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Los mejores relatos de Frank Norris
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Libro electrónico240 páginas3 horas

Los mejores relatos de Frank Norris

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Benjamin Franklin Norris está considerado uno de los principales representantes del realismo americano, pese a que su carrera como escritor apenas duró una década debido a su temprana muerte.

Norris escribió siete novelas —entre ellas McTeague (1899), The Octopus: A Story of California (1901) y la póstuma The Pit: A Story of Chicago (1903), estas dos últimas pertenecientes a su trilogía inconclusa The Epic of the Wheat—, varios ensayos y más de sesenta relatos para diversas revistas y periódicos de la época, como Collier's Weekly y Everybody's Magazine.

Tras su muerte, sus relatos aparecieron publicados en tres libros: A Deal in Wheat (1903), The Third Circle (1909) y Frank Norris of «The Wave» (1931).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 may 2016
ISBN9788417109080
Los mejores relatos de Frank Norris
Autor

Frank Norris

Frank Norris (1870–1902) was born in Chicago, Illinois. A young student at the Académie Julian in Paris, Norris was exposed to naturalism in literature and became particularly fascinated in the study of human evolution. After years of working as a correspondent for various newspapers, Norris began his unfinished trilogy, the Epic of Wheat. The two completed titles—The Octopus and The Pit—revealed the suffering caused by corrupt and greedy turn-of-the-century corporate monopolies. His death in 1902 left the third book unfinished. Norris also authored the novel McTeague, which has been adapted into numerous films and operas.

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    Los mejores relatos de Frank Norris - Frank Norris

    Portada

    Los mejores relatos

    de Frank Norris

    Los mejores relatos de

    frank norris

    Traducción de Ramón de España

    Título original: The best short stories of Frank Norris

    © de la traducción: Ramón de España, 2016

    © de esta edición, 2016:

    Gatopardo ediciones

    Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª

    08008 Barcelona (España)

    www.gatopardoediciones.es

    Primera edición: mayo de 2016

    Diseño de la colección y de la cubierta:

    Rosa Lladó

    Imagen de la cubierta:

    Retrato de Frank Norris de Ernest Peixotto

    eISBN: 978-84-17109-08-0

    Impreso en España

    Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Índice

    Portada

    Presentación

    Nota de la editora

    Los mejores relatos de Frank Norris

    El juglar de Taillebois

    Una defensa de la bandera

    Su hermana

    El hombre propone

    La vajilla de oro de Judy

    Shorty Stack, pugilista

    El tercer círculo

    Buldy Jones, jefe de claque

    El negocio del trigo

    La doble personalidad de Slick Dick Nickerson

    Fuegos que se extinguen

    El invitado de honor

    Informe de una muerte súbita

    El deceso del Bizco Blacklock

    Frank Norris

    Otros títulos publicados en Gatopardo

    Nota de la editora

    Considerado uno de los mayores representantes del naturalismo americano, a Frank Norris se le conoce por sus novelas más que por sus relatos, algunos de ellos extraordinarios, y sin duda alguna habría tenido una influencia mayor como cuentista si su carrera no se hubiese visto truncada a una edad tan temprana.

    Si bien algunas de sus novelas las escribió para satisfacer el gusto épico y populachero de la Norteamérica de finales del siglo xix, no ocurre lo mismo con sus relatos, donde Norris se tomó mayores libertades en cuanto a la trama y el estilo. En ellos nos habla de las fuerzas y poderes modernos, de la corrupción, los monopolios y los ferrocarriles que, mediante sus técnicas industriales, perjudicaban a los granjeros. O de la gente de las llanuras, atrapada en sus soledades y miserias, de los procesos naturales de la tierra, la siembra, la cosecha de trigo, la propia naturaleza. O del mundo de los explotadores y los explotados, sujetos por igual a un proceso interminable y sin fin. O de boxeadores, artistas y escritores. O de historias del Oeste americano, muchas de ellas ambientadas en la región minera de las sierras de California, donde Norris nos muestra su vena más cómica, aunque sin dejar de recurrir al western con intenciones más serias y dramáticas.

