El coleccionista
Por Daniel Silva
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A la mañana siguiente de la gala anual de la Sociedad para la Conservación de Venecia, Gabriel Allon, restaurador de cuadros y espía legendario, entra en su cafetería favorita de la isla de Murano y encuentra allí al general Cesare Ferrari, comandante de la Brigada Arte, que espera ansioso su llegada. Los carabinieri han hecho un descubrimiento sorprendente en la villa amalfitana de un magnate naviero sudafricano muerto en extrañas circunstancias: una cámara acorazada secreta que contiene un marco y un bastidor vacíos cuyas dimensiones coinciden con las del cuadro desaparecido más valioso del mundo. El general Ferrari pide a Gabriel que busque discretamente la obra maestra antes de que vuelva a perderse su rastro.
—¿Ese no es vuestro trabajo?
—¿Encontrar cuadros robados? Técnicamente, sí. Pero a ti se te da mucho mejor que a nosotros.
La pintura en cuestión es El concierto de Johannes Vermeer, una de las trece obras robadas del Museo Isabella Stewart Gardner de Boston en 1990. Con la ayuda de una aliada inesperada, una bella hacker y ladrona profesional danesa, Gabriel no tarda en descubrir que el robo del cuadro forma parte de una trama ilegal de miles de millones de dólares en la que está implicado un individuo cuyo nombre en clave es «el coleccionista», un ejecutivo de la industria energética estrechamente vinculado con las altas esferas del poder en Rusia.
El cuadro desaparecido es el eje de un complot que, de tener éxito, podría sumir al mundo en un conflicto de proporciones apocalípticas. Para desmantelarlo, Gabriel habrá de llevar a cabo un golpe de extrema audacia mientras millones de vidas penden de un hilo.
«EL MEJOR REPRESENTANTE A NIVEL MUNDIAL DE LA NOVELA DE ESPÍAS».
THE WASHINGTON POST
Elegante y repleta de personajes inolvidables y de giros argumentales meticulosamente urdidos, El coleccionista se mueve a velocidad de vértigo entre los canales de Venecia y la ventosa costa del norte de Dinamarca, pasando por el cuartel general de la CIA en Langley, Virginia, para conducirnos por último a Rusia en un desenlace de infarto, tan actual como los titulares de las noticias de mañana.
«Sencillamente el mejor».
Kansas City Star
Daniel Silva
Daniel Silva is the award-winning, No.1 New York Times bestselling author of twenty-three novels, including The Unlikely Spy, The Confessor, A Death in Vienna, The Messenger, Moscow Rules, The Rembrandt Affair, The English Girl and The Black Widow. His books are published in more than thirty countries and are best sellers around the world. He lives in Florida with his wife, CNN special correspondent Jamie Gangel, and their two children, Lily and Nicholas.
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El coleccionista - Daniel Silva
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
El coleccionista
Título original: The Collector
© 2023, Daniel Silva
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
© De la traducción del inglés, Victoria Horrillo Ledesma
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: David Litman
Imagen de cubierta: © Liubomir Paut-Fluerasu/Alamy Stock Photo
I.S.B.N.: 9788410021419
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Citas
Primera parte. El concierto
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Segunda parte. La conspiración
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Tercera parte. El contacto
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Cuarta parte. La conclusión
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Nota del autor
Agradecimientos
Notas
Si te ha gustado este libro…
Como siempre, para mi esposa, Jamie, y mis hijos, Lily y Nicholas
Todos queremos cosas que no podemos tener. Ser una persona decente es aceptarlo.
JOHN FOWLES, El coleccionista
Y recuerda: nunca hay que desesperar, en ninguna circunstancia. Confiar y actuar, ese es nuestro deber en la desgracia.
BORÍS PASTERNAK, Doctor Zhivago
PRIMERA PARTE
El concierto
1
Amalfi
Podía una pasarse la mayor parte del día trabajando en casa de un hombre —les diría Sofia Ravello a los carabinieri más tarde, ese mismo día—, prepararle la comida, lavarle las sábanas y barrerle los suelos, y no saber absolutamente nada de él. El agente de los carabinieri, apellidado Caruso, no le llevó la contraria, pues la mujer con la que compartía la cama desde hacía veinticinco años le parecía a veces una perfecta desconocida. Sabía, por otro lado, algo más sobre la víctima de lo que le había revelado a la testigo, y estaba claro que aquel tipo se estaba buscando acabar así.
