloso. Richard debía de haber heredado los rizos y los rasgos
más suaves de su madre. Y tal vez también su naturaleza ensimismada y paciente.
Digory daba la impresión de ser proclive a encolerizarse. Intercambió un par de
palabras con Peterson y acto seguido explotó.
—¿Que has hecho qué? ¿Otra vez? ¡No lo entiendo, Dick, te gastas todo tu dinero
en esta locura y últimamente hasta pretendes matarte con ella! La semana próxima
hablaré con ese Cecil Woods, que no hace más que animarte a que sigas con este
absurdo.
—¿Cecil Woods? —preguntó interesada Atamarie—. ¿No fue él quien construyó
el primer motor de combustión interna en Nueva Zelanda?
Richard asintió y ya iba añadir algo, cuando el padre se percató de la joven.
—¿Y usted quién es? ¿No será esa maorí… bueno… esa chica… hummm… esa
joven que le ha metido más tonterías en la cabeza? No parece usted una indígena, pero
por los demás…
—Es Atamarie Parekura Turei —la presentó Richard—. Nos conocemos de la
expedición al Taranaki.
—¡Y es la única muchacha a la que Richard ha puesto por las nubes! —exclamó
una voz amistosa en la que asomaba algo de curiosidad. Sarah Pearse salió de la casa
detrás de su marido y contempló a todos los presentes con una sonrisa afable. En
efecto, tenía los mismos rizos castaños y los ojos dulces de su hijo—. ¡Me alegro de
conocerla! Digory, haz el favor de no asustar a la joven, más vale que la invites a
entrar. Oh, Dios mío, Dicky, ¿qué ha ocurrido? —Peterson estaba ayudando a Richard
a bajar del pescante y su madre advirtió su rostro contraído y su cojera—. ¡No habrás
intentado salir volando otra vez con esa máquina infernal! Ven, Dicky, ahora mismo
me lo miro, te vendaremos el pie y… espere, señor Peterson, tengo algo para Joan
como pequeña disculpa por lo de las cabras. Hoy hemos preparado mermelada…
Jenny, ve a buscar un tarro.
Esto último iba dirigido a una muchacha torpona de unos doce o trece años que
había estado presenciando la escena desde la entrada de la casa. Del mismo modo que
unos cinco niños. Atamarie les sonrió.
Sarah Pearse parecía una de esas mujeres extraordinariamente eficientes que
podían hacerlo todo a la vez. Dirigió a Peterson con Richard hacia el interior de la
casa y encontró para cada uno de los niños una tarea relacionada con la hospitalidad
hacia los invitados. Enseguida había instalado a Peterson y su esposo en la terraza con
un refresco de zarzamora hecho por ella misma y encontró también tiempo para
ocuparse de Richard.
—¡Venga conmigo! —le pidió a Atamarie, mientras obligaba a su hijo a sentarse
en una silla para examinarle las heridas de la cara—. Ahora limpiaremos esto, puede
usted sostener la palangana con agua…
Atamarie lo hizo. Al parecer, la madre de Richard comprobaba si era aprensiva,
pero a ese respecto no tenía nada que temer. Aunque Atamarie no se interesaba por la
medicina, ver sangre no la afectaba. Tampoco la molestaba ver cómo el agua de la
palangana se iba tiñendo de rojo mientras Sarah Pearse limpiaba los rasguños con un
trozo de gasa. El joven se estremeció cuando le aplicó un ungüento. Atamarie contrajo
el rostro: conocía aquel potingue, su abuelo solía curar caballos y ovejas con eso y
escocía de lo lindo.
Acto seguido, la señora Pearse quitó a su hijo el zapato y el calcetín para vendarle
el pie, que ya se había hinchado. Mientras tanto no dejaba de hablarle.
—Tienes que acabar con esta locura, Dicky, todo el vecindario habla de ti, y me da
pena que te llamen el Loco Dick. Mira, tienes esa granja tan bonita, podrías hacer algo
de ella… Y qué chica tan guapa has conquistado. —La madre de Richard dirigió a
Atamarie una cálida sonrisa—. Ya me contará más cosas de usted, Atamarie. Puedo
llamarla así, ¿verdad? Me la había imaginado distinta, pensaba que era maorí. A mí ya
me estaría bien si lo fuera, ¿sabe? Con tal de que Richard encuentre a una chica que…
bueno, una mujer que lo bajara de las nubes, por decirlo así.
Richard lanzó a Atamarie una mirada desesperada, pero ella estaba asimilando
feliz la noticia de que Richard había hablado elogiosamente de ella para preocuparse
de que la señora Pearse ya la viera como el ama de casa en la desastrada granja de su
hijo. Por otra parte, Atamarie no era alguien que fuera a bajar a nadie de las nubes.
—Ya está. Y ahora, naturalmente, se quedará usted a comer, Atamarie… No hay
peros que valgan, quiero conocerla. También le encontraremos una cama, hoy mismo
seguro que no puede volver a Timaru. Dicky, esta noche también te quedarás con
nosotros. Si es necesario, Joe irá a tu granja para alimentar a los animales.
Atamarie tragó saliva. Por mucho que la mujer quisiera emparejarla, no sería al
estilo pakeha. Si eso seguía así, no ocurriría nada otra vez, ni con el amor ni con el
estudio de los motores de la granja de Richard… Atamarie no estaba segura de cuál de
las dos cosas la estimulaba más. Pero en ese instante, sonrió solícita a la señora
Pearse, le dio las gracias por la invitación y la ayudó a poner la mesa y servir la
comida. Como era de esperar, Sarah Pearse era una cocinera excelente que ponía
sobre la mesa platos para alimentar a todo un regimiento y que no se inquietaba por la
presencia de invitados sorpresa. Atamarie se percató de que estaba hambrienta.
Complacida, la anfitriona contempló cómo llenaba su plato con puré de patata, judías
y carne asada y lo dejaba limpio como una patena.
Richard, por el contrario, no se sirvió demasiado y durante toda la cena apenas
pronunció palabra. El intento de vuelo frustrado lo había desalentado, o tal vez fuese
también la animada conversación que al principio volvió a girar en torno a «los
grandes proyectos» que él tenía en la cabeza y en torno a temas desagradables como la
cosecha y la nueva siembra. El señor Pearse escrutaba con la mirada a su hijo del
mismo modo que lo había hecho antes Peterson, pero no se dio por satisfecho cuando
el joven respondió con el silencio a sus preguntas sobre braceros para cosechar y
sobre el mantenimiento de las máquinas. Se explayó en comentarios sobre la
negligencia de Richard, mientras su esposa intentaba sonsacar a Atamarie más
información sobre su familia. Lo que escuchó pareció gustarle, si bien era evidente
que la granja de su abuelo le interesaba más que el puesto de Matariki como directora
de escuela y la posición de Kupe como diputado del Parlamento.
—¡Qué bonito que se haya criado prácticamente en una granja! —se alegró Sarah
Pearse—. Pero no heredará la tierra, ¿verdad?
Atamarie tomó aire. Consideraba que la pregunta era bastante indiscreta para un
primer encuentro. Casi se vio tentada de afirmar que habrían de vender la granja para
financiar su carrera de Ingeniería, pero se mordió la lengua. De nada servía ser
insolente, tenía interés en establecer una buena relación con los Pearse. Así que habló
de buen grado sobre sus dos tíos.
—Mi tío Kevin no se interesa por las ovejas —exageró, mirando de reojo a
Richard—. Pero Patrick ha estudiado Agricultura y en su día se encargará de la granja.
Kevin es médico…
Con esta última observación de repente el tema de conversación giró hacia el
fabuloso hermano Tom, del que tanto Sarah como Digory contaron maravillas.
Richard se tomó un respiro y Digory dejó de reprocharle su negligencia. Atamarie no
acababa de comprender cuál era en realidad el problema. Digory Pearse hablaba de
braceros y del mantenimiento de la maquinaria, es decir, no de rendimiento personal.
Ella misma se veía capaz de resolver todas esas tareas organizativas en las que, al
parecer, Richard fracasaba. Pero a su amigo no parecía gustarle ni el trabajo en la
granja ni el trato con sus vecinos. Atamarie dedujo de la conversación con el padre
que Peterson era el que mejor actitud tenía hacia él. Los demás se quejaban del ruido
que hacían sus máquinas, de la mala hierba que crecía en sus campos de cultivo,
cuyas semillas arrastraba el viento a sus propios campos de labor, y de los animales
que correteaban sueltos.
—Últimamente Fred Hansley me ha dicho que está harto —dijo Digory,
enfadándose de nuevo. La conversación había pasado del fabuloso Tom al negligente
Richard—. Y no va a volver a prestarte su revolvedor de heno. Resulta que las
«mejoras» que introdujiste el año pasado…
—No quiso oír explicaciones —se defendió Richard abatido—. Era muy sencillo y
mucho más efectivo, todo iba bien, solo había que…
—Ya verás tú mismo de dónde sacas otro revolvedor, al final tendrás que revolver
tú mismo el heno con la mano —lo interrumpió su padre.
Richard paseaba su comida de un lado del plato al otro. Finalmente, todos
respiraron aliviados cuando Sarah Pearse recogió los platos. Ella al menos parecía
satisfecha. Atamarie Turei era digna de ser tenida en cuenta como nuera. Seguro que
cambiaría su caprichosa carrera por una bonita casa y un par de niños monos…
Atamarie, por su parte, se alegró de poder huir a una habitación de invitados
pequeña pero aseada… seguramente, el antiguo cuarto del maravilloso Tom. En la
pared colgaban distintas condecoraciones de exposiciones agrícolas; medallas y copas
daban prueba de las victorias deportivas. Atamarie se preguntaba si habían permitido
a Richard exhibir en su habitación sus pequeños inventos. Su amigo cada vez le daba
más pena; por suerte para él, ella al menos había pasado el examen de su madre. Se
felicitaba por su diplomacia: no había mencionado su propio sueño de volar.
7
A la mañana siguiente se sirvió un opíparo desayuno que fue sazonado con las
mismas y deprimentes conversaciones de la noche anterior. Al final, el señor Pearse
condujo a su hijo y Atamarie de vuelta a la granja de Richard, y empezó a soltar
improperios cuando sus caballos se asustaron del aparato de vuelo, todavía colgado
del seto. Y siguió del mismo talante cuando giró el carro hacia la granja.
—¡Esto parece un depósito de chatarra! ¡Tira de una vez todo esto! ¡Y procura
organizar las labores de la cosecha!… ¿La acompaño ahora a la estación, señorita
Turei?
Atamarie se sobresaltó. Hasta el momento, Digory Pearse no le había dirigido la
palabra. Negó con un gesto decidido.
—No, muchas gracias, me quedaré un poco más aquí. Richard… bueno, todavía
no hemos tenido tiempo de hablar, él… él aún no me ha enseñado en detalle el avión.
Digory resopló.
—Para mirárselo no necesitaría haber viajado hasta aquí desde Christchurch —
opinó—. Pero está bien, usted sabrá. Dese prisa, el tren sale a las doce. Si además
quiere sacar ese armatoste del seto, no llegará a tiempo. —Digory Pearse se quedó
mirando a la joven con una expresión entre inquisitiva y condenatoria.
Atamarie se irguió y le sostuvo la mirada.
—Entonces viajaré mañana —dijo tranquilamente—. De todos modos, aquí hay
cosas que hacer.
Sin esperar la contestación de Digory, cogió la mochila y se volvió hacia la casa.
Richard la siguió con un suspiro aliviado. Cuando sacó la llave de debajo del felpudo
lleno de porquería y le abrió la puerta a Atamarie, de pronto pareció volver a
inquietarse.
—Mis padres pensarán…
Atamarie echó un vistazo a la casa, que presentaba el mismo aspecto caótico y
sórdido que el patio. Pero luego solo tuvo ojos para Richard, que parecía tan
amedrentado y abatido que hasta su vacilación la enterneció. Lo miró traviesa y le
arrojó los brazos al cuello.
—¡Que piensen lo que quieran! —dijo tranquilamente.
Atamarie lo besó en la desastrada cocina y se alegró de que él le devolviera el
beso. Luego ordenó los trastos, mientras Richard enganchaba dos caballos para sacar
el avión caído del seto. No fue especialmente difícil, el aparato no pesaba mucho y lo
más pesado era el motor.
—Tiene que ser más ligero —constató Atamarie, cuando los restos del artefacto
volvieron al «hangar». Richard había echado fuera sin más a los animales—. O las
alas más grandes. Pero lo de las ruedas es una buena idea. Por el contrario, que lo
arrastren unos caballos…
—¡Ya se ha hecho con los planeadores! Hay que esperar hasta que el motor
arranca.
—Pero el motor debería poner de inmediato el avión en marcha, como los
automóviles —objetó la joven—. Y despegar entonces. También se debería poder
controlar.
Ambos discutieron el problema ampliamente, hasta que la puerta se abrió y un
señor Peterson iracundo metió dentro los cerdos y las cabras.
—¡Maldita sea, Dick, te lo he dicho cien veces! Encierra a los animales, estaban
otra vez en mi huerto y Joan se pone como un basilisco. Esto no puede seguir así.
Richard le dio la razón y las gracias al vecino. Pero luego volvió al tema del
encendido por magnetos para generar corriente suficiente.
—Con el empalme para el ruptor, tal como lo concibió Woods, todavía no estoy
satisfecho. La construcción de la bujía…
Atamarie frunció el ceño.
—Richard. Creo que primero debemos concentrarnos en construir una pocilga
para los cerdos.
La primera tarde en la granja, Atamarie y Richard construyeron unos cobertizos
seguros para los animales. La joven unió a martillazos los boxes mientras Richard
desarrollaba una revolucionaria técnica de cierre, basándose en el sistema de las llaves
de tubo. Las cabras seguro que no los abrirían por sí mismas como hacían con los
sencillos cerrojos habituales.
—Genial —observó Atamarie—. Mañana haz un par más y se los regalas a
Peterson. A lo mejor así se tranquiliza. Así podrá cerrar la puerta de su huerto.
Mientras Richard daba de comer a los animales, buscó en el huerto plagado de
malas hierbas algo comestible y al final encontró unas zanahorias y patatas, así como
un montón de judías. Con ello preparó un potaje. No era especialmente sabroso, nada
comparable con las sustanciosas comidas de la señora Pearse, pero Richard no parecía
prestar atención a lo que comía. Solo dejó de hablar de las ventajas del sistema
sencillo de lonetas frente al biplano, cuando Atamarie se puso en pie y con
movimientos armoniosos se soltó el cabello e hizo ademán de desabrocharse la blusa.
Richard se la quedó mirando con los ojos de par en par.
—Atamarie… tú… yo… ¿Estás segura de que quieres?
La muchacha sonrió.
—¿A ti qué te parece?
Richard volvió el rostro.
—Atamarie, no me conoces —dijo a media voz.
Ella frunció el ceño.
—¡Te conozco bien! —afirmó—. Eres… ¡eres como yo!
Pearse negó con la cabeza.
—No lo soy, Atamie, hazme caso. Te… te decepcionaré.
Ella se estrechó contra su espalda.
—¿Como has decepcionado a todo el mundo? —preguntó con dulzura—. Yo no
soy como tus padres. Yo no quiero una granja. Ni siquiera casarme. Solo a ti,
Richard… Dick… ¡solo te quiero a ti!
Él se dio media vuelta.
—Ignoras en qué lío te estás metiendo —murmuró.
Atamarie sonrió.
—¿Te refieres al caos de aquí? Lo pondremos todo en orden en un periquete. Tú
no has nacido para granjero, pero con un poco de ayuda…
—No te convengo, Atamarie. No convengo a nadie. —La voz de Richard tenía un
deje ronco, resignado.
Ella sacudió la cabeza.
—¡Claro que me convienes! —susurró—. ¡Has sido elegido! Eres mi regalo de los
dioses.
Richard también sonrió entonces, débilmente pero esperanzado.
—Si tú lo ves así —murmuró y la estrechó entre sus brazos.
Atamarie lo veía así y pensaba en la sabiduría que el dios Tawhaki había regalado
a los seres humanos o en la belleza de la tierra que debía agradecerse al dios Tane. No
pensó en la caja de Pandora.
En los días siguientes, la muchacha organizó todas las tareas de la granja. Se cuidó
del ganado, visitó a la vecina Joan Peterson, se disculpó por los animales sueltos y le
compró verduras, mantequilla y miel.
—Pero a la larga usted misma tendrá que cultivar su propio huerto… bueno, si se
queda —dijo la solícita granjera, y enseguida le ofreció semillas y plantones.
Atamarie no respondió a la curiosidad apenas disfrazada de la mujer sobre los
planes de futuro de ella y Richard. Cogió las cosas dando las gracias, pero no se
molestó en cultivar el huerto. Richard no seguiría ocupándose de él y ella seguro que
no se quedaría ahí. Por muy tierna que fuese la relación, antes de pensar en formar
una familia, ella quería acabar sus estudios. Y luego no se iría a vivir a una granja.
Pero eso ya se arreglaría después. Primero había que cosechar los campos de Richard
y poner orden a su calamitosa propiedad.
Pidió información a Peterson acerca de peones para la cosecha, pero realmente ya
no había. Richard había sido demasiado lento, los otros granjeros ya estaban segando
el grano y se burlaban de que el Raro fuese tan dejado. Atamarie dio las gracias por la
explicación y buscó otras vías. No tardó en encontrar una tribu maorí vecina e intentó
convencer a los hombres de que trabajasen para Richard. Con las mujeres enseguida
negoció, la ayudarían con los boniatos y otras verduras, que cambiarían por las
semillas y los plantones de Joan Peterson. En cuanto a las labores de la granja era
necesario consultar a los ancianos de la tribu y, para su sorpresa, los ngai tahu estaban
asombrosamente bien informados sobre Richard Pearse, sus sueños y también sus
problemas. Waimarama, una de las ancianas, lo llamaba birdman.
—Una vez estuvo aquí —contó—. Este año, después de Matariki. Había visto las
cometas. Entonces llegó de la oscuridad profunda. Pero a través de la manu volvió a
ver la luz. Busca el contacto con los dioses. Pero no sabe lo que hace.
Atamarie sonrió indulgente.
—Pero sí, tupuna, claro que sabe lo que hace. En cuanto a la técnica, es tohunga.
Waimarama asintió amable.
—Seguramente lo es, hija. Pero será Rangi quien determine a quién abre su
corazón…
Atamarie rio.
—La divinidad del cielo tendría que alegrarse de que uno de sus hijos vaya a
visitarla —observó—. Así no estaría llorando continuamente. —Mientras que el día
anterior había hecho buen tiempo, ese día había tenido que cabalgar bajo una fina
lluvia de verano—. Le llevaríamos a Rangi saludos de Papa.
Waimarama la miró con ceño, pero alzó la mano como para dar su bendición. Las
palabras de Atamarie podrían haberse calificado de blasfemas, pero la anciana
tohunga tenía mucha paciencia con los jóvenes respondones.
—A lo mejor Rangi también llora por tu amigo. Por la oscuridad que lo rodea —
dijo con calma—. No la sientes, pero lo amenaza, por eso ansía la luz de Rangi…
En efecto, Atamarie consiguió enganchar los caballos sin oler acto seguido a
establo. También Richard daba una buena impresión cuando salió de la casa lavado y
con su único traje bueno, prenda que Atamarie ya conocía del Taranaki.
—¡En marcha! —sonrió la muchacha, apretándose contra él después de
acomodarse en el pescante del carro. Richard no tenía un carruaje más elegante para
las visitas o los domingos. Ese pequeño lujo no le parecía importante como para
gastar dinero en él—. ¡Y ahora sonríe un poco! ¡Es una noche preciosa, Richard! Mira
qué cielo cargado de estrellas… allí está Sirio. ¿Volaremos hasta ahí algún día,
Richard? ¿Hasta las estrellas? —Apoyó la cabeza en su hombro.
—Yo ya me conformaría con llegar a la siguiente colina. ¿Dónde se celebra esa
fiesta de la cosecha? No me he enterado de quién se encarga este año…
Los granjeros de Waitohi organizaban la fiesta por turnos, cada año un granjero
ponía a disposición su pajar o la cochera para la celebración. En esa ocasión, la
familia Hansley había sacado fuera el carro y las cosechadoras y las mujeres de la
granja habían estado todo el día barriendo y adornando la cochera. A Atamarie le daba
un poco de pena que no le hubiesen pedido que colaborase, pero Richard había sido
uno de los últimos en acabar con la cosecha, y las mujeres debían de haber
considerado que su trabajo en la granja era necesario. De ahí que Atamarie decidiera
no dar demasiada importancia al asunto y enseguida se uniera a las mujeres para
decirles lo bonita y acogedora que se veía la sala.
Al hacerlo se percató de que con su vestido y su peinado se salía de lo corriente.
Las otras granjeras, también la madre de Richard y sus hermanas, llevaban el vestido
de salir, pero prendas oscuras y discretas, no un vestido de colores. Todavía no había
por esa zona vestidos reforma, todas llevaban corsé y se recogían virtuosamente el
cabello. Las mujeres mayores incluso lo escondían bajo unas capotas. Los adornos de
flores solo decoraban las cabezas de las chicas jóvenes: la pequeña amiga de Warne,
Martha, tendría doce o trece años.
La acogida de Atamarie en el grupo de mujeres fue más bien fría. Las matronas
deslizaron una mirada de censura por el cabello suelto y el vestido holgado, las
mujeres más jóvenes la contemplaban despreciativas y las chicas se quedaban
boquiabiertas. Atamarie se comportó como si no se diera cuenta de nada. Habló con
Joan Peterson y la madre de Richard, ambas amables pero parcas en palabras.
—Voy a buscar a Richard —se excusó Atamarie para alejarse, pero enseguida
supo que había dado un paso en falso.
Hasta el comienzo oficial del baile los hombres solo se juntaban con los hombres y
las mujeres con las mujeres. Richard hablaba con Peterson y Hansley, intentando
entusiasmar a ambos con las novedades que había introducido en el revolvedor sin
que nadie se lo hubiese pedido.
—De todos modos, a la larga en la agricultura cambiará todo —decía cuando
Atamarie se acercó a ellos. Para las mujeres había solo ponche de té, pero los hombres
bebían cerveza y, por lo visto, a Richard, con el estómago vacío, se le había subido a
la cabeza. ¿O habían sido los sueños que Atamarie había expresado acerca de volar a
las estrellas lo que le había infundido ánimos para disertar sobre ciertas ideas
utópicas?—. Se trabajará mucho más con ayuda de las máquinas —prosiguió—.
También el animal de tiro ha sobrevivido demasiado tiempo. En un par de décadas no
habrá más caballos ni mulas en los campos, serán vehículos los que tiren del arado, o
arados movidos por un motor y máquinas para segar y trillar.
Los ojos de Richard brillaban al pensar en ello. Los demás granjeros, por el
contrario, se sonreían.
—¡Entonces no se asustarán de los aviones que despegan y aterrizan! —bromeó
Peterson—. Es importante porque todos tendremos uno. ¡Tú sigue soñando, Dick el
Raro!
—Pues yo encuentro que es perfectamente posible que en algún momento en toda
casa haya un avión —intervino Atamarie para apoyar a su amigo especial—.
Precisamente aquí, en granjas apartadas. En las ciudades se impondrá antes el
automóvil.
Los hombres rieron.
—Y nuestras chicas volarán en ellos —se burló Hansley—. Ya veo a mi Laura
despegando para ir volando a la tienda de comestibles.
—¡Como un colibrí! —añadió Peterson, golpeándose el muslo. También a él se la
había subido la cerveza—. Usted ya lleva el vestido de colores, señorita Turei. Habrá
que ver si a la larga, también para usted fluirá el néctar en la granja de los Pearse.
Atamarie no entendió qué encontraban tan divertido los hombres como para soltar
sonoras carcajadas. Richard, a su vez, parecía molesto y afectado.
—No deberíamos haber venido. No formamos parte de esto —dijo cuando siguió
a Atamarie al bufet.
En unas mesas largas se exhibían platos de ensalada y pasteles, y desde el exterior
llegaba el aroma de la carne asada. Atamarie le llenó un plato. Richard tenía que
comer algo antes de que desvelara otros sueños bajo los efectos del alcohol.
—Es gente de miras estrechas —comentó con resignación—. En Christchurch y
Dunedin se discuten estos temas con más seriedad. A estas alturas ya se ve por ahí
algún que otro automóvil, y a la larga cambiarán la imagen de la ciudad, cuando no de
todo el mundo. Y luego vendrán los aviones tanto si los campesinos tontos lo
entienden como si no.
Richard hizo un gesto de impotencia.
—Por desgracia los campesinos tontos son mis vecinos —señaló antes de devorar
su enorme plato de comida. Después de trabajar duramente en la cosecha debía de
estar muerto de hambre, aunque lo cierto era que también habría sido capaz de
marcharse sin comer al pajar para ocuparse de su motor. Su hambre de conocimiento
era mayor que la de nutrirse. A la indignación que a Atamarie le producía la estrechez
de miras de los aldeanos se mezclaba también la compasión y el deseo de llevarse a
Richard de ahí. Nunca podría ser feliz en Temuka.
No obstante, poco después comenzó el baile y la joven se olvidó de sus sombríos
pensamientos así como de su cansancio tras el largo día. Richard no tenía muchas
ganas de bailar, así que solo una vez la condujo reticente por la pista de baile al son de
la música de una orquesta improvisada. Luego se reunió con su padre.
—Tengo que dejarme ver de vez en cuando. Si no, mi padre volverá a
reprocharme que solo me junto con la gente insignificante —le dijo, disculpándose.
Digory Pearse estaba sentado con otros notables de la zona en torno a una mesa
separada. Atamarie acababa de enterarse de que los Pearse no eran considerados allí
unos granjeros como los demás. El concepto gentleman farmer se había mencionado
varias veces durante la cosecha. Pearse podía permitirse mejores trabajadores y
máquinas que los otros, y también el terreno de Richard era más grande que el de
Hansley o Peterson. Sarah Pearse llevaba un vestido más bonito que las otras mujeres
y las hermanas de Richard destacaban entre el grupo de muchachas, que llevaban los
vestidos de sus hermanas mayores. Las niñas Pearse llevaban vestidos anticuados pero
nuevos, de colores pastel. Todo eso reforzaba la opinión de Atamarie respecto a que
esa familia podría haber pagado los estudios de Richard. Obligarlo a que trabajara en
la granja no era más que una medida disciplinaria. En la familia no querían a un tipo
raro que soñaba con aparatos voladores y arados sin caballos.
En ese momento Richard estaba sentado, con expresión desdichada, entre su padre
y los amigos de este, bebiendo cerveza, en silencio al principio. Pero luego no pudo
permanecer más tiempo callado. Atamarie observó preocupada cómo envolvía al cura
y al maestro en una discusión. Parecía estar hablando con grandes aspavientos de sus
visiones. Era probable que volviese a meter la pata de un momento a otro, pero ella
decidió que las miserias de Richard no iban a aguarle la fiesta. Siguió con el pie el
compás del baile y, cuando uno de los jóvenes la invitó a bailar, aceptó. El siguiente
acudió de inmediato. La joven pasó toda la noche pasando de brazo en brazo.
—¡Nuestro colibrí! —oyó decir a Peterson cuando uno de los hijos del granjero la
condujo por su lado.
Atamarie no pensó en si lo decía como alabanza o como crítica. Permitió que un
joven le pasara un vaso de cerveza cuando las matronas del pueblo no lo veían y
después disfrutó más. Lo único que la molestaba era que los chicos con quienes
bailaba a veces la estrechaban demasiado. En los bailes de Dunedin no era costumbre
que las manos de los bailarines le palparan ansiosas la espalda e incluso se
desplazaran hasta su trasero. Mientras tanto, los hombres empezaban a jadear y
musitarle piropos que rayaban en la obscenidad. Atamarie se preguntó si eso sería
normal en el campo. Tal vez las personas fueran aquí más groseras que los hijos de los
notables de Dunedin o los jóvenes maoríes de Parihaka. Sin embargo, los hombres y
las mujeres maoríes no bailaban juntos, como mucho un haka. Ni chicas ni chicos
necesitaban el pretexto social del baile para tocarse, como parecía el caso de esos
jóvenes pueblerinos. Y, con toda certeza, ningún maorí asediaría a una mujer si ella no
lo aceptaba claramente.
Allí, sin embargo, sucedía de otro modo. Cuanto más avanzaba la velada más tenía
que librarse Atamarie de sus parejas de baile. Le habría gustado marcharse ya a casa,
pero Richard estaba hablando con dos granjeros más jóvenes y trazaba unos dibujos.
Es decir, les describía un nuevo invento y Atamarie no quería molestarlo. Además
estaba un poco enfadada con él. Había estado toda la tarde bailando delante de sus
narices con sus amigos, riendo y también coqueteando un poco, pero Richard no
mostraba ni una pizca de celos. Ni la seguía con una mirada malhumorada ni hacía
ningún ademán de ocuparse otra vez de su novia. Era bonito que él confiara en ella,
pero se preguntaba si eso era del todo normal. Le habría gustado observar algo más de
interés por parte de él. En cualquier caso, salió sola al exterior escapando de su último
admirador. Algo de aire le sentaría bien y de ese modo no llamaría la atención. Un par
de chicas también acababan de salir. Atamarie se acercó a los caballos. Estaba
familiarizada con los caballos de labor de Richard y había cogido unos mendrugos de
pan para ellos. En esos momentos relinchaban en su dirección. Pero antes de que
Atamarie llegara hasta ellos, alguien a sus espaldas la agarró del brazo y le dio media
vuelta.
—Me alegra que quieras salir conmigo, bonita. Pero eso se habla antes. He tenido
que buscarte…
Atónita, Atamarie miró el rostro de su última pareja de baile. Luego sacudió la
cabeza e intentó soltarse.
—De «querer salir contigo» ni hablar —repuso con firmeza—. Estoy respirando
un poco de aire fresco. Sola.
El joven rio.
—Venga, conejita, no irás a decirme que no estabas esperando a Jed Hansley. ¿O
es a Jamie Frizzer?
Atamarie negó con la cabeza, todavía con la esperanza de aclarar el malentendido.
—Yo…
—¿A los dos? —preguntó sonriendo el joven. Estaba un poco bebido—. Ven, no
tardarás mucho en darme una satisfacción. ¿Qué te apuestas que soy mejor que el
Raro Dick?
El chico la atrajo e intentó besarla. Su aliento a cerveza se deslizó por el rostro de
la muchacha. Atamarie sintió asco. Intentó liberar los brazos y separarlo, pero era
imposible, como también morder sus labios húmedos y pegajosos. Pero la joven
estaba lejos de dejarse intimidar. En lugar de ello, montó en cólera. Decidida, le dio un
fuerte rodillazo en la entrepierna. El chico gritó y la soltó.
—¡Serás… guarra! ¡Puta maorí! Primero me calientas y luego… —gimió, doblado
de dolor.
Atamarie sonrió y se dio la vuelta para alejarse. Primero triunfante e impasible,
luego temblando al entrar de nuevo en la cochera y dirigirse a Richard.
No era que ese tipo medio borracho hubiese sido peligroso, pero estaba dolida y
se sentía humillada. Además, se preguntó cómo hablarían los chicos del pueblo de
ella. Tras la acometida de la última pareja de baile, percibió desde otro punto de vista
los intentos de acercamiento de los anteriores. ¿Creían aquellos jóvenes que era una
chica fácil? ¿Que le regalaba a todo el mundo lo que le daba a Richard? ¡Y luego esos
insultos! Puta maorí… Se estremeció. Hacía tiempo que se había percatado de que los
granjeros de Temuka no querían relacionarse con sus vecinos maoríes. Nadie había
invitado a la fiesta a ningún bracero de la cosecha, aunque varios granjeros habían
contratado ngai tahu después de que estos demostraran su valía con Richard. Los
vecinos de su novio cada vez le resultaban más antipáticos. ¡Estrechos de miras y
racistas! ¡Richard tenía que liberarse de ese ambiente!
Atamarie lo tocó para que advirtiera su presencia.
—Me gustaría marcharme —dijo lacónica—. No tendríamos que haber venido.
Richard asintió sin prestar apenas atención. Las razones por las cuales Atamarie
había cambiado de parecer por lo visto no le interesaban. Cuando llegaron a la granja,
murmuró algo y se volvió hacia el pajar. Atamarie desenganchó los caballos y se fue a
la cama. Richard vendría enseguida. Pero no fue así. El joven quería recuperar el
tiempo perdido en la fiesta y trabajó en su motor el resto de la noche.
8
Roberta no había imaginado que iba a disfrutar tanto del viaje a Sudáfrica, pero en
cuanto el vapor abandonó Dunedin desaparecieron su cansancio y sus
preocupaciones. Durante la travesía a Australia compartió el camarote con dos
enfermeras, dos amigas de Christchurch. La rubia y espigada Jennifer era la más
discreta, una partidaria de Wilhelmina Sherriff Bain, quien siempre se había declarado
contraria a la guerra. Ahora quería viajar a Transvaal por razones puramente altruistas,
para emular a su ídolo y a Emily Hobhouse. Por el contrario, Daisy, una muchacha
más bajita y regordeta, de cabello oscuro pero resplandecientes ojos azules, se había
unido por el mero placer de la aventura. Por supuesto, también ella quería ayudar,
pero también ver leones y rinocerontes, y, si era posible, acariciar un elefante.
—Mi mayor deseo era salir de Christchurch —contó con franqueza—. Y sin esta
guerra nunca lo habría conseguido. Me ofrecí voluntaria en cuanto enviaron al primer
contingente de soldados, aunque todavía estaba en la escuela de enfermería y mis
padres no me lo habrían permitido. Pero ahora estoy lista, y tampoco se trata de la
guerra sino de campos de refugiados. Mis padres no pudieron negarse. Además me
acompaña Jenny… —Daisy parecía dispuesta a agradecérselo eternamente a su amiga.
Ambas eran más jóvenes que Roberta, pero más abiertas que sus compañeras de
Magisterio. A Roberta la sorprendió. Por lo que había oído, en las escuelas de
Enfermería se vigilaba a las estudiantes como en un convento de monjas. Tras la
estela, pues, de la severa tradición de Florence Nigthtingale. Sin embargo, Daisy se
echó a reír cuando lo mencionó.
—Todo harén tiene sus salidas secretas —observó con fingida contricción y
arreglándose un velo imaginario—. Al igual que todo convento. —Juntó las manos y
alzó la mirada al cielo como si estuviera rezando.
Roberta rio.
—En nuestro caso había un árbol delante de la ventana —intervino Jenny—. Una
bonita haya del sur, con ramas dispuestas en forma de escalera. Los sábados por la
tarde bajábamos trepando y nos íbamos a bailar.
—¿A bailar? —Roberta ni siquiera sabía dónde se organizaban bailes, pero
Christchurch era mucho más abierta que Dunedin, una ciudad dominada por los
religiosos escoceses—. Entonces… ¿habéis conocido a hombres?
Daisy soltó un chillido antes de echarse a reír.
—¡Pues claro! ¡La mitad de los pacientes son hombres!
—Pero no nos dejaban acercarnos a los jóvenes —siguió contando Jenny—. Lo
que, por otra parte, fue mejor. Me refiero a que quién quiere salir a bailar con la chica
que antes le ha… hummm… le ha…
—Limpiado el culo —completó la frase entre risas Daisy y se repanchingó en la
litera—. ¡Dilo, no seas pacata! —Y se volvió hacia Roberta—. ¿No había hombres en
Magisterio?
Roberta habló de los tres casos perdidos entre sus compañeros y tardó unos días
en tener la confianza suficiente para hablar a sus nuevas amigas de su amor por Kevin
Drury.
Esperaba la misma sorna que por parte de Atamarie y mientras lo contaba retorcía
nerviosa el caballito de trapo, pero Jenny y Daisy encontraron romántica su historia.
—Oh… se podría escribir un libro —suspiró la última—. Una chica que se va a la
guerra para recuperar a su gran amor perdido. Y entonces él está herido o algo así y
solo tú puedes salvarlo, y entonces… Tenemos que enseñarte algo de primeros
auxilios por si se da el caso.
Jenny resopló.
—No seas tarambana, Daisy. Es un oficial médico. Es él quien salva a la gente. Y
si un día se disloca la mano al operar, estará rodeado de otros médicos y enfermeras…
Pero, en serio, Robbie, ¿por qué crees que a lo mejor no encuentras a tu doctor
Drury? Solo tienes que pedir información en el Alto Mando. Hay un tal comandante
Robin que es el responsable de todos los neozelandeses. Le hemos estado enviando
cartas de protesta, también ahora a causa de esos horribles campos. Me sé la dirección
de memoria, está en Pretoria. Cuando te diga dónde está destinado el doctor Drury,
puedes enviarle una carta.
Roberta se ruborizó.
—Ya hace tiempo que podría habérsela enviado. Es solo que… no sé si…
Daisy puso los ojos en blanco.
—¿Recorres medio mundo por él y luego no te atreves a encontrártelo?
Jenny se mostró más comprensiva.
—También puedes hacer como si fuera por casualidad. Has llegado al Cabo
siguiendo la pista de la señorita Hobhouse y entonces te acordaste de golpe que él
también… O no: ¡su madre te dijo que te pusieras en contacto con él! Las madres
sirven para algo así. ¿Conoces a su madre?
También la organización de la señorita Hobhouse reunía primero a sus ayudantes
en Australia, pero no en el puerto militar de Albany, sino en Sídney. Roberta pensó
que tenía que unirse a las otras tres maestras, en conjunto seis seres igual de pálidos y
repelentes que las compañeras de Dunedin. Pero Jenny y Daisy se la llevaron con ellas
y así pudo ver el puerto natural y las antiguas cárceles del tiempo en que Australia era
una colonia penitenciaria.
—Bahía de Botany, Tierra de Van Diemen… —enumeró Daisy con voz grave—.
Chicas, esto antes bullía de jóvenes apuestos que habían robado una oveja o una
gallina inglesa. Tendríamos que habernos hecho pasar por ladronas de joyas y…
—Escuchas demasiadas canciones populares irlandesas —señaló Jenny con una
pesarosa caída de ojos—. Pero, Daisy, si lo que ansías son tipos con los que esquilar
ovejas, ¿para qué quieres ir a Sudáfrica? Eres de Canterbury, las Llanuras están llenas
de jóvenes que apestan a suarda.
Pretoria, adonde llegó el tren ya entrada la mañana, era una ciudad llena de vida,
lo que también se debía a que estuvieran estacionadas allí muchas unidades militares
británicas. Los ingleses parecían decididos y optimistas, mientras que los habitantes
autóctonos más bien tenían un aspecto aturdido y circulaban por su ciudad con la
cabeza gacha.
—Seguro que todos esos son bóers —opinó Daisy y de nuevo fue incapaz de
esconder su fascinación.
En esta ocasión les impresionaron los aseados vestidos y capotas de las mujeres
bóers, que parecían de otro tiempo. Nadie, ni en Nueva Zelanda ni en Australia, se
vestía todavía de ese modo. Apenas se veían hombres bóers, que estaban o en campos
de presidiarios o luchando contra los ocupantes. Entre los viandantes predominaban
los uniformes ingleses. Roberta se estremeció cuando una de las bóers, que parecían
tan formales, escupió a un lugarteniente inglés que pasaba por su lado.
—No nos quieren —comentó Jenny—. Pero ¿podemos reprochárselo?
Tampoco había negros por allí, en los casinos para oficiales servían boys indios.
Precisamente un joven indio les abrió la puerta de la oficina de lord Milner, de
quien dependían los campos de concentración del Transvaal. El lord recibió a las
aproximadamente treinta asistentes femeninas en una sala de reuniones.
—Nosotros y, por supuesto, nuestra muy… apreciada señorita Hobhouse les
estamos enormemente agradecidos por el compromiso que han adquirido —anunció
el lord, después de haber saludado cordialmente a las enfermeras y maestras. Era
evidente que había vacilado al elegir el calificativo de la señorita Hobhouse; de hecho,
no aguantaba a la abnegada luchadora por los derechos de las mujeres bóers—. Se las
necesita en los campos de refugiados y los directores las esperan con ansia, tanto para
el cuidado de los enfermos como para su escolarización. Comprobarán que muchas de
esas mujeres carecen de los conocimientos básicos para administrar una casa de
manera civilizada. —Roberta frunció el ceño: las mujeres de Pretoria no tenían
aspecto de abandono—. Las mujeres bóers cooperan poco y no están dispuestas a
aprender. Estimadas señoras, tienen ante ustedes una dura labor. Si hay algo que
podamos hacer para aliviársela, diríjanse con toda confianza a la dirección del
campo… ¿Alguna pregunta?
Era evidente que lord Milner tenía la intención de poner punto final a la recepción
lo más rápido posible. A Roberta se le cortó la respiración cuando Daisy levantó el
brazo.
—Somos tres amigas y nos gustaría trabajar juntas en un campo, señor —dijo sin
el menor reparo—. ¿Cree que sería factible?
Lord Milner sonrió amistosamente a la regordeta muchacha morena.
—Lamentablemente, no podemos enviar tres enfermeras a un campo. Son
demasiado pocas, pero…
—Somos dos enfermeras y una maestra —lo interrumpió Daisy.
Milner se puso serio un momento, pero luego asintió complaciente.
—Bien, siendo así, no debería haber ningún problema. ¡Sargento Pinter! —Se
volvió hacia un ayudante que estaba clasificando documentos detrás de él, y que al
parecer se encargaba de la distribución de las recién llegadas—. Busque un lugar de
trabajo adecuado para las señoritas. Y si tienen algún otro deseo especial referente a su
misión… estaremos encantados de satisfacerlo siempre que esté en nuestra mano.
Queremos que se sientan ustedes a gusto, tanto como nuestros… hummm…
refugiados bóers. Si se cometen irregularidades en los campos, no son… hummm…
en absoluto deliberadas y tampoco… en fin. Muchas gracias, señoras mías, por su
entrega desinteresada. ¡Su turno, Pinter!
El lord dejó la sala y su asistente tomó la palabra.
—Si las señoras hacen el favor de acercarse… en fila, por favor.
Daisy se colocó con decisión la primera de la fila. Jenny y Roberta la siguieron un
poco intimidadas.
—Bien, ustedes son la tríada, ¿verdad? Veamos… dos enfermeras y una maestra…
Bien, pueden ir a Barberton, a Klerksdorp o Middelburg. Springfontein está muy bien
ubicado… Por cierto, el doctor Drury también ha pedido dos enfermeras en
Karenstad.
—¿El doctor Kevin Drury? —preguntó Roberta, palideciendo.
Daisy le sonrió.
—¿Qué era eso de un regalo de los dioses? —bromeó—. Muchas gracias, sargento
Pinter. Escogemos Karenstad.
9
Las mujeres bóers eran tozudas, pero esta vez Kevin recurrió a su terquedad
irlandesa. Mantuvo el hospital abierto, prosiguió con los ingresos forzados y
consiguió, al menos, un pequeño triunfo: que los niños enfermos comieran. Fue pura
casualidad que una de las ayudantes negras formara parte de los «cafres» de la familia
del pequeño Matthes Pretorius y que hubiese trabajado en su casa. El niño la saludó
contento, tenía confianza en ella y comió su puré con ganas cuando ella se lo sirvió.
Dado que no murió después y que, para alivio de los médicos, también se recuperó de
su pulmonía, los demás niños lo imitaron.
Sin embargo, para los médicos el trabajo seguía siendo pesado y desagradable. A
Kevin le preocupaba no tener tiempo para atender el campo de los negros. Hasta que
pocos días después lo despertó el sonido de unos pies descalzos avanzando por el
pasillo delante de su dormitorio. Kevin había cabalgado tiempo suficiente con los
Rough Riders para alarmarse de inmediato. De forma instintiva buscó el fusil, que ya
no se encontraba junto a su cama como en los meses pasados en el veld… Soltó una
maldición y se preparó para defenderse con los puños. Pero entonces oyó la vocecita
tímida de una mujer.
—Mijnheer doctor, ¿señor?
—¿Nandé?
Kevin buscó a tientas las cerillas y encendió la lámpara de gas que había junto a su
cama. La joven zulú de cabello crespo se introdujo en su habitación. Él sonrió cuando
vio que llevaba un virtuoso camisón de cuello cerrado y adornado con puntillas. Era
nuevo, al menos para ella, de hecho procedía de las donaciones de ropa que se habían
repartido. El día anterior habían llegado tres cajas llenas, y las mujeres negras habían
clasificado la ropa. Nandé apenas había podido contener su entusiasmo ante esas
puntillas de ensueño. Por primera vez desde que Kevin la había liberado de su
inmunda cabaña había vuelto a reír. El joven médico no había podido resistirse a su
alegría infantil y le adjudicó el camisón. Nandé no estaba menos necesitada que las
mujeres bóers. A Kevin el entusiasmo de la muchacha le alegró el día. Pero ahora se
sintió inquieto. ¿Venía la joven para agradecerle el regalo de una forma especial?
—No… no habrás venido solo para enseñarme el camisón, ¿verdad? —preguntó
prudentemente—. ¿De dónde vienes?
La muchacha debería estar durmiendo en la tienda del establo como las demás
mujeres negras, y Kevin no concebía que se hubiese escapado de allí a hurtadillas para
reunirse con él.
Nandé movió la cabeza.
—No, baas doctor, señor. Solo porque he oído… algo… —La joven imitó un
gemido para aclarar al médico lo que había oído—. Delante de la puerta, doctor. Yo
mirar y…
—Pero ¿dónde estabas, Nandé? —Todo aquello sonaba muy extraño. La tienda
del establo no tenía puertas, solo una especie de cortina.
Ella puso cara de culpabilidad y se mordió el labio antes de seguir hablando.
—Aquí, en la cocina.
—¿Has dormido en mi cocina?
Nandé asintió.
—No enfadarse, no castigar, señor. Pero un vestido tan bonito, como baas blanca.
Y la cocina, habitación Nandé. Como baas blanca… —Por el rostro compungido de
la muchacha cruzó un resplandor.
Kevin suspiró. No podía ser que Nandé durmiese en su casa, no quería ni
imaginar la de rumores que eso desataría. Pero, por otra parte, la cocina era una
construcción abierta, no más que un asador. En realidad, nadie podría creer que él
tuviera relaciones íntimas con su criada negra allí. Claro que tenía un acceso a la casa,
Nandé acababa de utilizarlo. Kevin decidió prohibirle que pernoctara en la cocina,
pero no iba a regañarla en ese momento.
—De eso ya hablaremos más tarde —le dijo—. Sigue. Has oído que alguien gemía
delante de mi puerta. ¿Y ya se ha ido?
Ella negó con la cabeza.
—No, no irse. Quería irse al verme, pero… El niño demasiado pesado. Ahora
delante del hospital.
—¿Una mujer con un niño? —Kevin salió de la cama, envolviéndose en una
sábana de hilo—. Sal, Nandé, tengo que vestirme. Luego voy. Puedes decirle a la
mujer…
Se interrumpió. Posiblemente la paciente ya estaba imaginándose cosas sobre él y
Nandé. Si ahora enviaba a la chica con un recado…
—No hablar con Nandé, baas Doortje.
La abatida observación de Nandé sobrecogió a Kevin. ¿Doortje era la paciente?
Tenía que estar muy enferma para acudir a él en plena noche sin que la vieran. O tal
vez le traía un niño enfermo.
Kevin se puso aprisa los pantalones de montar y las botas y salió presuroso, con la
camisa en la mano. Nandé, que había esperado delante de la habitación, lo siguió con
curiosidad.
—¡Ve a dormir, Nandé! —le señaló cuando pasaban delante de la tienda del
establo—. Con las otras. Ya sé dónde está el hospital.
—¿Yo no ayudar? —preguntó la joven.
Kevin dudó un instante, quizá necesitaría realmente ayuda y quedarse a solas con
Doortje podía ser tan comprometedor como hacerlo con Nandé. Como fuera, la
muchacha bóer no llevaría solo un camisón, sino que iría totalmente vestida.
—Ve a llamar a las dos mujeres que ayudan al doctor Greenway —ordenó. El
médico recurría cada día a dos de las mujeres más hábiles para que le asistiesen en el
cuidado de los enfermos. Esperaba poder enviarlas pronto como «enfermeras» al
campo de los negros—. ¡Pero que se vistan correctamente!
Tal vez era una indicación innecesaria: salvo Nandé, ninguna de las mujeres negras
y muy pocas blancas disponían de camisones. La mayoría dormía vestida con las
prendas de diario sobre el suelo desnudo de las tiendas. También Doortje llevaba el
viejo vestido de andar por casa que Kevin todavía recordaba de Wepener. Pero ya no
se veía limpio y combinado con un bonito delantal de un blanco impoluto, sino raído,
sucio y sudado. La capota descansaba torcida y sin almidonar sobre el cabello rubio,
las cintas con las que se ataba colgaban sueltas. El rostro de la joven no se veía. Lo
apretaba contra los rizos húmedos de sudor de su hermano más pequeño. Con el niño
en brazos estaba acuclillada a la entrada de la tienda del hospital.
—¡Doortje! ¡Señorita Van Stout! Por el amor de Dios, ¿ha traído usted al niño
hasta aquí? —Kevin se acercó y le cogió al adormecido Mees. Estaba caliente, ardía de
fiebre. Doortje se lo había llevado antes de que muriese. En ese momento le dirigía
una mirada fría entre la esperanza y el desdén—. ¿Y por qué no ha llamado a la puerta
si quería verme?
Mientras hablaba, Kevin llevó a Mees a la tienda, hasta el área de tratamientos.
Doortje observó cómo encendía a toda prisa las lámparas.
—No quería molestar —respondió ella altiva—. Sobre todo no estando usted a
solas… —espetó con sarcasmo.
El joven vio todos sus temores confirmados. Y no solo respecto al asunto de
Nandé, sino también a los males del niño en la camilla. El torso de Mees presentaba la
erupción rojiza característica. Era fiebre tifoidea.
—¡Claro que estaba solo, qué tonterías son esas! —replicó Kevin.
Buscó un estetoscopio. Debía intentar algo, aunque en ese estadio de la
enfermedad había escasas probabilidades de salvación.
Doortje resopló desdeñosa.
—¿Puede hacer algo? —preguntó, acariciando el cabello húmedo de sudor de
Mees—. Lleva dos semanas enfermo.
—Ya lo veo —dijo él con severidad—. Tendría que haberlo traído antes.
Doortje lo miró y por primera vez su expresión era dulce y desamparada.
—Mi madre… doctor Drury. Ya sabe cómo es. Ha rezado y lo ha lavado en el río
para bajarle la fiebre…
—La fiebre tifoidea viene producida por bacterias, que es posible que naden
precisamente en el agua en que lo han bañado. Y seguro que antes la ha bebido… —
Kevin se dispuso a tomarle la temperatura al niño. Ya sabía que sería muy alta.
Doortje asintió.
—La leche en polvo —dijo—. En algún sitio había que disolverla. Y el río está
muy cerca. El agua es agua, y mi madre también la filtró…
Kevin gimió.
—Cornelis habría estado encantado de llevarles agua cada día si no lo hubiesen
tratado como a un cobarde traidor. Pero ya no se atreve ni a acercarse a ustedes.
—Su lugar está en el veld, ¡con su destacamento! —se empecinó Doortje—. ¡No
debería estar aquí!
Entretanto, Kevin había desvestido al niño y lo estaba lavando. El agua fría con
vinagre aliviaba un poco, y también podía vendarle las pantorrillas. Lo que más
necesitaba era líquido, la diarrea deshidrataba el cuerpo.
—Cornelis Pienaar no está aquí voluntariamente. Fue hecho prisionero —empezó
a contar, consultando el termómetro. Marcaba por encima de los cuarenta grados…
Doortje echó la cabeza atrás. La dulzura había desaparecido de su rostro, y volvía
a ser una bóer beligerante.
—¡Y con ello nos ha defraudado! A mi padre no lo apresaron. A Martinus de
Groot tampoco…
—¡Claro que no! —la interrumpió Kevin. Amaba a Doortje, pero su fanatismo le
crispaba los nervios y en ese momento perdió el control—. Su padre y su prometido,
Doortje, fueron abatidos. Siento comunicárselo así, aquí y ahora, pero es la verdad.
Cuando Martinus murió yo estaba allí. De su padre solo sé que está muerto, respecto a
las circunstancias en que se produjo la muerte debería preguntar a Cornelis. Pero
Martinus de Groot no murió luchando. Ya se había rendido, pero un comandante con
exceso de celo le disparó. El doctor Taylor, el doctor Tracy y yo nos quejamos de ello,
pero no conseguimos que se castigara al culpable. Por eso estoy aquí, he dejado el
servicio en señal de protesta. Pero seguro que usted no me creerá. Todavía me odiará
más a mí y a los británicos, y yo hasta la entiendo. Pero a su primo no tiene que
odiarlo, fue por pura casualidad que saliera de ahí con vida. Y ahora, ayúdeme y
sosténgame la lámpara. Tengo que poner a su hermano en una cama e introducirle
líquido, es probable que ya ni tenga ganas de beber.
—Desde hace dos días —reconoció Doortje en un susurro. Su voz era ronca y su
rostro había palidecido—. Así que mi padre ha muerto… y Martinus…
—Lo atraparon cuando intentaba volar un tramo de línea férrea y le dispararon —
repitió Kevin. Empezaba a sentirse culpable. ¡No debería haberle dado la noticia de
ese modo!—. Lo siento, Doortje. Pero debe comprender que seguir luchando no tiene
ningún sentido. Y, por favor, no se oponga a que asistamos a su hermano en este
hospital. Puede que al lado haya un niño negro en una cama, pero no se preocupe, no
destiñe. La fiebre tifoidea, en cambio, es contagiosa. También pueden enfermar su
otro hermano y su madre, si es que ya no lo están.
El silencio de Doortje lo dijo todo. Por lo visto, ella era la única de la familia que
todavía estaba sana.
Kevin suspiró y cogió al pequeño.
—Me lo llevo a una habitación para enfermos. Al menos Mees estará atendido.
Puede quedarse con él, ponerle compresas frías y lavarlo si vuelve a tener diarrea.
Pero también puede dejar que Sophia se encargue de hacerlo. —Señaló a una auxiliar
negra que acababa de entrar, correctamente vestida, con un delantal de enfermera
limpio y el cabello recogido—. Es mejor que vuelva a la tienda y traiga a su otro
hermano y, si es posible, también a su madre. Quizá… quizá todavía estemos a tiempo
de salvarlos a ellos. —Kevin se mordió el labio. También eso había sido un error, no
tendría que haber aludido a lo mal que estaba Mees. Pero, por otro lado, ya no quería
seguir mintiendo. La miró a los ojos—. Haré todo lo humanamente posible para
mantener a Mees con vida, pero no puedo prometer nada. Rece por él.
—¿De repente? —preguntó Doortje con voz ahogada—. ¿Y qué ocurre con los
milagros de la medicina moderna?
Kevin suspiró.
—La experiencia muestra que la oración y la medicina moderna se complementan
muy bien —observó—. Ayúdate a ti mismo y entonces te ayudará Dios, ¿recuerda?
Eso también debería encajar con la filosofía de los voortrekker… En fin, ¿se marcha?
¿Desconfía de Sophia y de mí?
Doortje tragó saliva. Acto seguido, salió en silencio.
Kevin rezó esa noche tan fervientemente como nunca antes, pero no sirvió de
nada, el pequeño Mees agonizaba a ojos vistas. Sophia puso todo su empeño en
cuidarlo y por la mañana también apareció Nandé para ayudar en las curas.
—A mí me conoce. ¡Conmigo tranquilo! —afirmó, y Kevin accedió, aunque el
pequeño ya estaba demasiado enfermo para reconocer a nadie.
Para su horror, Thies, el otro hermano de Doortje, no estaba mejor. La joven lo
llevó al hospital con ayuda de otras dos mujeres bóers. Greenway, que tenía más
experiencia que Kevin con casos de fiebre tifoidea, sacudió la cabeza al ver al niño.
—Solo un milagro lo salvará —dijo—. Es una lástima: por fin acude una mujer
para que la ayudemos, pero demasiado tarde.
Kevin se negaba a creerlo. Luchaba desesperadamente por la vida del pequeño
Van Stout mientras Greenway se ocupaba de una niñita que una de las otras mujeres
había llevado. Fue el único rayo de luz del día: la pequeña Wilhelmina estaba
desnutrida y tosía, pero todavía no tenía neumonía y se curaría. Greenway se instaló
junto con su madre en uno de los pequeños habitáculos para enfermos, separado de
los negros.
—Un día de estos llegarán esas enfermeras blancas, ¿no? —preguntó a Kevin
hacia el mediodía—. ¿Sabe cuándo?
Kevin estaba renovando las bolsas de infusión de la cama de Mees mientras
Doortje preparaba un vendaje de vinagre siguiendo sus indicaciones. Desde la mañana
había dejado de hablar con él. En su rostro no había expresión ninguna y estaba
pálida. A Kevin lo llenaba de admiración. Su obstinación le enloquecía, pero la
dignidad con que sobrellevaba su destino era impresionante.
En ese momento, se sobresaltó.
—¡Cielos, las enfermeras! Llegan hoy a Karenstad, alguien tiene que ir a
recogerlas a la estación. A mí me resulta imposible moverme de aquí. ¿No podría
usted…?
Greenway se miró la ropa escéptico. Llevaba la bata sucia y estaba sudando de
trabajar en esa tienda mal aireada.
—Primero tendría que adecentarme —observó—. Además, Sophia acaba de
informarme que tenemos tres nuevos pacientes. Las mujeres bóers han cedido y están
trayendo por fin a sus hijos.
—No cedemos, doctor —terció Doortje con acritud—. Nos doblegamos a la
fuerza. Solo en nuestra hilera de tiendas han muerto doce personas los últimos días.
Ya no lo soportamos. Espero que se alegre de haber quebrantado nuestro orgullo.
Kevin estuvo a punto de replicar, pero cambió de opinión. Le sabía mal repetirse.
Y ahora tenía otro problema entre manos.
—Voy a llamar a Vincent —anunció y se levantó suspirando—. Aunque
últimamente se queja de que siempre lo importunamos y no puede concluir su trabajo.
Pero puede que le guste ir a recoger a unas chicas en lugar de caballos.
Kevin siguió esforzándose dos horas más por mantener a Mees van Stout con
vida. Intentó bajarle la fiebre y le administró cardioestimulantes y remedios para la
diarrea. Greenway movía la cabeza ante tal derroche. El hospital del campo siempre
andaba corto de medicamentos y era habitual no malgastarlos en enfermos que
agonizaban. Cuando llegaba alguien en el último estadio de la fiebre tifoidea, lo
mantenían caliente y limpio, pero limitaban el tratamiento a administrarle líquido.
