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La alegoría del amor: Un estudio sobre tradición medieval
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La alegoría del amor: Un estudio sobre tradición medieval
Libro electrónico1317 páginas13 horas

La alegoría del amor: Un estudio sobre tradición medieval

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Esta obra, publicada originalmente en 1936, constituye uno de los trabajos académicos más influyentes de C. S. Lewis en el campo de la literatura medieval. En ella se desarrolla un profundo estudio sobre la poesía amorosa alegórica de la Edad Media, cuyo origen se sitúa en los poemas de «amor cortés» de los trovadores del Languedoc desde el siglo XI, a través de su transformación y fin a finales del siglo XVI.

Esta poesía de los trovadores, que constituiría el primer modo de expresión del amor «romántico», supuso tal cambio respecto de la literatura precedente que, como el propio Lewis señala, «no dejó intocado rincón alguno en nuestra ética, nuestra imaginación y nuestra vida diaria, erigiendo barreras infranqueables entre nosotros y el pasado clásico o el presente oriental. Comparado con esta revolución, el Renacimiento es un simple remolino en la superficie de la literatura».

Resulta particularmente relevante dentro del presente ensayo el estudio que Lewis realiza de El libro de la rosa, obra cumbre del género dentro de la literatura tardo medieval.

The Allegory of Love

This work, originally published in 1936, constitutes one of the most influential academic works of C.S. Lewis in the field of medieval literature. It develops an in-depth study of the allegorical love poetry of the Middle Ages, whose origins lie in the "courtly love" poems of the Languedoc troubadours in eleventh century, through its transformation and gradual demise at the end of the sixteenth century.

This poetry of the troubadours, which would constitute the first mode of expression of «romantic» love, supposed such a change with respect to the preceding literature that, as Lewis himself points out, "it left no corner untouched in our ethics, our imagination and our lives. daily, erecting insurmountable barriers between us and the classical past or the Eastern present. Compared with this revolution, the Renaissance is a mere whirlpool on the surface of literature."

Lewis's study of The Book of the Rose, the masterpiece of the genre within late medieval literature, is particularly relevant in this essay.

IdiomaEspañol
EditorialThomas Nelson
Fecha de lanzamiento4 oct 2022
ISBN9781400239559
La alegoría del amor: Un estudio sobre tradición medieval
Autor

C. S. Lewis

Clive Staples Lewis (1898-1963) fue uno de los intelectuales más importantes del siglo veinte y podría decirse que fue el escritor cristiano más influyente de su tiempo. Fue profesor particular de Literatura Inglesa y miembro de la junta de gobierno de la Universidad de Oxford hasta 1954, cuando fue nombrado profesor de Literatura Medieval y Renacentista en la Universidad de Cambridge, cargo que desempeñó hasta su jubilación. Sus contribuciones a la crítica literaria, la literatura infantil, la literatura fantástica y la teología popular le trajeron fama y aclamación a nivel internacional. C. S. Lewis escribió más de treinta libros, lo cual le permitió llegar a un público amplísimo, y sus obras aún atraen a miles de nuevos lectores cada año. Entre sus más distinguidas y populares obras están Las crónicas de Narnia, Los cuatro amores, Cartas del diablo a su sobrino y Mero cristianismo.

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    La alegoría del amor - C. S. Lewis

    © 2022 por Grupo Nelson

    Publicado en Nashville, Tennessee, Estados Unidos de América.

    Grupo Nelson es una marca registrada de Thomas Nelson.

    www.gruponelson.com

    Thomas Nelson es una marca registrada de HarperCollins Christian Publishing, Inc.

    Este título también está disponible en formato electrónico.

    Título en inglés: The Allegory of Love

    © 1936 por C. S. Lewis Pte Ltd.

    © 2015 publicado anteriormente en español por Ediciones Encuentro,

    S. A., Madrid

    Todos los derechos reservados. Ninguna porción de este libro podrá ser reproducida, almacenada en ningún sistema de recuperación, o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio —mecánicos, fotocopias, grabación u otro—, excepto por citas breves en revistas impresas, sin la autorización previa por escrito de la editorial.