Caruso, de todas formas, insistió en que la testigo hiciera una declaración detallada, a lo que ella accedió con mucho gusto. Su jornada había empezado como siempre, a una hora cruel —las cinco de la mañana—, con el balido de su anticuado despertador digital. Pero, como la noche anterior había trabajado hasta tarde porque su jefe había tenido invitados, Sofia se concedió quince minutos más de sueño antes de levantarse. Preparó espresso con la cafetera Bialetti y, a continuación, se duchó y se enfundó su uniforme negro, sin dejar de preguntarse mientras tanto cómo era posible que ella, una atractiva joven de veinticuatro años, graduada en la afamada Universidad de Bolonia, trabajara como empleada doméstica en casa de un extranjero rico y no en una imponente torre de oficinas de Milán.
La respuesta era que la economía italiana, presuntamente la octava del mundo, sufría de una tasa de desempleo crónico tan elevada que a los jóvenes con estudios no les quedaba más remedio que marcharse al extranjero en busca de trabajo. Sofia, no obstante, estaba empeñada en quedarse en su Campania natal, aunque para ello tuviera que aceptar un trabajo para el que estaba inmensamente sobrecualificada. El acaudalado extranjero le pagaba bien —de hecho, ganaba más que muchos de sus amigos de la universidad— y el trabajo en sí no era extenuante. Por lo general, pasaba una parte nada desdeñable del día contemplando las aguas azules verdosas del mar Tirreno o los cuadros de la magnífica colección de arte de su jefe.
Su minúsculo apartamento se hallaba en un destartalado edificio de la Via della Cartiere, en la parte alta de la ciudad de Amalfi. Desde allí, había un paseo de veinte minutos, perfumado de limón, hasta el llamado —no sin grandilocuencia— Palazzo Van Damme. Como la mayoría de las fincas con vistas al mar de la Costiera Amalfitana, el palazzo estaba oculto tras un alto muro. Sofia marcó la contraseña en el panel y se abrió la verja. A la entrada de la villa había otro panel con una contraseña distinta. Normalmente, el sistema de alarma emitía un chirrido estridente cuando abría la puerta, pero aquella mañana permaneció mudo. En aquel momento no le extrañó. A veces el señor Van Damme olvidaba conectar la alarma antes de acostarse.
Sofia se fue derecha a la cocina, donde se dedicó a su primera tarea del día, preparar el desayuno del signore Van Damme: una cafetera, una jarrita de leche vaporizada, un azucarero y pan tostado con mantequilla y mermelada de fresa. Lo puso todo en una bandeja y, a las siete en punto, la dejó delante de la puerta del dormitorio del señor. No, les dijo a los carabinieri, no entró en la habitación. Tampoco llamó a la puerta. Solo había cometido ese error una vez. El signore Van Damme era un hombre puntual y exigía puntualidad a sus empleados. Que llamaran innecesariamente a las puertas —y, sobre todo, a la de su dormitorio— no era de su agrado.
Aquella era solamente una más de las muchas normas y edictos que Van Damme le había comunicado al término del interrogatorio de una hora de duración, efectuado en su espléndido despacho, que precedió a la contratación de Sofia. Entonces se describió a sí mismo como un empresario de éxito: un biznezman, como dijo con su peculiar pronunciación. El palazzo, explicó, era a la vez su residencia principal y el centro neurálgico de una empresa de alcance global. Necesitaba, por tanto, que su hogar funcionara como la seda, sin ruidos ni interrupciones innecesarias, y exigía lealtad y discreción de sus empleados. Chismorrear sobre sus asuntos, o sobre el contenido de su casa, era motivo de despido inmediato.
Sofia no tardó en colegir que su jefe era el propietario de una compañía naviera con sede en Bahamas llamada LVD Marine Transport (LVD eran las siglas de su nombre completo, Lukas van Damme). Dedujo también que era sudafricano y que había huido de su país tras la caída del apartheid. Tenía una hija en Londres, una exmujer en Toronto y una amiga brasileña llamada Serafina que le visitaba de cuando en cuando. Por lo demás, parecía libre de ataduras humanas. Lo único que le importaba eran sus cuadros, que colgaban en todas las habitaciones y pasillos de la villa. De ahí las cámaras y los detectores de movimiento, la crispante comprobación semanal de la alarma y las estrictas normas acerca de los cotilleos y las interrupciones inoportunas.
