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Breve historia del Mediterráneo
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Libro electrónico373 páginas5 horas

Breve historia del Mediterráneo

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 Black explora la centralidad del Mediterráneo en la experiencia occidental de viajar. Desde la  antigüedad  fue surcado por fenicios, minoicos y griegos. Tras el dominio del Imperio Romano, cristianos y musulmanes se debatieron su hegemonía. Desde el Renacimiento y el Barroco hasta la retirada del islam en el norte de África, el impacto del Canal de Suez, las guerras mundiales y los conflictos en Oriente Medio, el Mediterráneo es escenario y testigo de civilizaciones y culturas que constituyen un tesoro de ciudades, costumbres y estilos de vida. 
 El autor recorre la historia, las costas y las ciudades más importantes, pero también las aguas que comunican con el Mediterráneo (el Mar Negro, el Atlántico, el Mar Rojo o ríos como el Ebro, el Ródano o el Nilo). Es necesario comprender las guerras por la supremacía de estas aguas para entender las fronteras cambiantes de los estados, las sociedades y sus religiones, los edificios y las culturas, la identidad y la historia de sus pueblos. 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 jun 2024
ISBN9788432167676
Breve historia del Mediterráneo
Autor

Jeremy Black

Jeremy Black is Professor of History at the University of Exeter, UK, and a Senior Fellow at the Center for the Study of America and the West at the Foreign Policy Research Institute in Philadelphia, USA.

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    Breve historia del Mediterráneo - Jeremy Black

    1. Mar y costa

    Tus costas son imperios en los que todo, salvo tú, cambia; Asiria, Grecia, Roma, Cartago, ¿qué queda de ellos?

    Lord Byron, La peregrinación de Childe Harold, 1812

    La ruptura de las aguas atlánticas sobre la lengua de tierra del extremo occidental del Mediterráneo, el episodio más vívido de su historia, ocurrió antes de que los humanos pudieran dejar constancia de ello. Mucho antes, el Mediterráneo, creado por la separación de Eurasia de África, era un mar cerrado que se encogía: la tierra que unía España con Marruecos lo escindía del Atlántico, y había otra barrera similar del mar Negro, bastante parecida a la que sobrevive entre el Mediterráneo y el mar Rojo. La limitada cantidad de agua que llegaba al mar procedente de los ríos hizo que el agua perdida por la evaporación no se repusiera, y el lago se volvió cada vez más salino, dejando depósitos de sal que posteriormente serían importantes. Como consecuencia, la cuenca se vació y el Mediterráneo se secó en gran medida en lo que se ha denominado la crisis salina del Messiniense, que comenzó hace unos seis millones de años.

    Sin embargo, la elevación del nivel del mar, combinada con tensiones geológicas, transformó la situación. Las barreras terrestres que separaban el Mediterráneo del Atlántico y del mar Negro quebraron. La primera brecha, el diluvio zancliense (Plioceno), comenzó probablemente con la entrada de agua por el borde rocoso del estrecho de Gibraltar en forma de cascada, que aportaba cien veces más agua por segundo que la del lago Victoria, antes de que este borde se rompiera hace unos 5,3 millones de años. Primero, en el Mediterráneo occidental, y luego, tras romperse el estrato de Sicilia, en el oriental, el mar se llenó rápidamente con el agua del océano, posiblemente en una década.

    En el caso del mar Negro, las investigaciones apuntan a que el agua del mar Mediterráneo irrumpió en el mar Negro, que entonces era un lago de agua dulce, hacia el 7200 a. C. Otras explicaciones sugieren cambios, por diferentes motivos, en el periodo de 17000-14000 a. C. u 11000-8000 a. C. Ciertamente, el mar Negro ha tenido una relación compleja con el Mediterráneo, y las pruebas de una inundación traumática del primero son problemáticas.

