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Mejores Cuentos Rusos
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Libro electrónico316 páginas4 horas

Mejores Cuentos Rusos

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Información de este libro electrónico

A partir del siglo XIX, diversos autores rusos se adentraron en el escenario literario mundial con obras nada menos que geniales. Autores como Aleksandr Púchkin, Nikolai Gogol, Ivan Turgueniev, Liev Tolstói, Anton Tchekhov, Fiodor Dostoievski... hoy son referentes como representantes clásicos de lo mejor de la literatura internacional. Lo que pocos lectores saben es que estos autores, además de las inolvidables novelas, se destacaron como grandes cuentistas, demostrando en este género literario su inmenso talento. Este ebook es una selección sin igual de los mejores cuentos escritos por estos geniales autores rusos. Una oportunidad única de conocer en una sola obra a seis grandes nombres de la literatura rusa de todos los tiempos, en 11 cuentos que te dejarán sin aliento. Se trata de una lectura imperdible.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 nov 2023
ISBN9786558944201
Mejores Cuentos Rusos
Autor

Nikolái Gógol

Nikolai Vasilievich Gogol (1809–1852) was one of nineteenth-century Russia’s greatest writers and a profound influence on Leo Tolstoy, Fyodor Dostoevsky, Mikhail Bulgakov, Vladimir Nabokov, and countless other authors. His best-known works include the novel Dead Souls (1842) and the stories “The Overcoat,” “The Nose,” and “Memoirs of a Madman.” In 1852, he burned most of his manuscripts, including the second part of Dead Souls. He died nine days later.  

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    Mejores Cuentos Rusos - Nikolái Gógol

    cover.jpg

    Ediciones Lebooks

    MEJORES CUENTOS RUSOS

    Colección

    Mejores Cuentos

    Primera edición

    img1.jpg

    Isbn: 9786558844201

    Sumario

    Prefacio

    Las tres preguntas

    León Tolstói

    El prisionero del Cáucaso

    León Tolstói

    Dios ve la verdad pero no la dice cuando quiere

    León Tolstói

    El sueño de un hombre ridículo

    Fiodor Dostoyevski

    Por qué se pelearon los dos Ivanes

    Nicolai Gogol

    La nariz

    Nicolai Gogol

    Diario de un loco

    Nicolai Gogol

    El capote

    Nicolai Gogol

    El disparo memorable

    Alexandr Pushkin

    El médico del distrito

    Iván Turguéniev

    La muerte de un funcionario

    Anton Chéjov

    Prefacio

    "Estimado lector, Bienvenido a otro volumen de la Colección Mejores Cuentos: una selección de cuentos escritos en diferentes épocas por autores de diversas nacionalidades y con temáticas muy variadas, pero que comparten una calidad literaria excepcional, quizás la más importante: la de brindar placer al lector.

    En este libro electrónico presentamos los Mejores Cuentos Rusos, una selección de cuentos memorables escritos por grandes maestros del relato de la literatura rusa.

     Una excelente lectura."

    Lebooks Editorial

    A lo largo de toda mi vida, ni siquiera podía concebir en mi interior otro amor, y he llegado al punto en que, a veces, pienso que el amor consiste precisamente en el derecho que el objeto amado nos otorga voluntariamente para ejercer tiranía sobre él.

    img2.png

    Fiodor Dostoievski긍

    Las tres preguntas

    León Tolstói

    Cierto emperador pensó un día que si conociera la respuesta a las siguientes tres preguntas, nunca fallaría en ninguna cuestión. Las tres preguntas eran:

    ¿Cuál es el momento más oportuno para hacer cada cosa?

    ¿Cuál es la gente más importante con la que trabajar?

    ¿Cuál es la cosa más importante para hacer en todo momento?

    El emperador publicó un edicto a través de todo su reino anunciando que cualquiera que pudiera responder a estas tres preguntas recibiría una gran recompensa, y muchos de los que leyeron el edicto emprendieron el camino al palacio; cada uno llevaba una respuesta diferente al emperador.

    Como respuesta a la primera pregunta, una persona le aconsejó proyectar minuciosamente su tiempo, consagrando cada hora, cada día, cada mes y cada año a ciertas tareas y seguir el programa al pie de la letra. Solo de esta manera podría esperar realizar cada cosa en su momento. Otra persona le dijo que era imposible planear de antemano y que el emperador debería desechar toda distracción inútil y permanecer atento a todo para saber qué hacer en todo momento. Alguien insistió en que el emperador, por sí mismo, nunca podría esperar tener la previsión y competencia necesaria para decidir cada momento cuándo hacer cada cosa y que lo que realmente necesitaba era establecer un Consejo de Sabios y actuar conforme a su consejo.

