De trompetas y clarines
Por Francis Chapelet
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El presente libro es una crónica vívida y lúcida del desarrollo de España, visto desde la óptica particular del mundo del órgano, de los organistas, de los organeros y del clero, en la que el autor recorre los lugares más emblemáticos de nuestra patrimonio e historia, así como numerosas poblaciones de la llamada España vaciada, en busca de instrumentos a los que devolver a la vida, en las que descubre joyas como las de la Tierra de Campos palentina, la provincia burgalesa o la comarca albaceteña de Liétor.
Estos recuerdos, escritos entre 1975 y 1981, permiten descubrir el talento de un cronista de escritura vivaz y colorista, su carácter de músico apasionado, su humor sarcástico y su profundo amor por España, a la que considera su segunda patria. La descripción de nuestros paisajes muestra una prosa vigorosa y pintoresca, que sorprende por su riqueza y nos acerca una faceta desconocida de su autor. También nos ofrece una mirada lúcida y distante sobre algunos rasgos de nuestra idiosincrasia que ponen ante nuestros ojos la verdadera realidad del carácter español, con sus virtudes y con sus defectos.
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De trompetas y clarines - Francis Chapelet
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
© Francis Chapelet
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de cubierta: Rubén García
Traducción del francés: Carlos Galiana Ramos
Revisión: Álvaro Rubén García Arroyo
ISBN: 978-84-1089-363-4
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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Advertencia al lector
Estos textos fueron redactados entre 1975 y 1981. Todos fueron escritos en el tren «L´Aquitaine» que, por aquel entonces, me llevaba cada quince días de París a Burdeos, pues impartía clases de órgano en la Escuela de Música de Talence.
Cuantas situaciones e historias aquí relato son auténticas y cubren un período que va desde el año 1958, época en la que la España franquista empezaba a salir de su aislamiento del mundo, hasta 1981, cuando la modernización del país ya llevaba recorridos más de veinte años.
Han transcurrido otros veinte años desde aquella redacción, y España ha llegado a ser el gran país que hoy conocemos.
Algunos personajes que menciono han fallecido, otros se han alejado, pero casi todos siguen estando ahí, tanto las gentes siempre agradables, como los maestros en el arte de incordiar.
Para mí ha resultado muy entretenido poner por escrito semejantes aventuras, que espero ahora puedan entretener a mis lectores.
Francis Chapelet
D:\Álvaro García\No usada.jpgPrólogo
Mi intención no es la del novelista; todavía menos la del historiador; tampoco es la del geógrafo, y mucho menos aún la del turista muy viajado y que ha visto muchas cosas.
Podría ser la del apasionado, tal vez.
Pero ¿acaso no está ya todo dicho y escrito sobre España? Dudo, sin embargo, que se haya conseguido poner al desnudo aquello llamado «el alma española», y llegado al fondo de la misma.
¿Acaso el español se conoce a sí mismo?
¡Bien es cierto que amo a España, a las Españas! Es mi país adoptivo, el que a la vez me conmueve, me exaspera y me trastorna. Incluso en los peores momentos y en medio de las situaciones más enrevesadas, jamás he deseado abandonarlo: en él me siento cómodo —más o menos, dependiendo de las regiones— pero tan a gusto como en mi apacible suroeste…
Para ser sincero, las verdes provincias del Atlántico me conmueven menos que las áridas Castillas: es una necesidad de amplios espacios, de altura, de sol, de viento, de luz y de un absoluto extrañamiento. Dejo pues a un lado esa pobre costa mediterránea, lastimada, desfigurada, saturada de hormigón y en la que rompen olas de turistas.
Para mí, Castilla ha sido —y sigue siendo— una tierra acogedora. En ella fue donde descubrí España. Pero también fue en Castilla en donde oí por vez primera aquellos órganos tan extraordinarios como extraños —no obstante estar tan desafinados— que, desde entonces, jamás dejaron de fascinarme. Ella fue, en fin, la tierra en donde trabé mis relaciones más sólidas, más tiernas, así como las más secretas.