    Este llenado creó un nuevo sistema de flujos y corrientes. El agua se evaporó en el Mediterráneo, y la imposibilidad de reponerla por las lluvias y los ríos supuso la entrada de un flujo procedente del mar Negro y —mucho más— del Atlántico. Shakespeare se refirió al primero, basándose en el argumento de la Historia Natural de Plinio el Viejo según el cual, alimentadas por los ríos que desembocan en él, en particular el Danubio, el Dniéster y el Don, las aguas del mar Negro (el mar Póntico) desembocan siempre en el mar de Mármara (el Propóntico) y en los Dardanelos (el Helesponto), pero nunca vuelven a refluir. En Otelo, cuando Yago le dice al moro que puede cambiar de opinión, Otelo responde:

    Nunca, Yago. Como al mar Póntico,

    cuya gélida corriente y compulsivo curso

    nunca se retira, sino que sigue fluyendo

    hacia el Propóntico y el Helesponto,

    así discurren mis sangrientas cavilaciones.

    Este discurso reflejaba el conocimiento duradero de la geografía mediterránea que se derivaba de los escritos de la época clásica, un conocimiento redoblado una vez que estas obras se imprimieron en el Renacimiento.

    El flujo de agua procedente del Atlántico es aún mayor porque el agua mediterránea, más salada y pesada, fluye por debajo de las aguas atlánticas entrantes, con lo que no opone resistencia al flujo hacia el este del océano. Esto crea un problema de navegación para los barcos que intentan remar o navegar hacia el oeste; aunque este problema fue en parte sorteado por los barcos que se servían de la resaca a lo largo de la costa norteña, que les permitía desplazarse hacia el oeste. Los fenicios utilizaron este método para establecer una base al oeste del estrecho de Gibraltar, en Gades (Cádiz).

    El patrón de las corrientes mediterráneas es a la vez sencillo y complejo. Lo primero se explica porque la corriente principal se desplaza en el sentido contrario a las agujas del reloj hacia el este a lo largo de la costa del norte de África, luego de sur a norte pasando por Israel y Líbano, antes de volver a desplazarse hacia el oeste a lo largo de la orilla norte del Mediterráneo hasta el estrecho de Gibraltar. Sin embargo, es complejo porque el Mediterráneo es en parte producto de mares subsidiarios —de este a oeste, el Egeo, el Adriático y el Tirreno— y hay una importante alteración de las corrientes y el tiempo producida por islas importantes, como Chipre y Sicilia.

    Estas islas son el producto de una variada geología submarina que incluye zonas más llanas, sobre todo las cuencas chipriota y jónica, y la llanura balear, así como las opuestas, en particular la Dorsal Mediterránea. La combinación de todo ello con los cambios del nivel del mar hizo que en el pasado las islas modernas, como Eubea y Sicilia, estuvieran unidas a la masa continental, respectivamente Grecia e Italia, mientras que algunas estaban unidas a otras islas, como Menorca y Mallorca, o Córcega y Cerdeña. En las islas, los animales que vivían aislados desarrollaron características particulares, haciéndose más pequeños o grandes. Creta tenía un pequeño elefante del tamaño de un perro, y aún conserva cabras características; mientras que la península italiana del Gargano, cuando era una isla, tenía erizos gigantes, búhos y lirones.

    Que se fundieran las capas de hielo al final de la glaciación y después de ella afectó al nivel del mar, pero en el cambio de la historia física del Mediterráneo intervino mucho más que la variación del nivel del mar. A la sombra del riesgo de erupciones volcánicas y terremotos, el Mediterráneo tuvo una existencia precaria y volátil. Ha habido grandes terremotos y actividad volcánica en épocas históricas, como en la gran erupción de la isla egea de Santorini hacia 1645-1500 a. C.; el terremoto que asoló la ciudad italiana de Amalfi en 1343 d. C., arrojando gran parte de ella al mar; el de 1384, que acabó con la vida de los duques de Lesbos; los terremotos de Calabria en 1793, Creta en 1810, Basilicata en Italia en 1857, la isla de Quíos en 1881, el Peloponeso occidental en 1886, Calabria en 1905, Mesina en 1908, Esmirna en 1928, Grecia en 1932, Argelia en 1980, que destruyó 25 000 casas, y el terremoto de 1980 que dañó gravemente la catedral normanda de Salerno. Los teóricos de la conspiración siguen argumentando que los terremotos o los volcanes son causados por fuerzas hostiles; en 2017 la tendencia llevó en Turquía a afirmaciones de que barcos sísmicos estadounidenses e israelíes estaban provocando terremotos intencionadamente. La naturaleza continua de esta precaria existencia está muy clara, sobre todo a la sombra del Vesubio en la bahía de Nápoles, y de nuevo cerca del Etna, ambos poderosos volcanes.

