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MEMORIAS de mi tierra
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MEMORIAS de mi tierra

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Memorias de mi tierra es una experiencia que vale la pena ser conocida porque combina el ingenio creativo con la realidad, para mostrar un problema latente en América Latina y por supuesto en Colombia: el derecho a la tierra productiva. Los personajes que la obra presenta encarnan a los actores reales, que luchan en su territorio por obtener una parcela: elemento indispensable para hacer realidad sus sueños y los de sus familias, sin salir del campo. El escrito muestra al campesino como es: una persona laboriosa, noble y pacífica que no espera nada de nadie, sino de sus propias fuerzas para sacar adelante sus proyectos. Su dedicación al trabajo, guiada por el sol que lo invita a iniciar la jornada y le señala el momento del retorno a su hogar es la medida del éxito cada día. Lo único que reclama el campesino es que sus contribuciones se reflejen en un mejor bienestar en el campo, porque si el campo se desarrolla, esa influencia del agro se hace notoria e influyente en toda la sociedad. Por lo tanto, estas Memorias de mi tierra pueden ser las memorias de su propia tierra, ¡descúbralas!

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jun 2023
ISBN9781662494895
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    MEMORIAS de mi tierra - José Aguilar

    1

    La identidad: vida y costumbres

    Una de las regiones más fértiles y coloridas de Colombia, enclavada en cercanías de uno de los espejos más cristalinos de la cordillera oriental, bañada por aguas gélidas que brotan de las montañas, las cuales como bastiones hacen de la región una meseta pintada de un verde intenso y brillante, cuyos productos que se producen aquí, abastecen las necesidades de los habitantes de la gran capital.

    Esa es la Conquista —Las Agüitas—, como suelen llamarla algunos desde tiempos inmemoriales, o el letrado, como generaciones más cercanas a la nuestra solían decirle, o simplemente Marquetalia —como el punto donde empezó la guerrilla y asociada con el hecho presente porque este lugar fue el terreno por el cual unos humildes campesinos se rebelaron contra sus patrones— cuando los colonos en sus días de nostalgia y bohemia le daban ese nombre debido a que cada terrón de tierra, cada cucharada de ese barro fue conquistado con sacrificio y casi con sangre. Pero el nombre por el cual se inclinaron fue Las Agüitas como una premonición: tierra que siempre va a ser agua.

    Leoncio decía: Ellos la van a conquistar, pero con este tiempo tan cambiante, la finca va a volver a ser agua como en un eterno retorno: tiempos de mucho pasto y alegrías; épocas de mucha lluvia, inundaciones y pérdidas no solo para los ocupantes de Las Agüitas, sino para toda la región. El Ojo del Cielo volverá a llegar otra vez hasta esta carretera.

    Ellos —los colonos— sí que sabían cuánto barro hay en ese fango y cuánta agua se puede almacenar en esta alberca natural, que en los meses de abril y mayo, luego en octubre y noviembre —sin los fenómenos del niño y/o de la niña— sacaba a sus intrusos arrendatarios —bovinos— a comer pepas de roble y a bramar desde la Peña hasta las Alamedas, clamando que el fétido olor a hierba muerta se esfumara y brotaran el junco, la grama, el barbasco, la risacá y el quicuyo para bajar a calmar el hambre y relucir como animales de engorde. Por eso como si pensaran, estos animales les tocaba aprovechar la temporada de verano para ir a pastar en las riberas del río Promesa y tomarse revancha del intenso invierno unido a la hambruna provocada por la falta de forraje para alimentarse.

    Esos semovientes —cuando regresaban al pantano— regoldaban como vacunos de rico, pues aunque tenían diferente dueño como lo mostraba la marca indeleble en la piel que llevaban —como señal de pertenencia— vivían en ese potrero grande, donde permanecían disfrutando de un alimento que era tan abundante en este pantano, pero escaso en la montaña de donde procedían.