    Sus cuentos son fragmentos, escenas, pedazos de vida, episodios del destino y el azar, y sus finales, abruptos, imprevisibles y, muchas veces, desconcertantes. Si todos ellos apuntan a engrandecer el naturalismo americano, al mismo tiempo son también una advertencia de que el mundo estaba cambiando.

    Norris es un gran narrador, no cabe duda, un maestro a la hora de crear tipologías y plasmar lenguajes distintos, un contador de historias que contribuyó indiscutiblemente a la transformación de la narrativa norteamericana de finales del siglo xix.

    Los mejores relatos de Frank Norris

    El juglar de Taillebois

    Ahora que habían pasado el ímpetu y la exaltación del primer ataque, Amelot se percató de que no había acertado con la debida precisión y que su espada, al apartar rápidamente Yéres la cabeza para esquivarla, sólo había logrado alcanzar y hendir la base del cuello, detrás de la clavícula; si bien con eso ya bastó. El tajo, pese a no ser muy preciso, había sido decisivo. Y Amelot observaba con satisfacción que la raja en el cuello de Yéres era lo bastante profunda como para que se escapara por ahí la vida de cualquier hombre.

    Era sólo cuestión de tiempo, de modo que se apartó para evitar las terribles convulsiones y espasmos de Yéres, y optó por esperar. Nunca había matado a un hombre, por lo que ver cómo uno agonizaba de muerte violenta constituía una escena nueva y sorprendente. La observaba con gran curiosidad. Cuando siendo un niño le pusieron la primera daga en las manos, su primera reacción fue matar al gato de la esposa del senescal de su padre. La muerte no había sido instantánea: el animal aulló y se retorció durante cerca de media hora. Lo recordaba ahora al ver cómo Yéres se agitaba y se retorcía en el suelo, a sus pies, primero boca abajo, luego boca arriba, después a cuatro patas, restregando estúpidamente la cabeza contra las raíces del árbol. La sangre le cubría las ropas y el rostro, las hojas muertas se le adherían a las húmedas mejillas y el polvo del terreno se convertía en barro rojizo debido al rápido e incesante abrir y cerrar de sus dedos. No emitía ningún grito, pero tenía la lengua fuera y la mirada fija y expectante.

    Amelot nunca supo cuál fue el momento exacto de la muerte. Los espasmos y torsiones se espaciaron cada vez más, y, tras una pausa más larga de lo habitual, llegó a la conclusión de que se hallaba ante una vida extinta, si bien con tal de cerciorarse de su muerte apuñaló el cuerpo con su misericordia¹ para asegurarse por partida doble, y lo apuñaló de una manera particularmente suya: determinó no asestarle ninguna cuchillada al cadáver —no fuese que un golpe apresurado le impidiese acertar con pericia—, sino que calculó con mucho tino dónde se hallaba el corazón, colocó la punta del puñal justo encima y apoyó su peso en la empuñadura; la carne cedió para luego abrirse súbitamente, la hoja se hundió hasta el mango y Amelot se incorporó con la certeza de que su enemigo estaba muerto sin el menor resquicio de duda.

    En aquel momento lo primero que le vino a la mente fue cómo ocultar el cuerpo. Miró a su alrededor. Se hallaba en el corazón de uno de aquellos Nuevos Bosques que su muy temido señor, Wilhelmus Conquestor, Dei Gratiae Rex Anglicorum —siguiendo los pasos de su ascendencia normanda—, estaba sembrando por toda la Inglaterra conquistada. El crecimiento de los grandes robles, pinos y sicomoros era demasiado lento para la paciencia y el placer reales, así que los encargados de la expansión forestal habían recibido órdenes de arrancar árboles de gran tamaño de otras partes de la isla con el fin de trasplantarlos en aquellos predios seleccionados como coto de caza para el rey. No lejos de donde se hallaba Amelot, yacía uno de aquellos árboles, un imponente pino negro, sobre un carretón con el que los guardabosques lo habían arrastrado hasta allí, y debido a lo tarde que era y a la dificultad de ponerlo en pie, se decidió posponer dicha tarea para el día siguiente. Junto a sus raíces, que como enormes tentáculos se retorcían indefensas en el aire, habían excavado el hoyo circular que debía alojarlas. Era un pozo. A ojos de Amelot, una tumba…, una tumba para Yéres. Bajo aquel tronco gigantesco, ¿qué posibilidad tenía el cadáver de ser descubierto? Nunca hubo una sepultura más protegida ni un monumento más seguro e inmutable.