    La relación entre las placas tectónicas euroasiática y africana, que probablemente acabará con el Mediterráneo en unos cincuenta millones de años a medida que la placa africana siga desplazándose hacia el norte, está vinculada a la continua actividad volcánica. Esto es realmente evidente en el monte Etna en Sicilia, un volcán muy activo que entró en erupción en 2014 obligando al cierre temporal del aeropuerto de Catania. Para los turistas, pasados y presentes, las visitas a lugares volcánicos, especialmente el Vesubio, el Etna y Santorini, eran, y siguen siendo, una parte clave del itinerario mediterráneo. En los cruceros, pasar de noche por Estrómboli, «el faro del Mediterráneo» en las islas Eolias (al norte de Sicilia), y verlo iluminado por la actividad volcánica, es una experiencia realmente fascinante. El volcán entró en erupción en 2002, y de nuevo en julio de 2019: la isla quedó cubierta de ceniza y un excursionista murió mientras decenas de turistas huían de las playas al mar. Cerca de allí, Vulcano es más tranquilo, aunque emite humo, olores y sulfatos, y es posible subir a su Gran Cráter.

    La obsidiana producida por la actividad volcánica tiene una dureza similar al vidrio, puede fracturarse para producir hojas afiladas y era un material de trabajo importante para la sociedad humana primitiva. Las islas de Lipari, Pantelaria y Milos contaban con importantes yacimientos de obsidiana que favorecieron el auge del comercio.

    En el pasado, la explicación de las islas incluía la conciencia del cambio geológico. Estrabón, un amplio geógrafo griego (c. 63 a. C.-c. 23 d. C.), en su Geografía (7 a. C.) se refirió a Sicilia en estos términos:

    Fue separada del continente por los terremotos [...] el fuego que ardía bajo la tierra, junto con el viento, produjo violentos terremotos porque los pasos a la superficie estaban todos bloqueados, y las regiones así elevadas cedieron al final a la fuerza de las ráfagas de viento, se separaron y entonces recibieron el mar [...] Es más plausible que las islas de alta mar fueran levantadas de las profundidades, mientras que es más razonable pensar que las que se encuentran frente a los promontorios y están separadas del continente por un estrecho se desgajaran de allí.

    Estrabón comentó de un modo muy distinto lo que nosotros veríamos como un tsunami cerca de Tiro, en el Líbano:

    Una ola del mar, como una marea que todo lo anegase […] el reflujo descubrió de nuevo la orilla y dejó al descubierto los cuerpos de los hombres que yacían promiscuamente entre los muertos. Sucesos semejantes tienen lugar en la vecindad del Monte Casio, situado cerca de Egipto, donde la tierra sufre una única y rápida convulsión, y cambia repentinamente a un nivel más alto o más bajo, con el resultado de que, mientras que la parte elevada repele el mar y la parte hundida lo recibe, la tierra hace un cambio inverso y el sitio vuelve a su antigua posición.

    Un gran terremoto en la isla de Amorgos produjo un tsunami de hasta treinta metros en el archipiélago de las Cícladas, en el mar Egeo, en 1956.

