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Magdalena Martín-Ayuso Navarro: Con jóvenes en misión
Magdalena Martín-Ayuso Navarro: Con jóvenes en misión
Magdalena Martín-Ayuso Navarro: Con jóvenes en misión
Libro electrónico470 páginas6 horas

Magdalena Martín-Ayuso Navarro: Con jóvenes en misión

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Este libro sobre Magdalena Martín-Ayuso Navarro (1893-1990) ve la luz cuando la Institución Teresiana está celebrando con inmensa gratitud y gozo muy profundo el primer centenario de su aprobación a perpetuidad por el Breve del Papa Pío XI Inter frugíferas, de 11 de enero de 1924. Singular acontecimiento, intensamente vivido por Magdalena, que marcó de modo decisivo su amplia y fecunda biografía. Dedicada por entero a una juventud en misión ratificó con los hechos la consistencia de este carisma y la validez de la "idea buena", en palabras del Fundador.

Prácticamente un siglo de vida en el que recorrió de modo sereno y apasionado, firme y discreto, casi toda la historia de tan amada Obra, comenzando por pertenecer al profesorado inicial de la primera Academia de Santa Teresa de Jesús, y que parece invitarnos a pronunciar hoy y siempre lo que san Pedro Poveda expresara en 1935: Os escribo el día 11, aniversario de la Aprobación Pontificia, la fecha más notable para la historia de nuestra modestísima Institución, a la que cada día amamos más, y a la que queremos consagrar totalmente los años que aún nos queden de vida sobre la tierra.

La primera edición de este libro, obra póstuma de la autora, ha sido publicada con fecha 4 de mayo de 2024, aniversario de la canonización de san Pedro Poveda.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 jun 2024
ISBN9788427731646
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    Magdalena Martín-Ayuso Navarro - María Encarnación González

    SIGLAS Y ABREVIATURAS

    AHIT = Archivo Histórico de la Institución Teresiana

    Ant. Escr. = Antología de Escritos

    BAC = Biblioteca de Autores Cristianos

    BAT = Boletín de las Academias Teresianas, Jaén

    BIT = Boletín de la Institución Teresiana, Madrid

    Ed. = Editorial, Ediciones

    N.º, nn. = Número, números

    Op. cit. = Obra citada

    P., pp. = Página, páginas

    R.O. = Real Orden

    Ss. = Siguientes

    Test. = Testimonio

    V. = Vuelto

    INTRODUCCIÓN

    Biografiar a Magdalena Martín-Ayuso es a la vez una apasionante y una difícil tarea. Apasionante porque la he conocido y tratado con intimidad durante algunos años, siendo ella ya mayor, y difícil precisamente por eso mismo, y porque cuando los historiadores queremos poner palabras a la vida, a lo mejor se nos escapa lo más importante, lo que en realidad constituye la clave para la comprensión de la trayectoria vital de una persona y su verdadera incidencia en la historia.

    Magdalena fue una gran mujer. Una mujer templada, serena, firme, ecuánime, verdadera, libre, recia y bondadosa al mismo tiempo; muy trabajadora y con una increíble capacidad de llegar a todo lo que tenía entre manos sin inmutarse siquiera, sin mostrar agobio ni cansancio ninguno, como si todo fluyera con la naturalidad de una agenda perfectamente ordenada que reserva su espacio para cada actividad, justo en el lugar y momento que le corresponde.

    La vida de Magdalena ocupó, además, un periodo muy amplio de nuestra historia reciente. Sus 97 años llenaron casi todo el siglo XX, hasta 1990, y nació cuando iba a despuntar esta centuria, en 1893. La primogénita de ocho hermanos en una familia distinguida y culta, bien conocida y situada en la ciudad de Oviedo, y de sólida vivencia cristiana, aprendió las primeras letras en el propio hogar con profesores particulares. Cursó después estudios de Magisterio en la Escuela Normal de Maestras de la ciudad y, con muy buenas dotes intelectuales, sus profesoras la animaron a continuar su preparación académica en la Escuela de Estudios Superiores del Magisterio de Madrid, de donde también salió titulada con un buen expediente académico. Esta habilitación daba acceso a un puesto en el profesorado numerario de Escuelas Normales o a la Inspección Escolar, y Magdalena optó por lo primero, dedicando ya toda su vida profesional, sin más paréntesis que un tiempo durante la guerra civil española, a ejercer su cátedra en Escuelas Normales.