    Las Agüitas, al comienzo del siglo XX, era el lugar que los ricos daban a sus arrendatarios para que pastaran sus animales y obtuvieran una ganancia extra. Las Agüitas, porque cuando la familia proveniente de la región de los pijaos, encantada por las leyendas de los chibchas y la cantidad de tesoros enterrados en el fango —debido a que los aborígenes hacían sus ofrendas religiosas en este lugar— compró lo que desde la montaña, ubicada en Sulca, alcanzó a ver; especialmente, lo que estaba cubierto por agua. Esta finca fue llamada El Descanso de los Sapos, y comprendía desde el pie de la laguna El Ojo del Cielo hasta la raíz de la montaña en el último corregimiento del municipio de la Primavera.

    Hoy, después de un siglo, todavía están las ruinas de la mansión, donde aquellos visionarios del agua venían a pasar sus vacaciones y década tras década, a cambiar la canoa por el caballo de paso, para poder subir al pico más alto de la cordillera. Y desde allí, con el telescopio, contar las manadas de toros de ceba, que como nubes de mosquitos se veían en el inmenso pastizal allá abajo en el pantano.

    Esa casa —estilo colonial— con sus cercas de tapia pisada y sus fachadas en pino, tallada por las manos más calificadas de la capital y algunos artesanos de la localidad; rodeada de corredores adornados con barandas de pino tallado, sobre las cuales extendían sus brazos los geranios, las rosas, los novios, los claveles, los girasoles, las azucenas, las astromelias, las dalias entre otras; dando la idea de un verdadero paraíso, desde donde no solo el capataz, sino también los subalternos podían divisar el ganado, cuando era traído para bañarlo, vacunarlo, clasificarlo, o sencillamente separarlo para la venta.

    La casa estaba rodeada por corredores con vista a la represa natural, así los visitantes podían disfrutar del mejor lugar para recuperarse del cansancio y aburrimiento, productos de vivir en la gran ciudad. La casa fue construida cerca de una montaña que tiene una espesa vegetación entre la que sobresalen el roble, el pino, el arrayán, y otros arbolitos que hacen de esta un lugar embrujado, por lo apacible, bello y silencioso. Aquí el sol se deja ver después de las diez de la mañana y en el fondo de ese bosque se oye el canto de las ranas, se ven las manadas de copetones que vuelan de árbol en árbol, se escucha la caída de las hojas de los árboles mientras se divisa la fuente natural que fluye en forma constante, irrigando la vegetación y dejando sonar su corriente cristalina sobre el pequeño lago, en el que se recrean los diminutos alevinos: los ciudadanos de este precioso manantial.

    En medio de este paisaje, el observador notará que si no hay memoria, todo esto parece un cuento imaginario porque la modernidad ha convertido esta tierra en un conglomerado de pequeñas parcelas, en las cuales cada terrón de tierra es una mansión, y El Ojo del Cielo parece una lágrima que languidece ante la desidia de su invasor. Con todo y lo corrosivo del tiempo, aquella mansión se mantiene incólume, protestándole a la nueva arquitectura, reclamando una mirada de los ingeniosos para poder inmortalizarse y seguir siendo un hito que describe —en sus blancas paredes y tejas de barro rojas, llenas de lama— el paso de la historia, el esplendor de su belleza y el cambio generacional con sus alegrías y tristezas.

    Los campesinos vivían en la montaña y usaban como moneda el real que después se cambió por el peso —de hecho los campesinos mayores le seguían llamando real—, con la cual compraban las provisiones para revolver el maíz con otros productos que por entonces cultivaban, entre los que se destacaban la auyama, la arracacha, la calabaza, los nabos, la papa, las rubas y otros tubérculos y granos que eran la base de la alimentación entre los moradores de La Villa Real. Estos hombres trabajaban la tierra desde el pie hasta la cima de la montaña, usando las yuntas de bueyes y el azadón. Ellos —muchos de ellos— ni siquiera soñaban ver la laguna reducida a un pequeño ojo de agua, por lo tanto, no esperaban invadirla, porque sabían que el agua reclama sus linderos. Sin embargo, algunos campesinos, a medida que el pantano secaba, corrían la cerca más y más y así ampliaban sus territorios y le sacaban lo mejor para poder sostener las familias numerosas —de nueve hasta catorce hijos—.

