Obras reunidas 1: Escritos de reforma
Por Martín Lutero
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Martín Lutero
Martín Lutero (1483-1546), monje agustino y profesor de la Universidad de Wittenberg, desencadenó la Reforma protestante en el otoño de 1517 con su crítica a la venta de indulgencias papales. Su teología, construida sobre la idea de la justificación por la sola fe, se desarrolló paralelamente a su progresivo enfrentamiento con Roma. El movimiento reformador desarrollado a partir de él determinó la historia intelectual, política y social moderna.
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Obras reunidas 1 - Martín Lutero
I
PREFACIO AL PRIMER TOMO DE LOS ESCRITOS LATINOS (1545)
[Vorrede zum ersten Bande der Gesamtausgaben seiner lateinischen Schriften]
*
Once meses antes de morir, Lutero firmaba el prefacio al primer tomo de sus escritos latinos, el primero de siete (1545-1557), que constituyeron, junto con los doce volúmenes de sus textos en alemán (1539-1559), el primer proyecto de edición de sus obras completas. El anciano reformador no oculta en las primeras líneas el enojo que le produce dicho proyecto de edición, a cuyos promotores —Jorge Rörer y Gaspar Kreutziger— deja sin nombrar; a su entender, las obras de los antiguos Padres y los Loci communes de Melanchthon deberían preferirse a todas las suyas. Después suplica la benevolencia del lector y equipara su propia conducta juvenil a la del apóstol Pablo antes de la conversión: en las primeras obras de Lutero se encontrarían numerosas blasfemias, pues era él por entonces un perseguidor de la fe, un papista convencido. En el resto del Prefacio el reformador vuelve la vista, con una distancia de casi treinta años, a los vertiginosos sucesos de su vida entre 1517 y 1521.
La mirada retrospectiva de Lutero abarca dos temas paralelos: la controversia sobre el valor de las indulgencias, que se convirtió progresivamente en un enfrentamiento abierto con el papado, y el desarrollo de su teología de la gracia a partir de Rom 1,17 («El justo por la fe vivirá»). A propósito de lo segundo, Lutero alude a la célebre «experiencia de la torre» —sin referirse a ella por ese nombre—, con seguridad anterior a 1517, y se refiere a también a su interpretación de los Salmos a la luz de su nueva comprensión teológica, que encontró parcialmente confirmada en la obra de Agustín.
Con la salvedad de la interpretación luterana de los Salmos —de la cual el lector hallará una muestra en el volumen segundo de esta obra—, los textos aludidos en este prefacio se encuentran ampliamente representados en el presente volumen. Al final del texto Lutero anuncia su intención, frustrada por la muerte, de dedicarse en los prefacios de los tomos siguientes a «las controversias con los sacramentarios y los anabaptistas», es decir, a los movimientos disidentes internos de la joven Reforma, y en concreto a los que discutían aspectos básicos de dos de los sacramentos reconocidos por Lutero: el bautismo y el pan. El reformador concluye su prefacio en clave apocalíptica, identificando expresamente al papa con el Anticristo y representándose a sí mismo como instrumento de Dios.
PREFACIO AL PRIMER TOMO DE LOS ESCRITOS LATINOS
Martín Lutero saluda al lector piadoso.
Me opuse mucho y durante largo tiempo a los que querían ver publicados mis libros, o mejor dicho, el fárrago de mis lucubraciones, porque no deseaba soterrar con mis trabajos modernos las obras de los antiguos e impedir al lector leerlas, y también porque ahora, por la gracia de Dios, existen libros de enseñanza en abundancia, entre los que destacan los Lugares comunes de Felipe1; con ellos el teólogo y el obispo pueden alcanzar una formación apropiada y extensa que los capacite para predicar la doctrina de la piedad, sobre todo ahora que la sagrada Biblia puede leerse en casi todas las lenguas. Mis libros, sin embargo —como propiciaba, incluso como exigía, la falta de orden de los acontecimientos—, forman cierto caos tosco y desordenado, de manera que ahora son difíciles de organizar incluso para mí mismo.
Por estas razones deseaba yo que todos mis libros quedasen sepultados en perpetuo olvido, para dejar espacio a otros mejores. Pero la excesiva y molesta insistencia de otras personas, que me llenaban los oídos a base de decirme todos los días que, si yo no permitía la edición en vida, con toda seguridad iban a publicarlos después de mi muerte gente que desconocía totalmente las causas y el curso de los acontecimientos, y de ese modo, a partir de una única confusión, se originarían muchísimas; la excesiva insistencia de estos, digo, consiguió que yo autorizase la edición. A esto se sumaron la voluntad y el mandato de nuestro ilustrísimo príncipe elector Juan Federico, que ordenó, es más, obligó a los impresores a ejecutar la edición y a apresurarla.
Pero, ante todo, ruego al lector piadoso, y se lo ruego por el propio Señor nuestro Jesucristo, que lea estos escritos con juicio, e incluso con mucha conmiseración. Y que sepa que yo antes era monje, y un papista completamente insensato cuando empecé esa causa, y me hallaba tan ebrio de los dogmas del papa, y tan sumergido en ellos, que habría estado del todo dispuesto a matar, si hubiera podido, a cuantos menoscabasen la obediencia a él debida aunque fuese con una sola sílaba, o bien habría colaborado y estado de acuerdo con sus asesinos. Era un Saulo tan grande como todavía hay muchos [cf. Hch 9,1-18]. No era yo tan heladamente frío en la defensa del papado como lo fueron Eck y sus semejantes, que más parecían defender al papa por el interés de su estómago que trabajar en serio por su causa; incluso me parece todavía hoy que más bien se ríen del papa, como epicúreos que son2. Yo, en cambio, defendía con seriedad la causa del papa, pues tenía un miedo horrible al día del juicio y, no obstante, anhelaba de todo corazón salvarme.
Así verás en estos escritos míos tempranos cuántas y qué humildes concesiones hago al papa, que en obras posteriores y en la actualidad considero y maldigo como enormes blasfemias y abominaciones. Por tanto, piadoso lector, atribuirás este error, o como dicen mis calumniadores, esta contradicción, a las circunstancias de la época y a mi inexperiencia. Al principio yo estaba solo, y era sin duda la persona más inadecuada e indocta para tratar tan grandes temas. Pues fue debido a los acontecimientos, no por mi voluntad ni por mi empeño —pongo a Dios por testigo—, por lo que caí en esos tumultos.
Así pues, cuando en el año 1517 se vendían —perdón: se «promulgaban»— indulgencias en estas regiones con el lucro más vergonzoso, era yo entonces predicador y joven doctor en Teología, como se dice, y comencé a disuadir a las gentes y a desaconsejarles que prestasen oído al griterío de los mercaderes de indulgencias, pues tenían cosas mejores que hacer. En eso estaba seguro de contar con la protección del papa, en quien entonces confiaba con toda mi energía, porque en sus decretos condena con toda claridad la desmesura de los «cuestores», como llaman a los predicadores de indulgencias.
Enseguida escribí dos cartas, una al arzobispo Alberto de Maguncia, que recibía la mitad del dinero de las indulgencias —la otra mitad le correspondía al papa, aunque yo entonces lo ignoraba—, y otra al obispo ordinario del lugar, como lo llaman, Jerónimo de Brandeburgo; en ellas les rogaba que pusieran coto a la desvergüenza y a la blasfemia de los cuestores. Pero el pobrecito monje fue despreciado. Al verme tratado con desdén, publiqué una cédula de disputación junto con un sermón en alemán sobre las indulgencias3, así como también, un poco más tarde, unas Resoluciones4. Con estas publicaciones mi intención no era, por honor del papa, que las indulgencias se condenasen, sino que a ellas se prefiriesen las buenas obras de caridad.