    Fue una de esas primeras mujeres con formación de nivel universitario, que vivió su profesión en ambientes no siempre fáciles, pero que su prestigio ante las autoridades, los compañeros y las alumnas, y su propio temple firme y pacífico, le hicieron atravesar de manera serena y eficaz. Desde 1918 en que entró en el cuerpo del Profesorado de Escuelas Normales, hasta su jubilación a los setenta años en 1963, ocupó sucesivamente cinco cátedras en lugares distintos: fue muy breve su estancia en San Cristóbal de La Laguna (Tenerife), solo entre febrero y junio de 1919; pasó seis años a continuación en Teruel, desde 1919 a 1925; después cuatro en Ciudad Real, entre 1925 y 1928, desde donde se trasladó a Oviedo, permaneciendo en su ciudad natal hasta 1945. Su última cátedra la ocupó en Madrid y en la capital culminó su carrera profesional, siendo directora de la Escuela Normal de Maestras María Díaz Jiménez. Y a partir de aquí una prolongada y activa jubilación.

    Pero Magdalena tenía en la médula de su alma, haber formado parte del primer profesorado de la primera Academia de Santa Teresa de Jesús fundada por don Pedro Poveda en Oviedo en 1911 para estudiantes de Magisterio; Academia que, junto a las fundadas después, daría lugar a la inicialmente llamada Obra Teresiana y poco después a la definitiva Institución Teresiana, con aprobación eclesiástica y civil en Jaén (1917) y Madrid (1923) y aprobada a perpetuidad por el papa Pío XI, mediante el breve Inter frugíferas, de 11 de enero de 1924. Fue profesora de esta primera Academia solo un curso, 1911-1912, el que medió entre el final de sus estudios de Magisterio en la Normal de Oviedo y su posterior traslado a Madrid para continuar su carrera en la Escuela de Estudios Superiores del Magisterio. Un solo, pero decisivo curso, porque en él estableció contacto con el padre Poveda y con sus primeras colaboradoras en la fundación de la Institución Teresiana, relaciones que mantuvo con mayor o menor intensidad. Porque Magdalena tardó en comprender la entidad y la oportunidad de esta Obra nueva en la Iglesia: una asociación laical de estructura compleja, con un núcleo de teresianas y unas asociaciones bien articuladas entre sí, comprometidas en la formación cristiana, académica y profesional de las futuras maestras, principalmente. Hasta finales de 1919, después de unos meses en Teruel, donde había una Academia de Santa Teresa fundada el año anterior, no se decidió a formar parte de la Institución del hoy san Pedro Poveda. Pero lo hizo como le correspondía: de manera firme, segura, convencida, irrevocable, para siempre. En ella no podía ser de otro modo. Además, en las vacaciones escolares y cuando le era posible, Magdalena permaneció siempre cercana a su familia, atendiendo a su madre, tempranamente viuda (1912), y a sus numerosos hermanos, todos menores que ella.

    Magdalena era una persona estudiosa, muy culta, y de perspectivas amplias, de horizontes abiertos; le venía de familia y se percibe en su modo de proceder. Estando en Teruel, en torno a 1923, conectó con un tema de contexto que permeaba decididamente el Occidente cristiano. Apenas concluida la I Guerra Mundial que, de algún modo había hecho a la historia universal, el papa Benedicto XV, con la encíclica Maximum illud (1919), puso el foco sobre el tema misional. Tema no nuevo, porque la Iglesia es misionera desde sus mismos orígenes, pero sí lo era la coyuntura histórica de entonces y de hecho suscitó un ingente movimiento en la Iglesia, decididamente impulsado también por los sucesivos Pontífices. La primera reacción de Magdalena fue informarse bien, estudiar, y llegó a la conclusión de manifestar al padre Poveda su fervor por el tema misional y su disposición a colaborar en él. No tardó don Pedro en tomarle la palabra y en 1925 le encomendaba la dirección de la asociación Juventud Teresiana Misionera, fundada en 1920 como una de las integrantes de la Institución, que agrupaba sobre todo a las alumnas de las Academias, futuras maestras. Para entonces, desde 1922, Magdalena formaba parte del Directorio de la Institución Teresiana, cargo que ejerció hasta 1950, siendo siempre en él Vocal ponente de Juventud Misionera. Y desde entonces, y ya durante toda su vida, Magdalena vinculó su existencia a las misiones, y, no obstante el ejercicio de su cátedra, que cumplió con toda competencia y responsabilidad, fue capaz de suscitar un ingente movimiento misional entre el alumnado teresiano, basado, como ella misma lo había procurado, en una sólida formación que logró impartir con artículos en el Boletín de la Institución Teresiana y en la publicación mensual creada y gestionada por ella, titulada al comienzo Juventud Teresiana Misionera y poco después Juventud Misionera de la Institución Teresiana. De la actividad misionera, Magdalena nunca se jubiló; las relaciones establecidas con los misioneros que ejercían su actividad apostólica en el lejano Oriente y en África ecuatorial, continuaron llenando sus horas y sus días, lo mismo que los de las jóvenes estudiantes que cuidadosamente ella había formado y continuaba formando.