    Traducción: Braulio Fernández Biggs

    Adaptación del diseño: Setelee

    ISBN: 978-1-40023-948-1

    eBook: 978-1-40023-955-9

    Número de control de la Biblioteca del Congreso: 2022934921

    Edición Epub SEPTIEMBRE 2022 9781400239559

    Impreso en Estados Unidos de América

    22 23 24 25 26 LSC 9 8 7 6 5 4 3 2 1

    A Owen Barfield,

    el mejor y más sabio

    de mis profesores informales.

    ÍNDICE

    Cubrir

    Página del titulo

    Derechos de autor

    Nota del traductor

    Prefacio del autor

    I. EL AMOR CORTÉS

    II. LA ALEGORÍA

    III. EL LIBRO DE LA ROSA

    IV. CHAUCER

    V. GOWER. THOMAS USK

    VI. LA ALEGORÍA COMO FORMA DOMINANTE

    VII. LA REINA DE LAS HADAS

    Apéndice I

    Apéndice II

    Índice onomástico

    Índice de obras citadas en el text

    NOTA DEL TRADUCTOR

    (a la edición española)

    Intenté verter al español el mejor Lewis posible, y por mejor entiendo el más cercano a su modo original. Pero la particular economía de su estilo y la natural exactitud del inglés —comparada con nuestro idioma— suponen desde luego barreras infranqueables.

    Tuve a la vista la única traducción previa a nuestra lengua que hiciera Delia Sampietro con Eudeba en 1969, revisada por Narciso Pousa; traducción que seguramente consideró a su vez la italiana del mismo año publicada en Turín, y titulada L’allegoria d’amore.

    Infinito sería enumerar los problemas y escollos que, como cualquier traductor, hube de superar; aunque confieso que el peor fue un excesivo respeto por el discurrir intelectual inglés. La más fatigosa tarea fue olvidarlo y ofrecer un texto en «español». Me excuso entonces, y desde ya, por todos los anglicismos que se puedan encontrar y todas las construcciones un tanto extrañas a nuestros suaves oídos castellanos.

    Agradezco la inestimable paciencia de mi ayudante María de los Ángeles Errázuriz para con los primeros borradores, y su férrea voluntad cada una de las miles de veces en que debimos volver atrás. Agradezco muy sinceramente también la ayuda de Vicente Silva Beyer para preparar los originales de esta edición, con una prolijidad y cuidado notables.

    Las versiones de los poemas que hizo Armando Roa Vial me dieron un marco de referencia que me alivió bastante. Muchos de ellos son a su vez traducciones al inglés del propio C. S. Lewis desde sus lenguas originales, por lo que se ha perdido la exactitud métrica. El lector habrá de considerarlos fundamentalmente como ejemplos del fondo de lo que se quiere decir, aunque he advertido en notas los lugares donde importan rítmicamente.

    Agradezco también a los profesores María Eugenia Góngora y Jorge Peña Vial quienes, con la actitud de los verdaderos maestros, tuvieron para con mis primeras versiones la severa aunque cariñosa y estimulante seriedad que despierta el trabajo imperfecto. Cuestión de la que me hago, por cierto, absolutamente responsable, pues dudo haber superado satisfactoriamente dicha imperfección.

    PREFACIO DEL AUTOR

    Multa renascentur quae jam cecidere, cadentque

    Quae nunc sunt

    Como espero que el propósito de este libro esté suficientemente claro en el texto, en el prefacio me ocuparé de agradecer lo que soy capaz de recordar. Pero como no puedo recordar todo lo que debo, entiendo, como el filósofo, que «si he logrado deber más tal vez poseo mayores méritos para llamarme original».

    Entre mis deudas indiscutibles la primera es con los delegados de la Clarendon Press, y las calificadas y pacientes personas anónimas que trabajan allí. Luego, con el dominico André Wilmart, O. S. B., por sus cuidadosas críticas a los dos primeros capítulos; al profesor C. C. J. Webb, por su provechoso interés en el segundo; a la Sociedad Medieval de la Universidad de Manchester (y especialmente al profesor Vinaver), por su amable atención y valiosa discusión del tercero; al doctor C. T. Onions, por orientar mis intentos con el verso inglés medio hacia aquella crítica superior donde toda distinción entre lo literario y lo lingüístico se resuelve. Y al doctor Abercrombie, por todo lo que no es errado en el Apéndice sobre Peligro. El primer capítulo fue leído y comentado hace ya tanto tiempo por el señor B. Macparlane y el profesor Tolkien, que seguramente ellos olvidaron sus esfuerzos. Pero yo no he olvidado su gentileza.