¡Esto era haber turbado el cielo y arrasado con fuego el mundo! Me acusan ante el papa, me citan a Roma y contra mí solo se levanta todo el papado. Aquello sucedió en el año 1518, cuando se celebró la dieta de Augsburgo bajo el emperador Maximiliano; en ella actuaba como legado pontificio el cardenal Cayetano, a quien por mi causa se dirigió el ilustrísimo duque de Sajonia, Federico, príncipe elector, y consiguió que no se me obligase a viajar a Roma, sino que el propio Cayetano me recibiera en audiencia y arreglase el asunto. Poco después se clausuró la dieta.
Entre tanto, dado que todos los alemanes estaban cansados de aguantar los saqueos, mercaderías e innumerables imposturas de los embusteros romanos, aguardaban con vivo interés el resultado de tan importante asunto, que hasta entonces ningún obispo ni teólogo se había atrevido a tocar. Esta opinión popular me favorecía en todo sentido, puesto que a todos les resultaban ya odiosas las artimañas y las tretas romanas, con las que habían invadido y fatigado a todo el orbe.
Así pues, llegué a pie y pobre a Augsburgo, provisto por el príncipe Federico de dinero para el viaje y de cartas que me encomendaban al concejo imperial y a algunos hombres buenos. Permanecí allí tres días sin ver al cardenal, puesto que aquellos óptimos varones me lo prohibieron, aconsejándome con toda insistencia que no me presentase ante el cardenal sin un salvoconducto del emperador, aunque aquel me llamaba todos los días por medio de cierto enviado. Este último me resultaba bastante molesto al insistirme en que todo quedaría arreglado si me limitaba a retractarme. Pero cuando la injusticia es larga, largos son los rodeos.
Finalmente, al tercer día, vino preguntándome por qué no me presentaba ante el cardenal, que me estaba aguardando con toda benevolencia. Contesté que debía seguir los consejos de los excelentes varones a los que me había encomendado el príncipe Federico, y que ellos me instaban a no comparecer ante el cardenal de ningún modo sin la protección del emperador o un salvoconducto —estaban en trámites con el concejo imperial para obtenerlo—, y que en cuanto lo obtuviese, me presentaría de inmediato. Entonces preguntó muy irritado: «¿Cómo? ¿Crees que el príncipe Federico va a tomar las armas por ti?». Repliqué: «No lo querría en modo alguno». «¿Y dónde te quedarás?». Contesté: «Bajo el cielo»5. Dijo aquel: «Si tuvieras en tu poder al papa y a los cardenales, ¿qué harías?». Respondí: «Les rendiría toda reverencia y honor». Entonces él, moviendo el dedo con ademán italiano, dijo: «¡Ya, ya!». Así se fue y no volvió más.
Ese día el concejo imperial le comunicó al cardenal que el emperador me brindaba su protección o salvoconducto y exigía que no se tomara ninguna medida demasiado áspera contra mí. Se dice que el cardenal contestó: «Está bien. No obstante, haré lo que corresponda a mi cargo». Este fue el principio de aquel tumulto. Lo demás podrá saberse más abajo a partir de los hechos.
En el mismo año había llegado ya a Wittenberg el maestro Felipe Melanchthon, llamado por el príncipe Federico como profesor de Griego, sin duda para que yo tuviera un compañero de trabajo en la teología; pues lo que Dios ha obrado a través de él, no solo en las letras, sino también en teología, lo testimonian suficientemente sus obras, por más que se encolerice Satanás con todas sus escamas.
En febrero del año siguiente, 1519, falleció Maximiliano, y conforme al derecho imperial asumió sus funciones el duque Federico. Entonces amainó un poco el furor de la tempestad y paulatinamente cundió el menosprecio de la excomunión o rayo del papa. Pues Eck y Caracciolo habían traído de Roma la bula que condenaba a Lutero y se la habían mencionado, cada uno en una ocasión distinta, al duque Federico; este se encontraba a la sazón en Colonia junto con otros príncipes, para recibir a Carlos, que acababa de ser elegido6. El duque se mostró muy indignado y reprendió con gran fuerza y constancia a aquel embaucador pontificio, irritado porque él y Eck hubieran perturbado en su ausencia los dominios de su hermano Juan y los suyos propios. Los censuró de un modo tan magnífico que se retiraron con rubor e ignominia. El príncipe, dotado de increíble ingenio, comprendió las artimañas romanas y supo tratar a estos emisarios como lo merecían, pues poseía un olfato muy fino y husmeaba más cosas y a mayor distancia de lo que los papistas podían sospechar o temer.
Así que en lo sucesivo se abstuvieron de provocarlo. El príncipe tampoco se dignó reverenciar la llamada rosa áurea, que León X le envió en el mismo año [1518]7; más bien se burló de ese gesto. De este modo los papistas tuvieron que abandonar la esperanza de inducir a error a tan excelente príncipe. Y a su sombra el evangelio progresaba con felicidad y se propagaba ampliamente; su autoridad influyó sobre muchos, pues, como se trataba de un príncipe muy sabio y clarividente, solo los envidiosos podían albergar la sospecha de que deseaba alimentar y proteger la herejía y a los herejes. Semejante circunstancia supuso un gran daño para el papado.
En aquel mismo año [1519] tuvo lugar la disputación de Leipzig, a la cual Eck nos desafió a los dos, a Karlstadt y a mí. Pero con ninguna carta pude conseguir del duque Jorge un salvoconducto, de manera que llegué a Leipzig no como disputador, sino como espectador, bajo el salvoconducto concedido a Karlstadt. Ignoro quién se opuso a ello, puesto que hasta aquel entonces el duque Jorge no estaba mal dispuesto hacia mí, como yo sabía muy bien.
En el albergue de Leipzig Eck me visitó y me dijo que había oído que me negaba a disputar. Le respondí: «¿Cómo podría si no me es posible conseguir un salvoconducto del duque Jorge?». Él contestó: «Si no puedo disputar contigo, tampoco quiero hacerlo con Karlstadt, puesto que estoy aquí por ti. Si te consigo un salvoconducto, ¿disputarás conmigo?». Repliqué: «Obtenlo y se hará». Se marchó, y pronto también a mí se me concedió un salvoconducto que me brindaba la posibilidad de disputar. Eck procedió de ese modo porque veía que se le ofrecía una gloria segura, debido a la tesis en la que yo negaba que el papa fuera cabeza de la Iglesia por derecho divino. Por aquí se le abría un vasto campo y una magnífica oportunidad para ganarse el aplauso con su adulación y merecer la gratitud del papa, así como para cubrirme a mí de odio y envidia; y así lo hizo con ahínco durante toda la disputación. Sin embargo, no logró probar sus tesis ni refutar las mías, de modo que el propio duque Jorge durante el almuerzo nos dijo a Eck y a mí: «Sea por derecho humano o divino, el papa es el papa». Esto no lo habría dicho de ninguna manera si no lo hubiesen impresionado mis argumentos, sino que simplemente le habría dado la razón a Eck.