La inviolabilidad de su despacho era de suma importancia. Sofia únicamente podía entrar en la habitación cuando el signore Van Damme estaba presente. Y nunca, jamás, debía abrir la puerta si estaba cerrada. Solamente se había inmiscuido en su intimidad una vez, y no por culpa suya. Había sucedido seis meses atrás, cuando otro sudafricano se alojaba en la villa. El signore Van Damme pidió que les llevara té y galletas al despacho para merendar y, cuando Sofia llegó, la puerta estaba entornada. Fue entonces cuando descubrió la existencia de la cámara secreta, oculta detrás de las estanterías móviles: la sala en la que el signore Van Damme y su amigo sudafricano estaban en ese momento discutiendo animadamente algún asunto en su peculiar lengua materna.
Sofia no le contó a nadie lo que vio aquel día, y menos aún al signore Van Damme. Emprendió, sin embargo, una investigación por su cuenta, que llevó a cabo principalmente dentro de los muros de la fortaleza costera de su jefe. Las pruebas que recabó, basadas en buena parte en la observación clandestina del sujeto, la condujeron a las siguientes conclusiones: que Lukas van Damme no era el empresario de éxito que decía ser; que su compañía naviera distaba de ser respetuosa con la ley; que su dinero era dinero sucio; que tenía vínculos con la delincuencia organizada italiana y que había algo turbio en su pasado.
Sofia no abrigaba tales sospechas acerca de la mujer que había visitado la villa la noche anterior: la atractiva joven de pelo negro, de unos treinta años, con la que el signore Van Damme se había topado una tarde en el bar terraza del hotel Santa Catarina. Van Damme la había agasajado con una visita guiada a su colección de arte, lo que era raro. Después habían cenado a la luz de las velas en la terraza de la villa, con vistas al mar. Estaban apurando el vino cuando Sofia se marchó junto con el resto del personal, a las diez y media de la noche. Al llegar al día siguiente, supuso que la mujer estaría arriba, en la cama del signore.
Habían dejado en la terraza los restos de la cena: unos cuantos platos sucios y dos copas de vino manchadas de granate. En ninguna de las copas había rastros de carmín, lo que le extrañó. Pero no había ninguna otra cosa fuera de lo corriente, salvo una puerta abierta en la planta baja de la villa. Sofia sospechó que el culpable era probablemente el propio signore Van Damme.
Lavó y secó los platos con esmero —un solo cerco de agua en un utensilio era motivo de reprimenda— y a las ocho en punto subió a recoger la bandeja del desayuno delante de la puerta del signore. Descubrió entonces que Van Damme no la había tocado. No era típico de él, les dijo a los carabinieri, pero tampoco algo inaudito.
Sin embargo, cuando a las nueve volvió a encontrar la bandeja igual que la había dejado, empezó a preocuparse. Y cuando dieron las diez sin que el signore diera señales de estar despierto, su preocupación se tornó en alarma. Para entonces habían llegado ya otros dos miembros del personal: Marco Mazzetti, el chef de la villa desde hacía muchos años, y el jardinero, Gaspare Bianchi. Ambos coincidieron en que la atractiva joven que había cenado en la villa la noche anterior era la explicación más probable de que el signore Van Damme no se hubiera levantado a su hora de costumbre. Por lo tanto, siendo como eran hombres, le aconsejaron solemnemente que esperara hasta el mediodía antes de actuar.
Así pues, Sofia Ravello, de veinticuatro años y graduada en la Universidad de Bolonia, cogió el cubo y la fregona y procedió a fregar el suelo de la villa como hacía a diario, lo que a su vez le dio la oportunidad de hacer inventario de los cuadros y otros objetos artísticos de la extraordinaria colección de Van Damme. No había nada fuera de su sitio, no faltaba nada ni había indicios de que hubiera ocurrido algo malo.
Nada, excepto la bandeja del desayuno intacta.
A mediodía, la bandeja seguía allí. La primera vez que Sofia llamó a la puerta, lo hizo con timidez y no recibió respuesta. La segunda vez, al dar varios golpes enérgicos con el puño, obtuvo el mismo resultado. Por fin, apoyó la mano en el picaporte y abrió despacio la puerta. No habría sido necesario llamar a la policía. Como diría más tarde Marco Mazzetti, sus gritos pudieron oírse de Salerno a Positano.
2
Cannaregio
—¿Dónde estás?