    Hasta aquí voy bien. Sin embargo, junto a estos obvios acreedores he detectado un círculo mucho más amplio de personas que, directa o indirectamente, me ayudaron cuando ni ellos ni yo sospechábamos que había alguna tarea por delante. De entre mis amistades no hay nadie de quien no haya aprendido algo. La mayor de estas deudas —la que debo a mi padre por el inestimable beneficio de una niñez bastante retirada en una casa llena de libros— está, hoy, muy lejos de poder pagarse; y del resto solo puedo hacer una selección. Haber compartido las escaleras del mismo colegio con el profesor J. A. Smith es de por sí una educación liberal; el infatigable intelecto del señor H. Dyson, de Reading, y el generoso uso que hace de él son a un tiempo acicate y sujeción para sus amigos. El trabajo de la doctora Janet Spens me permitió decir más abiertamente lo que he visto en Spenser, y ver lo que antes no había visto. Sobre todo, el amigo a quien he dedicado este libro me enseñó a no tratar al pasado con arrogancia y a ver el presente también como un «período». No pretendo ser más que un instrumento, un instrumento que pueda ser cada vez más efectivo en la teoría y práctica de estas materias.

    He tratado de reconocer la ayuda de los escritores que me precedieron cada vez que lo advertí. Espero que no se suponga que ignoro o desprecio los célebres libros que no he citado. Al escribir el último capítulo lamenté que el punto de vista particular por el que me acercaba a Spenser no me permitiese hacer mayor uso de los esfuerzos del profesor Renwick y el señor B. E. C. Davis, y del noble prefacio del profesor Sélincourt. Habría conocido la poesía latina de manera más fácil y más grata de haber tenido antes a la mano las grandes obras del señor Raby.

    En fin, después de todo esto quedarán todavía por mencionar, sin duda, muchos gigantes sobre cuyos hombros alguna vez me encaramé. Hechos, inferencias y hasta giros de expresión se asientan en la mente humana y difícilmente uno recuerda cómo. De entre todos los escritores, soy el que menos pretende ser αὐτοδίδακτος.

    C.S.L.

    I. EL AMOR CORTÉS

    «When in the world I lived I was the world’s commander».

    SHAKESPEARE

    I

    La poesía amorosa alegórica de la Edad Media es capaz de ahuyentar al lector moderno por su forma y su materia. La forma, que es una disputa entre abstracciones personificadas, difícilmente puede atraer a una época que sostiene que «el arte significa lo que dice» e incluso que el arte no tiene sentido en sí; ya que es esencial a esta forma que narración literal y significatio sean separables. Y en lo que respecta a la materia, ¿qué hacer con esos amantes medievales —se llaman a sí mismos «sirvientes» o «prisioneros»— que parecen estar siempre lloriqueando de rodillas ante damas de crueldad inflexible? La literatura erótica popular de nuestros días prefiere sheiks, «hombres salvajes» y matrimonios por rapto, mientras aquella que halla favor entre nuestros intelectuales recomienda la libre unión de los sexos o el franco animalismo. En ambos casos, si no nos hemos puesto viejos, al menos hemos envejecido al margen de El libro de la rosa.

    El estudio de esta tradición parecerá, en un comienzo, otro ejemplo más de aquel prurito por el «revival»,* de ese no querer dejar cadáver sin galvano, que es uno de los más angustiantes tropiezos de la erudición. Pero esta óptica puede ser superficial. La humanidad no atraviesa fases como un tren estaciones: estar vivo supone el privilegio de moverse constantemente sin dejar nada atrás. De alguna manera todavía somos lo que fuimos. Ni la forma ni el sentimiento de esta vieja poesía han pasado sin dejar rastros indelebles en nuestras mentes. Entenderemos mejor nuestro presente, y quizás aun nuestro futuro, si podemos, con un esfuerzo de la imaginación histórica, reconstruir el largo y perdido estado mental gracias al cual el poema de amor alegórico fue una manera natural de expresión. Será imposible si primero no prestamos atención a un período muy anterior al del nacimiento de esta poesía. En este y el siguiente capítulo, rastrearé el origen del sentimiento llamado «amor cortés» y del método alegórico. La discusión parecerá, sin duda, llevarnos lejos de nuestro principal objetivo, mas no puede evitarse.