    Con el tiempo, Magdalena tomó mayor conciencia de haber formado parte del primer profesorado de la primera Academia de Santa Teresa, la de Oviedo; es decir, ser la única de esas primeras que se incorporaron a la Institución Teresiana. El tema emergió sobre todo preparando el XXV aniversario de la fundación de esta Obra, que había de tener lugar en 1936. La guerra de España, cuya previa persecución religiosa conllevó la muerte en martirio del Fundador, impidió toda celebración, pero a Magdalena se le había solicitado que escribiera algún testimonio sobre aquel momento primero, como en efecto realizó. Aunque no le faltaban notas y apuntes de entonces, más bien acudió a la memoria y no siempre los datos que aporta coinciden con los contenidos en los documentos; pero hay algo más sólido, más de fondo, más verdadero, más profundo, que una mera imprecisión cronológica. De todos modos, cuando Magdalena afrontó el tema de sus recuerdos fue a partir de su jubilación profesional. Entonces, unas veces respondiendo a previas solicitudes y otras por iniciativa propia, se sintió motivada a escribir, a dejar constancia de lo sucedido, pero no haciendo gala de ningún género de protagonismo, que tampoco fue tal, sino de manera sencilla, condescendiente con quienes le interrogaban y también consciente de su propia responsabilidad.

    En sus años de jubilada, Magdalena dedicó mucho tiempo a ordenar, volver a ordenar y revisar una vez más los archivos de la ingente actividad documental y epistolar generada por Juventud Misionera. Fue cuando tuvimos ocasión de establecer una relación más estrecha con ella. Porque, al saber que estábamos organizando el Archivo Histórico de la Institución Te resiana, tenía ferviente deseo que integráramos en él la valiosa documentación que había ido celosamente guardando. Ya en los primeros años 80 del siglo pasado recuerdo las veces que me manifestó su deseo de que colocara ese fondo documental en el Archivo Histórico. No fue posible al principio, por las obras realizadas para su instalación; era necesario que estuviera en condiciones de recibir documentación, lo que aconsejaba esperar. Pero llegó el momento y, al fin, decidimos cumplir con el reiterado deseo que Magdalena tan insistentemente había manifestado. Ocupaba este fondo documental un gran armario antiguo de tres cuerpos situado en un salón del Instituto Jaris, de la Institución Teresiana, en Madrid. Apenas comenzamos a extraer algunos legajos, Magdalena palideció y la tuvimos que recostar en un diván que había en el mismo salón. El susto fue terrible. ¡Y si se muere! ¿Seré yo responsable, después de haberme ella insistido tanto? ¡Dios mío! Pasé unos de los peores momentos de mi vida que, providencialmente, no tuvo las consecuencias que parecían estar a la vista. Magdalena se fue rehaciendo y continuamos la tarea, por deseo suyo, con toda normalidad. Pero sí nos quedó la conciencia de hasta qué punto esa documentación era valiosa para ella; había sido su vida, su entusiasta dedicación durante más de cincuenta años, aquello en lo que había puesto toda su alma, cabeza y corazón, y centrado en buena parte su actividad.

    Por esas mismas fechas desarrollamos en la Institución Teresiana programas de formación continuada, de reflexión sobre el propio carisma a la luz del Código de Derecho Canónico que se acababa de promulgar (1983). Y en los encuentros que celebrábamos en Madrid, recuerdo a Magdalena sentada en la primera fila con un bloc de notas y un bolígrafo en la mano. Pero, Magdalena, ¿qué hace aquí?, le decíamos; ¿qué le podemos enseñar a usted, que se ha recorrido toda la historia de la Institución? Y ella, complaciente, con una sonrisa medio irónica medio benévola, no pronunciaba palabra; se encogía de hombros y permanecía impertérrita. Desarmante. Sin embargo, privadamente sí que hablaba con esa profunda serenidad de haber procesado y asentado bien lo vivido, fruto de la verdad y la coherencia de su existencia toda, de modo que cada palabra suya era una lección en la que condensaba una vida plena, sólida, verdadera. No se entretenía en explicaciones; había llegado a síntesis bien elaboradas que no tenía inconveniente en transmitir. Aprendimos mucho de Magdalena.