Mi caso puede servir para apreciar qué difícil es lograr salir y emerger de errores que están afianzados por el ejemplo del orbe entero y en cierto sentido se han hecho naturaleza por la larga costumbre. ¡Qué cierto es el proverbio: «Es difícil dejar aquello a lo que se está acostumbrado» y «la costumbre es una segunda naturaleza», y con cuánta razón afirma Agustín: «Una costumbre a la que uno no se resiste, se transforma en necesidad»8! Yo, que entonces había leído ya con la mayor diligencia las Sagradas Escrituras, tanto en público como en privado, y llevaba enseñándolas siete años, hasta el punto de que me las sabía casi todas de memoria; que además había aprendido las primicias del conocimiento y la fe de Cristo, a saber: que nos hacemos justos y salvos no por las obras, sino por la fe de Cristo; que finalmente defendía ya en público esto que digo: que el papa no es cabeza de la Iglesia por derecho divino, sin embargo no vi la consecuencia, a saber: que es necesario que el papa sea del diablo. Pues lo que no es de Dios, necesariamente es del diablo.
De este modo estaba cegado, como he dicho, tanto por el prestigio y el título de la santa Iglesia como por mi propia costumbre, de modo que le concedía al papa el derecho humano, aunque este derecho es mentira y engaño diabólico si no se apoya en la autoridad divina. Pues obedecemos a los padres y a las autoridades no porque ellos mismos lo manden, sino porque así es la voluntad de Dios (1 Pe 2[,13]). Por esta razón soy capaz tolerar con menos enojo a quienes con demasiada pertinacia se aferran al papado, en especial a los que no han leído ni las Escrituras Sagradas ni tan siquiera las profanas, al ver que yo, que llevaba leyéndolas tantos años con la mayor diligencia, permanecía tan tenazmente aferrado a él.
En el año 1519, como he dicho, León X envió la rosa áurea por intermedio de Carlos de Miltitz, que trabajó mucho conmigo para reconciliarme con el papa. Traía setenta breves apostólicos para colocar uno en cada ciudad y llevarme así seguro a Roma, si el príncipe Federico me entregaba, como buscaba el papa con la rosa. Miltitz me reveló sinceramente lo que pensaba: «Martín, yo creía que tú eras un teólogo anciano que, sentado junto a la estufa, disputaba consigo mismo. Pero ahora veo que estás en los mejores años y fuerte. No creo que pudiera llevarte a Roma aunque tuviese veinticinco mil soldados, pues durante todo el viaje he tanteado el ánimo de la gente para saber qué opinaban de ti, y he aquí que donde me encontré con uno a favor del papa, tres estaban a tu favor y en contra de él». Pero era ridículo, porque había preguntado qué pensaban de la sede romana incluso a las pobres mujeres y a las mozuelas de las posadas; como ellas ignoraban tal palabra y pensaban en una silla doméstica, respondían: «¡Cómo vamos a saber qué clase de sillas tenéis en Roma, si son de madera o de piedra!»9.
Así pues, él me rogaba que tomase las decisiones que mejor pudiesen servir para la paz; decía que él, por su parte, se esforzaría para que el papa hiciese lo mismo. Yo prometí también en abundancia que haría con la mejor disposición cuanto estuviese en mi mano, sin poner en peligro mi conciencia de la verdad; que también yo anhelaba ansioso la paz, pues me habían arrastrado a la fuerza a esos tumultos y había hecho cuanto hice obligado por la necesidad, y que no era culpa mía.
Miltitz había citado a Juan Tetzel, de la orden de los predicadores, el primer culpable de esta tragedia, y con palabras amenazadoras del papa puso de vuelta y media a ese hombre, vocinglero impertérrito, hasta entonces terrible para todos, de modo que a partir de aquello se fue consumiendo, hasta que al final murió de aflicciones del corazón. Cuando tuve conocimiento de esto, antes de su muerte, lo consolé con cartas escritas con benevolencia y lo exhorté a tener buen ánimo y a no temer mi recuerdo; pero murió por la mala conciencia, y quizás por la indignación del papa.
Tenían por inútil a Carlos de Miltitz y su propósito. Pero, en mi opinión, si en un principio el arzobispo de Maguncia, cuando le dirigí mi exhortación, y luego el papa, antes de condenarme sin haberme escuchado y antes de ensañarse con sus bulas, hubiesen tomado el curso de acción que tomó Carlos de Miltitz, aunque demasiado tarde, y si hubieran contenido de inmediato la locura de Tetzel, el asunto no habría desembocado en un tumulto tan grande. Toda la culpa la tiene Alberto de Maguncia, que se engañó a sí mismo por su sabiduría y astucia cuando intentaba reprimir mi doctrina y salvar el dinero que había adquirido por medio de las indulgencias. Ahora se buscan en vano soluciones, en vano se esfuerzan. El Señor veló y se dispone a juzgar a los pueblos [cf. Dn 9,14]. Aunque pudiesen matarnos, no obtendrían lo que desean, e incluso conseguirían menos de lo que tienen estando nosotros vivos y salvos. Eso lo husmean bastante bien algunos de entre ellos que no carecen del todo de olfato.
Mientras tanto, ese año yo había vuelto a los Salmos para interpretarlos de nuevo, en la confianza de que ahora estaba más ejercitado, después de tratar en mis cursos las epístolas de san Pablo a los Romanos y a los Gálatas, como asimismo la que está dirigida a los Hebreos. Sin duda, estaba arrebatado por el maravilloso fervor de conocer a Pablo en su epístola a los Romanos, pero hasta entonces me lo había impedido, no la frialdad de la sangre en mi corazón, sino una sola palabra que figura en el primer capítulo: «La justicia de Dios se revela en él10» [Rom 1,17]. Yo odiaba esa expresión, «la justicia de Dios», porque por el uso y la costumbre de todos los doctos se me había enseñado a entenderla filosóficamente como la llamada justicia formal o activa, por la cual Dios es justo y castiga a los pecadores e injustos.
Pero yo, que, pese a vivir como monje irreprochable, me sentía pecador ante Dios con la más intranquila conciencia y no podía confiar en que mi satisfacción fuera suficiente para Él, no lo amaba, es más, odiaba a ese Dios justo que castiga a los pecadores. Aunque no con blasfemia tácita, sí con fuerte murmuración me indignaba contra Dios y decía: «Como si no fuera bastante con que los míseros pecadores, eternamente perdidos por el pecado original, se vean oprimidos por toda clase de calamidades por la ley del decálogo, ¡encima Dios añade dolor al dolor con su evangelio y también a través él nos amenaza con su justicia y su ira!». Así andaba enloquecido, con la conciencia impetuosa y perturbada; no obstante, con insistencia importunaba a Pablo en ese pasaje, con muy ardiente sed de saber qué quería decir.
Hasta que, apiadándose Dios de mí, tras meditar días y noches enteras me fijé en el contexto de las palabras, a saber: «La justicia de Dios se revela en él, como está escrito: ‘El justo vive11 por la fe’» [Rom 1,17; Ha 2,4]. Ahí empecé a entender la justicia de Dios como una justicia por la cual el justo vive por un regalo de Dios, a saber, por la fe, y a entender así el sentido del pasaje: por el evangelio se revela la justicia de Dios, la justicia «pasiva», mediante la cual Dios misericordioso nos justifica por la fe, como está escrito: «El justo vive por la fe». Entonces sentí que estaba totalmente renacido y que había entrado por la puerta abierta de par en par al propio paraíso. De inmediato toda la Escritura tomó otro aspecto para mí. Acto seguido recorrí la Escritura tal como la conservaba en la memoria y hallé también en otras expresiones un sentido análogo, como «obra de Dios», es decir, la que Dios obra en nosotros; «valor de Dios», aquel por el cual nos hace poderosos; «sabiduría de Dios», aquella por la cual nos hace sabios; «fortaleza de Dios»; «salvación de Dios»; «gloria de Dios».