Hablar de España, y de Castilla en particular, por ser lo esencial de este libro, es motivo de alegría, tanto como tocar un gran lleno¹ o un coro de trompetas horizontales perfectamente afinadas. Esta vez, lo haré por escrito, sin orden ni lógica, tal como conviene en un país que ignora esas virtudes típicamente nórdicas, y los capítulos se sucederán al azar, llevando al lector a través de un zigzagueo en el tiempo y el espacio, como si del contraste entre calor y frío se tratara, pues la España del centro, contrariamente a una idea muy enraizada, no es un país cálido. Desde aquí me parece oír a mi vecina advirtiéndome, con su marcado acento del Périgord: «¿Marcha usted a España? ¡Pues, vaya, prepárese para pasar calor!».
Lamento decepcionarles, pero en esas soleadas Castillas siempre conviene tener a mano lo que allí llaman «jersey», es decir, una buena lana por si es necesario en cuanto acaba la tarde, y me viene de nuevo a la mente lo de aquel diplomático que, procedente de países norteños, iba a tomar posesión de sus nuevas funciones en Madrid llevando solamente un ligero maletín…
Entre esas evocaciones, el órgano ocupará naturalmente un sitio preferente: ha sido el motor esencial de mis exploraciones. Gracias a él, he conocido a mucha gente, he descubierto numerosos pueblos perdidos en insólitos rincones, he admirado paisajes que, de no ser por esa búsqueda de instrumentos raros, todavía me serían probablemente desconocidos.
Al amor por el órgano hay que añadir también el interés que siempre tuve por la geología. Pues bien, considero que España es el paraíso del geólogo: gracias a su delgada capa vegetal, emerge la roca por doquier y el paisaje adquiere a menudo un aspecto desértico. Cuánto placer procura entonces el caminar entre aquellas soledades sin fin, sofocadas por el sol o barridas por aquellos furiosos vientos que llegan del norte; planicies, desfiladeros, cuestas, se suceden, subrayando esa impresión de extrañamiento que España ofrece al viajero que la descubre.
Y en medio de aquel entorno hostil, tesoros artísticos y un pueblo que rebosa amabilidad. Así es este país. ¿No lo amaría usted también?
D:\Álvaro García\Sahagún.jpgCapítulo 1
¿Por qué España?
Si esperé a cumplir los veinte años para cruzar por fin los Pirineos, no fue porque hubiera ignorado hasta entonces la existencia de España.
Desde mi banco, en el colegio, veía aquella enorme mancha parda en el mapa físico de Europa, a la que replicaba el creciente de idéntico color que representaban los Alpes. Más de una vez, al viajar a Argelia por mar, había divisado la elevada barrera gris de las costas de Andalucía. En otra ocasión, un temporal espantoso nos obligó a seguir, lo más cerca posible, aquello que ahora se llama la Costa Brava, y me encantó el esplendor de aquella costa salvaje y acogedora a la vez, punteada de pueblos floridos, sin que por aquel entonces ninguna torre de hormigón los viniera a afear.
También a veces me ponía a seguir con el dedo, siempre en aquel mapa, esa línea de ferrocarril del suroeste que, pasada la frontera, se retorcía de pronto en medio de aquel tono pardo —siempre aquel color debido a la presencia de las montañas— tras haber cruzado setecientos kilómetros de color verde en Francia.
Y cuando cogía el tren para Montpon, me montaba preferentemente en un coche que lucía la placa «IRÚN», aquel extraño nombre que me hacía soñar y que significaba en mi mente el final de un mundo y el principio de otro: otro mundo, oscuro por naturaleza y, sin duda, desértico. Imaginaba la vía deslizándose al borde de precipicios pelados y rojizos y el tren jadeando durante la escalada a las mesetas, como si de los altiplanos peruanos se tratara.
Lo que luego vino me enseñó que no andaba muy lejos de la verdad: Irún es, en efecto, el comienzo de otro mundo; el tren se retuerce de verdad con una lentitud exasperante, pero en medio de montañas de un hermosísimo verdor, al menos al inicio del trayecto, ya que las montañas vascas reciben mucha agua…
Sin embargo, España, al sobrevolarla, aparece claramente como un país en el que predominan los tonos pardos y que la erosión parece haber destrozado.
Curiosamente, no fueron ni el órgano ni la música los que me llevaron hacia España, sino más bien la arquitectura, que siempre me atrajo en modo sumo. A menudo imagino el aspecto que podían ofrecer las ciudades en el siglo XVIII, vistas desde lejos, al viajero que se acercaba a ellas: masas de tejados perfectamente conjuntados de los que emergían las torres de las iglesias y de los edificios públicos. Nada de horrendos extrarradios, sino un campo que venía al encuentro de la ciudad, conquistando sus murallas.