    Esperamos que el esfuerzo de haber escrito su biografía redunde en un mayor conocimiento y aprecio de esta gran mujer que, como otras de su generación, superaron hacer historia; una historia creativa, original, novedosa, que la hace decididamente actual.

    LA PERSONA Y EL TIEMPO

    1. ENTRE LO LOCAL Y LO UNIVERSAL

    A lo largo de casi todo un trascendental siglo

    Además de ser la única persona del primer profesorado de la primera Academia de Santa Teresa de Jesús –Oviedo, 1911– que después se incorporó a la Institución Teresiana, Magdalena Martín-Ayuso fue una de las más longevas del grupo que, con el Fundador, san Pedro Poveda¹, dio origen a esta Institución en las primeras décadas del siglo XX. Sus 97 años de vida se inscriben entre el 27 de mayo de 1893 y el 10 de agosto de 1990, prácticamente un siglo en el que la humanidad experimentó cambios vertiginosos en muy variados aspectos y una aceleración histórica sin precedentes.

    Siempre en salida hacia una misión universal, sin embargo, salvo una peregrinación a Roma, Magdalena permaneció habitualmente en España y, aunque sí viajó por la geografía nacional, su vida se centró sobre todo en Oviedo y Madrid, y de modo más transitorio en Teruel y Ciudad Real, además de una brevísima inicial estancia en San Cristóbal de La Laguna (Tenerife, Canarias). Experimentó, por tanto, los complejos avatares del polifacético y convulso siglo XX nacional y desde observatorios de no poca relevancia.

    En términos generales, Magdalena recorrió el periodo histórico en el que, como nunca, la historia se fue haciendo universal. Como siempre sucede en las vísperas de una nueva centuria, participó de niña en la espera feliz y el ansia de no vedad que traería el nuevo siglo, el XX, aunque España se viera empañada por una profunda crisis nacional a propósito de la pérdida de las últimas provincias de ultramar, que cantaron, lamentaron y expresaron de mil formas filosóficas, literarias y artísticas los hombres de la conocida Generación del 98. A ello se unió el ansia de Regeneración –escuela y despensa– que brotaba por doquier en ese accidentado final del siglo XIX. La Universidad y el pueblo de Oviedo no dejaron de participar de este ambiente y el padre de Magdalena, que era un profesor atento a la vida académica, no es que implicara en ello a sus hijos todavía muy niños, que fueron naciendo a partir de los comienzos de esta última década del siglo XIX, pero sí es de notar que él los educó en su domicilio con profesores particulares, por lo que la influencia familiar fue muy notoria en la infancia de Magdalena, la primogénita, y de los siete hermanos que la siguieron.

    Ampliando la perspectiva, Magdalena nació en mismo año en que murió el longevo papa León XIII (1810-1903) y fue elegido Pío X (1835-1914) para sucederle. Algunas de las primeras acciones pastorales de este nuevo Pontífice fueron iniciar prácticamente la Acción Católica con la encíclica Il fermo propósito (1905), que adquiría después gran desarrollo, e impulsar la vida cristiana del pueblo de Dios favoreciendo, por ejemplo, la comunión frecuente. Facilitó también la mejor formación cristiana de clérigos, religiosos y laicos con la fundación del Pontificio Instituto Bíblico de Roma (1909), llamado a desarrollar notable actividad. Mientras tanto, tuvo que afrontar el conflictivo tema de la relación entre la Iglesia y el Estado, o entre la fe y la ciencia, el llamado modernismo, que el Papa condenó en la conocida y controvertida encíclica Pascendi Domini gregis (1907).

    Precisamente este año comenzaba Magdalena sus estudios de Magisterio en la Escuela Normal de Maestras de Oviedo. Hizo por libre los dos cursos de Magisterio Elemental, continuando así la educación primaria recibida en su domicilio, y para el Magisterio Superior acudió al Centro oficial, obteniendo el título de Maestra Superior en 1911. Estaba entonces en plena efervescencia el tema educativo, abande rado por políticos de unos partidos, derecha e izquierda, que, desgastados, se estaban fragmentando, a la vez que entraban en escena otros nuevos.