    Era interesante la teoría que los vecinos de la finca tenían acerca de su posesión y aprovechamiento de Las Agüitas. Ellos decían: Basta tener un pedacito de tierra en lo seco —en la loma— para que las vacas duerman, porque en el día y en verano, deben estar en el pantano comiendo hierba fresca, para que rápidamente se inflen y así su amo llene el ojo a través de las ganancias que él obtiene con la venta de esos animales.

    A estos campesinos les gustaba la pesca, a la cual le dedicaban mucho tiempo, porque a decir verdad aquí llovía mucho. Cada familia tenía su propia empresa fluvial compuesta de tres o cuatro lanchas hechas de madera de aliso, eucalipto, roble y otras maderas resistentes al agua. Cada canoa tenía su nombre, como por ejemplo La Atracción de la Laguna, La Coqueta, Mi Secreto, Transportes el Chircal y miles nombres más.

    Era todo un ritual construir un vehículo de estos. Cada lancha o canoa tenía como base dos planchones de cuarenta o cincuenta centímetros de ancho por cinco centímetros de espesor y cinco metros de largo. Estos planchones eran de árboles de más de cien años de edad, cortados y curados en el agua por más de un año. Toda la familia participaba en su construcción: unos hacían la parte de carpintería, otros la pintaban, otros le buscaban el nombre, mientras las señoras preparaban los alimentos y servían el chirrinche —aguardiente hecho en casa—; en esta región le dicen así, también suelen decirle tapa de tusa.

    En menos de una semana se elaboraba una lancha, pero al final también había al menos un problema, porque casi ninguno de los que trabajaba en estos menesteres terminaba su faena diaria en sano juicio. Cuando esto sucedía, el carpintero se sentía capaz de manifestar sus complejos de machismo, sus celos de pareja, ¿y por qué no sus frustraciones? Al final, la belleza de la nueva embarcación hacía que todo se olvidara, los jefes de hogar sabían que un viaje por la laguna en el nuevo vehículo era la mejor forma de reconciliación con sus compañeras. Por entonces, durante las fiestas y días de descanso, las familias empleaban estos medios de transporte fluvial para ir a la laguna a pescar, cortar junco y palmicha: la materia prima para hacer sus juncos, enjalmas y otros elementos artesanales propios en la comarca.

    El campesino era muy creativo y laborioso, por eso no había una casa en la que en cada cama no tuviera al menos un junco a manera de colchón; esta tradición no era solo del campo, sino también de la ciudad; no solo de los hogares humildes sino de las familias más encopetadas de este sector de la patria, quienes guardaban en su lecho esta obra artesanal y sobre ella, descansaban sus penas. ¿Por qué no? Acrecentaban la prole. Ellos cortaban el junco según las fases de la luna y lo dejaban extendido durante un mes para que se secara, después lo amarraban como haciendo atados de cebada (cuando la segaban con hoz); finalmente hacían un tejido, el cual lo llamaban junco porque ese era el nombre de la fibra que se producía en los pantanos.

    Este junco se vendía mucho en las plazas de los pueblos de la región los días de mercado, pues era una buena fuente de ingresos para las familias, especialmente para aquellas que tenían contacto con el valle de la laguna El Ojo del Cielo, donde se producía esta fibra. Era muy fácil ver a los campesinos con sus mochilas tejidas de fique —elaboradas por ellos mismos— llenas de maíz tostado, arepa de queso —el maíz era molido en piedra— y chicha a altas horas de la noche, camino a la laguna. Ellos, tabaco en mano y con sus remos al hombro, salían en grupo con los vecinos y los hijos grandes a las doce de la noche, siguiendo el almanaque Bristol que les decía si en menguante o en creciente, en la mañana o en la tarde eran los momentos más propicios para la pesca.

