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La vida breve de Katherine Mansfield
La vida breve de Katherine Mansfield
La vida breve de Katherine Mansfield
Libro electrónico127 páginas2 horas

La vida breve de Katherine Mansfield

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Esta biografía sobre la escritora Katherine Mansfield (1888-1923) es un relato en sí mismo. Pietro Citati nos adentra en el mundo de la escritora neozelandesa y construye su breve vida, no sólo con rigor y conocimiento, sino también con una habilidad extraordinaria para reflejar, como nadie, esa «precariedad» vital que la acompañó a lo largo de su vida y que ella misma supo reflejar tan bien en sus cuentos.

Como el escritor ruso Antón Chéjov, Katherine Mansfield estaba especialmente dotada para narrar las sutilezas del género humano. Se cuenta que, también al igual que Chéjov, la tuberculosis, dolencia de la que estaba aquejada la escritora y que le ocasionó la muerte a los treinta y cuatro años, fue sin duda el origen de su particular visión del mundo, que siempre estuvo sujeta a una sensibilidad extrema.

Pietro Citati la define como una «cerámica de Oriente», y nos introduce con maestría en su delicado mundo. Unida sentimentalmente al famoso crítico inglés John Middleton Murry, con quien se casó en 1918, Mansfield tuvo una vida breve, en efecto, pero sus relatos como escritora son uno de los logros literarios más interesantes de la primera mitad del siglo xx. A su muerte, Murry se encargó de la publicación de su obra.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 sept 2016
ISBN9788417109110
La vida breve de Katherine Mansfield

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    La vida breve de Katherine Mansfield - Pietro Citati

    Portada

    La vida breve de

    Katherine Mansfield

    La vida breve de

    Katherine Mansfield

    pietro citati

    Traducción de Mónica Monteys

    Título original: Vita breve di Katherine Mansfield

    de Pietro Citati

    © 2014, Adelphi Edizioni S.P.A. Milán

    Este libro ha sido contratado a través de Ute Körner Literary Agent

    www.uklitag.com

    © de la traducción y revisión: Mónica Monteys, 1990, 2016

    © de esta edición, 2016:

    Gatopardo ediciones

    Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª

    08008 Barcelona (España)

    www.gatopardoediciones.es

    Primera edición: septiembre de 2016

    Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó

    Imagen de la cubierta: Katherine Mansfield y John Middleton Murry

    en el jardín del hotel Château Bellevue, en Sierre, julio de 1922

    Fotografía de Ida Baker

    © Alexander Turnbull Library, Wellington, Nueva Zelanda

    Imagen de interior: Casa donde vivió Katherine Mansfield con su marido John Middleton Murry en Londres

    Fotografía de Simon Harriyott

    eISBN: 978-84-17109-11-0

    Impreso en España

    Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley,

    la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Casa de Katherine Mansfield y John Middleton Murry

    en Hampstead, Londres.

    Índice

    Portada

    Presentación

    La vida breve de Katherine Mansfield

    Capítulo I

    Capítulo ii

    Capítulo iii

    Capítulo iv

    Capítulo v

    Capítulo vi

    Capítulo vii

    Capítulo viii

    Pietro Citati

    Otros títulos publicados en Gatopardo

    A mi madre

    La vida breve de Katherine Mansfield

    Capítulo I

    Todos aquellos que conocieron a Katherine Mansfield en los años de su breve vida tuvieron la impresión de descubrir a una criatura más delicada que otros seres humanos: una cerámica de Oriente que las olas del océano habían arrastrado hasta las orillas de nuestros mares. «Era encantadoramente distante y tierna, con una media sonrisa en los labios.» «Tenía una delicadeza de porcelana que hacía que los demás fueran amables cuando hablaban con ella.» «Los anillos se deslizaban por sus dedos mientras preparaba el té. Contra la pared de color púrpura, parecía una figura de porcelana, un adorno intencionado, con su hermosa cabeza negra, sus manos y su rostro blancos.» O como escribió en un famoso relato: «Producía el mismo sobresalto que se siente cuando, al beber el último sorbo de té en una delicada e inocente tacita, de repente surge del fondo una pequeña criatura, mitad mariposa, mitad mujer, que te saluda con las manos dentro de las mangas». El rostro —enmarcado por cabellos castaños y lisos que formaban un casquete alrededor de la cabeza, mientras que el flequillo se pegaba a su pálida frente— parecía una máscara serena, tallada en madera. Hablaba sin mover los labios, «con un misterioso y quedo murmullo». Sus gestos eran sosegados, contenidos, reservados, insólitos. Toda la vitalidad que se había desprendido de aquella máscara pintada por un experto pincel oriental estaba concentrada en sus inmensos ojos negros. Tras las arqueadas cejas, tras las largas pestañas que, cuando las bajaba, reflejaban la luz, sus oscuros ojos de pájaro miraban aquí y allá, posándose en todas partes al mismo tiempo: las pupilas se dilataban; su mirada era circunspecta y observadora, inquisidora, posesiva, imperturbable y devoradora. Y, por último, cuando todo había sido reflejado y absorbido, cuando todo estaba ya perdido, se extraviaba en la lejanía.