    Magdalena era lista; obtuvo muy brillantes calificaciones en la Escuela Normal y no tardaron sus profesoras en sugerirle que continuara estudios en la Escuela Superior del Magisterio de Madrid, centro único y novedoso en España de reciente fundación (1909), de nivel universitario, llamado a proporcionar formación adecuada y actualizada al profesorado de las Escuelas Normales y a los Inspectores de Primera Enseñanza. Pero si algo caracterizó a Magdalena fue su templanza, su capacidad reflexiva, su calma, su no acelerarse nunca ni mostrar agobio ninguno, todo ello compatible con una pasmosa actividad. Y, acogiendo en principio la idea, la jovencísima maestra prefirió esperar un año. Feliz decisión, porque fue cuando, al principio del curso 1911-1912, don Pedro Poveda, empeñado en fundar una Academia para estudiantes de Magisterio en el piso de abajo del edificio en que ella habitaba con su familia, asesorado por las profesoras de la Normal llamó a su puerta para proponerle formar parte del profesorado de la naciente Academia. Ese sí primero orientó ya de por vida el itinerario de Magdalena aunque, siempre cauta y comedida, las verdaderas decisiones vinieron bastante tiempo después.

    Solo ese primer curso de la primera Academia povedana de Santa Teresa de Jesús permaneció Magdalena en Oviedo, subiendo y bajando las escaleras para estrenar sus excelentes dotes pedagógicas con sus primeras alumnas. Porque a finales de 1912, maleta en mano y acompañada por la Directora de la Escuela Normal, tomaba el tren que las llevaría a Madrid. A Magdalena, al domicilio de unos familiares en la calle Fuencarral, un matrimonio sin hijos que se ofreció a los padres para alojarla en su casa y costearle la carrera.

    No era fácil ingresar en la enseguida llamada Escuela de Estudios Superiores del Magisterio. Solamente ofrecía cuarenta plazas al año, veinte para varones y otras tantas para mujeres; pero, sobre todo, en el examen de ingreso, que prácticamente era una dura oposición, los maestros y maestras que deseaban acceder a la Escuela debían demostrar muy buen conocimiento de las materias básicas que habían estudiado en las Normales. Así, sobre este sólido cimiento, su formación posterior podría orientarse hacia el conocimiento de la pedagogía científica que comenzaba a ofrecer sus primeras experiencias, y a adquirir recursos para el ejercicio actualizado de la profesión.

    Debió ser muy fuerte el impacto de Madrid para Magdalena. Hasta entonces no había salido de Oviedo, y casi ni de su domicilio familiar, un ambiente culto, reservado, y de profunda vivencia cristiana. La Normal la había tenido volviendo la esquina y la Academia en el piso 2.º de la casa en que ella vivía en el 3.º. Pero en Madrid todo era distinto. Sus primos no entendían de religión; sin otros compromisos familiares, les encantaban las excursiones y las fiestas, y cuando la gran mayoría de la nación aclamaba entusiasta al joven rey Alfonso XIII, declarado mayor de edad y elevado al trono en 1902, ellos eran republicanos. Magdalena, desconcertada, no debió centrarse mucho en los estudios y, aunque le pusieron profesores particulares para algunas materias, no superó el primer examen de ingreso en la Escuela Superior al que se presentó, celebrado en junio de 1913. Tuvo que esperar a la siguiente convocatoria para obtener la pretendida plaza y formar parte de la sexta promoción de la Escuela (1914-1917). Cada promoción estaba articulada en tres Secciones: Ciencias, Letras y Labores (Técnica), y el plan de estudios constaba de tres cursos, los dos primeros de obligada asistencia a la Escuela y el tercero de prácticas y elaboración de una tesis o memoria, dirigida por un profesor. Magdalena formó parte de la Sección de Ciencias.