    Indudablemente que en esta laguna no había subienda como en el río Magdalena, pero los campesinos estaban convencidos de que en invierno no había mejor plato de comida que uno acompañado con pescado extraído de esa hermosa fuente natural. Y si no es verdad, ¡qué tal un caldo de guapuchas o un maíz tostado con esas pequeñas sardinas fritas, después de haber sido secadas al sol!, ¡qué tal unos huevos de trucha con pan o arepa! ¡Oh qué delicia, una sopa de pescado acompañada con las verduras producidas en casa! La emoción la compartían las dueñas de casa cuando al llegar los esposos de una noche afortunada, ellas sacaban un pescado para cada uno de los miembros de la familia y una vez cocinado, todos apostaban a quien mejor comiera esa exquisita carne. El ganador era quien no le quebraba ni siquiera una espina a uno de sus apetecibles bocados.

    La palmicha y el junco tenían un destino comercial. Las canoas llenas de estas fibras naturales eran trasladadas hasta la parte más cercana a las casas donde orillaban sus lanchas mientras sus dueños preparaban las manufacturas que posteriormente eran transportadas hasta la capital de provincia. Los muchachos y muchachas con sus manos versátiles y delicadas se reunían para amarrar los juncos, tejer las esteras y los sombreros, y coser las enjalmas que componían el producto artesanal de todo el valle. Ellas, también hilaban la lana, tejían los sacos como maneras de combinar las tareas de la casa con otras actividades productivas, que además de ser formas de distracción, mostraban su ingenio creativo a través de esas prendas que hacían para los miembros del hogar.

    Estos jóvenes se sentían muy felices cuando los místeres —gente de otra contextura física— compraban sus productos y los lucían por las calles de aquella ciudad, especialmente en las grandes celebraciones religiosas; o cuando se encontraban con un pequeño asno luciendo su enjalma, o cuando sencillamente compraban un queso y encontraban que esa estera de esparto había sido tejida por esas suaves y bien educadas manos campesinas.

    Esta área parecía oscura, plomiza por la cantidad de agua y la magnitud del lago en medio de esas roblegadas, sauces y pinos; un poco más distante, arrabales, entre los que se cuentan el chite, el tuno, el cucharo, el mortiño, el agraz, el encenillo. Este ambiente circundante le daba un aire especial a la laguna que parecía un espejo en donde el sol y la luna eran los únicos capaces de penetrarla y fecundarla para que brillara con un gran esplendor, capaz de reflejar su belleza más allá del firmamento.

    La corriente de esta fuente natural es muy suave, aquí cualquiera se puede bañar, inclusive en ella se puede repetir la historia del Nilo, porque con todo y lo grande que es, no es peligrosa; ella protege más que lo que destruye, tanto que en tiempo de invierno, ella impide que los animalitos como conejos, curíes, faras, zorros y muchos más, sean atrapados por los cazadores. El Ojo del Cielo, es tan coqueta con sus moradores, que en época de verano, ella permite que las vacas lleguen hasta su misma ribera y pasten en su presencia; más aún, ella acepta que los campesinos vayan moviendo sus cercas, delimitando sus fronteras y de paso, descubran el tinajo y se ideen la mejor forma de atraparlo para enriquecer su buena y frugal mesa familiar.