    Los picos y las palas de los siervos yacían sobre los montículos de tierra extraída. Amelot se introdujo en el hoyo y con aquellos aperos cavó hasta alcanzar una profundidad de dos o tres metros más. «Un pozo dentro de otro —se dijo sonriendo—, un secreto oculto en el interior de otro.»

    Cuando hubo excavado lo que consideró que era suficiente, envolvió el cuerpo de Yéres en su chappe y lo introdujo en el agujero, boca abajo, pero la vida no le había abandonado aún del todo: una de esas raras sacudidas se apoderó del cuerpo, un sonido ahogado se escapó de entre los pliegues del chaperon, donde el rostro se hincaba en la tierra. Todo aquel fardo se retorció hasta darse media vuelta y quedarse boca arriba, el embozo dejó la boca al descubierto y, como si le aterrorizase el primer contacto con esa gran madre que lo reclamaba, un grito de terror atravesó sus labios negros y sus apretados dientes. Con un movimiento tan rápido como el impulso que lo había originado, Amelot le tapó la boca con el pie y levantó la vista hacia el siniestro paisaje de troncos del bosque mientras obligaba a sus oídos a captar cualquier posible suspiro o grito de ayuda; pero el grito no obtuvo respuesta, y Amelot pudo concluir el entierro sin problemas. Aplanó la tierra que cubría la nueva tumba, apiló y quemó las hojas cuyo color rojo no se debía al otoño, echó una mirada a su alrededor y, de pronto, asaltado por un terror repentino, huyó de allí corriendo, presa del pánico.

    Al día siguiente, los siervos de Taillebois plantaron el Pino Negro en la posición prevista, donde creció y floreció a lo largo de quince años.

    Llovía en el Bosque Nuevo.

    La lluvia en el mar, en un páramo irlandés, en una posada de la Escocia rural o en una nueva población del oeste de Kansas ya es, de por sí, suficientemente tétrica y desoladora, pero alcanza el cénit de la desolación, la quintaesencia definitiva de la tristeza cuando esa lluvia se desliza por un bosque al final de una tarde otoñal, cuando las gotas caen, caen, caen con monotonía incesante sobre cada hoja temblorosa, cuando el musgo verde y los líquenes crecen y se esponjan al mojarse, y la espesa corteza de los troncos más grandes se ennegrece con el agua y adquiere una consistencia pastosa, cuando cada minúscula y cantarina catarata de lluvia encuentra su camino hacia los más oscuros rincones del sotobosque y aviva los embriagadores olores boscosos que duermen entre las capas de hojas muertas y caídas; olores que, como un incienso de naturaleza muerta, se elevan en el aire silencioso, cuando todo está en calma y promete placidez, cuando los petirrojos guardan silencio, cada uno en su rama, ahuecando sus plumas, aumentando de tamaño, sesteando con el pico sobre el pecho; cuando el ciervo, el jabalí, el conejo y toda una miríada de insectos se relajan en sus apartados rincones, y todo está muy callado mientras el repiqueteo de la lluvia, en una cadencia menor interminable, continúa incesante su labor.

    Así pues, en ese bosque encantado del siglo xii, la acogedora lluvia cayó durante todo el día con un ritmo constante y discreto, mientras la luz iba menguando a lo largo de la tarde y soplaba un ligero viento.