Consideraba absurda la lucha de Kevin y tenía razón, claro está. Mees murió por la
tarde en brazos de Nandé. Doortje se ocupaba de Thies, que a veces la reconocía. De
todos modos, su enfermedad evolucionaba de forma muy rápida y Greenway creía
que ese mismo día seguiría los pasos de su hermano.
—¿Alguien ha visto a la madre? —preguntó el médico cuando acompañaba a un
Kevin agotado del lecho de muerte de Mees a la cama de Thies—. Una de las vecinas
ha dicho que ella también está enferma. Y está maldiciendo a su hija porque no está a
su lado.
Doortje escuchó esas últimas palabras, acarició una vez más el cabello de su
hermano y se levantó.
—Voy corriendo a verla. Pero fue su decisión, yo… ¿Cómo… cómo está Mees?
—No se desmoronó cuando Kevin le notificó la tercera muerte del día, tampoco lloró.
Solo el temblor de sus manos, que soltaron torpemente las cintas del delantal que le
había prestado el hospital e intentaron enderezar su capota, desvelaban su dolor—.
Entonces me voy —musitó.
Kevin volvió a luchar contra el deseo de abrazarla.
—Doortje, he hecho cuanto he podido. Yo… yo también he rezado.
Creyó ver un atisbo de calidez en sus ojos.
—Lo sé —dijo ella a media voz—. Muchas… muchas gracias.
11
A Roberta se le hizo largo el viaje en tren hasta Karenstad, aunque el paisaje que
contemplaba por la ventanilla era impresionante y Daisy y Jenny charlaban
complacidas entre sí. Pero Roberta apenas lograba creerse que el viaje llegaba a su fin
y que solo la separaba de Kevin Drury un breve lapso de tiempo. Todo se le antojaba
como un milagro, hasta entonces todo había sido demasiado sencillo. Y ahora
trabajaría con él, como única neozelandesa del campamento, además de Jenny y Daisy,
naturalmente. Aunque a diferencia de Juliet la Bree, ninguna de las dos le haría la
competencia. Kevin se fijaría solo en Roberta, hablaría con ella, la conocería… y a lo
mejor llegaba a enamorarse.
El corazón de Roberta latía con fuerza solo de pensarlo. Pero tampoco las tenía
todas consigo. Hacía tanto que no veía a Kevin que a lo mejor sus sentimientos hacia
él habían cambiado. Tal vez ya no notaría ese fuego en el pecho cuando lo viera, quizá
ya no se le pondría la piel de gallina al oír su voz ni notaría una descarga eléctrica
cuando rozara por equivocación la mano del joven. Una y otra vez palpaba el caballito
de trapo que llevaba en el bolsillo y lo apretó con fuerza cuando el tren entró en
Karenstad. Un pueblecito feo, pero ya se lo había dicho el asistente de lord Milner. De
hecho, había desaconsejado ese campo a las muchachas, había otros más bonitos y en
los que reinaba menos el caos. El comité de damas que se había constituido tras las
protestas elevadas por Emily Hobhouse había obrado cierto efecto ahí, especialmente
en los campos más grandes y menos lejanos. Pero el destino de Roberta era
Karenstad, y Daisy y Jenny la acompañaban encantadas. Daisy esperaba una historia
de amor y Jenny nunca había tenido la intención de ir a lo fácil. Se había alegrado al
saber que había un campo de negros en Karenstad.
—¡Una de nosotras trabajará con los blancos y la otra con los negros! —anunció
—. ¿Y tú, Roberta? ¿Abrirás una escuela común para los dos?
Roberta no respondió, todavía no había reflexionado acerca de ello. La verdad,
solo pensaba en Kevin Drury. Y ahora había llegado a su destino. El tren se detuvo y
Roberta esperó, esperanzada en que él hubiese ido a recogerlas. Como director del
campo, era su responsable, tal vez quisiera darles él mismo la bienvenida y
agradecerles los donativos. Ya habían enviado las cajas, que deberían haber llegado al
campo de mujeres. Pero ahora, en el último momento, el miedo se apoderó de ella. ¿Y
si no se alegraba de verla allí? ¿Y si consideraba que ella era un engorro? Se entretuvo
con el equipaje, mientras Daisy y Jenny ya se apresuraban a bajar. Las chicas miraban
fuera curiosas.
—Eh, ¿es ese Kevin? —preguntó Daisy, señalando el andén—. ¡Tiene buen
aspecto! Elegante con el uniforme. Aunque… ahora los campos están dirigidos por
civiles.
Daisy cogió sus maletas. Y, de repente, también Roberta tuvo prisa por bajar del
tren. No, no quería hablar antes con Daisy y Jenny. No tenía que ser tímida, ella…
Se alisó un poco su elegante traje de viaje azul oscuro y pisó decidida la
plataforma. Kevin Drury, sin embargo, no la estaba esperando. En lugar de su rostro
de aventurero de rasgos angulosos, se encontró un semblante sonriente y de ojos
grises y amables. El rostro fino del hombre del andén estaba rodeado por un cabello
rubio y ondulado y las cejas espesas y las pestañas largas le daban un aire bonachón.
Simpático y varonil con el uniforme caqui que cubría un cuerpo delgado y nervudo.
Pero no era Kevin.
Roberta se esforzó por no decepcionarse. Era normal que Kevin hubiese enviado a
un camarada. La insignia de la solapa del hombre indicaba que era un oficial médico.
Aunque al lado brillaba una uve…
El hombre se dirigió hacia ellas y ayudó galantemente a Jenny a bajar los peldaños
del vagón.
—Señoras, soy el doctor Vincent Taylor y les doy una calurosa bienvenida en
nombre de la dirección del campo de Karenstad. —Hablaba formalmente, pero su
cordial voz de tenor no dejaba duda de que lo decía de verdad—. Las esperan con
impaciencia, hay mucho que hacer allí. A eso se debe que ningún médico del campo
haya podido venir a recibirlas. El doctor Drury, el director del campo, les pide que lo
disculpen, pero está cuidando de dos niños enfermos de muerte.
—¿Y usted estaba disponible? —Daisy se puso enseguida a coquetear.
El médico sonrió.
—Mis pacientes son más fáciles de contentar —explicó—. Y su estado general es
mejor que el de las mujeres y los niños del campo, y en caso de enfermedad dispongo
de suficientes auxiliares.
—¿Entonces trabaja aquí en el pueblo? —preguntó Jenny—. ¿Trata a soldados
británicos?
Entretanto, Roberta se había puesto a sacar con esfuerzo del tren sus baúles. Uno
de ellos todavía contenía donativos de Nueva Zelanda y la compañía de transportes lo
había olvidado. En ese momento, el doctor Taylor se apresuró a ayudarla. Pareció
olvidarse de la pregunta de Jenny en cuanto miró el rostro de Roberta. Esta se asustó
de su expresión. ¿Sorpresa? ¿Admiración? ¿Alegría? Entornó los ojos asustada. ¿Se lo
había quedado mirando ella a él? ¿O él a ella?
—Pe… perdón… —susurró el veterinario—. Usted es…
Roberta se ruborizó, pero intentó parecer segura de sí misma.
—Soy Roberta Fence —dijo con voz firme—. La maestra.
—Yo, Vincent Taylor —repitió el joven. Y pareció volver a la realidad—.
Disculpe. —Se volvió hacia Jenny—. ¿Qué… qué me preguntaba usted? Ah, sí, los
soldados británicos… —sonrió—. Yo no los llamaría así. Pero pertenecen al ejército.
Soy el veterinario, señorita…
—Harris —se presentó Jenny, complacida—. ¿Así que trata usted a gatos y perros?
—Caballos —respondió Vincent sonriendo—. El departamento de perros y gatos
del ejército británico es más bien pequeño. Pero acompáñenme, he alquilado un
vehículo más o menos cómodo. Y dos de mis pacientes curados… —Señaló un carro
con adrales al que estaban enganchados dos caballos bayos—. Si se contentan con
esto…
Roberta iba a subir el baúl, pero Vincent se lo cogió. Al hacerlo, sus dedos se
rozaron. Ambos retiraron al momento las manos. Ella sonrió con timidez y la mirada
de él la desconcertó de nuevo. La miraba como… ¡como Kevin había mirado a Juliet!
¡Pero no podía ser!
—Perdón —dijo él de nuevo.
Roberta le dejó el baúl. A continuación se sentó junto a Jenny en la segunda fila de
asientos. Daisy subió con toda naturalidad al pescante y se situó junto a Vincent.
—¡Aquí veré más! —anunció satisfecha—. ¡Este país me tiene fascinada! ¿Está
muy lejos el campo? ¿Iremos a través de la selva?
El carro traqueteó primero por las pistas batidas que se extendían entre la estación
y el pueblo, y salvo por edificios militares y tiendas desordenadas y levantadas a toda
prisa, no había mucho que ver. De todos modos, Daisy no precisó de más de dos
minutos para enredar al joven veterinario en una animada conversación sobre la flora
y la fauna del Transvaal. Roberta sintió admiración y casi envidia. Ella sería incapaz
de hablar con tanto desparpajo con un desconocido.
—¿Y a usted, señorita Fence?
Roberta se sobresaltó al oír su nombre. Estaba inmersa en sus pensamientos, y
hacía días que era indiferente a las exclamaciones de Daisy respecto al paisaje
africano.
—¿Qué? —preguntó.
—¿A usted también le gusta? —repitió Vincent—. ¿Le gusta Sudáfrica?
Roberta se estremeció. Ni se lo había planteado. La tomaría por una tonta y a lo
mejor se lo comentaría a Kevin.
—Yo… bueno. Sí, es muy bonita —murmuró—. Pero también difícil… muy
difícil. Bueno, dicen que las personas son difíciles y la guerra…
Vincent Taylor asintió con gravedad.
—Sí. La diferencia es a veces espantosa. La belleza por todas partes y la…
bueno… la poca amplitud de miras de los seres humanos. Uno pensaría que este vasto
país, esta naturaleza maravillosa… que esto le infundiría a uno un poco de humildad.
Roberta hizo un gesto de impotencia. Se había criado como hija adoptiva de un
abogado que se ocupaba de los asuntos territoriales maoríes. Sean Coltrane ya hacía
mucho tiempo que había abandonado la idea de que la belleza de un paisaje tuviera
que infundir humildad a los seres humanos.
—Algunas personas ven naturaleza, otros, riquezas del subsuelo —observó—. O
tierra de cultivo. Siempre es así. Uno ve un kauri y piensa en la historia de Tane
Mahuta, pero otro piensa en talarlo y ganar dinero vendiendo leña.
Vincent se volvió hacia Roberta fascinado.
—Es cierto, señorita Fence. Lo ha expresado usted maravillosamente.
—Algunos ven seres humanos —añadió Jenny—, otros, solo mano de obra.
En ese momento pasaban junto a un depósito de abastecimiento, delante del cual
unos trabajadores negros y harapientos cargaban sacos en un carro. Parecían
desnutridos y desanimados.
—Y eso que en realidad es su tierra —apuntó Roberta, abismada en sus
pensamientos. Se preguntaba cómo habrían vivido allí los negros antes de la llegada
de los bóers.
—Lo de los negros aquí es un problema grande —dijo Vincent, y atrajo la
atención de las tres mujeres cuando explicó las dificultades de Kevin en el campo.
Reaccionó con alegría cuando Jenny se ofreció para trabajar en el campo de los
negros también, pero no de forma tan eufórica como lo había hecho ante el
comentario de Roberta. Esto no le pasó desapercibido a Daisy.
—Has hecho una conquista —susurró a Roberta cuando Vincent intercambiaba
unas palabras con unos jinetes que se cruzaron—. El veterinario come de tu mano,
ahora solo tienes que dejar a Kevin impresionado. ¿Te has quedado con la frase de los
árboles?
Roberta se ruborizó. Encontraba a Taylor simpático, pero ni de lejos obraba en ella
el mismo efecto que Kevin. Vincent dirigía ahora el carro por caminos sin batir y
Jenny se quejó de las nubes de polvo.
—En el campamento todavía es peor —apuntó el joven—. En el fondo es
inadmisible. Pero a este respecto… allí no hay nada digno de seres humanos.
—¡Ahora hemos llegado nosotras! —anunció Daisy con seguridad, como si ella
sola fuese capaz de cambiar la política británica de los campos—. Nos pondremos
manos a la obra.
Apenas media hora más tarde, cruzaban la puerta del campo, rodeado de
alambradas. Los vigilantes parecían aburridos, se diría que no había intentos de fuga.
Lanzaron a las recién llegadas unas miradas ávidas, pero se abstuvieron de piropos. Y
entonces, Roberta y las enfermeras descubrieron a las primeras mujeres y niños bóers,
figuras enflaquecidas vestidas con harapos. La mayoría iban descalzas o llevaban
zapatos raídos, pero casi todas llevaban capota, por muy sucia que estuviera.
—Los niños no juegan —observó Roberta mientras avanzaban entre las hileras de
tiendas teñidas de rojo por el polvo continuo, abiertas casi todas y plagadas de
moscas, delante de las cuales se cocinaba—. Y las mujeres… ¿es que no tenían antes
casas normales?
Vincent asintió.
—Las tenían, y eran limpias y ordenadas. Nuestro Alto Mando suele calificar a los
bóers de primitivos, y realmente no brillan por su educación ni por una pulida forma
de expresarse, pero eso tampoco lo hace ni la población campesina inglesa ni la
neozelandesa, y es con ellas que hay que compararlos. En cualquier caso, esto no
refleja su esencia, y es una insolencia sostener que aquí les va mejor que en sus
propias granjas. En cualquier caso, eso atañería a la asistencia médica si no hubiese
epidemias. Pero nuestros médicos se encuentran impotentes frente al cólera y la fiebre
tifoidea, tisis y la gangrena pulmonar. Antes no morían tantos niños de eso… Miren
ahí, estamos llegando a los edificios de servicios. Ahí está el hospital… un edificio
muy básico, lo sé, pero cumple con su objetivo. Los médicos y vigilantes duermen en
esas pocas casas, el edificio sobrio de ahí delante es la administración y, al mismo
tiempo, la casa del doctor Drury. Vamos a ver si lo encontramos en el despacho.
Las mujeres siguieron al veterinario algo vacilantes por la plaza polvorienta entre
las chozas y el hospital. Todo ahí producía una sensación de desconsuelo, hasta los
edificios sin adornos; la gran tienda ante la que unas pocas mujeres negras lavaban
ropa; el hospital, al lado del cual dos mujeres blancas esperaban con sus abatidos hijos
y miraban con desagrado a las negras, que se veían tan delgadas y harapientas como
ellas, aunque no tan desdichadas.
El veterinario abrió la puerta de la casa de Kevin sin llamar. Daba a un vestíbulo y
de ahí directo al despacho. Todas las habitaciones estaban vacías.
—¿Aquí no se cierra? —preguntó asombrada Daisy.
Vincent se encogió de hombros.
—Parece que no —respondió—. Posiblemente no haya nada que robar. Y las
mujeres tampoco son ladronas. Son personas honradas, aunque su cultura y
tradiciones sean distintas de las nuestras. —Vincent llamó a la puerta de la vivienda de
Kevin, pero tampoco ahí había nadie.
»Estará en el hospital. Esperemos que no haya muerto el niño, Kevin se ha
esforzado mucho. —Hablaba como para sí mismo mientras volvía a conducir a las
mujeres al exterior y cerraba la puerta de la casa tras de sí—. No hay que dejar nunca
las puertas abiertas, para que no entren el polvo y las moscas —aconsejó—. Aunque a
veces uno duda. Si las puertas están cerradas no corre el aire. Especialmente en las
tiendas de campaña el calor se vuelve insoportable cuando no se ventila.
Vincent puso rumbo al hospital y Roberta volvió a sentir los latidos de su corazón.
Enseguida vería a Kevin.
El veterinario las llevó hasta la puerta del hospital, pero dejó pasar a una joven
bóer que avanzaba hacia el edificio a buen paso. Mantenía la cabeza gacha, pero
Vincent pareció reconocerla.
—Buenos días, señorita Van Stout —la saludó cordialmente—. Me han llegado
noticias sobre su hermano. Fue… fue inteligente por su parte traerlo aquí.
La mujer levantó los ojos y Roberta vio un semblante pálido y demacrado, si bien
de una belleza fría. Los ojos de la joven eran de un azul fascinante, como la porcelana
noble. Y por delgada y abatida que estuviese en ese momento, sus rasgos eran
armoniosos.
—Ha muerto hace un rato —informó con voz ronca—. Y mi madre… —Se
interrumpió.
Vincent le sostuvo la puerta abierta.
—Lo siento, señorita Van Stout —dijo con dulzura—. Pero estoy seguro de que el
doctor Drury ha hecho cuanto estaba en su mano.
La mujer no respondió y se dirigió a la zona posterior del hospital, mientras
Vincent mostraba a Roberta y las enfermeras las salas más grandes y las áreas de
tratamientos. Tampoco ahí estaba Kevin, pero recibieron una primera impresión de la
situación. Las mujeres bóers habían cesado su oposición contra el tratamiento de
pacientes negros en ese hospital, pero habían trazado una nítida frontera: en una parte
de la sala había mujeres y niños blancos, y en la otra, negros, sobre todo niños. Las
camas de los blancos estaban provistas de sábanas y almohadas, las de los niños
negros tenían almohadas hechas con harapos. Las sábanas de estos ofrecían un
aspecto más andrajoso que las de los blancos. Las cuidadoras negras parecían seguir la
corriente. El rostro de Jenny, cuando se percató del estado de las cosas, lo decía todo.
Roberta no tenía tiempo para indignarse. Buscaba a Kevin con la mirada, pero
tampoco lo vio allí.
—Para los enfermos graves hay habitáculos más pequeños —explicó Vincent,
guiando a las mujeres a través de las salas hacia la parte trasera—. Ahí estarán Drury y
Greenway. —Retiró a un lado la cortina de uno de los cuatro habitáculos.
Roberta nunca olvidaría esa imagen. Kevin Drury había adelgazado un poco, pero
seguía siendo apuesto y elegante con su cabello negro algo enmarañado y demasiado
largo y sus rasgos angulosos. En ese momento se estaba incorporando de la cama de
un niño. Al menos se intuía el cuerpo de un niño bajo la sábana con que Kevin había
cubierto el rostro del, por lo visto, fallecido. El médico se volvió hacia la joven a la
que antes Vincent había llamado señorita Van Stout. En su rostro había una expresión
de desamparo, desesperación y… amor.
—Doortje… Doortje, yo… su… Thies…
Fue incapaz de pronunciar las palabras, pero, naturalmente, la mujer vio que el
niño había muerto. Se tambaleó. Y entonces Kevin la cogió entre sus brazos y la
estrechó…
Roberta sintió que algo en ella se desgarraba. Había recorrido medio mundo para
volver a ver a Kevin Drury. Pero él estaba como durante su último encuentro en
Dunedin: junto a otra mujer hermosa…
Sin embargo, Doortje van Stout no se dejaba abrazar como antaño lo hiciera Juliet
la Bree. De hecho, la bóer solo se entregó al abrazo unos pocos segundos, suficientes
para que una buena observadora como Roberta reconociera que cedía. Luego se
separó de golpe de Kevin, lanzó una mirada de odio a la cama y a otra mujer joven
que Roberta distinguió en ese momento. Una chica bonita, todavía muy joven, de piel
muy negra y cabello crespo. Había estado sentada a la sombra sosteniendo la mano del
niño.
—¡Cómo se atreve! Cómo se atreve… después de… —Doortje se interrumpió.
Había alzado la mano como para golpear a Kevin, pero la dejó caer sin fuerzas.
—Doortje, no pretendía intimar con usted. Solo quería… lo siento mucho.
Roberta percibió la desesperación de Kevin, aunque no sabía nada de la historia
previa de la joven. Y sintió piedad por la bóer que había perdido a un miembro de su
familia. Pero, sobre todo, sintió amargura y tristeza por un sueño que se había roto.
12
Al día siguiente, la primera vivencia de las tres jóvenes fue asistir a un entierro.
Kevin no lo había mencionado el día anterior, puede que ni siquiera hubiese pensado
en ello, pero, tal como explicó el doctor Greenway, cada tres días celebraban un
funeral.
—Salvo que no haya muerto nadie —matizó el médico lo obvio—. Pero eso pasa
rara vez. Y en esta ocasión tenemos incluso más decesos por culpa de ese funesto
boicot al hospital de las mujeres bóers. Ya han conocido a Doortje van Stout, es una
de las que ha sobrevivido, como ya saben…
—¿Es esa señorita alguien especial en realidad? —preguntó Daisy de modo
indiscreto—. Me refiero a que el doctor Drury… —Se ruborizó y Roberta se quedó
desconcertada ante su descaro.
Greenway hizo un gesto de rechazo.
—El doctor Drury conoce a la familia, su casa se requisó en una ocasión para
instalar un hospital —informó sereno—. Y aquí, en el campo, la familia tiene
influencia porque Adrianus van Stout es un famoso y temido comandante… mejor
dicho, lo era, pues ha muerto. La esposa dirigía aquí una especie de escuela. —
Roberta prestó atención. ¿Doortje también era maestra?—. Lo que no veíamos con
buenos ojos, pues alimentaba en los niños la animadversión contra los ingleses. Pero,
en fin, ahora también ella ha muerto, esta noche…
—¿Doortje van Stout ha muerto? —preguntó Jenny.
El médico negó con la cabeza.
—Su madre. Una tragedia para la joven, ayer dos hermanos y anoche la madre;
también la enterrarán a ella. La señorita Doortje es quien normalmente lee la Biblia en
voz alta durante los sepelios. También dirige unas oraciones, lo que hace
amablemente, limitándose al tema de la religión. Al menos cuando estamos presentes.
En caso contrario, esa gente suele mezclar religión y política. Según la opinión de los
bóers, la Biblia es una especie de folleto de instrucciones para someter Sudáfrica. Se
ven como el pueblo elegido de Dios y no pierden ocasión de señalarlo. Pero hoy la
señorita Van Stout no podrá dirigir el servicio. Así que tendremos que encargarnos
nosotros, probablemente el doctor Drury. Estos asuntos le corresponden a la dirección
del campo.
Kevin Drury tampoco rehuyó sus obligaciones. Se excusó ante Roberta y Jenny
por posponer tanto la conversación sobre la escuela como la visita al campo de los
negros, y se presentó sereno y preparado ante las mujeres que esperaban en el
cementerio, situado detrás del hospital. La congregación superaba con creces la
pequeña plaza, parecía como si todo el mundo capaz de salir de su tienda hubiese
asistido al entierro de Bentje van Stout. Doortje estaba tranquila y con el rostro
petrificado delante de los dos pequeños ataúdes y el féretro basto y hecho aprisa de su
madre. El carpintero siempre ponía más cuidado en los ataúdes infantiles. No daba
abasto, pero intentaba con todo su corazón proporcionar un entierro digno a los
pequeños. El hombre, un cabo segundo, había renunciado a su servicio y se había
quedado voluntariamente para ayudar en el campo, estaba a un lado del grupo y tenía
lágrimas en los ojos. Era una persona buena y no merecía el desprecio con que lo
trataban las internas.
Doortje había renunciado a los servicios del fotógrafo. En su familia ya no
quedaba casi nadie a quien ella pudiese enseñar el retrato de los difuntos. Aun así,
permitió que su primo Cornelis se pusiera a su lado. Él era, por lo visto, el último
pariente vivo con quien tenía, o había tenido, una relación más o menos cercana. En
ese momento, él se separó de Doortje y se acercó a Kevin antes de que este tomase la
palabra.
—Doctor Drury, sería mejor que yo me encargara —dijo con gravedad—. Mi tía
Bentje… Solo de pensar que un neozelandés hable en su entierro podría provocar un
levantamiento.
Kevin se encogió de hombros.
—Bueno, con usted tampoco es que se llevara demasiado bien —observó.
Cornelis frunció el ceño.
—Al final, incluso llamó a Doortje traidora por llevar a los niños al hospital. Y
porque creía… —Se frotó las sienes—. No… no es este el sitio adecuado. Pero
Doortje está al límite de sus fuerzas. No protestará si dirijo yo el funeral.
Mientras todavía estaban hablando, se elevó un coro de voces infantiles. Cantaban
una canción que a Kevin le resultó vagamente conocida, es probable que también la
hubiese en inglés. ¿Quién había organizado un coro tan deprisa? Perplejo, descubrió
entre los niños a la joven maestra Roberta Fence. Y una de las enfermeras entregaba
flores a los niños.
—¡Y ahora a rezar! —pidió la otra enfermera al público en un holandés
espantoso.
—Padre nuestro… —empezó Roberta.
También en la lengua extranjera. Se diría que las mujeres se habían aprendido las
palabras de memoria, pero las bóers se sumaron y una de ellas pronto tomó la
dirección. A continuación, Roberta abrió la Biblia holandesa y empezó a leer un texto.
—Yo soy la resurrección y la vida…
Pronunciaba las palabras con suma dificultad, pero al poco tiempo, pasó la Biblia
a una muchacha, que, turbada también leyó un par de frases y volvió a hacer circular
el libro.
Kevin no estaba seguro de si los bóers habrían elegido un texto del Nuevo
Testamento; en general preferían el Antiguo. Sin embargo, aquellas honras fúnebres
improvisadas de forma tan inocente como afectuosa cautivaron a las mujeres. Nadie
protestó cuando al final también Cornelis pronunció unas palabras y describió a su tía
como una mujer severa pero cariñosa, esposa dócil y madre sacrificada. Cuando los
ataúdes fueron depositados en las tumbas, la gente lloró, los niños siguieron
obedientes a Roberta y, a ojos vistas de buen grado, arrojaron las flores en el interior,
como la maestra y las dos enfermeras les mostraron.
Doortje permitió que Cornelis le echara un brazo al hombro. Recibió el pésame de
Kevin sin decir nada y por su rostro no resbaló ninguna lágrima.
—¡Lo ha hecho maravillosamente! —exclamó Vincent cuando tras el entierro se
dispersaron los asistentes y se acercó a Roberta, las enfermeras y los médicos—. De
verdad, señorita Fence, sumamente conmovedor…
—¡Y sobre todo ha evitado un levantamiento! —intervino Kevin, guardando
aliviado la Biblia—. Muy bien, señoras, ya veo que enriquecen ustedes nuestro trabajo
aquí. Las mujeres ya las consideran dignas de confianza. ¡Lo han improvisado
excelentemente! Pero ¿qué haces de nuevo aquí, Vincent? ¿No hay ningún caballo
enfermo?
Vincent se sonrojó.
—Esto… pues… ha llegado otra entrega con donaciones a nombre de la señorita
Fence y pensé que… —sonrió a Roberta con timidez— pensé que usted aprobaría que
nosotros…
Daisy dio un empujón a Roberta. Si no hubiesen acabado de celebrar un entierro,
se le habría escapado la risa. También Kevin parecía reconocer la expresión de los
ojos de su amigo.
—Pues… sí —titubeó—. Entonces… esto… ayúdala a desempaquetarlo. Si no
tienes otra cosa que hacer.
Kevin entró en el hospital para retomar sus tareas mientras Vincent ayudaba, en
efecto, a abrir con una palanca las cajas y clasificar la ropa y los juguetes. También
había ahí una pizarra, lo que recordó a Roberta su auténtica misión en ese lugar.
—¿Dónde instalo la escuela? —preguntó algo desorientada—. No hay ningún
edificio, y…
—Hágalo al aire libre, simplemente —le indicó Vincent—. Si me permite una
sugerencia, pídale al carpintero que construya unos bancos. Lo hará de buen grado,
será un descanso bien recibido de los eternos ataúdes. Cuelgue la pizarra de un árbol y
espere a que lleguen los niños. Al principio tal vez no sea fácil. Las madres son
desconfiadas y no querrán que sus hijos aprendan inglés. Pero a la larga… aquí nadie
tiene nada que hacer.
—Ya me los ganaré —sonrió Roberta—. Están hambrientos y disponemos de
comestibles donados. Serán suficientes para una comida en la escuela durante un par
de semanas.
Daisy organizaba en el hospital algo muy similar.
—Si no consigue auxiliares voluntarias, tiene que echar un cebo a las mujeres —
explicó al sorprendido doctor Greenway—. Raciones especiales para quien ayude a
cocinar, limpiar y cuidar de los enfermos. Esto resolverá el problema de las auxiliares
negras. Jenny y yo hemos pensado enviar a las mujeres de vuelta a su propio campo,
para que organicen el hospital con ayuda de Jenny. Yo enseñaré a las blancas aquí.
Esto aliviará el trabajo de los médicos y podrán visitar cada día a los negros. ¿Qué le
parece mi sugerencia? Por cierto, ¿cuándo nos enseñarán el campo? Jenny está
impaciente.
Al día siguiente, sin más demora, Roberta y Jenny acompañaron a Kevin al campo
de los negros y se quedaron tan horrorizadas de sus condiciones como el médico
pocos días antes. Jenny se habría quedado ahí de inmediato. De hecho, al día siguiente
se mudó, junto con las auxiliares de enfermería negras y su tienda, que, para espanto
de las mujeres bóers, pensaba compartir con Sophia y las otras asistentes. Para mayor
escándalo de las bóers, con Roberta y Daisy también se mudó Nandé.
—Yo no abandonar baas, doctor Drury —declaró la jovencita negra con toda
seriedad—. ¡Alguien tiene que limpiar!
El inglés de Nandé mejoraba, la joven era inteligente y tenía ganas de aprender,
pero temía volver al campamento de los negros. Kevin lo comprendía y se sintió
aliviado cuando Daisy y Roberta no se opusieron a compartir su alojamiento con
Nandé.
—En caso contrario, me habría encontrado con un problema —admitió Kevin a
Roberta. Los dos iban casi cada día al campo de los negros, él para visitar a los
pacientes y ella para dar clases. Mientras las bóers solo aceptaban vacilantes su oferta
de impartir clases, los niños negros estaban entusiasmados con la idea de aprender a
hablar, leer y escribir en inglés. Y aún más cuando eso iba unido a un pan con
mermelada o alguna golosina al mediodía—. Las mujeres del campo ya cotillean sobre
mí y Nandé, menuda tontería.
—¿Sí? —Roberta se contuvo un segundo. Quería saberlo, no quería ser toda su
vida una pusilánime—. Me refiero a que la señorita… hummm… La Bree… también
era de tez oscura.
Kevin se sonrojó. Ya había oído que Patrick se había casado con Juliet, pero
acababa de enterarse por Roberta de la evolución que había seguido la pareja. El tema
le resultaba extremadamente incómodo. De todos modos, no se sentía culpable de
nada respecto a Nandé.
—¡Por favor, Roberta! Esa chica tiene dieciocho años como mucho. Es una
adolescente y sin ninguna educación.
El corazón de Roberta se aceleró. Si Kevin daba valor a la educación, la relación
entre él y la tal Doortje no llegaría muy lejos. Aunque ella sí sabía leer y escribir, y
seguramente se sabía de memoria la mitad de la Biblia.
—Pero es muy bonita —observó.
Kevin hizo un gesto de indiferencia.
—Por eso mismo les gusta atribuirme historias que no son ciertas. Sea como
fuere, estoy contento de que se aloje con vosotras, en caso contrario se habría
instalado de nuevo en mi cocina. Ya lo hizo una vez y desde entonces Doortje cree…
—Se mordió el labio y cambió de tema—: ¿Qué ocurre ahora con tus clases de
equitación, Roberta? Tener que ir cada día con este carro de un campamento a otro
nos demora mucho.
A Roberta le tocó el turno de ruborizarse. Vincent Taylor se ofrecía desde hacía
días a darle unas enseñanzas básicas de equitación con un caballo dócil, tal vez con un
poni bóer. A Roberta no le apetecía, pensar en caballos todavía le recordaba su
infancia junto al hipódromo, a su padre violento, el temor de su madre de que su
marido perdiera dinero en las apuestas y las agrias peleas entre Chloé y Colin
Coltrane. Además, todavía no sabía si estar con Vincent Taylor la intranquilizaba o la
complacía. El joven veterinario era amable y no cabía duda de que buscaba su
compañía. Pero Roberta seguía sintiéndose atraída por Kevin, incluso si su sentido
común le advertía de que ese amor no tenía futuro. Una certeza con la que solo podría
vivir cuando hubiese acallado todos los sentimientos que albergaba. No quería
alimentar las esperanzas del doctor Taylor y con ello dificultar el camino que la llevara
hasta el corazón de Kevin…
Roberta sabía que esas reflexiones eran contradictorias, se sentía tonta y
deshonesta. Y todavía le dolía más el que Kevin no dejara de animarla para que
aceptara las clases de equitación de Vincent. Ya podía repetirse cada día que él no
pensaba en emparejarlos, que solo le interesaba no tener que enganchar el carro todos
los días para ir de un campo a otro. El camino a Karenstad II, como siguiendo la
sugerencia de Jenny llamaban últimamente al campo de los negros, era casi
impracticable, siempre se corría el riesgo de que se rompiera un eje y se avanzaba muy
despacio. Un jinete, por el contrario, podía trotar y galopar y plantarse allí en menos
de media hora.
—Bueno, de todos modos hoy habríamos necesitado el carro —respondió Roberta
con una evasiva, al tiempo que señalaba la plataforma de carga.
Estaba llena de cajas repletas de donativos: ropa y comestibles; últimamente
llegaban cada vez más. Después de que un Comité de Damas formado por iniciativa
de Emily Hobhouse inspeccionase los campos de concentración, todo el mundo tenía
claro que se necesitaba introducir mejoras. Si bien las señoras eran prudentes a la hora
de criticar, las noticias sobre las condiciones de los campos llegaban a Inglaterra y las
colonias, y los informes de las enfermeras y maestras que la organización de la
señorita Hobhouse había enviado hacían el resto.
—¿Habéis repartido bien la mercancía? —preguntó Kevin, sonriendo complacido.
El reparto de las donaciones era un tema recurrente. Mientras que las enfermeras y
Roberta querían repartirlo todo en partes iguales, las mujeres bóers no veían con
buenos ojos que los niños negros recibieran juguetes y material escolar. Por los
escasos medicamentos había disputas en toda regla desde que algunas internas blancas
aprendieran las bases de la asistencia a los enfermos. La propuesta de Daisy de
pagarles con raciones adicionales por sus servicios en el hospital tuvo un éxito
sorprendente. Para alimentar a sus hijos, las mujeres superaron sus prejuicios y
enseguida demostraron su competencia y capacidad de comprensión. Las mujeres
bóers no eran nada tontas, solo escandalosamente incultas. Sabían cumplir con las
labores de un ama de casa, pero fallaban en la lectura y escritura. Los niños de las
granjas alejadas no iban a la escuela y era el padre quien debía darles clases. Algunos
se tomaban esta tarea en serio, como el padre de Doortje y, sobre todo, la familia de
Cornelis, pero no consideraban importante la enseñanza. Además, cualquier material
de lectura que no fuese la Biblia se consideraba pecaminoso. La Iglesia de los
voortrekker prefería que sus miembros fuesen simples y estuviesen rendidos a la
voluntad divina. Las mentes despiertas y críticas como Cornelis quedaban marginadas.
Roberta se encogió de hombros.
—La comida se ha repartido correctamente y los donativos en especies… nuestras
señoras blancas no se han rasgado las vestiduras por ellos, pues consistían
mayormente en libros. Ya veremos si siguen ayudándome en la escuela. Aquí nadie
lee, salvo Doortje van Stout. Y al parecer no quiere que nadie la vea leyendo,
recientemente la he visto haciéndolo junto al río, a escondidas.
Para sorpresa general, Doortje había sido una de las primeras mujeres que se
habían registrado para ayudar en el hospital. Al principio, Roberta había creído que
buscaba la proximidad con Kevin, pero, de hecho, la bóer más bien intentaba no
cruzarse en el camino del médico. Jenny consideraba que simplemente quería ocupar
su tiempo, pues la pérdida de toda su familia tenía que resultarle muy dolorosa. Era
probable que algo así solo pudiese superarse con la entrega a una actividad que
desviara los pensamientos a otros asuntos.
Daisy, por el contrario, hizo una observación que se prestaba a sacar otras
conclusiones.
—Lo único que quiere es la ración adicional —opinó—. Estos últimos mediodías
la he observado y come como una famélica. Las demás siempre ceden una parte a la
familia, la mayoría solo a sus hijos. Pero la señorita Van Stout no tiene a nadie.
—También ha engordado un poco —constató Jenny. La enfermera había pasado
mucho tiempo con sus aprendizas negras, así que el cambio le resultaba patente—.
Tiene un aspecto sorprendentemente bueno pese a las circunstancias.
En efecto, Doortje parecía recuperarse de sus penas. Kevin apenas conseguía
apartar la vista cuando ella andaba por el hospital, ahora de nuevo con ropa aseada y
la capota almidonada. La lavandería del hospital estaba bien abastecida de jabón y
almidón, también ahí se apreciaban las mejoras introducidas gracias al Comité de
Damas.
Kevin no comentaba lo que las enfermeras decían sobre la joven bóer. Nunca
hablaba con ellas de Doortje van Stout, aunque Daisy siempre intentaba sonsacarle
información sobre la temporada que había pasado en Wepener. Con Cornelis tuvo
algo más de éxito. En muy poco tiempo había conquistado al chico, aunque Roberta
consideraba que el cultivado y tranquilo Cornelis encajaba mejor con Jenny. Sin
embargo, este contemplaba con malos ojos la actividad de la joven en el campo de los
negros y nunca habría buscado su proximidad.
A Kevin se le ocurrió una idea.
—A lo mejor la señorita Van Stout podría colaborar más con la escuela —propuso
a Roberta—. Seguro que sabrá mejor que nosotros cómo dirigirse a mujeres y niños
bóers.
Atamarie permitió que la echaran del hospital sin resistirse. Sabía que habría
tenido que defenderse, pero le faltaban fuerzas y, de algún modo, también voluntad.
Habría podido asumir que la gente de ese lugar la rechazara si no hubiese sido tan
artera… Recordó su fingida cordialidad, y la sensación que había tenido desde el
principio: solo la habían aceptado porque creían poder sacar partido de ella. Y los
padres de Richard nunca podrían aceptar a su hijo como era. Pero esta certeza, que
antes solo le había provocado piedad, ahora la enfurecía. También Richard la había
decepcionado. Su absurdo intento de vuelo, destinado al fracaso, tenía como único
objetivo mostrarle que las cosas también funcionaban sin ella. Que él no la necesitaba,
que le impresionaba tan poco lo que ella opinase sobre su vida como sus sugerencias
para mejorar el avión. Él no la amaba, era evidente que no la amaba…
Con los ojos anegados en lágrimas, Atamarie caminó por las calles. Le habría
gustado subirse al primer tren, pero tenía que volver a la granja de Richard, pues
todas sus cosas y su dinero estaban allí. Claro que habría podido pagar un suplemento
por el billete después, pero no quería llegar a Dunedin con el traje de montar con que
se había cuidado de los animales esa mañana, luego ayudado a Richard en el taller y
después recogido boniatos con los maoríes. Así que puso rumbo a Temuka y se
escondió en el linde del camino cuando pasó un carro. ¡No quería volver a
encontrarse con Peterson! Todavía enrojecía al pensar en el gesto obsceno de aquel
hombre.
Anocheció antes de llegar a la granja, donde primero encerró los caballos. Los
animales se habían tranquilizado, habían vuelto y esperaban delante de la puerta del
establo a su amo. No parecían muy hambrientos. Con ganas de vengarse, deseó que se
hubiesen cebado comiendo en el huerto de Joan Peterson. Ella misma comenzaba a
sentir hambre, y estaba cansada por la distancia que había recorrido a pie.
Echó un vistazo al artefacto volador que colgaba del seto como un pájaro
desdichado. ¿Y si cogiera los planos que ella misma había dibujado? Pero luego se
arrepintió. Richard tenía que resolver sus propios problemas, ella no iría a Dobbins
para allanarle el camino. Con pesar, cuando ya hubo empaquetado sus cosas recorrió
el taller con la mirada y se puso en camino con algo de pan y queso para el viaje de
regreso a Timaru. Había sido muy feliz allí.
LA BENDICIÓN DE LOS ESPÍRITUS
África
Karenstad
Nueva Zelanda
Dunedin, Parihaka
Christchurch, Temuka
1902-1903
1
Atamarie se puso pues en camino al día siguiente y cogió el tren sin haber visitado
a más miembros de su familia. Habría sido más bien deprimente. Su tío Patrick lloraba
todo el día la pérdida de su Juliet, aunque era un padre maravilloso para la pequeña
May. Sean y Violet Coltrane casi nunca tenían tiempo; militaban contra la cada vez más
terrible guerra bóer. Ambos pronunciaban encendidas conferencias, si bien Sean se
concentraba en el colonialismo británico que no retrocedía ante nada con tal de
consolidar su poder sobre las minas de oro, mientras Violet se refería al desamparo de
las mujeres en los campos de concentración. Las organizaciones femeninas nacionales
no la miraban con buenos ojos, y un año antes el Nacional Council of Women ya se
había distanciado de la predecesora de Violet, Wilhelmina Sherriff Bain. De todos
modos, llevaban el tiempo suficiente en política para no dejarse intimidar. Violet se
hallaba en esos momentos en Christchurch, y Sean, en Wellington. El reverendo
Burton y Kathleen apoyaban sus iniciativas pacifistas y reunían dinero para la
fundación de Emily Hobhouse a fin de aliviar las necesidades más urgentes de los
campos. Atamarie se habría entretenido aún más si se hubiese detenido en Otago, con
Lizzie y Michael. Así pues, no informó a sus abuelos de su llegada, sino que se
marchó enseguida.
El corazón de la muchacha latía con fuerza cuando el tren paró en la estación de
Timaru. Le habría gustado saber cómo se encontraba Richard, pero apearse e ir al
hospital a preguntar por él era impensable. Además, sus heridas no habían sido
graves. Él mismo podía llamar si quería mantener el contacto con Atamarie. Si no era
así… La joven estuvo a punto de echarse a llorar, pero se dominó. El paso siguiente
—si es que había de haberlo— tenía que darlo Richard.
—¡La gente solo se burla de eso! —señaló enfadada Atamarie, cuando le contó
ese episodio a su madre. Contemplaban juntas las cometas de colores que planeaban
sobre Parihaka. Al verlas, Atamarie había vuelto a pensar en volar—. ¡Pero estas son
unas manu fabulosas! ¿Son imaginaciones mías o es que aguantan mejor en el aire
que las de antes? ¿Y no se suele remontar las cometas en la ceremonia de año nuevo?
Pensaba que si no se hacía así era tapu.
Matariki rio. No cabía en sí de alegría de volver a ver a su hija, si bien no percibía
en ella el talante alegre de las vacaciones. La visita de Atamarie a Richard Pearse había
concluido de forma abrupta. Matariki esperaba que su hija le contase sobre ese asunto.
—Qué va —respondió—. Las manu se pueden remontar en cualquier momento si
se canta la karakia adecuada. Y aparte de la comunicación con los dioses, antes
también se utilizaban periódicamente para enviarse mensajes entre las tribus. Se dice
que tras la muerte del fundador de los ngati porou la gente de Whangara soltó una
manu en el cielo que se veía desde la Isla Sur. El hermano de Porourangis, Tahu, el
patriarca de los ngai tahu, pudo entonces llorar su pérdida.
Atamarie la miró algo escéptica, pero no comentó nada sobre la leyenda. También
ella había oído hablar de la manu para cuyo manejo eran necesarios treinta hombres.
Pero ¿se correspondería eso con la realidad? Al menos se podría haber remontado con
ella el vuelo sin esfuerzo.
—Hoy celebramos la fiesta de las cometas simplemente porque Rawiri está aquí —
dijo Matariki—. Ha vuelto de su migración al norte, donde estuvo estudiando con casi
todos los tohunga famosos en el arte de confeccionar cometas. A estas alturas él
mismo está considerado un tohunga en esa especialidad y durante la semana dará
clases a los niños del poblado. También a los adultos, claro, si les apetece. Seguro que
puedes participar.
Atamarie asintió interesada. Así que Rawiri seguía trabajando el tema de los
vuelos y se lo tomaba en serio. ¿O se interesaba más por enviar mensajes a los dioses?
Atamarie no recordaba con exactitud lo que le había contado por aquel entonces,
después de que Richard y ella lo hubieran sacado del agua, pero para ella algo de lo
hablado le había sonado a superstición. Como fuera, también Rawiri había intentado
volar. Seguro que resultaba interesante enterarse de lo que había aprendido sobre las
formas y los atributos del vuelo de las cometas. Atamarie no había quedado del todo
satisfecha con la forma del artefacto de Richard.
Los ojos de Rawiri resplandecieron cuando la joven fue a saludarlo por la noche
para apuntarse como alumna. Ella no se dio cuenta, interesada en la forma de las
cometas que ahora los niños remontaban hacia las estrellas para enviar mensajes a los
dioses. Atamarie hizo un mohín cuando el joven tohunga le habló con toda seriedad
sobre la melodía de la karakia adecuada.
—¡Como si con ello pudiesen alterarse las leyes de la naturaleza! —le comentó a
su madre—. Si el objeto tiene la forma aerodinámica correcta, vuela. Si no la tiene, no
vuela. Así de simple es.
Matariki rio.
—Estoy convencida de que Rawiri es tan consciente de ello como tú. Pero míralo
de otro modo: las karakia sirven para recordarnos las leyes de la naturaleza, para dar
las gracias a la naturaleza, que nos brinda apoyo pero también pone límites.
—Estos son justamente los que queremos superar —refunfuñó Atamarie.
Su madre sacudió la cabeza en signo de reproche.
—¡Acabas de decir que no se puede! Y es cierto: no se puede vencer a la
naturaleza. Pero, por supuesto, puedes entenderla mejor y obtener beneficio de sus
leyes. Para ello sirve hablar con los dioses, da igual que remontemos una manu o que
recemos al recoger plantas medicinales. Es correcto, Atamarie, Rawiri sabe lo que
hace. ¡Confía en él!
La cometa de Atamarie ya estaba lista por la tarde, lo que se habría ganado los
elogios de Richard o del profesor Dobbins, pero que pareció decepcionar a Rawiri. A
fin de cuentas, ella había seguido sus indicaciones técnicas pero había ignorado la
parte espiritual de la confección. El joven tohunga enseñaba también los cantos,
invocaciones o meditaciones tradicionales que iban unidas a cada paso del trabajo.
Los espíritus de los vientos y las nubes querían que se les conjurase, y de vez en
cuando debía invocarse la fuerza del dios pájaro y se imploraba su bendición.
—Eso solo sirve para llenar el tiempo mientras se seca la cola —refunfuñó
Atamarie—. Y las hojas de raupo vuelven a crecer tanto si busco la clemencia de los
espíritus de la planta como si no.
—Pero es cuestión de principios —respondió Matariki, que canturreaba a media
voz las palabras del turu manu mientras Atamarie preparaba su cometa para el vuelo
—: «Vuela lejos de mí, pájaro, danza sin cesar en las alturas, lánzate en picado como el
azor sobre su presa…» ¡Es bonito, Atamie!
—Es una cuestión del flujo del aire contra la vela —observó la joven—. Y no
debería bailar en absoluto, o entrará en barrena enseguida. Ayúdame, Rawiri…, ¿qué
opinas, no habría tenido que hacer las alas más anchas? ¿Para que tuviese más
estabilidad?
Atamarie se había decidido por la forma del birdman, por sentimentalismo,
porque era el nombre que los maoríes daban a Richard, pero también porque era la
más parecida a las de los planeadores pakeha y, por tanto, también al futuro avión
autopropulsado de Richard.
Matariki puso los ojos en blanco, pero luego confirmó complacida que Rawiri no
se dejaba desanimar por la falta de espiritualidad de Atamarie. Él seguía rezando sus
oraciones, pero escuchaba interesado las observaciones científicas de la muchacha.
—Ahí lo tienes —dijo Rawiri cuando los dos dejaron las cometas expuestas para
comprobar el lugar de la brida sobre el que antes habían hablado—. Endereza la manu
con orgullo y habla con los seres humanos, así se necesita más fuerza para sostenerla
sin que se eleve. Como un hombre que alardea de su mana, pero no posee la
bendición de los dioses. Si la manu se rinde al viento y se inclina ante los espíritus,
entonces remonta al instante.
Atamarie se llevó las manos a la cabeza.
—Es lo que yo digo: cuanto más inclinada esté la brida respecto a la cometa, más
fuerte será la fuerza de tracción. Si se coloca plana, aumenta la fuerza de sustentación.
Matariki, que estaba sentada con su amiga Omaka, rio.
—Cada uno reza sus oraciones en su idioma —observó.
Omaka asintió.
—Pero esos dos —dijo, señalando a Rawiri y Atamarie— se dirigen sin duda al
mismo dios.
Atamarie había disfrutado del día con Rawiri y no se retiró cuando luego él
empezó a cortejarla junto al fuego. Charlaba con ella, le iba a buscar comida y bebida,
y con cada sorbito de whisky las poéticas lisonjas del joven iban calando más
profundamente en el corazón de la muchacha. El joven tohunga no solo era hábil con
las cometas y en alabar a los dioses con palabras hermosas, sino que sabía también
expresar su fascinación por el cabello de oro de Atamarie; sus ojos, que comparaba
con el ámbar oscuro; y sus manos, de dedos largos y hábiles.
—Tienes que hacer volar mi cometa dirigible. Tus dedos hablarán con ella, la
guiarán y la elevarán al mundo de los dioses. Y les comunicará mi deseo de que un
día tú me toques también y me guíes y me eleves a las cumbres del amor…
En otras circunstancias, Atamarie tal vez se hubiese dejado ablandar, se habría
recostado en su admirador, lo habría acompañado a dar un paseo por los alrededores
y permitido que la besara. Incluso habría hecho el amor con él, a fin de cuentas ya no
era virgen. No había nada que conservar para más tarde y las caricias de Richard le
habían despertado el deseo de recibir más. Sin embargo, tras su experiencia en
Temuka se había vuelto desconfiada. Su entendimiento le decía, claro está, que Rawiri
no la tacharía de promiscua si le ofrecía su cuerpo unas noches. Las mujeres maoríes
no esperaban hasta la noche de bodas para experimentar el amor, y nadie exigía la
monogamia. Pero el comportamiento de los aldeanos de la planicie de Waitohi había
humillado y ofendido a Atamarie. No, nadie tenía que creer que se entregaba a
cualquiera a quien no amara de verdad. Y su relación con Rawiri estaba lejos de ser
amorosa.
Así pues, por mucho que Rawiri se esforzó en los días siguientes para ganarse los
favores de Atamarie, todo se mantuvo igual. Sin embargo, ambos se aproximaron en
cierto modo —desarrollaron juntos nuevas cometas dirigibles e investigaron el
comportamiento de las distintas formas de manu al planear—, pero cuando Rawiri iba
a tocar a Atamarie, ella se apartaba.
—Lo siento —dijo la última noche de su estancia en Parihaka. Los días pasados
con el maorí la habían relajado y se atrevió a hablar de su cortejo—. Pero estuve con
un hombre pakeha y no puedo olvidarlo tan fácilmente. Él… yo… teníamos muchas
cosas en común, queríamos… Es que no puedo empezar ahora una historia nueva.
Rawiri asintió.
—Queríais volar —dijo el joven, comprensivo—. Tú querías volar con él,
conquistar el cielo. Y yo ni siquiera hablo tu lenguaje. Pero lo aprenderé, Atamarie. —
Le enseñó el ejemplar de Scientific American Magazine que Atamarie le había
prestado y que desde entonces estudiaba a fondo—. Aprenderé a construir manu a tu
manera y pediré a los dioses que me inviten a compartir el cielo con ellos. —Sonrió
travieso—. Competiré con tu pakeha, Atamarie. Y ya veremos de quién serán las
construcciones… aeronáuticas —pronunció despacio y con claridad la palabra, que
había tomado de la revista— que se ganen el favor de los espíritus.
Atamarie no comprendió del todo a qué se refería Rawiri, pero cuando un día
después subió al tren, todavía veía su rostro sonriente y enmarcado por un cabello
largo y negro.
2
—No puedo creer que no nos hayamos dado cuenta. —Kevin se paseaba
intranquilo por la habitación. Greenway acababa de anunciarle que Doortje estaba
embarazada—. Y en el quinto mes…
Greenway abrió una botella de whisky.
—Tranquilícese, Drury, ella tampoco lo sabía. Creo que tenemos que darle crédito,
yo mismo presencié cómo reaccionó, su sorpresa era auténtica. Y no es extraño que
suceda. Las mujeres apenas si se desnudan en la estrechez de las tiendas. Además, no
es extraño que los vientres se hinchen por falta de nutrición, tampoco nosotros nos
habríamos percatado. Por la misma razón es posible tener faltas en la menstruación,
usted lo sabe. No tenemos nada que reprocharnos. Al menos, si ninguno de nosotros
es el padre.
Kevin gimió.
—Esta vez no —respondió, y bebió un buen trago de whisky—. Está claro a quién
le corresponde la paternidad, Greenway… Si lo recuerda, cuando las mujeres
llegaron, Doortje y Johanna… Sé que rechazaron la revisión ginecológica, pero no
había duda de que fueron violadas.
Greenway se llevó las manos a la cabeza.
—Pues claro… Y yo, idiota de mí, sospeché del prometido de Daisy. —Se sirvió
más whisky—. Eso todavía lo empeora todo más. Si fuera… hummm… un hijo del
amor, la vida de la señorita Van Stout se complicaría mucho, pero siendo un fruto de
la agresión…
Kevin se frotó la frente.
—¿Hay alguien con ella ahora mismo? —preguntó—. No vaya a ser que intente
alguna tontería…
Greenway asintió.
—La señorita Fence —respondió—. Pedimos que la fueran a buscar. Si bien la
señorita Daisy estaba disponible, era posible que tuviese un… hummm…
comportamiento algo alterado. Al parecer quería casarse con Cornelis.
—¡Que quería qué! —Kevin se detuvo de repente—. ¿Que Doortje van Stout
quería casarse con Cornelis Pienaar? ¿Quién le ha contado esto?
Greenway se encogió de hombros.
—La señora Vooren, la enfermera auxiliar. Ya sabe, esa bóer bajita que todavía no
ha cumplido veinte años y ya tiene tres hijos. Una joven despierta y no tan terca como
las otras. La señorita Van Stout sufrió un colapso cuando la señorita Daisy hablaba de
su compromiso matrimonial y me preguntaba si habría una relación. La señora Vooren
me lo confirmó. Por eso supuse… Pero por razones de manutención, no de amor.
Kevin depositó su vaso sobre la mesa.
—Voy a verla —anunció con determinación—. Debe de estar muy desmoralizada.
Tal vez… tal vez yo pueda ayudarla.
Fingió no percatarse de la mirada evaluadora de Greenway cuando se dirigió a la
puerta, pero en el último momento se volvió y cogió el libro de Nueva Zelanda que
Doortje había estado leyendo.
—Para que se distraiga un poco…
Greenway sonrió.
—¡Que tenga suerte, Drury!
Ya estaba oscuro cuando Kevin llegó al hospital, aunque unas lámparas de
petróleo iluminaban las salas principales. También ardía una en la habitación separada
en que yacía Doortje. Roberta estaba sentada al lado de la cama y leía un libro.
—No te estropees la vista con esta luz mortecina, Roberta —señaló Kevin
cordialmente.
Roberta levantó la mirada cuando lo oyó, y él pensó fugazmente en lo hermosa
que era esa joven tan seria. Pero cuando miró el semblante fino de Doortje enmarcado
por su abundante cabello suelto sobre la almohada, se olvidó de todo. Era la primera
vez que la veía sin capota y se quedó fascinado por la dulzura y juventud que los
mechones rubios conferían a sus rasgos. Doortje tenía los ojos cerrados, pero su
actitud era tensa.
—¿Duerme? —preguntó dudoso Kevin.
Roberta negó con la cabeza.
—No. No quiere hablar. Tampoco quiere asumirlo. Pero… ¿puede alguien rehusar
un embarazo?
Kevin creyó percibir una leve contracción en el rostro de Doortje. Hizo un
esfuerzo.
—Sí, Roberta, puede pasar. En tales circunstancias. Y yo… bueno, ahora me
quedo con ella. Ya puedes dejarnos solos…
Roberta volvió a sentir el antiguo dolor. Cuando le habían contado que Doortje
estaba embarazada casi había experimentado una sensación de triunfo, aunque se
avergonzaba de ello. Alguien había preñado a la bóer. Volvería a rechazar a Kevin. Él
la olvidaría o buscaría consuelo. Roberta se sentía culpable respecto a Vincent, pues
desde hacía tiempo le estaba dando esperanzas, pero si Kevin salía al encuentro de ella
porque Doortje era inalcanzable… Roberta no quería volver a soñar, había estado
decidida a desechar sus sentimientos por Kevin.
Se levantó.
—Claro —dijo tirante—. Puedo volver después.
Roberta abandonó la habitación, pero se quedó delante de la puerta. El corazón le
palpitaba y se avergonzaba de estar escuchando. Pero tenía que saber qué lugar
ocupaba ella.
Fuera, delante de la puerta, Roberta se enjugaba las lágrimas. Daba igual que
Doortje aceptara o no. Kevin nunca sería suyo.
3
En los meses siguientes, el tema de los vuelos se convirtió en tabú entre Atamarie
y Richard. En un principio, el joven había abandonado su sueño. En su último intento
de despegue, el aparato había salido muy malparado y Richard se había desanimado.
Tal vez los reproches de su familia habían prendido por fin. Además, Richard había
resultado herido de gravedad por primera vez. Fuera como fuese, en los últimos
meses no parecía obsesionado con sus artefactos voladores, sino haber concentrado
su ambición y dotes de inventor en la maquinaria agrícola. Lleno de orgullo hablaba a
Atamarie de sus nuevas patentes y de que ahora el mismo Peterson utilizaba su
revolvedor de heno mejorado, mientras él se estaba ocupando de un nuevo tipo de
abonadora.
Atamarie le contaba sobre sus estudios en el Canterbury College. En el programa
del curso se incluía ese año la construcción de máquinas, lo que le interesaba bastante
más que la agrimensura. Dobbins y los otros profesores iniciaban a los estudiantes en
los secretos de las máquinas de vapor. Y, entonces, un día, hacia finales de 1902,
Dobbins entró en el aula con una sorpresa.
—He aquí —informó orgulloso—, caballeros y la siempre única dama, un motor
Otto, o lo que es lo mismo, un motor a pistón. En el futuro nos ocuparemos de él, de
cómo funciona, de qué posibles aplicaciones tienen estos motores en los automóviles
y…
Atamarie contempló fascinada el motor compacto y proporcionalmente pequeño,
y levantó la mano.
Dobbins asintió.