—Si no me equivoco, estoy sentado con mi mujer en el Campo di Ghetto Nuovo.
—Físicamente no, cariño. —Le puso un dedo en la frente—. Aquí.
—Estaba pensando.
—¿En qué?
—En nada.
—Eso no es posible.
—¿Cómo que no?
Era una habilidad singular que Gabriel había perfeccionado en su juventud: la capacidad de silenciar los pensamientos y los recuerdos, de crear un universo íntimo sin luz ni sonido, ni habitante alguno. Era allí, en el recinto vacío de su subconsciente, donde se le aparecían cuadros acabados, de ejecución deslumbrante y planteamiento revolucionario, y carentes por completo de la influencia dominadora de su madre. Solo tenía que despertar de su trance y trasladar aquellas imágenes al lienzo rápidamente, antes de que se esfumasen. Últimamente, había recuperado el don de despejar la sobrecarga sensorial de su mente y, al mismo tiempo, la capacidad de producir obras originales satisfactorias. El cuerpo de Chiara, con sus muchas curvas y recovecos, era su tema preferido.
Ahora, ese cuerpo se apretaba contra el suyo. La tarde se había vuelto fría y un viento racheado barría el perímetro del campo. Gabriel se había puesto un abrigo de lana por primera vez desde hacía muchos meses, pero la elegante chaqueta de ante y la bufanda de chenilla de Chiara no bastaban para combatir el frío.
—Seguro que estabas pensando en algo —insistió ella.
—Seguramente no debería decirlo en voz alta. Los viejos podrían no recuperarse de la impresión.
El banco en el que estaban sentados se hallaba a pocos pasos de la puerta de la Casa Israelita di Riposo, la residencia de ancianos de la menguante comunidad judía de Venecia.
—Nuestro futuro domicilio —comentó Chiara, y pasó la punta de un dedo por el pelo de color platino de la sien de Gabriel. Hacía muchos años que no lo llevaba tan largo—. Para algunos antes que para otros.
—¿Vendrás a visitarme?
—Todos los días.
—¿Y ellos?
Gabriel dirigió la mirada hacia el centro de la ancha plaza, donde Irene y Raphael estaban enfrascados en una reñida competición de algún tipo con otros niños del sestiere. La luz siena del sol poniente bañaba los edificios de viviendas de detrás, los más altos de Venecia.
—¿Se puede saber a qué están jugando? —preguntó Chiara.
—Eso quisiera saber yo.
La competición incluía una pelota y el antiguo pozo del campo, pero por lo demás sus reglas y su sistema de puntuación eran, para quien no participaba en el juego, indescifrables. Irene parecía disfrutar de una corta ventaja a la que se aferraba con uñas y dientes, pero su hermano mellizo había organizado un feroz contraataque con los demás jugadores. El chico, por desgracia para él, había sacado la cara de Gabriel y sus extraños ojos verdes. Tenía también aptitudes para las matemáticas y desde hacía un tiempo estudiaba con un profesor particular. Irene, una alarmista climática que temía que el mar estuviera a punto de tragarse Venecia, había decidido que Raphael debía utilizar sus dotes para salvar el planeta. Ella aún no había elegido profesión. De momento, como más disfrutaba era atormentando a su padre.
Una patada errática lanzó el balón hacia la puerta de la Casa. Gabriel se levantó de un salto y con un hábil movimiento del pie lo devolvió al terreno de juego. Luego, tras agradecer el torpe aplauso de un guardia de los carabinieri armado hasta los dientes, se volvió hacia los siete paneles en bajorrelieve que formaban el monumento al Holocausto de la judería. Estaba dedicado a los doscientos cuarenta y tres judíos venecianos —entre ellos, veintinueve residentes de la Casa di Riposo— que fueron detenidos en diciembre de 1943, internados en campos de concentración y deportados después a Auschwitz. Entre ellos estaba Adolfo Ottolenghi, rabino mayor de Venecia, asesinado en septiembre de 1944.
El líder actual de la comunidad judía, el rabino Jacob Zolli, era descendiente de judíos sefardíes andaluces expulsados de España en 1492. Su hija estaba en ese momento sentada en un banco del Campo di Ghetto Nuovo, vigilando a sus dos hijos de corta edad. Al igual que el famoso yerno del rabino, había sido agente del servicio secreto de inteligencia israelí. Ahora, en cambio, trabajaba como directora general de la Compañía de Restauración Tiepolo, la empresa más destacada de su sector en el Véneto. Gabriel, restaurador de cuadros de renombre internacional, dirigía el departamento de pintura de la empresa, lo que significaba que, a todos los efectos, trabajaba para su mujer.