    Además de las corrientes, el régimen de los vientos varía mucho según las estaciones y los sistemas meteorológicos. Los vientos veraniegos en el Mediterráneo oriental suelen proceder del noroeste. Vientos como el mistral, un aire del sur que sopla en la costa de Provenza que hacía muy importante poder refugiarse en los puertos. Antes de observar que «en la mayor parte de su costa [Italia] carece de puertos», Estrabón se centró en los lugares que ofrecían una buena protección contra las olas, como Brindisi, un puerto clave en la ruta a través del Adriático meridional hacia Grecia, donde la tierra, en forma de cuernos de ciervo, ofrecía un anclaje seguro; mientras que la cercana Tarento «debido a su gran extensión, no está totalmente protegida de las olas», y también había aguas poco profundas en el puerto interior. Supo relatar con alta precisión la realidad.

    Los problemas para el viajero eran mucho mayores con la tecnología del pasado. Las galeras tenían un francobordo bajo y, por tanto, eran vulnerables a las aguas altas cuando hacía mal tiempo. Por ello, el tiempo otoñal e invernal constituía un reto especial. Por ejemplo, los turcos perdieron supuestamente sesenta barcos en una tormenta a finales de 1538. Pero, en la práctica, todo el año podía ser difícil, sobre todo el peligro de encallar. En mayo de 1698, Robert Clayton, un turista británico, planeaba navegar de Nápoles a Sicilia:

    Habíamos alquilado para este viaje un falucho con ocho remos rectos y […] debían ser las cuatro y teníamos un cielo muy claro, y una calma perfecta; todo parecía sonreír, y tentarnos al viaje, y prometía un paso seguro y rápido a Messina. En consecuencia, hacia las nueve de la mañana nos hicimos a la mar [...] remamos directamente sobre el Golfo hacia la isla de Capri, y cuando estábamos a unas veinte millas de Nápoles sentimos una pequeña brisa de viento, el mar empezó a hincharse, ante lo cual nuestro piloto nos dirigió directamente a Massa, una ciudad cercana a la punta del promontorio y la tierra más cercana a la que podíamos llegar.

    No habíamos remado ni una hora cuando el cielo se nubló y sopló muy fuerte, y el mar corrió tan alto contra nosotros que más bien nos retiramos a Nápoles que avanzamos hacia Massa, y al final nuestros remos se volvieron inútiles, lo que nos obligó a izar la vela y tratar de alcanzar Capri, y así navegamos durante casi una hora contra el viento y el mar, ambos encrespándose. Nuestro barco estaba tan inclinado hacia un lado que casi un metro de la vela estaba continuamente bajo el agua, mientras que el mar corría sobre el otro lado del barco y cada ola parecía amenazar con destruirnos. Todavía estando a seis millas de Capri nos dimos cuenta de que avanzábamos muy poco y con gran peligro, y al final no encontramos otra seguridad que volver antes que el viento a Nápoles [...] El tiempo sigue siendo tempestuoso [...] Dejaré de lado todos los demás puntos que implicó proseguir este viaje.

    Sin embargo, la imprevisibilidad podía jugar a favor del turista. Escribiendo desde Sicilia en abril de 1792, Thomas Brand, un bearleader o tutor de viaje, señaló que, junto a su pupilo, Charles, Lord Bruce:

    Tuvimos una muy próspera navegación durante cuatro noches y tres días y medio cruzando los mares de Hesperia desde Nápoles a Palermo [...] la calma era casi perfecta; de hecho, era mucho mejor para las fiestas de Afrodita y sus damas de honor que para cualquier expedición mortal [...] Los paquebotes sicilianos son lo más cómodo que una pueda imaginarse. Cada pasajero tiene su camarote. Tienen un buen comedor y los capitanes de ambos han recibido una educación marina inglesa.

    Sin embargo, posteriormente ese mismo abril, Brand se retrasó en Messina por este motivo:

    Los vientos se nos oponen furiosamente. Nuestra intención original era regresar a Palermo y tomar el paquebote allí, pero estamos hartos de las carreteras y los alojamientos sicilianos, y como el lado norte del triángulo no contiene nada que merezca la pena ver, decidimos aprovechar la oportunidad de un bergantín napolitano de buen carácter, y esperamos estar en Nápoles casi tan pronto como esta [carta].