    Alguien afirmó que ciertas materias exigen una decisión inmediata y no pueden esperar los resultados de una consulta, pero que si él quería saber de antemano lo que iba a suceder debía consultar a magos y adivinos.

    Las respuestas a la segunda pregunta tampoco eran acordes. Una persona dijo que el emperador necesitaba depositar toda su confianza en administradores; otro le animaba a depositar su confianza en sacerdotes y monjes, mientras algunos recomendaban a los médicos. Otros que depositara su fe en guerreros.

    La tercera pregunta trajo también una variedad similar de respuestas. Algunos decían que la ciencia es el empeño más importante; otros insistían en la religión e incluso algunos clamaban por el cuerpo militar como lo más importante.

    Y puesto que las respuestas eran todas distintas, el emperador no se sintió complacido con ninguna y la recompensa no fue otorgada.

    Después de varias noches de reflexión, el emperador resolvió visitar a un ermitaño que vivía en la montaña y del que se decía que era un hombre iluminado. El emperador deseó encontrar al ermitaño y preguntarle las tres cosas, aunque sabía que él nunca dejaba la montaña y se sabía que solo recibía a los pobres, rehusando tener algo que ver con los ricos y poderosos. Así pues, el emperador se vistió de simple campesino y ordenó a sus servidores que le aguardaran al pie de la montaña mientras él subía solo a buscar al ermitaño.

    Al llegar al lugar donde habitaba el hombre santo, el emperador le halló cavando en el jardín frente a su pequeña cabaña. Cuando el ermitaño vio al extraño, movió la cabeza en señal de saludo y siguió con su trabajo. La labor, obviamente, era dura para él, pues se trataba de un hombre anciano, y cada vez que introducía la pala en la tierra para removerla, la empujaba pesadamente.

    El emperador se aproximó a él y le dijo:

     — He venido a pedir tu ayuda para tres cuestiones:

    ¿Cuál es el momento más oportuno para hacer cada cosa?

    ¿Cuál es la gente más importante con la que trabajar?

    ¿Cuál es la cosa más importante para hacer en todo momento?

    El ermitaño le escuchó atentamente pero no respondió. Solamente posó su mano sobre su hombro y luego continuó cavando. El emperador le dijo:

     — Debes estar cansado, déjame que te eche una mano.

    El eremita le dio las gracias, le pasó la pala al emperador y se sentó en el suelo a descansar.

    Después de haber acabado dos cuadros, el emperador paró, se volvió al eremita y repitió sus preguntas. El eremita tampoco contestó sino que se levantó y señalando la pala dijo:

     — ¿Por qué no descansas ahora? Yo puedo hacerlo de nuevo.

    Pero el emperador no le dio la pala y continuó cavando. Pasó una hora, luego otra y finalmente el sol comenzó a ponerse tras las montañas. El emperador dejó la pala y dijo al ermitaño:

     — Vine a ver si podías responder a mis tres preguntas, pero si no puedes darme una respuesta, dímelo, para que pueda volverme a mi palacio.

    El eremita levantó la cabeza y preguntó al emperador:

     — ¿Has oído a alguien corriendo por allí?

    El emperador volvió la cabeza y de repente ambos vieron a un hombre con una larga barba blanca que salía del bosque. Corría enloquecidamente presionando sus manos contra una herida sangrante en su estómago. El hombre corrió hacia el emperador antes de caer inconsciente al suelo, dónde yació gimiendo. Al rasgar los vestidos del hombre, emperador y ermitaño vieron que el hombre había recibido una profunda cuchillada. El emperador limpió la herida cuidadosamente y luego usó su propia camisa para vendarle, pero la sangre empapó totalmente la venda en unos minutos. Aclaró la camisa y le vendó por segunda vez y continuó haciéndolo hasta que la herida cesó de sangrar.

    El herido recuperó la conciencia y pidió un vaso de agua. El emperador corrió hacia el arroyo y trajo un jarro de agua fresca. Mientras tanto se había puesto el sol y el aire de la noche había comenzado a refrescar. El eremita ayudó al emperador a llevar al hombre hasta la cabaña donde le acostaron sobre la cama del ermitaño. El hombre cerró los ojos y se quedó tranquilo. El emperador estaba rendido tras un largo día de subir la montaña y cavar en el jardín y tras apoyarse contra la puerta se quedó dormido. Cuando despertó, el sol asomaba ya sobre las montañas.