—Es un motor de dos tiempos, ¿verdad, señor? ¿Con… veinte caballos de vapor?
El profesor sonrió.
—De veinticuatro, señorita Turei. Por lo visto, ha estado usted estudiando este
tipo de motores. ¿Desea ilustrarnos al respecto?
Atamarie negó con la cabeza, aunque quería decir que sí.
—Sí… no… más tarde… Solo quería hacer una pregunta.
—Pregunte, pues —la animó Dobbins.
Atamarie se levantó para ver mejor el motor. Si era tal como ella pensaba…
—¿Cuánto pesa? —preguntó, conteniendo la respiración.
—¿Qué es lo que quiere saber?
Un par de días después del comienzo de las vacaciones de verano, Heather y Chloé
visitaron a Atamarie en Chirstchurch acompañadas por Rosie. Las dos amigas y la
joven que desde hacía años trabajaba a su servicio iban camino del hipódromo de
Addington. La pequeña yegua Trotting Diamond iba a debutar allí en la carrera de
trotones. Rosie apenas podía contener su emoción. Heather y Chloé querían invitar a
Atamarie para que fuera con ellas a Addington, pues solía pasárselo muy bien en las
carreras de fin de semana, pero Atamarie ya estaba con las maletas hechas y, en medio
de su habitación, para espanto de sus caseras, ¡había un motor Otto!
Agitadísimas, las dos mujeres enseguida se lo contaron inquietas a Heather y
Chloé cuando llamaron a la puerta para recoger a Atamarie.
—Nunca hemos dicho nada de las manchas de aceite en los vestidos de Atamarie y
también en nuestros muebles, es una carrera algo particular. Pero esa máquina
diabólica… Casi nos desmayamos cuando la puso en marcha. «Solo para probarla una
vez», nos dijo. Heather, Chloé, tenéis que hablar con ella. ¡Tiene que sacar esa cosa de
aquí!
Heather y Chloé se quedaron pasmadas cuando la joven les soltó como saludo lo
que pensaba hacer con el motor.
—¡Solo pesa cincuenta y siete kilos! —informó con orgullo—. Y funciona
perfectamente. ¡Aguanta cualquier cosa! Es ideal para…
—Basta, Atamie, nada de detalles técnicos. —Heather se sentó alarmada sobre la
cama de Atamarie—. ¿Pretendes regalar este motor a Richard Pearse por Navidad?
Atamarie asintió resplandeciente.
—¡Sí! ¡Y es baratísimo! Bueno, claro que tuve que pedirle dinero a mamá, pero
también habría podido… —Se mordió el labio. La mina de oro de Elizabeth Station
era un secreto de la familia Drury, ni siquiera Heather podía enterarse de eso—. En
fin, podría haberlo ganado trabajando en las vacaciones —improvisó—. Dobbins dice
que el año que viene el instituto recibirá otro nuevo, va muy deprisa, siempre se
inventa algo más novedoso. Pero hasta el momento a nadie se le ha ocurrido montar
algo así en un avión. Salvo a Richard. Antes no podía permitírselo. Pero ahora…
¡ahora tenemos un motor! Y ligerísimo. No es nada comparado con el viejo. Heather,
Chloé, ¿no lo entendéis? ¡Vamos a volar!
Chloé sacudió la cabeza.
—Solo entiendo que te propones volver a ese pueblucho donde todos te odian —
observó—. Para reunirte con un hombre al que no has visto casi en un año, aunque
solo os separan unas horas en tren. Ya te lo dijimos, Atamie: si tan convencida estás
de que puedes volar con esa máquina infernal, ¡constrúyela tú misma! Pero no con
Richard…
—¡Richard es un genio! —insistió Atamarie—. Nunca lo conseguiría sin él. Pero
con él… Chloé, Heather, ¡podríamos ser los primeros! Los primeros en hacer
despegar un avión de motor. Podríamos…
—¿Y entonces te amará? —Chloé se quedó mirando a Atamarie, muy seria.
La muchacha bajó la cabeza.
—No es una obligación —respondió obstinada—. No lo hago porque…
Heather suspiró.
—Bien, entonces, ¡mucha suerte! —murmuró.
Heather se rio cuando su sobrina le contó por la tarde que tal vez había un
romance entre Hamene y Shirley Hansley. Antes había estado hablando sin parar y
encantada del día pasado en el pajar de Richard; al parecer, el motor era justo aquello
que le faltaba para innovar el campo de la aviación. De lo feliz que él la había hecho
durante la noche, no necesitaba explicar nada a su tía. Heather ya lo veía en sus ojos
radiantes. En cuanto a Shirley, no estaba de acuerdo con su sobrina.
—¿Esa chica y un maorí, Atamarie? ¡No te lo crees ni tú! Esa muchacha es la
personificación de la vida campestre, una especie de santa, al menos así debe de verse
ella. ¡Se está sacrificando por tu Richard solo para que después vuelva con las
banderas desplegadas a ti! Eso requiere mucha capacidad de sufrimiento. Ya tiene la
bendición de los padres de él, así como de los suyos, el único que por lo visto no
colabora es Richard. ¿Es especial, Atamarie? Hazme caso, he vivido mucho y he
conocido a gente muy excéntrica. Él… al principio pensé que era un hombre frígido,
pero luego… Parece literalmente poseído por el motor.
La joven rio.
—¡Frígido seguro que no! —declaró con conocimiento de causa.
Heather se encogió de hombros.
—Pero tampoco es un gran amante en sentido romántico, ¿no? Es peculiar,
Atamarie, ¡ten cuidado! Incluso si ahora el peligro más inminente reside en que santa
Shirley te clave un puñal por la espalda…
Atamarie no se tomó en serio la opinión de su tía, pero aun así regresó con ella a
Christchurch al día siguiente.
En el hotel White Hart encontraron a Chloé, que lo primero que hizo fue hablarles
de Rosie. Había dejado a su yegua bajo la custodia de lord Barrington en Addington.
Barrington era un rentista y barón de la lana británico que había dejado casi totalmente
en manos de un hábil administrador su granja de las Llanuras, mientras él se entregaba
en cuerpo y alma a la implantación de las competiciones hípicas en Nueva Zelanda.
Había ofrecido a la joven un puesto como cuidadora de caballos en su cuadra de
carreras, sobre todo para hacerle un favor a Chloé. Rosie habría preferido que la
contratasen en un establo de trotones e instalar también ahí a Rose’s Trotting
Diamond, pero Barrington rechazó la idea.
—Son… discúlpeme, señorita Chloé, sé que su… hummm… marido también
formaba parte de ese nuevo… hummm… movimiento. Y seguro que hay cuadras
serias. Pero los entrenadores que tenemos aquí… El viejo Brown aún funciona, sus
actividades todavía tienen cierto valor como entretenimiento…
John Brown, el propietario de un establo de alquiler, había organizado las
primeras carreras en Woolston, junto a Canterbury, después de que ese deporte
hubiese arraigado en Europa. Las carreras de trotones se consideraban en Inglaterra
una especie de competición para el hombre de la calle. La gente modesta apostaba
antes por los trotones que por los caballos de carreras, y en los primeros años eran los
cuadrúpedos de los repartidores de leche y de los pastores de ganado los que
participaban en las competiciones de trotones. En el Brown’s Paddock salían a correr
todo tipo de monturas, las reglas eran poco claras y de vez en cuando se producían
peleas entre los jinetes, los espectadores y los árbitros. A gente como lord Barrington
las carreras de trotones le resultaban repugnantes. Muy a su pesar, el club de hípica
había abierto las puertas de su hipódromo a los trotones. Pero el movimiento era
imparable y desde que en las carreras ya no se competía a lomos de los caballos sino
con sulkys, las competiciones parecían más serias y ordenadas. Unos años antes se
había construido el nuevo hipódromo en Addington, donde las carreras de trotones
constituían el plato fuerte, y desde que los dos clubs hípicos se habían fusionado se
planeaba celebrar actividades más grandes y mejor remuneradas. Sin embargo,
seguían encontrándose figuras turbias entre los propietarios de caballos y los
entrenadores. Según la opinión de lord Barrington, Addington estaba repleto de ellas.
—Poco después tuvimos un encuentro muy desagradable —observó Chloé—. ¿Te
acuerdas de Joseph Fence, Heather, el hijo de Violet?
Heather negó con un gesto, pero Atamarie asintió. Su amiga Roberta le había
hablado de su hermano. Violet lo había dejado como aprendiz de un entrenador de
caballos de carreras cuando se marchó de Invercargill con Roberta.
—Ya entonces era un niño desagradable —prosiguió Chloé—, idéntico al padre,
incluso por su aspecto. Pensé que me daba un soponcio cuando lo vi en Addington,
en el hipódromo. Y Rosie se puso blanca como el papel, la pobre. Pero se rehízo
enseguida. Creo que se ha repuesto de ese desafortunado asunto con Eric Fence.
Atamarie escuchaba impasible tal reflexión, mientras Heather levantaba la vista al
cielo. Rosie siempre había odiado y temido al primer marido de Violet. Ni Heather ni
Chloé querían ahondar en el tema, pero algo había de cierto en lo que afirmaba
Joseph sobre que la chica había desempeñado un papel decisivo en el accidente de
Eric en la pista de carreras.
—Sea como fuere, Joe Fence tiene un establo de carreras en Addington. Lord
Barrington lo considera una guarida de ladrones. Naturalmente no entraba en
consideración que Rosie trabajase allí. Hice un par de aclaraciones sobre los
antecedentes del caso y, bien, ahora Rose’s Trotting Diamond está entre los
purasangres de Barrington y nuestra Rosie vive en las dependencias del servicio del
lord. Los Barrington tienen una residencia en la ciudad.
—¡Lo sé! —Heather rio. Había contribuido a su decoración con óleos de los
nobles caballos de carreras.
—¿Y luego vuestras dos rositas, Rose y Rosie, vivirán atemorizadas por el
hermano de Roberta en el hipódromo? —preguntó Atamarie con cierta preocupación
—. En fin, por lo que Roberta ha contado de él y ahora también lord Barrington…
¿No habría razones para preocuparse?
Chloé se encogió de hombros.
—Confío en el lord, él cuidará de las dos. La mitad del hipódromo es propiedad
de Barrington, por no hablar de la mitad de Addington. Nadie se permitirá cometer
ningún abuso. Y ya ha llegado el momento de que Rosie crezca. Pero ahora te toca a
ti, Atamie. ¿Qué tal ha ido por Temuka?
Heather dejó que su sobrina hablara y Atamarie describió ilusionada su viaje. La
joven habló de lo contento que había estado Richard de volver a verla y de lo mucho
que le había entusiasmado el motor. Chloé escuchaba en silencio, pero de vez en
cuando lanzaba una mirada interrogativa a su amiga. Parecía tener claro que la versión
que hubiese contado Heather habría sido un poco distinta.
—¿Quieres volver durante estas vacaciones? —preguntó Chloé.
Atamarie jugueteó con un mechón.
—Por supuesto —respondió—. Fue bonito. Y el motor…
—¡Nada de cháchara técnica, por favor! —la interrumpió Chloé—. Los
automóviles son bonitos (he viajado en uno, Heather, a lord Barrington no solo le
gustan los caballos), pero me da igual cómo funcionan. Me interesa más cómo
«funcionas» tú. Para ser franca, con lo loca que estás por ese chico, contaba con que
te quedases ahí. ¿Fue por la muchacha? ¿Por esa «ama de llaves»?
Atamarie se puso nerviosa. Había apartado de su cabeza a Shirley. Y de hecho la
joven no había vuelto a aparecer mientras ella estaba en la granja.
—No sé si tiene algo con Shirley —respondió—. Pero si lo tiene, no es nada serio.
Yo… —habló deprisa, antes de que Chloé o Heather pudiesen protestar—, quiero
saber qué sucede con el motor. Con el avión. Quiero que Richard haga su sueño
realidad. Entonces también me…
—¿Entonces también te amará? —Fue Heather quien planteó la pregunta crucial.
Atamarie se mordió el labio.
—Entonces todo cambiará —afirmó.
En adelante, Atamarie fue con más frecuencia a Temuka, incluso después de las
vacaciones de la universidad. Observaba contenta cómo avanzaban los trabajos en el
avión. Richard ya no se mostraba tan irreflexivo como un año antes, sino que sometía
el aparato a exámenes interminables antes de hacer una nueva prueba. Peterson puso
los ojos en blanco cuando observó al Raro, como le seguía llamando, en la dehesa de
los caballos. Dejó que el aparato descendiera por una colina, corrió detrás y maniobró
la palanca de control con las riendas que había atado.
—¡A lo mejor esa cosa tira al menos del arado algún día! —se burló cuando
Richard lo saludó jadeante. Luego vio a Atamarie—. Ah, la señorita Turei ha vuelto.
—La joven seguía desde la colina el ensayo de Richard—. Parece darle alas a la
imaginación, ¿no?
Atamarie no respondió, seguía castigando a Peterson con el desprecio y le disgustó
que la hubiese visto. En sus últimas visitas no se había tropezado con ningún miembro
de la familia de Richard ni con sus vecinos, pero ahora empezarían los cotilleos. No
había nada que hacer, y Atamarie tampoco quería esconderse. Sugirió que el primer
intento de vuelo se realizara con público en la calle Mayor del pueblo.
—Al menos es bastante regular —señaló, y propuso empezar delante de la escuela,
que estaba en medio del pueblo, y que todos lo presenciasen.
Richard tenía miedo del público.
—No quiero que se rían si vuelvo a fracasar —explicó—. Lo mejor es que lo
hagamos en secreto.
En esos momentos, poco antes del gran acontecimiento, volvía a dudar de sí
mismo. También, seguramente, porque su padre había vuelto a reprenderlo. A Digory
Pearse no le habían pasado inadvertidos las carreras de resistencia y los intentos de su
hijo de pilotar la Bestia.
Atamarie puso los ojos en blanco, mientras recogía la mesa. Había preparado la
comida para Richard y comido con él, contenta de que el joven volviera a dedicar
tiempo a ello. En las últimas semanas se había preocupado de verlo tan entusiasmado
con su trabajo que ni comía ni dormía lo suficiente.
—¿En secreto, Richard? ¿El primer vuelo en un avión con motor? Richard, ¡ese
día estarás haciendo historia! Tu nombre saldrá en todos los periódicos y en el futuro
probablemente en los libros de texto y enciclopedias. Pero para eso necesitas testigos.
Incluso es aconsejable que te busques a un fotógrafo e invites a los periodistas. ¡Esto
hay que documentarlo! ¡Incluso deberíamos poner un nombre al avión!
Richard resopló.
—¿Un nombre? Deja de decir tonterías. Es una máquina. ¡No un perro o un
caballo!
—Pero a los barcos también se les bautiza —protestó Atamarie—. Y a los
zepelines. La gente tendrá que acordarse de tu avión, sería bonito que apareciera un
nombre en el periódico.
Se mordió el labio y sofocó ese sueño que apareció en su mente de que Richard
tal vez llamase al avión «Atamarie» o al menos «Salida de Sol». Pero el joven negó
con la cabeza.
—¡Pamplinas! —exclamó—. Y, además, lo primero es lograr que despegue, antes
de que se publique algo en el diario. Primero déjame conseguirlo, y luego, por mí,
¡puedes contárselo al mundo entero!
Richard se empecinó en ello, pero consintió en realizar el experimento en una vía
pública, aunque no justo en medio del pueblo, sino a las afueras, por encima de su
granja. Dejaría que el avión descendiera pendiente abajo después de haber encendido
el motor y luego despegaría si tomaba suficiente impulso. Atamarie pensaba que
funcionaría, aunque ella habría cambiado algunas menudencias en la construcción con
las que él no estuvo de acuerdo. Últimamente, Richard volvía a estar susceptible ante
las críticas, y Atamarie nunca sabía cómo abordarlo. Pero ahora por fin celebraría su
triunfo y era presa de la euforia. Aunque Atamarie estaba más bien distraída, la noche
antes del nuevo intento de vuelo, Richard la llevó de un clímax a otro: una vez más
parecía ser otro que el hombre indeciso y malhumorado de los últimos días.
Y por fin llegó la gran fecha. Ambos aprovecharon la mañana para hacer las
últimas pruebas. Hacia el mediodía, Richard arrastró el avión hasta lo alto del cruce
anterior a la escuela, el lugar que había propuesto Atamarie. La clase acababa de
terminar y los dos tenían un público agradecido. Y pronto se unieron nuevos
espectadores cuando Richard hizo los primeros intentos de arrancar el motor.
Atamarie se quedó horrorizada cuando no funcionó a la primera. En la última prueba
todo había ido bien, pero ahora la máquina rugió un par de veces de mala gana para
volver a apagarse.
La joven gimió.
—¿Qué combustible le has puesto, Dick? ¿Una mezcla nueva? ¡Oh, no, por favor,
habíamos quedado en que no harías más experimentos! ¡Ahora hay que limpiar las
bujías! ¿Lo hago?
Se miró apenada de arriba abajo. Para ese día memorable se había puesto un
vestido sencillo y limpio, color verde claro. Un vestido reforma, una de las creaciones
de Kathleen que resaltaba su silueta. Con sus ojos y su cabello rubio le quedaba
precioso, y además llevaba un sombrerito a juego. No se vería demasiado exótica si
alguien hacía una foto y esperaba mantener a raya los rumores de sus vecinos. Ese día
tenían que concentrarse en la prueba de vuelo de Richard y no en la mujer que estaba
a su lado, pero seguro que, pese a todo, hablarían de ella si presenciaba el triunfo de
Richard con un vestido manchado de aceite y arrugado.
—¡Ya me encargo yo! —aseguró el joven.
Casi parecía irritado, como si el ofrecimiento de Atamarie le hubiese dolido. Sin
embargo, no era la primera vez que ella limpiaba las bujías y se ocupaba de cambiar el
aceite. Sabía hacerlo tan bien como él, pero por lo visto no quería que lo supieran sus
vecinos, que seguían acercándose al lugar del acontecimiento; las primeras bromas no
se hicieron esperar. No era de extrañar, pues Richard hacía arreglos en el motor
delante de todos mientras Atamarie intentaba dar conversación. Era penoso estar
hablando con Peterson y Hansley sobre el tiempo, mientras Richard se iba poniendo
más nervioso. Por añadidura, Atamarie empezó a preocuparse del viento que
empezaba a soplar. Influiría en el comportamiento del avión, ¿qué era este si no una
cometa dirigible respaldada por un motor?
Atamarie pensó que sería mejor no arrancar en dirección de la granja de los
Pearse, sino en la dirección contraria, pero no quería sugerírselo a Richard, bastante
nervioso estaba ya. Y, entonces, cuando ya nadie lo esperaba y la multitud de
espectadores empezaba a dispersarse, el motor arrancó de repente.
Richard saltó al asiento del piloto —también ahí había introducido mejoras: una
mayor movilidad del asiento evitaría heridas si se producía una caída— y la máquina
se puso en marcha. Los espectadores corrieron detrás del aparato y vieron
emocionados cómo se levantaba por los aires. Atamarie no pudo contenerse.
Perdiendo los modales propios de una señorita, gritó de entusiasmo cuando el avión,
ligero como un pájaro, se elevó unos cuatro metros del suelo. Entonces, de pronto,
cabeceó bruscamente. Richard manejaba el timón de profundidad, intentando elevarse
más.
—¡Despacio, Dick! —gritó Atamarie, aunque sabía que él no podía oírla—. No
cojas un ángulo tan inclinado o perderá estabilidad y…
Sucedió mientras ella todavía gritaba: el morro de la máquina se levantó y el
aparato se desequilibró, aún más por cuanto el viento lo golpeaba lateralmente. El
avión entró en barrena, cayó y aterrizó… en un seto de retama. Los espectadores,
enmudecidos de asombro, prorrumpieron en una sonora carcajada.
—¡Ese seto tiene una fuerza de atracción irresistible! —Rio Peterson—. ¡Venga,
vamos a sacarlo de ahí!
Los granjeros emprendieron tranquilamente el descenso rumbo a la granja.
—¡Pero esta vez ha volado! —exclamó Atamarie—. Lo han visto todos, ¿o no?
¡Esta vez ha volado!
Hansley se echó a reír.
—Sí, esta vez ha volado. Pero, no se lo tome a mal, señorita, si todos los pájaros
aterrizasen de esa manera, ya se habría extinguido la especie. —Los otros rieron con
él.
—Nuestro Dicky tiene más de kiwi que de golondrina —renegó otro vecino. El
kiwi era un ave corredora y ciega.
Atamarie se temía lo peor. Incluso después del exitoso despegue, Richard no lo
tendría fácil en ese entorno. Y encima parecía haberse hecho daño. Se sujetó el
hombro cuando Peterson y Hansley lo sacaron del avión. Este apenas se había dañado,
como comprobó a primera vista Atamarie. Decidió no tener en cuenta a los burlones
espectadores y cogió del brazo a su amigo.
—¡Lo has conseguido! —dijo, intentando manifestar su alegría, pese a que la
postura encorvada del joven y su mirada vacía no presagiaban nada bueno—. ¡Has
volado, Richard! ¡Eres el primero que lo ha conseguido! El avión ha despegado. Con
la potencia del motor…
—No he volado —objetó él.
Casi parecía indiferente. Y tampoco reaccionaba al contacto de Atamarie. Con la
mirada ausente dejó que Peterson lo arrastrase hasta su carro.
—Mejor te llevamos al hospital, creo que te has roto algo.
Atamarie lo intentó una vez más.
—¡Pero si todos lo han visto, Richard! Todos pueden dar testimonio de ello.
Has…
—No he volado —murmuró el joven.
Atamarie se quedó mirando desconsolada cómo los hombres se lo llevaban.
5
—Repítalo, señorita Turei. Y ahora despacio, desde el principio y con todo detalle.
¿Richard Pearse ha montado nuestro viejo motor Otto en un avión y este ha
despegado?
El profesor Dobbins condujo a Atamarie a su despacho. En ese momento iba a dar
una clase, pero los estudiantes tendrían que esperar.
Atamarie lo siguió, aliviada y contenta por su interés. Desde el ensayo de vuelo del
martes anterior, empezaba a dudar de su razón o, cuando menos, de su percepción de
la realidad. Un hombre había hecho historia, pero a los testigos no se les ocurría otra
cosa que partirse de risa porque había aterrizado en un seto. Los padres de Richard lo
martirizaban con sus reproches después de que hubiese ido a parar de nuevo al
hospital, esta vez con la clavícula rota. Y el propio pionero del vuelo afirmaba que no
había volado.
La familia de Richard había ignorado a Atamarie en el vestíbulo del hospital,
donde esperaba noticias de su amigo. El médico le comunicó de forma sucinta que el
señor Pearse no deseaba recibir visitas, pero dejó entrar a Shirley, que llegó con sus
padres, aparentemente tan irritada como los Pearse.
Atamarie no había sabido nada más y se había marchado a su pensión de Timaru.
Al día siguiente decidió volver a Christchurch y contarle a Dobbins su aventura. El
profesor no mencionó su ausencia durante las clases, al contrario, estaba fascinado
por el éxito de Richard.
—¡Es increíble! —exclamó emocionado Dobbins—. ¡Y seguro que usted también
tomó parte en ello, señorita Turei, no lo niegue! Pero ¿cómo es que me entero ahora,
si sucedió el martes pasado? ¡Tendría que haber salido ya en los diarios! Con
imágenes, a ser posible. ¿Hizo alguien fotografías? Estas cosas hay que acreditarlas,
señorita Turei, bien que lo sabe usted.
Ella asintió y decidió confiarse a su profesor. Le contó las preocupaciones de
Richard antes de la prueba, su incapacidad para paladear su triunfo y, sorprendiéndose
a sí misma, los cambios de humor y los problemas familiares de su amigo.
Dobbins solo se encogió de hombros. Era un docente, no un padre espiritual. Sin
embargo, era consciente de los problemas de Richard.
—Pearse siempre fue… bueno, tendía a la melancolía —comentó para sorpresa de
Atamarie, cuando volvió a mencionar la extraña reacción del joven tras su intento de
vuelo—. Suele pasarles a los genios, una baja autoestima y, luego, la consecución de
grandes logros. Y, sin duda, él es un genio. Quizás habría que explicárselo a la familia.
No quiero ser indiscreto, pero son ustedes pareja, ¿verdad? Tendrá que luchar para
que tenga los pies sobre la tierra, señorita Turei, y nunca mejor dicho en este caso,
para que pueda intentarlo de nuevo, esta vez con pleno éxito. ¿Me ha dicho que el
avión tampoco resultó muy dañado? Y si lo está, tiene que repararlo y hacer un nuevo
intento delante del mundo, no solo delante de un puñado de trogloditas de Waitohi.
Avise a la prensa, pero en ningún caso al Timaru Times o como se llame ese
periodicucho, sino a The Press de Christchurch, al Otago Daily Times y a los
periódicos de Wellington y Auckland. Ahora ya sabe que el aparato despega, o sea que
no se corre ningún riesgo avisando a los periodistas. Convierta la prueba en todo un
acontecimiento, Atamarie, antes de que alguien se adelante a Richard. El vuelo
motorizado está… —Dobbins sonrió, pero prosiguió enfático— en el sentido estricto
de la palabra, en el aire. Hay otros que trabajan también en ello. Así que retrate a su
novio y documente que él fue el primero.
Atamarie suspiró. Miró la expresión radiante del profesor y recordó los ojos
vacíos de Richard. «No he volado…»
¿Cómo iba a presentarlo así ante la prensa mundial?
Dejó pasar otro fin de semana antes de volver a Timaru. No sabía cuánto tiempo
tardaba en curarse la fractura de una clavícula, pero no era una herida grave. Richard
seguramente estaría de nuevo en su granja, a no ser que sus padres se lo hubiesen
llevado a la suya para que se restableciera. Sin duda, su madre habría querido
ocuparse de él. Atamarie se resignó a sufrir una nueva decepción, pues no quería
pelearse con la familia de Richard. En caso de duda, se limitaría a dar media vuelta y
coger el tren nocturno. Para estar más segura, iba a volver a coger una habitación en
Timaru, pero se sorprendió cuando eso no le resultó tan fácil.
—Solo puedo ofrecerle un aposento muy incómodo, señorita Turei —le dijo la
patrona de la pensión donde solía hospedarse. Era cordial y discreta, y nunca había
hecho el menor comentario respecto a que la joven no pasara la mayoría de las noches
en la habitación que pagaba—. Y se lo digo porque se ha convertido usted en una
clienta fiel y no quiero echarla. Pero tendría que haber hecho una reserva para este fin
de semana. Es el mercado anual con la feria agrícola, ya sabe, lo premian todo, desde
el mejor toro de cría hasta la calabaza más grande. Todos los campesinos de la región
están aquí y el que vive lejos se permite, por una vez, una habitación.
Timaru era el centro de un distrito rural que alcanzaba hasta el pueblo de Waimate,
casi a sesenta kilómetros de distancia. No valía la pena recorrer de vuelta un camino
tan largo, sobre todo si además había que llevar toros de cría y calabazas.
Atamarie dio las gracias tanto a la patrona de la pensión como a la fecha. Richard
no iría a Timaru para exhibir un producto agrícola. En cambio, Joan Peterson, al
menos, seguro que se moriría de ganas de ver la exposición de calabazas. Asimismo,
los Hansley, Shirley y su madre tendrían alguna verdura gigante que exponer y, con
suerte, los padres de Richard y sus hermanos también. Atamarie tendría a su amigo
para ella sola. Complacida, emprendió el camino a lomos de un caballo alquilado,
contenta de volver a la casa de Richard, pero también lamentando la oportunidad
perdida: el mercado anual de Timaru habría sido el acontecimiento ideal para mostrar
el avión de Richard a una multitud. Había colinas suficientes alrededor de la
población. En fin, Atamarie entendía que tenía que volver a estimular a Richard antes
de que ambos intentaran volar una segunda vez. Decidió dar gracias por las cosas
sencillas y suspiró aliviada cuando no encontró ni el carro de Peterson ni el de Digory
Pearse en la granja. Richard todavía no había guardado el avión. La Bestia aún
colgaba del seto de retama.
Ya a primera vista la granja ofrecía un aspecto abandonado, pero Atamarie
descubrió a Hamene trasteando en un cobertizo. Estaba arreglando un arado, lo que
alarmó a la joven: ¿desde cuándo Richard dejaba en manos del joven maorí el cuidado
de sus utensilios? Por lo general no se ocupaba de la granja, pero sus máquinas
siempre se habían encontrado en buen estado.
Atamarie ya iba a dirigirse hacia el muchacho, cuando vio a Waimarama. La
anciana maorí salía en ese momento de la casa.
—La he llamado yo —dijo Hamene, dirigiendo a Atamarie una mirada que pedía
comprensión—. Pensé que ella podría ayudar. Porque Richard otra vez… bueno, no
hace nada, ¿comprendes?
Atamarie también comprendió que Hamene había aprovechado la ausencia de la
familia de Richard para actuar por su propia cuenta. Pero ¿para qué necesitaría
Richard a una sanadora maorí? En ese instante, se inclinó respetuosamente ante la
anciana. Waimarama la examinó con la mirada.
—Has vuelto —dijo—. ¿Piensas quedarte?
Atamarie hizo un gesto de ignorancia.
—Me temo que no me lo van a pedir. Pero quiero… Waimarama, da igual lo que
él diga ahora y cómo le vaya. Lo que importa es que voló. Sí, solo unos trescientos
metros, pero…
—Él ansiaba la luz, pero su camino le lleva a la oscuridad —sentenció Waimarama
—. Quizá los dioses no quieran compartir el cielo con él…
Atamarie tragó saliva. Rawiri se había expresado de igual modo. Pero,
naturalmente, era absurdo.
—A lo mejor los espíritus tienen con ese seto una relación enfermiza —contestó
burlona—. Deberíamos conjurarlos para que no lo atraigan siempre con su magia.
Richard voló, Waimarama, no cabe la menor duda. Y debería estar orgulloso de ello
en vez de estar triste. Está triste, ¿no? ¿O he entendido mal a Hamene?
Waimarama alzó las manos en un gesto de impotencia.
—Ahora mismo está demasiado débil para vencer la oscuridad.
Atamarie suspiró.
—Debería hacer un esfuerzo —observó—. ¿Está en casa? Voy a tratar de
animarlo.
Avanzó hacia la casa con toda la confianza en sí misma de que era capaz. Sin
embargo, no estaba segura de salir airosa. Y el aspecto de Richard no presagiaba nada
bueno. El joven se hallaba sentado a la mesa de la cocina, leyendo un número de
Scientific American, pero no parecía enterarse de lo que ponía. Más bien miraba las
líneas como dos semanas atrás había mirado el avión y el rostro emocionado de
Atamarie.
—¡Atamarie! —Richard levantó la vista cuando ella entró, pero no hizo ademán ni
de levantarse ni de ir a abrazarla y besarla—. ¿Vienes a ayudarnos otra vez en la
cosecha? Pero la cosecha ya ha terminado. Ahora tenemos que labrar y pagar el
arrendamiento… y la siembra…
La joven se dirigió resuelta hacia él y lo besó, aunque solo en las mejillas…
Richard olía mal, como si no se hubiese lavado en dos semanas. Y vestía una ropa
arrugada y sucia. Eran nuevos indicios de abandono. La limpieza de la casa y la granja
se debía a Hamene y tal vez a Shirley.
—¡La cosecha ya había pasado antes de que volases! —recordó Atamarie con
energía—. Y por el otro tema, ya no tienes que preocuparte. Dobbins dice que cuando
se empiece a correr la voz del avión motorizado te harás famoso.
Richard esbozó una leve sonrisa.
—Pero no volé. Solo di un par de brincos. Es lo que dice Peterson, Atamie. Un
par de brincos. Como las otras veces. Yo…
La paciencia no era una de las virtudes de Atamarie, que sintió encenderse la rabia
en su interior.
—¡Richard, lo que diga Peterson es irrelevante! Tienes que repetir la prueba de
vuelo. Tienes que mostrarlo de otro modo. Lo mejor es delante de la prensa. Pero si tú
no te atreves… ¡invita a Dobbins! —Acababa de ocurrírsele la idea y se felicitó por
ello. ¿Cómo no lo había pensado antes? Podría haberse traído al profesor en ese
mismo viaje—. Y a sus estudiantes también. ¡Si la mitad de la Universidad de
Christchurch te ve volar, nadie podrá negarlo!
«Ni siquiera tú», pensó. Pero Richard se limitó a sonreír levemente.
—No volé —repitió.
Waimarama entró antes de que Atamarie replicara.
—No es importante para él —apuntó a media voz—. Ahora no es importante.
Tiene que encontrar el camino para salir de la oscuridad, Atamarie. Quieres hacerlo
famoso, lo entiendo, no soy tonta… —Waimarama señaló la revista que descansaba
sobre la mesa—. No sé mucho inglés y apenas puedo leer. Pero sé de qué se trata, y lo
importante que es para los pakeha que un avión se levante en el aire. Y que nadie lo
haya hecho antes…
Atamarie asintió complacida.
—Pero entonces también entiendes que ahora tiene que reaccionar. Tiene que
enseñar al mundo que…
—Tiene que encontrar el camino de salida de la oscuridad —repitió Waimarama.
La anciana sacó unas hierbas, por lo visto pensaba liberar a Richard con un
encantamiento.
Atamarie se rindió. Si seguía discutiendo se volvería loca. Conocía a los maoríes:
Waimarama repetiría una y otra vez su diagnóstico, exactamente como Richard insistía
en no haber volado. Atamarie necesitaba un poco de aire fresco.
—Voy a echar un vistazo al avión —anunció a Richard.
Esperaba que él reaccionase de algún modo, pero el joven volvió a bajar la cabeza
sobre la revista. Atamarie salió antes de que él llegara a negar la existencia de ningún
avión.
Salió a un día claro de principios de otoño. Brillaba el sol pero el día era fresco, el
cielo estaba azul salvo por un par de nubes algodonosas y, sorprendentemente, no
soplaba nada de viento. Por la mente de Atamarie pasó el fugaz pensamiento de que
era un día ideal para intentar volar. Con un día así, Richard no habría perdido el
control de la máquina. Inmersa en sus reflexiones, dio una vuelta alrededor del
tristemente célebre seto de retama y contempló el avión desde el otro lado. De hecho
no había nada roto. Las flexibles varas de bambú habían amortiguado el aterrizaje en
el seto, solo el revestimiento de lona sujeto mediante alambre a las barras y al bastidor
se había soltado en un sitio. Atamarie lo reparó en unos minutos. Luego tiró del avión
para sacarlo del seto. Era ligero, ella podía moverlo sin esfuerzo.
Fascinada, volvió a maravillarse ante esa construcción y se quedó embelesada
sobre todo con el motor y la hélice de ocho palas. Atamarie se sentó en el asiento y
observó esa pequeña maravilla. Había ayudado a Richard a construirla. Y había sido
idea de ella colocar delante el motor. Comprobó el alerón y el timón de profundidad.
Sabía cómo manejar los dos, había visto los planos. En realidad, no se diferenciaban
tanto de las cometas de Rawiri.
«Me gustaría que remontaras mi manu. Tus manos acariciarían los cordeles, ella
obedecería tus gestos más ligeros y llevaría tu mensaje a los dioses…»
Las dulces palabras de Rawiri acudieron a su mente. Y su conmovedor voto de
confianza cuando realmente puso en sus manos los aho tukutuku, los cordeles
primorosamente confeccionados con lino con que se dirigían las enormes cometas. La
manu se había elevado como un pájaro, se sostenía vertical en el aire, y Atamarie
había realizado maniobras rapidísimas con ella. El avión de Richard, por el contrario,
se mantenía mejor en posición horizontal.
—Te llamaré Tawhaki —dijo al aparato, mientras tiraba de él cuesta arriba para
bordear el seto y llevarlo al pajar—. Como el dios que transfirió el conocimiento a los
seres humanos.
El avión se desplazaba ligero a su lado. No eran necesarios caballos para tirar de él
cuesta arriba… Atamarie se mordió el labio cuando se le ocurrió una idea osada.
Nadie la vería si tiraba del avión hasta el cruce que había delante de la iglesia… La
escuela estaba cerrada y los vecinos habían acudido al mercado anual. Incluso si
alguien lo presenciaba… desde lejos tomarían su traje de montar azul por el suéter
azul de Richard… Además, la gorra de Richard estaba en el avión: ocultaría su cabello
debajo.
Atamarie tembló de emoción, y en realidad no había nada que se opusiera a que
volviese a probar ese día el avión. Podía repetir el vuelo de Richard, confirmarle que
no había fracasado. Pero tampoco iba a apropiarse de su fama, nadie la reconocería.
Arrastró con determinación el aparato hasta lo alto de la colina. Esperaba que el
motor arrancase… Habría sido mejor comprobarlo en el taller otra vez, pero corrió el
riesgo. Si no funcionaba, mala suerte.
De hecho, el motor rugió sin vacilar cuando la joven lo arrancó. Enseguida se
puso en marcha. Richard debía de haber estado nervioso cuando lo arrancó aquel día,
probablemente había cometido algún error. Atamarie se agarró fuerte al asiento y se
dio impulso con el pie en el suelo para poner el artefacto en movimiento. Se desplazó
despacio y tuvo tiempo de sentarse y controlar el avance. Atamarie contuvo la
respiración cuando la máquina aceleró más y más, y luego aprovechó de forma
instintiva el momento oportuno. Tiró del timón de profundidad y despegó. Tawhaki se
elevó despacio por el aire, alcanzó una altura de unos cinco metros y se mantuvo allí
sin dificultad. Atamarie intentó conservarlo en equilibrio, pero consideró que era
demasiado peligroso volar por la carretera. Si alguien le venía de frente o no
conseguía aterrizar y chocaba contra la granja de Peterson… Se puso a reír
nerviosamente cuando pensó en las calabazas de Joan.
Pero entonces apareció ante sus ojos el seto de retama y Atamarie decidió romper
el encantamiento de aquellas matas. Accionó el alerón y se quedó atónita cuando la
máquina obedeció, ascendiendo un poco más… Levantó a Tawhaki un metro más y
gritó de júbilo cuando la máquina pasó por encima del seto. Esa vez fueron las cabras
y caballos del propio Richard los que huyeron asustados hacia el establo cuando el
avión llegó al patio vallado. Atamarie lo hizo descender despacio y lo depositó en el
paddock en que Richard había practicado su pilotaje. Ahí el suelo era regular y
ascendía ligeramente. Tawhaki se deslizó con suavidad hasta pararse. Atamarie
resplandecía de alegría cuando se bajó.
Hamene y Waimarama la miraban boquiabiertos.
—¿Qué estáis mirando? ¡Ya os he dicho que iba a guardar el avión! —les gritó
Atamarie.
Hamene rio.
—¿Has llevado un mensaje a los dioses? —preguntó. Era una broma,
naturalmente, para hablar con los dioses habría tenido que subir más.
Atamarie señaló el seto.
—¡Les he sacado la lengua a un par de espíritus insolentes! —contestó.
Waimarama no sonreía. Miró con seriedad la cara triunfal de la joven.
—No se lo digas —le pidió—. No le ayudaría. Eso lo arrastraría a una oscuridad
todavía más profunda.
Vincent sacó del campamento el carro con adrales a plena luz del día. Como era de
esperar, la puerta no estaba vigilada. Desde que las mujeres eran oficialmente libres,
las polvorientas garitas de la entrada estaban vacías. El veterinario había enganchado a
Lucie, el caballo de Roberta, al carro y la joven iba al lado a lomos del brioso caballo
de Coltrane. Tenía un miedo de muerte, y de cerca nadie se creería que ese fogoso
castrado fuera Colleen, la dócil yegua de Vincent. Pero ninguno de los dos pensaba
acercarse demasiado a nadie. Y si alguien los veía desde lejos, un caballo negro no era
más que un caballo negro. Nadie sospecharía. El cadáver yacía bajo varios sacos,
envuelto en la manta para no dejar rastros de sangre.
—¿Por qué no lo enterramos simplemente en nuestro cementerio? —había
preguntado Kevin después de que Roberta les explicara su complicado plan—. Será
más peligroso que los dos tengáis que recorrer kilómetros con él.
Después del segundo whisky, Kevin había recuperado la capacidad de razonar. El
shock se atenuaba y él iba tomando conciencia de las consecuencias de lo ocurrido. Si
el cadáver de Coltrane se encontraba en el campo y se iniciaba una investigación,
alguien acabaría ante una corte marcial. Kevin pensó en asumir él mismo la culpa,
pero si tenía que ir a la cárcel, Doortje volvería a estar indefensa, y con un niño. No,
la única solución consistía en hacer desaparecer el cadáver de Coltrane y su caballo y
negar que había estado en el campamento.
Si bien no sería nada fácil.
—Desde hace una semana no hemos tenido más fallecimientos —les recordó
Roberta—. Si ahora cavamos una tumba, ¿qué le contarás a Greenway? Y en caso de
que Coltrane le haya comunicado a alguien que iba a venir, lo buscarán aquí. Y con
un poco de mala suerte habrá alguien que sepa que no erais íntimos amigos e
investigue. No, no, tiene que desaparecer bien lejos de aquí.
Kevin dio otro sorbo a su whisky.
—Pero ¿adónde vais a llevarlo? ¿A algún pueblucho cerca de Karenstad? ¿Como
si hubiera sido una pelea de taberna?
Roberta apretó los labios.
—Tampoco es mala idea —dijo—. Pero arriesgada. Si alguien nos ve… No, no,
yo pensaba en…
Vincent la cortó:
—En el veld. Debemos llevarlo a…
—Los leones —añadió Roberta, dirigiendo una mirada cómplice a Vincent.
Era la primera vez que compartía una idea con él.
Al final Lucie salió del campamento trotando tranquila delante del carro, seguida
de Roberta en el caballo de Coltrane. Kevin y Greenway atendían a los enfermos en el
hospital, y Nandé se ocupaba en casa de Doortje, que todavía estaba como paralizada.
El camino por el que por la mañana el guía negro había llevado de vuelta al
campamento a Roberta y Vincent fue fácil de encontrar, pero el carro avanzaba
despacio y cuando llegaron al sitio en que habían pasado la noche anterior ya era
entrada la tarde. Los boys negros ya habían desmontado las tiendas y habían seguido
al grupo del safari. Solo las huellas de la hoguera del campamento y la hierba de la
sabana pisoteada daban muestra de la presencia de seres humanos.
Roberta tembló cuando ayudó a Vincent a bajar el cadáver del carro. El veterinario
había encendido antes un fuego en ese mismo lugar y había improvisado unas
antorchas para iluminar el carro en el camino de regreso. Eso mantendría alejadas a las
fieras: temían a los hombres y aún más al fuego.
—¿Crees que vendrán? —preguntó temerosa Roberta. Vincent había dejado el
cadáver bajo un árbol y quemaba en ese momento la manta ensangrentada—. ¿Los
leones comen… carroña?
Vincent se encogió de hombros.
—Si no son los leones, serán las hienas o los buitres. Y vendrán en cuanto se
apague la hoguera. A más tardar, pasado mañana no quedará nada, salvo un par de
huesos pelados. Si alguien los encuentra, mejor. Lo principal es que no haya ningún
cadáver acuchillado por la espalda. Y ahora ven. ¿O prefieres rezar?
Roberta negó con la cabeza. Solo quería irse y descansar la cabeza en el hombro
de Vincent. Todavía ignoraba si lo amaba, pero a esas alturas ya lo conocía mejor de
lo que jamás había conocido a Kevin. Tal vez no fuera tan seductoramente arrojado
como Kevin ni tan apuesto, pero era… considerado. Temblorosa, vio cómo
desprendía al caballo negro de Coltrane de los arreos y los colgaba en un arbusto,
como si él mismo se los hubiese quitado.
—Sería mejor dejárselos puestos, pero entonces es posible que se quede
enganchado en algún sitio. ¡Que te vaya bien, amigo! —Vincent palmeó el cuello del
caballo, y luego levantó los brazos y lo ahuyentó. El caballo negro salió al galope y
corrió por el veld como alma que lleva el diablo—. También él tiene miedo —dijo
Vincent con un suspiro al tiempo que se dirigía al carro. Las antorchas ya estaban
encendidas mientras que en la hoguera solo quedaban brasas—. Venga, señorita…
¡Ven, Roberta! —La joven subió al pescante. No se quejó cuando Vincent la rodeó
con un brazo—. ¿Dónde has dejado tu amuleto de la suerte? —preguntó para romper
el tenso silencio que reinaba entre ellos durante el regreso a través de la oscuridad—.
El caballito de trapo. ¡Hoy lo habríamos necesitado!
Roberta sacudió la cabeza.
—No… no lo habríamos necesitado. No me trae tanta suerte, ¿sabes? En cualquier
caso, no me ha traído lo que… lo que yo tanto deseaba.
Vincent se inclinó hacia ella y tuvo que contenerse para no besarle el cabello.
—No todos los deseos satisfechos nos hacen felices —repuso—. ¿Te… te lo
regaló un hombre? ¿Te habías… te habías prometido con él? ¿Es por eso que te
resulta tan difícil aceptar algo nuevo?… ¿Es por eso que no me quieres? —Las últimas
palabras casi se le escaparon contra su voluntad.
Roberta movió la cabeza.
—Él nunca me prometió nada —respondió en voz baja—. Era una especie de…
sueño.
Vincent la atrajo hacia sí.
—Entonces podrías tirarlo —sugirió, refiriéndose al caballito.
Roberta asintió.
—Podría —susurró.
Antes de llegar a Karenstad permitió que Vincent la besara.
Pero no tiró el caballito de trapo.
En los días siguientes, todos iban a marcharse. Vincent Taylor volvería a Nueva
Zelanda en el transporte de tropas. Permanecería en contacto con Roberta y se alegró
mucho cuando ella le permitió darle un beso de despedida. Daisy y Cornelis partían
hacia Durban, donde Daisy se sentía más libre que en Pretoria. Greenway y Jenny
acompañaron a las internas de Karenstad a la zona de Wepener.
Kevin, que ya había abandonado el servicio, había reservado un pasaje privado
para él y Doortje a Australia y otro después para Dunedin. Roberta se había unido a
ellos. La fundación Emily Hobhouse le rescindió amablemente el contrato y compartía
de buen grado un camarote con Nandé. Doortje había pedido a Kevin que se la
llevaran con ellos.
—Pertenece a la familia —declaró inflexible—. En cierto modo, me siento
responsable de ella.
Kevin lo tomó por una señal de que su forma de pensar en negro o blanco
empezaba a desmoronarse lentamente. Sin embargo, Roberta percibió su despecho
cuando Nandé, vacilante, subió a bordo detrás de ellos, mientras un miembro de la
tripulación le llevaba el escaso equipaje al igual que a los pasajeros blancos.
—Si fuera por Doortje, alojarían a Nandé en la bodega —le susurró Roberta a
Daisy, que la acompañó al barco—. Y la compañía naviera tampoco está entusiasmada
con su pasajera negra, aunque es un barco australiano y todos se ufanan de
mentalidad abierta. Ya me han sugerido que la deje en el camarote a la hora de las
comidas, para no herir la sensibilidad de los pasajeros blancos. ¡Como si fuese un
mueble! Por mi parte, podemos comer en el camarote, pero no vamos a pasar todo el
viaje encerradas. Aprovecharé el tiempo para darle clases a Nandé, Cuando lleguemos
a casa sabrá leer y escribir, y hablará mejor el inglés que los afrikáners.
Esto último no era complicado. A los bóers les bastaba con que sus sirvientes
aprendiesen un afrikáans elemental.
—¡Lo conseguirás!
Daisy sonrió y presenció cómo la joven hablaba enérgicamente con un camarero.
Roberta Fence no dejaba a sus espaldas ningún amor perdido. Y había perdido su
timidez.
Atamarie tal vez se habría dado por vencida respecto a Richard Pearse y su avión.
Había sido demasiado decepcionante ver al joven horas y horas sentado, escuchar su
voz inexpresiva diciendo trivialidades y sin despertarle ella el menor interés como
mujer ni como amiga. Sin embargo, el profesor Dobbins la animó a seguir ejerciendo
su influencia sobre el muchacho.
—No piense solo en él, señorita Turei, sino también en usted, ¡en nuestro país!
Por todas partes se está investigando el tema, pero ha sido precisamente un
neozelandés quien lo ha conseguido. Usted misma ha participado en ello y, de ese
modo, también el pueblo maorí. Usted…
—Los maoríes consideran el vuelo a motor una nimiedad —respondió Atamarie
descontenta. Acababa de recibir correo de Pania. La madre de Rawiri le daba las
gracias por su carta y prometía enviársela a Rawiri, al tiempo que le hacía saber la
dirección del joven. La carta tardaría meses en llegar a su destino—. Solo les interesa
hablar con los dioses a través de las cometas, por lo que no tienen que esforzarse
personalmente.
Dobbins rio.
—Ay, no me lo creo, piense en la historia con el Pa Maungaraki y el hombre que
volaba con la cometa y abría la puerta al conquistador.
Atamarie frunció el ceño.
—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó.
El profesor sonrió.
—Gracias a un joven maorí que ha pedido una plaza para estudiar aquí. Lo
habríamos admitido, pero luego se enteró de que había un puesto con los hermanos
Wright y pensó que con ellos alcanzaría más pronto su objetivo.
Atamarie prestó atención. ¿Se trataba de Rawiri?
—¿Qué hermanos? —inquirió.
Era la primera vez que oía hablar de Wilbur y Orville Wright.
Poco después, los dedos de Atamarie se deslizaban suavemente por las alas del
avión. Hamene lo había colocado en una colina, por encima del marae, en posición de
salida. Atamarie pensó que era una feliz coincidencia. Al igual que el hecho de que
precisamente ese día se hubiese recogido el cabello en un moño, de modo que podía
cubrirlo perfectamente con la gorra de Richard. Y ahí estaba lo suficientemente alejada
de las granjas pakeha, nadie oiría el rugido del motor…
Comprobó si todavía tenía combustible. Acto seguido, puso el motor en marcha,
se deslizó cuesta abajo y… ¡despegó!
Atamarie ni siquiera se tomó tiempo para cambiarse de ropa, sino que corrió
directamente hacia la estación. Parecía muy seria con su falda negra, la blusa blanca y
una elegante chaqueta negra, el atuendo con que iba a rendir el examen. Llevaba el
cabello recogido bajo un sombrerito negro y coquetón. Era una vestimenta demasiado
formal para ir al campo, pero durante el viaje, cuando reflexionó lo que en secreto
llamaba «control de daños», la ropa ya no le pareció tan inadecuada. Al fin y al cabo,
alguien tenía que atender a la prensa, aunque solo fuera el periodicucho de Timaru.
Richard tenía que presentarse a sí mismo y su avión lo más deprisa posible ante el
público. De acuerdo, ya no sería el primero en conseguir un vuelo a motor, al menos
eso sería difícil de probar con solo unos aldeanos como testigos. Pero sí podrían
superar el récord de los hermanos Wright. A fin de cuentas, qué eran unos cientos de
metros en línea recta comparados con los casi dos kilómetros que había recorrido la
máquina de Richard.
Y si Richard mostraba un poco de generosidad y dejaba que ella volase, entonces
hasta podría trazar una elegante curva sobre su granja y dejar que la Bestia aterrizara
con elegancia delante de los periodistas. ¡La idea no era nada mala! Las mejillas le
ardían al pensar que pronto podría aparecer en los periódicos. Si ganaba reputación
como primera mujer piloto… ¡Demonios, era más guapa que los hermanos Wright!
¡Nadie hablaría de Wilbur y Orville si prácticamente al mismo tiempo una mujer
ascendía por los aires! Casi se le escapó la risa. Sí, ¡podría suceder así! Por supuesto,
mencionaría el nombre de Richard en cada entrevista que le hicieran, compartiría la
fama con él. ¡Con tal de que él lo aceptase! ¡Ojalá nadie le hubiera contado lo de los
Wright y no se hubiese desanimado! Atamarie habría espoleado el tren como si fuese
un caballo, el tiempo pasaba con una lentitud angustiosa. Y además no podía montar a
caballo con esa falda estrecha, así que tendría que alquilar un coche de punto, lo que
aún lo haría todo más lento.
Así pues, ya caía el atardecer cuando emprendió el camino de Timaru a la granja.
Aliviada, arreó al caballo y entró en el patio a trote. Ni rastro de Richard, pero sí vio a
Hamene, quien no estaba realizando ninguna labor de la granja, sino sentado en el
patio con la mirada perdida hacia Temuka.
—¡Atamarie! —El joven maorí se volvió hacia la muchacha en cuanto oyó el
coche de punto. Su rostro tenso se relajó de inmediato—. Atamarie, los espíritus te
han enviado. Algo le pasa a Richard. Su hermano ha pasado antes y le ha traído esos
papeles que los pakeha llaman diario. Richard lo leyó y se quedó atónito,
destrozado… La señorita Shirley dijo que había llorado…
—¿Shirley? —La frustración de Atamarie se convirtió en rabia—. ¿Qué está
haciendo aquí?
Quizás el hermano de Richard la había llevado para consolarlo, por decirlo de
alguna manera, después de que la familia Pearse no tuviese nada mejor que hacer que
restregar a Richard su fracaso por las narices. A Atamarie se le encendió la sangre.
—Da igual —murmuró—. Ya nos ocuparemos luego de ese asunto. Ahora lo
primero… ¿Dónde está Richard, Hamene? ¿Cómo se encuentra ahora? ¿Qué… qué
está haciendo?
Atamarie temió volver a encontrar a su amigo en la cocina, con la mirada perdida,
esta vez sobre un diario con la noticia de la hazaña de los hermanos Wright.
Hamene señaló abatido en dirección a Temuka.
—Ha cogido el pájaro —contestó—. Quise ayudarlo pero él mismo lo sacó del
pajar, estaba como ido, creo que algo en su interior se ha roto. Y luego subió a la
colina. Lo seguía con la mirada cuando llegaste.
Atamarie volvió a montar en el coche y cogió las riendas.
—¡Voy a buscarlo, Hamene! ¡Oh, Dios, espero que no haga ningún disparate!
Sabía que era inútil preguntar al joven maorí cuánto tiempo hacía que Richard se
había marchado. Hamene no sabía leer la hora en el reloj y solo perdería minutos
preciosos intentando entender sus perífrasis. Más le valía ponerse en marcha, por lo
que enfiló al trote el camino. Delante del arbusto de retama estaba Shirley, que miraba
en la misma dirección que Hamene. Atamarie no le hizo caso. Tenía que detener a
Richard, no era bueno que intentara volar estando tan alterado.
Tras avanzar un poco más, reconoció que había llegado demasiado tarde. Oyó el
motor del avión y acto seguido vio la máquina volando por encima de la carretera.
Richard la mantenía recta y a escasa altura, después de haber ascendido despacio. El
corazón de Atamarie se serenó un poco. Lo hacía bien y a todas luces con prudencia.
Entonces no estaba desanimado, sino que posiblemente había tenido la misma idea
que ella: quería probar por última vez el avión antes de llamar a la prensa.
Pero entonces el aparato se desvió del trazado de la carretera. En lugar de pasar
por delante de la granja, giró hacia esta, perdió altura y…
—¡Oh, no!
Atamarie gritó, pero Richard no la oyó. Pero eso no parecía un accidente. La
máquina no barrenó ni se precipitó. El joven la dirigió hacia el arbusto de retama. El
ala izquierda se rompió con el choque.
Al principio, Atamarie estaba ocupada en dominar su caballo, que se había
asustado ante aquel pájaro gigante. Pero se tranquilizó cuando el avión desapareció en
el arbusto. Atamarie dejó el coche junto al camino. Mala suerte si el caballo se iba.
Ahora tenía que… ¿Qué tenía que hacer en realidad? Atamarie tenía sentimientos
contradictorios, de decepción por la noticia y de triunfo cuando vio volar a Richard.
Cuando lo vio inmóvil bajo el avión, en apariencia ileso, pero sin intención de bajar,
experimentó rabia, una rabia enorme, y tuvo que contenerse para no correr hacia él,
arrancarlo del asiento y zarandearlo.
—¿Y bien? ¿Ya te sientes mejor? —le espetó—. ¡Has destrozado el avión! ¡Antes
de hacer un vuelo de exhibición tendrás que repararlo y eso llevará tiempo! Y los
tontos de tus vecinos volverán a reírse, que te llamen el Raro Dick no te da buena
fama, Richard.
Él la miró y ella sintió que el corazón se le enfriaba definitivamente.
—No he conseguido volar —dijo.
Atamarie ya no sintió más pena, y el amor que había vuelto a encenderse en ella se
apagó frente a la mirada vacía del joven. Lo único que sentía era rabia y ansia de herir.
—No —dijo enfadada—. No has conseguido volar. No tienes el valor para volar,
Dick Pearse. Te quedas en tu arbusto de retama y te escondes ahí como un pájaro
ciego sin plumas. ¡Nunca conquistarás el cielo, Richard! Al menos, no hasta que
arranques o quemes ese matorral. Serás…
—He fracasado…
—¡So imbécil! —Atamarie buscó otros improperios que lanzarle.
—Déjalo… —Shirley apareció detrás del avión caído—. Déjalo en paz…
Eso aguijoneó todavía más a Atamarie. Sin hacer caso de Shirley, siguió atacando
a Richard.
—¡Te he amado, pedazo de cobarde! ¡Te he apoyado, te he regalado el motor!
Pero tú… tú nunca das nada a cambio. Siempre has cogido y cogido y cogido, maldito
cabrón…
—¿Querías que te pagaran por tu amor? —preguntó sarcástica Shirley.
Atamarie la miró enfurecida.
—¡No! ¡Solo que lo respetaran! Ojalá no hubiera hecho caso a Waimarama. ¡Yo
habría podido volar sola, delante de todo el mundo!
Shirley rio.
—Por fin admites lo que querías, Atamarie —señaló—. Querías volar, ser la
primera en hacerlo. Richard te daba igual.
Atamarie echó la cabeza atrás.
—¡Eso no es verdad! ¡Él quería volar! Y yo… bueno, yo también quería, pero
también que me amase…
—Tú solo lo amabas cuando él estaba bien. Cuando le iba mal lo dejabas. ¡Solo
pensabas en ti misma!
Atamarie miró a Richard, que no parecía interesado en la discusión. Seguía
mirando al vacío con indiferencia.
—He fracasado —repitió.
Atamarie puso los ojos en blanco.
—Pues entonces quedaos los dos aquí y enterraos en esta granja —espetó a
Shirley—. Te deseo mucha fuerza. Porque una cosa es segura: él no la tiene.
Y dicho esto, se marchó con la cabeza bien alta. Por suerte, el coche seguía allí.
Atamarie subió y lanzó una última y triste mirada al avión de Richard.