    Pero con la última luz del crepúsculo llegó un cambio repentino. Una fuerte ráfaga de viento del oeste barrió en un instante toda esa apacible soledad que reinaba majestuosa desde el amanecer. Dejó de llover y corrió una voz entre el follaje más alto, una voz que susurraba «sh-sh-sh», tras lo cual los árboles se mantuvieron erguidos, en silencio y, por así decir, expectantes, atentos a la tormenta que estaba por llegar.

    Y llegó. En la absoluta calma que siguió a la primera ráfaga anunciadora pudo oírse, por debajo de la línea remota del horizonte, el sonido acampanado del trueno lejano; luego vinieron el rumor y el rugido de la lluvia que impregnaba las tierras altas, y, a intervalos, como la apertura y el cierre de un gran ojo, aparecía el resplandor atenuado y distante del relámpago; aunque aún en la distancia.

    Pero se iba acercando. Con un crujido atronador, como si dos mundos caóticos entrechocaran entre sí, el trueno avanzó hacia arriba, hacia su cénit; como la trayectoria zigzagueante de un espíritu gobernado por el Demonio, el relámpago atravesó las tinieblas mientras con un rugido ahogado sólo por los ecos del trueno la lluvia empapaba toda aquella naturaleza despavorida. El viento azotaba los espacios abiertos entre los árboles y combaba sus copas, fustigando la foresta, que contraída de dolor gemía de nuevo, levantando del suelo las hojas caídas para unirlas en torbellinos prestos a retorcerse y huir como conejos excitados. Al mismo tiempo, todos los elementos se desataron; fuerzas violentas y desapacibles usurpaban con rudeza la hasta entonces ensoñadora calma, mientras el silencio y la soledad se quebraban ante la furia de la tempestad. Una mala noche. Realmente mala para los viajeros que se dirigían hacia el este, por la calzada de Watling, de camino hacia las tierras bajas de Surrey.

    Y el único de estos viajeros que estaba en medio de aquella violenta tormenta de octubre era Amelot. A lomos de su fatigado corcel Flammand recorría aquella ancha calzada, en cuyas losas separadas por ranuras se reflejaba su imagen invertida, y pensó que el suelo que pisaban las inquietas patas de su caballo no debía de andar lejos de la encrucijada que conducía al castillo, o más bien mansión, de Taillebois, pues eso era cuando se hospedó allí. Debería conocer bien la región. Quince años atrás, antes de la plantación del Bosque Nuevo y de la promulgación de las leyes forestales, soltaba su halcón y sus mastines en esos mismos claros. El primer periodo de su vida había transcurrido en aquellos parajes; había recorrido raudo aquel sendero para unirse a Guillermo el Normando y combatir en Hastings. Aquí fue donde vio a Yéres por primera vez. Aquí fue… ¡Por san Guthlac, basta ya! Se persignó con devoción. Que el pasado guardara sus propios secretos; peregrinaciones y ofrendas contribuirían a la expiación.

    No le costó demasiado encontrar el conocido sendero, y llevando su caballo de la brida, entró a pie en ese bosque que se agitaba de forma despiadada. La tormenta había alcanzado su punto álgido, y sólo gracias a la mirada atenta y al paso firme pudo seguir la tortuosa sinuosidad del camino. De pronto, la tempestad se convirtió en huracán, y el trueno seguía al relámpago con la regularidad y la fiereza de un cañonazo; el caballo pivotó sobre sus ancas y, liberando su cabeza de una sacudida, se lanzó contra la maleza; sonidos huecos manifestaban su ira en los oscuros espacios superiores del aire y reverberaban en los cavernosos y lóbregos pasadizos entre los troncos de los árboles; la lluvia se convirtió en una catarata y el viento en un tornado. Golpeándose contra los troncos temblorosos y los pedruscos resbaladizos, el jinete pugnaba por seguir adelante, hasta que, aturdido, empapado y exhausto, llegó a un claro del bosque vagamente circular, donde de forma natural o intencionada habían desaparecido los arbustos en un radio de entre quince y veinte metros.

