Metántropo
Por Iván Ávila Pérez
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Pero su rutina dará un vuelco cuando encuentren un enigmático androide conocido como Metántropo. Este ser artificial será la chispa que lo cambiará todo.
La tribu emprenderá un viaje repleto de desafíos y peligros, descubriendo que incluso en un mundo postapocalíptico hay esperanza.
"Metántropo" es una vibrante odisea de ciencia ficción que sumerge al lector en un futuro lejano, explorando temas de adaptación, robótica y nuestro impacto ambiental.
Prepara tus emociones y embárcate en esta increíble aventura.
Conoce la última pieza del ser humano.
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Metántropo - Iván Ávila Pérez
© Metántropo
Sello: Soyuz
Primera edición digital: Abril 2024
© Iván Ávila Pérez
Director editorial: Aldo Berríos
Ilustración de portada: Juan Nitrox
Márquez
Corrección de textos: Virginia Gutiérrez
Diagramación digital: Marcela Bruna
Diseño de portada: Marcela Bruna
© Áurea Ediciones
Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile
www.aureaediciones.cl
ISBN impreso: 978-956-6183-44-0
ISBN digital: 978-956-6183-92-1
Este libro no podrá ser reproducido, ni total
ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.
Todos los derechos reservados.
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Los robots no deben ser diseñados para matar o dañar a los humanos.
Los seres humanos, no los robots, son los agentes responsables.
Los robots son herramientas diseñadas para lograr los objetivos humanos.
Los robots deben ser diseñados de forma que aseguren, primero, la protección y seguridad de los seres humanos y, segundo, su propia integridad. Esta orden jamás debe contradecir a la primera.
Los robots son objetos, no deben ser diseñados para aprovecharse de los usuarios vulnerables al evocar una respuesta emocional o dependencia.
Siempre debe ser posible distinguir a un robot de un ser humano.
Siempre debe ser posible averiguar quién es el responsable legal de un robot.
Principios éticos obligatorios para todos los fabricantes de inteligencias artificiales y robóticas, acordados y aprobados por el Consejo Mundial de Ciencias Robóticas, el 13 de marzo del año 2104.
- EL ESLABÓN RECOBRADO -
Metántropo, eres un hombre bien programado
con cerebro electrónico y todo mente nuclear,
cuerpo mecánico y de corazón, un motor atómico.
ANTI-HIMNO A LA PROGRAMACIÓN CIBERNÉTICA. CANARIOS
La curiosidad de Kuyén y una marejada nocturna que parecía querer hundir el barco encallado en la costa del Pueblo del Ancla confabularon para hallar al Metántropo en el lecho marino, entre las ruinas de la ciudad sumergida.
Todo comenzó en una fecha que nadie podía determinar. Hacía mucho tiempo, después de que el mundo comenzara su lenta agonía, los nombres de los días de la semana, meses y hasta los años, como el viejo Satai los había conocido en su juventud, fueron olvidados, quizás para mantener la cordura sin expectativas ni ilusiones engañosas ante la inexorable extinción de la vida sobre la Tierra. Esta estaba convertida en un lugar casi inhabitable después de que las nubes ácidas de las grandes industrias quemaran los cultivos y mataran el ganado, mientras el deshielo de los polos aumentaba el nivel de los océanos, sumergiendo puertos, caletas y ciudades costeras. Millones de animales y personas murieron intoxicados al consumir alimentos contaminados con microplásticos. También hubo millones de víctimas de las patologías provocadas por virus y bacterias que mutaban con más rapidez que los avances en medicina, o envenenadas por los pesticidas usados para intentar salvar las cosechas que, de todas maneras, perecieron.
No quedaban demasiadas personas como Satai, que hubieran vivido antes del colapso global, pero él no hablaba mucho del pasado. El Lobo y Kuyén creían que al anciano no le gustaba recordar esas historias porque, de seguro, contrastaban dolorosamente con las penurias que habían soportado desde que tenían memoria.
El muchacho todavía no tenía veinte años. Ella, entre diez y doce. Ninguno de los dos sabía que los días, semanas y meses habían tenido nombre alguna vez. Ambos nacieron mucho después del inicio del fin del mundo y no les interesaba entender otro momento que no fuera el presente, al que se aferraban como cómplices y amigos de aventuras por los intrincados y herrumbrosos laberintos del colosal carguero donde vivían: el desierto, el litoral y, sobre todo, bajo el mar.
Cuando salían al despoblado, se protegían con gruesas telas de arpillera, pedazos de plástico y lata transformados en armaduras y máscaras antigás. Deambulaban entre las edificaciones invadidas por el mar, por cerros y quebradas al este y al sur del Pueblo del Ancla. Allí moraban varias tribus de Mercaderes, que regulaban el trueque de cualquier cosa que sirviera para sobrevivir, y otras tantas de Chatarreros, clanes reducidos que buscaban aquellos artefactos poniendo en riesgo sus vidas a lo largo y ancho del desierto atacado por las más extremas e impredecibles condiciones climáticas.
Kuyén y el Lobo buscaban cualquier cosa que pudiera transarse en los mercados que florecían en el enclave reconstruido sobre las ruinas de lo que alguna vez fue un pujante puerto. Intercambiaban por comida, leche de cabra, lana, semillas y repuestos los artilugios que guardaban en el navío escorado. De las negociaciones y trueques con Mercaderes, Chatarreros, las tribus nómades de Gitanos y los peligrosos Carroñeros se encargaba Satai, pues en cualquier momento los intercambios derivaban en discusiones y violentas peleas que podían dejar heridos y hasta muertos.