—Adios, Tawhaki —susurró—. No ha sido culpa tuya…
EL MAGO DE OZ
Isla Sur
Dunedin, Lawrence
Christchurch
1903-1904
1
Kathleen Burton era, además, la madre de Colin Coltrane, pero hacía años que eso
no se mencionaba en Dunedin. Así que Kevin se sentía bastante seguro cuando llevó a
su mujer y su exótica comitiva a la parroquia de Caversham. Kathleen, que recibió
cariñosamente a Doortje, lanzó un vistazo al rostro del pequeño Abe y palideció. Se
recuperó deprisa y frunció el ceño.
—Kevin, no puede ser que se parezca tanto a Colin… Dios mío, de bebé era
idéntico…
El médico se sobresaltó y buscó con la mirada a Doortje, pero esta hablaba en ese
momento con el reverendo. Era sumamente crítica con los religiosos anglicanos, pero
Peter Burton, con su actitud amable y complaciente, consiguió involucrarla en una
charla ligera.
—Lamentablemente, es posible que así sea —susurró Kevin a Kathleen—. Pero,
por todos los santos, que no nos oiga Doortje. Volveré mañana y hablaremos al
respecto.
Conforme a las instrucciones, Kathleen no volvió a mencionar el tema, pero
estaba tensa y de vez en cuando examinaba con la mirada a la joven bóer, que se
mantenía a su vez inasequible. El reverendo, que había conocido a Colin a los diez
años, no notó nada, solo intentaba sacar a Doortje de su reserva. Conocía el Antiguo
Testamento tan bien como el Nuevo y enumeró varias pruebas de que Dios no había
condenado la música ni comer y beber bien. Esto también podía aplicarse a la
vestimenta, sostuvo, y al final Doortje consintió en que Kathleen la proveyera de un
vestuario actual.
Kevin no quería ni pensar en su cuenta bancaria. Al final la modesta Doortje le
costaría tan cara como la mundana Juliet. Ese pensamiento le recordó a su hermano,
aunque relegó el tema para más tarde. Patrick se encontraba camino de las granjas de
ovejas de Otago y Kevin todavía no había conocido a su hija May.
Al día siguiente fue a ver a Kathleen y Claire en Lady’s Goldmine y les explicó lo
ocurrido con Colin Coltrane, naturalmente de manera muy suavizada. Kathleen se
escandalizó al escuchar la noticia de la violación, pero reaccionó con serenidad
cuando se enteró de que se daba a su hijo por desaparecido. Colin tampoco había
dado señales de vida durante años y, a fin de cuentas, tampoco era seguro que
estuviese muerto. Sus razones tendría para perderse entre la multitud.
—Por supuesto, lo lamento mucho por la joven —dijo Kathleen—. Me
avergüenzo de mi hijo. Y siento una alta estima por ti, que quieres educar a su hijo
como si fuera tuyo. No obstante, no te será fácil. Bien, ante la sociedad todo se puede
camuflar. Yo no rejuveneceré y en un par de años ya nadie se dará cuenta de que el
pequeño se parece a mí y a mi hijo. Pero ¿quieres dejar a tu esposa en la ignorancia?
¿Cómo le explicarás que el niño se parezca a Atamarie? Ella también es hija de Colin.
¿Y que Colin se apellidara como Heather y Chloé? ¿Vas a engañarla?
Kevin se encogió de hombros.
—Ahora Atamarie está lejos —murmuró—. Sigue estudiando en Christchurch,
¿no?
Kathleen puso los ojos en blanco.
—Viene con frecuencia de visita y para cuando el niño sea mayor y se aprecie el
parecido, ya habrá terminado la carrera. ¿Y entonces? Deberías decirle… contárselo
todo a Doortje. Al fin y al cabo, estar relacionada con Colin no es un crimen, incluso
puede cambiar impresiones con Matariki y Chloé. Colin las maltrató a todas. Y si me
odia porque soy su madre, no puedo hacer nada por cambiarlo.
Kevin puso una expresión compungida. Kathleen tenía razón, si el asunto referido
a Colin hubiese sido el único problema que tenía con Doortje, podría haberse resuelto.
Pero había muchas más cosas que no iban bien y lo último que quería era inquietar
todavía más a la joven. Transcurridos meses después del parto, su esposa seguía
encerrada en sí misma, respondía con monosílabos y rechazaba cualquier contacto
físico. Kevin entendía que tras dar a luz necesitaba descanso y que su joven relación
precisaba de tranquilidad para desarrollarse, pero al menos un beso de vez en
cuando… un roce tierno, una caricia… Kevin ansiaba una señal de unos sentimientos
que en África Doortje había alimentado por él. Él no se había inventado el nacimiento
de ese amor, el modo en que ella se había estrechado contra él tras la muerte de
Coltrane, cuando por una vez se liberó de la tensión…
Pero nada de aquello quedaba en la actualidad. Doortje solo parecía nerviosa y
rígida en el nuevo mundo adonde él la había llevado y en el que todo iba en contra de
lo que ella había aprendido y conocido hasta entonces. Nandé parecía adaptarse mejor,
ya charlaba complacida con otras sirvientas y criados. Kevin temía el día en que ella se
enterase de que toda esa gente recibía un salario. Otro gasto más.
—Pensaré al respecto, Kathleen —respondió cortésmente—. Pero, por favor, no
diga nada de momento. ¡No debe odiarla antes de que usted le enseñe cómo debe
vestirse en Dunedin!
Unos pocos meses después de estos acontecimientos, Kevin ya no sabía qué hacer.
Tendría que cumplir la promesa que le había hecho en África: vivir en una granja,
como ella estaba acostumbrada.
Por desgracia, Michael y Lizzie no se mostraron nada entusiasmados con alojarlos.
Y el tema con Patrick parecía ser más complicado de lo que Kevin había pensado.
—Doortje necesita más tiempo para adaptarse —le contó a su padre—. Todo esto
la supera. Por Dios, ¿es que precisamente tú no puedes entenderlo? Siempre te estás
quejando de lo rígido que es todo aquí y de lo mucho que odias tener que escoger los
cubiertos para comer.
Era verdad. Al igual que Kathleen, Michael procedía de un entorno pobre, se había
ganado la vida en Nueva Zelanda como cazador de ballenas, destilador de whisky y
buscador de oro, hasta que, gracias al oro de los maoríes, había podido financiarse la
granja de ovejas. Aún hoy, cuando se reunía con los notables de Dunedin todavía se
sentía incómodo.
El padre de Kevin asintió.
—Precisamente por eso —observó, y tomó un gran trago de cerveza—. Yo nunca
me he acostumbrado. ¿Qué es lo que te hace suponer que ella sí lo hará?
2
Con brío y galope regular, la yegua Rose’s Trotting Diamond llegó al hipódromo
de Addington, cerca de Christchurch. Luego Rosie Paisley subió al sulky, llevó las
riendas con mano ligera y se sintió tan feliz como siempre que guiaba un trotón a la
pista de carreras. Durante todos esos años en que había trabajado para Chloé y
Heather había añorado esa sensación, y por mucho que quisiese a Chloé, su salvadora
y su ídolo de la infancia, el trabajo de sirvienta no podía compararse con la
maravillosa sensación de volar sobre una pista de carreras. A Rosie también le gustaba
su nuevo trabajo como cuidadora de caballos de carreras en el establo de lord
Barrington. Por las mañanas, cuando entraba en la cuadra y los animales relinchaban
pidiéndole la comida, el corazón le daba un brinco. Amaba a cada uno de los
ejemplares que le habían encomendado.
Ese día, sin embargo, se había tomado la tarde libre y se sentía orgullosa de
haberse atrevido a dirigirse al caballerizo para pedirle un par de horas. Siendo una
niña, Rosie había permanecido muchos años callada, después de haber presenciado
escenas terribles entre su hermana Violet y su primer marido Eric Fence, y todavía hoy
prefería hablar con los caballos que dirigir la palabra a los humanos. Además, el
caballerizo de lord Barrington era muy severo. Pese a ello, había aceptado
condescendiente la petición de Rosie. A fin de cuentas, en los últimos meses nunca
había pedido nada. Nunca había faltado al trabajo ni había llegado nunca tarde. Rosie
sabía que era persona de confianza, pero al ser la única chica del establo también tenía
que trabajar más para ganarse el reconocimiento.
Por suerte, no le resultaba difícil. Rosie también podía realizar trabajos duros en
las cuadras, era una mujer fuerte, no tan grácil como su hermana Violet y su sobrina
Roberta. Por otra parte, tampoco era tan hermosa. Con su cabello rubio oscuro, el
rostro en forma de corazón y unos grandes ojos azul claro era, en el mejor de los
casos, mona. No solía atraer a los hombres. A Rosie ya le iba bien. Había presenciado
el horrible matrimonio de Violet desde el principio hasta el final. Lo último que
echaba de menos en su vida era a un hombre.
Rosie alzó la vista hacia el gran reloj que había sobre el marcador. Todavía le
quedaba algo de tiempo, pero aún tenía que llevar a Diamond al establo e ir al tren a
recoger a su sobrina Roberta. ¿O debería volver a enganchar a Diamond y sorprender
a Robbie con un carruaje tirado por un brioso caballo de carreras? Le habría gustado
hacerlo, pero a Roberta no. Robbie siempre había tenido miedo de los caballos. Y eso
que los animales nunca le habían hecho nada. Eric Fence había sido peligroso, y
también Colin Coltrane, por supuesto. Pero no los caballos, los caballos eran buenos.
Rosie dejó que Diamond acelerase el paso en el lado largo de la pista. El fin de
semana correría su primera carrera y apenas si podía contener su impaciencia. Lástima
que hasta el momento no había podido comparar en directo su caballo con los otros
trotones. Y era también algo arriesgado que Diamond se estrenara en una competición
sin haberse entrenado antes junto a otros caballos tirando de un sulky. Evitó a los
entrenadores de los establos de trotones. Tanto al viejo Brown, que le daba miedo por
sus maneras aparatosas, como también a Joe Fence, su sobrino. La visión de Joe casi
le produjo pánico. Se semejaba de tal modo a su padre que Rosie creyó que Eric
Fence había resucitado. De todos modos, era el mejor corredor. Joe nunca cometería
un descuido como el de su padre entonces.
Rosie respiró hondo y chasqueó con la lengua a Diamond. No se sentía culpable
del accidente mortal de Eric Fence. De acuerdo, en aquella ocasión él le había
ordenado que enganchara el caballo y Rosie no lo había hecho correctamente. Pero un
buen corredor controla antes de la salida la colocación del vehículo y el caballo, como
un buen jinete controla la cincha. Eric Fence había renunciado, todavía estaba medio
borracho de la noche anterior. Así que había sido solo culpa suya.
Sin embargo, Rosie seguía temiendo encontrarse cara a cara con su sobrino Joe.
Entonces no se había dado cuenta, pero Joe había presenciado lo que ella había hecho
y después la había acusado de asesinato. Por supuesto, nadie le había creído. Pero
cuando miraba a Rosie, ella todavía distinguía un odio antiguo en sus ojos acuosos.
¿Otra vuelta más? Tenía que ir pensando en desenganchar el caballo, pero justo en
ese momento Joe Fence conducía un sulky tirado por un semental negro en dirección
a la pista. Un pelirrojo alto y fuerte seguía al achaparrado entrenador. Rosie no lo
había visto nunca, y solo pudo lanzarle una mirada fugaz, pues Diamond había
pasado raudo por su lado. Rosie esperaba que volvieran a marcharse. O que al menos
Joe permaneciese en la pista hasta que ella hubiese acabado la vuelta. Antes de que él
acabase de darla, ella sacaría a Diamond de la pista. La yegua no se asustaba en las
calles y Rosie podía conducirla al establo de Barrington.
Sus deseos, sin embargo, no se cumplieron. Cuando puso a Diamond al paso y lo
detuvo frente a la salida cerrada con una barrera, seguía hablando con el pelirrojo.
Solo de oír su voz, un escalofrío le recorrió la espalda. Otro eco de la voz de su padre
y la cadencia de Colin Coltrane.
—¡Pues claro que ganará, señor Tibbs! —aseguraba al hombre—. Tiene que
hacerlo si ha de hacer propaganda de su empresa de transportes, ¿no? —Una risa
tintineante—. Es una excelente idea, siempre se lo digo a la gente. Un caballero
participa en las carreras de caballos y si además, como es su caso, sirven para el
negocio…
Rosie se estremeció cuando sujetó el tirante al bocado. Las correas auxiliares
tenían que asegurar que el caballo no pasara del trote, pero también lo incomodaban,
y Rosie defendía la misma opinión que Chloé: un buen trotón no debería necesitar
ninguna correa auxiliar y un buen entrenador no tenía que adoptar medidas que
causaran dolor o miedo al caballo.
El señor Tibbs, a ojos vistas un interesado en comprar el semental, no pareció
darse cuenta de lo que Joe estaba haciendo. Acababa de descubrir a Rosie y corrió a
abrirle la barrera.
—Espera, chico, no hace falta que bajes…
Rio cuando ella se sacó la gorra para darle las gracias y dejó al descubierto su
media melena.
—Vaya por Dios, si eres… si es usted… Discúlpeme, señorita. —Se sacó la gorra
de visera, galante como un caballero sacándose el sombrero de copa.
En el rostro de Rosie apareció una tímida sonrisa. Pero antes de que pudiese poner
en movimiento a Diamond, Fence se acercó a ella.
—Vaya, mira por dónde, la pequeña Rosie… ¿ya estás lista? Y yo que pensaba
enseñar a mi cliente cómo su futuro caballo adelantaba a tu poni. —Puso una mueca
irónica.
El corazón de Rosie latía con fuerza, pero no contestó a la provocación. Rose’s
Trotting Diamond no era muy alta, pero eso era propio de muchos trotones y no tenía
que ver con la velocidad que alcanzaban en la pista de carreras. Joe solo quería
ofenderla. Y en el rostro del extraño, un rostro redondo de labios gruesos y cejas
anchas, que recordaba lejanamente al de un bulldog, apareció una extraña expresión.
¿Atención? ¿Interés? En cualquier caso, el hombre no parecía albergar maldad o
codiciar el éxito, al contrario, su aspecto era cordial.
—¿Nos haría usted el honor, milady? —preguntó a Rosie con una ligera
inclinación—. El señor Fence quiere venderme un caballo y estaría bien poderlo
comparar con otro. Me refiero a que… a lo mejor los trotones están en general bien
adiestrados, pero sé por mis ejemplares de tiro y por los cob que cuando tienen vía
libre van la mar de tranquilos, pero en cuanto aparece otro caballo…
—Eso… eso también pasa con los trotones —confirmó Rosie con voz ahogada.
Aunque con ninguno de los de Joe Fence. Este se las sabía todas, a los caballos no
les toleraba ninguna tontería.
Tibbs sonrió.
—Entonces somos de la misma opinión, señorita… ¿Rosie? —Su voz se volvió
más dulce—. Vaya, mi nombre preferido. ¿Me ayuda a probar mi caballo?
Rosie se puso roja como la grana cuando colocó a Diamond en la posición de
salida. Joe Fence se había subido al sulky tirado por el semental negro e hizo una
mueca burlona.
—Le haré una demostración, señor Tibbs —dijo—. Pero todavía tengo que
calentar a Spirit’s Dream. ¿Te importa, Rosie?
Ella no consiguió articular ninguna respuesta. En realidad sí que le importaba
porque llegaría demasiado tarde a la estación. Pero, por otra parte, Roberta seguro que
no se lo tomaba a mal. Era probable que lo primero que quisiera hacer no fuera ir a
ver a Rosie, sino al nuevo veterinario. El doctor Taylor había contado que había
conocido a Roberta en Sudáfrica. Y al hacerlo sus ojos habían resplandecido todavía
más que al atender a Diamond, a la que quería especialmente. Pero en realidad, a
Taylor le gustaban todos los caballos. Razón por la cual a Rosie le gustaba el doctor
Taylor. El anterior veterinario del hipódromo era muy gritón y ella le había tenido
miedo. Pero el doctor Taylor era joven y amable y amaba a los caballos. Y a Roberta,
hasta Rosie se dio cuenta enseguida. Seguro que él estaría contento si le dejaba a su
sobrina para él solo un rato.
Pero ¿y si Roberta no estaba conforme? Rosie oyó la voz de la conciencia. ¿Qué
sucedía si Roberta tenía miedo de Vincent Taylor? Rosie siempre consideraba
probable que las mujeres tuviesen miedo de los hombres, y, en tal caso, de buen grado
ella ayudaría a Roberta. Dando vueltas a tales cavilaciones, casi no oyó que el señor
Tibbs le dirigía la palabra. Observaba al semental que en ese momento recorría la pista
a trote de trabajo.
—Un hermoso caballo, se mueve bien. Cabe preguntarse, claro, si es rápido. ¿Lo
conoce usted?
Rosie se estremeció.
—¿Qué? —preguntó desconcertada—. ¿A quién? Ah, vale, al semental…
Se ruborizó de nuevo. Naturalmente, el hombre daba por supuesto que ella
conocía a la mayoría de los trotones de ese hipódromo. En Invercargill los habría
conocido a todos. Pero por ahí solo pasaba alguna vez para ver los ejercicios de
entrenamiento. A fin de cuentas, trabajaba en el establo de lord Barrington y los
caballos de galope se entrenaban a primeras horas de la mañana. Después, mientras
los trotones estaban en la pista, Rosie tenía que lavar, secar y dar de comer a los
caballos de competición.
El señor Tibbs esperaba. Rosie se rehízo. Estaba pensando en Spirit’s Dream…
—Yo… no, no… conozco a ese caballo, pero creo, creo que conocía a su padre…
¿Es de… Spirit? ¿Un purasangre negro, alto, que antes corría en carreras a galope?
Tibbs sacó un papel del bolsillo y lo leyó lentamente.
—¡En efecto, señorita Rosie! —resplandecía—. ¡Es usted una auténtica
conocedora de caballos! ¿Y qué piensa usted del semental? Con toda sinceridad. O
usted… ¿trabaja usted para el señor Fence o algo similar?
Rosie negó con la cabeza.
—¡No! No, nunca… nunca… —Solo de pensar en tal cosa, había perdido el color
del rostro—. Yo…
Tibbs estaba radiante. Rosie pensó en los retratos de los perros pastores que
Heather había pintado al principio, antes de conseguir reputación como artista seria.
En ellos, algunos collies «se reían», con los belfos levantados y unos ojos amistosos y
cariñosos. Justo así era como sonreía Tibbs. Rosie se percató desconcertada de que en
compañía de ese hombre se sentía a gusto.
—Entonces puede hablar con toda sinceridad —la animó.
Rosie se mordisqueó el labio superior, un gesto que le daba un aire infantil. En la
cara de Tibbs volvió a aparecer esa extraña mueca de interrogación.
—Spirit era bueno —dijo Rosie—. Era su abuelo… —Señaló a Rose’s Trotting
Diamond.
Tibbs sonrió de nuevo de oreja a oreja.
—¡Vaya! ¡Una reagrupación familiar! Respecto a esto se me ocurre… —Pareció
vacilar.
Pero en ese momento volvía a acercarse Spirit’s Dream.
—Yo le sacaría el overcheck —musitó Rosie antes de que Fence se reuniera con
ellos—. La… la correa auxiliar…
Tibbs asintió serio.
—Sé lo que es. Ya le había hablado a Fence al respecto. Pero eso hará más lento al
caballo.
Rosie negó con la cabeza.
—No… no necesariamente. No si está bien entrenado. Es que… le hace daño —
dijo en voz baja y se sintió como una tonta.
A la mayoría les daba igual si hacían daño a un caballo siempre que tuviera buen
aspecto o ganara carreras. Las correas auxiliares no solo se empleaban en las carreras
de trotones, sino también en los carruajes de lujo de la gente rica.
Tibbs sonrió.
—Naturalmente, no queremos que eso suceda —dijo, complaciente—. Y, además,
estaría interesado en comprobar si el semental sigue trotando cuando una bonita yegua
como la suya lo adelanta. Entonces, le quito ahora el overcheck y usted corre una
buena carrera, ¿de acuerdo?
El hombre entró en la pista relajadamente e indicó a Fence que se detuviese. Tras
una breve discusión, Tibbs soltó la correa de cuero que pasaba por encima de la crin y
la frente del caballo hasta los aros del bocado y que obligaba así al animal a llevar la
cabeza en alto de forma poco natural. Rosie miraba con incrédula admiración. ¿Cómo
lo había hecho? Simplemente dando una orden a Fence, rebatiendo sus argumentos…
El señor Tibbs debía de ser un hombre con mucha influencia. Y, en cierta forma, le
recordaba a alguien. Pero ahora debía situar de una vez a Diamond en la línea de
salida.
Joe Fence había dejado de sonreír con ironía. Estaba manifiestamente disgustado y
a Rosie volvía a atemorizarla su expresión. Debía de pensar que era ella quien había
inducido al cliente a quitar la correa auxiliar. Sin embargo, Tibbs ya se había
extrañado antes de que el caballo la llevara.
Joe cogió las riendas cortas cuando los caballos salieron a trote ligero de la línea
de salida. Rosie continuó sujetando las riendas con mano ligera. Diamond siguió
relajada, aunque Spirit’s Dream corría junto a ella. Rosie la mantuvo en esa posición
cuando Joe aceleró. Pero miró hacia el semental negro. Spirit’s Dream era rápido y
mantenía el trote, no necesitaba ninguna correa auxiliar si se le entrenaba
correctamente. Pero estaba nervioso y quería adelantar a Diamond. Fence parecía
vacilar acerca de si aflojar ya las riendas, a fin de cuentas ni siquiera habían corrido
un tercio de la vuelta. Gracias a Rosie le resultó más fácil tomar una decisión: ella
mantuvo la velocidad de Diamond mientras el semental la adelantaba. Joe sonrió
triunfal cuando pasó a la yegua.
Rosie puso los ojos en blanco. Diamond sostuvo sin esfuerzo el ritmo de Spirit’s
Dream, aunque la carrera era realmente rápida. Tiraba un poco para avanzar, pero
Rosie la tranquilizaba. De nada servía agotar las fuerzas antes de la recta final. Cuando
acabaron de recorrer el lado más corto y la meta quedó a la vista. Rosie exclamó:
—¡Ahora!
Chasqueó la lengua y soltó rienda. Hasta ella misma se asombró de lo deprisa que
arrancó la yegua. Diamond avanzó volando, se puso sin esfuerzo junto a Spririt’s
Dream y alcanzó una velocidad vertiginosa cuando él aceleró. Los caballos iban a la
par: el corazón de Rosie brincaba de alegría y hasta lanzó una mirada animada a Joe
Fence. Este ni se dio cuenta. Con el rostro contraído, luchaba con su semental, que no
quería que la yegua alazana lo adelantase. Pero era evidente que el trote limitaba a
Spirit’s Dream. Diamond finalmente lo adelantó. Cada vez corría más deprisa. Rosie
podría haberse puesto a gritar de contento. Nunca antes había conducido un caballo
tan rápido, Diamond superaba todas sus expectativas.
A su lado, Fence capituló ante la fuerza del semental negro. Spirit’s Dream le
arrancó las riendas de la mano, se puso al galope y adelantó, triunfal, a Diamond, que
dócilmente siguió trotando. Una sonrisa sumamente dulce se dibujó en el rostro de
Rosie. Ya no tenía que preocuparse. Diamond no se dejaba confundir por caballos
más rápidos. Joe Fence la miró encolerizado cuando pasó por su lado.
—Rápido sí que lo es —observó Tibbs con expresión indulgente cuando Fence se
detuvo delante de él—. Pero todavía tiene que trabajar.
—Ya le he advertido que necesita el overcheck…
Joe Fence empezó a recitar una retahíla de argumentos, pero Rosie no le
escuchaba. Para su sorpresa, descubrió que el doctor Taylor y su sobrina Roberta
bajaban de una de las tribunas.
—¡Rosie, ha sido fabuloso! —Roberta sonreía resplandeciente y abrazó a su tía
cuando esta bajó del sulky—. Vincent ha ido a recogerme y hemos pensado que te
encontraríamos aquí. Y qué sorpresa, ¡justo nos deleitan con una carrera!
El tono de Roberta era cordial, aunque también tenía un matiz de preocupación.
Como su madre, aborrecía las carreras de caballos. Pero la elegante Diamond tirando
del ligero sulky y Rosie, por lo general tan tímida, guiándola de forma tan majestuosa
por la pista, la habían impresionado de verdad.
Vincent Taylor estaba exultante.
—¡Rosie, es increíble! ¡Nunca había visto correr un caballo con tanta soltura! Y,
además, ese semental es rapidísimo. El último día de las carreras ganó, ¿no es cierto,
señor Fence? —El veterinario se volvió hacia Joe, que por fin veía una tabla de
salvación.
—Ya lo ve, señor Tibbs. Si me permite presentarle al veterinario del hipódromo,
alguien que sabe de verdad… Deje que el caballo corra con el overcheck.
Joe habló con vehemencia a su cliente, quien solo tenía ojos para Rosie… y
Roberta.
—No puede ser —dijo con imparcialidad, pero a ojos vistas conmovido, a la chica
con el traje de viaje sencillo pero elegante—. Es imposible que usted sea Violet
Paisley, pero se parecen como dos gotas de agua…
Roberta rio.
—Soy Roberta Fence, la hija de Violet. —Le tendió la mano a Tibbs—. ¿De dónde
conoce usted a mi madre? ¿Y a Rosie?
—Me llamo Tom Tibbs —se presentó él, al tiempo que volvía a levantarse
galantemente la gorra—. Si su madre ha hablado alguna vez de mí, en el barco me
llamaban Bulldog.
Roberta nunca había visto sonreír a Rosie de forma tan dulce y franca como a ese
desconocido.
—Usted nos cuidaba —recordó a media voz—. Todavía recuerdo cómo usted… le
pidió a mi padre que fregara el camarote.
Bulldog soltó una risotada.
—Bueno, «pedido» no es la palabra correcta. Pero al final quedó limpio, en
efecto… No puedo creer que te… disculpe, señorita Rosie… pero es increíble que
haya vuelto a encontrarla. Nunca la he olvidado, ¿sabe?
Rosie volvió a sonreír.
—Y yo a usted tampoco —confesó.
Joe, que se sentía al margen, intervino.
—Esta sí es una auténtica reagrupación familiar —bromeó—. Hola, hermanita. ¿A
qué debo el honor de tu visita? No soléis preocuparos por mí.
—¡Joe! —Roberta miró a su hermano y palideció. No había visto a Joe desde su
infancia y se quedó pasmada ante el parecido que presentaba con su padre—. No
sabía que estuvieras aquí.
Era cierto. Rosie no era muy aficionada a escribir cartas, y aún menos cuando
alguien estaba tan lejos como Roberta en la distante África. Y si bien Chloé había
comunicado a Violet el paradero de su hijo, esta no había tenido oportunidad de
contárselo a Roberta. Tras la vuelta de esta tenían temas de conversación más
emocionantes y Roberta tampoco había tenido tiempo para asistir a vernissages y
cenas. Primero estuvo ayudando en la escuela de Caversham, pero todavía no había
aceptado ningún puesto fijo. Roberta seguía estando insegura respecto a su relación
con Vincent Taylor y sobre sus planes. Si respondía al amor de Vincent, él pediría su
mano, de eso estaba segura. Pero entonces no podría seguir trabajando como maestra.
Había estado viajando de un sitio a otro, pero ese fin de semana en Addington tenía
que tomar una decisión. Y no tenía ningún compromiso, oficialmente no estaba
visitando a Vincent, sino a su tía Rosie. Si todo iba bien, podía imaginarse ocupando
primero un puesto en Christchurch. Así podría conocer mejor y con calma a Vincent.
En lo referente al matrimonio, Roberta había sufrido la misma experiencia que Rosie:
también ella recordaba bien la desastrosa relación de Violet con su padre. Pese a ello,
no retrocedía asustada como su tía ante los hombres, pero habría preferido unirse con
alguien al que conociera desde la infancia. Con Kevin se habría sentido más segura.
Vincent tenía que pasar primero una prueba.
En ese momento él sonreía sin entender mientras miraba a uno y otro.
—¿Lo dice en serio, Joe? ¿Roberta es su hermana? Le aseguro que no sabía que
usted estaba aquí, Joseph, pues de lo contrario me lo habría dicho. Pero Roberta ha
estado mucho tiempo en Sudáfrica. ¡Deben de tener muchas cosas que contarse!
Era evidente que a los hermanos no les importaba nada de la existencia del otro,
pero al menos Vincent consiguió rebajar la tensión.
—¿Y usted llegó de Inglaterra con la madre de Roberta y Rosie, señor…?
—Tom Tibbs —repitió Bulldog—. Sigo sin podérmelo creer.
—También deben ustedes de tener mucho que contarse… —supuso Vincent, si
bien esta vez recibió una respuesta más alegre. Bulldog asintió con entusiasmo y Rosie
se ruborizó un poco.
—¿Vamos a tomar una taza de café, pues? —Vincent miró al grupo animoso.
—No puedo —gruñó Joe—. Tengo que llevarme al caballo. Bien, señor Tibbs, ¿se
lo queda?
—Yo debo llevar a Diamond a casa —respondió Rosie también vacilante.
Bulldog esbozó su sonrisa de collie, enseñando un poco los dientes. Roberta
comprendió por qué le habían puesto ese apodo, recordaba a un perro de lucha
cordial pero con el que había que tener cuidado.
—Respecto al semental, depende —contestó—. Primero del precio… creo que
debemos hablar un poco más acerca de que el caballo no mantiene el trote, como
usted sostiene, señor Fence. Y luego del entrenamiento…
—El caballo puede quedarse en mi cuadra —señaló solícito Fence—. Yo le
aconsejaría que dejara que unos entrenadores lo preparen para las carreras. Si bien
puedo decirle que aquí en Addington conozco los mejores…
Bulldog arrugó la frente, haciendo honor a su apodo.
—¿Que siga entrenando con usted? ¿Para que también en la siguiente carrera
dependa de un trozo de cuero que Spirit’s Dream se deje ganar por un poni? —Miró a
Rosie—. No, señor Fence, que yo compre o no a Spirit’s Dream dependerá de su
futura entrenadora. ¿Aceptaría usted adiestrar a mi caballo, señorita Rosie Paisley?
Rosie se ruborizó de emoción y felicidad.
—Sí… no… Antes debo preguntarle a lord Barrington si… Si el lord me lo
permite, entonces sí acepto.
Lord Barrington seguro que no pondría objeciones, y en caso necesario se lo
preguntaría a Chloé. Pero Rosie estaba tan emocionada que casi sería capaz de
dirigirle la palabra al propietario del hipódromo.
Bulldog sonrió campechano.
—Estupendo. Con el lord hablaré yo, lo conozco. Tengo una compañía de
transportes y siempre que los Barrington reciben muebles y artículos de Inglaterra yo
se los traigo aquí o los llevo a las Llanuras. Espere un momento hasta que alcance un
acuerdo con el señor Fence. Luego llevaremos los caballos juntos a casa.
3
Vincent Taylor apenas lograba contener su alegría, por fin tenía a Roberta para sí
solo, si bien la repentina aparición de tantos miembros de su familia le hacía temer
que ella no pudiera dedicarle mucho tiempo. Y luego estaba lo del caballito de trapo.
Lo había visto en su bolso de mano cuando la ayudó a bajar del tren, así que seguía
llevándolo consigo a todas partes: un claro indicio de que no había olvidado al
hombre con que lo relacionaba. Vincent había vuelto a experimentar la sensación de
tener que luchar contra un fantasma.
Era evidente que Rosie y Bulldog habían abandonado el hipódromo contentos,
algo que no se podía decir de Joe Fence. Tom Tibbs le había pagado un buen precio
por el semental, pero la idea de que Rosie fuera a hacerle la competencia como
entrenadora no era de su agrado. Roberta se quedó mirando a su hermano con
preocupación. Se había despedido de ella con pocas palabras y cara de rabia. Conocía
esa cara de su padre —y no le gustaría estar en la piel de aquel con quien él fuera a
descargar su rabia, esperaba que al menos no fuese una mujer.
Pero daba igual, estaba ahí para hablar con Vincent.
—¿Qué hacemos ahora? —le dijo—. ¿Me enseñas Addington?
Vincent ya se había preguntado qué hacer en Addington con la chica con quien
uno quiere casarse. Sin embargo, no era fácil de responder. Salvo el hipódromo, los
alrededores tenían poco interés. Había un par de empresas industriales cuyos
trabajadores vivían ahí, y las residencias de algunos ricos aficionados a las carreras.
No era demasiado estimulante. No obstante, tal como era su deber, Vincent condujo a
su amiga a través de las hileras de casitas de colores de los obreros y a continuación al
campo. Allí el paseo tendría un toque romántico. Vincent hablaba de su trabajo.
Consideraba que era una suerte haber encontrado un puesto en el hipódromo, le
gustaba poder ocuparse exclusivamente de caballos. Sin embargo, rechazaba los
métodos y manejos de algunos de los entrenadores y se sintió gratamente sorprendido
de que Roberta coincidiese con él. Por primera vez salía un poco de su reserva y
contaba con detalle algo de su familia y su infancia.
—Durante un tiempo vivimos aquí al lado, entonces el centro de las carreras
todavía era Woolston —explicó—. Y mi madre contaba que el fin de semana solía ir
con nosotros, a pie, para escuchar los discursos de las sufragistas. Allí conoció a Kate
Sheppard. —Roberta sonrió—. Y volvió a encontrarse con Sean Coltrane.
—¿El abogado y anterior diputado parlamentario? —preguntó Vincent. Sean era
muy conocido en la Isla Sur—. Es tu padre adoptivo, ¿verdad? ¿Es realmente el
hermano de ese horrible Colin Coltrane? No acabo de entender bien las relaciones de
parentesco que os unen.
Roberta rio.
—Medio hermano —contestó—. Y también medio hermano de Kevin Drury. Con
Colin comparte la madre, con Kevin, el padre. Pero Colin y Sean nunca crecieron
juntos. Cuando Kathleen abandonó a su marido, Colin se quedó con su padre. Debía
de ser igual de… bueno… igual de desequilibrado.
Vincent sonrió y la rodeó con un brazo, con mucha cautela para no asustarla.
—Roberta, cuando estés segura de que me amas… ¿dirás que alguien es un
cabrón cuando pienses que es un cabrón? —bromeó—. Está muy bien expresarse con
mesura, pero a veces en los diccionarios enciclopédicos… cómo decirlo… no se
encuentran las palabras adecuadas. —Roberta le había contado que su madre había
adquirido prácticamente toda su formación leyendo una enciclopedia en varios
volúmenes que le habían regalado siendo una niña.
La muchacha se encogió de hombros.
—Ya estoy acostumbrada a ser escrupulosa con las palabras —se lamentó—. La
señorita Byerly, mi superiora en la escuela de Caversham, siempre me reñía por mi
forma de expresarme. Y las historias que cuento a los niños… África no ha ido muy
bien para mi… mi carrera.
Vincent la estrechó más contra él.
—Tal vez tendrías que pensar en otro tipo de carrera —comentó—. Como esposa
de veterinario incluso podrías maldecir. Los domingos no, claro… —Sonrió.
—¡Me tomas el pelo!
—¡No; te llevo a la perdición! —aclaró Vincent—. Hoy mismo te llevo por la
noche a un pub. No te asustes. No a uno de esos cuchitriles que hay alrededor del
hipódromo, sino a un establecimiento distinguido. Lord Barrington se deja caer por
ahí cuando está en la ciudad, igual que todos los notables del lugar. Así pues, nada
turbio. Y hoy por la noche se celebra un concierto. Irán otras damas, así que no te
inquietes. Y a la señorita Byerly no tenemos por qué decírselo. ¿Qué dices?
Roberta apenas se lo pensó. Por el momento se sentía bien, era bonito pasear
abrazada por Vincent junto a la orilla de un río bordeado por juncos y prados. Tras la
naturaleza espectacular pero algo amenazante de África, el paisaje que rodeaba
Christchurch obraba un efecto tranquilizador. Debía de guardar parecido con
Inglaterra. Y el pub… Roberta confiaba en que Vincent nunca la llevaría a un local de
mala reputación. Sería una tontería quedarse en la pensión sola o con Rosie, leyendo
un libro o escuchando hablar a su tía sin cesar de caballos, en lugar de ir al concierto.
—¿Canto o música instrumental? —preguntó animada.
Vincent sonrió.
—Actuará una cantante —respondió.
Ya hacía tiempo que Juliet Drury la Bree estaba harta de Nueva Zelanda. Se había
reprochado cientos de veces haberse unido a aquella gira por ultramar y haber
abandonado la compañía. Nueva Zelanda era demasiado pequeña y provinciana para
su arte, no había escenarios en los que ella pudiese presentarse de forma adecuada, no
había público lo suficientemente mundano para saber apreciar las refinadas canciones
y arreglos de piano.
El establecimiento en Queenstown que Pit Frazer le había recomendado tan
fervientemente apenas era algo mejor que un burdel. Claro que se llamaba hotel, que
había un escenario y que la madama intentaba elevar el nivel. Pero el hotel de Daphne
no podía compararse, ni de lejos, con los clubs nocturnos donde Juliet había actuado
en Nueva Orleans. A eso se añadió el que Juliet y Daphne O’Hara no tardaron nada en
chocar. A Juliet no le gustaba que le dictaran ni el programa ni el trato que tenía que
tener con sus clientes, y Daphne no acababa de entenderlo. Ya la segunda vez que
Juliet fue a la barra con uno de los notables de la pequeña ciudad y se dejó invitar a
un champán, la madama, de cara felina, pelirroja y decidida, llamó a un aparte a la
cantante.
—Vamos a dejarlo claro, tesoro. Tú aquí no trabajas por cuenta propia. Mis chicas
reciben un trato decente, pero el cincuenta por ciento de los ingresos me lo entregan a
mí, y eso también vale para ti si te lo montas aquí. ¿Entendido?
—¿Si me lo monto? —Juliet fingió indignación—. No entiendo a qué se refiere.
Pero ahora que hablamos de decencia, a ver si consigue un champán decente. ¡No hay
quien beba esta aguachirle!
Daphne levantó los ojos al techo.
—Sabes exactamente a qué me refiero. Aunque te lo montes a un nivel más
sofisticado que mis chicas, al final es lo mismo. ¿O vas a contarme que te lo haces con
el calvorota por amor? —Señaló al hombre que esperaba pacientemente en la barra—.
¿Y por ese de la semana pasada también estabas entusiasmada? ¿Igual que por el
escritorzuelo que te trajo? No, guapa, no te molestes. O te contienes o me das mi
parte. Por eso trabajas en una habitación limpia y sin piojos, cada día con sábanas
limpias… y ahora no pongas cara de inocencia. Tú ya sabes de qué va esto, te lo veo
en la cara.
Al día siguiente, Juliet se largó. El calvorota había aportado el dinero necesario,
una generosidad por su parte. Era una insolencia llamarlo cliente. Juliet más bien
habría utilizado la palabra espónsor. Con el dinero de su «espónsor» se marchó a la
costa Oeste. Era una región floreciente, había hoteles muy elegantes en las afueras de
las ciudades, aunque la mayoría todavía estaba en construcción.
Lamentablemente, sus administradores se mostraban sumamente mojigatos.
Pretendían diferenciarse de los pubs de los mineros que había en el centro de la
ciudad. A Juliet la echaron en dos ocasiones porque tenía intención de terminar la
velada con caballeros en su habitación, aunque, eso sí, eran muy distinguidos. El
asunto se resolvió con discreción y no hubo discusiones a grito pelado como con
Daphne. Pero no podía contar con contratos más largos, y el dinero de los espónsores
alcanzaba para una vida más o menos refinada, pero nunca para un pasaje en barco a
América o, cuando menos, a Europa.
Y ahora ese pueblucho llamado Addington, cerca de Christchurch, después de que
no le hubieran ofrecido ningún contrato en la ciudad misma. Ahí vivían hombres
ricos, aunque más interesados en los caballos que en esponsorizar a hermosas
jóvenes. El local en que iba a cantar tampoco se ajustaba a sus gustos. El Addington
Swan era un establecimiento que se podía describir como victoriano. El jazz de Nueva
Orleans se daba de bofetadas con ese local.
Juliet se sentó grácilmente al piano y miró al público antes de iniciar la primera
canción. No era complicado, pues la sala estaba totalmente iluminada. ¡Algo absurdo
para su música! ¿Cómo crear allí un ambiente? Los espectadores, por añadidura,
parecían de lo más tosco. Demasiado arreglados para ir a un club, pero poco
refinados. Por todos los santos, comparado con Addington, ¡Dunedin era París!
Pero, ojo, la joven de la última fila tal vez fuese una excepción. El vestido era
sencillo pero resaltaba estupendamente su silueta. Y eso que era uno de esos vestidos
reforma que, por fortuna, ya estaban pasados de moda. A fin de cuentas, la mayoría
de las mujeres parecían sacos de patatas así vestidas. La joven, de cabello castaño y
largo, recogido en una especie de trenza griega, recordaba a una diosa clásica. Ese tipo
de vestido reforma solo podía ser obra de una costurera: Kathleen Burton, de Lady’s
Goldmine.
Juliet la miró con más detenimiento mientras entonaba una canción de nostalgia y
amor. La diosa de la última fila comentaba agitada algo con su acompañante, un joven
delgado cuya expresión amistosa prometía, para Juliet, aburrimiento. Pero la chica…
Juliet la había visto antes, estaba segura…
Su voz evocaba y fascinaba mientras ella recordaba a sus conocidos de Dunedin…
Sí, era la pequeña admiradora de Kevin. La chica tímida a la que él había hecho feliz
con un estúpido caballito de trapo. Vaya, parecía haberse convertido en una mujer
atractiva. Se preguntó si sería mejor evitarla después de su actuación o saludarla.
Más tarde, la pregunta perdió importancia. Cuando Juliet, tras haber concluido y
después del aplauso más bien escaso que el público le dedicó, bajó del escenario, la
joven se acercó con su acompañante.
—¡Señorita Juliet! Ha sido precioso. Pero no sabía que usted… Patrick no me
dicho nada de que estuviera usted cantando aquí, cerca de Chrirstchurch. ¿Regresa
usted a Dunedin después? May está estupenda.
Juliet forzó una sonrisa.
—Usted es… hummm… la joven sobrina de Kevin, ¿no es así?
Roberta meneó la cabeza.
—No exactamente. Soy Roberta Fence, la amiga de Atamarie. Atamarie es la
sobrina de Kevin y, claro, también de Patrick. —En su voz se traslució cierto
reproche.
Juliet se molestó. Claro, había sido un paso en falso olvidarse de Patrick.
—Sí, sí, claro. Discúlpeme. Es que cuando estaba en Dunedin… tenía muchos
asuntos que resolver.
Esbozó una sonrisa de disculpa, miró al acompañante de Roberta y su sonrisa
adoptó un aire seductor. Era el método más seguro de poner punto final a la
conversación con otra mujer.
Roberta no reaccionó y el joven no hizo caso de Juliet. Al parecer, adoraba solo a
Roberta. Y ella… en fin, o bien el joven no le interesaba mucho o confiaba
ciegamente en él.
—Puede restablecer los vínculos con nosotros cuando regrese a Dunedin —
observó melosa Roberta.
Juliet tomó nota de que la joven había superado hacía tiempo su timidez.
—Ah, sí, Dunedin… —suspiró teatralmente—. Todavía no sé si pasaré por ahí. Ya
sabe, las obligaciones… —Con un gesto seductor se apartó una mecha del rostro y
volvió a mirar a Vincent.
Entonces, Roberta también lo miró.
—Todavía no os he presentado —dijo luego ceremoniosa—. El doctor Vincent
Taylor, el veterinario del hipódromo. Vincent y yo estuvimos juntos en…
—Sudáfrica —concluyó Vincent, inclinándose.
Juliet prestó atención.
—Entonces conocerá a Kevin Drury, ¿no? —se le escapó—. ¿Cómo… cómo está?
Vincent asintió.
—Claro, Kevin y yo estuvimos juntos en el mismo regimiento. Y la señorita Fence
colaboró como maestra en los campos de prisioneros bóers. Desde luego realizó un
trabajo espléndido, si se me permite decirlo. —Resplandecía.
—A Kevin le va bien —terció Roberta—. Igual que a Patrick y May. Kevin está…
—Puede verlo usted misma cuando regrese a Dunedin —intervino Vincent—. Me
ha dicho Roberta que está usted casada con Patrick Drury, ¿no es así?
Juliet asintió. O sea, que Kevin Drury había vuelto. Por supuesto, esa guerra
enloquecida en ultramar había terminado. Juliet reflexionó.
—Me… me pensaré lo de volver a Dunedin —respondió.
Roberta sonrió sardónica, para sorpresa de Vincent. Nunca la había visto con esa
expresión.
—Seguro que Patrick se alegrará mucho. —Roberta miraba radiante a su antigua
rival—. Y Kevin seguro que se muere de ganas de presentarle a su esposa. Es una
bóer, ¿sabe?, toda una beldad. Y ambos tienen un hijito precioso…
4
Lizzie puso el pañal al pequeño Abe y echó un vistazo a May, que jugaba con uno
de los collies en el suelo de la cocina. El perro era bonachón, pero la niña ya tenía dos
años y si lo golpeaba con sus puñitos el animal podía protestar. La mayoría de las
veces, May controlaba bien sus movimientos. Era bonita para su edad y Lizzie no se
cansaba de admirar su exótica belleza. El hijo de Kevin y Doortje tenía un rostro
delicado y sus primeros ricitos eran dorados. De vez en cuando, Lizzie creía ver algún
reflejo metálico como en el cabello de Atamarie, algo que la sorprendía, pues siempre
había pensado que ese color de cabello solo era propio de la familia de Kathleen.
Lizzie le puso el pantalón y la camisa a Abe y acarició los rizos oscuros de May,
luego pensó por enésima vez en qué nietos más preciosos le habían sido concedidos.
No habría cabido en sí de gozo si las madres de los niños hubieran sabido adaptarse
un poco mejor a las circunstancias. Lizzie seguía pensando con horror en Juliet; según
su opinión, su huida era lo mejor que le podía haber sucedido a Patrick, aunque
todavía se sintiese desdichado con su vida. Patrick Drury había dejado de ser él
mismo desde que Juliet lo había abandonado. Pese a ello, cuidaba de forma modélica
de su «hija», que en realidad era su sobrina, pero seguía decepcionado y deprimido.
Sin embargo, debería haber sabido que Juliet no lo amaba. Lizzie incluso dudaba de
que hubiese sentido un afecto auténtico hacia Kevin.
Lizzie empezaba a preocuparse por su hijo pequeño. Patrick siempre había estado
a la sombra de Kevin. Este, que se parecía a su padre, era la personalidad más brillante
de los dos, ni siquiera ella podía resistirse a su primogénito cuando él llegaba al
galope hasta la puerta, con la mirada brillante y el cabello rizado y negro ondeando, y
detenía en el último momento su caballo blanco. Se acordaba entonces de Michael, de
lo orgulloso que estaba de su primer caballo cuando alcanzó por fin un discreto
bienestar, pero también de su tendencia a lo superficial y a la inconstancia. Patrick,
por el contrario, se asemejaba más a Lizzie. Su aspecto era modesto, pero era
constante, cordial y digno de confianza. Por desgracia, carecía de la coraza que Lizzie
había desarrollado en su juventud en Londres y en el destierro en Tasmania. Juliet le
había partido el corazón con demasiada facilidad. A Lizzie solo le cabía esperar que en
algún momento lo superase.
Y ahora Kevin con esa Doortje… una chica a la que él realmente parecía amar.
Con toda la obstinación que Lizzie tan bien conocía de Michael. Habían tenido que
pasar muchos años para que el marido de Lizzie se percatara de la inutilidad de seguir
suspirando por Kathleen, su amor de juventud… Al menos Kevin había conseguido
llevar al altar a Doortje. ¿Era la pareja realmente feliz? Tal como se comportaban el
uno con el otro, Lizzie se preguntaba cómo era posible que hubiese salido de ahí un
hijo. Pero tal vez no fueran más que prejuicios suyos. La joven pareja llevaba unos
días viviendo en Elizabeth Station, pero Lizzie no conseguía mostrarse cariñosa con su
nueva nuera. Sin embargo, Doortje era lo contrario de Juliet. Se interesaba por todo lo
que sucedía en la granja y no tenía nada de perezosa, solo su cuidado de Abe dejaba a
veces algo que desear, según Lizzie. Doortje creía que formaba parte de la educación
dejar llorar al niño antes de darle de mamar, aunque estuviera a su lado y disponible.
A Lizzie se le rompía el corazón, pero Doortje le decía que el niño tenía que
acostumbrarse a las privaciones.
—¡Pero no precisamente en los primeros seis meses! —objetaba Lizzie.
Sin embargo, era imposible convencer a Doortje. Asimismo, solía tener una idea
inamovible de muchas cosas que los demás no entendían y de las que no podían
disuadirla. Y nunca se abandonaba. En toda su agitada existencia, Lizzie nunca había
conocido a una mujer que tuviese tal dominio de sí misma, aunque era evidente que
siempre estaba tensa. En algún momento el volcán estallaría y Lizzie se esperaba lo
peor.
—¿Puedo ayudar en algo?
Una voz amistosa con un acento extraño interrumpió sus cavilaciones. Una vez
más, Nandé había conseguido introducirse en la casa sin hacer ningún ruido. La
muchacha negra siempre iba descalza y se movía con la elasticidad de un gato.
Lizzie le sonrió. De todas las mujeres que se habían alojado en su casa, Nandé era,
de largo, la más simpática. Era servicial y le gustaba aprender, su inglés no dejaba de
mejorar, y siempre era sensata y parecía satisfecha. Con los ojos redondos y bien
abiertos miraba el nuevo mundo, que en realidad debía de resultarle mucho más
extraño que a su ama. Ama… Lizzie se estremeció solo de pensar en esta palabra, pero
se negaba a recibir el tratamiento de baas que Nandé utilizaba para dirigirse a Doortje.
Al principio había pensado en base, la palabra alemana para «prima», que conocía de
su breve estancia como doncella en una granja alemana cerca de Blenheim. Esto se
habría ajustado a lo que Kevin había contado acerca de que habían tenido que traer a
Nandé como si fuese casi un miembro de la familia.
Pero Lizzie ya no pensaba en eso, sobre todo después del feo incidente con
Haikina y Hemi, que acudieron de visita justo después de la llegada de Doortje.
Michael estaba con las ovejas, Lizzie, en el viñedo y Kevin, en su nueva consulta. Los
maoríes solo habían encontrado a Doortje y Nandé en el jardín. Llevaban regalos de la
tribu para la joven, intentaron establecer una conversación y oyeron que Nandé
llamaba baas a Doortje. Sin sospechar nada malo, adoptaron el tratamiento y Doortje
no los corrigió. Al contrario, cuando Haikina pasó por allí un par de días después para
colaborar en la vendimia insistió en el apelativo de respeto. Lizzie le pidió
explicaciones y se quedó horrorizada ante la respuesta de la muchacha: «Vuestros
cafres no os pueden llamar simplemente por el nombre de pila.»
Y una vez más, Doortje no alteró ni una pizca su forma de pensar cuando Lizzie le
contó la relación entre los Drury y la tribu maorí… naturalmente sin mencionar el oro.
Pese a ello, Kevin pensaba que se podía poner a Doortje al corriente de todo sin
recelos, aunque los bóers defendían respecto a la extracción del oro una postura
similar a la de la Iglesia de Escocia, que censuraba el «enriquecimiento sin ningún
trabajo previo». No obstante, Lizzie y Michael insistieron en guardarse el secreto para
sí, y Haikina y Hemi estuvieron de acuerdo.
—Aprenderá —decía Haikina para consolar a Kevin—. Tráela a alguna de las
fiestas del poblado. A lo mejor también le sirve leer los periódicos, o algún que otro
libro sobre las mujeres que lucharon por el derecho de voto o sobre el Parlamento
maorí…
Unos días más tarde, Lizzie le dijo:
—Haikina quiere prestarte un par de libros.
La joven bóer había contemplado la biblioteca doméstica con el mismo desaliento
que Juliet antes. Pero no era que le aburriesen los libros de Lizzie sobre viticultura,
sino que los encontraba indecentes, al igual que las revistas femeninas que Lizzie
recibía de vez en cuando y que Juliet había devorado.
—¿La negra sabe leer? —preguntó Doortje horrorizada—. ¡Eso va contra la
voluntad divina!
Lizzie comprendió entonces por qué Nandé escondía de la vista de Doortje su
pequeño tesoro de libros infantiles que ella todavía conservaba de Kevin y Patrick.
—Haikina es profesora. ¡Y enseñó a leer a tu marido y sus hermanos! —respondió
indignada a su nuera—. Y ya que la escuela de Lawrence está lejos, también enseñará
a Abe. A no ser que tú misma quieras hacerlo. Pero seguro que no aprenderá en
holandés o afrikáans y solo la antigua Biblia. ¡Ya me encargaré yo de evitarlo!
Doortje se la quedó mirando llena de rabia, pero no replicó. Todavía faltaba
mucho para que Abe fuese a la escuela.
Lizzie suspiró. La idea de tener que enfrentarse durante años a esa nuera la ponía
enferma.
—Puedes salir un rato con May —le indicó a Nandé—, antes de que se ponga a
llover. Si quieres, llévate también a Abe. ¿Ya habéis terminado en el huerto? ¿Dónde
se ha metido Doortje?
—Intenta ordeñar ovejas —respondió Nandé—. Yo no ayudar. El baas dice que
mejor no ayudar si tengo miedo. ¿Es verdad? —Nandé la miró con expresión de
culpabilidad.
Lizzie suspiró. No tenía nada en contra de que Doortje probase a hacer quesos. Su
nuera tenía en eso mucha experiencia y a Lizzie le gustaba el queso de oveja.
Lamentablemente las laureadas abastecedoras de lana de Michael se oponían a ello.
Sin duda, las ovejas y cabras de Sudáfrica estaban acostumbradas desde pequeñas a
que las ordeñasen, mientras que las de Michael no iban a quedarse quietas para
Doortje. Solían vivir en libertad en el rebaño, pasaban el verano con sus corderos en
las montañas y solo conocían a los humanos cuando las esquilaban y cuando estos las
ayudaban en el parto. En general no eran experiencias agradables y los animales
intentaban evitar el contacto. Cuando se intentaba atarlas y ordeñarlas, no dejaban de
moverse. Ya en el primer intento, Nandé se había ganado unos buenos moratones y
ahora tenía miedo. Michael, que no era partidario de esa iniciativa que solo le
complicaba las tareas de la granja, le permitió de buen grado que no participase.
Doortje, por el contrario, no renunció. Cada día se peleaba con tres ovejas madre
obstinadas, y no admitió llegar a ningún arreglo.
—Cada año tenemos corderos huérfanos, Doortje. Podemos domesticar dos o tres
hembras y acostumbrarlas a que las ordeñen —sugirió Michael—. Así, en dos años
tendrás ovejas madre que no se apartarán de tu lado y el queso también será más
sabroso…
Pero Doortje insistía en preparar el queso. Parecía disfrutar de la lucha diaria con
los animales.
A ese respecto, Lizzie movía resignada la cabeza.
—Solo tienes que hacer una cosa, Nandé —respondió con amabilidad—. Dejar de
llamar baas a Michael. No es ni tu amo ni tu tío. Llámalo Michael, o, como mucho,
señor Michael. Pero no quiero oír aquí esa «jerga de esclavos». Lo que me lleva a
pensar en un salario adecuado para ti. No puede ser que trabajes gratis para nosotros.
Nandé la miró perpleja.
—Pero ¿para qué yo dinero?
Lizzie le habría dado un par de sugerencias acerca de lo que hacer con el dinero.
Pero en ese momento, el batir de unos cascos y el ruido de unas ruedas interrumpió su
conversación. Lizzie miró por la ventana y reconoció con una mezcla de alegría y
angustia la yegua Lady tirando del carro de Patrick. ¡Qué bien que Patrick hubiese
vuelto! Pero, por otra parte, se produciría el reencuentro de los hermanos, una
confrontación que ella temía desde hacía meses. Era evidente que en Dunedin, Patrick
había evitado a su hermano. Kevin lo consideraba una casualidad, pero Lizzie no lo
veía del todo así. Patrick no había pasado seis meses viajando y tampoco Kevin había
estado tan ocupado como para no haberse reunido. Pero entre los hermanos se hallaba
Juliet Drury la Bree y muy pronto, posiblemente, también Doortje, que adoptaba el
papel de campesina. A Patrick tal vez no le gustase ver a Kevin y a su esposa en su
granja. Elizabeth Station era su herencia, Kevin había tenido a cambio la larga carrera
de Medicina y la consulta en Dunedin. Lizzie y Michael estaban dispuestos de buen
grado a pagarle otra en Lawrence, pero la granja era de Patrick. Lizzie solo esperaba
que su hijo menor no se tomase como una ofensa el hecho de que Kevin se hubiese
mudado a Otago.
Pero Patrick no parecía abatido. Al contrario, su rostro resplandecía y agitó la
mano hacia la ventana de la cocina. Lizzie cogió a May en brazos para salir a su
encuentro, y el perro ya lo saludaba con ladridos antes de que llegara a la puerta.
Patrick se introdujo en el interior, dio una breve caricia al collie en la cabeza cuando el
animal brincó hacia él, y abrazó a Lizzie y May a un mismo tiempo. Lizzie se alegró
del efusivo saludo, pero también se asombró. Hacía mucho tiempo que no veía a
Patrick tan eufórico.
En ese momento vio a Nandé y al pequeño Abe y se quedó mirando a la chica
negra, tan sorprendido como maravillado.
—¿Quién es? —preguntó—. Bueno, no importa. Madre, May, cariño mío. ¡No os
imagináis a quién traigo conmigo!
May emitió un sonido cordial como respuesta, pero en Lizzie nació un mal
presagio que de inmediato se confirmó.
—Patrick, por mucho que sea sorpresa, no voy a quedarme en el carro. ¡Está
lloviendo!
Lizzie oyó una voz sonora y grave: a la puerta estaba Juliet. Lizzie la miró sin dar
crédito. Nandé, por el contrario, estaba manifiestamente interesada. Y para la hermosa
criolla era la primera persona de color que conocía en Nueva Zelanda.
Juliet rio.
—¿Se te ha comido la lengua el gato, Lizzie? —Con fingida despreocupación, se
dirigió a su suegra y la saludó con un beso en la mejilla—. Patrick pensaba que te
quedarías de una pieza, pero… bueno, seguro que ya contabas con que algún día
volvería.
Lizzie carraspeó.
—No —reconoció—. Para ser franca, no contaba con ello.
Podría haber añadido algo más, pero Juliet había descubierto a Nandé y la miraba
con insolencia. Luego rio.