    Como parte de un mundo que hemos perdido, el uso que hace Brand de las comparaciones clásicas era habitual en la época y en todas las artes. También lo eran las referencias a las tormentas en el Mediterráneo.

    De hecho, la Ilíada y la Odisea de Homero desempeñaron un papel importante en la conciencia cultural de las élites. Su influencia queda patente en Idomeneo (1781), la ópera clásica de Mozart, ambientada en Creta al regreso de los griegos de la guerra de Troya. Un dios del mar (Neptuno) severo, terribles tormentas sobre un mar mortífero y un monstruo marino forman parte de la acción. Idomeneo aparece en la Ilíada de Homero. El Mediterráneo no fue solamente ese fondo marino en calma que reflejan los cuadros de los puertos y las escenas costeras pintadas bañadas por la luz, por ejemplo, del artista francés Claude Lorrain en el siglo xvii y de su homólogo británico Richard Wilson en el xviii. El Museo de Naufragios de Kirenia, en el norte de Chipre, que exhibe los restos de un mercante griego del siglo iv a. C., ofrece una visión instructiva que puede ampliarse con el museo arqueológico de Lipari, en las islas Eolias, que contiene una buena exposición de cargamentos naufragados de la Antigüedad. Todavía hoy se registran temporales.

    La vulnerabilidad al viento era un temor continuo. No es de extrañar que las iglesias representaran la supervivencia o que su iconografía reflejase agradecimientos por ella. Al parecer, la catedral de Cefalú, en Sicilia, fundada en 1131 por Roger II de Sicilia, conmemoraba el hecho de haberse refugiado de una tormenta salvaje en el puerto. Del mismo modo, el santuario de Bonaria, cerca de Cagliari, en Cerdeña, fue construido por los aragoneses en 1325, y contiene la imagen de Nuestra Señora de Bonaria, que reflejaba el impacto de una tormenta de 1370 sobre un mercante español que se dirigía a Italia: una imagen de la Virgen María que iba en ese barco no se hundió y llegó a tierra. Como muchos de los templos costeros de la Antigüedad, la imagen se convirtió en un símbolo de protección para los marineros, y se le rindió homenaje en consecuencia.

    El museo de la catedral de Cagliari alberga una colección de objetos confiscados al papa Clemente VII durante el saqueo de Roma en 1527 por los desbocados mercenarios que no habían cobrado su soldada y se la cobraron con el expolio. Los marineros catalanes que los tenían se vieron envueltos en una salvaje tormenta y, en agradecimiento por su supervivencia, los entregaron al arzobispo. El tema de la seguridad en los viajes ha estado presente desde entonces, como en los murales de mármol de la basílica de Notre-Dame de la Garde de Marsella, de mediados del siglo xix.

    No cabe duda de que los problemas se cebaron con quienes viajaron en solitario. En enero de 1760, Edward Tucker, que había llegado el año anterior por mar desde Inglaterra a Génova, a punto de ser capturado por un barco francés frente a Córcega (esto ocurría durante la guerra de los Siete Años de 1756-1763), pretendía pasar solo cuatro o cinco días en Livorno:

    Por los faluchos que (si el tiempo lo permite) constantemente pasan y vuelven a pasar entre este y Leghorn todos los días; y durante este mes pasado he estado a la expectativa diaria de partir hacia este lugar, pero la lluvia continua y los fuertes vendavales siempre hicieron impracticable que un falucho se hiciera a la mar, de modo que ahora he llegado a esto.

    En 1785, Charles Sloane completó una travesía más rápida de Sicilia a Malta, pero comenta: «Llegamos en doce horas, y tuvimos una tormenta a popa la mayor parte del camino. Yo estaba muy enfermo, y, si no lo hubiera estado, habría estado muy alarmado por mi seguridad, ya que estábamos en un barco de apenas seis remeros de esos que llaman sparonara».