    En medio del fango y de la hierba que crece alrededor de la laguna, los cazadores afinaban su espíritu aventurero y su agudeza para el tiro. Allí, chicos y grandes, apoyados con perros de cacería desarrollaban su deporte favorito. Ellos simulaban estar en guerra y aunque muchas veces no cogían ningún animal, se divertían haciendo disparos y animando los canes para cazar alguna presa. Los cazadores tenían un oído muy educado para distinguir los ladridos de los perros cuando aquellos estaban persiguiendo el objetivo. Ellos tenían la escopeta lista para ser los afortunados y poder atinarle al blanco. Algunas veces, el animal que esperaban estos cazadores, pasaba por medio de sus piernas, causándoles espanto, pues les llegaba por la espalda cuando ellos lo esperaban de frente; otras veces, veían que algo se movía y disparaban; cuando verificaban, era el perro que había quedado muerto del impacto. ¡Oh qué decir de estos cazadores cuando tomaban su aguardiente fermentado en casa! Más de un accidente causaron, porque borrachos veían muchos animales al frente y cuando se daban cuenta era uno de sus compañeros que se dolía o gritaba para que cesaran las descargas.

    Esta forma de entretenimiento favorecía mucho el descanso de las esposas y de los otros niños, porque los esposos se iban por dos días o más, tiempo que las mujeres aprovechaban para respirar un poco del control varonil en el hogar. A su regreso, los cazadores, algunas veces contentos porque traían carne para la semana, sentían que volvían a su casa, donde vivía quien los amaba; otras veces, además del cansancio, venían tristes, porque habían gastado la pólvora en vicio, algo imperdonable entre cazadores. Lo bueno de esta gente era que aunque no habían recibido clases sobre cómo manejar el tiempo, lo distribuían de acuerdo a las épocas de invierno y verano; así desarrollaban sus actividades sin apresurarse, porque ellos dedicaban tiempo para todo, tanto que hasta los animales se acomodaban a esto porque en invierno, los vacunos iban a la montaña, pero en verano no quedaba ni un solo animal que no se fuera a la ribera de la laguna y del río.

    Quienes vivían en la cabecera del pantano donde empezaba la montaña, debían empezar a ampliar sus potreros y con estos, dar señales a los demás vecinos de que la ribera estaba seca para que ellos bajaran sus manadas a pastar ahí. Quienes por alguna razón no podían traer sus animales a pastar, los niños que no estaban en la escuela o no habían ido a trabajar —ese día—, eran los encargados de ir a cortar la grama y traerle a las vacas, no importaba a dónde tuvieran que ir y cuánta distancia tuvieran que caminar. ¡Pero el pasto para el ganado tenía que llegar!

    Si estas actividades no eran posibles en el día, como muchos de ellos trabajaban en la hacienda, entonces en la noche llevaban sus semovientes a pastar en los potreros de esta, especialmente en los adyacentes a los caminos de herradura, pues ellos previamente habían desengrapado el alambrado y los animales ya sabían el camino y dónde estaba la brecha.

    El estanco o chichería era el límite casi natural entre la montaña y el pantano y por ende el lugar de encuentro entre los moradores de ambos sitios. El estanco se convertía como el periódico del vecindario porque todos los rumores y chismes —aún sentimentales— se sabían ahí. Este era el lugar privilegiado para los negocios. Si alguien quería vender o comprar, no había mejor lugar que el estanco. Si el esposo estaba en problemas con la esposa por la razón que fuese, el estanco era el consultorio sentimental, al igual que era el preámbulo de la pareja para incrementar la prole. El estanco era la casa de algunos hombres, especialmente los fines de semana cuando recibían los reales; este también era el banco de los vecinos, porque ahí había efectivo todos los días y los más amigos del dueño tenían ese privilegio, so pena de perder hasta los pantalones si no pagaban la deuda a tiempo.

    El estanco era el medio de distracción de todos; entre los clientes no faltaba alguien que supiera tocar un instrumento de cuerda y por supuesto ejecutara una guabina, un pasillo, un vals, un torbellino o improvisara una copla porque el arraigo santandereano y el espíritu carranguero propio de la región —aunque probablemente Jorge Veloza era un niño o no había nacido— eran bien marcados en los moradores de La Villa Real, antes de hacerse música reconocida en el país. Los grupos improvisados le cantaban a la cosecha, al trabajo cotidiano, al amor y por supuesto a la mujer.