Si antes había odiado con gran encono la expresión «justicia de Dios», con tanto más amor la ensalzaba ahora como la más dulce para mí. De este modo aquel pasaje de Pablo fue para mí la puerta del paraíso. Más tarde leí El espíritu y la letra de Agustín, donde, en contra de lo que esperaba, hallé que interpreta la justicia de Dios de manera parecida, a saber, la justicia «con la cual Dios nos viste al justificarnos»12. Y aunque esto está dicho todavía en forma imperfecta y no explica claramente todo lo que se refiere a la imputación13, me gustó, sin embargo, que se enseñara la justicia de Dios como aquella gracia a la cual quedamos justificados.
Mejor preparado con semejantes reflexiones comencé a interpretar los Salmos por segunda vez, y el trabajo habría dado lugar a un gran comentario si no me hubiera visto obligado otra vez a abandonar la obra empezada, al llamarme al año siguiente el emperador Carlos V a la dieta de Worms14.
Estas cosas te las narro, excelente lector, para que, si vas a leer estas obritas mías, recuerdes que yo, como he dicho arriba, soy de los que, como escribe Agustín de sí mismo15, han avanzado a base de escribir y enseñar, no de los que se hacen de repente los más grandes a partir de la nada y, sin haber trabajado ni haber reunido tentaciones ni experiencias, absorben con solo mirarla todo el espíritu de las Escrituras.
Hasta este punto llegó el asunto de las indulgencias en los años 1520 y 1521. Vienen después las controversias con los sacramentarios y los anabaptistas, de las que trataré en el prefacio a los otros tomos, si vivo.
Ten salud en el Señor, lector, y ora por el incremento de la Palabra contra Satanás, porque él es poderoso y malo, y ahora está en la cima de su furia y crueldad, pues sabe que le queda poco tiempo [Ap 12,12] y que el reino de su papa corre peligro. ¡Que Dios confirme lo que ha obrado en nosotros y termine para su gloria la obra que ha comenzado en nosotros [Flp 1,6]! Amén.
5 de marzo de 1545
* WA 54, 179-187.
1. Los Loci communes de Felipe Melanchthon.
2. El nombre de los seguidores del filósofo griego Epicuro de Samos (siglos IV-III a.C.) vale aquí como sinónimo de ateo, descreído y materialista.
3. Textos II y III de la presente edición.
4. Resolutiones disputationum de indulgentiarum virtute (WA 1, 522-628).
5. En el doble sentido de «al raso» y «a merced de Dios».
6. En realidad la bula Exsurge Domine , que condena las enseñanzas de Lutero, es del año siguiente (1520), y los encargados de publicarla en los países germánicos fueron Juan Eck y Jerónimo Aleandro. El nuncio Marino Caracciolo participó junto con Aleandro en la publicación de la segunda bula, Decet Romanum Pontificem (1521), que condenada y excomulgaba a la persona de Lutero. La primera bula no coincidió en el tiempo con la elección de Carlos V —en Fráncfort en 1519—, sino con su coronación en Colonia a finales de octubre de 1520.
7. Cada año el papa manifestaba su especial estima hacia una persona o entidad con el envío de una rosa de oro puro.
8. Agustín, Confessiones , VIII, 5, 10 (PL 32, 753; CSEL 33).
9. Tanto en latín ( sedes ) como en alemán ( Stuhl ) la palabra que se usa para designar una sede episcopal y una silla ordinaria es la misma.
10. Es decir, en el evangelio.
11. El presente vivit que prefiere Lutero es una variante atestiguada en la tradición de la Vulgata, frente a la forma aceptada que mejor traduce el griego original, el futuro vivet : «Mas el justo por la fe vivirá».
12. Agustín, De spiritu et littera , 9, 15 (PL 44, 209; CSEL 60).
13. Es decir, la imputación del mérito de Cristo al creyente.
14. Véase el texto XI. En el segundo volumen el lector encontrará el Comentario a los Salmos penitenciales .
15. Agustín, Epistula 143, 2 (PL 33, 585; CSEL 44): «Ego proinde fateor me ex eorum numero esse conari, qui proficiendo scribunt, et scribendo proficiunt».
II
DISPUTACIÓN PARA DETERMINAR EL VALOR DE LAS INDULGENCIAS: LAS 95 TESIS (1517)
[Disputatio pro declaratione virtutis indulgentiarum]
*
Sigue el texto que en retrospectiva se ha utilizado para fijar como día de la Reforma el 31 de octubre de 1517. Las 95 tesis constituían la invitación a un debate académico para esclarecer la fundamentación teológica de las indulgencias papales, en concreto las que entonces se estaban vendiendo en territorio alemán de forma masiva, con la finalidad oculta —a todas luces ignorada todavía por Lutero— de satisfacer la cuantiosa deuda contraída por Alberto de Brandeburgo en su ambición por ocupar simultáneamente las sedes episcopales de Maguncia y Magdeburgo, y con el motivo oficial de contribuir a la construcción de la basílica de San Pedro en Roma, según promulgaba una bula de Julio II renovada por León X.
La publicación de las tesis respondía a una obligación tanto académica como pastoral de Lutero. Por la primera buscaba que se estableciese y se explicase con claridad una doctrina sólida sobre las indulgencias papales, que sirviera para poner límites a las libertades oratorias que se permitían sus predicadores, en particular Juan Tetzel; este dominico habría llegado, entre otros excesos, al célebre extremo de afirmar que las indulgencias papales tenían el poder de absolver incluso a un hombre que hubiese violado a la madre de Dios (§ 75). A dicha obligación académica estaba ligada la pastoral: se trataba de impedir que los fieles se viesen engañados sobre la naturaleza de la salvación cristiana y en consecuencia fuesen condenados.
Las tesis incluyen algunas afirmaciones poderosas, que por lo demás explican la fuerte oposición que encontraron entre los defensores de la autoridad papal, como que «si el papa conociera los abusos de los predicadores de indulgencias, preferiría que la basílica de San Pedro se redujese a cenizas antes que construirla con la piel, la carne y los huesos de sus ovejas» (§ 50). Sin embargo, las 95 tesis no constituyen todavía un escrito dirigido contra el papa; antes bien, Lutero parte de la presunción de contar con su apoyo.
Si de verdad se clavaron en el portón de la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg el día 31 de octubre —consta que al menos sí se enviaron a Alberto de Maguncia ese día—, el hecho no habría estado exento de un considerable carácter provocador: al día siguiente, el primero de noviembre, iba a exhibirse en la iglesia la colección de reliquias de Federico de Sajonia —el príncipe que había de convertirse en el protector fundamental de la causa luterana—, cuya contemplación garantizaba al público cuantiosas indulgencias. En todo caso, el escrito, redactado en latín como correspondía a un texto universitario, estaba dirigido al público académico, y su rápida traducción y difusión en alemán escaparon a las intenciones de Lutero.
DISPUTACIÓN PARA DETERMINAR EL VALOR DE LAS INDULGENCIAS: LAS 95 TESIS
Por amor y empeño de sacar la verdad a la luz, se discutirán en Wittenberg las siguientes tesis bajo la presidencia del reverendo padre Martín Lutero, maestro en artes y en sagrada teología y profesor ordinario de dicha disciplina en esta localidad. Por tal razón, ruega que los que no puedan estar presentes y debatir oralmente con nosotros, lo hagan, aunque ausentes, por escrito. En el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Amén.