Imaginemos Chartres, Laon, Angulema, Toulouse, Aviñón, ¡plantadas en medio del campo, sin sus cinturones de torres y de chalecitos!
Un día, hurgando en una biblioteca amiga, tal como me gusta hacer, abrí un libro enorme sobre España y me quedé parado ante una imagen que, entonces, me pareció fabulosa: era una vista de Segovia. Ignoraba totalmente aquel nombre, pero aquello que vi me hizo soñar: una meseta de pedregales resecos y un poco más allá, colocada sobre una especie de cerro alargado, una ciudad entera surgida de golpe del pasado, con su cohorte de casas antiguas y de iglesias, su inmensa catedral que parecía aplastarlo todo y, en un extremo, un castillo de opereta que prorrogaba hacia arriba la roca que lo soporta.
¿Podía ser que existieran todavía ciudades sin extrarradios, colocadas de aquel modo, sin desentonar en absoluto, en medio de la naturaleza?
Sin embargo se trataba de una foto auténtica tomada en pleno siglo XX. ¡Tenía que ver aquello sin falta!
Aquella foto, pues, me lanzó hacia la frontera de España: unos días más tarde, llevando un billete para Segovia, subía al tren de Irún con un placer al que sólo mi perfecta ignorancia del idioma teñía con algo de aprensión.
De modo que, mediante pequeñas etapas, llegué a Segovia; era, efectivamente, la misma imagen contemplada en el libro, pero ahora había algo más: el color, así como la dimensión de la realidad. ¡Y qué colores! Una meseta malva, la ciudad amarilla y rojiza, con el carmín de los tejados, iluminada por el sol poniente, un fondo de montañas violáceas y todavía listadas con algunos regueros de nieve. Ya había viajado bastante por Europa, pero aquel día experimenté una extraña e inolvidable impresión: intuía que aquél iba a ser un país al que amaría y al que no dejaría de regresar.
Nunca desapareció aquella primera impresión: necesito siempre el paisaje castellano y Segovia sigue siendo mi ciudad preferida; más adelante tendré la oportunidad de contarles algo más al respecto…
En el transcurso de aquel primer viaje, me detuve en Burgos para visitar la catedral, tal como manda el rito del perfecto turista. Quedé deslumbrado por el cúmulo de riquezas que contiene en cada rincón. Por otra parte, la contemplación de los grandes retablos barrocos, resplandecientes de oro, me entusiasmaba. Tengo la debilidad de amar el barroco en sus más alocadas manifestaciones, el oro que recubre las carpinterías y las hace tan untuosas y agradables al acariciarlas.
Me quedé sorprendido al descubrir no menos de cinco órganos en aquel templo. Me colé hasta la tribuna, mientras se celebraba una boda; el organista, algo sorprendido, me dejó tocar su instrumento. Fue cuando oí por primera vez una magnífica batería de trompetas que crepitaban encima de mi cabeza, una impresión tan sorprendente como novedosa, que jamás olvidé. ¡Qué bien comenzaba mi primer contacto con Castilla!
Para tratar de superar el vértigo —que siempre sentí en grandes dosis— y también para admirar el panorama de los tejados, decidí subir a lo alto de una de las agujas caladas. Se accedía a ella mediante una endeble escalera que trasmitía poca seguridad.
Ahí arriba ya se encontraba una castellana, guapa y jovencita, en compañía de su hermano. Éramos tres en aquel espacio minúsculo y francamente vertiginoso, una especie de canasta de piedra en equilibro en lo más alto de la aguja.
Enseguida se inició la conversación, que forzosamente resultaba muy limitada y en la que adivinaba algunas palabras, tales como ¿de dónde venía? o ¿a dónde me dirigía?, a las que yo contestaba en francés. En cuanto a mí, no tuve necesidad de hacer preguntas. Me enteré de que ambos vivían en Quintanar, un pueblo de aquella misma provincia de Burgos, y me hicieron prometer que iría a visitarlos.
Una foto de recuerdo y nos despedimos. Acababa de conocer a mis primeros amigos españoles, ahora lejanos, pues residen en alguna parte de América del Sur.