    Durante un momento olvidó donde estaba y lo que había venido a hacer. Miró hacia la cama y vio al herido, que también miraba confuso a su alrededor; cuando vio al emperador, le miró fijamente y le dijo en un leve suspiro:

     — Por favor, perdóneme.

     — Pero ¿qué has hecho para que yo deba perdonarte? — preguntó el emperador.

     — Tú no me conoces, majestad, pero yo te conozco a ti. Yo era tu implacable enemigo y había jurado vengarme de ti, porque durante la pasada guerra tú mataste a mi hermano y embargaste mi propiedad. Cuando me informaron de que ibas a venir solo a la montaña para ver al ermitaño decidí sorprenderte en el camino de vuelta para matarte. Pero tras esperar largo rato sin ver signos de ti, dejé mi emboscada para salir a buscarte. Pero en lugar de dar contigo, topé con tus servidores y me reconocieron y me atraparon, haciéndome esta herida. Afortunadamente pude escapar y corrí hasta aquí. Si no te hubiera encontrado seguramente ahora estaría muerto. ¡Yo había intentado matarte, pero en lugar de ello tú has salvado mi vida! Me siento más avergonzado y agradecido de lo que mis palabras pueden expresar. Si vivo, juro que seré tu servidor el resto de mi vida y ordenaré a mis hijos y a mis nietos que hagan lo mismo. Por favor, majestad, concédeme tu perdón.

    El emperador se alegró muchísimo al ver que se había reconciliado fácilmente con su acérrimo enemigo, y no solo le perdonó sino que le prometió devolverle su propiedad y enviarle a sus propios médicos y servidores para que le atendieran hasta que estuviera completamente restablecido.

    Tras ordenar a sus sirvientes que llevaran al hombre a su casa, el emperador volvió a ver al ermitaño. Antes de volver al palacio el emperador quería repetir sus preguntas por última vez; encontró al ermitaño sembrando el terreno que ambos habían cavado el día anterior.

    El ermitaño se incorporó y miró al emperador.

     — Tus preguntas ya han sido contestadas.

     — Pero, ¿cómo? — preguntó el emperador confuso.

     — Ayer, si su majestad no se hubiera compadecido de mi edad y me hubiera ayudado a cavar estos cuadros, habría sido atacado por ese hombre en su camino de vuelta. Entonces habría lamentado no haberse quedado conmigo. Por lo tanto el tiempo más importante es el tiempo que pasaste cavando los cuadros, la persona más importante era yo mismo y el empeño más importante era el ayudarme a mí…

    Más tarde, cuando el herido corría hacia aquí, el momento más oportuno fue el tiempo que pasaste curando su herida, porque si no le hubieses cuidado habría muerto y habrías perdido la oportunidad de reconciliarte con él. De esta manera, la persona más importante fue él y el objetivo más importante fue curar su herida…

    Recuerda que solo hay un momento importante y es ahora. El momento actual es el único sobre el que tenemos dominio. La persona más importante es siempre con la persona con la que estás, la que está delante de ti, porque quién sabe si tendrás trato con otra persona en el futuro. El propósito más importante es hacer que esa persona, la que está junto a ti, sea feliz, porque es el único propósito de la vida.

    El prisionero del Cáucaso

    León Tolstói

    I

    Servía en el Cáucaso como oficial un noble llamado Zhilin.

    Una vez recibió una carta de casa. Le escribía su anciana madre: Me he hecho vieja, y antes de morir querría ver a mi querido hijo. Ven a despedirte de mí, entiérrame, y después vuelve con Dios al servicio. Incluso te he buscado una novia: inteligente, buena y con hacienda. Puede ser que te enamore, te cases y te quedes para siempre.

    Zhilin reflexionó: En efecto, la anciana está mal; es posible que no tenga ocasión de volver a verla. Iré, y si la novia es buena, incluso puede que me case.

    Fue a donde el coronel, consiguió un permiso, se despidió de los compañeros, invitó a sus soldados a cuatro jarras de vodka para la despedida y se dispuso a partir.

    El Cáucaso por aquel entonces estaba en guerra. No había tránsito por los caminos ni de día ni de noche. Apenas algún ruso se alejaba a pie o a caballo de la fortaleza, los tártaros lo mataban o se lo llevaban a las montañas. Era sabido que dos veces por semana soldados de escolta iban de una fortaleza a otra. Delante y detrás iban soldados, y en medio, la gente.