—¿Y ahora? ¿En qué estás pensando? —le preguntó ella.
Se estaba preguntando, como había hecho ya otras veces, si su madre habría notado la llegada de varios miles de judíos italianos a Auschwitz desde aquel terrible otoño de 1943. Como muchos supervivientes de los campos, se negaba a hablar del mundo de pesadilla al que había sido arrojada. En lugar de hacerlo, escribió su testimonio en unas cuantas hojas de papel cebolla y lo guardó a buen recaudo en los archivos del Yad Vashem. Atormentada por el pasado —y por el constante sentimiento de culpa de los supervivientes—, había sido incapaz de mostrarle verdadero afecto a su único hijo, por miedo a que se lo quitaran. Le había transmitido su destreza para la pintura, su alemán de acento berlinés y quizá un asomo de su arrojo físico. Y luego le había abandonado. El recuerdo que Gabriel guardaba de ella se iba difuminando año a año. Era una figura distante, de pie ante un caballete, con una tirita en el antebrazo izquierdo, siempre de espaldas. Por eso Gabriel se había desgajado momentáneamente de su mujer y sus hijos. Para intentar, sin éxito, ver el rostro de su madre.
—Estaba pensando —respondió echando una ojeada a su reloj de pulsera— que deberíamos irnos pronto.
—¿Y perderme el final del partido? Ni se me ocurriría. Además —añadió Chiara—, el concierto de tu novia no empieza hasta las ocho.
Era la gala anual a beneficio de la Sociedad para la Conservación de Venecia, una organización sin ánimo de lucro con sede en Londres dedicada al cuidado y la restauración del frágil patrimonio artístico y arquitectónico de la ciudad. Gabriel había convencido a la célebre violinista suiza Anna Rolfe, con la que había mantenido un breve idilio hacía mucho tiempo, para que actuara en la gala. Anna había cenado la noche anterior en su piano nobile della loggia, el lujoso piso de cuatro habitaciones con vistas al Gran Canal en el que vivía la familia Allon. Gabriel se alegraba de que su esposa, que había preparado y servido la comida con esmero, volviera a dirigirle la palabra.
Chiara miraba fijamente hacia delante, con una sonrisa de Mona Lisa en la cara, cuando él volvió al banco.
—Este es el momento de la conversación —dijo en tono sereno— en que me recuerdas que la violinista más famosa del mundo ya no es tu novia.
—No creía que fuera necesario.
—Lo es.
—No es mi novia.
Chiara le clavó la uña del pulgar en el dorso de la mano.
—Y nunca estuviste enamorado de ella.
—Nunca —declaró Gabriel.
Chiara aflojó la presión y masajeó suavemente la marca en forma de media luna que había dejado en su piel.
—Ha embrujado a tus hijos. Irene me ha informado esta mañana de que quiere empezar a estudiar violín.
—Es encantadora, nuestra Anna.
—Es una calamidad.
—Pero tiene muchísimo talento.
Gabriel había asistido al ensayo de Anna esa tarde en La Fenice, el histórico teatro de la ópera de Venecia. Nunca la había oído tocar tan bien.
—Es curioso —añadió Chiara—, pero no es tan guapa en persona como en las portadas de sus discos. Supongo que los fotógrafos utilizan filtros especiales para fotografiar a las mujeres mayores.
—Eso ha sido indigno de ti.
—Estoy en mi derecho. —Chiara soltó un suspiro teatral—. ¿Ha decidido ya su repertorio esa calamidad?
—La Sonata para violín n.º 1 de Schumann y la Sonata en re menor de Brahms.
—Siempre te ha gustado esa sonata de Brahms. Sobre todo, el segundo movimiento.
—¿Y a quién no?
—Supongo que, como bis, nos hará tragarnos El trino del diablo.
—Si no lo toca, es probable que haya un motín.
La Sonata para violín en sol menor de Giuseppe Tartini, que exigía un verdadero alarde técnico por parte del ejecutante, era la pieza predilecta de Anna.
—Una sonata satánica —comentó Chiara—. Por qué será que tu novia se siente atraída por una pieza así.
—No cree en el diablo. Y tampoco se cree esa idiotez que contaba Tartini de que escuchó la pieza en un sueño.