    En su juventud escribió una poesía en la que contaba que había encontrado, «en la tornasolada gruta del sueño», un hada «con las alas más frágiles que los pétalos de las flores y los copos de nieve». La aprisionó entre las palmas de las manos, la condujo hasta la luz y la dejó marchar; el hada se convirtió primero en una pelusa de cardo, luego en una brizna, en un rayo de sol y después en nada. Como en el hada de la poesía juvenil, había en ella algo tan frágil, tan vulnerable que una palabra, un gesto, el mínimo soplo de viento o simplemente la luz bastaban para ofenderla. En los momentos más acuciantes de pánico y angustia, cuando se sentía sola, o los ruidos extraños o las pesadillas de las tinieblas la asaltaban, escribió que únicamente era una niña tímida, cansada, perdida, asustada y necesitada de protección. Alguien la había dejado encerrada tras la verja, o en una habitación vacía o dentro de un armario oscuro, y ella esperaba que viniese su abuela y la metiese en la cama para envolverle los pies fríos con una bata rosa. Como el de los niños que no desean crecer, como el de las hadas-mariposas o los elfos, su destino era deslizarse poco a poco hacia el otro lado, desaparecer en ese mundo que corre paralelo al nuestro y se entrevé a través del espejo.

    A veces, en la delicada figura pintada en el fondo de la tacita china, los demás advertían una extraña condición animalesca. Alfred Richard Orage —que publicó sus primeros cuentos— la llamaba the marmozet, el tití. Virginia Woolf escribió: «La mujer inescrutable permanece inescrutable. Diría que es una especie de gato, extraño, reservado, siempre solitario, observador». Un mono, un gato. Con siete años de diferencia, Orage y Woolf tuvieron la misma impresión, advirtieron en ella esa imperturbabilidad enigmática, esa hostilidad hacia el hombre, esa extrañeza ante la vida, esa pertenencia a mundos misteriosos y remotos que pueden ser tan propios de un animal como de un escritor. Mientras los demás hablaban, brillaban y se abandonaban a los fuegos artificiales de la fantasía, ella permanecía callada, «silenciosa y esquiva». Se había convertido en una experta en el arte de escuchar como si no escuchase, sentándose un momento en la vida de los demás: mientras posaba su negra mirada de pájaro en todas partes, hacía acopio de todo lo que decían o hacían los demás con el fin de reunir los pequeños «granos» vivientes de la realidad en el molino siempre en movimiento de su memoria, del cual extraería luego la exquisita harina de sus relatos. Como los gatos, era discreta. Consideraba que jamás deberíamos hablar de nosotros con nadie, pues si hablamos, los demás irrumpen enseguida y pisotean como vacas la hierba de nuestro jardín. «¿Por qué insistes en negar tus emociones? ¿Te avergüenzas de ellas?», pregunta alguien a uno de los personajes de sus cuentos. El personaje (es decir, Katherine Mansfield) responde: «No me avergüenzo en absoluto, pero las tengo guardadas en un cajón y las saco sólo de vez en cuando, como los tarros de mermelada muy especiales, cuando la gente que aprecio viene a tomar el té».

    Si leemos el diario y las cartas a John Middleton Murry y a unos pocos amigos, nos vemos transportados a un paisaje completamente diferente. La figurita oriental, el hada-mariposa, el frío e imperturbable gato observador descubren a la más ardiente de las criaturas. No le gustaban los «espíritus cultivados», semejantes a los jardines italianos. Ella era un jardín salvaje: en el interior de su mente había un frondoso huerto donde oscuras ciruelas violetas caían sobre la tupida hierba, un bosque intrincado, un estanque cuyas profundidades nadie había sondeado, auténticos escondrijos y auténticas serpientes ocultos en la hierba. A los veinte años proclamó, de la manera más altisonante, su narcisismo. «Soy odiosa, pero hay una cosa de la cual puedo vanagloriarme: no estar enamorada de nadie, salvo de mí misma.» «Soy absolutamente encantadora.» «Me gusto, por lo tanto, soy feliz.» Como ocurre con todos los grandes narcisistas, su egocentrismo se convirtió pronto en una apasionada furia vital. Aludiendo a una frase de Oscar Wilde, sostenía que la única manera de liberarse de las tentaciones era caer en ellas. Tenía una anhelante y desesperada necesidad de vivir experiencias, deseaba gozar de todos los placeres, sufrir todos los dolores, entender todas las ideas y sensaciones, conocer el amplio círculo del mundo. Cuando se entregaba a una causa o una pasión, se abandonaba por completo. «El estado de indiferencia es realmente ajeno a mi naturaleza, y vivir en él es la única forma de infierno que yo puedo concebir.» «Amar con locura tal vez sea falta de sabiduría, pero no hay falta de sabiduría más grave que no amar en absoluto.» Si amaba, la devoraba un fuego abrasador que ella encendía y avivaba con la fantasía, prendía en su interior una llamarada incontenible que no podía aplacarse o manifestarse jamás. Por eso tenía la impresión de actuar sola en los ruidosos escenarios teatrales de la pasión: nadie respondía a sus palabras, en todo caso, pálidos fantasmas que había creado con sus propias manos; e incluso la vida, imaginada cálida e intensa, parecía apagarse ante sus deseos.

    No podía soportar «los días que no merecen ser vividos»: los días calmos, planos, grises, siempre iguales a sí mismos, minuto a minuto, sin que lo imprevisto o lo inesperado lleguen jamás a romper su triste monotonía. Habría querido conocer sólo los momentos de felicidad absoluta, cuando deseamos correr más que caminar, ensayar pasos de baile subiendo y bajando de la acera, lanzar cualquier cosa por los aires y tomarla al vuelo, reír por nada; cuando, al doblar la esquina de una calle, nos sentimos arrollados de pronto por una sensación de dicha, como si hubiésemos ingerido «una brizna luminosa de ese tardío sol crepuscular que arde en lo más profundo de nosotros». En cuanto le asaltaba esa encantadora alegría de vivir, le parecía estar flotando en el aire y, con los nervios a flor de piel, percibía los estremecimientos de extraña excitación que recorren la existencia. Tenía la impresión de «agitarse y resplandecer como una vela en la oscuridad». «He sentido una vez más —escribió después de una fiesta— que la vida puede ser espléndida y emocionante, y que no somos viejos..., ¡ah!, la sangre corre todavía por

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