    Era común promover la familia. Con unos cuantos vasos de chicha en la cabeza, la persona expresaba lo que sentía; así por ejemplo, el señor Franco tenía muchas hijas solteras, pero mayores; él bajo el efecto de esa fermentada bebida, le decía a los amigos, Franco: Ya saben, en caso de necesidad, ahí están las hijas de Franco. Ante tal espontánea expresión, los clientes del estanco empezaban, profundizaban la conversación y dejaban volar la imaginación. En medio del uso de recursos folclóricos y costumbristas, estos humildes campesinos hacían una lectura de la vida diaria del pueblo con sus dirigentes, incluyendo al señor cura; claro, sin dejar de lado el color político muy marcado en toda la geografía colombiana. Por supuesto, en este conglomerado, no era la excepción —por la época—.

    La gente ha expresado una devoción profunda por el aspecto religioso, aunque siempre había problemas con los ministros de Dios; a ellos, la gente sin distingo acudía a escucharlos, a pedir sus consejos, hasta a pelear por cuestiones no tan santas. Un ejemplo de esto fue el padre Pascual, el devoto, quien prácticamente educó a los primeros dirigentes del futuro pueblo —todavía quedan algunas personalidades en el municipio—. Este hombre estaba puntualmente a las ocho de la mañana en la puerta principal de la vetusta construcción de bahareque —la única escuela—, esperando los jovencitos y jovencitas para enseñarles el catecismo del padre Astete y así prepararlos para los sacramentos de iniciación cristiana. Él revisaba el aseo de los niños e increpaba a los padres desde el púlpito si no enviaban los hijos a la única escuela que existía en aquel pequeño caserío, al que en las horas de la mañana, la niebla lo cubría y el frío hacía que hasta el reverendo encendiera su tabaco para mitigar el viento húmedo que venía de la laguna.

    Este hombre de Dios era más importante que el corregidor porque de todo hacía, hasta reprender a los muchachos si quebrantaban las normas de la moral. Él no les daba fuerte, pero, apoyado en su investidura y seriedad, las cosas las arreglaba con rigor pero sin violencia. Él hacía valer la sotana que cubría su humanidad, especialmente en asuntos relacionados con las buenas costumbres.

    El padre Pascual era un gran pedagogo. Él utilizaba los recursos más conocidos por los estudiantes para que estos ejercitaran la memoria. Así por ejemplo, él sabía que no era tan fácil distinguir un pecado venial, un grave y un mortal; entonces el padre representaba el venial con un grano de arveja, el pecado grave con un grano de maíz y el mortal con grano de haba.

    El padre, basado en estos productos, hacía la explicación sobre el pecado y su gravedad en referencia, claro está al aspecto moral y religioso, el referente de comportamiento en la región. Como los productos eran conocidos por todos y fáciles para que las personas los recordaran, esta forma fue un gran recurso para que grandes y pequeños hicieran bien su santa confesión. Cuando los niños se acercaban al sacerdote, cada uno llevaba sus granos y los iba entregando y de acuerdo a ellos, el padre lo iba aconsejando y poniéndole la penitencia según fuera el caso.

    El padre hizo cosas maravillosas porque inculcó la religión con respeto; por eso donde él estaba, la gente preparaba arcos con flores, las casas eran bien adornadas, las señoras se cubrían con velos y pañolón; los hombres vestían el mejor traje que tuvieran y sin sombrero, inclusive le besaban la mano al ministro de Dios. Era algo superespecial ver al sacerdote en una vereda porque era la fiesta de la comunidad en torno a su Amito lindo, representado por el curita. Este hombre longilíneo de origen santandereano hizo crecer el caserío y mantuvo las buenas costumbres en el corregimiento de La Villa Real, gracias a su don de liderazgo que ejercía muy bien.