    Todos han oído hablar del amor cortés, y que aparece en el Languedoc inmediatamente después de terminado el siglo XI. Las características de la poesía de los trovadores han sido descritas muchas veces.¹ De la forma, que es lírica, y del estilo, que es sofisticado y a menudo «áureo» o deliberadamente enigmático, no es necesario ocuparse. El sentimiento, por supuesto, es amor; pero amor de una clase altamente especializada, cuyas características pueden enumerarse como Humildad, Cortesía, Adulterio y Religión del Amor. El amante siempre es un ser abyecto. La obediencia al deseo más nimio de su dama, incluso caprichoso, y la silente aquiescencia a sus reproches, incluso injustos, son las únicas virtudes que osa reclamar. Se trata de un servicio de amor que toma como modelo el servicio que un vasallo feudal debe a su señor. El amante es el «hombre» de la dama. Se dirige a ella como midons, que etimológicamente significa «mi señor» y no «mi señora».² La actitud se ha descrito correctamente como «feudalismo del amor».³ Este solemne ritual amatorio es considerado parte y parcela de la vida cortés. Solo es posible para quienes, en el viejo sentido del término, están bien educados. De ahí entonces, y según el punto de vista, la semilla o la flor de todos aquellos nobles usos que distinguen al gentil del villano: solo los corteses pueden amar, pero es el amor lo que los hace corteses. No obstante, este amor, sin ser juguetón ni licencioso en su expresión, es lo que el siglo XIX llamó amor «deshonorable». El poeta suele referirse a la mujer de otro en una situación aceptada con tal descuido que es raro que en definitiva se involucre con el marido: su verdadero enemigo es el rival.⁴ Mas aunque sea descuidadamente ético no se trata de un amante festivo: a su amor se le representa como una emoción trágica y desesperada. O casi desesperada; ya que está a salvo de la desesperanza sombría y total gracias a su fe en el Dios del Amor, que nunca traiciona a sus fieles adoradores y puede subyugar hasta las bellezas más crueles.⁵

    Las características de este sentimiento y su sistemática coherencia en la poesía amorosa de los trovadores es tan notable que fácilmente induce a un malentendido fatal. Nos tentamos a tratar al «amor cortés» como a un mero episodio en la historia literaria, con el que hemos concluido, como concluimos alguna vez, con las peculiaridades del verso escáldico o la prosa eufística. Sin embargo, una inequívoca continuidad conecta la canción de amor provenzal con la poesía amorosa de la Baja Edad Media, y desde entonces, a través de Petrarca y muchos otros, con la actual. Si el asunto, en un principio, escapa a nuestra atención, se debe a que estamos tan familiarizados con la tradición erótica de la Europa moderna que lo tomamos por algo natural y universal, y por ende no inquirimos en sus orígenes. Nos parece natural que el amor deba ser el tema más común de la literatura de ficción seria. Pero una ojeada a la Antigüedad Clásica o a la Época Oscura nos muestra, de plano, que lo que tomamos por «natural» es en verdad un estado especial de los asuntos; que probablemente tendrá un fin, y que ciertamente tuvo un inicio en la Provenza del siglo XI. Parece —o nos pareció hasta hace poco— algo natural que el amor (bajo ciertas condiciones) sea considerado una pasión noble y al mismo tiempo ennoblecedora. Solo se advierte lo poco natural que es si nos imaginamos tratando de explicar esta doctrina a Aristóteles, Virgilio, san Pablo o al autor del Beowulf. Ya que incluso nuestro código de etiqueta con su regla «las mujeres primero», siendo un legado del amor cortés, es poco natural en la India o el Japón actual. Aunque muchos de los rasgos de este sentimiento, como fue conocido por los trovadores, hayan desaparecido, esto no debe cegarnos al hecho de que sus más graves y revolucionarios elementos forjaran la base de la literatura europea por ochocientos años. En el siglo XI, los poetas franceses descubrieron, inventaron o fueron los primeros en expresar aquellos géneros románticos de la pasión que los poetas ingleses todavía escribían en el XIX. Realizaron un cambio que no dejó rincón intocado en nuestra ética, nuestra imaginación y nuestra vida diaria, erigiendo barreras infranqueables entre nosotros y el pasado clásico o el presente oriental. Comparado con esta revolución, el Renacimiento es un simple remolino en la superficie de la literatura.