1. Cuando nuestro Señor y maestro Jesucristo dijo: «Haced penitencia...» [Mt 4,17], quiso que toda la vida de los creyentes fuera penitencia1.
2. Este término no puede entenderse en el sentido de la penitencia sacramental, es decir, de aquella relacionada con la confesión y satisfacción, que se celebra por el ministerio de los sacerdotes.
3. Sin embargo, el término no apunta solo a una penitencia interior; antes bien, una penitencia interna es nula si no obra en el exterior diversas mortificaciones de la carne.
4. En consecuencia, subsiste la pena mientras perdura el odio al propio yo, es decir, la verdadera penitencia interior, lo que significa que ella continúa hasta la entrada en el reino de los cielos.
5. El papa no quiere ni puede remitir pena alguna salvo aquellas que él mismo ha impuesto, sea por su decisión, sea por conformidad a los cánones.
6. El papa no puede remitir culpa alguna, a no ser declarando y testimoniando que es Dios quien la ha remitido, o remitiéndola con certeza en los casos que se ha reservado. Si estos fuesen menospreciados, la culpa subsistiría íntegramente.
7. De ningún modo Dios remite la culpa a nadie sin que al mismo tiempo lo humille y lo someta en todas las cosas al sacerdote, su vicario.
8. Los cánones penitenciales solo se han impuesto a los vivos, y no se debe imponer nada a los moribundos basándose en dichos cánones.
9. Por ello, el Espíritu Santo nos beneficia en la persona del papa al exceptuar siempre en sus decretos el artículo de muerte y necesidad.
10. De manera indocta y mala proceden los sacerdotes que reservan a los moribundos penas canónicas en el purgatorio.
11. Esta cizaña, consistente en transformar la pena canónica en pena para el purgatorio, parece sin duda que se sembró mientras los obispos dormían [cf. Mt 13,24-30].
12. Antiguamente las penas canónicas no se imponían después, sino antes de la absolución, como prueba de la verdadera contrición.
13. Los moribundos se desprenden de todo a causa de la muerte y ya quedan muertos para las leyes canónicas, y quedan por derecho exentos de ellas.
14. Una pureza o caridad imperfectas comportan para el moribundo, por necesidad, un gran miedo, el cual es tanto mayor cuanto menores sean aquellas.
15. Este temor y horror son suficientes por sí solos —por no hablar de otras cosas— para constituir la pena del purgatorio, pues están muy cerca del horror de la desesperación.
16. Parece que el infierno, el purgatorio y el cielo difieren entre sí tanto como la desesperación, la cuasidesesperación y la seguridad de la salvación.
17. Parece necesario que en las almas del purgatorio, a medida que disminuya el horror, aumente la caridad.
18. Y no parece probado por ningún motivo ni pasaje de la Escritura que estas almas estén excluidas del estado de mérito o del crecimiento en la caridad.
19. Y tampoco parece probado que las almas en el purgatorio, al menos todas ellas, tengan plena certeza de su bienaventuranza, aunque nosotros lo estemos completamente.
20. Por tanto, cuando el papa habla de remisión plenaria de todas las penas, no significa sin más el perdón de todas ellas, sino solo el de aquellas que él mismo impuso.
21. En consecuencia, yerran aquellos predicadores de indulgencias que afirman que el hombre queda absuelto y a salvo de toda pena por medio de las indulgencias del papa.
22. De modo que el papa no remite a las almas del purgatorio ninguna pena que según los cánones hubiesen tenido que pagar en esta vida.
23. Si a alguien se le puede conceder una remisión de absolutamente todas las penas, sin duda solo es posible en el caso de los más perfectos, es decir, de muy pocos.
24. Por esta razón, la mayor parte de la gente se ve necesariamente engañada por esa indiscriminada y grandilocuente promesa de la absolución de la pena.
25. El poder que el papa tiene de forma universal sobre el purgatorio, cualquier obispo o cura lo posee en particular sobre su diócesis o parroquia.
26. Muy bien procede el papa al dar la remisión a las almas del purgatorio no en virtud del poder de las llaves —que no posee—, sino por vía de sufragio2.
27. Mera doctrina humana predican aquellos que aseveran que tan pronto suena la moneda que se echa en la caja, el alma sale volando3.
28. Sin duda, al sonar la moneda en la caja pueden crecer el lucro y la avaricia, mas la intercesión de la Iglesia depende solo de la voluntad de Dios.
29. ¿Quién sabe, acaso, si hay almas del purgatorio que no desean la redención, como se cuenta que ocurrió con san Severino y san Pascual?
30. Nadie está seguro de la sinceridad de su propia contrición, y mucho menos de haber obtenido la remisión plenaria.
31. Igual de raro que el hombre que hace verdadera penitencia, así de raro es el que de verdad adquiere indulgencias: es decir, rarísimo.
32. Serán condenados para la eternidad junto con sus maestros quienes se creen seguros de su salvación mediante una carta de indulgencias.
33. Hemos de cuidarnos mucho de aquellos que afirman que las indulgencias del papa son el inestimable don divino por el que el hombre se reconcilia con Dios.
34. Pues aquellas gracias de perdón solo se refieren a las penas de la satisfacción sacramental, las cuales han sido establecidas por los hombres.
35. No predican nada cristiano aquellos que enseñan que no es necesaria la contrición para los que se disponen a rescatar almas o adquirir privilegios de confesión.
36. Cualquier cristiano verdaderamente arrepentido tiene derecho a la remisión plenaria de pena y culpa, incluso sin carta de indulgencias.
37. Cualquier cristiano verdadero, vivo o muerto, tiene participación en todos los bienes de Cristo y de la Iglesia; esta participación se la ha concedido Dios, incluso sin cartas de indulgencias.
38. No obstante, la remisión y la participación otorgadas por el papa no han de menospreciarse en manera alguna, porque, como ya he dicho, constituyen una declaración de la remisión divina.
39. Es dificilísimo, hasta para los teólogos más doctos, ensalzar ante el pueblo al mismo tiempo la prodigalidad de las indulgencias y la verdad de la contrición.
40. La verdadera contrición busca y ama las penas, pero la profusión de las indulgencias relaja y las hace odiosas, o al menos da ocasión para ello.
41. Las indulgencias apostólicas deben predicarse con cautela, para que el pueblo no crea equivocadamente que deben preferirse a las demás buenas obras de caridad.
42. Debe enseñarse a los cristianos que no es la intención del papa que la compra de indulgencias se compare en modo alguno con las obras de misericordia.
43. Debe enseñarse a los cristianos que aquel que socorre al pobre o ayuda al indigente realiza una obra mayor que si compra indulgencias.
44. Porque la caridad crece por la obra de caridad y el hombre llega a ser mejor; en cambio, por las indulgencias no se hace mejor, sino solo más libre de la pena.
45. Debe enseñarse a los cristianos que el que ve a un indigente y, sin prestarle atención, da su dinero para comprar indulgencias, lo que obtiene en realidad no son las indulgencias papales, sino la indignación de Dios.
46. Debe enseñarse a los cristianos que, a no ser que estén de sobra colmados de bienes, están obligados a retener lo necesario para su casa y de ningún modo derrocharlo en indulgencias.
47. Debe enseñarse a los cristianos que la compra de indulgencias es libre, no obligatoria.
48. Debe enseñarse a los cristianos que, al otorgar indulgencias, el papa necesita y desea más una oración piadosa por su persona que dinero en efectivo.