    Precisamente el año en que ella ingresó, 1914, don Pedro Poveda acaba de fundar una Academia en Madrid para estudiantes de la Escuela Superior, en realidad la primera residencia universitaria femenina de España. Tenía ya otra Academia para normalistas en Linares (1912) y otra, con internado, en Jaén (1913) y las maestras que egresaban de ellas y querían continuar estudios en la capital le pidieron que fundara una Casa de la Obra Teresiana en Madrid, a lo que, complacido, accedió. Allí estaba Isabel del Castillo², a quien Magdalena había conocido en Oviedo en el último trimestre de 1912, y poco antes, en septiembre de ese mismo año 12 había recibido la visita de Antonia López Arista³, ambas destacadas colaboradoras del que se estaba convirtiendo en fundador de la futura Institución Teresiana. Isabel trató de conectar con Magdalena en Madrid; no le faltaron las cartas de Antonia y tampoco alguna de don Pedro Poveda, con quien Magdalena había intimado al final del curso en que fue profesora de la Academia de Oviedo. Pero ella estaba en otra onda; no consideraba oportuno que a su domicilio llegaran esas cartas y, aunque estimaba mucho a las dos que consideraba amigas, y por supuesto a don Pedro, el contexto en que vivía no le facilitaba disfrutar de estas relaciones. Por otra parte, el ambiente de la Escuela de Estudios Superiores del Magisterio era proverbialmente plural. Lejos de haber adjudicado las cátedras por los tradicionales sistemas del concurso de méritos o de oposición, el profesorado de la Escuela había sido designado por los gobiernos –por el Ministerio de Educación y Ciencia creado en 1900– y los de izquierda no dudaron en llamar a destacados exponentes de la Institución Libre de Enseñanza⁴, de declarado laicismo, que compartieron claustro con algún notable católico. Permanecía vigente el pleito con el hecho religioso incoado por Giner de los Ríos, el fundador de dicha Institución, y que extremaron sus discípulos: las creencias, cuyo angustioso holocausto puede bien y con firme derecho pedirnos la verdad⁵. ¿Abierta incompatibilidad entre la fe, que había configurado a Magdalena desde niña en una familia sólida y profundamente cristiana –y con atisbos, ella, de vocación a la vida religiosa–, y la ciencia que le estaban enseñando en la Escuela? No era fácil de digerir ni la posible armonía ni la proclamada disyuntiva.

    En el ámbito internacional estaba siendo trágico el año de 1914, cuando la maestra formada en la Normal de Oviedo comenzó a bordear a diario la madrileña Plaza de Cibeles para dirigirse a la calle Montalbán, y cruzar la entrada de la Escuela Superior. El 28 de julio aún sin haber comenzado el primer curso en este pionero centro, estalló la I Guerra Mundial; poco después, el 20 de agosto, moría el papa Pío X y el 3 de septiembre era elegido Benedicto XV (1854-1922), que hizo lo posible y lo imposible para detener el conflicto. Sabido es que España no participó militarmente en la contienda, pero la guerra entró por las puertas a través de las columnas de los periódicos que apoyaban a uno o a otro bando. En los tres años que Magdalena permaneció en Madrid, Europa se cubrió de ruinas; el progreso aplicado a la discordia provocó muertos y destrucción por todas partes. ¿Qué pensarían los hombres institucionistas, profesores de Magdalena, que habían visto en los pensadores y pedagogos de Alemania, Inglaterra, Francia, Italia… la solución a los males que aquejaban a la atávica España? Los alumnos de la Escuela no pudieron permanecer al margen de este conflictivo contexto europeo, que también incidió en España con la conocida crisis de 1917, justo cuando Magdalena terminaba sus estudios.

    Ejercido desde comienzos de 1919 un puesto de Profesora numeraria de Escuela Normal, Magdalena ya no cesó en este trabajo profesional hasta su jubilación en 1963. No salió de España, como decimos, y aquí vivió los avatares propios de la historia de nación, en lo que nos detendremos más adelante. Pero precisamente en 1919 veía la luz la encíclica Maximun illud sobre las misiones, y el papa Benedicto se interesaba por el Oriente cristiano. Ampliación de fronteras, en parte consecuencia de la guerra, y evidencia de un hecho: en vías de superación de los llamados campos históricos inteligibles, la historia se estaba haciendo universal. Magdalena conectó pronto (1924-1925) con el tema misional, como enseguida vamos a ver, pero atendemos de momento y de modo sumamente sintético al amplio contexto en que concluyó su prolongada biografía.

    Ni el Pacto de la Sociedad de Naciones ni los Tratados de Versalles que dieron por finalizada la I Guerra Mundial consolidaron la deseada paz. En 1922 moría Benedicto XV y le sustituía el papa Pío XI. 1925 fue Año Santo, y distintos documentos pontificios, que continuaron mirando hacia Oriente, alimentaron la vida de la Iglesia, entre ellos la encíclica sobre la educación cristiana Divini illius Magistri (1929).