    Así, no puede haber equívocos respecto a la novedad del amor romántico. Nuestra única dificultad será imaginar, en toda su aridez, la mentalidad existente antes de su llegada. Enjugar de nuestras mentes, por un momento, casi todo lo que constituye alimento al sentimentalismo y al cinismo modernos. Concebir un mundo vacío de aquel ideal de «felicidad» —una felicidad basada en el amor romántico exitoso— que todavía provee motivos a nuestra ficción popular. En la literatura antigua, el amor rara vez se eleva por sobre los niveles de la mera sensualidad o el confort doméstico, excepto al tratársele como locura trágica, una ἄτη que precipita también a personas sanas (usualmente mujeres) al crimen y a la desgracia. Así es el amor de Medea, Fedra y Dido; y así es el amor del cual las doncellas ruegan a los dioses ser protegidas.⁶ En el otro extremo de la escala está el evidente confort y la utilidad de una buena esposa: Odiseo ama a Penélope como al resto de su hogar y posesiones; y Aristóteles admite —más bien de mala gana— que la relación conyugal debe nacer y permanecer al mismo nivel que una amistad virtuosa entre hombres buenos.⁷ Pero esto, definitivamente, tiene muy poco que ver con «amor» en el sentido medieval o moderno. Y si se repara apropiadamente en la poesía amorosa antigua, nos defraudaremos aún más. Sin duda los poetas cantarán en alto sus preces de amor:

    τίς δε βίος, τί δε τερπνὸν ἄτερ χρυσῆς Ἀφροδίτης;

    «¿Qué es la vida sin amor, tra, la, lá?» como dice aquella canción. Lo que no debe tomarse más en serio que los innumerables panegirícos, antiguos y modernos, sobre las siempre consoladoras virtudes de la botella. Si Catulo y Propercio varían la tensión con lamentos de furor y miseria no es porque sean románticos, sino exhibicionistas. En su rabia y sufrimiento no les preocupa de qué manera el amor los ha llevado hasta allí. Están en el mango de la ἄτη. No pretenden que su obsesión se considere un pesar, pues no poseen «sedas ni fina pompa».

    Platón no será una excepción para quienes lo hayan leído con cuidado. Sin duda, en el Simposio se halla la concepción de la escalera por la que debe ascender el alma desde el amor humano al divino. Pero se trata de una escalera en el sentido estricto: los peldaños más altos se alcanzan una vez que se han dejado atrás los más bajos. El objeto original del amor humano —que, incidentalmente, no es una mujer—, sencillamente ha quedado atrás antes que el alma arribe al objeto espiritual. El primer paso, que consiste en pasar desde la adoración de la belleza de la amada a esa misma adoración en otras, habría ruborizado al amante cortés. Los que en el Renacimiento se autoproclaman platonistas imaginan un amor que alcanza lo divino sin abandonar por ello lo humano, transformándose en algo espiritual aunque permanezca carnal. Pero esto no está en Platón. Si lo leyeron en él es porque vivieron, como vivimos nosotros, en la tradición que comenzó en el siglo XI.