    Bajo la luz del incesante resplandor de la tormenta, el lugar le resultó extrañamente familiar, pero la agitación de la naturaleza lo había confundido de tal manera que no recordaba nada de aquel entorno, salvo una sensación de temor y aversión y el deseo de huir de allí. Y de pronto, con la repentina viveza de uno de los destellos que iluminaban aquel lugar, la tragedia que había ocurrido allí volvió a su mente. Vio a Yéres retorciéndose en su lenta agonía, lo vio súbitamente rígido bajo su misericordia y, como si se tratara de otra persona, se vio también a sí mismo arrastrando el cadáver hacia el lugar donde iba a levantarse el Pino Negro. Instintivamente, sus ojos siguieron la dirección emprendida por su visión mental. Sí, ahí se alzaba el mismo gigante del bosque, pero ahora, mientras lo contemplaba, una vaga sensación de estupor y recelo se adueñó de él. El Pino parecía estar dotado de una cierta personalidad poco terrenal, casi humana, o puede que fuera algo más que eso. En su fuero interno, aquella enorme y arbórea masa de negras ramas lo contemplaba amenazadoramente desde las alturas. Entre todos los árboles que lo rodeaban, sólo éste parecía mantenerse erguido e inamovible entre la confusión circundante. Su copa puntiaguda apuntaba hacia el cielo en silenciosa desaprobación y, ante aquel tribunal celeste, las ramas más bajas se retorcían y como dedos nudosos le hacían señas. Aterrorizado, Amelot se dio la vuelta con la intención de huir, pero una visión aún más terrible lo dejó con los pies clavados en el suelo. El trueno y el relámpago estallaron al unísono, se produjo un ruido atronador, una espiral de fuego blanco descendió por el tronco del árbol arrancando las ramas y formando con las cortezas nubes de pelusa e hilachas para, entre una difusa lluvia de barro, hundirse en la tierra en el mismo instante en que alcanzó sus raíces. Y entonces, poseído por un terror indescriptible, Amelot vio cómo el poderoso Pino, quebrado por el relámpago e impulsado por la fuerza del viento, había comenzado a oscilar. Incapaz de dar un paso, observó cómo se movía de manera gradual; en torno a su base, la tierra se agitaba y se abría. Lenta, muy lentamente, el soberano del bosque, que medía treinta metros de la raíz a la copa, comenzó a inclinarse para luego, cada vez con mayor ímpetu, doblarse hacia el suelo. Aquella sombra gigantesca se abalanzaba sobre su cabeza desde una altura de casi veinte metros. Lo vio venir, acercándose a una velocidad y una fuerza que se alimentaban a sí mismas a cada segundo que pasaba, mientras él era incapaz de mover una mano, un ojo o un pie. Tres metros más allá se hallaba la vida con todas sus posibilidades, pero Amelot se sabía tan condenado como si el cáñamo le oprimiera la garganta. Un violento crujido recorrió el tronco con un sonido estremecedor, y ahora, mientras cada fibra se forzaba hasta el límite y de manera conjunta, como las cuerdas tensadas de una enorme viola, el ruido se convirtió en un grito estridente y agudo, el grito de muerte del Pino caído que, transformándose rápidamente en un chillido monótono, parecía haber adquirido una entonación humana. ¡Atención! ¿Dónde había oído antes ese grito? Un grito largo, chirriante, desgarrador, forjado con los acentos de un sufrimiento y una desesperación mortales. ¿Dónde? ¡Oh, pensamiento atroz!, ¿dónde sino en aquel mismo lugar? El sonido salvaje y ultraterreno que le retumbaba en los oídos no era más que el eco largamente demorado de aquella voz que quince años atrás había sonado, desoída y desamparada, a través de aquellas mismas soledades boscosas. Y mientras lo escuchaba, ocurrió: en un instante quedó cegado, magullado, aturdido, y fue arrojado al suelo por una fuerza titánica que lo arrastró hasta enterrarlo mientras las raíces del Pino vengador, arrancadas de su lecho terrenal, se alzaban al aire y, envueltas en sus tentáculos,

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