    Era verano. Al amanecer, se reunieron los convoyes detrás de la fortaleza, salieron los exploradores y emprendieron la marcha por el camino. Zhilin iba a caballo y la telega con sus cosas en el convoy. Debían recorrer veinticinco verstas. El convoy avanzaba despacio, tan pronto se paraban los soldados, como a alguien del convoy se le salía una rueda, o un caballo se detenía y todos se paraban para esperarse.

    Por el sol, pasaba ya del mediodía, y el convoy solo había cubierto la mitad del camino. Polvo, calor, un sol abrasador y ningún lugar donde refugiarse. Estepa desnuda, ni un árbol, ni una mata en el camino.

    Zhilin iba en vanguardia, se paró y esperó a ser alcanzado por el convoy. Oyó que atrás tocaban la corneta, que otra vez se paraban. Zhilin pensó: ¿Y si me voy solo, sin soldados? Llevo un buen caballo. Si me asaltan los tártaros me escapo al galope. ¿O será mejor que no me vaya…?.

    Se paró a pensar. Entonces lo alcanzó a caballo otro oficial, Kostylin, con un fusil, y le dijo:

     — Vámonos solos, Zhilin. No puedo más, tengo hambre y hace un calor sofocante. Llevo la camisa empapada. — Kostylin era un hombre triste, gordo, colorado y sudoroso.

    Zhilin se lo pensó y dijo:

     — ¿Está cargado el fusil?

     — Cargado.

     — Pues entonces vámonos. Solo una condición: no separarse.

    Y siguieron adelante por el camino. Iban por la estepa charlando y mirando a todos lados. Se podía ver hasta muy lejos alrededor.

    En cuanto se acabó la estepa, el camino se metió entre dos montañas por un desfiladero. Entonces Zhilin dijo:

     — Hay que subir a la montaña y mirar, por aquí ya es posible que se escondan tras las montañas y no los veamos.

    Pero Kostylin dijo:

     — Qué vas a mirar. Sigamos adelante.

    Zhilin no le escuchó.

     — No — dijo — tú espera abajo, echo una mirada y vuelvo.

    Y lanzó el caballo a la izquierda, hacia la montaña. El caballo que montaba Zhilin era de caza (había pagado cien rublos por él en una potrada y él mismo lo había domado), lo llevó pendiente arriba como si tuviera alas. Nada más alcanzar la cumbre, miró y vio que delante de él, a una desiatina, había unos treinta tártaros a caballo. Los vio, y volvió grupas; los tártaros lo vieron y se lanzaron hacia él al galope, desenfundando violentamente las armas. Zhilin dio rienda suelta al caballo por la pendiente, y gritó a Kostylin:

     — ¡Desenfunda el fusil! — Y mientras, pensaba en su caballo: Padrecito, llévame, que no se te enreden las patas, si das un traspiés es el fin. Llegaré como sea hasta el fusil, no pienso entregarme.

    Pero Kostylin, en lugar de esperar, en cuanto vio a los tártaros huyó a toda prisa hacia la fortaleza. Con el látigo fustigaba al caballo a un flanco y a otro. En la polvareda solo se veía cómo el caballo movía la cola.

    Zhilin se dio cuenta de que las cosas pintaban mal. El fusil había huido y con un sable no había nada que hacer. Lanzó el caballo hacia atrás, hacia los soldados, con intención de huir. Vio que media docena corrían a cortarle el paso. Llevaba un buen caballo pero los de ellos eran aún mejores, y galopaban campo a través. Comenzó a volver grupas, con intención de dar la vuelta hacia atrás, pero el caballo se desbocó, no se dejaba sujetar, voló directamente hacia ellos. Vio acercarse hacia él a un tártaro con barba rojiza sobre un caballo gris. Chillaba, enseñaba los dientes, llevaba la escopeta preparada.

    Os conozco, diablos — pensó Zhilin — . Si me cogen vivo, me meterán en un pozo y me azotarán con un látigo. No permitiré que me cojan con vida.

    Zhilin, aunque no era corpulento, era osado. Desenvainó el sable y lanzó el caballo directamente contra el tártaro pelirrojo, pensando: O arrollo al caballo, o lo tumbo con el sable.