    Tal vez el más característico de los antiguos escritores del amor, y ciertamente el más influyente en la Edad Media, sea Ovidio. En los candentes tiempos del temprano Imperio —cuando Julia aún no partía al destierro y la oscura figura de Tiberio no atravesaba la escena— Ovidio compuso, para el solaz de una sociedad que lo comprendió perfectamente, un poema irónicodidáctico sobre el arte de la seducción. El plan del Arte de amar presupone un público lector para quien el amor es un simple «pecadillo» de la vida, y lo irónico estriba precisamente en tratarlo en forma seria: un tratado con normas y ejemplos en règle para la dulce conducta de los amores ilícitos. Y verdaderamente resulta gracioso. Tan gracioso como la ritual solemnidad de un par de vejetes frente a una copa de vino. Comida, bebida y sexo son los chistes más viejos del mundo, y ser serio al respecto es una de sus formas habituales. Todo el tono de la Ars Amatoria deriva de esta actitud. Primeramente, y afectando una especie de temor religioso, Ovidio introduce al dios Amor con la misma naturalidad con que hubiese presentado a Baco de haber escrito una irónica Arte de emborracharse. Amor resulta así un dios grande y celoso, con una ardorosa militia a su servicio: le ofende quien le enfrenta, Ovidio es su tembloroso cautivo. En segundo lugar, y siendo tan burlescamente serio respecto al apetito, necesariamente termina siendo burlescamente serio respecto a la mujer apetecida. Sin duda, los verdaderos objetos del «amor» de Ovidio podrían haber quedado fuera de lugar antes que comenzasen las serias conversaciones sobre libros, política o asuntos familiares. Un moralista los tratará con seriedad; mas no un hombre de mundo, como Ovidio. Pero dentro de la convención del poema existen los «encantos de la perdición» —la querida de su fantasía y la arbitradora de su destino—, que lo rigen con vara de hierro y lo someten a una vida de esclavo. Como resultado tenemos esta suerte de consejo al aprendiz de amante:

    Acude raudo, antes de la hora fijada,

    A tu encuentro con la amada; aguárdala pacientemente en la calle.

    Desafía los golpes de la multitud; corre a cumplir sus deseos.

    No te inquietes si otros asuntos te aguardan;

    Si ella reclama tu presencia, protégela como un centinela

    Cuando vuelva del baile.

    Y si encontrándote en bucólicos pasajes te llama,

    Toma tu carro o camina hasta Roma.

    Que no te detenga el tórrido verano

    Ni el peso de la nieve.

    ¡Fuera los cobardes! Nuestro señor, Amor, en sus campos de batalla

    Desdeña vuestra tibia servidumbre.

    Quien haya captado el espíritu del autor no malentenderá lo anterior. La conducta que Ovidio recomienda parece vergonzosa y absurda, mas es precisamente por eso que la recomienda: en parte como una confesión cómica de las profundidades a las que la ridiculez del apetito puede llevar al hombre, y en parte como una lección en el arte de sacar de quicio a la última ramera que haya atrapado tu fantasía. El pasaje completo debe relacionarse con otra pieza suya de consejo: «No la visites en su cumpleaños; resulta muy costoso».⁹ Pero se notará también —y esta es una preciosa muestra del vasto cambio ocurrido durante la Edad Media— que la misma conducta que Ovidio recomienda irónicamente puede ser recomendada con toda seriedad por la tradición cortés. Echárselas de recadero a través del frío o el calor por mandato de una dama, o de cualquier dama, parecerá honorable y natural a un caballero del siglo XIII e incluso a uno del XVII; y muchos de nosotros hemos ido de compras en el XX con damas que no mostraban signos de haber convertido la tradición en letra muerta. El contraste, inevitablemente, sugiere la pregunta de en qué medida puede explicarse el tono global de la poesía amorosa medieval por la fórmula «Ovidio malentendido». Sin embargo, y aunque como reflexión sea válida para tenerla en mente mientras proseguimos, se advierte de inmediato que no es una solución. Pues si estuviese garantizada, todavía restaría preguntarse por qué la Edad Media malentendió a Ovidio tan consistentemente.¹⁰