El viejo y el Lobo se preocupaban mucho de rescatar desvencijados juguetes de otrora para que Kuyén se divirtiera en las horas de ocio que pasaban obligadamente dentro de la fortaleza, protegiéndose de la potente radiación que hacía hervir la tierra durante buena parte de las horas de sol, en especial cuando no había una sola nube en el cielo.
En esas jornadas, todo lo que los rodeaba parecía realmente muerto y desolado. Eran pocos los que se arriesgaban a exponer la vida en condiciones tan extremas y aunque la noche tampoco era el mejor escenario, por las bajas temperaturas que congelaban hasta el aire que salía de sus bocas, aprovechaban desde la tarde hasta la madrugada para sus exploraciones.
Se movían a pie para no llamar la atención, tratando de camuflarse con las formas sinuosas de las crestas empinadas, las dunas espesas que ralentizaban su avance, hondonadas, roqueríos y estructuras moribundas y abandonadas por el ser humano. Estaban atentos a cada sonido y sombra en el entorno para evadir a los Chatarreros, que robaban a todo aquel que encontraban en su camino, o a los brutales Carroñeros, de quienes se decía que hasta devoraban carne humana para sobrevivir. Con el paso del tiempo, habían encontrado decenas de formas de evitar cualquier amenaza, incluso a las jaurías de dingos y zorros que vagaban, hambrientos y sedientos, por planicies y quebradas. La aridez y dureza del paisaje les provocaban heridas en los dedos de las manos y pies, y muchas veces se internaban en el descampado hasta el límite de la deshidratación, calculando, a partir de la experiencia de muchos años de Satai y el Lobo, el momento de regresar a la costa o guarecerse en alguno de los secretos refugios temporales mapeados a lo largo y ancho del desierto. Así podían evitar ser vencidos por el calor, la fatiga, los espejismos o, peor aún, perderse para siempre en la devastadora Muerte Amarilla, como denominaban a las furiosas y letales tormentas de arena que asolaban la pampa.
En el mar, la situación era diferente. El enorme barco que habitaban estaba levemente escorado sobre los retorcidos despojos de metal y concreto de un rascacielos cuyos primeros niveles fueron conquistados por el océano. Aunque estaba relativamente cerca de la costa, solo se accedía a él nadando, en bote o en los potentes aeromotores de cuatro o seis hélices, pero no era nada fácil invadir el barco. Satai había convertido la edificación contigua y la nave en una segura fortaleza cercada por trampas y alarmas para resguardarse de los ataques y robos de las tribus. A su alrededor había otros edificios cuyos niveles más altos permanecieron indemnes a la arremetida del océano. Se convirtieron en insólitas islas artificiales, lentamente devoradas por el óxido y horadadas por el oleaje, donde moraban pequeñas tribus que, como ellos, se dedicaban a la pesca, a recolectar algas, a la agricultura en terrazas, a purificar agua salada y a rescatar de las profundidades todo artículo y pieza mecánica que sirviera para subsistir.
A esos clanes emplazados en el mar se les conocía como Piratas. Y ellos eran de los mejores gracias a Satai, que había aplicado su meticuloso ingenio y los conocimientos adquiridos antes del fin del mundo para mejorar el bote que utilizaban, confeccionar trajes herméticos de neopreno y caucho para bucear, fabricar instrumentos de guía submarinos y perfeccionar las bombas que les proveían oxígeno desde la superficie.
El Lobo y Kuyén se colocaban los buzos, las escafandras, instalaban las mangueras, aseguraban las nasas a sus espaldas y se sumergían hasta llegar al lecho marino. Era un espacio transfigurado en un paisaje onírico por las calles, veredas y construcciones del pasado convertidas en tumbas monolíticas apenas iluminadas por sus linternas. Satai se quedaba arriba, preocupado de proporcionarles aire o alertar de cualquier peligro, pues desde hacía algún tiempo, la edad y los ataques de tos que lo afectaban repentinamente le impedían aventurarse en el fondo del mar. A veces, los muchachos se dedicaban solo a pescar, extraer moluscos y crustáceos escondidos entre las grietas de los muros tapizados por el musgo, o recolectar algas; en otras ocasiones, se afanaban en buscar las piezas mecánicas que les servían para mantener operativos los dínamos con que obtenían energía, repuestos que hacían funcionar las máquinas que les ayudaban a sobrevivir. Las valiosas y escasas ampolletas servían para las linternas, faroles y fanales, sus preciadas pertenencias, y hasta petróleo, madera y carbón, bienes muy escasos y, por lo mismo, muy codiciados. Aunque era una tarea riesgosa, pues no pocos de sus vecinos habían muerto ahogados o por descompresión, la preferían a exponerse al peligro de las tribus rivales, la accidentada geografía de los cerros y la radiación que podía provocar profundas quemaduras en la piel que ni sus ropas ni el calzado hechizo podían evitar.
Por eso, las excursiones submarinas se les hacían agradables y hasta divertidas, sobre todo a Kuyén, que a veces se dejaba llevar por los pensamientos que transformaban aquel panorama lóbrego en una escena llena de vida, iluminando cada espacio sumergido y artefacto que encontraba, imaginando lo agradable que debía de haber sido el mundo antes del caos.
Cada noche, antes de dormir, le contaba aquellos sueños a Jojoy1, el conejo de peluche desgastado y sucio que, por sobre todos los otros juguetes, era su compañero y confidente desde que tenía memoria. A veces ni siquiera terminaba esas historias que diseñaba en su mente, pues el cansancio de la jornada la vencía. Cerraba los ojos, murmuraba frases que poco a poco