—¡Cielos, no me lo puedo creer! ¡Una negra! Y he de admitir que de las guapas.
Pero él siempre ha tenido buen gusto. Deja que te vea, pequeña. ¿Eres la esposa de
Kevin?
Nandé bajó la vista avergonzada, lo que Patrick atribuyó al grosero comentario de
Juliet.
—Perdone… —Se volvió afligido para disculparse ante Nandé—. Mi esposa es…
algo impulsiva. Pero yo también… disculpe, me la había imaginado distinta…
Lizzie recuperó el dominio.
—Nandé, estos son Patrick Drury, mi hijo pequeño, y su esposa Juliet. Juliet,
Patrick, esta es Nandé, la… doncella de Doortje.
Buscó la palabra más positiva posible para describir a una sirvienta. Eso pareció
avergonzar todavía más a Nandé. Juliet hizo una mueca. Así que la esposa de Kevin
tenía servicio. ¡Una doncella!
Miró a la niña rubia que Nandé llevaba en brazos.
La muchacha africana se acercó a Patrick.
—Este es Abraham —presentó al niño con su dulce voz—. Su… sobrino, ¿es así?
Patrick le sonrió.
—Correcto. ¿Está aprendiendo inglés, señorita Nandé?
Nandé asintió.
Juliet constató que el niño era blanco puro. Y en ese momento, otra mujer entró en
la cocina. Doortje Drury iba con la típica ropa de trabajo bóer, un vestido azul,
delantal y capota. Por la mañana estaba recién lavada, pero las prendas no habían
salido intactas de la brega con las ovejas madre. Se veían arrugadas y sucias, quizá
Doortje se había caído mientras ordeñaba. Por añadidura, había llegado corriendo
bajo la lluvia desde el establo. No obstante, los ojos de Doortje resplandecían
triunfales e incluso Lizzie tuvo que admitir que se veía extraordinariamente bonita, en
contraste con la oscura y enigmática Juliet.
—¡He logrado ordeñarlas! —anunció Doortje, levantando un cubo.
Lizzie sonrió.
—¿Puedo hacer las presentaciones? Dorothea Drury, Patrick y Juliet Drury.
Doortje, son mi hijo menor y su esposa.
Las nueras de Lizzie se quedaron mirándose estupefactas. Juliet observó el delantal
manchado de excrementos y Doortje miraba sus rasgos negroides.
Patrick quitó un poco de tensión tendiendo la mano a su cuñada.
—Me alegro de conocerte —dijo—. A vosotros… a ti y al pequeño Abe. —Cogió
al pequeño de los brazos de Nandé y lo acunó—. El parecido con la familia es
manifiesto —observó Patrick sin malicia—. Es igual que Atamarie, ¿verdad?
5
Kevin hizo una corta visita a la consulta de Lawrence antes de volver a la cabaña.
Nadie lo estaba esperando, así que nadie le había echado en falta mientras había
pasado el día en Christchurch. Los aldeanos no necesitaban demasiada atención
médica, aunque Kevin la había sobrevalorado mucho cuando se había ofrecido al
viejo doctor Winter para encargarse de su consulta. Lawrence era una comunidad muy
pequeña y casi todos sus miembros, antiguos buscadores de oro, no iban con sus
achaques al médico. Sus esposas acudían a la comadrona con sus problemas y
también había una sanadora maorí en las proximidades. Y seguro que nadie se
inventaba enfermedades como hacía gran parte de la clientela femenina de la consulta
de Kevin en Dunedin. No, Kevin no dejaba a nadie en la estacada si regresaba a la
ciudad… Entró en la habitación donde realizaba las revisiones. En algún sitio habría
una botella de whisky. Kevin se avergonzaba de beber a escondidas, pero Doortje no
permitía alcohol en su casa; otro asunto del que tenían que hablar. Vincent tenía razón:
transigía demasiado con ella. La amaba demasiado.
—Pensé que vendrías. —Una voz oscura y sensual.
Kevin casi soltó la cerilla con que iba a encender la lámpara de gas. En Lawrence
todavía no había corriente eléctrica.
—¡Juliet!
La mujer sonrió y agitó la botella de whisky.
—Yo hubiese preferido champán, pero no es lo suficientemente fuerte como para
olvidar bebiendo a tu pequeña bóer. ¿Lo haces aquí, Kevin? No necesitas beber para
encontrarla más atractiva. Ella ya es hermosa. Pero fría, ¿verdad, Kevin? Fría como
un… ¿Hace frío en ese país tan raro de donde procede?
Kevin negó con la cabeza. Juliet se sentó en la butaca del médico, ambos
separados por el voluminoso escritorio en que el joven solía repasar los historiales
médicos. Kevin habría podido sentarse en la silla que ofrecía a sus pacientes, pero
permaneció de pie indeciso.
—No hay nada frío en su país, Juliet —respondió—. Hace calor y casi nunca
llueve…
Ella rio.
—Un país donde los dioses no tienen lágrimas —observó—. ¿Es un país feliz?
Kevin hizo un gesto de negación.
—No, no es un país feliz. Pero ¿qué haces aquí? No deberías estar aquí, la gente
pensará…
—Nadie me ha visto llegar —replicó Juliet—. Y si alguien me ve cuando me
marche… pues bien, Kevin. Soy tu cuñada. ¿Ya lo has olvidado?
Se levantó y se apoyó provocativa delante del escritorio. Así estaba más cerca de
él. Sería fácil abrazarla…
—Precisamente —señaló Kevin con la voz ronca—. Precisamente por eso no
deberíamos intimar demasiado. Patrick ya ha hecho suficiente por mí… por nosotros.
No podemos…
—No hagas como si solo Patrick quisiera hacernos un favor —murmuró—. Si te
tranquiliza… ya le he recompensado más que de sobra. Todo por un apellido para una
cría.
—La niña es muy guapa. —Kevin intentaba desviar la conversación hacia un
terreno inofensivo, pero no había salida. Juliet ya había conseguido dominarlo.
Demonios, no era fácil resistirse a ese hermoso cuerpo enfundado en un vestido
granate, sumamente ajustado, a la sonrisa seductora de sus labios húmedos y a unos
ojos en los que ardía el deseo. No era fácil sobre todo después de llevar semanas
viendo un vestido de andar por casa de cuello cerrado, severas capotas y delantales
almidonados. El cuerpo de Doortje era más bonito que el de Juliet, Kevin deseaba más
a su esposa de lo que Juliet podía excitarlo. Pero ¿de qué servía todo eso cuando sus
encantos permanecían ocultos en un camisón informe y su cabello dorado, escondido
bajo una capota? Ahora, los rizos negros y espesos de Juliet caían sobre su espalda, y
sus manos delgadas y finas, acostumbradas a deslizarse por las teclas del piano,
toqueteaban su pluma y la deslizaban por encima de su escote, como si escribiera un
poema de amor. Kevin pensó en las manos callosas de Doortje, en los quesos que
elaboraba, en el pan que amasaba. Intentó imaginar su olor, fresco y cálido como el
pan recién hecho… pero el denso perfume de Juliet se impuso. Las imágenes de
Doortje palidecieron en la mente de Kevin, al menos por esa noche. Mañana ya
recordaría por qué se había enamorado de Doortje van Stout. Pero ahora Kevin
luchaba con su deseo—. Es mi hermano, Juliet —dijo atormentado—. No podemos
engañar a Patrick…
Ella hizo un gesto de rechazo.
—No se enterará. Y lo indemnizaré, no tengas miedo. —Sonrió sardónica cuando
descubrió en los ojos de Kevin unos celos incipientes. No tardaría en hacerle olvidar a
su bóer. Y a su hermano… Tal vez Kevin y Patrick se odiaran en un futuro cercano,
pero a ella le resultaba indiferente—. Es que de vez en cuando… —musitó
provocativa— necesito a un hombre de verdad. Ya me entiendes, ¿verdad, Kevin? Ya
conoces a Patrick. Es… —rio— demasiado bueno. Y tú también necesitas alguna vez
a una mujer de verdad. ¿O acaso es demasiado buena la fría beldad del país cálido?
¿Te besa como yo, Kevin? —Sus labios se apretaron contra los de él—. ¿Te ama así?
Juliet se recostó sobre el escritorio y rodeó con sus piernas las caderas de Kevin,
que se rindió. Estrechó a Juliet entre sus brazos.
7
—No puedes encerrar aquí a tu esposa. —Michael Drury se vio obligado a hacer
valer su autoridad frente a su hijo Patrick. Ya hacía tiempo que su primera simpatía
por Juliet se había evaporado y a esas alturas compartía la opinión de Lizzie de que su
nuera era enervante. Pero en cierto modo también entendía a la muchacha. Esa mujer
no encajaba en aquel lugar, debía de sentirse terriblemente desgraciada en Elizabeth
Station. Con toda certeza no iba a aguantar los siguientes treinta años, fuera lo que
fuese que Patrick quisiese—. Si tanto la aprietas, volverá a marcharse de tu lado. —Lo
intentó con el único argumento con el que podía esperar salir un poco airoso.
—¡Al menos aquí nadie la seducirá! —contestó Patrick obstinado—. La otra vez,
tampoco se marchó por propia decisión. Solo que ese periodistilla, ese…
Michael puso los ojos en blanco.
—Ese hombre nunca se la llevó a la fuerza a la grupa de su caballo y a galope
tendido —le recordó—. Juliet empaquetó sus cosas, dejó a la niña con Claire y se
subió voluntariamente al coche de punto.
—¡Pero él le había prometido un contrato! —repitió Patrick la explicación que le
había dado Juliet—. ¡Uno al que a ella le resultaba imposible renunciar!
Su padre se encogió de hombros.
—La próxima vez se buscará ella sola un trabajo. Patrick, no aguanta aquí. Y
nosotros tampoco. Y no vengas ahora con lo del piano. Aquí no vamos a colocar
ningún piano, la casa no tiene sitio para eso.
—¡Ni sin piano tiene sitio para mamá y Juliet! —observó con amargura Patrick.
Poco antes se había producido un desencuentro entre suegra y nuera, como
consecuencia del cual la primera había desaparecido en el viñedo y la segunda, en la
habitación conyugal. Habría preferido tener una propia, pero Patrick había insistido en
que durmieran juntos.
Michael hizo un gesto de impotencia.
—No puedo negarlo, Patrick. Tu madre y Juliet no se entienden, y soy capaz de
comprender hasta cierto punto las razones de Lizzie. A la larga se nos tendrá que
ocurrir alguna idea, tal vez la cabaña de los buscadores de oro pueda rehabilitarse y
convertirse en una casa más grande. Pero en primer lugar tienes que ofrecer un
cambio a Juliet. Aquí se volverá loca, y tu madre también. Vete con ella a Dunedin, al
menos un par de días. Ve a un par de veladas, de conciertos… ¡Hazla feliz, Patrick!
¡Intenta hacerla un poco feliz!
Patrick Drury fue a la ciudad con su esposa tal como le había aconsejado su padre.
Para mantener entretenida a Juliet, asistió a funciones de teatro y vernissages, y la
pareja acabó recibiendo invitaciones de la buena sociedad de Dunedin. Naturalmente,
era previsible que Patrick y Juliet coincidieran en algún momento con Kevin y
Doortje. Al final ocurrió en una velada en casa de los Dunloe. Doortje, que entró en el
salón del brazo de Kevin exhibiendo su sonrisa forzada, sintió de repente que él se
tensaba. Siguió la mirada de su marido y se quedó aterrada por razones bien distintas
a las de Kevin.
—¿La dejan entrar aquí? —preguntó incrédula a su esposo—. ¡Pero si es de color!
—Es la esposa de mi hermano —respondió Kevin. Había palidecido y vio que
Doortje se había dado cuenta—. ¡Y ahora hazme el favor de ignorar el color de su
piel! Juliet es criolla, pero, si he entendido bien, la granja de su padre en Nueva
Orleans es más o menos el doble de grande que todo el Transvaal. No tienes que
convertirte en amiga suya, Doortje, pero, por favor, sé amable.
La muchacha bóer se habría esforzado por ser una esposa obediente, pero Juliet
no se lo puso fácil. A Doortje no le habían enseñado a comportarse en sociedad, pero
reconocía una mirada burlona cuando se la dirigían y distinguió el brillo de los ojos de
Juliet al mirar a su marido. Patrick siguió incómodo a su esposa cuando esta se dirigió
hacia Kevin y Doortje. Probablemente, habría preferido mantenerse distante. Un
cobarde… a Doortje le recordaba a Cornelis.
—¡Qué estupendo volver a verte, Kevin… y… Dorothy!, ¿no es así? Como la
niñita de Kansas a la que un ciclón se la lleva de su país… ¿Cómo se siente uno
siendo un ciclón, Kevin Drury? —Juliet sonrió.
¿Una sonrisa cómplice? ¿Seductora? En cualquier caso, Doortje se sintió como
una tonta. No entendía a qué se refería.
—Doortje —dijo con voz apagada—. O Dorothea si no puede pronunciarlo.
Juliet soltó una risa gutural.
—Ah, creo que lo conseguiré… Pero debería darle vueltas al nombre de Dorothy.
Es bonito. Y lleva también esos vestiditos cortos tan anchos… —contempló el vestido
reforma de Doortje.
El vestido granate de Juliet llegaba hasta el suelo. Se había ceñido bien el corsé, lo
que todavía realzaba más su espléndida silueta. Kevin se percató de que era el mismo
con el que lo había seducido en Lawrence. Se esforzó por no ruborizarse.
Patrick dio un paso al frente.
—Juliet, ¿qué maneras son esas? Así apabullas a tu cuñada. Disculpe, Doortje, está
usted encantadora con ese vestido.
Juliet asintió y en su hermoso rostro apareció una mueca. La bóer se fijó en que
iba maquillada.
—Sí, perdón. Me vuelvo insufrible cuando estoy con la garganta seca… ¿Nos
traes unas copas de champán, Kevin? ¿O sigue usted bebiendo leche, Doortje? —
Pronunció perfectamente el nombre de la bóer.
Esta se mordió el labio. Todavía no había probado el alcohol. Pero en ese
momento no iba a ponerse en evidencia.
—Beberé… sí, beberé encantada una copa.
Cuando Kevin regresó con el champán, Doortje miró compungida el líquido
burbujeante en la flauta de cristal. Dio un sorbo con prudencia y se quedó
agradablemente sorprendida. Siempre había imaginado que el alcohol le quemaría la
lengua, pero esa bebida solo producía un suave picor y tenía un sabor algo ácido, un
poco como el zumo de grosella aclarado con agua. A lo mejor no se incluía entre las
bebidas pecaminosas y embriagantes sobre las cuales les había advertido el pastor.
Vació la copa tan deprisa como Juliet.
Entretanto, Kevin y Patrick intentaban mantener una conversación cordial.
—¿Vas a volver a trabajar para el Ministerio de Agricultura? —preguntó Kevin—.
Lo digo porque… ahora que has regresado…
Su hermano sacudió la cabeza.
—No, no, me quedaré en Otago. Estaremos por aquí unos días para… bueno… a
la larga, si estás en la granja todo el tiempo, se te cae la casa encima. —Sonrió casi
como disculpándose. Nadie habría esperado una respuesta de ese tipo de él. Patrick
Drury amaba Elizabeth Station—. Y cómo va la consulta. ¿No tienes ningún problema
con la gente? Ya sabes, primero Sudáfrica y luego de vuelta, Otago y de vuelta.
Kevin hizo un gesto de negación.
—Christian es flexible. Y yo también tengo más o menos mis propios pacientes.
—Sonrió nervioso—. Las familias jóvenes acuden más a Christian y a mí me
consultan las histéricas. Él no lo dice así, pero lo piensa. Y no puede negarse que estas
últimas son las que pagan mejor. Así que más ingresos, incluso para él.
—¿Señor Patrick? —Nandé se acercó tímidamente, con la pequeña May en brazos.
Era evidente que le resultaba incómodo ver a su nuevo patrón hablando con Kevin,
pero intervino con valentía—. Señor Patrick. Usted decir yo llamar… —Patrick
frunció el ceño. Nandé esbozó una sonrisa de disculpa—. Me dijo usted que lo
llamase si May llorar —se corrigió—. Y acaba de hacerlo. Así que…
—Bien hecho —la elogió Patrick, cogiéndole la niña de los brazos.
Pero May parecía haber vuelto a tranquilizarse y sonreía juguetona a quienes la
rodeaban. Le encantaba estar con gente.
—Ba… señor… doctor Kevin…
Nandé hizo una educada reverencia ante su anterior patrón. Este buscó con la
mirada a Doortje, pero se había marchado con Juliet. Vaya, nunca se habría esperado
que su esposa se perdería entre los asistentes precisamente con su menospreciada
cuñada. Pero daba igual, lo principal era que conociera a otra gente sin él. Kevin
sonrió a la muchacha negra.
—Tienes buen aspecto, Nandé —dijo, y contempló con expresión complacida el
aseado uniforme de criada con la cofia y el delantal. Era casi el mismo traje que
llevaba Doortje en la granja. A Nandé debía de resultarle extraño—. ¡Y has mejorado
tu inglés!
Nandé volvió a bajar la vista al suelo.
—Se… se lo agradezco, señor Kevin. ¿No enfadado? Quiero decir… ¿no está
usted enfadado conmigo?
Kevin movió la cabeza y dio gracias al cielo de que Doortje estuviera ocupada.
—¿Porque has conseguido un empleo mejor? Lo hemos sentido, sobre todo la
señorita Doortje, pero eres libre de elegir. ¿Estás bien con la señorita Juliet?
Nandé asintió con vehemencia.
—¡Estoy muy bien con señor Patrick! —admitió—. Y con la pequeña señorita
May… y con señorita Juliet.
Aludió en último término a esta última porque de hecho Juliet era la gota de
amargura en su felicidad recién estrenada. La criada negra estaba acostumbrada a que
la riñesen y la tratasen mal, pero en la familia Van Stout nadie había sido caprichoso.
Nandé siempre había sabido lo que le esperaba, mientras que el humor de Juliet Drury
cambiaba de un momento a otro. Unas veces era generosa y le regalaba vestidos y
sombreros usados, y otras veces la reprendía por el más mínimo error. Eso
desconcertaba a la sirvienta africana tanto como el otoño de su nuevo hogar. Nunca
sabía cómo vestir a la niña para dar un paseo. A veces, tras haber caído una lluvia
torrencial, salía enseguida el sol, y viceversa.
—¡No «señorita May», Nandé! —la amonestaba Patrick. Bromeaba con May, pero
Kevin se dio cuenta de que también estaba pendiente de Nandé y que la miraba con
cariño—. No le metas fantasías en la cabeza. Bastante malo es ya que Juliet engalane a
la niña como si fuese una princesa.
En efecto, May llevaba un vestidito de encaje, aunque a esa hora debería estar
durmiendo. Nandé también se había desvestido y acostado en la habitación que les
habían asignado a ella y a la pequeña, pero había vuelto a vestirse para salir en busca
de Patrick. Eso explicaba también que la pequeña estuviera tan sonriente, hacía
ruiditos de contento en los brazos de su padre y observaba a toda esa gente
desconocida que le hacía carantoñas y no dejaba de repetir lo guapa y buena que era.
Por vez primera, Kevin miró con detenimiento a la niña. No cabía duda de que
existían semejanzas familiares. May era igual que Juliet, pero también se parecía a él y
Michael. Menos a Patrick y Lizzie. Decidió alejarse antes de que otras personas se
percataran de ello. De todos modos, Patrick estaba ahora ocupado con May y Nandé.
Jugueteaba con la niña en los brazos mientras conversaba con la niñera. Juliet había
desaparecido con Doortje. Kevin se disculpó con el pretexto de que iba a buscar a su
esposa.
Pero antes de encontrarla, se topó con el reverendo.
Peter Burton deambulaba algo aburrido. Solía acudir a actos como ese por
Kathleen, él prefería juntarse con unos pocos amigos de verdad antes que mantener
conversaciones vanas. Le interesaban tan poco los conciertos que servían como
motivo de invitación, como a Michael, el padre de Kevin. En ese momento sonrió al
joven, que se detuvo junto a él.
—¿Me podría dedicar unos minutos, reverendo? —preguntó cortésmente Kevin.
Ya hacía tiempo que había planeado hablar con Peter Burton—. Aunque quizá sería
mejor que me acercase a la iglesia para conversar con usted…
Burton hizo un gesto de rechazo.
—Sea lo que sea lo que te preocupe, se habla mejor con un vaso de whisky en la
mano que a la luz de las velas. Con lo que no quiero decir que mi iglesia se haya
quedado anticuada, desde hace algún tiempo ya tenemos luz eléctrica.
Kevin rio.
—Pero supongo que no una barra donde se sirva whisky —bromeó—. Espere,
voy a buscar un par de vasos y luego nos vamos…
—La terraza es un buen sitio —observó Burton—. Ya que no llueve… —Sonrió
—. Quizá debería pensarme realizar al aire libre las reuniones de la congregación. Así
la gente se vería obligada a ser más concisa.
Kevin regresó con dos vasos de whisky y antes de entrar en materia ambos
tomaron un par de tragos. Contemplaron el jardín silencioso y oscuro, que ofrecía un
contraste sosegante frente a la casa intensamente iluminada y rebosante de ajetreo.
Kevin distinguió a Doortje en un grupo de mujeres y se tranquilizó.
—Entonces, ¿qué sucede, Kevin? —preguntó el reverendo—. ¿Problemas
familiares? ¿Con tu hermano? Deben de haberse producido tensiones.
El doctor se encogió de hombros.
—Solo malentendidos. No se trata de eso. Quería preguntarle… ¿qué sabe usted
del calvinismo?
El reverendo sonrió.
—¿Un seminario de teología en lugar de música de cámara? Me sorprendes. Pero
en fin, todo se remonta a un suizo, Johannes Calvino. Vivió en el siglo dieciséis y
desarrolló una teología propia. Una muy peculiar, si quieres saber mi opinión… Pero
tuvo mucho éxito. Los presbiterianos se remiten a su doctrina, la Iglesia de Escocia y,
por supuesto, también la Iglesia holandesa de la que era seguidora, o todavía lo es, tu
esposa… Me alegraría mucho poder saludaros algún día en una de mis misas. La base
la forman los llamados cuatro soli, la sola scriptura, que solo reconoce la Biblia como
fundamento de la fe cristiana y que…
—No le pedía una explicación tan compleja —lo interrumpió Kevin—. Lo que me
preocupa es la perdición y la resurrección, y los elegidos. Son términos que
últimamente escucho con frecuencia.
El reverendo sonrió.
—La sola gratia. Enseña que el ser humano solo puede ser salvado por la gracia
de Dios y no, como aprendemos nosotros, a través de las obras buenas y malas que
realice en vida y del perdón y la penitencia. Calvino consideraba que los seres
humanos se dividen desde el comienzo de los tiempos entre elegidos y condenados.
Mucho antes de que uno nazca ya está determinado a qué grupo pertenece y no hay
más que hacer. Unos se salvan y a otros los espera el fuego eterno.
—¡Qué locura! —exclamó Kevin—. ¿Para qué va a comportarse uno bien y no
cometer pecados si, de todos modos, da igual?
El reverendo arqueó las cejas.
—Vaya, vaya, Kevin, espero que los diez mandamientos tengan algún valor para ti
y que no te atengas a ellos solo por miedo al infierno.
Kevin rio.
—Pero si uno puede comportarse como quiere…
—Suele tener la vida en general más fácil —admitió el reverendo, vaciando su
vaso—. Por cierto, has acertado trayendo la botella de whisky, aunque confirme que
no formamos parte de los elegidos. Pero volviendo a la conducta de los calvinistas:
observan una rígida disciplina y la comunidad puede castigarlos si se pasan de la raya.
Además, desde su punto de vista, una vida ascética y temerosa de Dios da prueba de
formar parte de los elegidos. Es una especie de conclusión al revés: damos por
sentado que seremos salvados si pecamos lo menos posible. Los calvinistas creen que
en el hecho de pecar lo menos posible ya se manifiesta la elección.
—¿El resultado no es el mismo? —A Kevin empezaba a dolerle la cabeza.
—Bueno, hay un par de diferencias. Por ejemplo, el modo de proceder de los
elegidos con los no elegidos. Se observa ahí cierta… hummm… arrogancia.
Kevin parpadeó.
—Deje que adivine: zulúes, maoríes, mestizos, indios… en principio no forman
parte de los elegidos.
—Exacto. El bienestar económico es también testimonio de que se es un elegido,
así que la asistencia a los pobres se reduce al mínimo. No cabe ni mencionar a los
esclavos, a quienes los calvinistas, cristianos como nosotros, explotan en sus
plantaciones. Si se vende bien la caña de azúcar, es gracias a la voluntad divina. —
Sonrió—. Lo siento, Kevin, ya notas que no son de mi agrado. Aunque la mayoría de
ellos son seguramente gente honrada y buena, que no hacen mal a nadie salvo a sí
mismos. En los casos extremos, esa gente renuncia a darse hasta el más pequeño lujo,
distracción y alegría en la vida. Debe de ser triste tener que considerar la felicidad y la
satisfacción únicamente como muestras de arrogancia.
Kevin reflexionó y volvió a llenarse el vaso.
—Y cuando uno de ellos… bueno, si siempre ha pensado que era un elegido y
sería salvado, pero un día le sucede algo que le hacer pensar que… que está
condenado…
Burton suspiró.
—No lo sé exactamente, Kevin. Lo que acabo de exponer lo he aprendido a través
de los libros, pero no conozco a nadie que pertenezca a esas comunidades religiosas.
Al menos a ningún ortodoxo. Seguro que entre nosotros hay algunos que dicen de
boquilla ser adeptos a la Iglesia de Escocia pero beben champán y le encargan ropa a
Kathleen. Yo diría que en el caso que has mencionado, él o ella tiene un problema
grave. Para alguien así el mundo se ha desmoronado. Kevin, ¿se trata de tu mujer?
¿De Doortje? —Burton estudió con la mirada a su interlocutor.
Kevin depositó su vaso sobre la mesa de la terraza.
—He… he de volver a entrar, reverendo. Le agradezco sus explicaciones. Ahora
tengo algunas cosas más claras.
El reverendo asintió.
—Necesitarás mucha paciencia, Kevin. Y tu Doortje, una nueva fe. Pero si uno
piensa que esa gente ha atravesado océanos, recorrido montañas y librado batallas por
su religión…
—Eran grupos que se daban mutuamente fuerza —advirtió Kevin—. Y, por
supuesto, todos eran elegidos… Pero Doortje… —su tono se suavizó—, Doortje está
completamente sola.
8
Doortje se hallaba con Heather y Chloé Coltrane cuando Kevin la descubrió entre
la multitud… y estaba riéndose. Kevin no dio crédito. ¿Había oído alguna vez a su
esposa reírse abiertamente? En ese momento disfrutaba de una anécdota que Heather
estaba contando sobre que en Ámsterdam había interpretado erróneamente unas
palabras. Cuando Kevin se acercó a las mujeres, el rostro de Doortje no se endureció,
como solía ocurrir últimamente, sino que le sonrió.
—La señorita Heather estuvo en Holanda, ¡imagínate! —informó a su marido—.
En… en Ámster… dam.
Heather sonrió indulgente.
—Creo que deberías ir pensando en marcharte a casa con tu encantadora mujercita
—susurró a Kevin—. Está bastante achispada. Pero también está cautivadora, nunca
hubiese pensado que era tan divertida.
—¡Porque ahí puede conocer a gente como Mijnheer Rembrandt! —siguió
Doortje elogiando el viaje de Heather—. Que es un pintor, como la señorita Heather.
La señorita Heather quiere pintarme un día. ¿Crees… crees que está permitido?
Kevin sonrió y la cogió del brazo.
—Es una idea estupenda y claro que no está prohibido —contestó, guiñando el
ojo—. Pero Mijnheer Rembrandt murió hace siglos. Era un gran artista y muy
aplicado. Pintó muchos cuadros. A lo mejor puedes ir de visita a casa de la señorita
Heather, seguro que tiene copias de sus cuadros.
Chloé asintió.
—Ella misma copió los cuadros de Rembrandt —explicó con seriedad—. Pero si
los ve entenderá por qué no los tenemos colgados. Durante su viaje por Europa,
Heather no logró imbuirse demasiado del arte de Rembrandt… —Heather fingió que
iba a lanzarle la copa a su amiga y Chloé soltó una risita—. Claro que ahora lo supera
con creces. —Le tendió la mano a Doortje—. Ha sido muy agradable conocerla un
poco más a fondo, señora Drury.
Heather y Chloé se despidieron amistosamente, pero lanzando unas expresivas
miradas a Kevin y Doortje. Que esta última estuviera piripi tenía su gracia, pero si se
quedaba más rato en la fiesta podía llegar a ser lamentable.
Kevin ofreció galantemente el brazo a su esposa.
—¿Puedo acompañarte a casa, Doortje, cariño? —preguntó animado por el buen
humor de su mujer—. Ya sabes que mañana me levanto temprano.
—¡Pero yo no! —objetó Doortje casi con un tono triunfal—. Puedo quedarme
durmiendo. Pero… claro, eso es pecado… —Se tambaleó un poco, pero se sentía tan
ligera como nunca en su vida—. Lo siento por Mijnheer Rembrandt, por la señorita
Heather… si era amigo de ella…
Algo vacilante, se dirigió cogida del brazo de Kevin hacia la salida. En el camino
se cruzaron con Juliet y Patrick. Nandé ya no estaba con ellos, se había llevado a la
cama a May.
—Vaya, Kevin, ¿ya os marcháis? —preguntó Juliet con una sonrisa arrogante—.
Antes tenías más aguante… —Miró a Doortje y se dio cuenta del estado en que se
encontraba—. ¿Le ha gustado el champán, Dorothy? Pero se lo advierto: cuando
vuelva del país de las maravillas le dolerá la cabeza. —Juliet posó en Kevin su mirada,
que se volvió burlona y… seductora. Se acercó a él—. Un país de las maravillas
efímero para ti, Kevin —le susurró al oído—. Ten cuidado, se te dormirá antes de que
entres en acción.
Doortje se la quedó mirando con el ceño fruncido. No podía haber escuchado lo
que decía, pero no estaba ciega.
—Yo no estoy en un país de las maravillas —afirmó con su voz clara de niña, pero
bien comprensible—. Aquí no hay leones… ni espantapájaros. ¡Solo… una cafre sin
corazón!
Kevin decidió dar un paseo con su esposa por la ciudad. Podría haber cogido un
coche de punto, pero la casa de los Dunloe no estaba tan lejos de su consulta y de su
vivienda en Lower Stuart Street, y seguro que el aire fresco le sentaba bien a Doortje.
También la llovizna que había empezado a caer.
—¡En este país siempre está lloviendo! —se quejó Doortje. Kevin se lo pensó un
poco, pero luego le contó la historia de Papa y Rangi. Doortje lo escuchó con suma
atención. Normalmente hacía oídos sordos cuando se trataba de las leyendas maoríes
—. En el Transvaal no. Ahí no se llora tan rápido.
Kevin sonrió.
—Pero mira, Doortje, si los dioses no lloran, la tierra se seca. Hazme caso, de vez
en cuando algunos sentimientos pueden mostrarse con toda tranquilidad.
Habían llegado a la consulta y él la condujo a la entrada y la abrazó. Doortje estaba
a punto de volver en sí cuando él la estrechó, pero entonces prefirió quedarse tras el
mullido cojín de nubes que el champán había levantado ante su espíritu crítico y sus
sentimientos de culpabilidad. Era bonito que la besaran. Recordó vagamente los besos
de Martinus. Ella se los había devuelto. Y Martinus la había censurado por ser tan
impetuosa. Pero Kevin no parecía tener nada en contra. Le devolvió el beso con
audacia y le gustó que Kevin se alegrara de ello. No opuso ninguna resistencia a que él
la cogiera en brazos y la llevara escaleras arriba hacia su vivienda.
—Pero Abe… —objetó en un último brote de vacilación cuando él recorrió el
pasillo de puntillas.
Kevin no se había olvidado del niño.
—Ya hace rato que duerme —susurró, y para demostrarlo abrió con sigilo la
habitación del pequeño.
Abe no estaba en la cuna. En la mecedora que había al lado dormía la maorí Paika,
la sirvienta de Claire a la que tanto le gustaban los niños y que por poco dinero
vigilaba a Abe cuando sus padres salían. El pequeño dormía entre sus brazos,
acurrucado entre sus pechos y con el cuerpo extendido sobre el vientre de la mujer.
—No debería…
Doortje tenía prohibido severamente a Paika que durmiera al niño meciéndolo
entre sus brazos. Abe tenía que aprender desde el principio a dormirse solo. Pero
Kevin cerró la puerta tan deprisa y silenciosamente como la había abierto.
—Déjalos tranquilos —la apaciguó—. Esta noche olvidémonos de todo… de la
educación, los dioses, Inglaterra y Sudáfrica. Esta noche estamos tú y yo solos…
Doortje no protestó cuando él le desabrochó el vestido y empezó a cubrir de besos
su escote. Cuando él la penetró, pensó fugazmente en estar condenada. Pero tampoco
se estaba tan mal en el infierno…
9
Al día siguiente, sin embargo, Doortje casi pasó por un infierno. Se despertó con
el dolor de cabeza más espantoso que jamás había tenido y cuando Kevin la obligó a
tomar un té no pudo evitar vomitar.
—Estoy enferma —susurró desorientada—. Me duele todo. ¿Qué me pasa?
—Son los efectos de demasiado champán —sonrió Kevin—. No tengas miedo,
enseguida estarás mejor. Mañana a más tardar estarás totalmente recuperada.
—¿Quieres decir que… que me emborraché? —preguntó Doortje horrorizada.
Recordaba que había sido desvergonzada y casi había confraternizado con los
ingleses. Se había reído con ellos… se había reído con Heather de una historia con la
que esa mujer se burlaba de Holanda. Pero por otra parte…
—Estabas un poco achispada, Doortje. Lo único que ocurre es que no estás
acostumbrada a beber alcohol. Nada grave, cariño. Al contrario. Estabas… estabas
cautivadora… —Se tendió en la cama junto a ella e intentó besarla. Doortje reaccionó
rechazándolo.
—No… no debes si estoy enferma —advirtió con rigidez.
Kevin suspiró. Ya tendría que haber contado con que no sería tan fácil.
—Pero si no estás enferma, solo tienes resaca —repitió—. Claro que no voy a
obligarte. He pensado solo que anoche… te gustó.
Ella lo miró indignada.
—¡A mí no me gustó nada! —mintió—. Es que… caí en la tentación. ¿Es posible
que me haya hechizado? Me refiero a la cafre, a esa Juliet. Es ella la que me dio
champán, ella…
Kevin rio de manera forzada. No quería hablar de Juliet, cada vez que la
mencionaban delante de él creía que Doortje reconocía algo en su rostro o en sus ojos
que delataba su infidelidad.
—Como mucho, las dos primeras copas —la corrigió—. Y seguro que no le puso
ningún veneno. No, Doortje, no te negaré que Juliet tiene algo de bruja, pero no
puedes culparla de que tú estuvieras piripi.
—Te miraba… —señaló Doortje pensativa.
Kevin asintió incómodo.
—Sí, lo hizo, la gente se mira cuando conversa. Olvídate ahora de Juliet; aunque a
la larga tendrás que disculparte con ella, por supuesto. Lo que le dijiste al final…
bueno, seguro que en Dunedin ya le han dicho que no tiene corazón, pero llamarla
cafre es imperdonable. Y ahora voy a buscarte unos polvos en la consulta para
aliviarte el dolor de cabeza. Puedes dormir un poco más…
—¿En pleno día? Eso es… —Doortje se levantó precipitadamente y se llevó de
inmediato las manos a las sienes.
—Estás enferma, acabas de decirlo. —Kevin sonrió irónico—. Así que quédate
acostada. Me llevo a Abe a la consulta. No, no tengas miedo, no le contagiarán
ninguna enfermedad. Esta mañana solo tengo histéricas, como suele llamarlas
Christian. Su presencia puede que tenga efectos terapéuticos. Todas mis pacientes lo
encontrarán monísimo…
Doortje se tendió e intentó pensar, pese a los latidos que le martillaban el cráneo.
¡Pues claro que Juliet tenía la culpa de su borrachera y de las complicaciones
resultantes! La había provocado y se había obstinado en que su comportamiento era
incorrecto. Para Juliet, ella era un blanco al que disparar, tenía algo en su contra. Y
miraba a Kevin de una manera con la que ninguna mujer decente se permitiría mirar al
hermano de su esposo; en rigor, ¡ninguna mujer decente podía mirar de ese modo ni
siquiera a su propio marido! Al menos, no en público. Pensó en la Jezabel de la
Biblia, en la esposa de Putifar y en lo que Salomón había advertido a sus hijos: los
labios de la mujer extraña destilan miel y su lengua es más suave que el aceite, pero
después es amarga como el ajenjo, aguda como espada de dos filos…
¡Eso precisamente era Juliet, una trampa untada con miel! Y Kevin iba camino de
caer en ella. Doortje tomó una decisión. Ignoraba cómo se las apañaría, pero toda
esposa tenía la obligación de impedir que su marido diera un paso en falso.
Después del mediodía, cuando su jaqueca por fin se había aplacado y solo se le
rebelaba el estómago, Doortje se puso en camino hacia Lady’s Goldmine.
—Lo siento pero Kate se ha ido a casa. —La bonita y elegante Claire Dunloe, ante
la cual Doortje todavía se sentía intimidada, movió apenada la cabeza cuando la joven
bóer le preguntó por la señorita Kathleen—. El grupo de mujeres del reverendo está
seleccionando ropa usada para el bazar del sábado próximo y quería que Kathleen
clasificara las prendas que les han donado. Y que les aconseje cómo remendarlas o
plancharlas en caso de duda. Y eso que todas son madres de familia hechas y
derechas, que saben exactamente cómo arreglar un vestido y planchar una blusa. Pero
si Kate colabora con ellas, su trabajo se revaloriza. Así que el reverendo le ha
suplicado que hoy se pasara por allí. ¿No puedo ayudarla yo?
Doortje negó con la cabeza. No, no quería contarle sus cuitas a Claire Dunloe, le
resultaba demasiado lamentable. Pero, por otra parte, tampoco quería esperar al día
siguiente.
—Podría… bueno, ¿cree usted que la señorita Kathleen encontraría demasiado
inapropiado que fuera a verla a su casa? —Doortje se frotó las sienes, que volvían a
dolerle un poco.
Claire sonrió.
—Qué va, señora Drury. Ya le he dicho que allí está el grupo de mujeres. Se
alegrarán de verla, de todos modos ya corre el rumor de que no asiste a la misa. Por el
momento todavía creen que es usted católica, pero hay gente que también se imagina
que se acerca más a la Iglesia escocesa. Si no se deja ver pronto, supondrán que es
usted adepta a alguna creencia zulú.
Claire bromeaba con despreocupación, nunca en su vida había oído mencionar la
Iglesia holandesa ni sus contenidos religiosos, y el conflicto entre bóers e ingleses le
interesaba, como mucho, en relación a los diamantes.
Doortje se puso como un tomate, pero optó por no enfadarse. Estaba aprendiendo
a reconocer por el sonido de la voz si alguien bromeaba o no, otra cosa que le
resultaba desconocida. La ironía, los juegos de palabras y las indirectas eran ajenos a
la sociedad bóer, donde no se andaban con rodeos y llamaban a las cosas por su
nombre.
—Entonces me voy —dijo, y Claire la despidió alegremente.
Sí, era cierto, no había querido herir a Doortje. Esta suspiró cuando volvió a
empujar por la calle el voluminoso vehículo que allí llamaban cochecito del niño.
Tampoco se conocía algo así en África. Allí se llevaba a los niños en un cesto o en un
trozo de tela como las negras.
Pero ese día se alegraba de no tener que arrastrar a Abe. Hasta entonces, solo
había estado una vez en Caversham, pero creía recordar el camino, aunque no cuánto
se tardaba en llegar. Kevin había enganchado a Silver delante del carruaje y los tres
kilómetros habían pasado volando. En esta ocasión, sin embargo, el trayecto se le hizo
pesado, el delicado calzado que sustituía los recios zapatos de cuero que llevaba en el
Transvaal no estaba hecho para recorrer kilómetros. Por fortuna, Abe dormía
tranquilamente en su cochecito y el aire fresco liberó a Doortje del último malestar
que le quedaba. Ya estaba recuperada cuando golpeó con la aldaba la puerta de la casa
de campo del reverendo. Nadie acudió a abrir. Dudando sobre si volver a marcharse,
se dirigió a la puerta del jardín y reconoció a Violet Coltrane, la esposa de Sean, que
se acercaba con una gran bolsa.
—¡Señorita Doortje, qué amable! ¿Se reúne a veces con el grupo de mujeres?
¡Seguro que sabe coser! —Violet se detuvo cuando Doortje no respondió—. O no…
Usted no es… ¡Qué tonta soy, discúlpeme! Probablemente solo viene a ver a
Kathleen. Pero ella ahora no está libre, se encuentra con las demás mujeres en la sala
de la comunidad. Venga, la llevo hasta allí aunque usted no sea anglicana. A lo mejor
tiene ganas de colaborar con nosotras. Ayudar a los pobres siempre es bueno, ¡y todos
somos cristianos! —Violet siguió parloteando amistosa y despreocupadamente
mientras rodeaban la casa para llegar a la iglesia. La sala de la comunidad, una
habitación no demasiado grande, en la que Peter dirigía los grupos de lectura de la
Biblia y daba clases los domingos, se encontraba junto a la iglesia—. He seleccionado
un par de prendas muy bonitas —explicó Violet, y señaló la bolsa—. Con esto se da a
la gente una gran alegría… ¡Dios, qué contenta me puse el día que Heather me regaló
un vestido suyo! Pero usted también debe de haberlo experimentado, ¿no estuvo en
uno de esos horribles campos de Sudáfrica? Un crimen que se han permitido cometer
allí los británicos…
Doortje escuchaba atónita. Nunca habría imaginado que la rica esposa de un
abogado como Violet Coltrane necesitara que le regalasen ropa, ¡y que además lo
admitiese! En su país se habrían avergonzado, incluso en los campos, de aceptar
donativos. Y, además, criticaba con toda desfachatez la política británica y simpatizaba
con los bóers. Doortje hubiese querido tener más tiempo para ahondar en ello, pero
ahora Violet abría la puerta de la sala de la comunidad, donde una quincena de
mujeres, sonrientes y parloteando, clasificaban la ropa que había extendida sobre
grandes mesas. Kathleen y el reverendo estaban en medio del grupo. Violet ayudó a
Doortje a introducir el cochecito.
—Hasta podríamos hacer un pase de moda en Lady’s Goldmine —propuso una
mujer joven, mostrando un vestido que todavía se encontraba en muy buen estado—.
¡Sería divertido! Señora Burton, ¿es cierto que este año una negra desfilará con sus
vestidos?
Doortje se quedó azorada mientras Kathleen, con una sonrisa, contestaba:
—Se lo hemos pedido a la señorita Nandé, la sirvienta de los Drury. Pero se
muestra remilgada. Aunque es tan bonita… Y casi no necesita corsé para mostrar lo
esbelta que es. Todas tendríamos que poner algo de empeño en cuidar la línea,
señoras. Tal vez deberíamos dejar de ofrecer pasteles en el bazar…
Doortje no podía creer que esas mujeres encontrasen bonita a Nandé… Y que le
«pedían» hacer un trabajo antes de encargárselo. Kathleen acababa de verla y le
dispensó una calurosa bienvenida.
—¡Otra mujer a quien nuestros vestidos le sientan de maravilla! —exclamó
sonriendo—. Pase, Doortje, ayúdenos a clasificar estas prendas. ¡Ay, si se ha traído al
pequeño Abe!
Kathleen miró con ojos centelleantes al niño, que acababa de despertarse.
—¿Puedo cogerlo?
Doortje asintió vacilante. Estaba acostumbrada a que todas las mujeres
encontrasen mono a Abe, pero Kathleen parecía fascinada por el niño. Y también a
Abe parecía gustarle ella. Empezó a emitir gorgoritos mientras Kathleen lo mecía.
—¡Le queda bien el niño! —dijo riendo una de las mujeres—. ¿Sabe qué? ¡Es
igualito a usted!
Doortje se percató de que Kathleen se sobresaltaba. Casi se le cayó el niño.
—Qué va, claro que no, cómo… cómo iba… —Volvió a depositar
precipitadamente a Abe en el cochecito—. Bien… ¿qué quiere hacer, Doortje?
¿Prefiere planchar o remendar? —Señaló dos largas mesas en torno a las cuales se
atareaban varias mujeres—. ¡Violet, tú tienes que coser! La señora Coltrane lo hace
casi tan bien como yo, señoras, trabajó en nuestra tienda cuando era una niña. Ya
puedes poner manos a la obra, Violet, todas hemos visto que has llegado tarde. Y no
nos vengas con que tenías que presentar no sé qué solicitud para la Unión de
Costureras. Coge aguja e hilo y siéntete como en tu casa.
Las otras mujeres rieron, pero a Violet no pareció sentarle mal que se divirtiesen a
su costa. Se rio con las demás, cogió un vestidito de niña y se puso a trabajar.
Inmediatamente después, Doortje se encontraba sentada a su lado, arreglando una
blusa. El trabajo le resultaba sencillo, ¡por fin algo que sabía hacer tan bien como las
mujeres de Dunedin! Estas enseguida la hicieron partícipe de sus conversaciones
acerca de sus hijos y nietos y de su experiencia personal con las donaciones de ropa
usada. Muchas habían llegado con sus maridos a Nueva Zelanda durante la fiebre del
oro y se habían visto beneficiadas por los comedores para pobres del reverendo. El
país de donde Doortje procedía no parecía interesarles lo más mínimo, ahí ella era una
inmigrante como todas las demás.
Solo una mujer mencionó como de paso que también en el país de Doortje había
oro.
—Mi Herbert lo dijo entonces, cuando lo descubrieron. Dios mío, si hubiese sido
veinte años más joven, seguro que no habría podido retenerlo…
Las mujeres se echaron a reír y empezaron a contar anécdotas de sus propios
maridos.
—¿También en su país hubo tanto jaleo como aquí? —le preguntó una residente
en Dunedin hacía tiempo establecida allí—. ¡Nos despertamos una mañana y toda la
montaña estaba blanca de tiendas de campaña! La mitad de Inglaterra e Irlanda había
venido con la esperanza de hacer fortuna en un periquete.
Doortje levantó la mirada de la labor.
—Mi gente no trabaja en las minas —dijo con severidad—. Hacerse rico sin
trabajar es para nosotros una inmoralidad.
Se sintió herida cuando las mujeres volvieron a reír.
—Querida, ¡seguro que nunca ha estado en un yacimiento de oro! —objetó la
esposa de un obseso buscador de oro llamado Herbert—. Hágame caso, ¡no hay
riqueza sin trabajo! ¡Santo Dios, lo que hemos trabajado nosotros! De la mañana a la
noche, como animales. Y a veces ni siquiera teníamos suficiente para cenar. Claro que
hubo algunos con suerte. Pero a esos el oro solía escapárseles entre los dedos. No, no,
querida, prefiero mil veces la carpintería que tenemos ahora. —Dirigió a Peter Burton
una mirada de veneración—. Él le buscó trabajo a mi Herbert cuando regresamos de
Lawrence, cuando todavía se llamaba Tuapeka. Y luego mi marido se hizo cargo del
negocio. Como se dice: quien tiene oficio, tiene beneficio.
Dos horas más tarde, cuando las mujeres se separaron, a Doortje le zumbaba la
cabeza. Habían seleccionado y arreglado una buena cantidad de ropa para el bazar y
un par de muchachas jóvenes vestían encantadas los maniquíes y colgaban en las
perchas que Kathleen había llevado de Lady’s Goldmine las prendas más bonitas.
—¡Creo que compraré uno! —dijo la joven que también había tenido la idea de
hacer el desfile de modas—. Un modelo de Kathleen Burton, de otro modo una no
puede permitírselo.
Kathleen sonrió.
—Todo irá a la caja del comedor para pobres, Mary. Así que ¡ánimo!
—¿Vende los vestidos? —preguntó vacilante Doortje cuando al final fue con
Kathleen y el reverendo a la casa de estos.
Kathleen la había invitado con toda naturalidad, pues intuía que tenía algo que
contarle y que no solo había ido para ayudarla.
El reverendo asintió.
—Sí. La mayoría a precios muy bajos. Los vestiditos para niños solo valen unos
céntimos, es más bien un precio simbólico. Ahora bien, la gente se siente mejor
cuando paga por la ropa. A nadie le gusta que le den limosnas. Y afortunadamente
siempre hay piezas de las colecciones de mi esposa por las que se pagan buenas
sumas. De manera que las mujeres realmente necesitadas se encuentran en el mismo
grupo que las pertenecientes a nuestra congregación y que quieren permitirse un
pequeño lujo por un precio módico. De esa manera nadie se siente mortificado.
Además, Kathleen y Claire están ahí para aconsejar a las mujeres en su elección,
también a las pobres. No se imagina lo felices que se sienten cuando las propietarias
de Lady’s Goldmine les ajustan un vestido con alfileres.
Doortje fue incapaz de hacer ningún comentario. Todas esas reflexiones le
resultaban tan ajenas que a veces hasta pensaba que el reverendo y los demás
hablaban en otro idioma. En su país, nadie se habría preocupado de cómo se sentía la
persona que recibía una limosna.
—¿Qué la trae por aquí, Doortje? —preguntó Kathleen mientras preparaba el té—.
No habrá venido solo a coser un poco en compañía, supongo.
La joven dio unos rodeos antes de ir al grano, pero una vez en materia lo soltó
todo.
—Esa cafre echa a mi esposo unas miradas impúdicas —contó—. Y a mí… a mí
me trata como a una niña tonta, como si yo no supiese nada de nada. Y lo peor es…
es que tiene razón. Para ella todo esto es un juego, sabe cómo funciona todo. Pero eso
no debería ser así. No es… no es grato a Dios.
El reverendo meneó la cabeza sonriente.
—Doortje, puede hacer responsable a Dios de algunas cosas, pero no de no haber
asistido a clases de urbanidad. Que es lo que le falta a Juliet. Tiene usted razón, esa
señorita atenta contra el décimo mandamiento. Se refiere a que no se debe desear las
cosas ni la mujer del prójimo.
Doortje levantó la vista estupefacta.
—¿Se permite el adulterio entre los británicos?
—No solo entre los británicos, Doortje —rio Burton—, así está también escrito en
vuestra Biblia, estoy seguro. Pero hay que interpretarlo de otro modo. En los tiempos
de Moisés era impensable que una mujer diera muestras de desear al marido de otra.
Las mujeres estaban muy limitadas, no tenían ningún derecho.
Entretanto, Kathleen se había acercado al armario de pared y había sacado dos
libros. Uno era la Biblia, donde enseguida encontró la cita que buscaba:
—«No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo o su esclava, su buey o su
burro o cosa alguna que le pertenezca» —leyó en voz alta—. Los hombres son
«alguna cosa», Doortje. Una interpretación muy interesante en cierta forma. Deberías
dar un sermón acerca de esto un día, Peter. —Le guiñó el ojo a su marido, que la
amenazó con el dedo.
—También han codiciado a mi esclava —dijo Doortje, abatida—. Incluso se la han
quedado.
Kathleen se llevó las manos a la cabeza.
—La esclavitud ya está abolida, Doortje, tiene que acostumbrarse a ello. Pero
volvamos al tema que nos ocupa. La señorita Juliet siempre está lanzando miradas
impúdicas a los hombres, no solo al suyo; pero, dejando esto al margen, ha disfrutado
de una excelente educación. Lo que tiene sus repercusiones, independientemente del
color de la piel o el carácter. Si no quiere desmerecer frente a ella, tiene usted que
solventar sus carencias, Doortje. Pero tengo una buena noticia: no es tan difícil. ¡Mire!
Tendió a la joven el segundo libro que había extraído del armario, un voluminoso
ejemplar: Cómo comportarse en sociedad. Doortje hojeó maravillada el libro, bastante
manoseado.
—¿Está todo aquí? —preguntó sorprendida—. ¿Cómo ha de comportarse una en
una comida y en un baile y en… sitios así?
Kathleen asintió.
—Es muy útil —matizó—. Cuando aprenda todo esto dejará de llamar la atención
entre la buena sociedad de Dunedin. Tampoco se puede decir que esta sea tan
distinguida. La mayoría de las personas acomodadas son más o menos nuevos ricos.
Puede que este manual no fuera suficiente para una presentación en la corte inglesa,
pero usted lo compensará con su encanto personal. —Sonrió a Doortje con picardía.
—Tendría que evitar palabras como cafre o esclava —añadió el reverendo con
sequedad—. No es digno de una dama. Ah, sí, y además tiene que abonarse al menos
a una de esas revistas de moda de París o Londres, o mejor a cinco. En ellas aprenderá
frases como: «Esta falda recta le queda estupendamente, querida, pero ¿no sería
preferible una acampanada para esta estación del año?» —El religioso la pronunció
con voz meliflua.
Kathleen rio y Doortje sonrió.
—¿Es… es una pulla? —preguntó con cautela.
El reverendo asintió.
—Está usted aprendiendo, Doortje. Tal vez no sea bueno para su alma inmortal,
pero para el bienestar general, las pequeñas bromas son saludables.
10
Esa noche, cuando Kevin hubo atendido a su última paciente, Juliet Drury la Bree
aguardaba en la sala de espera.
—¿Qué haces aquí? —preguntó molesto. Quería cerrar y reunirse con Doortje, si
es que había regresado.
Juliet hizo un mohín.
—¿Qué pasa? —preguntó con su voz suave como la seda—. No soy más que una
paciente. No irás a negarme asistencia.
—No tienes aspecto de enferma —opinó Kevin.
Ella sonrió.
—A diferencia de tu pequeña bóer, ¿no? Ayer se puso hasta la coronilla de
champán. ¿Al menos se mostró más cariñosa, Kevin? ¿O siguió igual de cardo pese al
alcohol? Me llamó cafre… He de admitir que cuando abre la boca tiene una lengua
afilada, tu Dorothy.
—Se llama Doortje —corrigió el doctor, comedido—. Y simplemente no está
acostumbrada al champán. Ahora que recuerdo, hubo noches en que tú también te
pasaste con la bebida. Así que vayamos al grano. ¿Qué te sucede?
Sostuvo la puerta abierta para Juliet. Fuera lo que fuese lo que quisiera, mejor
hablarlo en el consultorio. Las voces en la sala de espera no quedaban aisladas del
pasillo.
Juliet se quitó la chaqueta ligera y se abrió sin preámbulos el vestido y el corpiño.
—Tal vez… deberías palparme el pecho —sugirió—. Lo noto tirante. ¿Estaré
embarazada? Y el corazón… últimamente se me acelera…
El vestido dejaba ver una botonadura exquisitamente elegida para momentos como
ese. Mientras el desesperado Kevin intentaba concentrarse en el estetoscopio y la zona
del corazón, ella siguió desabotonándose y se soltó el corsé.
—En realidad solo se me acelera cuando te veo… —musitó.
El doctor levantó el estetoscopio.
—No veo que haya nada digno de preocupación —dictaminó tenso—. Y en
cuanto a un posible embarazo… ¿cuándo tuviste la última menstruación?
La bella mujer se desperezó sobre la camilla.
—Hace una semana, Kevin. Así que no hay peligro. Incluso si no tienes a mano
alguno de estos granujillas… —Sacó como de la nada un preservativo.
Él puso los ojos en blanco, pero tampoco podía negar que el cuerpo de Juliet lo
excitaba.
—Todavía no se puede determinar un embarazo en este estadio —le informó—.
Así que…
—Kevin… —Dejó al descubierto sus pechos y se humedeció los labios—. Está
bien, a lo mejor ahora no encuentras nada… pero escúchame, estoy triste, me
consumo por ti. Y encima tengo que ver cómo llevas a todas partes a una tontaina
que, además, no parece demasiado feliz. ¿Qué sucede con esa bóer? ¿Por qué te has
casado con ella?
—Quizá por la misma razón por la que mi hermano se casó contigo. La quiero. Y
él te quiere a ti. Si él no te hace feliz, lo siento. Pero yo…
—¡Tú me dejaste en la estacada! Con tu hijo en el vientre. ¿Qué otra cosa podía
hacer, Kevin Drury? ¿Esperarte? En menudo lío me hubiese metido… —Por su rostro
pasó una sonrisa sardónica—. Y también tu pequeña Doortje, claro. ¿Qué habría
dicho si aquí te hubiese estado esperando una hijita? ¿Y una novia abandonada?
—Tú nunca fuiste mi novia, Juliet.
Ella dejó caer su vestido a un lado de la camilla y se desprendió del liguero.
—Podría serlo, Kevin… Ven, amor mío, todo eso puede arreglarse. Y ni siquiera
tendrás que hacerlo tú. Yo le explicaré a tu pequeña bóer lo de May y Patrick…
Kevin se esforzó por no mirar aquel cuerpo turgente. Nunca había podido
resistirse cuando ella liberaba del corsé sus formas naturales.
—A lo mejor no se sorprendería tanto como crees —repuso él lacónico.
Juliet alzó las cejas.
—¿Ah, sí? ¿Acaso me aguardan nuevas revelaciones? ¿Tal vez no es tan
remilgada? Pensándolo bien, el pequeño Abe no se parece mucho a ti…
Kevin se esforzó por disimular su espanto.
—Abraham se parece a Doortje —aclaró rígido.
Juliet se encogió de hombros.
—¿Realmente queremos pensar en eso ahora? —susurró—. De acuerdo, May se te
parece. —Abrió despacio las piernas.
Kevin se convenció de que hacía caso a Juliet para que ella callara. Pero cuando la
tocó, supo que estaba perdido. Ella empezó a jugar con él sobre la camilla, y en algún
momento ambos acabaron de nuevo sobre la alfombra debajo del escritorio.
Sonriente, la joven lo ató con una venda y encontró el coñac que él guardaba para
cuando un paciente amenazaba con desmayarse y derramó unas gotas sobre el pectoral
y el vientre de él, para lamerlas después.
—Podemos jugar a la enfermera y el enfermo —dijo en voz baja—. Yo seré
Florence Nightingale… ¿Tenemos una cofia por aquí?… Nandé ha contado que todas
las mujeres debían llevar una a la mesa de los Van Stout. Si alguna no llevaba, el
padre les colocaba un pañuelo sobre la cabeza. ¿Tengo que ponerme un pañuelo en la
cabeza, Kevin?