    Las operaciones navales se vieron muy afectadas por el tiempo en la época de las galeras y la navegación a vela. Entre las flotas gravemente dañadas por las tormentas figuran la persa, que naufragó en el Egeo en una tormenta frente al monte Athos en 492 a. C., la que regresaba de la Octava Cruzada en 1270, que fue alcanzada frente a Trapani en Sicilia, y la flota de Carlos V frente a Argel en 1541. La destructividad de la última tormenta provocó el fin de la expedición. En septiembre de 1800, el vicealmirante William Young, de la Marina Real Británica, escribió a su esposa desde la bahía de Tetuán (Marruecos):

    Se nos puede considerar como un ejército errante, a merced de los vientos y las olas, ya que abandonamos Gibraltar simplemente porque el fondeadero no era seguro para una gran flota en caso de vendaval del oeste, y si nos encontráramos con un viento de levante entonces tendríamos que virar y alejarnos de los estrechos.

    La vida a bordo era por lo general difícil. En diciembre de 1801, John Hill, de los Royal Welsh Fusiliers, que había servido con el ejército británico en Egipto, escribió a su madre desde Gibraltar: «A bordo, los soldados rasos sufren a menudo tanto, casi, como ante el enemigo». Los espacios habitacionales estaban abarrotados y eran insalubres, y había una exposición constante a las inclemencias del tiempo y mucho miedo a hundirse o caer por la borda: pocos sabían nadar.

    Aunque no hubiera tormentas, los viajes podían resultar incómodos. Un turista británico que partió en septiembre de 1778 de Génova con destino a Livorno, escribió: «No estando seguros del viento a la mañana siguiente, y habiendo pasado una noche desagradablemente incómoda en la chaise [carruaje] que ocupaba tanto del barco que no había espacio para dar dos pasos, remontamos el golfo de La Spezia y desembarcamos en Lerici». Lo normal era embarcar el carruaje, tanto para transportarlo como para alojarse en él.

    La necesidad de navegar no se limitaba a los viajes en los que era necesario atravesar el mar, como los viajes a las islas marítimas o entre el norte de África y el sur de Europa. También estaban los problemas planteados por el carácter inaccesible de gran parte del litoral, la ausencia de carreteras a lo largo de muchas costas y, ligado a esto, pero también aparte, la ventaja relativa derivada de la mayor rectitud, capacidad de carga y velocidad que eran posibles por mar. La larga y montañosa costa de Marruecos y Argelia, además de tener pocos fondeaderos, era especialmente mala para las conexiones por carretera, y no era el único caso. En la orilla europea del Mediterráneo, las carreteras eran especialmente malas en las costas albanesa, dálmata, calabresa y sarda; por ejemplo, la de Cerdeña oriental. En particular, hasta el siglo xix no hubo una ruta práctica a lo largo de la costa mediterránea entre Marsella y Génova, en parte debido a la ausencia de buenas carreteras en el condado de Niza, que formaba parte de los dominios de Saboya-Piamonte. Un turista británico anónimo cruzó el río Var entre Antibes y Niza en 1754: «Pero no sin llevar guías con nosotros, que siempre estaban dispuestos a vadearlo, encontrar los mejores vados para atracar, y hacerlo, si hubiera ocasión: las arenas se mueven con frecuencia, lo que hace que el fondo sea extremadamente peligroso».

    En 1776-1777, otro turista británico anónimo señalaba:

    Estas torrenteras son los caminos y, en algunas partes, las únicas vías del país […] Se ha construido un camino desde Niza, pasando por Montalbán, hasta Villafrance, practicable para un carruaje, pero tan empinado y accidentado que apenas se atreve uno a tomarlo; y rara vez se ve un carruaje por él […] El camino a Mónaco solo es practicable para mulas, asnos o caballos de montaña; y en algunas partes no es seguro ni para ellos.

    El camino era tan malo que se bajó de la mula y se fue a pie.