    Mientras tanto, tomaba cuerpo en una convulsa historia, la revolución rusa iniciada en 1917. La inestable paz hizo crisis, y en 1939 estalló la II Guerra Mundial. Acababa de morir Pío XI y de ser elegido para sucederle el papa Pío XII, que en vano trató de evitar el conflicto armado. Tras la catástrofe nuclear de Hiroshima (Japón), en 1945 concluía la Guerra, y la creación de la ONU, esta vez con mayor firmeza, pretendió consolidar la paz priorizando el diálogo y las alianzas entre las naciones. Se creó la OTAN (1949), se inició el movimiento Por un Mundo Mejor (1952), cobró cuerpo el ecumenismo que dio vida al Consejo Ecuménico de las Iglesias (1954), se organizó el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM,1955), nació el Mercado Común en Europa (1957), etc.

    En 1958 moría Pío XII, después de un pontificado denso de documentos doctrinales y abierto al mundo a través de la radio y otros medios, como ninguno de los anteriores. Poco después de ser elegido para sucederle, el nuevo papa Juan XXIII sorprendió al mundo anunciando (1959) la convocatoria de un Concilio Ecuménico y creando en 1960 el Secretariado para la Unidad de los Cristianos. Y, atónitos todos, se tuvo noticia del primer vuelo espacial tripulado (1961), a la vez que se iba difundiendo el uso de la televisión, progresivamente perfeccionada.

    Entre 1962 y 1965 se desarrolló, como es bien sabido, el Concilio Vaticano II, que presidió el papa Pablo VI a partir de 1963 por muerte de su predecesor. No nos detenemos a ponderar el impacto del Concilio en la Iglesia y en el mundo, que no pudo dejar de afectar a Magdalena que, en esas fechas, concluía su vida profesional.

    Durante su prolongada jubilación, y teniendo en cuenta que de su actividad en el ámbito misional nunca prescindió, tuvieron lugar importantes acontecimientos de índole muy distinta. Sorprendió gratamente el viaje de Pablo VI a Tierra Santa y su reunión en Jerusalén con el patriarca Atenágoras durante el Concilio (1964); después, no pasó desapercibida ni en la Iglesia ni en el mundo la encíclica Populorum progressio (1967) y tampoco la Humane vitae (1968); se vivió el pasmo de que tres astronautas pusieran el pie en la luna (1969); inquietaron los conflictos entre el casi recién creado estado de Israel y Palestina (1973…); con sorpresa y alegría aparecieron en el mercado los ordenadores personales (1977); murió Pablo VI y tras el brevísimo pontificado de solo 33 días (1978) del papa Juan Pablo I, le sucedió el carismático Juan Pablo II (1978). De extraordinaria relevancia fue la caída del comunismo en la URSS y en Europa del Este en 1989-1990, cuando concluía también la vida terrena de Magdalena.

    Una mujer siempre atenta al presente, tanto a su entorno cercano como al geográficamente lejano, vivió paso a paso la apasionante aventura de un siglo que comenzó esperanzado, que experimentó la desolación de dos guerras mundiales, que gozó de un avance vertiginoso de los medios de comunicación y de notables mejoras técnicas que facilitaron muchos ámbitos de la vida y del trabajo, que se esforzó en mantener la paz, y que falleció precisamente en 1990, cuando con la caída del comunismo, se presagiaba un nuevo orden mundial.

    El movimiento misional en un mundo que cambia y en una Iglesia lanzada a lo universal

    A lo largo de tan polifacético siglo XX, Magdalena conectó prácticamente de por vida con una faceta que caracterizó esta singular centuria. Se trataba de algo hoy tan nuevo como que la Constitución Apostólica del papa Francisco sobre la reforma de la Curia, de 19 de marzo de 2022, se titula Praedicate evangelium, y tan antiguo como el mandato de Jesús: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura (Mc 16,15). Pero en el convulso siglo XX, y ya desde finales del XIX, este hilo conductor de la Iglesia, este elemento sustancial de su identidad, por determinadas circunstancias históricas cobró una relevancia muy especial, un vigor nuevo, y tan peculiar y característico, que continuamos llamándolo el siglo de las misiones, tal como se tituló, además, una revista de entonces que alcanzó muy amplia difusión.