—Pero no niegas que sea tu novia.
—Creo que he sido bastante claro a ese respecto.
—¿Y nunca estuviste enamorado de ella?
—Ya he respondido a esa pregunta.
Chiara apoyó la cabeza en su hombro.
—¿Y qué hay del diablo?
—No es mi tipo.
—¿Crees que existe?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Su existencia explicaría todo el mal que hay en este mundo nuestro.
Se refería, cómo no, a la guerra de Ucrania, que iba ya por su octavo mes. Había sido otro día espantoso. Más misiles dirigidos contra objetivos civiles en Kiev. Fosas comunes con centenares de cadáveres descubiertas en la localidad de Izium.
—Los hombres violan, roban y asesinan por propia voluntad —dijo Gabriel con los ojos fijos en el monumento al Holocausto—. Y muchas de las peores atrocidades de la historia de la humanidad las han cometido personas a las que no impulsaba su devoción al Maligno, sino su fe en Dios.
—¿Qué tal va la tuya?
—¿Mi fe? —Gabriel no dijo nada más.
—Quizá deberías hablar con mi padre.
—Hablo con tu padre constantemente.
—Acerca de nuestro trabajo y de los niños y de la seguridad en las sinagogas, pero no de Dios.
—Siguiente pregunta.
—¿En qué estabas pensando hace unos minutos?
—Estaba soñando con tus fetuccini con champiñones.
—Deja de bromear.
Él le respondió la verdad.
—¿En serio no recuerdas cómo era? —preguntó Chiara.
—Al final, sí. Pero esa no era ella.
—Quizá esto te ayude.
Chiara se levantó, se acercó al centro del campo y cogió a Irene de la mano. Un momento después, la niña estaba sentada en las rodillas de su padre, con los brazos alrededor de su cuello.
—¿Qué te pasa? —le preguntó mientras Gabriel se secaba apresuradamente una lágrima de la mejilla.
—Nada —contestó—. Nada de nada.
3
San Polo
Cuando Irene regresó al terreno de juego, había descendido al tercer puesto de la clasificación. Presentó una queja formal y, al no obtener satisfacción, se retiró a la banda y observó cómo el juego se disolvía en medio del caos y las recriminaciones. Gabriel trató de restablecer el orden, pero no sirvió de nada; la disputa era tan compleja y enrevesada como el conflicto árabe-israelí. Al no encontrar solución a mano, sugirió que se suspendiera el torneo hasta el mediodía siguiente, porque los gritos podían molestar a los ancianos de la Casa di Riposo. Los contendientes estuvieron de acuerdo y, a las cuatro y media, volvió la paz al Campo di Ghetto Nuovo.
Irene y Raphael, con sus mochilas al hombro, cruzaron corriendo la pasarela de madera del extremo sur de la plaza, con Gabriel y Chiara detrás. Unos siglos antes, un guardia cristiano podría haberles cortado el paso, pues la luz estaba menguando y el puente se cerraba por las noches. Pasaron sin que nadie los molestara junto a tiendas de regalos y restaurantes concurridos, hasta llegar a un pequeño campo dominado por un par de sinagogas enfrentadas. Alessia Zolli, la esposa del rabino mayor, esperaba ante la puerta abierta de la Sinagoga Levantina, que atendía a la comunidad judía en invierno. Los niños abrazaron a su abuela como si hubieran pasado incontables meses sin verla y no tres días escasos.
—Acuérdate —le dijo Chiara— de que mañana tienen que estar en el colegio a las ocho como muy tarde.
—¿Y dónde está ese colegio? —preguntó Alessia Zolli—. ¿Aquí, en Venecia, o en tierra firme? —Miró a Gabriel y frunció el ceño—. Es culpa tuya que se comporte así.
—¿Qué he hecho yo ahora?
—Prefiero no decirlo en voz alta. —Alessia Zolli acarició el alborotado cabello moreno de su hija—. La pobrecilla ya ha sufrido bastante.
—Me temo que mi sufrimiento no ha hecho más que empezar.
Chiara besó a los niños y partió con Gabriel hacia la Fondamenta Cannaregio. Mientras cruzaban el Ponte delle Guglie, acordaron que convenía tomar un ligero refrigerio. El recital terminaría a las diez, momento en el que se trasladarían al Cipriani para cenar con el director de la Sociedad para la Conservación de Venecia y algunos donantes adinerados. Chiara había presentado recientemente varias ofertas a la organización para hacerse cargo de diversos proyectos muy lucrativos y estaba obligada, por tanto, a asistir a la cena, aunque ello supusiera tener que soportar un rato más la presencia de la examante de su marido.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
El bacaro favorito de Gabriel en Venecia era All’Arco, pero estaba cerca del mercado de pescado de Rialto y tenían poco tiempo.