    Al este de Mónaco, las montañas de Liguria caían en picado hacia el mar, y no era factible ir por tierra hasta Génova. La carretera de la Grande Corniche, en la Riviera, entre Niza y Menton, no se abrió hasta la época de Napoleón. Su construcción reflejaba su interés político y estratégico por mejorar las comunicaciones entre Francia e Italia, y su interés en controlar esta última, mayor que el de cualquier gobernante francés anterior, incluso Carlomagno. Ambos fueron coronados reyes de Italia en lo que supuso un punto álgido en el largo interés de Francia por Italia, mayor y más prolongado que el de España.

    Para desplazarse entre Francia e Italia, los viajeros debían elegir entre los Alpes, a través del puerto de Mont Cenis, y el Mediterráneo. Ambas rutas eran peligrosas e incómodas y se veían muy afectadas por las condiciones meteorológicas. Los faluchos, las embarcaciones locales, eran pequeñas, vulnerables a las tormentas y dependientes del viento. En 1723, John Molesworth observó: «Ningún marino en el mundo es tan cobarde como los italianos en general, pero especialmente los genoveses; de modo que, a la menor aparición de un mar agitado, corren a la primera cala, y dejan sus faluchos a veces atados sin enfrentarse al viento durante un mes». En 1734, Andrew Mitchell estuvo «detenido en Génova algunas semanas más de lo que pretendía, y eso por el mal tiempo, porque si sopla lo más mínimo o si hay algo de mar, los faluchos no salen». El 1 de noviembre, zarpó hacia Savona, pero el siguiente viento contrario le obligó a atracar en Loano y a remolcar el falucho a tierra, ya que no había puerto: «Me detuve aquí un día entero por la pereza de los marineros italianos, que prefirieron quedarse en el puerto y esperar a que soplara el viento antes que hacerse a la mar con buen tiempo. Si hay el menor oleaje en el mar, no se aventuran a salir».

    La situación no mejoró hasta la Era de la navegación a vapor. De hecho, los continuos problemas de los viajes por mar contrastaban con la mejora gradual de los viajes por tierra a medida que se construían o mejoraban las carreteras. Los viajeros podían soportar las incomodidades. En cambio, el problema crucial era la incertidumbre que las tormentas, los vientos contrarios y las calmas provocaban en los horarios. No se superaría hasta el siglo xix, cuando se desarrollaron los barcos de vapor y se hicieron eficaces y fiables. En 1778, cuando navegaba de Marsella a Civitavecchia, Philippa, lady Knight, una viuda sin fortuna que viajaba con su hija Cornelia, observó: «Nuestro viaje fue algo tedioso, ya que, después de siete semanas esperando el viento, llevábamos treinta días de travesía, entrando en diferentes puertos». Lady Elizabeth Craven estaba tan harta en septiembre de 1785 que acortó su travesía de Génova a Livorno y, en su lugar, desembarcó en Viareggio para continuar su viaje por tierra.

    También estaba la cuestión del propio barco. Las respuestas fueron variadas. John Holroyd tuvo un viaje agradable de Génova a Livorno en 1764:

    Una felucca (un falucho) es una especie de gran barco abierto que utiliza velas y remos. Había un toldo para protegernos del sol y yo contaba con un buen banco como cama durante la noche. La expedición fue muy agradable, ya que nos acercamos a la costa y nuestros barqueros genoveses eran muy tímidos a la hora de encontrarse con corsarios en el mar.

    Ocho años más tarde, Philip Francis vive una experiencia muy diferente:

    Embarcado [en Venecia] a bordo de un buque mercante romano con destino a Ancona […] pasé la noche en una pocilga (que el capitán llamaba su camarote) sobre un colchón, en la mayor miseria.

    El barco iba hasta arriba de mercancías y pasajeros apestosos. Calmas o vientos contrarios toda la noche […] continuación de la miseria. Godfrey comiendo, Francis vomitando.