49. Debe enseñarse a los cristianos que las indulgencias papales son útiles si no ponen en ellas su confianza, pero muy nocivas si por ellas pierden el temor de Dios.
50. Debe enseñarse a los cristianos que si el papa conociera los abusos de los predicadores de indulgencias, preferiría que la basílica de San Pedro se redujese a cenizas antes que construirla con la piel, la carne y los huesos de sus ovejas.
51. Debe enseñarse a los cristianos que el papa estaría dispuesto —como es su deber— a dar de su peculio a muchísimos de aquellos a quienes los pregoneros de indulgencias han sonsacado el dinero, aun cuando para ello tuviera que vender la basílica de San Pedro, si fuera menester.
52. Vana es la confianza en la salvación por medio de una carta de indulgencias, aunque el comisario4 y hasta el mismo papa pusieran su propia alma como prenda.
53. Son enemigos de Cristo y del papa quienes, para predicar indulgencias, ordenan suspender por completo la predicación de la palabra de Dios en otras iglesias.
54. Se ofende a la palabra de Dios cuando en un mismo sermón se dedica tanto o más tiempo a las indulgencias que a ella.
55. La intención del papa es, necesariamente, que si las indulgencias —que son algo ínfimo— se anuncian con una campana, una procesión y una ceremonia, el evangelio —que es lo supremo— debe predicarse con cien campanas, cien procesiones y cien ceremonias.
56. Los tesoros de la Iglesia5, de donde el papa distribuye las indulgencias, no son ni suficientemente mencionados ni conocidos entre el pueblo de Cristo.
57. Que en todo caso no son temporales resulta evidente por el hecho de que muchos de los pregoneros no los derrochan, sino que más bien los recolectan.
58. Tampoco son los méritos de Cristo y de los santos, porque estos, sin la intervención del papa, siempre obran la gracia del hombre interior, así como la cruz obra la muerte y el infierno del hombre exterior.
59. San Lorenzo dijo que los tesoros de la Iglesia eran los pobres de la Iglesia, mas hablaba usando el término en el sentido de su época.
60. Sin temeridad afirmamos que las llaves de la Iglesia, donadas por el mérito de Cristo, constituyen ese tesoro.
61. Está claro, pues, que para la remisión de las penas y de los casos reservados, basta con la sola potestad del papa.
62. El verdadero tesoro de la Iglesia es el sacrosanto evangelio de la gloria y de la gracia de Dios.
63. Ahora bien, este tesoro es, con razón, muy odiado, puesto que hace que los primeros sean los últimos [Mt 20,16].
64. En cambio, el tesoro de las indulgencias, con razón, es sumamente grato, porque hace que los últimos sean los primeros.
65. Por ello, los tesoros del evangelio son redes con las que en otro tiempo se pescaban a hombres poseedores de riquezas.
66. Los tesoros de las indulgencias son redes con las que ahora se pescan las riquezas de los hombres.
67. Las indulgencias que los predicadores pregonan como las mayores gracias, se entiende que efectivamente lo son en tanto que proporcionan ganancias.
68. No obstante, no son nada en comparación con la gracia de Dios y la piedad de la cruz.
69. Los obispos y curas están obligados a admitir con toda reverencia a los comisarios de las indulgencias apostólicas.
70. Pero están más obligados a vigilar con todos sus ojos y escuchar con todos sus oídos para que esos hombres no prediquen sus propios ensueños en lugar de lo que el papa les ha encomendado.
71. Quien habla contra la verdad de las indulgencias apostólicas, sea anatema y maldito.
72. Pero quien actúa contra los excesos y demasías verbales de los predicadores de indulgencias, sea bendito.
73. Así como el papa fulmina justamente a los que maquinan cualquier artimaña en perjuicio del asunto de las indulgencias,
74. Tanto más tiene la intención de fulminar a los que bajo el pretexto de las indulgencias maquinan en perjuicio de la caridad y la verdad.
75. Es una locura pensar que las indulgencias del papa son tan eficaces como para absolver —por decir algo imposible— a un hombre que haya violado a la madre de Dios.
76. Decimos, por el contrario, que las indulgencias papales no pueden borrar el más leve de los pecados veniales por lo que a la culpa se refiere.
77. Afirmar que si san Pedro fuese papa hoy, no podría conceder mayores gracias, constituye una blasfemia contra san Pedro y el papa.
78. Sostenemos, por el contrario, que el actual papa, como cualquier otro, dispone de mayores gracias, a saber: el evangelio, las virtudes espirituales, los dones de sanación, etc., como se dice en 1 Cor 12[,28-30].
79. Es blasfemia afirmar que la cruz erguida llamativamente con las armas papales equivale a la cruz de Cristo.
80. Tendrán que rendir cuenta los obispos, curas y teólogos que permiten que charlatanerías tales sean lícitas ante el pueblo.
81. Esta arbitraria predicación de indulgencias hace que ni siquiera para personas cultas resulte fácil salvar el respeto que se debe al papa de las calumnias o preguntas indudablemente sutiles de los laicos.
82. Por ejemplo: ¿Por qué el papa no vacía el purgatorio en razón de la santísima caridad y la muy apremiante necesidad de las almas, que sería la más justa de todas las razones, si redime un número infinito de almas en razón del muy miserable dinero para la construcción de una basílica, una razón del todo insignificante?
83. También: ¿Por qué subsisten las misas y aniversarios por los difuntos y por qué el papa no devuelve o permite retirar las fundaciones instituidas en su beneficio, puesto que no es justo orar por los ya redimidos?
84. También: ¿Qué es esta nueva piedad de Dios y del papa, según la cual conceden al impío y enemigo de Dios redimir en razón del dinero un alma piadosa y amiga de Dios, y sin embargo no redimen por caridad gratuita a esa alma piadosa y querida en razón de su propia necesidad?
85. También: ¿Por qué los cánones penitenciales, que de hecho y por el desuso desde hace tiempo están abrogados y muertos como tales, se satisfacen no obstante hasta hoy por la concesión de indulgencias, como si estuviesen en plena vigencia?
86. También: ¿Por qué el papa, cuya fortuna es hoy más abundante que la de los más opulentos ricos, no construye con su propio dinero la basílica de San Pedro, que es solo una, en lugar de hacerlo con el de los pobres creyentes?
87. También: ¿Qué es lo que remite el papa y qué participación concede a los que por una perfecta contrición tienen ya derecho a una remisión y participación plenarias?
88. También: ¿Qué bien mayor podría hacerse a la Iglesia si el papa, como lo hace ahora una sola vez, concediese estas remisiones y participaciones cien veces por día a cualquiera de los creyentes?
89. Dado que el papa, por medio de sus indulgencias, busca más la salvación de las almas que el dinero, ¿por qué suspende las cartas e indulgencias concedidas anteriormente, si son igual de eficaces?
90. Reprimir estos argumentos tan minuciosos de los laicos solo por la fuerza, sin desvirtuarlos con razones, significa exponer a la Iglesia y al papa a la burla de sus enemigos y contribuir a la desdicha de los cristianos.
91. Por tanto, si las indulgencias se predicasen según el espíritu y la intención del papa, todas esas objeciones se resolverían con facilidad; es más, no existirían.
92. Que se vayan, pues, todos aquellos profetas que dicen al pueblo de Cristo: «Paz, paz», y no hay paz [Jr 6,14; Ez 13,10 y 13,16].