    Por este tiempo la finca El Descanso de los Sapos, empezó a tener mucha importancia en la vida de los campesinos de la región, porque sus pantanos se fueron transformando en tierra productiva. La familia del centro del país empezó a traer más ganado y por supuesto se crearon nuevas fuentes de trabajo. En los veranos se alcanzaba a divisar el canal del río Promesa, y algunos canales a ambos lados de este. Entonces el dueño organizó su equipo de trabajo encabezado por el mayordomo, dándole poderes para que vinculara capataces de la región y estos a su vez llamaran a arrendatarios, a quienes les entregaban una pequeña casa y una huerta, desde luego los autorizaba tener al menos tres vacas en predios de la hacienda y así estos nuevos obreros, además de ganar sus centavos, también cuidaban la propiedad que iba desde el pie de la montaña hasta la isla, pasando por todos los caminos de herradura y sitios en los cuales los límites de la hacienda fueran fáciles de cuidar.

    El dueño no quería que estos nativos de la región tuvieran que salir de su parcela cada tres meses, cuando la laguna y el río reclamaban sus predios mediante el almacenamiento de agua en gran parte de la hacienda. Él buscó los lugares más altos y estratégicamente construyó las viviendas, de tal manera que sirvieran de hito para que las generaciones supieran hasta dónde alcanzaba el agua a mediados del siglo XX en el valle de la laguna El Ojo del Cielo. Al mismo tiempo, el hacendado quería mostrar cómo era posible conservar la propiedad privada en medio de factores naturales, como las inundaciones. Obviamente, este ilustre propietario tenía fincas en regiones cercanas a La Villa Real, desde donde —con visión futurista— organizó su nueva hacienda; por eso, le era fácil traer muchas reses en verano, luego en invierno regresarlas a pastar en tierra seca, sin que esto le demandara mucho costo económico; por el contrario, mucha ganancia, pues sabía jugar con el verano y el invierno para incrementar sus dividendos.

    Aprovechando el tren que iba desde Bogotá hasta Santander y al estilo del plan del Tolima, donde este pasaba su hacienda por muchas partes; aquí en el interior, el tren paraba al menos dos veces en su territorio. Una de esas paradas era Sulca. Este era el puerto en el que desembarcaba el ganado de desarrollo que venía para El Descanso de los Sapos; al mismo tiempo, se embarcaba cuatro o cinco vagones con ganado listo para los mataderos de la sabana. El trabajo de los arrendatarios consistía en cuidar ese ganado que pastaba toda la hacienda, especialmente a la orilla de la laguna y el río.

    A estos peones los llamaban ganaderos, precisamente, porque estaban veinticuatro horas detrás del ganado. Como el terreno era movedizo —parecía un colchón cuando el ganado pisaba— estos señores tenían que velar los vacunos, porque a estos les gustaban los sitios fangosos donde por supuesto estaba la hierba más grande y tal vez más fresca y, por lo tanto, más apetitosa. Esto era tan cierto, que los animales permanecían en este lugar únicamente cuatro meses, al cabo de los cuales, los esqueletos o carrangos que habían arribado meses atrás, parecían relucientes, como si les hubiesen cortado el pelo o les hubieran echado brillantina.

    Cuando el gamonal mandaba recoger los animales para divisarlos desde la mansión, le bastaba verlos brillar para empezar a organizar el próximo lote de toros que serían enviados hacia Sulca y de allí transportados hacia el frigorífico capitalino.

    Junto al ganado, también traían los caballos. A medida que el tiempo pasaba, la hacienda El Descanso de Sapos, se convirtió en el lugar estratégico para criar y domar los caballos que ganaban premios en las ferias de la Capital del país, Cali, Bucaramanga, etc. En esta hacienda había caballos de todas clases según el uso que les dieran. Así los carrangos, eran —independientemente del color— los más flacos y estaban reservados para los arrendatarios, quienes los utilizaban para los mandados y para cuidar el ganado. A estos caballos no les ponían silla, únicamente el cabezal y a trabajar. Y saber que el ganadero duraba montado en el equino casi todo el día —es de imaginar las ampollas en las partes nobles de estos hidalgos trabajadores—.