    Entonces se vio disuadido de ir por tierra a Nápoles por una ruta que evitaba Roma: «Tras hacer nuestras pesquisas, encontramos que los caminos eran impracticables, que no había puestos ni posadas, y la gente era hasta el último grado brutal y bárbara. Así que tomamos el camino de Roma». Pocos turistas recorrían el sur del Adriático o la costa coincidente de Italia.

    Los problemas de los viajes ayudan a explicar por qué Fernand Braudel, el gran historiador francés del Mediterráneo del siglo xvi, se refería a la distancia como el «primer enemigo» y a las noticias como «un bien de lujo», ambos asuntos que venían de lejos. Gobernantes y ministros se quejaban con frecuencia de que los diplomáticos se excedían en sus instrucciones o las malinterpretaban; pero era difícil dar órdenes que abarcaran todas las eventualidades o, en su defecto, responder adecuadamente al ritmo de los acontecimientos, incluidos los provocados por las negociaciones diplomáticas y los movimientos militares. La lentitud e incertidumbre de las comunicaciones obligaba a dejar a los enviados un margen de discreción considerable para que las negociaciones avanzaran con rapidez. Los correos especiales podían acelerar los mensajes por tierra y mar, de modo que, en el siglo xvi, un mensaje de Constantinopla a Venecia, enviado desde la colonia veneciana de Corfú en galera, podía tardar veinte días. Las comunicaciones, sin embargo, no solo eran lentas para los estándares modernos. También se confirmaban con la espera de los mensajes posteriores.

    Además, la incertidumbre sobre la rapidez, e incluso la llegada, de los mensajes hizo que estos pudieran enviarse simultáneamente por distintas rutas: en particular, de Constantinopla a París por Marsella, la larga ruta marítima; y por el Adriático, una ruta marítima más corta, y Venecia; y por Budapest, una ruta totalmente terrestre. En 1731, en tiempos de paz, la primera ruta podía llevar treinta y nueve días o más. Dos años más tarde, cuando estalló la guerra con Austria, Louis Sauveur, marqués de Villeneuve, enviado de talento de Francia en Constantinopla de 1728 a 1741, prefirió enviar su correo a París a través del Adriático hasta Ancona, en los neutrales Estados Pontificios, una travesía corta, en lugar de hacerlo por el Adriático hasta la neutral Venecia, una ruta que aumentaba el riesgo de interceptación por los barcos austriacos desde Trieste. En la ruta Constantinopla-París en 1787, durante un periodo de paz, los informes del enviado francés del 25 y 26 de abril, el segundo por mar, llegaron el 20 de mayo y el 3 de julio respectivamente. Los de los días 11, 15, 16, 25 de enero, 10, 23 de febrero, 10, 17, 24 de marzo, 10, 25 de mayo y 9 de junio de 1787, llegaron respectivamente el 11 de febrero, 6 de abril, 29 de marzo, 26 de febrero, 11 de marzo, 25 de marzo, 8 de abril, 31 de mayo, 24 de abril, 9 de junio, 23 de junio y 7 de julio. En 1755, debido a los vientos contrarios, el nuevo enviado francés había tardado cuarenta y nueve días en navegar de Marsella a Constantinopla.

    Tales eran las presiones que afectaban a la vida y a las conexiones en el Mediterráneo antes de las transformaciones de los viajes en el siglo xix que trajo consigo el vapor (tanto los barcos de vapor como de los ferrocarriles). En el Museo Oceanográfico de Mónaco puede verse una visión muy distinta del mar. Situado en lo alto de un acantilado, y con una exposición de especies que incluye muchas mediterráneas, sirve para recordarnos la maravillosa variedad de ese mar. Sin embargo, para captar esta variedad es necesario fijarse también en sus resonancias culturales. En el fondo del Tríptico de la Virgen de Montserrat, pintado probablemente en 1470-1475 para Francesco della Chiesa, mercader de Acqui Terme, en la actual región italiana de Piamonte, se ven grandes barcos en el mar. Se había establecido en Valencia, donde se pintó la obra y donde

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