    Zhilin no pudo llegar galopando hasta el caballo, le dispararon desde atrás y dieron a su caballo. El caballo se desplomó sobre la tierra, atrapando una pierna de Zhilin.

    Quería levantarse pero tenía encima a dos tártaros apestosos que le retorcían el brazo. Se desprendió de los tártaros, llegaron cabalgando tres más, comenzaron a golpearle con las culatas en la cabeza. Se le nubló la vista y se tambaleó. Lo cogieron los tártaros, quitaron la sobrecincha de la silla de reserva, le pusieron las manos a la espalda, las ataron con un nudo tártaro y lo arrastraron a la silla. Le tiraron la gorra, le quitaron las botas, le cogieron el dinero y el reloj y le destrozaron el uniforme. Zhilin echó una mirada a su querido caballo. Seguía tal y como había caído, de costado, movía las patas intentando levantarse del suelo pero no lo conseguía, tenía un agujero en la cabeza y del agujero brotaba sangre negra, había empapado el polvo de un arshín en torno suyo.

    Un tártaro se acercó al caballo y se puso a quitarle la silla. Aún se revolvía, él sacó el puñal y lo degolló. De su garganta se escapó vaho y un silbido, y sufrió un espasmo antes de morir.

    Los tártaros le quitaron la silla y el arnés. El tártaro de la barba roja se montó en su caballo y los otros sentaron a Zhilin con él; para que no se cayera, lo ataron con una correa al cinturón del tártaro. Y lo llevaron hacia las montañas.

    Zhilin iba sentado tras el tártaro, se balanceaba, chocaba con la cara en la espalda del apestoso tártaro. Lo único que veía ante sí era la enorme espalda tártara, un cuello fibroso y una nuca afeitada que azuleaba bajo el gorro. Zhilin tenía la cabeza abierta, la sangre se le coagulaba sobre los ojos. No podía enderezarse sobre el caballo, ni limpiarse la sangre. Tenía los brazos tan retorcidos que le dolía la clavícula.

    Cabalgaron durante mucho tiempo de montaña en montaña, vadearon un río, salieron al camino y fueron por un valle.

    Zhilin quería observar el camino, ver adónde lo llevaban, pero tenía los ojos cubiertos de sangre, y le resultaba imposible volverse.

    Comenzó a anochecer. Vadearon todavía otro río, empezaron a subir por una montaña pedregosa, olía a humo, ladraban los perros.

    Llegaron a una aldea tártara. Los tártaros desmontaron, se acercaron muchachos tártaros y rodearon a Zhilin, silbaban alegres y le tiraban piedras.

    Un tártaro echó a los muchachos, bajó a Zhilin del caballo y llamó a un criado. Llegó un nogayo de pómulos salientes, vestido solo con una camisa. Una camisa harapienta que le dejaba el pecho al descubierto. El tártaro le ordenó algo. El criado trajo un cepo: dos troncos de roble ensartados en argollas de hierro, y en una argolla una aldabilla y un candado.

    Desataron las manos a Zhilin, le pusieron el cepo y lo condujeron al granero, lo empujaron dentro y cerraron la puerta. Zhilin cayó sobre el estiércol. Estuvo un rato tumbado, en la oscuridad buscó a tientas un lugar más blando y se acostó.

    II

    Zhilin apenas durmió en toda la noche. Las noches eran cortas. Al ver por una rendija que comenzaba a clarear, Zhilin se levantó, excavó en la rendija para hacerla mayor y se puso a mirar.

    Por la rendija veía el camino que bajaba de la montaña, a la derecha una saklya tártara, detrás de ella dos árboles. A la puerta, un perro negro tumbado, y una cabra deambulando con sus cabritillas, moviendo el rabo. Vio que por la cuesta de la montaña subía una tártara joven, vestida con camisa de colores, sin cinturón, con pantalones y botas, la cabeza cubierta por un caftán y, en la cabeza, un cántaro metálico con agua. Caminaba, se contoneaba, se inclinaba, llevaba de la mano a un pelón vestido únicamente con una camisa. La tártara entró en la saklya con el agua, salió el tártaro de barba roja de la víspera, en beshmet de seda, con un puñal plateado en el cinturón y borceguíes sobre los pies desnudos. En la cabeza, un gorro alto, de piel de carnero, negro, echado hacia atrás. Salió, se desperezó, se atusó su roja barba. Siguió de pie, mandó algo al criado y éste se fue a algún lado.