93. Que prosperen todos aquellos profetas que dicen al pueblo de Cristo: «Cruz, cruz», y no hay cruz.
94. Es menester exhortar a los cristianos a que se esfuercen por seguir a Cristo, su cabeza, a través de penas, muertes e infierno.
95. Y a confiar en que entrarán en el cielo a través de muchas tribulaciones [Hch 14,22], antes que por la seguridad de una paz.
* WA 1, 233-238.
1. Lutero utiliza el texto de la Vulgata ( poenitentiam agite , «haced penitencia»), pero tiene presente el sentido del griego original: metanoeite , «cambiad de pensamiento», es decir, «arrepentíos».
2. Es decir, rezando por ellas.
3. A saber, del purgatorio. Podría estar recogiendo un eslogan de la campaña de venta de indulgencias del dominico Juan Tetzel: «Sobald das Geld im Kasten klingt, die Seele aus dem Fegefeuer springt».
4. El comisario encargado de la venta de indulgencias, Alberto de Maguncia.
5. Referencia al thesaurus bonorum operum o «tesoro de buenas obras» espiritual, administrado por la Iglesia.
III
SERMÓN SOBRE LA INDULGENCIA Y LA GRACIA (1518)
[Ein Sermon von Ablass und Gnade]
*
Las 95 tesis habían comenzado a encontrar una recepción hostil: Alberto de Maguncia las había remitido a Roma por consejo de sus teólogos, y el predicador Juan Tetzel había defendido y publicado contra ellas unas Antítesis en la Universidad de Fráncfort del Óder. Para precisar y defender por su parte los postulados de las tesis, que se difundían en lengua vernácula en contra de su voluntad, Lutero publicó este breve sermón alemán en la primavera de 1518. En él se refiere con más detalle a la doctrina eclesiástica existente acerca de la indulgencia —esta no sustituye a la contrición ni a la confesión, sino solo a la satisfacción—, advierte de paso que dicha doctrina no se encuentra sustentada en las Escrituras, sino solo en las conjeturas de los teólogos escolásticos, y aboga, dadas las incertidumbres que la rodean y la falta de pronunciamientos claros de la Iglesia al respecto, por relativizar el valor de las indulgencias y desaconsejárselas a los cristianos: no debe invitarse al cristiano a eludir el sacrificio y las buenas obras, como sugiere la doctrina sobre las indulgencias, sino a buscarlos. Por lo demás, en el tono de Lutero se deja ya entrever la crispación ante quienes lo acusan de «hereje» (§ 20), aunque sus planteamientos no son todavía rupturistas.
SERMÓN SOBRE LA INDULGENCIA Y LA GRACIA
1. Debéis saber que algunos nuevos maestros, tales como el maestro de las Sentencias1, santo Tomás y sus seguidores, atribuyen a la penitencia tres partes: la contrición, la confesión y la satisfacción; y si bien esta distinción, según ellos la establecen, difícilmente se fundamenta, o mejor dicho, no se fundamenta de ningún modo en las Sagradas Escrituras y en los santos doctores cristianos, no obstante la admitiremos por ahora y hablaremos a su manera.
2. Afirman que la indulgencia no suprime la primera o la segunda parte, a saber, la contrición o la confesión, sino la tercera, es decir, la satisfacción.
3. La satisfacción se subdivide luego en tres partes, a saber: oración, ayuno y limosnas. De modo que la oración comprende toda clase de obras propias del alma, tales como leer, meditar, escuchar la palabra de Dios, predicar, enseñar, y otras similares; el ayuno incluye toda suerte de obras de mortificación de la carne, a saber: vigilias, trabajo penoso, lecho duro, vestidos toscos, etc.; las limosnas abarcan todo género de buenas obras, es decir, obras de caridad y de misericordia hacia el prójimo.
4. Para ninguno de ellos hay duda alguna de que la indulgencia suprime solo las obras de satisfacción que tenemos el deber de realizar o que se nos han impuesto a causa del pecado, porque si la indulgencia suspendiese todas esas obras, no quedaría nada bueno que pudiésemos hacer.
5. Entre muchos de ellos existía una opinión difundida —aún no resuelta— de que la indulgencia anula algo más que tales buenas obras impuestas, es decir, que suprime también las penas que la justicia divina exige por el pecado.
6. Dejaré, por esta vez, dicha opinión sin refutar. Pero afirmo lo siguiente: que no puede demostrarse por medio de ningún texto que la justicia divina desee o exija cualquier pena o satisfacción por parte del pecador aparte de la verdadera contrición de su corazón o conversión, con el firme propósito de llevar en adelante la cruz de Cristo y practicar las obras arriba mencionadas —aun cuando no las hubiese impuesto nadie—, puesto que así habla Dios por boca de Ezequiel [cf. Ez 18,21; 33,14-16]: «Si el impío se aparta de todos sus pecados y hace justicia, no se le recordará ninguno de sus pecados». Así absolvió él mismo a todos: a María Magdalena [Lc 8,2], al paralítico [Lc 5,20], a la mujer adúltera [Jn 8,11], etc. Quisiera oír de buena gana a quien probase lo contrario, sin tener en cuenta lo que algunos doctores han pensado.
7. Sucederá que Dios castiga a algunos conforme a su justicia o que mediante penas los impulsa a la contrición, como se dice en Sal 88 [89,30-33]: «Si sus hijos pecan, castigaré con vara sus transgresiones, mas no quitaré de ellos mi misericordia». Sin embargo, nadie tiene potestad de remitir estas penas, sino solo Dios. De hecho, no quiere quitarlas, sino que, por el contrario, asegura que quiere imponerlas.
8. Por ello, no se puede dar nombre a esta pena imaginaria: nadie sabe tampoco en qué consiste, si no es ese castigo ni las buenas obras arriba mencionadas.
9. Afirmo que, si la Iglesia cristiana aún hoy llegara a resolver o declarar que la indulgencia suprime más que las obras de satisfacción, sería, no obstante, mil veces mejor que ningún cristiano comprara o desease esa indulgencia, sino que prefiriese realizar las obras y sufrir la pena, puesto que la indulgencia no es ni puede llegar a ser otra cosa que el descuido de las buenas obras y de las penas saludables, que con más razón el hombre debería buscar que abandonar. Es cierto que algunos de los nuevos predicadores han inventado dos clases de penas: medicinales y satisfactorias, es decir, unas para la satisfacción y otras para la corrección. Pero nosotros —¡alabado sea Dios!— tenemos más libertad para despreciar tales ideas y charlatanerías de la que poseen ellos para inventarlas; pues toda pena e incluso todo lo que Dios impone sirve para enmendar a los cristianos y es beneficioso para ellos.
10. De nada vale afirmar que las penas y las obras son demasiado numerosas para que el hombre, a causa de la brevedad de su vida, pueda llevarlas a cabo, y que por esta razón la indulgencia le es necesaria. Contesto que esta afirmación no tiene fundamento y es una mera fábula, porque Dios y la santa Iglesia no le imponen a nadie más de lo que puede soportar, como dice también san Pablo que Dios no permitirá que nadie sea tentado más allá de sus fuerzas [1 Cor 10,13]. Supondría un grave oprobio para la cristiandad acusarla de que impone más de lo que podemos soportar.
11. Aunque la penitencia instituida en el derecho canónico estuviese aún hoy en vigencia, es decir, que por cada pecado mortal se impusiesen siete años de penitencia, la cristiandad, no obstante, debería dejar a un lado esas disposiciones y no imponer más de lo que cada uno pudiese soportar. Puesto que actualmente estas leyes no rigen, con más razón debemos cuidarnos de no imponer más de lo que cada cual puede soportar.