    La caída de la vieja civilización y la llegada del cristianismo no significó ninguna profundización o idealización en la concepción del amor. El punto es importante pues refuta dos teorías que sitúan el origen del gran cambio en el temperamento germánico y en la religión cristiana, especialmente en lo relativo al culto a la Santísima Virgen. Esto último toca una relación real y muy compleja. Mas como su verdadera naturaleza devendrá evidente en lo que sigue, me contentaré aquí con una exposición breve y dogmática. Es obvio que el cristianismo, en un sentido muy general, por su insistencia en la compasión y en la santidad del cuerpo, tendió a atemperar o confundir las más extremas brutalidades e impertinencias del viejo mundo en todos los aspectos de la vida y por consiguiente también en materias sexuales. Pero no existen evidencias de que el tono cuasi religioso de la poesía amorosa medieval haya sido traspasado desde la adoración a la Santísima Virgen. Es como si el colorido de ciertos himnos a María hubiese sido tomado prestado, a su vez, de la poesía amorosa.¹¹ No es ni total ni inequívocamente cierto que la Iglesia medieval alentase la reverencia por las mujeres ni suponer un error ridículo —como veremos— que reputase a la pasión sexual, bajo cualesquiera condiciones o ante cualquier proceso posible de refinamiento, como una emoción noble. La otra teoría apunta a una supuesta característica innata en las razas germánicas, señalada por Tácito.¹² Pero lo que Tácito describe es un temor primitivo a las mujeres como seres misteriosos y probablemente proféticos; y que para nosotros es tan difícil de entender como la primitiva reverencia a la locura o el horror a los mellizos. Y porque es así de difícil resulta inútil para juzgar cuán probablemente pudo haberse desarrollado en el concepto de servicio a las damas: la Frauendienst. Lo que sí es seguro es que donde una raza germánica alcanzó su madurez al margen del espíritu latino, como en Islandia, no existe nada parecido al amor cortés. La posición de las mujeres en las sagas es, por cierto, superior a la que disfrutaron en la literatura clásica; pero se basa en un mero respeto de sentido común y sin énfasis en el coraje o en la prudencia que algunas de ellas, como algunos hombres, poseyeron. De hecho, los normandos trataron a sus mujeres fundamentalmente como pueblo y no en cuanto tales. Es una actitud que, en la plenitud de los tiempos, se verá coronada en un privilegio igualitario o en un Acta de Dominio de las Mujeres Casadas, pero que tiene muy poco que ver con el amor romántico. Como sea, la respuesta final a ambas teorías está en el hecho de que los períodos cristiano y germánico existieron muchas centurias antes que el nuevo sentimiento apareciese. «Amor», en el sentido que le damos hoy, está tan ausente de la literatura de la Época Oscura como de la de la Antigüedad Clásica. A diferencia de las nuestras, sus historias favoritas no versaron sobre cómo un hombre se casaba o se veía obligado a casarse con una mujer. Prefirieron oír cómo un bendito había subido al cielo o un valiente partió a la guerra. Nos equivocamos al pensar que el poeta en la Canción de Rolando se reprime al referirse tan escuetamente a Alda, la prometida de Rolando.¹³ Más que incluirla en el relato hace lo opuesto: una digresión. Está llenando grietas, introduciendo aspectos más marginales después que las cuestiones de primera importancia han sido tratadas. Rolando no piensa en Alda en el campo de batalla, sino en su alabanza para agradar a Francia.¹⁴ La figura de la prometida palidece comparada con la de Oliveros, el amigo. En este período, la más profunda de las emociones del mundo es el amor de un hombre por un hombre: el amor mutuo de los guerreros que mueren juntos luchando contra la adversidad, y el afecto entre vasallo y señor. Jamás se comprenderá esto del todo si se lo ve a la luz de nuestras lealtades moderadas e impersonales. Pues no se trata de oficiales bebiendo a la salud del Rey, sino de los sentimientos de un niño hacia su héroe, sentado en el sexto banco de la clase. Y no hay dureza en la analogía: el buen vasallo es al buen ciudadano como el niño es al hombre. Aquel es incapaz de alcanzar la gran abstracción de una res publica. Ama y reverencia solo aquello que puede ver y tocar. Y lo hace con una intensidad tal que nuestra tradición está poco dispuesta a admitir a menos que se trate de una pasión sexual. De ahí el viejo vasallo en el poema inglés, alejado de su señor:

    Acudía a su memoria como un protector

    Que a sus vasallos besa y abraza; que en sus rodillas

    Cabeza y manos les acaricia; así solía el señor

    Sentarse en su trono en la víspera de la partida . . .