Se soltó el cabello y acarició a Kevin con los mechones y, al final, él cedió y jugó
al médico y la enferma. Escuchó los latidos del corazón de ella mientras la penetraba,
y afirmó que iba a comprobar sus reflejos cuando la excitó tanto que ella adelantó la
pelvis bajo su peso.
—No deberíamos hacer esto —dijo cuando, agotados, yacían uno al lado del otro
—. Esto le partiría el corazón a Patrick…
Juliet rio.
—Bah. Eres médico, Kevin. ¿Has visto alguna vez un corazón partido? ¡Y qué si
sucede! Tú y yo estamos hechos el uno para el otro. ¡Nunca me lo había pasado tan
bien con nadie! Y tú tampoco, ¿no? Así que… ¿no se podría decir que esto es…
voluntad divina?
Kevin se enderezó.
—Más bien maldición —respondió con amargura—. Lo siento, Juliet, esto no
volverá a suceder… no podemos…
Ella esbozó una sonrisa triunfal.
—No te preocupes. Mañana no, y pasado mañana tampoco. Es probable que
volvamos a Dunedin dentro de dos semanas, Kevin. Pero entonces… Ya verás, te
esperaré en algún lugar…
El próximo encuentro de Doortje con Juliet fue todo un éxito. Kathleen y Claire no
se habían equivocado al vaticinar la impresión que causaría el vestido de la joven. Dos
semanas más tarde, Patrick y Juliet regresaron a Dunedin para pasar el fin de semana
y, en la cena del sábado en casa de Heather y Chloé, Doortje sobresalió por encima de
las demás, incluso de Roberta Fence. Y eso que la joven maestra era la sorpresa de la
noche. Tras el largo período de los vestidos reforma, volvía a llevar el corsé y su
aspecto con un vestido color chocolate y bordados crema era realmente arrebatador.
Kevin le hizo unos cumplidos, lo que al principio pareció alegrarla. Pero luego,
cuando vio a Doortje con su vestido nuevo, perdió aplomo. La bóer estaba tan
hermosa y los ojos de Kevin resplandecían tanto al mirarla… Roberta tuvo que
admitir una vez más que no tenía la menor posibilidad de éxito en la conquista de su
antiguo amor. Y aún menos desde que Doortje se estaba integrando.
Roberta había alimentado sus últimas esperanzas con la expectativa de que la bóer
no se adaptase a Nueva Zelanda y que luchara tanto contra su nuevo país que, al final,
el amor de Kevin se apagara y él se separase de ella. Pero no parecía ser así. Roberta
suspiró, pero estaba decidida a no culpar a Doortje. Así que fue especialmente amable
al charlar con ella, le preguntó por su vida en Elizabeth Station y en Dunedin y se
sorprendió un poco al ver el brillo malévolo que asomó en sus ojos al mencionar a
Juliet.
—Ahora Patrick vive con su esposa en la granja, no había sitio para nosotros —
contó apesadumbrada—. Intentamos instalarnos en la vieja cabaña de los buscadores
de oro, pero Kevin quería volver a Dunedin.
Roberta tomó nota de que eso no era del agrado de Doortje y atribuyó su rechazo
de Juliet a ese destierro. Pero entonces Patrick y Juliet entraron en la sala… y Roberta,
con años de experiencia en la observación de los mínimos cambios de humor de
Kevin, se alarmó al instante.
En efecto, él se puso tenso cuando Juliet apareció con su traje de noche granate
del brazo de Patrick, aunque de hecho parecía más bien estar remolcando a su marido.
Al verla, en los ojos de Doortje apareció un poco de miedo, pero también rabia y
espíritu combativo, mientras que Kevin… Roberta no podía explicar su expresión.
Tampoco él parecía encantado con la presencia de Juliet, pero en sus ojos había una
luz que solo se mostraba cuando emprendía alguna temeraria aventura. Tal vez su
mirada reflejaba también deseo, pero en eso no estaba solo. La mirada de la mayoría
de los hombres de la sala se volvía lasciva al ver las caderas oscilantes de Juliet, su
ancha sonrisa y sus pechos, resaltados por un amplio escote. Era evidente que el
vestido no era de Lady’s Goldmine. Los diseños de Kathleen, si bien subrayaban la
belleza femenina, no eran provocadores.
—¡No te la comas con los ojos! —Chloé Coltrane se burló de su pareja, que
también se había excedido en sus miradas—. Ya basta con que todos los hombres se
postren a sus pies.
Heather soltó una risita.
—Conozco a las de su clase, cariño, y desde luego despiertan el apetito de los
hombres y de algunas como nosotras. Además, que tengas algún pensamiento
impúdico en el fondo me tranquiliza. Siempre he temido que volvieras a abandonarme
por un hombre.
A diferencia de Chloé, Heather nunca se había interesado por los hombres.
Roberta y Doortje se percataron de que ambas mujeres intercambiaban una sonrisa de
complicidad. No solían dar muestras de mayor intimidad en público. Tanto la una
como la otra eran discretas, y si no te preguntabas qué tipo de relación las unía ni
tenías objeciones religiosas para un amor como el suyo, simplemente las tomabas por
amigas.
Durante la cena, las dos hablaron cordialmente con sus acompañantes de mesa, al
igual que Roberta con Patrick. Chloé había mezclado a los asistentes: Patrick estaba
sentado junto a Roberta, a Juliet le había puesto un comerciante de mayor edad como
vecino de mesa. La joven se esforzaba a ojos vistas con él, pero, aunque Donald
MacEnroe era un adepto moderado de la Iglesia de Escocia, flirtear con jovencitas
seductoras no formaba parte de su educación.
Chloé no había sentado a ningún comensal desconocido junto a Doortje, que se
hallaba situada junto a Kevin y parecía más o menos a gusto. Al menos era la primera
vez que no tenía problemas con los tenedores, cuchillos y cucharas colocados junto a
su plato. Kevin estaba distraído. Intentaba conversar con su esposa, pero Roberta se
dio cuenta de que la mirada se le iba una y otra vez hacia Juliet.
Por su parte, Heather observó el interés de Roberta por Kevin. Cuando después de
la comida las señoras fueron al salón para tomar el café y un licor, mientras los
caballeros se retiraban con sus puros y el whisky, habló con Roberta sin rodeos acerca
de Vincent Taylor.
—¿Qué hace tu veterinario, Roberta? El anuncio de un compromiso se está
haciendo esperar. Y hace más de un año de tu regreso.
Roberta se ruborizó.
—Vincent está en Auckland con los caballos de carreras de Addington —
respondió con una evasiva—. Me ha invitado a… a acompañarlo, pero no… no podía
ser.
Heather observó que volvía a mirar a Kevin. En ese momento Juliet bromeaba con
él y un par de hombres. Era la única mujer que parecía incapaz de separarse del grupo
de hombres.
Heather movió la cabeza censurándola.
—No seas tan santurrona, Robbie, claro que podía ser, bastaba con que tú
quisieras.
—Además es un chico encantador —agregó Chloé—. Y le gustan los caballos.
Roberta parecía molesta. Para ella, el amor hacia los caballos no tenía ningún peso
en la elección de marido. Pero todo el mundo decía que Vincent era un joven muy
agradable.
—¿Y cómo es que no estáis en Auckland? —preguntó para cambiar de tema,
apartando la mirada de Kevin y Juliet Drury.
La Auckland Cup era muy importante en el círculo neozelandés de los aficionados
a las carreras de caballo. Habría sido razonable que Heather y Chloé hubiesen viajado
con Rosie y Diamond. El caballo seguía perteneciendo a Chloé. Esta última lanzó un
teatral suspiro.
—Heather no me lo permite —se quejó—. Pronto celebraremos ese festival con
conciertos y exposiciones de arte contemporáneo de mujeres. Tenemos un título
fantástico: «Las artes son femeninas.» ¡Se le ocurrió a Heather! —Dedicó a su amiga
una mirada cariñosa.
—Pero el delirio de grandeza procede de Chloé —bromeó Heather—. No solo
expondremos en la galería, sino que también hemos alquilado otros espacios. Además
de los vernissages, Violet y otras mujeres pronunciarán conferencias, tenemos una
orquesta de música de cámara compuesta por mujeres, una pianista… incluso Matariki
vendrá de Parihaka, con su grupo de haka y dos artistas maoríes. Las maoríes tienen
una exposición propia: la talla del jade y el arte del tejer… Es un asunto importante,
nunca hemos organizado algo así. ¡Y justo un mes antes me viene Chloé con lo de la
Auckland Cup! Tendría que haber gestionado yo sola todo esto, mientras ella se iba de
paseo con su yegua. ¡Ni hablar!
Chloé suspiró.
—Yo no podía saber que Diamond se clasificaría. De lo contrario lo habría
organizado todo para un mes después.
Heather levantó la vista al techo.
—Y entonces habría coincidido con esa nueva carrera de Christchurch, lo que les
habría partido el corazón a Chloé y las demás participantes. La New Zealand Trotting
Cup, creada por un par de comerciantes de Christchurch, entre los cuales se encuentra
un tal Bulldog. ¡Ahí seguro que vamos! Y tú también, Roberta, no hay peros que
valgan, te haremos de carabina. Sean y Violet también nos acompañan, Violet tiene
que presenciar el triunfo de Rosie. Y, en fin, tal vez Kevin y su hermosísima bóer y…
—Miró inquisitiva a Patrick.
Roberta aprovechó la oportunidad para sacar el asunto que tenía en mente. Si bien
Doortje se había unido a ellas, estaba charlando con Chloé. No la oiría.
—No me gusta el modo en que Kevin mira a su cuñada —dijo con determinación
a Heather.
Esta reaccionó. El tema no la desorientó, ya hacía tiempo que también ella
observaba el modo en que se comportaban Juliet y los hermanos Drury.
—No le gusta a nadie —señaló—. Al menos a nadie que se haya fijado en él. La
mayoría de los hombres son ciegos y sordos. Pero a las mujeres seguro que no les ha
pasado desapercibido, mañana la mitad de Dunedin estará chismorreando de nuevo.
Juliet está intentando desenamorar a Kevin de su esposa. Y Patrick se queda ahí como
un animal herido de muerte, sin nada que contraponer a su mujer. Creo que se
alegrará cuando en el transcurso de la velada esa encantadora niñera negra aparezca
con May, una creería que lo han hablado antes, pero ninguno de los dos tiene la culpa.
May sabe montar el numerito cuando no puede participar en las fiestas y conciertos.
En eso es igual que su madre. ¡Esa pequeñita sabe lo que quiere! En fin, Patrick se
quedará un rato en la fiesta y luego se llevará a May a la cama. Y así Juliet tiene el
terreno despejado. Si fuese mi esposa, le daría una tunda. O le pondría los puntos
sobre las íes. Si quiere el divorcio, que lo diga. Pero está pisoteando sus sentimientos
sin piedad alguna. En cuanto a Kevin… no creo que haya algo, quiere de verdad a
Doortje, pero es cierto que es hombre. Y no uno de los más fiables, por así decirlo…
—¡Kevin es digno de confianza! —protestó Roberta—. Se puede confiar
plenamente en él. Todo lo que hizo en África…
Heather le sonrió compasiva.
—Robbie, cariño, ¡todavía no lo has tachado de tu lista de caza! ¡Cielos, ¿es que
no has tenido suficiente marchándote a Sudáfrica tras él?! ¿Para que al fin «se diera
cuenta» de que existes? —Roberta se mordió el labio. Ojalá nadie se hubiese
percatado nunca de su amor secreto—. ¡No le interesas, Robbie! —siguió Heather—.
Aunque eres preciosa y lo idolatrarías. Pero eres demasiado buena para él, no ve en ti
ningún desafío. Kevin se busca mujeres complicadas, hazme caso, lo conozco. Antes
se enamoraba de las artistas cuyas obras colgábamos en nuestra galería.
Preferentemente cuando sabía que a ellas no les apetecía la compañía de los hombres,
ya me entiendes. Hacía todo lo posible para seducirlas, era casi penoso. Y una vez
provocó un escándalo cuando consiguió llevarse a una a la cama y su amiga… ¡Pensé
que ella lo mataría! En fin, dejemos este tema, ya es agua pasada… —Heather buscó
con mirada preocupada a Chloé, que seguía hablando con Doortje. Le explicaba con
riqueza de detalles las reglas de la carrera de trotones, un asunto que sin duda no
interesaba lo más mínimo a la bóer. Pero esta practicaba las normas del buen
comportamiento en sociedad y escuchaba cortésmente—. Sea como fuere, Kevin
Drury necesita brujas como Juliet o retos como Doortje —siguió contando Heather—.
A ti no te haría feliz, Robbie. Abre los ojos de una vez.
Roberta asintió casi con sentimiento de culpabilidad. Advirtió cómo Claire Dunloe
se acercaba amablemente a Juliet y con una dulce firmeza la alejaba del corro
masculino para introducirla en uno de mujeres. Doortje suspiró aliviada, pero luego se
puso nerviosa cuando la criolla se reunió con el grupo donde ella estaba.
—¡Dorothy! Qué estupendo volver a verla. Y esta vez vestida de adulta. Pero ¿el
corsé no le aprieta el corazoncito, querida?
Doortje se encogió de hombros y replicó:
—Nosotros los bóers somos bastante tenaces. Hemos sobrevivido a cosas peores
que la esgrima verbal. Lo principal es que nunca nos rendimos, Juliet. —Esperó unos
segundos a que sus palabras surtieran efecto. Luego prosiguió y demostró que no solo
había leído el libro de urbanidad, sino El Mago de Oz—. Y además, Dorothy mató a
la Bruja Mala del Este y luego también derritió a la Bruja Mala del Oeste. Así que tome
las precauciones necesarias, Juliet. ¿Dónde dijo que caía Nueva Orleans?
Doortje lanzó una mirada refulgente a su cuñada, se dio media vuelta y se reunió
con Claire Dunloe y Kathleen Burton.
Heather, Chloé y Roberta se miraron pasmadas y se echaron a reír.
—¡Y yo que nunca había creído a Kevin cuando dijo que esa beldad le había
amenazado con un fusil! —dijo riendo Heather, y se volvió hacia la criolla—. Debería
tener cuidado, Juliet, dispara dardos afilados.
Chloé Coltrane observó pensativa a Juliet cuando esta contrajo el rostro en una
sonrisa forzada. Y demostró que pese a estar dando explicaciones sobre las carreras
había pescado retazos de la conversación entre Heather y Roberta.
—Tienes razón, Roberta, algo huele mal —susurró—. ¡Las dos se pelean por
Kevin y Juliet está segura de que va a ganar! A pesar de todo, la pequeña bóer
aguanta, pero ¿os habéis fijado en cómo mira Kevin a Juliet? Me temo que Doortje ya
ha perdido.
DESPERTAR
Isla Norte
Parihaka, Auckland
Isla Sur
Dunedin, Christchurch, Temuka
1904
1
—Atamarie, ¡esto no puede seguir así, no vas a enterrarte aquí por toda la
eternidad!
La luna llena volvía a brillar sobre Parihaka, confería un resplandor de plata al
mar y bañaba el monte Taranaki en una luz espectral. Una sacerdotisa realizaba una
ceremonia de la luna llena y suplicaba a la diosa Hine-te-iwaiwa que bendijera a las
mujeres embarazadas del poblado.
Matariki se habría sentado con los niños y les habría hablado de las fases de la
luna, de la explicación científica que ella conocía, así como de los mitos maoríes en
torno al satélite de la Tierra y su importancia para la orientación de los navegantes
polinesios. Ese día, sin embargo, no quería rendirse a la atmósfera soñadora y festiva
de la noche de luna llena. Tenía que hablar con Atamarie. Se lo había propuesto e iba
a hacerlo en ese mismo momento.
El grupo con que Atamarie estaba sentada todavía reforzó más su decisión. Su hija
se hallaba charlando con estudiantes de Medicina, pero también con gente joven que
se ocupaba de la interpretación espiritual de enfermedades y casos particulares.
—¿Si pueden estar vinculados a la luna? —preguntaba en ese instante Atamarie—.
Bueno, yo nunca lo he notado…
—Pero tiene que haber alguna razón por la que loco y lunático sean sinónimos —
observó Makutu, una sanadora tradicional—. A mí con frecuencia me cuesta dormir
cuando hay luna llena.
—Pero en su caso… no sé, unas veces duerme como si estuviese muerto y otras
veces… —Atamarie frunció el ceño.
Matariki suspiró. Pasaba lo de siempre: fuera cual fuese el tema abordado,
Atamarie trataba de recordar e interpretar cualquier matiz de sus experiencias con
Richard Pearse. Al principio, a Matariki también le había parecido comprensible. Era
normal que su hija se enfrentase con esa historia, a fin de cuentas era la primera vez
que Atamarie, una niña mimada por la vida, se había sentido decepcionada. La joven
consideraba su desgraciado amor como un fracaso personal, si bien nadie lo percibía
de esa forma. Desde hacía semanas, sin embargo, la muchacha estaba insatisfecha con
su vida. Matariki pensaba que era hora de poner el punto final.
—Te repites —concluyó con severidad después de sentarse junto a su hija—. A
estas alturas, todos saben aquí lo raro que era Richard, pero, aun así, nadie lo
entiende.
Atamarie se mordió el labio superior, como siempre que intentaba comprender
una situación complicada.
—Bueno, Omaka tenía una explicación muy concluyente, algo relacionado con el
taku y el toku, es decir, cuando uno lo saca del contexto pepeha y no se toma la
importancia personal de lo descriptivo por lo descrito, o del inventor por lo
inventado, y…
Matariki elevó los ojos al techo.
—Atamarie, llevas una eternidad intentando comprender la espiritualidad de tu
pueblo, pero con la actitud de una ingeniera. Y tampoco quieres sentir el espíritu de
Parihaka ni percibir que te dejas llevar por él. Al final quieres aislar la ruedecita que
no funciona en el cerebro de Richard Pearse y repararla para que todo vaya bien…
¡Pero no es así, Atamarie! Déjalo de una vez, no vas a estarte por aquí hasta el final de
tus días, querellándote entre dos mundos por un amor perdido.
—Pero yo… no lo hago…
La joven se enfurruñó, aunque no podía negarlo del todo. Atamarie era una
persona que buscaba respuestas y, hasta entonces, siempre las había encontrado en los
libros. Solo que… no había ningún libro que versara sobre el comportamiento de
Richard Pearse, pese a que al principio se había sentido optimista tras hablar con el
profesor Dobbins.
De hecho, Dobbins era el primero al que le había contado lo referente al último
vuelo de Richard y su desencuentro con él y Shirley. Después de haber dejado
Temuka, había regresado por la tarde a Christchurch, exultante por una parte y, por la
otra, fría como el hielo. Se sentía indignada y desesperada, decepcionada y herida. No
había pegado ojo en toda la noche y se había presentado en la universidad a primera
hora de la mañana siguiente. Si bien se había vestido de forma apropiada, por dentro
seguía hecha un lío. Dobbins, al parecer, se dio cuenta. No había nada que le
disgustara más que los estudiantes cargándole con sus problemas emocionales, pero
abrió gustoso la puerta de su despacho a Atamarie después de haber pedido a un
auxiliar que suspendiera los exámenes previstos para ese día. A la joven le pasó por la
cabeza que los estudiantes que debían examinarse la odiarían por ello, pero luego
contó toda la historia a Dobbins.
—¡Me hago tantos reproches, profesor! ¡Fue tan egoísta por mi parte! Si
hubiésemos hecho esa exhibición dos días antes… si yo no hubiese insistido en rendir
primero los exámenes…
Dobbins sacudió la cabeza y depositó una taza de té sobre la mesa, delante de
Atamarie.
—Beba, joven, está usted muy nerviosa. Y haga el favor de no culparse por el
fracaso de Pearse. Sabe, señorita Turei, que esta no es la primera vez.
—¿No es la primera vez? —preguntó atónita—. Bueno, de acuerdo, pasó por una
etapa similar, después de que el primer vuelo acabara en el seto. Pero entretanto…
—Entretanto está equilibrado, de trato fácil… y de repente cae en la melancolía.
Entiéndame, señorita Turei, no quiero decir que esté loco. Richard Pearse es sin duda
un genio, ya se lo comenté en una ocasión, pero es también… hummm… una persona
desequilibrada. Siempre pensé que usted le hace bien, Atamarie.
El profesor suspiró y dirigió una mirada de admiración a su hermosa interlocutora.
—La familia de Richard pensó lo contrario —murmuró ella.
Dobbins se encogió de hombros.
—A lo mejor ellos lo conocen mejor. No sé, yo soy un técnico. Si usted me da un
motor averiado, yo lo desmonto y encuentro qué no funciona. Pero ¿un melancólico?
En cualquier caso, esa fue la razón por la que perdió aquí el puesto de auxiliar. Ignoro
lo que le contó a usted sobre la interrupción de la carrera. No fue la falta de recursos
lo que le impidió continuar, ya lo habríamos colado de algún modo. ¡Un talento como
el suyo… un raciocinio tan brillante! Pero se retiró a Temuka y no volvió. Después se
normalizó de nuevo y se disculpó aduciendo problemas familiares, falta de dinero,
etcétera… Así que me lo llevé al monte Taranaki. Luego habló de esa granja que le
habían regalado al cumplir los veintiún años…
—¡Podría haberla vendido! —exclamó Atamarie.
El profesor levantó las manos.
—Richard podría haber hecho muchas cosas, pero no las ha hecho. Y no ha sido
por su culpa, Atamarie. No se agobie por esos pocos días de retraso. ¡Ese chico ha
volado un año antes que los hermanos Wright! Dispuso de tiempo suficiente para
patentar el avión. Si no lo hizo es cosa suya… Olvídese de ello, Atamarie. Ahora le
daré otra fecha para que se examine. Pasado mañana. Sí, luego ya llegan las
vacaciones; pero no tenga miedo, voy a convocar a mis asesores y colegas de trabajo.
Y luego reflexione sobre qué desea hacer. Es usted una persona con recursos, ¿no es
así? ¿Por qué no se embarca y visita Europa? Ahí se investiga mucho sobre el tema de
la construcción de aviones, ¡podría usted participar! O Estados Unidos. Visite a los
Wright. —Dobbins rio—. A lo mejor se enamora usted de uno de ellos… aunque
también parecen complicados. Por lo visto hasta ahora, con ellos mismos se bastan.
Atamarie se encogió de hombros.
—No puedo casarme con los dos —observó con sequedad—. Y Europa… Las
mujeres ni siquiera pueden estudiar allí, profesor. Y menos la carrera de Ingeniería.
Los hombres no me tomarían en serio.
Dobbins alzó las manos apaciguador.
—¿Sabe lo que habría hecho un hombre en su lugar? ¿O al menos la mitad de sus
compañeros de estudio? —Atamarie dirigió una mirada interrogativa a su profesor,
que contrajo los labios—. Se habrían arrogado la fama. Si usted hubiese volado,
Atamarie… ¡habría causado sensación! No solo habría hecho público el invento de su
amigo, sino que habría dado un gran paso adelante en lo referente a sus congéneres.
Atamarie se mordió el labio.
—Pero habría traicionado a Richard. Claro que lo habrían mencionado en todas
las publicaciones, pero habría estado en segunda línea.
Dobbins hizo un gesto de resignación.
—Pero de este modo la ha traicionado él a usted, Atamarie. Y ahora él se ha
quedado muy por detrás. Ahora es imposible cambiar nada. La veré pasado mañana,
querida señorita Turei. ¡Y venga al examen con la cabeza despejada!
Una de las cantantes del grupo de haka que también viajaba a Dunedin, se sumó a
la canción y, por primera vez, Atamarie experimentó la sensación de que también la
melodía llevaba más alto su manu. Se reprendió por pensar esas tonterías: la fuerza
del viento era perfecta ese día, tanto si alguien cantaba como si no.
Pero no pudo abandonar del todo esa idea: ¿habrían puesto los dioses setos en el
camino a Richard si él les hubiera enviado un par de deseos?
2
—Me lo he pasado muy bien con los niños —anunció Atamarie cuando iba con su
madre y las artistas maoríes en el tren de Parihaka a Wellington. Una agencia de
transportes que Heather y Chloé habían recomendado trasladaba las obras y los
instrumentos a la Isla Sur—. Al principio solo querían jugar y divertirse, pero luego
también han aprendido algo sobre las leyes de la física.
—Y sobre tikanga —señaló Matariki sonriente—. Con lo que ahora has entendido
perfectamente nga wa o mua: el pasado es el futuro. Las canciones de nuestros
antepasados se unen a tu teoría de las corrientes ascendentes. No tiene por qué haber
ninguna contradicción…
Atamarie puso los ojos en blanco.
—¿Podemos hablar de algo que no sea el espíritu de Parihaka? —preguntó.
Matariki hizo un gesto de indiferencia.
—Mejor hablar sobre el espíritu de Parihaka que sobre el espíritu de Richard
Pearse.
Atamarie se atenía a la recomendación de su madre de no volver a mencionar a su
anterior compañero, pero, dos días más tarde, le resultó difícil pasar por la estación de
Timaru sin bajarse.
—Solo me gustaría saber cómo le va —se justificó ante su madre, que se llevó las
manos a la cabeza—. El tren siguiente pasará en un par de horas, podré llegar luego en
él. Y no tengo que ir a Temuka. De verdad, mamá, no pienso… —Matariki frunció el
ceño—. Podría preguntar en la tienda, sin incomodar a nadie, como de paso. La
tendera lo sabe todo sobre los Pearse.
Atamarie fue a recoger la maleta del portaequipaje del compartimento. Matariki
sacudió la cabeza.
—Pero ¿qué quieres saber, Atamie? ¿Si Richard ya se ha casado con Shirley? ¿O
si ha vuelto a volar con su aparato? De esto último ya nos habríamos enterado. No
sería una noticia para la prensa internacional, pero lo habrían dicho en Wellington y
Auckland, pues habría sido el primer vuelo a motor de Nueva Zelanda. Te enteres de
lo que te enteres aquí, te dolerá, Atamie. ¡Olvídate de ese chico!
La joven volvió a sentarse indecisa.
—¿No decíamos que el pasado determina el futuro? —preguntó astuta.
Matariki le dio en la cabeza con la revista que estaba leyendo.
—Richard Pearse no es la canoa en que tus antepasados llegaron a Aotearoa —le
dijo—, es solo un primer amor. Y como tampoco ha hecho ningún amago de raptarte
y llevarte a una nueva tierra, como hizo Kupe con Kura-maro-tini, tampoco pasará a la
historia de tu pueblo. Acaba de una vez con el capítulo Richard, Atamie, ya no
soporto oír hablar de él. Vale más que te alegres de volver a ver a Roberta. Ella
también ha conseguido dejar de pensar en Kevin Drury. Violet ha contado por carta
que se ha prometido más o menos con un veterinario muy amable.
Atamarie puso una mueca.
—«Más o menos» no sirve, mamá. Yo también lo estuve «más o menos»…
Heather y Chloé alojaban a las artistas y bailarinas maoríes en un hotel, pero Kevin
Drury insistió en que Matariki y Atamarie se instalaran con él y Doortje. Matariki era
varios años mayor que Kevin y Patrick, pero los hermanos siempre habían mantenido
una estrecha relación con ella. Las tradiciones de los maoríes habían ejercido una
fuerte influencia en su forma de ver el mundo. Los tres habían pasado temporadas en
el marae de los ngai tahu y consideraban esa tribu como una parte de su familia. Las
complicadas relaciones de parentesco, como el que Matariki solo fuese medio
hermana de los dos chicos, no tenían la menor importancia. De ahí que a Kevin no le
hubiese pasado por la cabeza advertir a Doortje al respecto y prepararla. Se dio cuenta
de la perplejidad de su esposa después de ir a recoger a Matariki a la estación. La bóer
se quedó mirando perpleja la tez oscura, los ojos algo rasgados y el espeso cabello
negro, que la mujer, además, llevaba suelto. La presencia de Matariki era impactante.
Como las otras mujeres de Parihaka, llevaba uno de los vestidos reforma que se
confeccionaban allí, tejido de la forma tradicional con los colores tribales pero
adaptado al gusto occidental en su longitud y decoro. Era una mujer hermosa, pero
¡desde luego no era blanca!
—Yo… yo no sabía… —Doortje pasaba de la palidez al rubor, pero Matariki no se
dio cuenta.
—¡Tú debes de ser Dorothea! —dijo cariñosamente—. Kevin me ha contado por
carta cómo te llaman, pero no me atrevo a pronunciarlo antes de que tú me enseñes.
¡No quiero que al final suene como Dorothy! —Rio—. Cuando yo era pequeña, en la
escuela me llamaban Martha. A mí no me importaba, pero me cuidé de que a mi hija
no la llamasen Mary.
Matariki fue a abrazar espontáneamente a Doortje como había hecho con Kevin,
pero percibió el rechazo y se contuvo. Tal vez en África eso estuviese mal visto.
Atamarie le tendió cortésmente la mano, pues ella sí podía explicarse la reserva de
Doortje. Roberta era una tenaz escritora de cartas y los prejuicios de los bóers contra
la gente de color habían sido tema recurrente en sus largas epístolas.
Doortje sintió menos aprensión frente a Atamarie que frente a Matariki, pues la
joven sobrina de su marido apenas presentaba rasgos de su ascendencia maorí. En
cambio, planteaba a la bóer un nuevo misterio. La hija de Matariki se parecía a
Kathleen Burton, tenía el mismo color de pelo y las mismas facciones aristocráticas.
Durante el trayecto por la Lower Stuart Street, Doortje estuvo dándole vueltas a cómo
era eso posible. Sabía que Sean Coltrane era hijo de Michael y Kathleen. Matariki
debía de ser un desliz de Lizzie. Pero ¿cómo era posible que su hija se pareciese a la
esposa del reverendo? ¿Era Sean el padre? Doortje no concebía algo así de un
distinguido abogado.
Pero enseguida dejó a un lado ese asunto, a fin de cuentas tenía problemas más
urgentes. En el Transvaal nunca se hubiese esperado de ella que se sentara a la misma
mesa con parientes de color. Nadie habría dado a conocer la vergüenza de tener
alguno. Pero ahora Matariki era la invitada en casa de Doortje… La joven bóer se
esforzaba por ser amable, pero no lo lograba. Durante el viaje no respondió más que
con monosílabos, e hizo reproches a Kevin cuando Matariki y Atamarie se retiraron a
la habitación de invitados para refrescarse.
—¡Al menos me lo podrías haber advertido!
Kevin hizo un gesto de impotencia.
—Pero Doortje, ya sabías que Matariki viene de Parihaka. Con las artistas maoríes.
¿Qué creías que estaba haciendo allí?
—¡Dijiste que era maestra! Así que, claro, yo pensé que…
—¿Que se encargaba de civilizar un poco a los pobres cafres? —ironizó Kevin—.
Doortje, ya conoces la historia de Parihaka. ¿De verdad te crees que necesitan pakeha
para que les enseñen a leer y escribir?
—¡Pero dijiste que el marido de Mata… riki está en el Parlamento! Entonces yo
pensé… —Doortje no sabía si tenía que avergonzarse de su propia ignorancia o si
debía imponerse con su superioridad racista. De hecho, conocía la historia de
Parihaka a grandes rasgos. Violet y Lizzie se la habían contado, pero ella apenas las
había escuchado. Le costaba seguir con todo detalle las conversaciones en inglés y a
veces, cuando un tema tampoco le interesaba tanto, se ponía a pensar en otra cosa.
Kevin clavó la mirada en su esposa.
—Kupe Parekura Turei es un abogado famoso y representa a los maoríes en el
Parlamento. También podrías estar al tanto de esto si te interesases un poco por el país
en el que vives. ¡Pero sigues igual de ignorante! Y ahora hazme el favor y compórtate
como es debido en presencia de mi hermana. Matariki es una persona muy inteligente
y digna de cariño. Si por un momento te libraras de tu testarudez bóer, te caería muy
bien. —Y dicho esto, se marchó de la habitación.
Doortje se quedó plantada y apretó los puños, rabiosa e impotente. Lo que Kevin
le había dicho era ofensivo y poco noble. Ella se esforzaba por adaptarse, llevaba la
ropa al uso, incluso si los corsés le impedían respirar, estudiaba las buenas maneras y
leía novelas para poder participar en las conversaciones que se mantenían en los
acontecimientos sociales. Últimamente hasta acompañaba a su marido a las misas de
los domingos del reverendo Burton y escuchaba unos desconcertantes sermones que a
veces hasta le parecían blasfemos. El grupo de mujeres al que Violet la había invitado
le gustaba más y, lentamente, se estaba acostumbrando a las tareas anglicanas de
beneficencia. Kevin no podía pedir más de ella…
Pocas veces había sentido Doortje más ganas de echarse a llorar. Estuvo a punto
de permitírselo, pero solo consiguió emitir un sollozo sin lágrimas.
Tras ese arrebato, Kevin se arrepintió de las duras palabras que había
pronunciado. Claro que le dolía que Doortje rechazara a Matariki, pero su mujer tenía
algo de razón, él debería haberla preparado antes. Además, últimamente no tenía nada
que reprochar a su esposa, que se esforzaba por integrarse en Dunedin. Si Kevin
quería ser sincero, su irritabilidad se debía a otros motivos. Desde hacía semanas se
encontraba ante un dilema: o Doortje o Juliet la Bree, a quien ni siquiera mentalmente
lograba llamar Juliet Drury por mucho que se esforzase por ver en ella a la esposa de
su hermano. Juliet era la seductora que siempre había sido, solo que su relación ya no
era un juego. Kevin sabía perfectamente qué riesgo corría cuando cedía una y otra vez
a sus encantos. Patrick nunca perdonaría que le hubiese engañado y era probable que
también perdiera a Doortje. Pero es que no conseguía resistirse a Juliet cuando ella lo
acechaba en la consulta, lo arrinconaba en un jardín ya entrada la noche, durante
reuniones sociales, o lo esperaba, como en una ocasión, en la cuadra. Juliet
interpretaba un perverso papel, entre la seducción y el chantaje: cuando Kevin se
esforzaba desesperado por negarse a sus requerimientos, ella le amenazaba con
desvelar su relación.
—Dejaré de todos modos a tu hermano, Kevin, cariño… —había dicho la última
vez que habían estado a solas—. La vida en Otago es insoportable. Lo único que me
retiene aquí eres tú. De ahí que hasta puede que le estés haciendo un favor a Patrick…
—Ella reía como en un arrullo, mientras Kevin no sabía qué hacer. Lizzie le había
hablado de los santos irlandeses que daban nombre a sus hijos, y la historia del
legendario joven celta de familia noble, fundador de un monasterio y domador de
dragones, le había gustado más que la del buen misionero Patrick—. Mi dulce Kevin,
que se va a la guerra para liberar esclavos y recoge a chicas caídas.
Estas indirectas, sobre todo, eran las que le helaban la sangre cuando Juliet lo
provocaba. La criolla no tenía ni un pelo de tonta, y parecía sospechar que algo en el
matrimonio con Doortje no era trigo limpio. Sin embargo, no habría sido difícil
averiguar la fecha de la boda y compararla con la del nacimiento de Abraham. Por
otra parte, a nadie le habría sorprendido, pues solía pasar que una pareja no quisiera
esperar, sobre todo en tiempos de guerra.
—No sé de qué hablas —protestaba—. El matrimonio con Doortje está por encima
de cualquier duda. Nunca fue una «muchacha caída».
Juliet sonreía y Kevin temía que ella advirtiera el miedo en sus ojos. Aquella mujer
parecía tener un sexto sentido para el escándalo o, tal vez, una mirada más penetrante
de lo normal. Cada día veía los rasgos de Kevin en el rostro de su hija, pero Abe, su
supuesto hijo, no se parecía en nada a él.
—Quién habla de Doortje —le susurraba al oído—. Hablo de mí, querido Kevin…
una muchacha que cayó y a la que tú siempre levantas… Y que ahora vuelve a
necesitar un poco de amor.
Juliet empezaba a acariciarse con lascivia ella misma. Kevin no quería ni verla,
pero al final siempre acababa mirándola. El deseo que Juliet sentía por él y el poder de
seducción de ella constituían una mezcla explosiva. Kevin se convencía a sí mismo de
que tenía que advertir a Doortje ante una eventual revelación de lo que sucedía; pero
luego se perdía en el oscuro hechizo de Juliet. Después lo torturaba el sentimiento de
culpabilidad. Así no podía seguir todo eso, pero no sabía, por muy buena voluntad
que pusiera, cómo acabar con la historia.
En ese momento necesitaba algo de aire fresco o, al menos, distanciarse de
Doortje. Revisaría un par de expedientes en la consulta.
Patrick y Juliet querían ir a Dunedin ese día: la visita de Matariki y el regreso de
Atamarie constituían una razón de peso para celebrar una fiesta familiar junto con
Lizzie y Michael. Kevin se angustiaba solo de pensar en ello. Lizzie pediría champán y
vino en el restaurante del hotel y se abandonaría al placer que le causaba beberlos, lo
que Doortje observaría con desaprobación. Desde el desliz que había tenido en la
velada en casa de los Dunloe, volvía a rechazar las bebidas alcohólicas. A ello se
sumaba la tensión entre ella y Juliet, y ahora también la presencia de Matariki. Kevin
buscó la botella de whisky que volvía a esconder en la habitación donde reconocía a
sus pacientes y esperó, pese a todos sus buenos propósitos, que Juliet encontrara un
pretexto para librarse de su marido y sus suegros. La consulta estaba vacía, era
sábado.
Cuando iba camino del baño Matariki oyó los sollozos ahogados de su cuñada en
el dormitorio de los Drury, al igual que había escuchado el ruido de la puerta al
cerrarse. Pero no quería inmiscuirse en una pelea conyugal, menos aún cuando
Doortje no le había brindado una bienvenida especialmente cariñosa. Atamarie
también se había dado cuenta y le había contado de dónde procedía esa hostilidad de
Doortje.
—Robbie dice que tenían esclavos hasta poco antes y que todavía los tienen, los
negros dependen totalmente de ellos y no les pagan ningún sueldo. Tampoco van a la
escuela. Es una vergüenza…
Matariki levantó las manos apaciguadora.
—Yo también lo he oído —dijo con calma—. Antes todos los blancos eran así.
Acuérdate de las dificultades que hubo en Parihaka. Pero no sirve de nada castigarlos
por eso. Antes bien, hay que enseñarles que las cosas se hacen de otro modo.
—¿Arando y construyendo cercas? —se burló Atamarie.
Matariki se encogió de hombros.
—A largo plazo la situación mejoró —respondió con sabiduría.
La rebelión de Parihaka contra la apropiación de las tierras por parte del gobierno
no había servido de mucho. Pero en el ínterin, Sean Coltrane y Kupe Turei habían
conseguido a base de esfuerzo que se pagaran algunas indemnizaciones a los maoríes
y también en otras partes del país se militaba por los derechos de los maoríes. Sobre
todo, los maoríes se esforzaban en demostrar a los pakeha que no eran inferiores.
Doortje necesitaba consuelo, fuera cual fuese su opinión sobre las personas que
pertenecían a otros pueblos, pensó Matariki, cambiando de opinión. Así que llamó a la
puerta de la bóer y entró al no recibir respuesta. La joven se encontraba acurrucada en
el borde de la cama, pero no lloraba. ¿No estaba llorando?
—¿Puedo ayudarla? —preguntó con dulzura Matariki—. Sé que Kevin a veces se
irrita. Dice mi madre que es el temperamento irlandés. Lo ha heredado de nuestro
padre. —Sonrió y se sentó a su lado—. Ahora tranquilícese y cuénteme qué la agobia.
Doortje se puso en pie. Por lo visto, un tratamiento más formal le sentaba bien,
pero sentarse junto a una mujer de color… Miró nerviosa el espejo.
—Tengo un aspecto horrible —susurró—. Se notará…
Matariki frunció el ceño.
—¿Qué se notará? ¿Qué la ha alterado? Se lava la cara y se cambia, se peina bien
y sonríe ante todos, nadie se dará cuenta.
—¡Pero no puedo sonreír siempre! —gimió Doortje—. No puedo ser siempre
como…
Matariki suspiró. Así que se trataba de eso. Había algo en el comportamiento de
Doortje que no gustaba a Kevin. Desde luego, se notaba cierta afectación en la joven
bóer. Llevaba ropa actual, que le caía muy bien, pero no se movía como una mujer
acostumbrada a sufrir para lucir bonita. Era posible que se tratara del fastidioso corsé.
—Lo sé —señaló amable—. La sociedad pakeha puede llegar a ser inmisericorde.
Siempre conservar las formas, siempre ser perfecta… ¡Y ese condenado corsé! Pero,
dicho sea de paso, tiene usted un aspecto magnífico, Doortje. El vestido es de
Kathleen, ¿verdad? Pero hoy estamos en familia, no tiene usted que mortificarse por
nosotros. Atamarie y yo no llevaremos corsé, y Lizzie seguro que tampoco. Y no cabe
duda de que estará usted preciosa también sin ballenas, Doortje. ¿Acaso no está mi
padre loco por usted? —Sonrió significativamente.
—¡Michael Drury no es su padre!
Matariki frunció el ceño.
—No se trata de su aspecto, ¿verdad? —preguntó con calma—. Atamarie tiene
razón, usted ignoraba que yo soy maorí…
Doortje volvió a emitir un sollozo ahogado. Matariki se preguntó por qué no se
echaba a llorar a lágrima viva, simplemente, pero la joven se dominaba con mano
férrea. No lloraba de pena y rabia, ya lo había oído decir Matariki, y parecía como si
en ese momento tampoco fuera a sacar de su interior esa emoción. Matariki se percató
de que sus palabras sorprendían a Doortje. Debía de ser la primera vez que no se le
censuraba su rechazo a la gente de color.
—Pero usted no lo es —susurró—. Usted es… mestiza. De color. Como Juliet. Y
eso es peor que ser negro, porque lleva el estigma de Caín en la cara.
Matariki se echó a reír y se apartó la larga melena negra hacia atrás.
—Pues vaya, hasta ahora siempre me habían dicho que tenía muy buena
apariencia. Por otra parte, soy hija de un jefe tribal. Antes estaba muy orgullosa de
ello. Soy una auténtica princesa.
—Pero una mujer mestiza no puede… en África nadie las quiere, ni siquiera los
cafres.
Doortje parecía fascinada a su pesar. En su país se esperaba sumisión de los
mestizos y aquí Juliet Drury la Bree se mostraba impertinente. Pero nunca se había
encontrado con alguien que estuviera orgulloso de sus dudosos orígenes.
—Pobres criaturas —dijo compasiva Matariki. Doortje se la quedó mirando. Otro
comentario sorprendente—. Unos parias en todos lados… debe de ser terrible para
esas personas vivir en su país. No me extraña que vea en su aspecto el estigma de
Caín. Pero aquí es distinto. Las tribus maoríes aceptan a todos los niños. Y antes,
cuando aquí casi no había pakeha, o tiempo atrás en Polinesia, de donde proceden los
maoríes, era un honor para una mujer dar a luz un mestizo. Las muchachas se
aproximaban a los blancos y se ofrecían a ellos, y cuando una se quedaba embarazada,
se sentía afortunada. Otros pueblos, otras costumbres, dicen los pakeha. Y nosotros
decimos: cada iwi tiene su propia tikanga… Una palabra que se deriva de tika,
«verdad». Se puede traducir como «cada tribu tiene sus propias costumbres» o como
«cada tribu tiene su propia verdad».
Doortje sacudió la cabeza.
—Pero es imposible. Solo hay una verdad, la verdad divina. Y la Biblia dice que
solo nosotros somos los elegidos.
Se sorprendió cuando Matariki se echó a reír.
—Discúlpeme, pero eso ya lo he oído antes. Y varias veces. La Biblia se refiere a
los israelitas. Es decir, a los judíos.
—¿Los judíos? —preguntó extrañada Doortje—. No, no; se refiere a los israelitas.
Los judíos son como los ingleses… muy codiciosos… ¡Dios no los quiere! Pero sí a
los voortrekker. Ellos son como los israelitas. Porque los dos pueblos fueron
desterrados y han tenido que abrirse camino por tierras hostiles hasta su tierra
prometida.
Matariki se frotó la frente.
—Los israelitas de la Biblia son los judíos de hoy —explicó—. Lea sobre este
tema. Y su tierra prometida les fue arrebatada por los romanos sin que su Dios lo
impidiera. Igual que sucede con ustedes, Dorothea. Y con nosotros. Según las
enseñanzas de un tal Te Ua Haumene, precisamente los maoríes constituyen el pueblo
elegido. Mi padre biológico así lo predicaba, y eso provocó la muerte de muchos seres
humanos. Igual que su líder bóer.
—¡Yo soy la hija de Adrianus van Stout! —exclamó Doortje agresiva—. Uno de
esos líderes bóers que usted tanto desprecia. En mi país, por el contrario, es un
honor…
—Entonces es usted una especie de princesa. —Matariki sonrió—. No siempre es
fácil, ¿verdad? Se crean expectativas… En fin, yo fui más feliz como simple hija de
Michael Drury. Él no es ningún héroe, sin mi madre se hubiese sentido perdido en este
país. Pero es una buena persona. Igual que Kevin.
Doortje la miró iracunda.
—¿Quiere decirme que debería olvidarme de todo? ¿De mis orígenes y mi
religión?
Matariki se encogió de hombros.
—En cualquier caso, debería usted confiar en que los mismos dioses se ocuparán
de a quién quieren y a quién no. O creer sin más lo que el reverendo afirma de que
Dios nos ama a todos. Los maoríes, por su parte, llevan una especie de coexistencia
pacífica con sus dioses y no les hacen tan responsables de los problemas terrenales.
Invéntese algo, no hay pruebas de nada. Pero ya es hora de que nos emperifollemos.
—Se puso en pie y se dirigió al pequeño aguamanil de la habitación de Doortje,
humedeció una toalla y se la tendió a la joven bóer—. La princesa Matariki dice: «La
ceremonia de la corte exige lavarse el rostro con agua fría y peinarse.» ¿O es que de
verdad no quiere comer con Atamarie y conmigo? Entonces tendremos que alegar que
le duele la cabeza. Además, las princesas maoríes no tienen que tratar con miembros
de la tribu normales. —Matariki levantó la barbilla y miró con fingida arrogancia a
Doortje por encima del hombro—. En la Isla Norte estaría usted condenada por el
simple hecho de que mi sombra se proyectara sobre usted. Pero yo estaría dispuesta a
realizar una ceremonia de purificación con usted, así no sería tan grave.
Matariki miró a Doortje cuando esta no se echó a reír. Al contrario, estrujaba la
toalla entre las manos y todo su cuerpo parecía temblar.
—¿Se puede deshacer una maldición entre su gente? —preguntó la joven.
En ese momento, Matariki vio con claridad que la comida con Michael y Lizzie
tendría que esperar. Se levantó, salió al pasillo y echó la llave a la puerta de la
vivienda. Que Kevin llamara cuando llegara. Oyó cantar a Atamarie en la bañera; su
mimada hija parecía disfrutar del retorno a la civilización. El primer baño después de
semanas en el marae sin duda la retrasaría. Mejor.
Matariki volvió al dormitorio de Doortje y se sentó de nuevo en la cama. La bóer
se pasaba la toalla por la cara, ensimismada.
—Bien, Dorothea, y ahora entre nosotras, dos princesas, ¿por qué cree que su
Dios la ha condenado?
Ambas permanecerían todavía un buen rato sin ser molestadas, pues también
Kevin se olvidó de la cena con sus padres. Mientras Doortje abría su corazón a
Matariki, él saciaba a Juliet Drury la Bree un piso más abajo.
3
—Disculpe, Rosie, ¡pero son imaginaciones suyas! ¡Al caballo no le pasa nada,
está usted desvariando!
En cuanto hubo pronunciado estas duras palabras, Vincent Taylor se arrepintió.
No había ninguna razón para descargar su irritabilidad y mal humor en Rosie, incluso
si era la cuarta vez en tres días que ella acudía con Rose’s Trotting Diamond para que
lo examinase. Mientras ella le pagase por sus servicios tenía todo el derecho del
mundo.
Rosie apretó los labios.
—No estoy desvariando, doctor Taylor. A Diamond le pasa algo. Antes ha vuelto a
temblar. Y esta mañana parecía… me ha mirado como si tuviese fiebre.
Vincent volvió a enfocar la linterna de bolsillo en los ojos de Diamond y
comprobó la reacción de las pupilas. Todo normal.
—¿Ha comprobado si tenía fiebre?
Él mismo acababa de tomarle la temperatura y Rosie habría puesto el grito en el
cielo si el termómetro hubiese marcado por encima de los treinta y ocho grados. Ella
había esperado más de dos horas para consultarlo mientras Vincent se hallaba en los
establos de lord Barrington para atender a los purasangres.
—No tenía fiebre —confirmó Rosie—. Y también corrió bien. Pero estaba
atolondrada en el entrenamiento, incluso se puso dos veces al galope, ¡algo que no
hace nunca! Pero luego empezó a temblar y me dio la impresión de que estaba
mareada.
Vincent sonrió.
—Creo que tanto usted como su yegua están algo nerviosas últimamente. Y es
comprensible, la Auckland Cup es una competición importante. Y la travesía en barco,
el hipódromo nuevo… todo eso puede angustiar bastante. Mire si no los caballos de
lord Barrington… —Vincent acababa de tratar el segundo cólico en tres días—. Y
Diamond ya es de por sí nerviosa.
—¡Diamond nunca ha sido nerviosa! —protestó Rosie—. Ni tiene taquicardia,
solo se asusta de su estetoscopio, como dijo usted la última vez. Diamond no tiene
miedo de nada.
Vincent empezaba a impacientarse. Rose’s Trotting Diamond era la encarnación
misma de la tranquilidad, confiaba totalmente en su amazona y había sido el primer
caballo en subir valientemente al transbordador. El nuevo box del hipódromo de
Ellerslie le daba tan poco miedo como la pista algo distinta del hipódromo. Desde el
comienzo comía bien y reaccionaba tranquila y relajada ante las diversas revisiones de
Vincent.
—Entonces es usted la que está alterada, Rosie —concluyó Vincent—. Y se lo
traspasa a Diamond. Es algo que ocurre. Y lo confirma el hecho de que se encuentre
mejor cuando yo llego. Como se tranquiliza usted cuando ve al veterinario, también la
yegua se tranquiliza. Así que intente no ponerse nerviosa. Diamond correrá mañana
estupendamente, ¡téngalo por seguro!
Rosie no pareció demasiado satisfecha, pero lo dejó marchar.
—¡De todos modos dormiré con ella! —advirtió.
Vincent asintió.
—Como quiera. Voy a coger el tren a Auckland y daré una vuelta por la ciudad.
Debería hacerlo usted también, Rosie, es la primera vez que viaja tan lejos de casa.
Rosie se encogió de hombros. De pequeña había viajado de Gales a Londres y de
Londres a Nueva Zelanda, luego a la costa Oeste y de nuevo de vuelta y a Fjordlands.
Lo que más le había gustado eran las cuadras, donde todo era seguro, cálido y
tranquilo y tenía su orden diario. Ella no iba a renunciar a esa seguridad para ir a
contemplar un puerto o cualquier otro edificio moderno. Más calmada, se ocupó de
Diamond.
Vincent, por el contrario, carecía de la tranquilidad necesaria para disfrutar
realmente de la belleza del puerto y el parque. Él también se encontraba por primera
vez ahí, pero había soñado con visitar la ciudad junto a Roberta. La Isla Norte habría
podido ser un hermoso destino para un viaje de luna de miel, había muchos rincones
románticos y playas retiradas. Pero Roberta seguía sin dejarse ver demasiado, y desde
que la tal Juliet había vuelto con su marido ya no visitaba Christchurch. Al menos, ese
era el único suceso que Vincent vinculaba a su renovada circunspección. Algo raro
debía de estar ocurriendo, incluso Kevin le escribía menos cartas desde que esa
vampiresa criolla había regresado a Dunedin. La mayoría de las veces apenas contaba
nada, limitándose a enumerar las actividades y actos a los que asistía con Doortje. Al
parecer, la relación con ella había mejorado, y también se deducía de las cartas de
Roberta que la bóer se estaba adaptando. Por lo visto, hasta tenía éxito, pues, para
sorpresa de Kevin, la sección de sociedad del Otago Daily Times había mencionado
en varias ocasiones a la bella esposa del joven médico. Kevin debería haber estado
contento, pero cuando alguna vez mencionaba a Doortje era para criticar lo mal que se
comportaba con su hermano Patrick y su cuñada.
Vincent sacaba conclusiones. ¿Habría vuelto a encenderse la llama de un viejo
amor y estaría Kevin engañando a Doortje con Juliet? Vincent esperaba que no fuera
así; todavía se acordaba de su matrimonio fracasado. No le parecía favorable el
divorcio, pero tampoco veía posibilidades de que una relación con una mujer como
Juliet fuera dichosa. Su propia esposa había sido igual que ella: de resplandeciente
hermosura, chispeante, divertida… pero demasiado inestable para conservar un buen
matrimonio. Vincent había aprendido de la experiencia. Solo soñaba con una mujer
como Roberta. Amable, cariñosa, paciente y fiel, incluso a un amor de juventud en el
que ni siquiera había habido un beso. Roberta seguía sintiéndose atraída por Kevin,
Vincent estaba seguro. Pero ¿qué esperaba de ello? Incluso si se separaba de Doortje,
Roberta siempre tendría que superar a Juliet. Algo imposible para una joven cándida,
por muy bonita y sociable que fuera.
Vincent estaba decidido a forzar una decisión. Roberta iría a las carreras de
Christchurch, a la New Zealand Cup o tal vez a la carrera de calificación. Viajaría con
Heather y Chloé o con sus padres. Vincent los conocería entonces y les pediría la
mano de su hija.
Ojalá Roberta aceptara. Ojalá se desprendiera por fin de sus sueños infantiles.
Pero ahora era el turno de la carrera de Auckland, y de los conocidos de Rosie
solo se había presentado Bulldog. El fornido transportista se sintió decepcionado
cuando Rosie se negó a salir con él por la noche.
—Pero, señorita Rosie, ¿no cree que a Diamond le haría bien estar un rato sola
antes de la carrera? —bromeó para hacerla cambiar de opinión—. Aquí goza de muy
buena compañía.
En efecto, Diamond se entendía muy bien con su compañero de cuadra, un
castrado del establo de Barrington. Los caballos estaban también juntos en Addington,
de modo que ninguno había necesitado acostumbrarse a otro vecino de box.
—También tengo que vigilar a Triangle —respondió Rosie con seriedad—. Ha
tenido un cólico. Y su cuidador no se ocupa nada de él. No me gusta ser una chivata,
pero estoy pensando si debería decírselo al lord. Finney se limita a lo imprescindible.
Finney, un menudo irlandés con cara de rata, había sido contratado después de
que Rosie le pidiese al lord, temblando de nervios, que la liberase de su puesto de
cuidadora. Desde que Diamond y Dream cosechaban triunfos en las carreras de
trotones, otros tres propietarios de caballos habían abandonado sus prejuicios ante
una mujer entrenadora. Podía vivir bien con el dinero que ganaba, Bulldog incluso
había propuesto arrendar establos en Addington. Por el momento, Rosie todavía
vacilaba al respecto y tampoco el lord la animaba demasiado a hacerlo. Si bien no
dudaba de la profesionalidad de Rosie, le preocupaba su capacidad para imponerse a
la competencia.
—De velar por usted, Rosie, ya me encargo yo. Nadie puede hacerles nada ni a
usted ni a los caballos, el caballerizo es de confianza y los dispositivos de seguridad
son buenos —señaló—. Pero si está usted completamente sola…
Bulldog no dejaba la menor duda de que él habría asumido de buen grado la
función de protector de Rosie, pero para ello la relación entre ambos tenía que hacerse
más profunda. La joven, sin embargo, mantenía sus reservas. Y, además, tanto lord
Barrington como Chloé consideraban a Bulldog demasiado ingenuo en el trato con
gente como Joseph Fence y otros entrenadores. Bulldog se reía de eso. Ya se las había
visto con tipos más duros. Y con la misma tenacidad con que se había abierto camino
en Londres, con que se había impuesto en el barco de emigrantes y con que luego
había consolidado su empresa de transportes, cortejaba ahora a Rosie Paisley.
—¡Pero algo tendrá que comer, Rosie! —insistió la víspera de la carrera—.
Espere, tengo una idea. Voy a buscar fish and chips en el pub de al lado y haremos un
picnic en la cuadra.
Rosie asintió, tenía realmente hambre. Y Bulldog también llevó una cerveza para
cada uno. La entrenadora estaba de un humor excelente y algo achispada cuando el
cuidador de Barrington, ya tarde, fue a echar un vistazo a los caballos e hizo un
comentario acerca del alcohol en las cuadras.
—Ya podríamos permitírnoslo nosotros, los mozos de cuadras, de vez en cuando
—gruñó—. Pero nuestro gran entrenador Ross puede hacer aquí lo que a «él» se le
antoje…
Bulldog ya iba a contestarle, pero Rosie se llevó el dedo a los labios para hacerlo
callar.
—Tiene razón. Molestamos a los caballos. Lo mejor es que se vaya, Bulldog… —
Sonrió—. ¿Sabe que siempre le llamo así cuando pienso en usted? No me sale señor
Tibbs.
—También puede llamarme Tom, aunque no me molesta «Bulldog». Puede
tutearme… Rosie.
Bulldog le enseñó el ritual de beber con los brazos entrelazados para pasar del
usted al tuteo, pero la besó con prudencia en la mejilla. Contenta, Rosie se envolvió
después en su saco de dormir.
—Ahora tiene que haber silencio aquí —se disculpó—. Mañana es la gran carrera,
Diamond necesita descanso.
Bulldog sonrió y desplegó a su vez una manta sobre la paja, en el almacén junto al
pasillo de distribución; no quería violentar a Rosie, pero tampoco quería marcharse.
—Durmamos si hay que hacerlo, Rosie, pero aquí no te dejo sola —declaró
cuando ella se lo quedó mirando—. Las cuadras son muy grandes, siempre rondan
tipos y quién sabe lo que podrían hacerte.
De hecho, reinó una calma pasajera en el establo. Apenas una hora más tarde
volvió a aparecer el cuidador Finney.
—Vaya, no me parece que ese joven sea tan negligente —murmuró Bulldog
cuando el mozo volvió a marcharse tras inspeccionar brevemente el establo de
Triangle—. Por mí, podría dejar de controlar cada cinco minutos cómo está el animal.
—Pero no hace nada —señaló Rosie—. No lo mira. Con lo oscuro que está es
imposible que distinga nada.
Era cierto. Finney ni siquiera se había tomado la molestia de llevar una lámpara.
Era probable que siguiera de mala gana las indicaciones del caballerizo o el
veterinario.