    El notable dinamismo que alcanzó la dimensión misionera desde finales del siglo XIX se debió, en parte, a algunas circunstancias exteriores a la Iglesia⁶. Entre ellas, el interés que suscitaban regiones y pueblos hasta entonces casi desconocidos; la mayor facilidad para los viajes y las comunicaciones; la apertura de pueblos lejanos al comercio y a la influencia del Occidente europeo y americano, y otros factores externos que se sumaron a los internos propios de la Iglesia. Entre estos, es de destacar la extraordinaria multiplicación de los efectivos disponibles a la acción misionera, fruto de la creación en distintos países europeos de sociedades y congregaciones especialmente sensibles a esta actividad, con lo que aumentó no solo el número de misioneros, sino su internacionalización. Influyó también que, hasta entonces, la misión había sido en la práctica actividad propia de hombres, casi exclusivamente religiosos y sacerdotes, pero irrumpieron las mujeres religiosas, que en realidad llegaron a superar a los varones. A ello hay que añadir el influjo que ejerció el conjunto del pueblo cristiano: las vocaciones surgían con facilidad en el seno de comunidades cristianas, que vibraban ante la llamada de un mundo que había que evangelizar. Se multiplicaron las fundaciones misioneras; la conocida obra de Arens⁷ señala 252 iniciadas entre 1850 y 1924 en diversos países de Europa y América. Innumerables revistas, además, editadas por estas obras o por los institutos misioneros, desempeñaron un importante papel. El resultado fue que se ampliaron los horizontes del cristianismo europeo y mayores y pequeños, seglares y sacerdotes, y toda índole de personas tomaron mayor con ciencia de su responsabilidad apostólica respecto al mundo con que Occidente estaba tomando contacto. Así, la anterior fiebre de exploración geográfica, fue promoviendo y convirtiéndose en una actividad cristiana.

    La literatura de la época exaltaba con entusiasmo la expansión universal del cristianismo, con la convicción de estar cumpliendo hasta los confines de la tierra el mandato misionero recibido del Señor. Es verdad que los Estados europeos habían rechazado duramente la influencia de la Iglesia y continuaban con esta misma actitud; pero la prácticamente imposible colaboración entre la Iglesia-Estado en Occidente se vio restablecida en las colonias. Con todo, era la época del ambicioso y despiadado colonialismo, cuando Occidente se lanzó a la ocupación de territorios especialmente de África y Oriente, por lo que no faltaron signos de ambigüedad; pero los misioneros no tenían conciencia de ello y, gracias a las orientaciones pastorales de los grandes papas de comienzos del siglo XX, la misión caminó con específicos y claros objetivos, y fue precisando su originalidad y su independencia frente a los poderes políticos o económicos movidos por otros intereses.

    Los clérigos, religiosos y laicos que, convencidos y entusiasmados, bien apoyados por sus comunidades de origen, emprendían un largo viaje para empeñar su vida, o buena parte de ella, en la misión, sabían muy bien a lo que iban. Su objetivo era predicar a Jesucristo allí donde no hubiera llegado el anuncio del evangelio y formar comunidades cristianas. En general eran personas bien preparadas, capaces de entablar diálogo con los ámbitos culturales con que se encontraban, todos ellos muy respetables, pero en algunos casos con una andadura histórica milenaria de muy notable nivel y envergadura intelectual. Los misioneros procuraban y eran capaces de aprender sus lenguas, de valorar sus tradiciones y de hacer una propuesta evangelizadora adecuada a cada contexto y lugar. No se enredaban en implicaciones políticas; no se habían desplazado con este fin. Además, normalmente eran bien vistos por las autoridades locales y por los gobernantes de los países o lugares sometidos a un régimen colonial porque les facilitaban el contacto con esos pueblos de tan diferente cultura, sin interferir en sus intereses comerciales o políticos. La im posible colaboración entre la Iglesia y el Estado en los países europeos se vivió, pues, con normalidad, e incluso complacencia, en los terrenos de misión. Y no es que los misioneros favorecieran el colonialismo y sus prácticas; como no podía ser de otro modo, combatieron abiertamente la esclavitud y otros excesos en los lugares donde existían, y generaban actividades de promoción humana y social en los ambientes necesitados de ellas, pero normalmente sin llegar al conflicto político declarado. Por otra parte, el que había ido a evangelizar no arriesgaba su vida para enriquecerse o para vivir holgadamente.

    A raíz del Año Santo de 1925, en abril de 1926, el papa Pío XI estableció en la Iglesia el Domingo Mundial de las Misiones, el conocido Domund, que, además de su primordial finalidad de formar y estimular entre los cristianos el tema misionero,

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