Manuel Mujica Lainez - Narciso

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Narciso

[Cuento. Texto completo.]


Manuel Mujica Linez
Si sala, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los muebles, en la
ondulacin de los cortinajes, detrs de los libros, y los llevaba en brazos, uno a
uno, a su dormitorio. All se acomodaban sobre el sof de felpa rada, hasta su
regreso. Eran cuatro, cinco, seis, segn los aos, segn se deshiciera de las cras,
pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro negrsimo.
Serafn no los dejaba en la salita que completaba, con un bao minsculo, su
exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y
parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatera trepase a la cmoda
encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia.
Aquel heredado espejo constitua el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el
marco dorado, enrulado, isabelino. Frente a l, cuando regresaba de la oficina,
transcurra la mayor parte del tiempo de Serafn. Se sentaba a cierta distancia de
la cmoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la imagen que
el marco ilustre le ofreca: la de un muchacho de expresin misteriosa e innegable
hermosura, que desde all, la mano izquierda abierta como una flor en la solapa, lo
miraba a l, fijos los ojos del uno en el otro. Entonces los gatos cruzaban el vano
del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Saban que para permanecer en la sala
deban hacerse olvidar, que no deban perturbar el examen meditabundo del
solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador.
Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la msica propuesta por un
antiguo fongrafo haban terminado por dejar su sitio al nico placer de la
observacin frente al espejo. Serafn se desquitaba as de las obligaciones tristes
que le imponan las circunstancias. Nada, ni el libro ms admirable ni la meloda
ms sutil, poda procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del
espejo. Volva cansado, desilusionado, herido, a su ntimo refugio, y la pureza de
aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa le infunda nueva vitalidad. Pero
no aplicaba el vigor que al espejo deba a ningn esfuerzo prctico. Ya casi no
limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los muebles, en
los muros, alrededor de la cama siempre deshecha. Apenas coma. Traa para los
gatos, exclusivos partcipes de su clausura, unos trozos de carne cuyos restos
contribuan al desorden, y si los vecinos se quejaban del hedor que manaba de su
departamento se limitaba a encogerse de hombros, porque Serafn no lo perciba;
Serafn no otorgaba importancia a nada que no fuese su espejo. ste s
resplandeca, triunfal, en medio de la desolacin y la acumulada basura. Brillaba
su marco, y la imagen del muchacho hermoso pareca iluminada desde el interior.

Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafn
cumpla su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanz un maullido loco y
salt sobre la cmoda. Serafn lo apart violentamente, y los felinos no reanudaron
la tentativa, pero cualquiera que no fuese l, cualquiera que no estuviese
ensimismado en la contemplacin absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad
gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantena trmulos,
electrizados, a los acompaantes de su abandono.
Serafn se sinti mal, muy mal, una tarde. Cuando regres del trabajo, renunci
por primera vez, desde que all viva, al goce secreto que el espejo le acordaba
con invariable fidelidad, y se estir en la cama. No haba llevado comida, ni para
los gatos ni para l. Con suaves maullidos, desconcertados por la traicin a la
costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los torn audaces a medida
que pasaban las horas, y valindose de dientes y uas, tironearon de la colcha,
pero su dueo inmvil los dej hacer. Llego as la maana, avanz la tarde, sin
que variara la posicin del yaciente, hasta que el reclamo voraz trastorn a los
cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita,
maulando desconsoladamente.
All arriba la victoria del espejo desdeaba la miseria del conjunto. Atraa como
una lmpara en la penumbra. Con giles brincos, los gatos invadieron la cmoda.
Su furia se sum a la alegra de sentirse libres y se pusieron a araar el espejo.
Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafn haba encolado
encima de la luna -y que poda ser un afiche o la fotografa de un cuadro famoso,
o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que
entraron despus en la sala slo vieron unos arrancados papeles- cedi a la ira de
las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el simulacro de
reflejo urdido por Serafn, chispas de cristal.
Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el
Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre
la solapa y empezaron a destrozarle la ropa.
FIN

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