Por la mañana, tanto Diamond como Triangle estaban bien, y Bulldog se llevó a
Rosie a tomar un buen desayuno en el café del hipódromo. Después encontraron a
Vincent en el establo. Lord Barrington también inspeccionaba a sus caballos. Rosie
estaba tranquila, manejaba a Diamond con facilidad y la carrera no tardaría en
empezar. Vincent se situó en el borde de la pista, mientras que lord Barrington fue al
palco noble de los propietarios. Las carreras de trotones no le interesaban tanto como
las de galope, pero no iba a poder escaquearse de la Auckland Trotting Cup. Bulldog
se dejó convencer para acompañarlo y tomarse una copa de champán durante las
primeras carreras. Poco antes de la Trotting Cup volvió junto a Rosie, que ya se había
cambiado de ropa y estaba ayudando a enganchar a Diamond.
Para su sorpresa, Rosie estaba hecha un manojo de nervios.
—¡Vuelve a tener mal aspecto! —le dijo, señalando a Diamond, que piafaba junto
al sulky—. Tiene los ojos raros.
Bulldog echó un vistazo escéptico a la yegua.
—Tiene unos ojos maravillosos —respondió—. Igual que su cochera. También a
ti te brillan los ojos, Rosie, es la emoción.
—Y tiembla un poco… —Rosie ató con cuidado las cuerdas a las varas del sulky.
—Está nerviosa, Rosie —la tranquilizó Bulldog—. Se calmará en cuanto entre en
la pista. ¿O prefieres que llame al doctor Taylor? Lo he visto antes, está en la tribuna
A. Si quieres…
Rosie se mordió el labio. Taylor la había acusado de desvariar el día antes. Si
ahora acudía de nuevo a él con una enfermedad imaginaria… Negó con la cabeza.
—No, déjalo. Tienes razón, debe de ser la excitación. ¿Nos llevas al pasillo de la
pista?
Rosie subió al sulky y Bulldog fue hacia la salida tirando de Diamond. En
realidad, ni la amazona ni la montura necesitaban ayuda para unirse a los otros
participantes y colocarse en su sitio de salida. Pero ese día, la yegua movía la cabeza
enfadada y piafaba en vez de esperar obediente a que se diera la orden de salida.
Además tosía. Bulldog se percató de que Rosie volvía a dudar.
—Si se ha resfriado…
Bulldog sacudió la cabeza.
—Los caballos no se resfrían. Que corra ahora esos dos mil setecientos metros y
luego ya le hará una revisión el doctor Taylor.
De todos modos, habría sido demasiado tarde para llamar al veterinario. La
campana sonó y los caballos salieron.
Bulldog se reunió con Vincent en la tribuna. Si bien estaba llena y había mucho
ruido, en los aristocráticos palcos de los propietarios no se sentía a gusto.
—¡Jo!, me he olvidado de apostar por ella —musitó Bulldog viendo que Diamond
se colocaba en una buena posición.
Rosie la dejó correr relajada los primeros mil metros y luego recuperó, como tenía
por costumbre, el terreno perdido para adelantar a los demás en el sprint final. Pero
esta vez le resultó más difícil que en otras ocasiones. Diamond no dejaba que la
refrenase, tiraba y quería adelantar; por primera vez desde que Vincent veía competir a
la yegua, parecía correr el riesgo de ponerse a galopar. Volvió a toser antes de recorrer
el primer kilómetro, pero no parecía fallarle nada. Al contrario, parecía rebosar de
energía cuando Rosie le dio rienda. Diamond superó a todos los caballos del establo
de Fence, adelantó incluso al semental que el mismo Joe conducía. Al final solo
quedaba delante de ella un elegante caballo negro, Rebel Boy, un caballo de Auckland.
De las gradas surgía a esas alturas un griterío infernal, y Bulldog gritaba a voz en
cuello para animar a Rosie y Diamond. Vincent se tapaba las orejas sonriente, no
dudaba de que Diamond adelantaría a Rebel Boy. Pero entonces ocurrió algo que
desconcertó a Diamond, que se asustó levemente del sulky de Rebel Boy, pero no
abandonó el trote. Rosie podría haber recuperado la pequeña ventaja que había
ganado el caballo negro, pero no se atrevió. En lugar de ello mantuvo a la yegua
detrás de Rebel Boy, y no aceleró cuando Joe Fence la alcanzó con su semental y la
superó por una cabeza.
Al final, los tres caballos pasaron la línea de meta apretados unos detrás de otros o
al lado.
«Vencedor Rebel Boy, segundo Sundawner, tercero Rose’s Trotting Diamond…»
Vincent y Bulldog ya corrían escaleras abajo hacia la meta cuando el locutor
anunció los vencedores. Rosie estaba junto a su caballo, lo acariciaba y lloraba.
—¿Qué sucede, Rosie? ¡Ha estado fantástica! ¿Por qué ha dejado que la
adelantasen? —Vincent miró a la yegua, que respiraba con dificultad pero no estaba
sudada—. Podría haber ganado fácilmente.
Rosie negó con un gesto de la cabeza. Junto a ella, Joe Fence recibía la cinta del
segundo puesto. Mostraba una sonrisa triunfal y solo cuando el veterinario se acercó a
Diamond apareció una expresión de alerta en su rostro.
—Venga, venga, Rosie. No querrás impugnar la carrera porque tu caballito tuviese
algo, ¿verdad?
Rosie no le hizo caso. Tranquilizaba a Diamond, que ahora también se asustaba
del hombre que quería colocarle la banda del tercer puesto.
—¡No podía ver! —informó entre lágrimas a Vincent—. Se ha asustado del otro
sulky. Era como si la cegara algo, pero no había nada. Me daba la sensación de que iba
a tropezar. Así que he preferido ir más despacio.
Bulldog apretó los labios.
—No nos hemos dado cuenta de nada de eso. Mira, ni siquiera está cansada.
Bajo el pelaje, la piel de Diamond estaba caliente pero seca. La yegua bebió con
avidez cuando un cuidador le puso agua, pero una gran parte del líquido se le cayó de
la boca.
—¡Mire, doctor Taylor! —Rosie quería señalar al veterinario lo que sucedía, pero
los otros caballos ya estaban alineándose para dar la vuelta de honor y ella apenas
podía contener a Diamond.
—Enseguida la examino, Rosie —la tranquilizó Vincent.
«Es cierto que hay algo raro —pensó Bulldog—. Pareció atragantarse con el
agua.»
Diamond dio entretanto la vuelta de honor y parecía más calmada. Rosie la limpió
y la llevó al establo antes de que Vincent pudiese reconocerla. Ya volvía a beber con
normalidad.
Vincent hizo un gesto de resignación cuando retiró el estetoscopio.
—Todo bien, Rosie. Esta vez los latidos son más fuertes, lo que es normal después
de la carrera. Salvo por ello, nada me llama la atención.
—¿Puede haber comido algo que no le haya sentado bien? —preguntó Bulldog.
Vincent y Rosie negaron con la cabeza.
—Entonces tendría cólicos —respondieron ambos casi al unísono.
Como propietario de una empresa de transportes, Bulldog debería saberlo.
Entonces puso expresión compungida.
—Me refiero más bien a que no haya ingerido algún… veneno.
—Pero si alguien hubiese querido envenenarlo, el caballo estaría muerto —dijo
lord Barrington más tarde.
Estaba buscando a Rosie en las cuadras para felicitarla por haber obtenido el tercer
puesto. A diferencia de Vincent y Bulldog, también él había percibido que la yegua
vacilaba ligeramente tras haberse asustado del sulky de Rebel Boy. Desde el palco, la
vista era mejor.
—A lo mejor el tipo no sabía qué dosis se necesitaba —pensó Bulldog.
Lord Barrington movió la cabeza.
—¡Qué va, señor Tibbs! Esa gente se las sabe todas, no se equivocan.
—¿Es posible que no quisieran matarla? —sugirió Rosie—. Solo evitar que
ganara…
—Pero no puede calcularse con tanta exactitud —contestó el lord, categórico—.
De todos modos, nunca me ha pasado algo así. ¿Qué dice el veterinario?
Vincent volvió a encogerse de hombros.
—Solo puedo repetir que no veo ningún síntoma de ello. Es cierto que el caballo
no se comportó como suele hacerlo en casa. Estaba más nervioso, lo que explica que
esté asustadizo, y más brioso, pero eso más bien apunta hacia lo contrario de un
envenenamiento intencionado. Este más bien debilitaría al animal y no podría ir
deprisa.
—No, si casi se pone al galope —señaló Rosie.
El lord arqueó las cejas y rio afligido.
—No exagere, Rosie, no pensará en serio que alguien haya tenido la intención de
que la yegua se comportara erróneamente en la pista con la esperanza de que usted
fuera descalificada. Además, era usted quien la controlaba. Si no hubiese tenido usted
miedo cuando Diamond se asustó, ella habría avanzado al trote y ganado.
Rosie abrió la puerta del box y se estrechó contra Diamond, que ahora parecía
totalmente normal.
—No les ha funcionado —susurró—. La próxima vez le darán más de lo que sea.
Tenemos que cuidar de ella, Bulldog. Pero ¿cómo podemos hacerlo?
4
El encuentro familiar de los Drury no auguraba nada bueno. Al menos eso pensó
Lizzie cuando Michael y ella compartieron mesa, media hora más tarde de la hora
fijada, con un Patrick roído por los nervios y que no dejaba de consultar el reloj. El
joven se disculpó varias veces por el retraso de Juliet, si bien era la última a quien
Lizzie echaba en falta. En realidad, los Drury no tenían nada que decirle ni a ella ni a
Patrick, ya que los cuatro vivían juntos en Elizabeth Station. Las relaciones de Lizzie
con Juliet no habían mejorado desde que esta había regresado. Y los intentos de
Patrick por mediar todavía hacían más tensa la situación. Él se habría adaptado al día a
día de la granja, pero en la actual situación estaba desgarrado entre sus tareas de
criador de ovejas y la necesidad de prestar atención continua a Juliet. Se sentía
intranquilo cuando no había concluido un trabajo antes de la cena por si Lizzie y Juliet
volvían a discutir a la mesa y luego su mujer acababa descargando su rabia sobre él.
Los intentos de Patrick por encontrar una ocupación para su hermosa esposa eran
tan conmovedores como absurdos. Juliet se negaba a cultivar un jardín de rosas o a
criar un perrito faldero, por muy propios de una dama que fueran tales pasatiempos.
Sabía montar a caballo pero no la entusiasmaba. El elegante caballo que Patrick había
adquirido en una subasta para ella, solo provocó disgusto en la familia. Lizzie se
enfadó por el precio exorbitante del animal; y Michael, a quien le hubiese gustado
montarlo, se disgustó por la silla de amazona, tan cara como el caballo y ahora inútil.
Al final, Juliet pidió que se llevaran la yegua a Dunedin, donde se suponía que podría
pasear con ella. Patrick encontró un establo caro donde dejarla. De hecho, Juliet
utilizó el caballo para acudir a sus citas con Kevin. Pero eso, naturalmente, no lo sabía
nadie y de ese modo el purasangre tampoco rendía todo lo que era capaz.
El piano —un continuo motivo de controversia en la familia— se transportó al
final a Otago. Patrick pensó que Juliet podía utilizar la anterior cabaña de los
buscadores de oro como estudio donde ensayar. Sin embargo, le quedaba muy lejos y
sin público a ella no le hacía ninguna gracia tocar. La cándida propuesta de Haikina de
que diera clases de piano a algunos de sus alumnos —a los pequeños maoríes no les
hubiese importado recorrer el trayecto— desencadenó un berrinche en toda regla.
Juliet, a la larga Patrick ya no podía negarlo, solo vivía para los fines de semana
en Dunedin. Ello comportaba un viaje largo y una carga económica adicional: cuando
los Drury estaban en Dunedin, dormían en el hotel.
—Seguro que llega enseguida —repitió por enésima vez Patrick.
Michael no esperó para pedir el vino. Al menos eso tranquilizaría a Lizzie, aunque
esperaba que no demasiado. Lizzie le hizo sitio a Nandé en la mesa familiar. La joven
negra se disponía a ir a buscar leche para May a la cocina del hotel. Al verla, tanto los
ojos de Lizzie como los de Patrick resplandecieron.
—La señorita Juliet se enfadará —rechazó ella la invitación—. Y la señorita
Doortje…
Lizzie hizo un gesto negativo con la cabeza y le tendió una copa de vino.
—Por el momento, ninguna de las dos ha hecho acto de presencia —respondió—.
Ven, Nandé, siéntate con nosotros y cuéntanos qué cosas bonitas has hecho hoy con
May. Ya doy por sentado que Juliet no se ha ocupado de la niña.
Nandé se mordió el labio, como tantas veces ante el conflicto de no querer criticar
a su señora pero, por otra parte, mantenerse fiel a la verdad. Lo peor era que Nandé
estaba al corriente de las citas amorosas de Juliet con Kevin. Al menos estaba bastante
segura de que los dos se veían, ya que ¿por qué, si no, necesitaba Juliet tanto tiempo
para arreglarse y ponerse guapa cada vez que iba a ver a su cuñado? ¿Y por qué, si no,
debía tener preparado un baño en cuanto llegaba? Nandé rogaba que nadie le
interrogase acerca de eso.
—Pues bueno, ¡hoy May ha visto un montón de barcos! —respondió—. El señor
Patrick fue con nosotras al puerto. ¡Y nos compró fish and chips! Lo comimos en
unas bolsas de papel. Teníamos permiso para comer con los dedos. Como en mi tribu.
Nandé sonreía tan radiante como si Patrick la hubiese invitado a un menú de
cuatro tenedores en un hotel de lujo. El joven respondió orgulloso a la sonrisa;
también era mérito suyo que el inglés de la muchacha ya fuera casi perfecto. Nandé
había leído con fruición todos los libros infantiles y las novelas disponibles en la casa
de los Drury, incluso la Biblia y, recientemente, también manuales sobre viticultura
cuando Juliet le dejaba tiempo para ello. En ese instante, probaba con interés y
gravedad, bajo la mirada benevolente de Lizzie y Patrick, el vino blanco que Michael
había pedido de aperitivo, aunque él seguía prefiriendo el whisky y la cerveza.
—¡Nandé!
La joven negra se estremeció al oír la voz de Juliet. La criolla estaba en la entrada
del comedor, y su rostro enrojecido revelaba que llegaba con prisas. ¿O era cólera?
Nandé se levantó de un brinco.
—Tengo que ayudar a señorita Juliet a arreglarse —anunció diligente.
Juliet saludó con la mano a los Drury y les comunicó con un gesto que volvía
enseguida. Lizzie se preguntó por qué no se reunía con ellos en ese momento. Con el
vestido de tarde habría pasado desapercibida, a fin de cuentas no era una cena formal.
Además, los vestidos de tarde de Juliet solían ser más atrevidos que la mayoría de los
vestidos de noche que se llevaban en Dunedin.
«¿Por qué tarda tanto? —se preguntó Lizzie mientras bebía una segunda copa de
vino—. ¿Y dónde se han metido los otros? ¿Habrá llegado con retraso Matariki?»
Naturalmente, era posible, el viaje desde Parihaka era largo y algo podría haberla
demorado. Fuera como fuese, a los Drury les quedaba la poco fluida conversación
con Patrick. Juliet mostraba una sonrisa deslumbrante y su perfume era seductor
cuando por fin se sentó con ellos. Lizzie no entendía nada.
La joven entretuvo al grupo durante los siguientes quince minutos con cotilleos
sobre gente que se suponía que había encontrado en la ciudad, habló con candidez de
los conciertos y veladas recientes y sobre la última moda, al tiempo que miraba con
menosprecio el vestido reforma de Lizzie.
Y por fin aparecieron también Kevin, Doortje y las visitas de Parihaka. Matariki
abrazó a sus padres.
—Los maoríes no lo hacen, por cierto —contó a Doortje, quien,
sorprendentemente, la escuchó con atención—. Nosotros intercambiamos el hongi. ¡Y
que conste que no se trata de frotarse nariz con nariz! —Y dejando estupefactos a
Lizzie, Michael y Kevin, hizo una breve demostración a Doortje de cómo se juntaban
las frentes y luego se apoyaban las narices entre sí con suavidad—. Proviene del dios
Tane, que fue quien insufló el primer aliento de vida a los seres humanos. Cuando
intercambiamos el hongi en la ceremonia de bienvenida, acogemos al forastero en
nuestra familia.
Juliet rio.
—Un ritual sumamente arcaico —observó—. Podría proceder de su país, con lo
anticuado que es… ¿verdad, Dorothy? Aunque no carente de atractivo… se intima
con alguien con toda libertad. —Sonrió a Kevin.
Matariki frunció el ceño. Ya le habían llegado comentarios acerca de Juliet, pues se
carteaba con algunas mujeres de Dunedin y conocía a grandes rasgos la historia de la
criolla. Juliet había tenido primero una relación con Kevin y luego se había casado
con Patrick. Atamarie, Kathleen y Violet se habían sorprendido de ello, mientras que
Lizzie guardaba silencio sobre los detalles, pero describía con viveza sus discusiones
domésticas con Juliet. Tanto después del matrimonio como ahora, en los últimos
meses. Solo en los últimos tres meses antes del nacimiento de May había dejado de
tener noticias de Lizzie y recelado que pasaba algo malo. Ahora confirmaba sus
sospechas: la pequeña May poseía los mismos rasgos de Kevin y Juliet solo tenía ojos
para su anterior amante.
Matariki sonrió para sus adentros. Al parecer, sus dos hermanos estaban criando a
hijos ajenos. Pero Juliet no parecía conformarse con nada, pues humillaba a Doortje y
coqueteaba con Kevin. Y además estaba espléndida. No era extraño que Doortje casi
hubiese sido presa del pánico porque a ella y Matariki apenas les quedaba tiempo para
arreglarse. Al final había pedido a Kevin que le apretara el corsé y casi se había
derrumbado cuando él se negó con rudeza y desapareció en el baño. Algo que
también había asombrado a Matariki. Según su experiencia, a los hombres pakeha les
gustaba ayudar a apretarse el corsé a sus esposas. A fin de cuentas, había una
aproximación física, ellos contenían la emoción de lo prohibido y ocultaban primero
el cuerpo deseado para liberarlo más tarde. Matariki habría creído que su hermano
disfrutaba con ese tipo de juego. Pero, claro, estaba iracundo porque las mujeres se
habían encerrado bajo llave. Doortje, que conversaba arrebatada, no se había dado
cuenta, pero a Matariki no le habían pasado desapercibidos los golpes en la puerta. De
todos modos, Kevin había llegado con retraso respecto a la hora convenida para la cita
con sus padres. Matariki se preguntaba dónde habría pasado su hermano la hora que
se había retrasado…
—Ah, pero el hongi tiene también un significado práctico —dijo a Juliet—.
También lo intercambiamos con nuestros enemigos, lo que nos permite conocer su
complexión, su forma, su olor y su manera de pensar. Cuánto más cercanos estén,
mejor se pueden combatir. ¿Quiere probar usted también, Juliet? Me gustaría
conocerla mejor. Usted es Juliet, ¿verdad?
Matariki sonrió sardónica. Patrick parecía avergonzado. Pero al menos ahora
podrían ocuparse en pedir la comida… Había estado sosteniendo a May en su regazo
mientras la niña jugueteaba con una cucharilla de té y el tenedor, y ahora se la tendió a
Nandé. Esta se encontraba detrás de Juliet como una sombra, dispuesta a obedecer la
menor indicación de la señora. Si algo había de arcaico, era precisamente eso, pensó
Matariki.
Juliet se escurrió con un par de bromas y aseguró a Matariki con amabilidad que
también ella ardía en deseos de conocer a la hermana de su marido.
—No todo el mundo tiene una parentela tan exótica —señaló sonriente, y deslizó
su mirada hacia Lizzie.
Matariki contempló satisfecha que esta no se ruborizaba, aunque sí Doortje. Por lo
visto, ahora se avergonzaba de las palabras racistas que había pronunciado. Matariki
empezó a disfrutar de la cena. Hacía tiempo que no se lanzaba pullas con otras
mujeres, pero lo que había aprendido durante años en la Otago Girls’ School sobre la
esgrima verbal no se olvidaba fácilmente.
—En eso se equivoca, Juliet —objetó amistosamente—. La pariente exótica es
usted. Yo me cuento entre los nativos. Pero ahora deje que conozca a mi sobrina de
tres años. —Sonrió a Nandé y se dirigió a la pequeña May, que enseguida se lanzó a
sus brazos—. Ya que hasta ahora no he visto a mi sobrino.
Dirigió a Doortje y Kevin una mirada de fingido enfado y se percató de que este
último miraba a Juliet iracundo. Interesante: Kevin parecía tener competencia para
sancionar a Juliet, mientras que a Patrick la conducta de su esposa le resultaba
incontrolable.
—¡Es cierto! —Lizzie aprovechó la oportunidad para cambiar de tema—. ¿Dónde
tenéis a Abe, Doortje y Kevin?
La joven bóer levantó la vista hacia el aparatoso reloj de pie que había contra una
pared del comedor. El Leviathan estaba amueblado con un estilo puramente
victoriano.
—Paika ya se lo habrá llevado a casa —respondió con expresión de culpabilidad
—. Y nosotros ya deberíamos estar en casa.
Kevin puso expresión compungida.
—¿Cómo has podido olvidarte, Doortje?
—¿Paika? —preguntó Atamarie—. ¡No me digáis que tenéis una niñera maorí!
Doortje movió la cabeza y se frotó las sienes. El nuevo reproche de Kevin le había
dolido.
—Paika es la sirvienta de los Dunloe. A veces cuida de Abe cuando tenemos
alguna salida. Hoy es su día libre —Doortje lo pronunció como si se tratase de algo
escandaloso— y quería ir a una comida en la playa. Kevin pensó que le podía dejar a
Abe. —Parecía algo vacilante, pero Matariki le sonrió.
—De eso puedes estar segura, cuidará de Abe como si fuese su propio hijo. Es lo
normal en las tribus, todos los maoríes aman a los niños. —«Además, los amigos
maoríes de Paika no le leerán la Biblia a Abe», pensó Matariki. Ahora todavía era
pequeño, pero cuando creciera un poco vería distintos juegos amorosos en tales
celebraciones. Kevin ya debería saberlo, pero, en fin, no se podía poner a Doortje al
corriente de todas las peculiaridades de la cultura local—. Y tampoco creo que sea tan
horrible el retraso. Los Dunloe viven aquí al lado. Si Paika sabe dónde estáis, lo traerá
ella misma.
Lizzie suspiró y Doortje respiró aliviada de que nadie encontrara censurable que
hubiese confiado el niño al cuidado de una muchacha maorí; solo Kevin volvía a estar
tenso. Matariki volvió a extrañarse. ¿Por qué no estaba de acuerdo con que Paika
llevase al pequeño Abe al hotel?
Entretanto, llegaron los platos y estaban exquisitos. Lizzie se percató complacida
de lo bien que se desenvolvía Doortje con los modales a la mesa y de que además
bebía ¡dos copas pequeñas de vino! Una sorpresa también para Kevin. Lamentaba
haber dejado solas a Doortje y Matariki. Algo había ocurrido entre ambas.
También Juliet percibió que Doortje estaba más desenvuelta de lo acostumbrado.
La joven parecía haberse liberado de una carga. Y aunque era evidente que había
tensiones entre ella y Kevin, si Juliet no ponía cuidado, la nueva Doortje podría ser un
obstáculo en su camino.
Al final sirvieron coñac y café. El camarero se volvió hacia Kevin y Doortje.
—Señor y señora Drury, su niñera los espera en la recepción. Ha traído a su hijo.
Doortje se puso en pie de un brinco. Igual que Atamarie.
—Te acompaño, ¿de acuerdo? Estoy impaciente por ver a mi sobrinito segundo.
De hecho, la joven llevaba horas aburriéndose. Solía pasarlo bien con sus abuelos
y tíos, pero tanto Juliet como Doortje eran extrañas en la familia. El parloteo
insustancial que era habitual entre ellos no surgía esa noche, la conversación era tensa
y formal. Atamarie habría preferido pasar la velada con Roberta, con la que se
encontraría al día siguiente a la hora de comer e intercambiarían por fin auténticas
novedades.
Matariki se percató de que Kevin intentaba retener a Atamarie, pero Doortje no
puso objeciones a que la acompañara. Las dos fueron a la recepción y pocos minutos
después ya estaban de vuelta. Atamarie jugueteaba con el pequeño Abe, a quien
llevaba en brazos: era su vivo retrato.
Matariki miró boquiabierta a su hija y su sobrino. Doortje le había contado que la
habían violado y hablado de la muerte de su torturador, sin mencionar su nombre.
—¿Kevin? —Matariki casi perdió las formas—. Kevin, ¿tienes un momento?
Necesito hablar contigo.
Juliet siguió atónita con la mirada cómo Kevin dejaba la mesa con su hermana
mayor. Pensó que parecía un perro apaleado.
Matariki no paró en menudencias y preguntó en la recepción si podían utilizar una
sala de reuniones.
—Por mí, hasta podemos coger una habitación —advirtió sin andarse con rodeos
—. Incluso si no suelen alquilarlas por horas.
El empleado esbozó una sonrisa forzada.
—Claro que no, pero usted… usted no querrá que…
Matariki puso los ojos en blanco.
—Deme simplemente la llave de Waimarama Te Kanawi. La artista maorí, ya sabe
usted de quién se trata. Ella está fuera y cuando regrese al hotel tendrá que esperar un
poco. Asuntos tribales, ¿entiende? —Cogió la llave y empujó a Kevin delante de ella.
»¡Y ahora dime la verdad, Kevin Drury! ¡No lo niegues! Abe es hijo de Colin
Coltrane. ¿Lo sabe Doortje?
Matariki encontró una botella de vino abierta —Waimarama y sus amigas ya
habían brindado—, vació el resto en uno de los vasos que había al lado y bebió un
buen trago.
Kevin titubeó.
—Sabe que se llamaba Coltrane, pero ignora…
—¿Que ese tipo también era el padre de Atamarie? ¿Que era el hijo de Kathleen?
¿Lo sabe al menos Kathleen?
Kevin miró a su medio hermana.
—La semejanza familiar no pasa desapercibida. Al menos a aquellos que
conocieron a Atamarie, y seguramente también a Colin, cuando eran niños. Solo
nuestra madre no se ha dado cuenta todavía de nada.
Matariki alzó la vista al cielo.
—¡Pero es cuestión de tiempo! —protestó—. Es posible que Lizzie mienta un
poco, con los nietos propios uno no es tan crítico, pero la sociedad de Dunedin… Ya
se reconoce ahora por el color del cabello. Ese brillo metálico… solo lo tiene
Kathleen. Y cuando se le marquen más los rasgos faciales, la gente no tardará nada en
chismorrear. ¡Dejarás a Doortje desamparada ante la tempestad!
—La gente pensará que es algo de familia. A fin de cuentas, Atamarie es la prima
de Abe —se defendió Kevin.
Matariki resopló despectiva.
—Puede que una parte lo piense. Pero Doortje no es tonta. Puede que todavía no
haya comprendido del todo quién está relacionado con quién. No deja de ser
complicado. Pero ¿qué sucederá en cinco o seis años? ¡Tienes que hablar con ella,
Kevin! Cuando averigüe que es amiga de la madre de Colin y que la hermana de este
la está pintando y que su cuñada ha tenido una hija con él… ¿Cuándo pensabas
informar a Kathleen, Heather y Atamarie de la muerte de su hijo, hermano y
progenitor? —Matariki se quedó mirando a su hermanastro.
Él se encogió ante el bombardeo verbal.
—Por todos los santos, Riki, ya han pasado años sin que supieran nada de él…
Matariki gimió.
—¿Y? ¿No consideras que a Kathleen al menos le gustaría saberlo? ¡Ella es su
madre! Tiene derecho a llorar su muerte.
Kevin calló, con la mirada puesta en la mesa. Matariki contempló apenada la
botella de vino vacío, se dirigió al pequeño lavabo que había en una esquina de la
habitación y lavó la copa. A continuación se sentó para el tiro de gracia.
—¿Y qué relación tienes en realidad con la tal Juliet, Kevin? Te mira como si fuera
la cazadora y tú la presa, mientras Patrick parece un ciervo herido de muerte. Algo
pasa ahí. ¿Te estás acostando con ella?
Kevin tampoco respondió, pero ocultó el rostro entre las manos.
—¡Y encima esto! —suspiró Matariki—. ¡Debes decidirte, Kevin! ¿A quién
quieres, a Juliet o a Doortje?
El joven levantó la cabeza.
—No quiero hacer daño a Doortje —susurró—. No sé cuánto tengo de ella en
realidad, pero no quiero perder nada.
Sin embargo, dos días antes de una de las primeras carreras de calificación para la
New Zealand Trotting Cup, no fue Rosie, sino Violet Coltrane quien se presentó ante
Bulldog, que estaba preparando una de sus famosas citas. Él la reconoció de
inmediato, aunque, por supuesto, había envejecido. Conservaba el cabello caoba y los
rasgos delicados… Violet había sido una muchacha hermosísima y era ahora una
mujer bonita. Tenía pocas cosas en común con Rosie. Bulldog suponía que se parecía
a su madre, fallecida antes de que emigrasen, mientras que Rosie respondía más a la
parte del padre y el hermano. Cuando Violet entró en las cuadras, la recibió con una
ancha sonrisa.
—¡Violet! ¡No has cambiado nada! —la saludó—. Bueno, es cierto que ahora
tengo que tratarla de usted. Disculpe, señora Coltrane, pero Rosie habla tanto de usted
que es para mí un personaje familiar…
Violet arqueó las cejas.
—No malgaste cumplidos conmigo, señor Tibbs. Yo también me alegro de volver
a verlo, y espero que este reencuentro sea favorable. Ya veo que lo ha conseguido
usted en nuestro nuevo país… ¿No fue buscador de oro durante una temporada?
Bulldog sonrió.
—Ya la entiendo, señora Coltrane, quiere saberlo todo sobre mí. A ver: primero
estuve medio año en los yacimientos de oro, conseguí un mulo por un par de dólares
y desde entonces no he dejado de invertir cada céntimo en mi agencia de transportes.
Ahora tengo, como se dice, dependances en Auckland y Wellington, Blenheim,
Queenstown y Christchurch. Soy un hombre adinerado, señora Coltrane, no tema. Y
respecto a Rosie, podría… ¡Oh, Dios, no me lo creo! Si comprendo bien la seriedad
de su visita, es que Rosie le ha contado… Oh, Dios, y yo que pensaba que ella no
entendía mis intenciones…
Violet lo miró con severidad.
—Señor Tibbs, Rosie no es retrasada mental. He pasado la mitad de mi vida
defendiéndolo y con frecuencia me resultó difícil. Pero si es cierto que está interesado
en ella…
Bulldog alzó las manos.
—¡Rosie es inteligente! —afirmó con convencimiento—. La mujer más inteligente
con la que me he relacionado, además de una entrenadora y cochera fabulosa.
Recientemente ha viajado por diversión con un carro tirado por un caballo de tiro y,
se lo aseguro, señora Coltrane, ¡la enviaré con un tiro de cuatro caballos a Otago! —
Los ojos de Bulldog brillaban de orgullo.
Violet sonrió.
—Entonces tal vez debería tomar asiento —observó.
Bulldog le llevó una silla junto a la mesa bien puesta. Las mejillas le ardían de
turbación.
—Tengo una casa, naturalmente, yo no vivo aquí, señora Coltrane. Es solo… es
solo por Rosie, porque no le gusta salir… Pero sí le gusta comer, por Dios, ya de niña
estaba siempre hambrienta. Ya le tenía cariño entonces, ¿sabe?
Violet asintió.
—Claro que lo sé. Y precisamente por eso este asunto me produce más suspicacia.
—¿Suspi…? —Bulldog frunció el ceño y Violet vio que ese hombre nunca había
leído una enciclopedia.
—Me parece raro y hasta chocante —tradujo Violet—. De todos modos, no hay
prisa, Rosie está en la pista enseñándole los caballos y las instalaciones a mi marido.
Bulldog asintió y pareció aliviado.
—Ya me estaba preocupando —respondió—. Nunca se retrasa. Tiene unos
horarios muy regulares, es muy disciplinada.
Violet reprimió un comentario. Sabía que Rosie se aferraba a horarios regulares.
Cualquier cambio le daba miedo.
—Rosie era entonces una niña pequeña. No puede haberse enamorado entonces
de una criatura y después de la mujer en que se ha convertido veinticinco años
después.
Bulldog miró a Violet sin entender.
—¿Por qué no? Aunque, claro, a la pequeña Rosie no la quería de la misma forma
que quiero a la Rosie adulta. —Tomó también asiento—. No de la forma en que se
quiere a una mujer. ¿Sabe usted?, entonces me recordaba a mi hermana pequeña.
Murió en Londres y también era dulce y rubia… Ya no me acuerdo de Londres. Solo
de su sonrisa. Tenía una sonrisa igual de dulce. Y también era igual de… inocente.
Había que cuidar de ella, pero yo era demasiado joven. Se marchó de repente. La
policía dijo que un cliente la había matado a cuchilladas… Me quedé solo. Pero ahora
he vuelto a encontrar a Rosie. Y a Rosie sí puedo cuidarla. Y me gustaría hacerlo,
señora Coltrane, si ella me lo permite.
Sorprendida, Violet distinguió lágrimas en los ojos de aquel hombre robusto.
—¿Nunca ha estado casado? —preguntó.
Bulldog negó con la cabeza.
—No. Estuve dando demasiadas vueltas, una chica por aquí, otra por allá. Ya sabe
cómo es esto, no hay muchas mujeres, sobre todo para un pequeño don nadie de
Londres que se está abriendo camino. Con el tiempo esto ha cambiado, ahora podría
tener las que quisiera. Pero no quiero a una con experiencia, ¿me entiende? Una que
haya tenido más hombres que yo caballos en la cuadra. O una de esas chicas de buena
posición que han estudiado y tal. Seguro que son amables, pero… me darían miedo.
Violet sonrió.
—Pues Rosie también se asusta fácilmente —señaló.
Él asintió.
—Lo sé. Pero ya no tendrá que hacerlo más. La trataré con mucho tacto, se lo
prometo. —Tendió a Violet una manaza y esperó con mirada franca a que ella se la
estrechara. Luego resplandeció—. Sabe qué, señora Coltrane, voy a enviar a alguien al
pub donde nos preparan la comida. Para que traigan también para usted y su marido.
Y cuando venga él con Rosie, nos sentamos a la mesa, como en uno de sus elegantes
hoteles y restaurantes. ¡A Rosie le gustará!
Violet sonrió.
—Nos sentiremos muy honrados, señor Tibbs.
Tom sonrió.
—Llámeme Bulldog. Así es como me llama Rosie. Pero mire, ahí llegan Rosie y
Diamond. Y su marido…
—Llámeme usted Violet. Y él es Sean —presentó la mujer a su esposo cuando este
bajó con el rostro algo macilento del asiento trasero del sulky.
La joven entrenadora tenía una expresión radiante.
—¡Ha conseguido un nuevo récord! —anunció—. ¡Pese a llevar el doble de peso!
Había hecho que el caballo trotase desde el hipódromo hasta Christchurch y era
probable que hubiese adelantado a muchos carros.
—Ha sido tremendamente rápida —confirmó Sean un poco forzado—. Y… y
coge las curvas bastante cerradas… Por lo visto, me he mareado un poco.
Bulldog sonrió.
—Pues sí, ¡para correr en las carreras hay que ser todo un hombre! ¡Como Rosie!
Espere, Sean, tengo una cerveza aquí, le sentará bien. Rosie, lleva deprisa a Diamond
a su box. Tenemos algo que celebrar. He invitado a Violet y Sean a una cena como
Dios manda, igual que en un restaurante.
Rosie se ruborizó, pero Violet percibió alegría en su rostro.
—Espero que no sea una de esas en que uno se equivoca de tenedor —bromeó.
Bulldog movió la cabeza.
—¡Qué va, Rosie! Ya me conoces. Violet, Sean, espero que les guste el fish and
chips…
6
En los días siguientes se estrecharon los lazos entre Atamarie y Rawiri. El joven se
quedó en Dunedin, a fin de cuentas había ido hasta allí para cortejarla. Después de
llegar a Wellington se había enterado de que ella se encontraba en la Isla Sur y se
había puesto en camino hacia allí. Ahora asistían juntos a los distintos conciertos y
exposiciones del festival y se revelaba como un interesante interlocutor. Atamarie,
quien hasta el momento solo había visto a Rawiri en el entorno de Parihaka, estaba
agradablemente sorprendida. El joven maorí también había ido a la universidad y
había conocido una parte de Estados Unidos. Había visto más mundo que Atamarie y
sabía despertar interés en lo que contaba. Rawiri hablaba de unos edificios
increíblemente altos en Nueva York. Describía el puente de Brooklyn como el más
largo puente colgante del mundo, hablaba de unas construcciones ferroviarias
espectaculares, de automóviles que paulatinamente marcaban la imagen urbana de
Estados Unidos y de la planificación de transatlánticos.
—Y ahora desarrollarán la aviación —señaló sonriente—. Tanto si cantamos como
si no.
Atamarie le contó de sus exámenes, de su futuro todavía no madurado del todo y,
una y otra vez, de Richard Pearse. No quería revelar toda la historia ante Rawiri, pero
ardía en deseos de comparar el avión de Richard con el de los hermanos Wright. El
maorí le describió con todo detalle la máquina de estos.
—Seguro que al profesor Dobbins también le interesaría —observó la joven al
final—. Cuando pases por Christchurch, de vuelta, deberías ofrecerte para pronunciar
una conferencia a los estudiantes.
Rawiri la miró incrédulo.
—¿Me crees capaz? ¿En público? Siempre tuve la sensación… bueno, de que para
ti no era más que un muchacho maorí bobo que creía saber volar pero que se caía
cantando al mar.
Atamarie sonrió.
—No es peor que caerse sobre un seto sin pronunciar palabra —observó—.
Además, Richard no se licenció. Pese a ello construyó un avión. Y volaba mejor que
el de los Wright.
El rostro de Rawiri se ensombreció.
—¿Por qué siempre que hablamos tiene que estar presente Richard Pearse? —
preguntó a media voz—. Estábamos hablando de los Wright. Y de mí. Pero siempre
vuelves a sacarlo en la conversación. ¿Todavía le amas, Atamarie? Sabes que yo… No
quiero presionarte, pero pensaba que a lo mejor íbamos juntos a Christchurch. Me has
dicho que el profesor te ha ofrecido un puesto en el instituto. Creí que lo aceptarías. Y
yo podría estudiar Ingeniería en el Canterbury College. Yo también quiero construir
aviones y… hacer cantar un motor. ¿Has pensado en ello, Atamie? ¿Que cantan… que
susurran a los espíritus?
Atamarie sonrió. Había escuchado con frecuencia el sonido del motor Otto.
También era música para ella, cuando funcionaba bien. Pero ¿susurros?
—¿Crees que en algún momento inventarán motores que susurren? —preguntó.
Rawiri hizo un gesto de ignorancia.
—¿Por qué no? Puedo imaginar que no sean tan ruidosos. No deberían superar el
sonido del viento… ni causar tanto estrépito que los seres humanos no consigan
escuchar sus pensamientos.
Atamarie reflexionó.
—Si pudiesen reducirse las vibraciones… —Sus ojos brillaban de interés.
El joven movió la cabeza.
—Olvídate ahora del motor, Atamarie. Tienes que saber qué hay todavía entre
Richard Pearse y tú. ¿Volverás a reunirte con él? ¿Y a volver cuando él ya no te quiera
más a su lado? Puede que yo sea la segunda opción, pero alguna elección tendrás que
hacer.
Atamarie se apoyó en el joven maorí. Ambos habían ido a la playa para remontar
las cometas de la muchacha. Rawiri insistía en que no las encerrara en un museo y, a
esas alturas, ella tenía la sensación de que él tenía razón. Los otros objetos expuestos
en la sala de la congregación del reverendo Burton parecían perder resplandor lejos de
sus marae y wharenui, de los soportes donde colgaban y de las casas de asambleas.
Pero las manu ganaban vida. Olían a mar cuando habían volado en la playa y el viento
había revuelto las plumas con que estaban adornadas. Les daba una nueva expresión.
El hombre pájaro parecía contar sus aventuras en los aires, el azor tenía un aire
furioso y la canoa callaba los secretos de los antepasados.
En ese momento las manu reposaban junto a Atamarie y Rawiri en la arena
mientras los dos bebían una cerveza y contemplaban el mar. Atamarie se acercó al
joven.
—No sé si tengo elección, Rawiri —suspiró—. Podría amarte y tal vez lo esté
haciendo ya. Pero a veces siento como si entre Richard y yo hubiese una aho
tukutuku… un cordón de lino. El lino no se rompe tan fácilmente.
—Roberta dice que es probable que se haya casado —señaló Rawiri y la miró
inquisitivo—. ¿No se ha roto el cordón todavía?
Atamarie se encogió de hombros.
—Yo todavía lo siento en mi corazón, Rawiri. No puedo remediarlo. Es más fuerte
que yo. —Miró a lo lejos—. Dame tiempo —susurró—. Tan solo dame tiempo.
Media hora antes de la hora acordada, Roberta estaba delante de la casa de Lower
Stuart Street esperando para ir a un concierto con Atamarie y Matariki, y naturalmente
con Doortje y Kevin. Sin embargo, se convencía de que era pura casualidad. Al igual
que había sido por casualidad que había preferido dar un paseo a pie por el centro de
la ciudad que en el carruaje de Sean y Violet. Sus padres vivían en las afueras y
Roberta había tenido que caminar media hora larga. Pero ese día el aire era fresco y
Kevin todavía estaría en su consulta mientras Doortje, Atamarie y Matariki se
preparaban para el acontecimiento. A lo mejor dejaba la puerta abierta, durante las
horas de asistencia solo la entornaba y cuando no había nadie en la sala de espera
solía dejar la consulta sin cerrar. Para no despistarse si llegaba alguien. A lo mejor
Roberta podía asomarse al interior y charlar un poco con él. Pero claro, solo si el azar
lo permitía. Ella nunca habría planificado algo así…
Sin embargo, quedó decepcionada cuando encontró cerrada la puerta que daba a
la escalera de la vivienda. ¿Estaría Kevin arriba? Pero entonces oyó ruidos
procedentes del interior de la consulta. Unos ruidos sospechosos. Un gritito agudo,
aunque tal vez se lo había imaginado… y gemidos. Bueno, no podía negarse que
alguien gemía. Roberta se puso a pensar. Kevin debía de estar con una paciente, tal
vez se tratase de una urgencia y seguramente la enfermera que ayudaba a los médicos
durante las consultas ya se había marchado a casa. ¿Estaría solo con un caso grave?
Ella podía echar una mano, ya había colaborado algunas veces en el hospital en
Sudáfrica. Vacilante, pulsó el timbre de la consulta. La puerta no estaba cerrada con
llave, algo lógico en un caso de urgencia. Pero la puerta entre la sala de espera y la de
consultas sí estaba cerrada. Entró en la primera y se detuvo vacilante. ¿Llamaba a la
puerta o se limitaba a pasar y ofrecer ayuda? Los gemidos eran ahí más nítidos,
pero… no tenían un tono lastimero, sonaban de un modo opuesto a los lamentos de
los heridos o enfermos graves.
Curiosa, se acercó a la puerta y vio confirmadas sus sospechas. Una especie de
risita se mezclaba entre los gemidos. Risitas de una mujer. Y la voz de un hombre. La
de Kevin.
—¡No, Juliet! No, no, de verdad… mujer fatal… eres una diablesa.
—Mientes, sabes que soy un ángel… Te montaré hasta que aguantes.
El rostro de Roberta se encendió de rubor cuando entendió que se trataba de un
acto sexual. Una urgencia… ¡Cómo podía haber sido tan tonta! Atamarie se partiría de
risa cuando se lo contara. Pero ¿podía contar algo así? Su primer impulso fue
marcharse, pero se detuvo, como hechizada por las voces.
—Juliet, en serio, no quiero seguir.
—Kevin, cariño, no hables por la cosita que tienes aquí y que no quiere salir de
mí.
—¿Cosita? ¿Quieres herirme? —La voz de Kevin fingía indignación. Y Roberta
acababa de creer que estaba enfadado. Qué tonta.
Risitas.
—Oh, perdona, me refería a tu poderoso miembro viril… Eres un semental,
cariño… ¿Mejor así?
—Mejor. Pero no deberías… Y ahora tengo que levantarme, ese concierto…
—¿Quieres que cante para ti? —Juliet no se tomaba en serio ninguno de sus
pretextos—. Deja que mi cuerpo cante para ti… nuestro dueto es mejor que todo lo
que puedas escuchar en ese escenario. Ven, semental mío… Ahora tienes que
cabalgar.
—No debemos seguir.
La voz de Kevin sonó angustiada, y Roberta se preguntó por qué no se limitaba a
ponerse en pie y marcharse, si lo que estaba ocurriendo ahí violentaba su voluntad. Y
por qué habría abierto la consulta a Juliet. Pero ya era hora de marcharse, realmente.
Aquello era repugnante… y muy distante de las noches de amor que había soñado
compartir con Kevin. Roberta había imaginado tiernas caricias, promesas y palabras
de amor, y un silencio feliz y armonioso tras llegar al punto culminante, que ella
imaginaba como una salida de sol o una lluvia de estrellas. Pero eso… Si lo que él
quería (o no quería, vistas sus objeciones) era esa cosa afectada entre la lascivia y la
tontería… lo último que deseaba Roberta en ese momento era estar en el sitio de
Juliet.
En realidad lo que más deseaba era estar muy lejos de allí. Vacilante, retrocedió un
paso hacia la puerta. Se iría con sigilo. Pero Roberta no destacaba por su tacto… Se
dio media vuelta y se llevó un susto de muerte cuando un monstruoso jarrón
victoriano lleno de flores se volcó y se hizo pedazos con un estallido. Ahora no le
quedaba más remedio que salir huyendo.
Kevin abrió la puerta de par en par cuando Roberta todavía no había llegado al
acceso de salida. Como era de esperar, iba desnudo, apenas con una toalla envuelta en
las caderas.
—¿Roberta? —Al ver a la joven sus ojos reflejaron temor, pero también cierta
tranquilidad. Por suerte solo se trataba de Roberta.
»¿Qué… qué estás haciendo aquí? Me estaba refrescando un poco. Arriba en la
casa hay tres mujeres… —Sonrió a modo de disculpa y solicitando comprensión.
Roberta fue consciente de repente de que la estaba tomando por una boba. Como
siempre había hecho, daba igual lo duramente que ella hubiese trabajado en Sudáfrica.
Kevin la había considerado útil, pero no la había tomado en serio. Sintió que el frío
invadía su interior.
—No te esfuerces, Kevin, lo he oído todo —dijo con calma—. ¿Dónde escondes a
Juliet? Dile que puede salir, la ayudaré a ceñirse el corsé. Querrá estar presentable
cuando se encuentre con Doortje, ¿no?
Kevin hizo un gesto compungido. Ya no quedaba nada de su seguridad en sí
mismo.
—Roberta, por favor, no se lo digas a nadie. Sé que no deberíamos hacerlo y
quiero cortar, pero… —suplicó.
—¿Y por qué no lo haces? —preguntó con desprecio.
—Por favor, Roberta, amo a Doortje… Pero no puedo, es…
De la sala de consultas salió una risa.
Roberta se dio media vuelta. Sobraba cualquier comentario y tampoco sabía qué
más decir. Al final corrió al exterior y cerró la puerta tras de sí.
—¡Roberta! —gritó Kevin, pero ella ya no volvió la vista atrás.
Él solo quería asegurarse con palabras bonitas de que ella callaría… siempre había
sabido manejar las palabras. Pero ¿iba ella a callar?
Bajó corriendo los escalones. No podía encontrarse con las otras mujeres,
Atamarie se percataría de que algo le había ocurrido. Y no podía decirle que había
derrochado amor y respeto por un hombre pusilánime al que había pillado en brazos
de una furcia. Un impostor que hoy cogía la mano de Doortje y mañana se entregaba a
su cuñada. Y que, encima, hablaba de amor…
Roberta cogió un coche de punto para ir a casa de sus padres. Violet y Sean se
extrañarían cuando no apareciera en el concierto, pero ya les diría que se había
encontrado mal de repente. El corsé… Violet se enfadaba con ella porque volvía a
llevarlo. Y mañana cogería el tren para Christchurch. Sería un día antes, en realidad
había querido viajar el fin de semana con su familia para ver a Rosie. Diamond corría
la última carrera para calificarse para la New Zealand Trotting Cup y Roberta quería
volver a ver a Vincent. Con sentimientos encontrados, pero ahora eso había cambiado.
Añoraba su sonrisa cálida y comprensiva, su mirada dulce, una mirada que reconocía
a la primera a una persona como Juliet.
Ya estaba harta de sentir un amor no correspondido. Y encima por el hombre
equivocado.
9
Roberta regresó a Timaru, pasó allí un día y por la mañana cogió el tren para
Christchurch. En una de las paradas previas bajó, para tomar después el mismo
vehículo en que viajaba su familia. Eso tranquilizó a su madre y dio credibilidad a su
historia. Aun así, Violet preguntó por la amiga embarazada, pero Roberta ya había
preparado una explicación. Anunció que la joven maestra había perdido al niño.
—Una bendición, en tales circunstancias —opinó Violet, dando el caso por
cerrado. Roberta suspiró aliviada.
A causa de la carrera inminente, Heather y Chloé estaban inquietas, aunque de
muy buen humor. Su festival de arte de mujeres había sido un éxito y habían vendido
muchos cuadros, incluso varias piezas maoríes.
—Podríamos haber triplicado las ventas de las cometas de Atamarie, pero ella no
quería venderlas. Por lo visto, su nuevo amigo sostiene que con ellas da una parte de
su alma o que las almas de las cometas sufrirían si las adquiriesen personas que las
colgarían en una sala de estar en vez de hacerlas volar. En fin, hay que aceptarlo. —
Heather se apoyó en el respaldo.
Sean parecía sentirse como de vacaciones, mientras que Violet parecía albergar
sentimientos encontrados. Por una parte se alegraba de ver a Rosie; pero, por la otra,
detestaba las carreras, consideraba las apuestas más que cuestionables moralmente y le
aterraba encontrarse con su hijo. La última vez que había visitado a Rosie se había
encontrado con Joe brevemente y el ambiente había sido tenso. El nuevo y ostentoso
rótulo de los establos de Joe le había traído a la memoria, como a Rosie, el recuerdo
de una mala época. A ello se añadía el parecido de su hijo con su difunto esposo, que
si bien ya se anunciaba cuando Joe era un niño, ahora se manifestaba con nitidez.
Violet y Joe Fence no tenían nada en común ni nada que decirse. Joe lo admitía, toda
su vida había mirado a su madre con desprecio y había acabado odiándola; Violet, sin
embargo, tenía mala conciencia.
—Hiciste lo que pudiste —intentó conformarla Sean—, aunque él lo vea de otro
modo. Pero tenías que librarlo de Coltrane. Hiciste lo correcto cuando tomaste la
decisión de que aprendiera con el otro entrenador.
—¿Y de qué sirvió? —repuso Violet, abatida—. Tiene el aspecto de Eric y trata a
los caballos como Coltrane.
Sean se encogió de hombros.
—Tu marido falleció un par de años demasiado tarde. Joe ya estaba muy influido
por él y no podía cambiar. Pero no es culpa tuya, Violet, no te preocupes.
—He sido una mala madre —respondió, a pesar de que Roberta demostraba lo
contrario.
Los sentimientos de culpabilidad hacia su hijo impregnaban la vida de Violet
desde que Joe había nacido. Casi había muerto en el parto y nunca había logrado amar
al niño.
—¡De todos modos, lo invitaremos al banquete familiar! —declaró, con lo que
Sean se llevó las manos a la cabeza.
Le resultaba inconcebible tener a Rosie y Joe sentados a una misma mesa. Pero
bastaría con anunciarlo para que uno de los dos rechazara la invitación.
En la estación les esperaban Rosie y Tom Tibbs, pero, para decepción de Roberta,
Vincent no había asistido.
—El veterinario se disculpa —explicó Tibbs, con su rostro de bulldog radiante—.
Se trata de una sorpresa, señorita Fence.
Rosie asintió.
—Sí, a lo mejor llega hoy, yo ya he…
—¡Rosie, no! ¡Es una sorpresa! —Bulldog rio—. Si se lo cuentas ahora, dónde
vas… hummm… a colocarla…
Roberta se lo quedó mirando.
—¿Un regalo de bodas para Rosie? —preguntó—. Mi madre dice que ha pedido
usted su mano, señor Tibbs. ¿Es cierto? Me parece increíble.
Rosie cogió servicial las maletas de Chloé y Heather. Al mismo tiempo, movió con
gesto paciente la cabeza.
—¡No! ¡El regalo es para ti, Robbie! Tu…
—¡Rosie! —Bulldog volvió a interrumpir a su emocionada novia con una tierna
sonrisa—. ¡Se lo vas a estropear todo al veterinario! Mejor cuéntale cuándo te casas
conmigo.
Bajo la boina con que se cubría la cabeza, Rosie puso una expresión pensativa.
—Después de la carrera —contestó—. Es decir: ahora si perdemos, o en
primavera o en Navidad. En cualquier caso, tras la New Zealand Cup. Porque antes
tengo que ocuparme de Diamond. Bulldog no quiere que nos instalemos en el establo.
Los recién llegados rieron ante tan dulce indignación.
—¡No querrás decir que duermes en la cuadra, Rosie! —exclamó Violet
horrorizada.
Su hermana asintió.
—No como usted cree… como tú crees… señorita Violet. —Violet y Sean le
habían propuesto al futuro miembro de su familia, tras la comida de fish and chips
que habían celebrado, que se tuteasen; pero a Bulldog todavía le resultaba difícil tratar
a esos señores distinguidos como sus iguales. Aunque, como Rosie le había asegurado
en varias ocasiones, él formaba parte de la buena sociedad como propietario de
caballos de carreras, por no mencionar la fortuna que había acumulado discretamente
—. Mi caballerizo le ha dejado su vivienda. En caso contrario no duerme debido a la
preocupación que le causa Diamond. Pero solo hasta que se celebre esta carrera, luego
tendremos que volver a pactar. ¿Piensas mudarte a mi casa o volver a tu habitación en
casa del lord si esta vez no ocurre nada?
—¿Entonces es que no han vuelto a repetirse los incidentes? —intervino Chloé—.
¿Esos temblores extraños y el nerviosismo?
Bulldog negó con la cabeza.
—Sí, una vez —lo contradijo Rosie—. Volvió a tener los ojos brillantes al
entrenar. Pero el veterinario no tenía tiempo para atenderla. De todos modos, corrí
con ella y estaba un poco agitada. Solo eso…
—Taylor volvió a hacerle una revisión y no tenía nada —indicó Bulldog—. Estás
desvariando, Rosie, ya verás, mañana irá todo sobre ruedas.
Rosie se mordió el labio, lo que le concedió una expresión infantil y terca. Bulldog
y Taylor ya podían decir lo que quisieran, Rosie no estaba convencida.
Como consecuencia, la invitación al banquete familiar en el White Hart se produjo
entre tensiones. Rosie no estaba dispuesta a dejar sola a Diamond. Al final la
apoyaron Chloé y Heather. Al menos la primera se quedó sin ganas de participar en la
cena cuando Violet le pidió a Joe Fence que se sumara y el entrenador aceptó.
—Hace una eternidad que no como fish and chips —anunció Chloé—. ¿Y tú,
Heather? Y eso que el pub que está frente a la agencia de transportes de Bulldog es
famoso por ese plato. —Guiñó el ojo a Tibbs—. ¿Qué le parece, nos invita usted en
una especie de cena de propietario en su establo y mañana celebramos la victoria con
todos los honores en el White Hart?
Rosie resplandecía.
A Roberta tampoco le entusiasmaba la comida con su hermano, pues tampoco a
ella le caía bien. Por suerte, Vincent apareció poco después de que llegaran al White
Hart. Se disculpó un centenar de veces por su retraso y aceptó complacido la
invitación a cenar. Parecía algo abatido, por lo visto se había esforzado mucho por la
sorpresa y, sin embargo, algo no había salido bien.
Roberta aprovechó la oportunidad para alegrarle el día. Ya cuando lo vio
preocupado e inquieto en el vestíbulo del hotel —un hombre totalmente fiable que se
hacía reproches por un pequeño retraso—, todavía se sintió más segura de la decisión
que había tomado. Y en esta ocasión, su corazón se había puesto a latir más deprisa
nada más verlo. Así de fácil y natural era amar a Vincent Taylor, ¿por qué le había
costado tanto a ella hasta entonces?
—Regálame otra cosa —dijo con determinación—. Ya que esta sorpresa tan
emocionante es demasiado complicada, comprar un par de anillos tampoco será tan
difícil… Y yo fingiré que estoy sorprendida.
A cualquier persona que conociese a Rosie tenía que resultarle muy extraño que
confiara a Vincent y al caballerizo la tarea de llevar a Diamond al establo de Bulldog,
mientras ella iba a ver primero a su prometido. Chloé y Heather se habían retirado,
asegurando que volverían pronto.
—Nos encantará volver a probar fish and chips —dijo Heather riendo—. ¡Pero
también serviremos champán! Nunca volveré a acostumbrarme a la cerveza.
Con la esperanza de que el restaurante del hotel les vendiera un par de botellas, las
dos mujeres cogieron un coche de punto rumbo al White Hart.
Sean retuvo a Violet cuando iba a seguir a Roberta y Vincent al establo de Bulldog.
—Déjalos solos con la sorpresa —aconsejó, guiñándole un ojo—. Seguro que
todo acaba en otro compromiso matrimonial y no tendrás que buscar razones para
beber champán con nosotros. Con tantos acontecimientos felices, ninguna fanática de
la temperancia podrá hacerte reproches.
Violet repuso que el descubrimiento de los amaños de Joe Fence en la carrera no
tenía nada de feliz. En el fondo, ese día había vuelto a perder, y esta vez de forma
definitiva, a su hijo. Sean, que sentía su pena, la rodeó con un brazo.
—Olvídate ahora del pasado. Has salvado a tu hermana y a tu hija, y sobre todo te
has salvado a ti misma. No pudiste salvar a Joe, pese a que tuvo todas las
oportunidades para salir airoso. Pero saldrá indemne de esta, ya se las apañará. Se irá
a la Isla Norte y empezará desde cero.
Los caballos de tiro y los cobs de las cuadras de Bulldog dieron la bienvenida con
sonoros relinchos a su compañera de establo, Diamond, cuando Vincent la condujo al
interior. Pero entre todo ese jaleo, Roberta escuchó un murmullo más agudo y suave.