    Después pasaron dos muchachos a caballo hacia el abrevadero. Los caballos tenían el belfo inferior mojado. Salieron corriendo más muchachos con la cabeza afeitada, en camisa, sin calzones, se reunieron un montón, se acercaron al granero, cogieron una rama seca y se pusieron a escarbar en la rendija. En cuanto Zhilin les gritó, los muchachos echaron a correr, se alejaron corriendo, solo brillaban sus rodillas desnudas.

    Zhilin tenía sed, sentía la garganta reseca, pensaba que por lo menos podrían ir a verlo. Oyó la llave en el cerrojo del granero. Entró el tártaro pelirrojo, y con él venía otro, más bajo, moreno. Ojos negros, luminosos, rubicundo, barba corta, recortada; de rostro alegre, no hacía más que reírse. Vestía de oscuro, todavía mejor: beshmet de seda azul, galoneado. En el cinturón, un puñal grande, plateado; borceguíes rojos, de cordobán, adornados también en plata, y sobre los finos borceguíes otros más gruesos. Gorro alto de carnero blanco.

    El tártaro pelirrojo entró y dijo algo, evidentemente enfadado, y se acomodó. Acodado en el dintel de la puerta, jugaba con el puñal, miraba de reojo a Zhilin, como un lobo. Y el moreno, que se movía como si tuviera resortes, rápido, vivo, fue directamente hacia Zhilin, se acuclilló, enseñó los dientes, le dio palmadas en los hombros y empezó a repetir algo muchas veces en su barboteo, guiñó los ojos, chasqueó la lengua, y sentenció: ¡Fienuruso! ¡Fienuruso!.

    Zhilin no entendía nada y dijo: Beber, ¡dadme agua para beber!.

    El moreno se rio. Fuen uruso, continuó diciendo en su barboteo.

    Zhilin pidió con las manos y los labios que le dieran de beber.

    El moreno lo entendió, se rió, miró hacia la puerta, llamó a alguien: ¡Dina!.

    Llegó corriendo una muchacha fina, delgada, de unos trece años, parecida de cara al moreno. Evidentemente, su hija. También de ojos negros, luminosos, y cara bonita. Vestía una camisa larga, azul, con mangas anchas y sin cinturón, ribeteada de rojo en los faldones, el escote y los puños. En las piernas, pantalones y borceguíes, y sobre los borceguíes otros de altos tacones; en el cuello, un collar de monedas rusas de cincuenta kopeks. La cabeza descubierta, una trenza negra, y en la trenza una cinta de la que cuelgan chapas y un rublo de plata.

    El padre le ordenó algo. Salió corriendo y regresó trayendo una jarra metálica. Le dio el agua, se acuclilló y se encorvó de tal manera que tenía los hombros más bajos que las rodillas. Permaneció sentada, con los ojos muy abiertos, mirando cómo bebía Zhilin, de la misma manera que miraría a un animal salvaje cualquiera.

    Al devolverle Zhilin la jarra metálica, dio un salto hacia atrás, como una cabra salvaje. Hasta el padre se rió. La mandó a algún otro sitio. Cogió el cántaro y echó a correr, volvió con pan ácimo en una tabla redonda y se sentó de nuevo, se encorvó y no le quitó los ojos de encima.

    Se fueron los tártaros y cerraron otra vez la puerta.

    Al poco tiempo, se acerca el nogayo a Zhilin y dice:

     — ¡Ea, patrón, ea!

    Tampoco sabe ruso. Zhilin solo entiende que lo manda ir a alguna parte.

    Zhilin va con el cepo, cojea, no puede pisar, pone el pie de lado. Zhilin sale detrás del nogayo. Mira la aldea tártara, hay diez casas y una iglesia de las suyas, con una torrecilla. Al lado de una casa hay tres caballos ensillados. Unos muchachos sujetan las riendas. Sale de esa casa el tártaro moreno, hace señas con las manos para que se le acerque Zhilin. Se ríe, dice algo en su lengua y desaparece tras la puerta. Zhilin entra en la casa. Es una buena vivienda, las paredes son lisas cubiertas de arcilla. Contra la pared del fondo hay apoyados colchones de plumón multicolores, a los lados cuelgan caros tapices y sobre los tapices escopetas, pistolas, puñales, todo de plata. En una de las paredes hay una pequeña estufa a ras de suelo. El suelo es de tierra, limpio, como un tocado femenino, y todo el rincón del fondo está cubierto de fieltros; sobre los fieltros, alfombras; y sobre las

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