La pureza
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Mi viaje empezó cuando, tras horas en trenes y en aviones, cerré la puerta de la habitación detrás de mí y eché el cerrojo. Abrí la maleta y coloqué todas mis cosas en el armario, en la estantería de madera, en el pequeño mueble de plástico sobre el lavabo. El viaje es la aniquilación de la costumbre y la inauguración de un estupor que debe volvernos pequ
«A mí la naturaleza no me conmueve. En general la encuentro aburrida o amenazante. Me incomoda. Solo busco la obra del hombre; tampoco me conmueve, pero ante ella puedo pensar».
LA PUREZA es un recorrido físico, emocional y cultural por los alrededores de una ciudad sitiada por imponentes montañas. Es también la crónica de un final anunciado: el de un invierno en Innsbruck.
Ruth Miguel Franco
Ruth Miguel Franco (León, 1979) ha publicado los poemarios La muerte y los hermanos (Accésit del Premio Adonáis, 2011) y Guerra (Huerga & Fierro, 2021), así como la colección de ensayos Unos cuerpos (Sloper, 2018). Ha participado en la traducción de varias obras (Louise Glück, Pascal Quignard, Mario Luzi). En la actualidad es profesora en la Universitat de les Illes Balears.
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La pureza - Ruth Miguel Franco
LA PUREZA
Ruth Miguel Franco
I am interested in wisdom.
I am interested in walls.
Susan Sontag
Project for a Trip to China
La inteligencia de los cuervos
La maleza aplastada por la nieve cubre un lado de la acera. Tiene aspecto de nido abandonado. En la otra parte, entre verjas bien pintadas asoman los tallos grises del seto que cierra los jardines. A la hiedra le quedan pocas hojas, casi negras. No están surcadas por alegres vetas blancas y amarillas; perdieron el rojo violento del otoño. La acera son tres palmos de tierra compactada, cubierta de pequeñas piedras con aristas.
El camino que recorro cada día me lleva a través de capas sucesivas de ciudad. Dejo lo viejo y atravieso lo nuevo, casas enormes y vacías, torres desconchadas con cientos de ventanas, lo que fue campo y paseo ameno, el piso del burgués, el taller pequeño y las escuelas, el recuerdo y el escombro. Atravieso las fronteras mínimas y sus crujidos. Salgo del Canisianum, donde me alojo, por la Bienerstraße. A la izquierda, tras la primera verja, hay un jardín asilvestrado, con tocones de pino recién cortados. Su madera aún es clara y húmeda y está casi viva. Hay zarzas, hierbajos y ramas caídas. Allí la nieve duró muchas semanas. La posesión del bosque libre es la fantasía del noble, en cuya sangre aún suenan el cuerno de caza y el silbido de la flecha; el obrero solo ve desorden en este jardín salvaje. La casa a la que pertenece tiene un aire de refugio de montaña. Es blanca, con balcones de madera oscura y sus muros están divididos en paños cuadrados, cruzados por una equis de listones de la misma madera. Todas las tablas de las vigas, de la barandilla de las terrazas y el tejadillo volado de las ventanas están serradas con el mismo diseño. Parecen corazones enfrentados. En el jardín delantero, las flores del galanto sin abrir apuntan al centro de la tierra.
Al otro lado de la calle hay una casa grande y fea. Sus ventanas están protegidas por rejas de forja tachonadas de clavos negros; la mitad de su fachada está cubierta por mosaicos con escenas de la vida de grandes damas de Innsbruck. Pequeños medallones en una torrecilla, sobre la puerta y entre las ventanas representan a María Teresa, a María de Borgoña, a Filipina Welser, a Claudia Felicidad de Habsburgo, emperatrices del Sacro Imperio, archiduquesas de Austria, soberanas de Alemania, reinas consortes de Hungría y Bohemia. Los fondos son dorados, los trajes son verdes y dorados, los zapatos negros tienen hebillas de oro. Los mosaicos exhiben el aire torpe de las joyas que se compra con sus ahorros una maestra jubilada.
En las ciudades que han sido gloriosas todo lo tiñe el pasado, y el lamento por el pasado toma formas puntiagudas y brillantes. En Innsbruck, los emperadores anidan en la memoria de sus súbditos y les sacuden el hastío de la vida de provincias con el resplandor de su armadura.
A través del portón entreabierto, en el patio trasero de la casa de las damas doradas se ven un tobogán y unos columpios de plástico, desteñidos por el frío y por el sol.
Estamos en el barrio de Saggen. Hace siglos, cruzando por el Puente de las Cadenas el río Eno, el Inn que da nombre a la ciudad, se llegaba a una amplia zona de pastos, que después fue adquirida por los emperadores. La usaron primero como coto de caza, luego como parque de recreo. El Hofgarten, el jardín de palacio, está a pocos minutos andando desde mi habitación y es la frontera entre este barrio de Saggen y el centro, con sus calles limpias y blancas, donde se alzan los palacios y los mausoleos. El Hofgarten es ahora un parque con un invernadero para palmeras raquíticas, amontonadas contra los cristales sucios, y una caseta central donde se guardan las piezas de un ajedrez gigante que entretiene a grupos de ancianos las tardes en las que asoma el sol. Los emperadores organizaban peleas de fieras exóticas en los terrenos que ahora ocupan mansiones con torres coronadas por pequeñas cúpulas de cebolla, con tejas de colores y terrazas acristaladas.
Saggen es un barrio de caserones hechos para impresionar sin ostentar, villas de la discreta nobleza de los últimos años de la verdadera Europa. A partir del
xix
, las familias más ricas de Innsbruck se construyeron casas en la zona, animadas por un plan de desarrollo urbano que pretendía convertir la extensión salvaje en un barrio ordenado. La descripción del trazado de las calles dice que tiene «forma de mitra». La época Guillermina quería organizar las ciudades: todo debía ser grandioso, paralelo, dorado y cómodo. En Saggen habían de construirse villas abiertas con jardines. El afán historicista del periodo se concretó en los adornos antiguos, las pequeñas torres, las galerías sostenidas por columnas blancas, los tejados con adornos redondeados. Todo