—¿Qué tal si vamos al Adagio? —sugirió.
—Un nombre de lo más desafortunado para un bar, ¿no te parece?
Estaba en el Campo dei Frari, cerca del campanile. Al entrar, Gabriel pidió dos copas de lombardo blanco y cicchetti variados. La etiqueta culinaria veneciana exigía que los pequeños y deliciosos canapés se comieran de pie, pero Chiara propuso que se sentaran en una mesa de la plaza. El anterior ocupante se había dejado un ejemplar de Il Gazzettino. Estaba lleno de fotografías de ricos y famosos; entre ellos, Anna Rolfe.
—La primera tarde que paso a solas con mi marido desde hace meses —dijo Chiara, doblando el periódico por la mitad— y me toca pasarla precisamente con ella.
—¿De verdad era necesario que socavaras aún más la opinión que tiene tu madre de mí?
—Mi madre te cree capaz de caminar sobre el agua.
—Solo cuando hay acqua alta.
Gabriel devoró un cicchetto cubierto de corazones de alcachofa y ricotta, regándolo con un poco de vino bianco. Era su segunda copa del día. Como la mayoría de los hombres residentes en Venecia, se había tomado un’ombra con el café de media mañana. Desde hacía dos semanas, frecuentaba un bar de Murano, donde estaba restaurando un retablo del pintor de la escuela veneciana conocido como Il Pordenone. En sus ratos libres, trabajaba también en dos encargos privados, ya que el mezquino sueldo que le pagaba su esposa no alcanzaba para mantener el tren de vida al que estaba acostumbrada Chiara.
Su esposa contemplaba los cicchetti debatiéndose entre la caballa ahumada y el salmón, ambos sobre un lecho de queso cremoso y espolvoreados con hierbas frescas finamente picadas. Gabriel zanjó la cuestión quedándose con el de caballa, que combinaba a las mil maravillas con el vino de Lombardía.
—Ese lo quería yo —protestó Chiara con un mohín, y cogió el de salmón—. ¿Has pensado en cómo vas a reaccionar esta noche cuando alguien te pregunte si eres ese Gabriel Allon?
—Confiaba en poder evitar el tema.
—¿Cómo?
—Mostrándome tan inaccesible como de costumbre.
—Me temo que va a ser imposible, cariño. Es un acontecimiento social. O sea, que se espera que seas sociable.
—Soy un iconoclasta. Desprecio las convenciones.
También era el espía retirado más famoso del mundo. Se había instalado en Venecia con permiso de las autoridades italianas —y conocimiento de figuras clave de la cultura veneciana—, pero poca gente sabía que vivía en la ciudad. Habitaba casi siempre en un ámbito incierto, entre el mundo abierto y el encubierto. Llevaba un arma —también con permiso de la policía italiana— y tenía un par de pasaportes alemanes falsos por si necesitaba viajar bajo seudónimo. Pero, por lo demás, se había despojado de los pertrechos de su vida anterior. Para bien o para mal, la gala de esa noche sería su fiesta de presentación.
—Descuida —dijo—. Voy a ser absolutamente encantador.
—¿Y si alguien te pregunta cómo es que conoces a Anna Rolfe?
—Fingiré una sordera repentina y escaparé al aseo de caballeros.
—Excelente estrategia. Claro que la planificación de operaciones siempre ha sido tu fuerte. —Quedaba un solo cicchetto. Chiara empujó el plato hacia Gabriel—. Cómetelo tú. Si no, no cabré en el vestido.
—¿Giorgio?
—Versace.
—¿Es muy llamativo?
—Escandaloso.
—Bueno, es una forma de conseguir financiación para nuestros proyectos.
—No es para los donantes para quien voy a ponérmelo, te lo aseguro.
—Eres hija de un rabino.
—Con un cuerpo de escándalo.
—Si lo sabré yo —contestó Gabriel, y se zampó el último cicchetto.
Había un agradable paseo de diez minutos entre el Campo dei Frari y su casa. En el espacioso cuarto de baño principal, Gabriel se duchó