12. Se dice bien que el pecador, por aquellas penas que aún le quedan por soportar, debe remitirse al purgatorio o a la indulgencia, pero se dicen otras muchas cosas sin razón ni pruebas.
13. Incurre en grave error quien cree que puede dar satisfacción por sus pecados, puesto que Dios sin cesar los perdona gratuitamente por su inestimable gracia y exige solo que el pecador lleve en lo sucesivo una vida recta. Es cierto que la cristiandad exige algo, así que puede y debe remitirlo también, y no ha de imponer nada difícil o insoportable.
14. La indulgencia se autoriza a causa de los cristianos imperfectos y perezosos que no quieren ejercitarse con decisión en las buenas obras o no quieren sufrir, puesto que la indulgencia no impulsa a nadie a enmendarse, sino que tolera y certifica su imperfección. Por ello, no hay que hablar contra la indulgencia, pero tampoco se debe recomendar a nadie.
15. Actuaría en forma mucho más segura y mejor aquel que donara algo, simplemente por amor a Dios, para el edificio de San Pedro o para lo que fuera, en lugar de tomar una indulgencia en canje; porque es peligroso hacer semejante donación por amor a la indulgencia antes que por amor a Dios.
16. Mucho más vale la obra realizada en beneficio de un indigente que una donación para dicho edificio; también es mucho mejor que la indulgencia que se da en canje, puesto que, como hemos dicho, más vale realizar una buena obra que descuidar muchas. La indulgencia, sin embargo, es la remisión de un gran número de buenas obras, o no se remite nada.
Sí, para que yo os instruya debidamente, prestad atención: ante todo —sin preocuparte del edificio de San Pedro ni de la indulgencia— debes dar a tu prójimo pobre, si quieres donar algo. Pero si llega el momento en que no hubiese nadie en tu ciudad que necesite ayuda —lo que, si Dios quiere, no sucederá nunca—, entonces, si quieres, darás para las iglesias, los altares, los ornamentos o el cáliz que haya en tu pueblo. Y cuando esto ya no haga falta, solo entonces, si quieres, puedes contribuir para el edificio de San Pedro o para otro fin. No obstante, no has de hacerlo a causa de la indulgencia, porque san Pablo dice: «El que no hace bien a los de su casa no es cristiano y es peor que un infiel» [1 Tim 5,8]. Y para expresar libremente mi pensamiento: cualquiera que te diga otra cosa te induce a error, o busca más bien tu alma en tu bolsillo, y si encuentra céntimos en ella, eso le gustaría más que todas las almas. Si dices: «Entonces nunca compraré indulgencia», te contesto lo que ya he dicho arriba: mi voluntad, mi anhelo, mi ruego y mi consejo son que nadie compre indulgencias. ¡Que los cristianos perezosos y soñolientos adquieran indulgencias! Tú sigue tu camino.
17. No existe una orden de comprar indulgencias, ni se aconseja. Pertenece al número de cosas autorizadas y permitidas, y por tanto no es obra de obediencia ni meritoria, sino que constituye una evasión a la obediencia. En consecuencia, si bien no se debe impedir a nadie comprarla, se debería, no obstante, apartar de ella a todos los cristianos, estimulándolos y fortaleciéndolos para las obras y las penas que mediante las indulgencias se remiten.
18. Que por la indulgencia se saquen almas del purgatorio, no lo sé y no lo creo todavía, aunque algunos nuevos doctores lo afirmen; pero no les es posible comprobarlo y la Iglesia aún no lo ha establecido. Es mucho mejor que ruegues y obres por las almas, porque es más eficaz y seguro.
19. Acerca de estos puntos no tengo dudas y están suficientemente fundados en las Escrituras. Por ello, tampoco vosotros debéis dudar. Dejad a los doctores escolásticos ser escolásticos. Todos ellos, con sus opiniones, no bastan para dar autoridad a un sermón.
20. Aunque algunos, para quienes la verdad causa un grave perjuicio a sus ingresos, me llaman hereje, no doy mucha importancia a tal charlatanería, puesto que lo hacen solo algunos cerebros oscuros que nunca han husmeado la Biblia, ni leído nunca a los doctores cristianos, ni comprendido nunca a sus propios maestros, sino que con sus opiniones perforadas de agujeros y en jirones se hallan cercanos a la descomposición. Porque si hubiesen comprendido, sabrían que no pueden vituperar a nadie sin antes haberlo escuchado y refutado. ¡Que Dios, no obstante, les dé a ellos y a nosotros un entendimiento recto! Amén.
* WA 1, 243-246.
1. Pedro Lombardo. Con «nuevos maestros» se refiere a los escolásticos.
IV
DISPUTACIÓN Y DEFENSA DE FRAY MARTÍN LUTERO CONTRA LAS ACUSACIONES DEL DOCTOR JUAN ECK (1519)
[Disputatio et excusatio F. Martini Luther adversus criminationes D. Iohannis Eccii]
*
Además de Juan Tetzel, también había formulado objeciones contra las 95 tesis luteranas el teólogo Juan Maier de Eck, profesor de Ingolstadt, en forma de unas Anotaciones a las tesis que se divulgaron con el título de Obeliscos. Al tener noticia de estos, Lutero publicó unos Asteriscos (1518) en su defensa. Entonces intervino también Andrés Bodenstein, llamado Karlstadt, decano de la Facultad de Teología de Wittenberg; este quiso asumir el papel de defensor de Lutero y de su universidad escribiendo contra Eck y organizando además una disputación académica en Wittenberg contra los Obeliscos del teólogo de Ingolstadt. Primero Eck respondió a los ataques disculpándose por su crítica y aconsejándole a Karlstadt que se dirigiera mejor contra Tetzel y los teólogos de Fráncfort del Óder, declarados adversarios de Lutero; sin embargo, al insistir Karlstadt en que él «no quería luchar contra un asno, sino contra un león» [WA 2, 153], Eck publicó su Defensa contra los amargos ataques de Andrés Karlstadt [Defensio contra amarulentas D. Andreae Bodenstein Carolstatini invectiones], donde proponía que zanjasen el asunto con una disputación académica entre ambos. Tras acordar con Lutero que esta se celebrase en Leipzig, Eck publicó con vistas a ella una serie de doce tesis (1518), a las que respondió el propio Lutero con doce antítesis (1519). Eck replicó con un nuevo escrito, Contra las acusaciones de fray Martín Lutero [Disputatio et excusatio adversus criminationes Fr. Martini Lutter ordinis Eremitarum], en el que volvió a incluir sus tesis anteriores, añadiendo una más, en séptimo lugar, sobre el libre albedrío. La respuesta de Lutero a estas trece tesis, que calca el título del escrito de Eck, es la que presentamos aquí.
En el preámbulo a las tesis se aprecia la vehemencia de tono característica de los escritos polémicos de Lutero. Juan Eck, con quien hasta el comienzo de la crisis de las indulgencias había mantenido una relación cordial, se convirtió en la primera de sus enemistades teológicas. En 1518 se habían abierto para el agustino de Wittenberg dos procesos paralelos de cuestionamiento que él percibió como ataques maliciosos contra su persona y contra el verdadero cristianismo: por un lado, el proceso canónico en Roma, iniciado desde que el obispo Alberto de Maguncia envió las 95 tesis a la curia