Sorprendida, siguió el extrañamente familiar sonido, mientras Vincent le daba
instrucciones sobre el forraje de Diamond al caballerizo. La joven no dio crédito a sus
ojos cuando descubrió en la cuadra más apartada al poni basuto blanco de su aventura
sudafricana. Lucie había adelgazado y parecía algo abatida, pero reconoció a Roberta
y la saludó con un relincho, tal como había hecho en África.
—¡Vincent! ¿Es esta la sorpresa? Pero… pero no puede… ¿Has hecho traer mi
caballo desde África? —Azorada, acarició los suaves ollares de Lucie.
Vincent resplandecía cuando se acercó a ella.
—Quería que la sorpresa fuera todo un espectáculo, al menos ponerle una cinta en
el cuello… pero ya os habéis reencontrado. ¿Te alegras?
Roberta asintió.
—Pues claro. Pero… pero ¿cómo lo hiciste? Traer un caballo de África debe de
ser muy caro.
Vincent negó con la cabeza.
—Qué va. Utilicé un par de contactos. Viajó con el regimiento de caballería de
Christchurch. Ellos también se trajeron sus caballos. Y como no hicieron diferencias
entre caballos amigos y enemigos, ninguno de los cuadrúpedos se negó a admitirla. —
Sonrió.
Roberta se acercó al veterinario.
—Nunca lo dije, pero me tenía preocupada. Pensaba qué habría sido de ella.
Vincent la atrajo hacia sí.
—Pues ya la tenemos aquí. Como sé cuánto te gustan los caballos, pensé que si
ahora tenías uno de carne y hueso, a lo mejor te separabas de una vez de ese.
Señaló el bolso de Roberta, que se ruborizó. De hecho, seguía sin poder
desprenderse del caballito de trapo que Kevin había ganado en una feria y le había
regalado años atrás. Siempre lo llevaba atado a su bolso de piel. Le habría gustado
deshacerse de él antes del viaje, pero se le encogía el corazón.
—Es un… un amuleto de la suerte —susurró.
Vincent la miró con severidad.
—Es un fetiche, cariño, no lo niegues. Conozco su procedencia. Kevin me lo
contó.
Roberta quiso que la tierra se la tragara.
—¿Kevin lo sabía…? —preguntó desconcertada.
Vincent sonrió.
—Todo el mundo lo sabía, Robbie. Pero creí que con un poco de paciencia…
Tienes que contarme qué te ha hecho cambiar de idea. Entonces, ¿vas a desecharlo?
Roberta negó con la cabeza.
—No. No se lo merece. Tal vez lo haya sobrevalorado, pero a fin de cuentas sí
resultó ser un amuleto de la suerte, ¿o no?
Levantó el rostro hacia Vincent y él vio que sus ojos resplandecían cuando la besó.
Lucie mordisqueaba mientras tanto la cinta de piel con que Roberta tenía atado el
caballito de trapo al bolso… hasta que la desgarró.
12
—¿Y qué pasará ahora con Fence y ese novio tan divertido de Rosie? —preguntó
Atamarie. Ahora lamentaba no haber acompañado a su amiga a las carreras. Al final,
la excursión había sido inesperadamente emocionante. Atamarie no se cansaba de
escuchar cómo había despertado el guerrero que llevaba dentro el amable veterinario
de Roberta cuando habían descubierto los amaños de Joe—. ¿Cuál de los dos irá a la
cárcel?
—Ninguno. —Roberta jugueteaba feliz con su anillo de prometida—. Harry, el
mozo de cuadras que debía seguir la pista de Finney, lo encontró. Y naturalmente
contó a la policía y a lord Barrington quién le había hecho el encargo. No solo
envenenó a Diamond, sino que manipuló a todos los caballos que Rosie entrenaba.
Era sencillo, todos estaban en los establos del lord. Se disculpó una y otra vez, pero él
no era realmente el responsable. Joe también confesó, alegando que solo era peccata
minuta. No quería perjudicar ni a personas ni a animales, solo desprestigiar a Rosie
como entrenadora. Al final tenía la intención de comprar a Diamond y entrenar de
nuevo a los otros caballos. Dependía un poco del dinero.
—¿Y no lo encarcelan por eso? —Atamarie lo consideraba motivo suficiente.
—Chloé y Rosie han retirado la denuncia —respondió Roberta—, y como
contrapartida Joe renuncia a denunciar a Bulldog por la pelea. En caso contrario
habría sufrido más molestias que Joe (por cierto, lo ha dejado como un Cristo).
Cuando Joe se haya recuperado, podrá conservar su establo. Habrá que ver si alguien
es todavía lo suficientemente tonto como para confiarle sus caballos. En el
hipódromo, según Vincent, corre el rumor de que está planeando emigrar… a
Australia.
Atamarie soltó una risita.
—Cuanto más lejos, mejor. ¡Pista libre para Rosie!
Roberta negó con la cabeza.
—La carrera de Rosie como entrenadora está acabada. En ese sentido, Joe ha
conseguido lo que quería. Desde el escándalo ya no se puede mantener lo de «Ross
Paisley», todo el mundo sabe que «él» es una mujer, ha salido incluso en los
periódicos. Hasta el momento era un secreto a voces, pero ahora se ha producido un
aluvión de quejas de otros clubs de hípica. Rosie ha devuelto la licencia. Tampoco
tiene ganas de seguir. El ambiente de los hipódromos es demasiado duro para quienes
aman de verdad a los caballos. En lugar de ello, Rosie se dedica ahora a conducir
carros de cuatro caballos de tiro. El señor Tibbs ya alardea de tener por fin la agencia
de transportes más rápida de Nueva Zelanda.
—En fin, lo principal es que todo el mundo está contento. —Atamarie se inclinó
hacia atrás y expuso el rostro al pálido sol de invierno. Excepcionalmente, no llovía, y
las dos jóvenes habían tomado asiento en el invernadero del pequeño café junto a la
catedral. En realidad, todavía hacía frío—. ¿Me acompañas a visitar a los ngai tahu de
Elizabeth Station? —preguntó Atamarie.
Roberta se estremeció.
—¿Para celebrar las fiestas de Matariki? ¿Para andar dando vueltas por el exterior,
mirando el cielo y congelada, mientras tú coqueteas con Rawiri, si es que puede
llamarse así a todas esas conversaciones interminables sobre timones de profundidad
y alas? —No parecía muy entusiasmada.
—Kevin y Doortje también vienen —observó astutamente Atamarie. Una semana
antes, este dato habría hecho cambiar de actitud a Roberta, pero ahora se encogió de
hombros—. Y Patrick y Juliet —añadió su amiga.
Roberta se mordió el labio. Todavía no le había contado nada a Atamarie sobre lo
que había presenciado en la consulta de Kevin.
—Doortje debería… vigilar a Kevin —empezó con cautela. Pero mientras buscaba
la forma de expresarse, Rawiri entró en el invernadero.
—¡Estáis aquí! —exclamó, y apoyó la nariz y la frente suavemente en el rostro de
Atamarie. Un hongi, aunque ahí no había necesidad del saludo formal. Rawiri, sin
embargo, rehuía los besos. Mientras Atamarie no se decidiera de forma definitiva no
quería intimar demasiado con ella—. ¿Cómo es que os habéis sentado aquí con este
frío?
—Estamos practicando para la fiesta de Matariki —respondió Roberta—. Atamarie
quiere llevarme con ella, pero no tengo ganas.
—¡Pero si es un espectáculo fantástico! —observó Rawiri—. Al menos si la noche
tiene estrellas. Todas esas canciones y danzas, las cometas… ¿No desea enviar un
saludo a los dioses? ¿Enviarles un deseo o algo similar?
Roberta, risueña, negó con la cabeza.
—¡Me siento feliz! —contestó, al tiempo que le mostraba su anillo de prometida.
Rawiri sonrió.
—Yo también lo estaría —dijo—. Atamie, ¡el profesor Dobbins me ha escrito!
Quiere que pronuncie una conferencia sobre los hermanos Wright. Y que organice un
seminario sobre la confección de las cometas maoríes. Además, se alegraría de
aceptarme como estudiante el curso que viene. Así que si lo deseas…
El rostro de Atamarie se ensombreció. También ella había recibido carta de
Dobbins: este le ofrecía de nuevo un trabajo como asistente científico. Sus primeras y
poco entusiastas solicitudes a otros puestos habían demostrado que a una ingeniera no
la colmaban precisamente con ofertas de trabajo.
—Le… —Rawiri se arrebujó en la chaqueta, como si quisiera esconderse dentro—
le he contestado que no pondría objeciones en que también participara Richard
Pearse.
Las dos mujeres se enderezaron alarmadas.
—¿Qué es lo que has hecho? —preguntó Atamarie.
Rawiri bajó la vista.
—En fin, he pensado que él podría hablar de sus aviones y sus intentos de vuelo,
y yo de los hermanos Wright. Sería honesto, ¿no? Un paralelismo, por llamarlo de
algún modo.
Atamarie lo miró con cariño.
—Es muy generoso por tu parte —murmuró.
Rawiri hizo un gesto de indiferencia.
—Yo no pierdo nada. Nunca he volado…
—¡Pero le darías un auditorio! —Atamarie recobró la vitalidad de repente. La idea
empezaba a entusiasmarla—. Al menos podría presentar por fin su trabajo y atraer un
poco la atención… —Roberta puso los ojos en blanco—. ¿Qué ha dicho Dobbins? —
preguntó emocionada—. ¿Acepta?
Rawiri la contempló con dulzura, pero el brillo que había antes en sus ojos había
desaparecido.
—La idea le ha gustado —contestó—. Pero no ha encontrado a Pearse. Le
devolvieron la carta, domicilio desconocido. Lo siento, Atamie. Pensé… quería
ayudarte a tomar una decisión. Pero los dioses me han hecho una jugarreta. Tendré
que volver a luchar con un espíritu.
Roberta tomó aire. Rawiri le caía bien, pero también ella había visto que los ojos
de Atamarie resplandecían ante la esperanza de volver a ver a Richard Pearse.
—El espíritu vive en Loudens Gully —intervino—, cerca de Milton, Otago. A
unos cuarenta y cinco kilómetros de aquí, Atamie. Puedes coger el tren mañana.
1904
1
Kevin Drury nunca se había sentido tan avergonzado como la tarde en que
Roberta Fence estalló indignada al descubrir su encuentro clandestino con Juliet.
Precisamente ella, la muchacha que siempre había suspirado por él, que lo había visto
como un héroe y con tanto respeto lo miraba. ¡No podía imaginar qué pensaría ahora
de él! Ya hacía tiempo que se odiaba a sí mismo por engañar a Doortje. Y más aún por
el hecho de que ya no tenía ninguna disculpa para seguir haciéndolo, si es que alguna
vez había tenido una. Saltaba a la vista que Doortje salía de su reserva, se adaptaba a
su nuevo mundo y parecía dispuesta a amar a Kevin. O a reconocer que él la amaba.
De hecho, ese brillo delator ya había asomado en sus ojos cuando veía a Kevin en la
granja Van Stout.
En cambio, Juliet… Kevin ya había sabido antes de huir a África que entre él y la
criolla no había amor. En el fondo, la relación podría haber terminado sin ningún
problema emocional si ella no se hubiese equivocado al cambiar a Kevin por Patrick
como si fuesen dos pares de zapatos. Y Kevin siempre volvía a ser víctima de sus
artimañas. Pero ahora se juró que no volvería a ocurrir. Desde que Roberta los había
sorprendido evitaba a Juliet y ahora Patrick se había marchado de nuevo con ella. El
próximo encuentro se produciría en Elizabeth Station. La celebración de Matariki se
convertiría en una fiesta de familia. Lizzie deseaba volver a tener a sus tres hijos en
casa, aunque la granja reventara de llena. Posiblemente no habría la posibilidad de
quedarse a solas con Juliet, al menos no más de unos minutos. No más del tiempo
necesario para decirle que todo había terminado de forma definitiva.
Kevin reflexionaba mientras conducía el coche hacia Lawrence. Iba sentado en el
pescante, mientras Matariki y Doortje charlaban detrás y jugaban con Abe. Matariki
amaba al niño, verlo le despertaba recuerdos de la época en que Atamarie todavía era
pequeña. No pensaba en Colin Coltrane, ya hacía tiempo que había puesto punto final
a esa historia. Y para Doortje era una bendición no haber visto nunca a Coltrane antes
de que le destrozasen la cara. Lo mismo podía decirse de Kevin, y más aún de Patrick.
Cuando Matariki mantuvo su breve relación con Coltrane, los dos eran casi niños y
estudiaban en un internado de Dunedin. Solo habían visto una o dos veces al novio de
su hermanastra y apenas si le habían prestado atención.
En cualquier caso, Doortje parecía haber superado el trauma que le había
provocado quedarse embarazada de Abraham y no guardaba rencor al niño. Era una
buena madre, o al menos lo que su pueblo entendía por ello. Matariki estaba
intentando ablandar un poco sus rígidos principios educativos.
—¡Bah, no va a ser un cobarde porque lo cojas en brazos y lo consueles cuando
llora! Todo el mundo hace carantoñas a los niños maoríes, no les pegan ni los asustan,
pertenecen a todo el poblado, sin importar quiénes sean sus padres. Y los chicos se
convierten en valerosos guerreros y las chicas, en mujeres fuertes. ¿Sabes que hay
jefes tribales que son mujeres? Y antes todavía había más. Los ingleses ejercieron una
mala influencia en ese sentido, no se tomaron en serio a las ariki mujeres. Así que
dejaron de ser elegidas; las tribus maoríes tienen una mentalidad pragmática. Pero
podría enseñarte mazas de guerra y otras armas que se hacían para las mujeres. Somos
capaces de pelear como tu pueblo, aunque mimemos a nuestros hijos.
Matariki dejó que Abe saltara a su regazo y lo acunó en sus brazos hasta
adormecerlo.
Kevin sonrió ante las sugerencias que su hermanastra daba y que iban cayendo
lentamente en suelo fértil. Doortje no había puesto objeciones a que asistieran a esa
fiesta pagana de las estrellas en el poblado de los ngai tahu. Al contrario, parecía
emocionada. Y también se había entendido bien con Lizzie en el último encuentro
familiar. Si no volvía a ofender a Haikina y los demás ngai tahu, seguro que le daban
una segunda oportunidad en Elizabeth Station.
Por su parte, Kevin estaba decidido a no estropearlo. Concluiría la relación con
Juliet y luego hablaría con Doortje sobre el asunto de Coltrane. Se sorprendió a sí
mismo silbando una alegre canción cuando Silver enfiló la pendiente entre Lawrence
y Elizabeth Station con su habitual brío. Todo iría bien, por fin pondría orden en su
vida.
En efecto, desde la tarde en que Kevin había llegado a Elizabeth Station, Juliet no
le quitaba ojo, pero salvo a él y Matariki —y tal vez a Doortje—, a nadie le llamó la
atención. Animados por el reencuentro y más tarde también por el vino de Lizzie,
todos hablaban a la vez. Atamarie contó que Roberta se había prometido y sus
aventuras en Christchurch, Matariki habló del exitoso festival de arte, y Patrick, de su
importante encuentro en las Llanuras con un barón de la lana que se interesaba por las
ovejas criadas por Michael. Matariki incluyó a Doortje en la conversación al
preguntarle su opinión sobre el último libro que había leído, y Nandé provocó un
pequeño escándalo al intervenir ansiosa en la charla. También ella había devorado
recientemente Los últimos días de Pompeya y expresó con toda naturalidad su
parecer. Doortje la miró desconcertada, pero no la reprendió, mientras que Juliet la
regañó duramente.
—El servicio calla cuando los señores hablan, Nandé. Es una de las reglas básicas
de una casa civilizada. ¿Acaso no es así en Sudáfrica, Doortje?
Doortje iba a contestar, pero se contuvo. En Sudáfrica, a una cafre se la
consideraba simplemente demasiado tonta para intervenir en una conversación, y
además nunca habría aprendido a leer y escribir. Pero en su país tampoco se habría
hablado nunca sobre una novela de Bulwer Lytoon, sino solo sobre la Biblia, acerca
de la cual tampoco había opiniones encontradas.
—Yo sería prudente, Juliet —advirtió en su lugar Matariki—. El libro señala muy
bien que los señores a veces dependen de la amistad de los criados. Si Nydia no
hubiese llevado a Glauco e Ione al puerto, los dos habrían muerto con la erupción del
volcán. Atamie, cuéntale un poco a Juliet sobre las actividades volcánicas en Nueva
Zelanda.
Los demás se echaron a reír, solo Nandé bajó avergonzada la mirada.
—¡Yo no permitiría que usted se convirtiera en cenizas, señor Pat! —dijo a media
voz y muy seria a Patrick, mientras Atamarie hablaba sonriente de la última erupción
del Ruapehu—. Ni la pequeña May.
Patrick le sonrió.
—Lo sé, Nandé. Y no me parece justo que la esclava se mate al final del libro. El
señor Bulwer Lytoon tendría que haber encontrado alguna solución para hacerla feliz.
—¿Te ayudo con el corsé? —preguntó Kevin más tarde en la pequeña habitación
—. Esta noche estabas guapísima, pero aquí no tienes que llevar corsé. Mi madre no
lo hace, y Matariki y Atamie tampoco.
Doortje permitió que él le desabrochara el vestido azul claro estampado con flores.
Era un vestido de tarde, pero demasiado elegante para el acontecimiento. Matariki le
había dicho lo mismo, pero no quería hacer un mal papel junto a Juliet. Esta llevaba el
vestido granate, una señal clara para Kevin. Para los demás solo una nueva aparición
en un vestido demasiado provocativo. La indumentaria de Doortje no era
provocadora, el escote era cerrado y con sus colores amables subrayaba su belleza
natural. Habría sido un error maquillarse con ese vestido, mientras que el atuendo de
Juliet casi lo exigía para obrar por completo su efecto.
—¿Te… te gusta? —preguntó Doortje vacilante—. ¿Te… te gusto?
Kevin sonrió. Ella nunca le había preguntado algo así. Se atrevió a besarle los
hombros cuando el vestido se deslizó y la dejó al descubierto. Doortje se estremeció
con los besos, pero no retrocedió.
—Siempre me gustas, pero especialmente con este vestido. Aunque todavía me
gustas más sin vestido.
Kevin siguió besándole la nuca y los hombros. Antes ella se habría escapado. No
obstante, estaba cada noche a disposición de su marido, cuando él quería, pero ella
ponía las condiciones: lo esperaba con un virtuoso camisón y cubierta con la manta.
Ese día, sin embargo, ni siquiera habían apagado la luz.
—Entonces… ¿te gusta esto? —preguntó él dulcemente entre beso y beso.
Doortje se volvió vacilante hacia él.
—No lo sé —admitió—. Pero… pero está escrito en la Biblia… —Kevin suspiró
—. No, no… no es lo que piensas. He leído… el Libro de Salomón y el Cantar de los
cantares.
Kevin sonrió.
—Bueno, no me lo sé de memoria, pero si no me equivoco… ¿no trata de dos
pechos que son como cabritos o algo así?
Le bajó del todo el vestido, le desató el corsé y sus labios se deslizaron escote
abajo.
—Como dos crías mellizas de gacela —precisó Doortje con un susurro y sintió
que se le aceleraba la respiración con las caricias de Kevin—. Y está… está también en
la Biblia holandesa…
Kevin rio levemente.
—¿Por qué no iba a estar ahí también? Si es la Biblia más bonita, cariño… O al
menos es lo que siempre dices. Cuando regresemos a Dunedin buscaré el pasaje y me
lo aprenderé de memoria. ¡Prometido!
Doortje meneó la cabeza y apretó su cuerpo contra el de él.
—No hace falta. Lo pronunciarías todo mal. Como «Mejuffrouw Doortje»…
Kevin la cogió en brazos y la llevó a la cama.
—Mevrouw Doortje… así está bien, ¿no?
Ella asintió.
—Perfecto —dijo satisfecha.
Ya a primera vista, Juliet se dio cuenta de que algo había cambiado. Entre Kevin y
Doortje había una nueva forma de intimidad que no estaba la noche anterior. Se reían
juntos y sus ojos brillaban… y Matariki, que también se percató de ello, no cabía en sí
de contento. Juliet se mordió el labio. Algo debía de pasar.
—¿Qué planes tenemos para hoy? —preguntó con fingida alegría y mordió una
rebanada de pan con miel.
Volvía a llevar corsé e iba elegantemente vestida. Su vestido de casa le caía a la
perfección. Doortje llevaba un vestido holgado de Parihaka, regalo de Matariki.
—Subiremos al poblado —respondió Matariki—. Quiero ver a mis amigos y
Atamarie arde en deseos, por lo visto, de aprender algo más sobre el arte de
confeccionar cometas, pese a que yo pensaba que ya lo sabía todo sobre aparatos de
vuelo. Como sea, quiere comprobar si el tohunga de esta disciplina ya ha llegado.
—¡Mamá! —Atamarie se ruborizó.
—¡Y tú querías enseñarme el poblado! —sorprendió Doortje a todos—. Las tallas
de las casas y…
Matariki asintió. Le parecía inaceptable que Doortje hubiese estado viviendo
durante semanas en Elizabeth Station sin siquiera hacer una visita a sus vecinos.
—Ya verás que es muy distinto de los krals de África —observó Kevin—. Una
forma de construcción totalmente distinta, que tampoco se puede comparar con las
cabañas polinesias, ¿verdad, Riki?
Matariki se encogió de hombros.
—Yo todavía no he estado en las islas de las que proceden los maoríes. Pero sé
que ahí hace mucho más calor que aquí. Así que habrán construido cabañas más
aireadas, tal vez como las vuestras en África. Nandé, ¿quieres venir? Seguro que Juliet
puede ocuparse de su hija. No estaría mal, Juliet. Más tarde será embarazoso que May
no te reconozca en las reuniones sociales.
Juliet miró con ceño a su cuñada. Pero reconoció también que debía aprovechar la
oportunidad. No parecía que Kevin fuera a dejar marchar a las mujeres solas. Y
Patrick seguramente tendría cosas que hacer en la granja.
—Iré con vosotros —anunció tranquilamente. A Lizzie casi se le cayó la taza de la
sorpresa. Juliet se echó atrás el cabello, un mechón se había soltado de su peinado
perfecto y le resbalaba continuamente sobre el rostro, que ella despejaba con gesto
seductor. Sin duda, el efecto que producía era buscado—. Si es que no os importa que
me una al grupo. Siempre me han interesado las… tallas. —Sonrió sardónica—. Las
estatuas de dioses griegos, por ejemplo… el David… —Deslizó la mirada por el
cuerpo de Kevin, que no se dio cuenta.
—Eso es escultura —la corrigió Atamarie mientras saboreaba el desayuno—. La
miel está buenísima. La hacéis vosotros mismos, ¿verdad, Patrick? Los escultores
trabajan el mármol Los maoríes tallan la madera. O el pounamu. Un material muy
interesante.
—Pero los caracteres sexuales primarios se encuentran también en nuestros tiki —
observó con sequedad Matariki—. Seguro que Juliet se lo pasa bien.
Para su sorpresa, además de Atamarie, también Nandé reprimió una risa. Doortje y
Lizzie no entendieron la indirecta, pero Matariki se preguntó si la muchacha negra
estaría siguiendo el ejemplo de Violet y había empezado a leer alguna enciclopedia.
En efecto, Kevin acompañó a las mujeres al poblado. Lizzie se quedó en casa para
cuidar de los niños. Llovía y Matariki y Atamarie lanzaban miradas ceñudas a la
elegante señora de Nandé, a quien obligaba a sostener un paraguas para que la
protegiera de la lluvia. Además, Juliet enlenteció la subida porque con el corsé y sus
elegantes zapatos no podía caminar con ligereza. Las otras mujeres, que se
resguardaban de la lluvia con pañuelos y chales, empezaban a tener frío. Para sorpresa
de todos, Doortje no parecía darse cuenta de que el chal de lana le resbalaba de la
cabeza y la lluvia empapaba su cabello rubio. Solo tenía ojos para Kevin y emanaba
un resplandor interior.
En un descuido de la bóer, Juliet se acercó a Kevin mientras las demás mujeres
charlaban.
—Tenemos que hablar —susurró.
Él asintió.
—Así es —convino—. A lo mejor encontramos la oportunidad de hacerlo en el
poblado. Será rápido, Juliet, quiero terminar con lo nuestro de una vez por todas.
Ella sonrió.
Luego apareció el poblado a la vista de todos. Estaba cercado con un pequeño
vallado, y rodeado por rediles de ovejas. También los ngai tahu las criaban y sus
animales no iban a la zaga en cuanto a calidad a los de Michael.
—En la Isla Sur las construcciones son más sencillas que en la Isla Norte —inició
la visita guiada Matariki—. El país es más frío y menos fértil, razón por la cual las
tribus migran a otros lugares en busca de caza y pesca. En contrapartida, está menos
poblada, la gente peleaba menos y apenas se producían enfrentamientos. Pero nuestra
tribu es rica, también gracias a la cría de ovejas. No escasean los alimentos, alguna vez
sus miembros migran por placer o para adquirir conocimientos, y en tales casos no se
traslada la tribu entera. Así pues, el iwi se ha hecho sedentario y construido casas
hermosas.
Debido a la lluvia había poca gente fuera, pero la noticia de que había visita no
tardó en extenderse por el poblado. Las mujeres pronto se vieron rodeadas por los
habitantes del lugar. Matariki, Atamarie y también Kevin intercambiaron hongi con la
mitad del pueblo. Contemplaban asombrados a Nandé. Muchos, en especial los
ancianos, nunca habían visto a una mujer negra. Admiraron la piel de Nandé y se
rieron de la silueta encorsetada de Juliet.
—¿Qué les veis los pakeha a esas mujeres tan delgadas? —preguntó el jefe tribal.
Kevin se encogió de hombros sonriendo.
—Nosotros no imponemos la moda. Son las damas las que se encargan. Pero
hazme caso, ariki, por las noches es divertido desenvolver un paquete así.
Atamarie no tenía ojos más que para un joven delgado y de mirada dulce al que
asediaba un grupo de niños.
—¡Ven, Rawiri! ¡Las mujeres pakeha son aburridas! Y tenemos que terminar las
cometas. ¡O llegará Matariki y no podremos saludar a los espíritus!
Ambos se sonrieron.
—Eso disgustaría a los espíritus —observó Atamarie—. Y entonces seguro que
nos pondrían setos en medio del camino.
Rawiri sonrió.
—Sí, es mejor hacer buenas migas con ellos. Pero que no cunda el pánico, las
manu estarán listas. Y más ahora que tenemos ayuda. ¿O no? —Lanzó una mirada
interrogante a Atamarie.
Ella asintió.
—¿Tú también eres tohunga de manu? —preguntó una niña pequeña con cierto
recelo.
—Mucho más que eso —susurró Rawiri como si desvelara un secreto—. Atamarie
sabe volar. Pero ahora ven, sigamos con las cometas. ¿Vienes, Atamarie?
La muchacha se aproximó, levantó la vista hacia él y apoyó la nariz y la frente
contra el rostro del joven cuando este se inclinó. Entonces entreabrió los labios.
Rawiri demostró que también dominaba el arte de besar pakeha.
2
En cuanto le fue posible, Juliet se llevó a Kevin a una de las casas de asambleas en
esos momentos vacía. La lluvia había cesado y los habitantes del poblado habían
salido para proseguir con sus tareas. La mayoría de los hombres fueron a cazar y
pescar, pues necesitarían más comida para las próximas fiestas. Las mujeres se
apropiaron de Matariki, Doortje y Nandé. Haikina y las otras querían recibir noticias
de Parihaka, y las ancianas asediaban a Nandé con preguntas sobre su país.
Kevin comprobó que nadie los miraba antes de seguir a Juliet a la casa
profusamente adornada con tallas de madera. En las paredes había figuras de los
dioses del tamaño de seres humanos y cuya virilidad saltaba a la vista. Pero Juliet no
les prestó atención.
—¡Ah, por fin solos otra vez! —suspiró—. Estar tan hacinados en la granja me
pone enferma… Deberíamos dejar el apartamento de Dunedin y tener una casa de
ciudad como Dios manda, con habitaciones de servicio en el sótano y habitaciones de
invitados…
Juliet se acercó para rodearle el cuello con los brazos. Kevin reculó.
—Juliet, por favor, ya no quiero seguir…
Ella rio.
—Te repites.
Kevin inspiró hondo.
—Lo siento, pero lo digo en serio. Nunca más volveré a… Yo…
—Tú no tienes que hacer nada…
Juliet se agachó delante de él y le desabrochó los pantalones.
—¡Juliet! —Al querer desprenderse de ella, Kevin casi derribó una de las estatuas.
Pero ella ya le había dejado el miembro al descubierto y empezado a acariciarlo y
frotarse contra él—. Juliet, de verdad, hemos terminado y…
—Habrá terminado cuando yo lo diga.
Kevin corría el riesgo de abandonarse de nuevo, pero se sobrepuso y la cogió de
los hombros para apartarla. Ninguno de los dos oyó la puerta.
—¡Kevin! —En la puerta de la casa de asambleas estaban Doortje y Matariki. Esta
se volvió avergonzada, pero Doortje se quedó mirando a los dos en esa postura que
no se prestaba a equívocos, como si no entendiese lo que estaban haciendo.
—Kevin… ¿qué… qué haces?
Juliet se echó a reír. Relajada en apariencia, se separó de Kevin y se puso
lentamente en pie.
—¿A ti qué te parece, Doortje? —preguntó. Doortje no supo qué contestar. Tenía
los ojos abiertos de par en par y se sentía como paralizada, vacía y fría. Juliet se
arregló el vestido, que le había resbalado por los hombros y se echó el cabello atrás,
mientras Kevin intentaba desesperado abrocharse discretamente los pantalones—. Ya
deberías saber de qué se trata… —musitó sonriendo Juliet— eres una mujer casada. Y
antes tampoco eras una hoja en blanco. ¿Sabes lo que creo, Dorothy? —Kevin y
Matariki parecían igual de paralizados que Doortje, y Juliet prosiguió inmisericorde—:
Creo que no sabes compartir, Dorothy. Y eso que ya tienes experiencia. Por ejemplo,
con Colin… el querido Colin Coltrane. —Doortje palideció—. Antes que a ti, satisfizo
a la dulce Chloé, y antes a la estimulante Matariki… ¿No se lo has contado, Matariki?
¿No le has hablado del padre de tu hija?
Doortje empezó a temblar.
—¡No es cierto! —se le escapó—. Con Colin nunca… nadie sabe aquí de
Coltrane… Yo…
La sonrisa de Juliet se convirtió en una mueca de satisfacción. Había dado en el
blanco y ahora retorcía el cuchillo en la herida.
—¿Y la buena de Kathleen, la esposa del párroco? ¿Tampoco ella sabe que la has
hecho abuela? Pero debería saberlo, Dorothy. Tu hijo es idéntico a ella. Es evidente
que existe un gran parecido familiar. ¿Nunca miraste a la cara a tu amante?
Ante los ojos de Doortje se desvaneció la escena en la casa de asambleas. Vio el
rostro de Colin Coltrane de nuevo ante ella, su rostro lleno de cicatrices y confuso,
inclinado sobre ella con una lascivia loca y maligna. No tenía nada en común con los
rasgos de Kathleen y Atamarie. Pero el cabello… el brillo metálico del cabello rubio
que también tenían Atamarie y Abraham, eso sí que le había llamado la atención a
Doortje. Y ahora Juliet decía que todos lo sabían. Todos conocían su deshonra. Más
aún, Juliet creía que ella se había entregado a Colin por propia voluntad.
Doortje emitió un sonido ahogado. No era un grito, ya no tenía fuerzas para gritar.
Dirigió a Kevin una mirada aturdida y desengañada. Se dio media vuelta y corrió al
exterior. Ya no lo soportaba. No podía vivir con esa vergüenza.
Kevin miró a Juliet y su expresión satisfecha. En un arrebato de cólera, la golpeó.
Matariki lo sujetó y lo rodeó con los brazos.
—Déjala, ahora es demasiado tarde. Ve a buscar a Doortje. Tú… nosotros…
tenemos que aclarárselo todo. Dios mío, ¡cómo has podido ser tan tonto!
La lluvia volvía a caer. Las mujeres habían regresado a sus casas o a la cocina, era
hora de preparar la comida del mediodía. Los hombres todavía no habían vuelto de
cazar… Y Doortje había desaparecido de la vista.
Kevin y Matariki recorrieron todo el poblado buscando pistas y preguntando, en
vano. Atamarie y Nandé estaban en la cocina, donde las mujeres preguntaban a Nandé
por platos de su país y a qué sabía el mijo. En África era un alimento básico de los
negros pero los maoríes no lo conocían. Todas estaban inmersas en la conversación y
en la preparación de la comida, no habían visto a Doortje desde que Matariki había
ido a dar una vuelta por el poblado con ella.
Atamarie no entendía el nerviosismo de su madre.
—Tampoco puede estar tan lejos —observó—. Es probable que haya ido a dar un
paseo, pero seguro que vuelve.
Matariki dejó a su hija, ignorante de lo que estaba sucediendo, y corrió bajo la
lluvia para reunirse con Kevin. Tampoco él había averiguado mucho. El suelo del
poblado estaba lleno de pisadas, había pasado tanta gente por delante de la casa de
asambleas que era imposible distinguir las huellas de Doortje. Al menos para Kevin,
que no era un gran rastreador y además estaba fuera de sí.
—Riki, si hace una tontería yo… —Tenía los ojos anegados en lágrimas.
Matariki lo rodeó con un brazo.
—Tranquilízate, esas cosas no van tan deprisa. ¿La ves capaz de hacerlo? ¿Con…
con lo religiosa que es?
Kevin se encogió de hombros. Veía el semblante pálido de Johanna delante de él,
su cabello largo y mojado tras haberla sacado del río. La otra hermana Van Stout, igual
de religiosa, pero incapaz de seguir viviendo con esa vergüenza. Doortje lo había
conseguido una vez, pero ¿lo lograría una segunda?
Asintió.
Matariki volvió a dar otra vuelta por el pueblo. Se preguntaba adónde habría ido
ella misma. Conocía muy bien el lugar y habría sabido dónde encontrar un lago o un
precipicio desde el que lanzarse. Doortje, por el contrario, debía de haber corrido a
ciegas hacia el bosque.
—Necesitamos buenos rastreadores —decidió—. Hemi, Rewi y Tamati. Aunque
están todos en el bosque.
Pero los cazadores no tardarían en regresar, con la lluvia se esconderían tanto los
pájaros autóctonos como los conejos importados, que eran las piezas de caza
preferidas. Hasta entonces, sin embargo, poco se podía hacer.
Matariki regresó a la casa de asambleas para pedir cuentas a Juliet. No serviría de
nada, pero necesitaba dar salida a su rabia e impotencia.
Pero la criolla también había desaparecido.
Los cazadores tardaron más de una hora en regresar, pero una vez ahí,
encontraron las huellas de Doortje bastante deprisa. La joven había huido hacia las
montañas, a través del bosque y evitando los caminos. Al principio había corrido,
pero después los arbustos la habían obligado a aminorar la marcha. Además, la
pendiente se hacía más pronunciada. Kevin escalaba tenaz tras los cazadores. Sabía
dónde finalizaba esa cuesta. Seguro que había sido una coincidencia, pero Doortje
había subido una montaña que por la otra cara descendía abruptamente a un valle. La
vista desde ese precipicio resultaba arrebatadora y para los maoríes era un lugar tapu.
Solo lo visitaban para meditar y unir su alma con el paisaje…
Kevin solo había estado una vez en ese mirador, cuando era un adolescente, con
Patrick. Los dos habían leído acerca de unos ascensos espectaculares por montañas
imponentes y habían decidido practicar un poco para en el futuro poder escalar el
Everest. Hainga, la mujer sabia del lugar, había descubierto a los niños antes de que se
mataran. Recibieron dos buenas regañinas: una de Michael y Lizzie por su insensatez,
y otra de los amigos maoríes por vulnerar una zona tabú.
—Las huellas se interrumpen aquí —señaló Hemi cuando el bosque clareaba tras
una subida de una hora aproximadamente y dejaba a la vista la quebrada.
Pese a la lluvia, el paisaje era impresionante. En el abismo que se extendía a sus
pies serpenteaba un arroyo, y detrás se desplegaba un valle y luego colinas cubiertas
de hierba o bosque. Al fondo del todo, casi en el horizonte, se entreveían los Alpes
Neozelandeses cubiertos de nieve.
—Puede haber ido a la derecha o la izquierda —observó otro maorí—. Pero ya no
hay más huellas. —El suelo era rocoso, y además estaba aplanado por los
innumerables tohunga y sus adeptos que habían llegado allí en busca de sus dioses—.
A lo mejor ha regresado por el camino.
Doortje se había desplazado por el bosque, donde había un sendero que llevaba al
poblado. Acababa algo más lejos a la derecha. De hecho, debería haberlo visto.
—Eso sería comprensible. Debe de estar calada hasta los huesos.
El hombre siguió un trecho del camino, buscando en vano más huellas. Hemi y
Kevin estudiaron mientras el fondo del precipicio.
—¿Qué… qué llevaba puesto? —preguntó Hemi con voz sofocada.
—Un vestido con los colores de la tribu de Matariki. —Kevin todavía veía ante
sus ojos a su esposa, sentada frente a él esa mañana, desayunando resplandeciente.
Por fin habían conseguido encontrarse uno al otro. Por fin todo había salido bien. Y
ahora… Kevin Drury nunca se había sentido tan desgraciado y culpable—. Y encima
un chal de lana. El de Lizzie, aquel azul viejo.
Estaba tan bonita, casi cubierta de pies a cabeza con esa prenda ancha y larga…
Tenía un aspecto casi oriental, pero se había sonrojado cuando él había bromeado al
respecto.
—En Oriente las mujeres se cubren el cabello ante todos, salvo ante su esposo —
había comentado él—. Me honra que ahora también te cubras para mí en público.
Ahora recordó con sentimiento de culpa su respuesta:
—Entonces no te gustaba mi cofia.
Esa tarde había querido decirle lo mucho que le gustaba la cofia. Lo mucho que le
había excitado el modo en que escondía bajo ella el cabello, cómo…
—El chal está ahí abajo —señaló Hemi.
A Kevin esas palabras le sentaron como una puñalada.
—¿Solo… el chal? —susurró.
Hemi se encogió de hombros.
—No lo distingo. Pero mira tú mismo. Allí, en ese saliente. ¿Lo ves? Puede que…
Kevin temblaba, pero asintió. Podía estar bajo el chal, u oculta por el saliente.
—¿Se puede descender por aquí? —preguntó a media voz.
Hemi negó con la cabeza.
—Sería tapu —respondió vacilante—. Pero igualmente podríamos hacerlo.
Necesitaremos cuerdas y ganchos. Nos tendremos que atar. Bajar sueltos sería… No
serviría de nada que también nosotros nos matáramos, Kevin… —Hemi apoyó la
mano en el brazo de su amigo.
Kevin ya iba a protestar. Quería decir que valía la pena correr todos los riesgos del
mundo por Doortje, que prefería morir antes que… Pero se contuvo. Si ella había
saltado o se había caído, ya estaría muerta. Descender hasta allí solo serviría para
confirmar la tragedia y recoger el cadáver. Hemi estaba en lo cierto: no era una
urgencia ni justificaba el riesgo de hacerlo de inmediato.
—Entonces… —dijo Kevin, afónico— deberíais ir a buscar cuerdas y ganchos
y… lo que necesitéis. —Pensaba en una camilla.
Hemi asintió.
—Ya irán los otros. Yo me quedo aquí contigo.
Kevin no necesitaba decirle que no pensaba desistir hasta encontrar a Doortje. Se
sentó en las rocas cuando los hombres se marcharon. Hemi se instaló a su lado.
—Es culpa mía —musitó Kevin.
Hemi callaba. No había nada de lo que tuviera que persuadir a Kevin o por lo que
consolarlo. Solo podía quedarse junto a él y hacer lo que sus antepasados hacían
desde tiempos inmemoriales: ser uno con el mundo y el cielo, la montaña y el valle, el
pasado y el futuro.
Tal vez también la esposa de Kevin había alcanzado algo así. Si bien su maunga
debía de encontrarse muy lejos, en esa tierra extraña llamada África, con su calor, sus
enormes animales y sus belicosos habitantes. Hemi intentó sentir el alma de la joven e
influir para que también Kevin se sumara a su unión con la tierra, el mundo y los
dioses tras el cielo…
Kevin estaba pasando por un infierno y Hemi necesitó de toda su paciencia para
aguantar ese día en el borde del precipicio. Kevin no soportaba su forzada pasividad,
se levantaba una y otra vez y contemplaba el chal azul. Se estremeció cuando el día se
despejó y sopló un viento fuerte que secó la prenda y la hinchó. ¿Estaría Doortje
todavía con vida? ¿Se movería bajo el chal? Se preguntaba una y otra vez dónde se
habrían metido los ayudantes, aunque sabía que se tardaba horas en organizar una
expedición de rescate.
En el poblado maorí no había suficientes cuerdas, pero la noticia de la
desaparición de Doortje ya había llegado a Elizabeth Station. Michael y Patrick
recogieron todo lo que encontraron en los pajares y los establos. Michael también
puso caballos a disposición para que el ascenso a la montaña fuera más rápido, y tanto
Hainga como el ariki tuvieron la amabilidad de no decir nada sobre la inevitable
violación del santuario. Haikina sugirió rodear el precipicio, y Patrick conocía un
camino por el valle.
—Esto llevará al menos un día —señaló—. Pero, por muy triste que sea, si
realmente se ha caído allí… nada podrá ayudarla. Disponemos de tiempo.
—¿Y las alimañas? —Era Nandé, que lloraba abatida desde que había oído que el
chal descansaba en el fondo del abismo—. Para entonces se la habrán comido. La
arrastrarán… Por favor, por favor, señor Patrick…
Patrick iba a contestar que en ese lugar no había animales salvajes suficientemente
grandes para llevar a rastras el cadáver de una persona. Pero la expresión de la
muchacha negra le conmovió.
Patrick no había entendido del todo lo sucedido en la casa de asambleas, solo
había oído hablar de una pelea y de que Doortje y Juliet habían desaparecido. Conocía
el paradero de Juliet, pues había regresado a Elizabeth Station y se había encerrado en
su habitación, lo que a él le producía una vaga sensación de culpabilidad. Seguro que
Juliet también estaba herida o trastornada, pero no tenía tiempo para ocuparse de ella,
y tampoco quería hacerlo. En las últimas semanas, cada vez que se acercaba a su
esposa, esta reaccionaba con un arrebato de rabia. A saber lo que tendría que escuchar
ahora, lo que Doortje o Kevin, Matariki o quien fuera habrían hecho para disgustar a
su Juliet.
—Nos ocuparemos de ello, Nandé —respondió a la muchacha negra—. Haremos
por ella lo que podamos, te lo prometo. Pero tú deberías volver a la granja. Alguien
tiene que ocuparse de la señorita Juliet. —Un fulgor asomó a los ojos de Nandé: un
brillo de indignación o rechazo, un sentimiento que nunca se permitía. Su semblante
permaneció inmóvil y nadie, salvo Patrick, interpretó sus pensamientos—. Lo sé,
Nandé, es difícil tratar con ella —suspiró—. Pero para Juliet… para ella no todo
resulta sencillo. Con algo de paciencia…
Nandé se mordió el labio.
—Se… se ha… —Pero calló. No era ella quien debía decírselo. Alguien tendría
que hacerlo, pues medio poblado ya sospechaba lo ocurrido en la casa de asambleas.
Matariki no había sido especialmente discreta. Ya había compartido, al menos con
Haikina y Hainga, sus observaciones, incluso para agilizar el rescate y justificar que se
vulnerara el tapu. A Nandé nadie había tenido que contarle nada, ya había visto en la
mirada de Juliet lo que esta planeaba—. Entonces me voy —dijo abatida—. ¿Traerá…
traerá a la señorita Doortje a casa?
Patrick se mesó el pelo.
—Lo intentaremos, Nandé. De momento… lo único que podemos hacer es rezar.
El anochecer cayó antes de que todo el material llegara al precipicio y los hombres
estuviesen preparados para el descenso. En invierno oscurecía antes. Michael y Hemi
dieron a entender a Kevin que el rescate tendría que aplazarse al día siguiente.
—No podemos bajar de noche, y tampoco veríamos nada. Además, el cielo se está
nublando, no contaríamos ni con la luna ni las estrellas. Pero nos quedaremos aquí
arriba y mañana, en cuanto amanezca, bajaremos.
Las mujeres del poblado maorí se precipitaron llenas de alegría y sorpresa cuando
Lizzie apareció con los niños y Doortje. Matariki las abrazó entre risas y llantos.
Apenas si podía esperar a hablar con ellas.
—Kevin me lo contó todo, Doortje. ¿Te acuerdas de que la primera vez que vi a
Abraham me retiré con él? Abe es el vivo retrato de Atamarie, enseguida supe que
había gato encerrado. Kathleen también se dio cuenta nada más verlo, pero solo sabe
de la paternidad… No sabe nada sobre la muerte de Colin, y tampoco tiene por qué
enterarse. Y tienes que creerme: quería que Kevin te lo contara. Yo casi lo hice, todo
habría sido mejor que lo que ha sucedido. Pero él… él no quería hacerte daño,
Doortje, y sabía que de todos modos te lo hacía. Esa maldita Juliet…
—Ha pasado a la historia —dijo tranquilamente Lizzie—. Deberías habérmelo
contado, Riki. Pero vayamos ahora al precipicio. Los hombres ya se han ido, ¿verdad?
Matariki asintió.
—Han acampado arriba —informó—. Kevin no quería perder tiempo. Querían
bajar con la primera luz del día. —Calculó la posición del sol—. De hecho deberían
estar de vuelta pronto… Ah, mira, ahí viene Haraki.
Haraki, un niño nervudo de unos diez años, cruzaba como un rayo la plaza del
poblado.
—¡Traigo novedades! —jadeó—. Novedades de los hombres. ¡La wahine de
Kevin no se ha caído por el precipicio! Pero Kevin…
Doortje no entendía ni una palabra del discurso maorí tan velozmente
pronunciado, pero, por las caras de Matariki y Lizzie, algo no iba bien.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó a Lizzie, pero esta la detuvo, necesitaba
concentrarse para entender al niño.
A continuación, Haikina le tradujo a Doortje.
—Kevin se ha caído. Tenía mucha prisa en bajar y al final del descenso calculó
mal la altura. No sé si está gravemente herido, pero lo que sí es seguro es que no
podrá subir por sus propias fuerzas y tendrán que rescatarlo de alguna manera.
Deberíamos ponernos en camino con Hainga.
Hainga, la mujer sabia, también era la sanadora de la tribu.
Lizzie asintió.
—¿Kiri no está? —preguntó en voz baja.
Kiri, la nieta de Hainga, había aprendido el arte de la sanación tradicional, pero
estudiaba Medicina en Dunedin. Lizzie no sabía en cuál de las dos confiaba más.
Haikina movió la cabeza.
—No. Quería venir para la fiesta de Matariki, pero no pudo…
—Pero no se morirá, ¿verdad? —susurró Doortje—. No debería… no ahora…
Matariki formuló otras preguntas a Haraki, que este respondió explayándose.
Doortje estaba ávida de que se las tradujeran, pero Matariki hizo un gesto negativo.
—El niño no lo sabe —respondió lacónica—. Solo que Kevin todavía se movía,
se veía desde arriba, y que podía hablar. Hemi está con él abajo, los otros intentan
ahora rescatarlo con esa camilla que por suerte han llevado. Eso es todo lo que sabe.
No le preguntes más o acabará inventándose las respuestas.
—Puede volver a caerse si intentan subirlo con la camilla —musitó Doortje—.
Todos son… son montañistas, ¿no, Matariki? ¿Expertos montañistas?
Matariki sacudió la cabeza.
—Nosotros no escalamos montañas, cuando lo hacemos es porque no hay otro
remedio —respondió a su cuñada—. Pero no te preocupes. Atamarie y Rawiri
también están ahí arriba. Y son técnicos. Atamarie calculará cualquier detalle antes de
atar mal una cuerda. Si está vivo, lo subirán, seguro.
Doortje gimió.
—No debe morir. Que no muera él también… Yo tendría la culpa.
—Ayer le oí decir a él lo mismo —señaló Matariki—. Y tú tampoco estás muerta.
Así que no te desanimes. Vayamos a ver qué ha ocurrido en realidad.
Las mujeres se apresuraron a subir la pendiente, pero no tuvieron que llegar hasta
el precipicio. Los hombres salieron a su encuentro a mitad de camino.
Doortje se quedó helada cuando oyeron los pasos y las voces. Todo había
sucedido más rápido de lo esperado, seguro que no habían tenido suficiente tiempo
para rescatar con una camilla improvisada a un herido grave. Así que o no era tan
grave o… o… No era necesario ser muy cuidadoso para subir un cadáver desde el
precipicio.
Lizzie y Matariki albergaban los mismos pensamientos, pero se tranquilizaron
cuando oyeron retazos de conversación. Hemi y algunos otros discutían sobre el
posible paradero de Doortje. No habrían estado haciéndolo si se hubiese producido
otra muerte. Doortje, por su parte, solo vio la camilla que llevaban dos hombres.
Alguien yacía en ella cubierto con el chal de Lizzie.
—¡Kevin! —Doortje corrió hacia los hombres y se abalanzó sobre la camilla—.
¡Kevin…!
Apartó a un lado el chal y se quedó mirando las cuerdas que los hombres habían
arrojado, sin molestarse en enrollarlas, en la camilla para transportarlas.
Desconcertada, miró alrededor, pero no distinguió a Kevin entre los hombres.
—¡Doortje! ¡Oh, Dios mío, Doortje!
La voz de Kevin procedía de lo alto, y en ese momento Doortje vio los dos
caballos que Michael había llevado al precipicio. Kevin estaba sentado en la silla de
uno y parecía bastante maltrecho. Tenía el rostro lleno de arañazos y un brazo en
cabestrillo. Doortje corrió hacia el caballo y abrazó la pierna de Kevin.
—¡Estás vivo, Kevin, estás…!
—¡Yo no he estado en peligro! —repuso Kevin, a lo que los hombres que estaban
alrededor fueron incapaces de reprimir una carcajada. Patrick y Michael guiaban los
caballos. Kevin solo no habría logrado montar.
—Se ha caído desde unos diez metros a un arbusto de espinos y es posible que se
haya roto la pierna que no estás aferrando, Doortje —explicó Atamarie—. De lo
contrario estaría gritando en lugar de hacer comentarios tan absurdos. Con suerte solo
se la habrá dislocado. Esos setos amortiguan bastante las caídas.
Kevin y Doortje ni la oían. Michael apenas si logró evitar que Kevin desmontara
para abrazar a Doortje. Se inclinaba todo lo que podía hacia ella, acariciaba con la
mano sana el cabello y el rostro de la joven como si no diese crédito a estar viéndola.
—Cuánto he temido por ti —susurró—. Cuando vimos el chal allí abajo… y yo
habría tenido la culpa.
—No debería haberme marchado —murmuró Doortje—. Así no habrías tenido
que bajar al precipicio… Pero ahora casi me he sentido culpable.
—¿Por qué no lo habláis después? —refunfuñó Matariki—. En el poblado, por
ejemplo. En un lugar resguardado. —Empezaba a llover de nuevo.
Lizzie dio a Doortje su chal.
—Toma, aquí lo tienes de nuevo, pero la próxima vez lo pierdes en un lugar más
accesible. Michael, llevamos a Kevin directo a casa… No tengo nada en contra de
Hainga, pero quizá necesite un médico.
Kevin paseaba desesperado la mirada entre ella y Doortje.
—Madre, tal vez fuera mejor que fuésemos directamente a Dunedin. O que nos
quedásemos con los ngai tahu hasta que Hainga me haya vendado. La pierna no está
rota, no temas, enseguida estará bien. Pero no quiero que Doortje y Juliet…
—¿Qué ha sucedido antes entre Doortje y Juliet? —preguntó Patrick.
Doortje buscó la mirada de su marido, que la contemplaba suplicante. La
muchacha luchaba consigo misma. También habían engañado a Patrick. ¿No debería
saberlo? Pero entonces tal vez odiara para siempre a Kevin…
—Nada —susurró Doortje—. Nada, solo… solo hemos discutido. Ha sido…
bastante grosera conmigo.
Patrick asintió.
—Me ocuparé de que no vuelva a ocurrir, Doortje. Créeme, haré algo. Esto no
puede seguir así, no tiene derecho…
Doortje iba a responder, pero Lizzie le hizo un gesto casi imperceptible con la
cabeza. Patrick enseguida averiguaría que Juliet se había marchado.
Ya era de noche cuando todos llegaron a Elizabeth Station. Las mujeres del
poblado maorí habían cocinado y dado de comer a los miembros de la expedición de
rescate, después de haberlos sometido a varios procesos de purificación. A fin de
cuentas, se había violado un tapu. Los sacerdotes y sacerdotisas de la tribu debían
pedir perdón a los dioses y estar en paz con ellos. Hainga estuvo horas ocupada en
ello, de curar las heridas de Kevin tuvieron que encargarse Lizzie y Doortje. La bóer
reveló en ello una destreza sorprendente.
—Nosotros carecemos de médicos —explicó cuando Lizzie le preguntó—, y no se
nos mueren todos los pacientes, que es lo que dicen los ingleses. —Miró a Kevin con
severidad y él le contestó con una mirada llena de amor.
—Lo haces muy bien —dijo con dulzura.
Al final, la dilatada comida se convirtió en una fiesta, los músicos de la tribu
tocaron sus instrumentos, empezaron a circular las botellas de whisky y las jarras de
cerveza y cada uno de los miembros de la expedición contó con detalle sus vivencias
junto al precipicio. Además, esa noche también esperaban la aparición de la
constelación de Matariki, pero las estrellas no se dejaron ver.
Lizzie estaba bastante cansada cuando por fin llegaron a casa. Se había alternado
con Doortje en llevar a Abe. Kevin iba a caballo, pero se encontraba tan bien que
podía llevar a May delante de él en la silla. La pequeña era muy sociable, pero tras ese
agitado día gimoteaba sin cesar. En el trayecto de vuelta a casa se quedó dormida.
Kevin se la dio a Patrick cuidadosamente desde la grupa cuando llegaron a Elizabeth
Station.
—La llevo a la cama. Nandé ya debe de estar durmiendo, y…
Mientras Michael ayudaba a Kevin a bajar del caballo —después de que le
hubiesen vendado el pie, ya podía caminar con muletas—, Lizzie siguió a su hijo
menor a la casa, agotada y temiendo su reacción. Vio que el joven llamaba con
delicadeza a la puerta de la habitación de Nandé.
—¿Por qué no abre? —se extrañó—. Suele tener un sueño muy ligero.
Lizzie no quería abordar el tema esa noche, pero abrió la puerta del dormitorio
silenciosamente. Se quedó pasmada al descubrir que solo quedaban los vestidos y
baúles de Matariki y Atamarie.
—Se ha marchado —señaló Lizzie—. Lo siento.
Patrick la miró horrorizado.
—Se… ¿se ha ido? ¿No está? Nandé se ha… ¡Juliet! —Dejó a su hija en los
brazos de Lizzie y corrió al dormitorio que compartía con su esposa—. ¡Juliet, mala
pécora, qué has hecho, qué le has hecho!
Lizzie lanzó a Michael, que estaba entrando con Kevin, Doortje y el pequeño Abe,
una mirada perpleja. Michael ya estaba al corriente, Lizzie le había contado la salida
forzada de Juliet, al menos a grandes rasgos, pues lo del dinero quería dejarlo de lado
de momento. Michael tampoco había tocado ese asunto, pero, para su sorpresa,
enseguida se había referido a Nandé.
—¿Y qué sucede con la muchacha negra? —había preguntado—. ¿Se la lleva con
ella?
Lizzie había fruncido el ceño. De hecho, ni ella ni Doortje habían pensado en eso.
—No, ¿por qué iba a hacerlo? Nandé la estaba ayudando a hacer el equipaje. No
querrá acompañarla.
Michael había levantado los ojos al cielo.
—Lizzie, a Nandé no le preguntan si quiere o no quiere ir a un lugar u otro.
Doortje la trajo aquí desde África. Luego Patrick le propuso otro puesto. Pero desde
entonces Juliet la tiene en un puño. Para ella, la chica no es más que una esclava.
Lizzie, inquieta, se había mordido el labio. Había sido un error, estaba claro, dejar
a Nandé con Juliet. Pero, por Dios, ¡ella tampoco podía pensar en todo! Y ahora
Nandé había desaparecido con su señora, y Patrick…
—Juliet también se ha marchado —anunció él tras echar un vistazo al dormitorio
—. Se ha… ¿Qué mosca le ha picado de repente?
Daba la impresión de estar atónito, pero no tan tocado emocionalmente y
horrorizado como cuando había visto la habitación vacía de Nandé.
Lizzie respiró hondo.
—La he echado de casa, Patrick —dijo suavemente—. Lo siento por ti, pero aquí
no encajaba. Ella misma lo sabía. Ella…
Patrick no parecía escucharla. Había vuelto a la habitación de Nandé. Alterado,
abrió los armarios, como si esperase encontrar ahí la prueba de que la muchacha solo
había salido a hacer un recado.
—¡No ha podido irse, así sin más! Y May. Yo… yo pensaba que la quería. A lo
mejor no, pero… yo creía que quizá también a mí… creía… creía que teníamos
tiempo.
Lizzie movió la cabeza. No sabía cuántas veces tendría que repetírselo.
—Juliet nunca te quiso —dijo paciente—. Y nunca se ha preocupado por May.
Ella…
Patrick se la quedó mirando.
—¿Quién habla de Juliet, madre? —preguntó impaciente—. No te molestes, ya
hace mucho tiempo que soy consciente. Pero Nandé… yo… nunca hubiese creído que
fuera a… a dejar sola a May.
—¿May? —preguntó Michael burlón. En su rostro apareció una sonrisa irónica.
Lizzie lo arrastró hasta su dormitorio.
—Ahora no te preocupes por eso, Michael —lo regañó, y soltó un suspiro—. Este
asunto parece complicarse más de lo que yo creía. Pero quizá sea mejor. Mañana
tengo que ir a Dunedin para hablar con Sean Coltrane. Esto no puedo llevarlo a
término con un abogado desconocido. Pero por lo visto tendremos que pagar por el
contrato de divorcio, por la niña y también por una esclava.
Matariki saludó la constelación, cuyo nombre le habían puesto, con una antigua
canción. Atamarie se unió a ella y las dos abrazaron a Patrick, Nandé y a la pequeña
May, que las acompañó con sus gorgoritos.