Pero no olvidé mi promesa, de forma que al poco tiempo me encaminaba hacia Quintanar de la Sierra, localidad situada a ochenta kilómetros de Burgos, a la que se llega con dificultad en autobús, tras pasar más de dos horas recorriendo una carretera estrecha y sinuosa.
Todavía recuerdo aquel primer trayecto por carretera, el ambiente festivo que reinaba en el autobús, donde todos se conocían, la salida de Burgos, con una ciudad que acaba de repente, el paisaje con el aspecto grandioso que ofrece septiembre, de rojo y oro, la proximidad de las grandes montañas boscosas y, finalmente, un enorme pueblo como jamás había visto, con calles de tierra de las que sobresalían incluso trozos de roca, llenas, a aquella hora tardía, de rebaños de cabras que se dispersaban y regresaban solas a sus establos. También estaban aquellas casas con sus muros de gruesas piedras oscuras, que parecían colocadas al albur del relieve.
Todo el mundo se encontraba fuera, de modo que se formó un grupo en torno al autobús.
Allí estaban mis amigos, muy felices, y pronto formamos una pandilla alegre y simpática para emprender, siguiendo la tradición, el recorrido por los bares. Aquélla era la acogida castellana y fue entonces cuando di con Antonio. Era algo más joven que yo, la mirada astuta, el cabello negro, la cintura esbelta del bailarín de jota. Hablaba bastante bien el francés y pronto trabamos amistad. Incluso me adoptó como a un hermano, y sus padres como a un hijo. Por medio de ellos empecé a descubrir al pueblo español tachado de orgulloso y desconfiado, pero amable y fiel en su amistad.
Comenzaron entonces grandes paseos por los bosques y montañas de Quintanar, un imponente paisaje, de los más bellos del mundo, y también de los menos conocidos. Me conmovió la atención del hermano menor de Antonio, Jesús María, que tenía entonces dieciséis años, quien me acompañaba a menudo en mis caminatas. No dejaba de hablarme clara y lentamente —lo cual, tratándose de un español, es un esfuerzo de agradecer— con el propósito de que me fuera acostumbrando poco a poco a su idioma.
Bien es cierto que hice destacados progresos en su compañía, y era francamente necesario, pues no podía permanecer más tiempo sin corresponder a su amabilidad y al profundo afecto que su familia me prodigaba.
En Segovia supe que España llegaría a ser mi segunda patria. Sin embargo, llegado el día en que dejé Quintanar, sentí que también dejaba allí a una segunda familia.
Quintanar sigue siendo la misma pequeña localidad, en medio de su incomparable paisaje, y allí me siento como en casa.
Antonio se convirtió en uno de los personajes de ese pueblo, del que fue alcalde; personaje de contrastes, tan culto y refinado como grosero en ocasiones, con la mirada tan despierta como su mente, en constante alerta, con dedos ágiles para tocar la guitarra y la canción dispuesta a brotar, en el que se combinan violencia, amabilidad y generosidad para hacer de él un perfecto castellano y un amigo entre los más preciados.
D:\Álvaro García\Covarrubias 4.jpgCapítulo 2
Covarrubias
Fue durante mi segunda estancia en Quintanar cuando sentí despertar en mí un creciente interés por el órgano español. Recordaba mi brevísimo primer contacto con las trompeterías de Burgos. Hacía poco que había oído un disco grabado por el célebre organista americano Power Biggs con varios instrumentos de España y, a pesar de la calidad regular de dicha grabación, me llamaron la atención las nuevas sonoridades que proponía: trompeterías agresivas, con su ataque tan característico, llenos indefinibles y de incierta afinación, dulzainas burlonas que parecían emocionarse ante el menor cambio de presión.
Todo ello espoleaba mi curiosidad. No era sin duda el único que se había interesado por aquella grabación, la primera en su género, que la radio difundía con complacencia. Permitía oír un abanico de novedades que refrescaba el oído y creaba una grata alternativa a los llenos sobreagudos de los «Clicquot-González»² con los que nos saturaban por aquella época.
Por desgracia, no había órgano en Quintanar: lo destrozaron en los años 30. En la sacristía podía verse una cómoda abombada, cuyos cajones estaban repletos de tubos viejos, entre los cuales yacían los restos de un teclado admirable, con sus teclas adornadas con una preciosa marquetería. Muchas veces me quedé soñando ante aquellas reliquias, hasta que un día el cura me vendió algunos tubos de trompetas que hoy cantan en la iglesia parroquial de