    El capataz disponía de los mejores caballos, a los cuales les tenía su corral especial. Estos caballos eran domados y se les ponía sillas traídas de los Santanderes; esos equinos podían ser utilizados por los hijos del dueño, cuando venían de vacaciones y en ocasiones especiales cuando había emergencia en la hacienda. Finalmente, estaban los caballos de paso fino colombiano a los que les daban alimentos concentrados traídos de la capital. Estos animales tenían su propia enramada en las corralejas de la casa de la hacienda y no se mezclaban con los de los capataces; era un motivo de pérdida del trabajo si los ganaderos solo acercaban su taparo al corral donde estaban los caballos pura sangre, como los denominaban. Estos caballos permanecían en constantes cuidados los caminaban por parejas, los peinaban, los herraban, les ponían sillas traídas por ejemplo de Madrid, y no podían estar con sus consortes. Aquí en los corrales permanecía únicamente el domador, a quien le pagaban muchos reales y por supuesto no era de la región —no comía arepa al estilo de la gente de acá—. Junto al anterior, estaba su ayudante que a la vez era el celador, quien estaba día y noche mirando por qué relinchaban los caballos.

    Pero como nuestros campesinos conservaban la malicia indígena y los centinelas de los caballos eran amigos de los ganaderos, estos les contaban los trucos de cómo sacar bríos a esos alazanes, entonces, los ganaderos se llevaban esos ejemplares, especialmente cuando tenían que pasar por lugares cercanos a donde estaban sus amores. Claro, los caballos eran flojos para el agua y el barro y más estos que ni hierba casi comían, por eso los ganaderos no los sacaban con mucha frecuencia, porque fueron muchas las vergüenzas y malos genios que les hicieron pasar; inclusive hasta dejar a los chalanes de a pie y volver al otro día por ellos, cuando ya estaban descansados para regresarlos a casa, pero de cabestro.

    Era innegable que el caballo era el animal mágico para el romance, la socialización y el poder. Esto era muy cierto en nuestros campesinos quienes nunca se han resignado a vivir aceptando su pobreza, sino que dentro de ellos se denota un deseo innato de superación, la cual la demostraban desde el entusiasmo en sus faenas diarias, hasta cuando tenían la oportunidad de utilizar cosas novedosas como por ejemplo los caballos. Ellos, vestidos de jinetes, casi siempre utilizaban sillas traídas de Santander con colores vivos pues querían lucir los mejores aparejos del equino junto con el vestido de chalán. Sobre el caballo, la persona disimulaba todos sus problemas y al menos por un día se sentía el rey.

    Era costumbre en La Villa Real, que quien se montara en un caballo, mostrara lo mejor de su vestuario para no quedar avergonzado frente a esas bellezas de la hacienda que hacían cadencia con su paso por las calles del corregimiento. Los hombres usaban su camisa blanca, almidonada; pantalones negros de paño con su respectivo saco del mismo color y un sombrero de fieltro de marca española —no era difícil conseguirlos porque en la capital de provincia había muchos almacenes de sombreros—. Por supuesto no hacía falta la brillantina para alejar los olores a pantano y a cagajón de vacuno, porque ese era el trabajo que día a día se iba imponiendo en la región. La ruana, como el escapulario de la Virgen, no podían faltar. Esta, junto con el zurriago, eran los elementos distintivos de los caballistas. Como en toda actividad, el capataz tenía sus preferencias, pero con respecto a los caballos no era tan exigente. Él permitía a todos los ganaderos sin excepción exhibir esos ejemplares en tiempo de fiestas.

    Los ganaderos sabían que ese día se podían pavonear por el caserío, montados en los mejores caballos y por supuesto, podían conquistarse las mejores damas que estaban en reunión; desde luego, ablandarle el corazón a las mamás de las jovencitas, con el paso impetuoso de estos caballos que parecían devanando lana

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