    Es un sentimiento más apasionado y menos ideal que nuestro patriotismo. Alcanza con mayor facilidad la heroica prodigalidad del servicio, pero con la misma facilidad se quiebra convirtiéndose en odio. De ahí que la historia feudal esté llena de grandes lealtades y grandes traiciones. Sin duda, las leyendas germánicas y celtas legaron a los bárbaros algunas historias de amor trágico entre un hombre y una mujer, un amor «traspasado por el destino» análogo al de Dido o Fedra. Pero como tema no resiste ni el menor análisis. Al tratársele, el interés cae cuando mucho en la tragedia masculina resultante —la perturbación del vasallaje o de la hermandad jurada— y en la influencia femenina que lo produjo. Los letrados también conocieron a Ovidio y existió, para uso de los confesores, una rebosante literatura sobre irregularidades sexuales. Pero sobre romance, sobre reverencia a las mujeres y ejercicio idealizado de la imaginación con respecto al sexo, apenas una insinuación. El centro de gravedad está en cualquier parte: en las esperanzas y miedos de la religión o en las pulcras y felices lealtades a la casa feudal. Aunque, y como hemos visto, estos afectos masculinos —aunque completamente exentos de aquella mancha que colgaba sobre la «amistad» en el mundo antiguo— eran efectivamente los de un amante. En su intensidad, en su testaruda exclusión de otros valores y en su incertidumbre, proveyeron un hábito al espíritu no tan distinto a aquel que, en épocas posteriores, fue hallado en el «amor». Y aunque el punto sea inadecuado para dar cuenta de la aparición del nuevo sentimiento —como la fórmula «Ovidio malentendido»—, ciertamente resulta significativo, pues sirve para explicar por qué ese sentimiento, habiendo aparecido, se transformó rápidamente en una «feudalización» del amor. Lo nuevo suele abrirse camino disfrazándose de antiguo.

    Pero no pretendo explicar lo nuevo en cuanto tal. Verdaderos cambios en los sentimientos humanos son muy raros —tal vez se puedan señalar tres o cuatro—, aunque, creo, ocurren. Y este es uno de ellos. No estoy seguro de que tengan «causas», si por causa se entiende algo que da cuenta cabal del nuevo estado de los asuntos, explicando así en qué consiste su novedad. Como sea, los esfuerzos de los eruditos por encontrarle un origen al contenido de la poesía amorosa provenzal han fracasado. Se ha sospechado la influencia celta, bizantina e incluso arábiga; pero no ha quedado claro que ella, de comprobarse, pueda explicar los resultados señalados. Una teoría más promisoria intenta escudriñar el origen de todo en Ovidio.¹⁵ Pero, y aparte la insuficiencia sugerida más arriba, se encuentra cara a cara con una dificultad fatal: la evidencia indica una influencia ovidiana mucho más poderosa en el norte de Francia que en el sur. Algo puede extraerse del estudio de las condiciones sociales en las que la nueva poesía surgió, aunque no tanto como pudiéramos esperar. Sabemos que las huestes cruzadas tuvieron a los provenzales por maricas,¹⁶ lo que solo sería relevante para un acérrimo enemigo de la Frauendienst. Sabemos también que, en el sur de Francia, el período fue testigo de lo que a ojos de sus contemporáneos pareció una notoria degeneración en la simplicidad de las antiguas costumbres y un alarmante aumento del lujo.¹⁷ Mas, ¿qué época o qué país no ha hecho lo mismo? Mucho más importante es que la caballería sin tierra —la caballería sin un lugar en la jerarquía territorial del feudalismo— pareció ser posible en la Provenza.¹⁸ El caballero intocable de los romances, respetable solo por su valor y amable solo por su cortesía, amante predestinado de las esposas de otros hombres, fue una realidad. No obstante, el punto no explica por qué amó de tal nueva manera. Si el amor cortés requiere adulterio, con mayor razón el adulterio requiere amor cortés. El dibujo de una típica corte provenzal, realizado hace ya muchos años por un escritor inglés,¹⁹ y desde entonces aprobado por la mayor autoridad viviente en la materia, puede acercarnos más al secreto. Imaginemos un castillo en territorio bárbaro: una pequeña isla de ocio y lujo y, por lo mismo, de posible refinamiento. Lo habitan muchos hombres pero pocas mujeres: la dama y sus damiselas. Una meiny masculina pulula en derredor: nobles inferiores, caballeros sin tierra, escuderos y pajes. Criaturas arrogantes más cercanas a los labradores de extramuros y feudalmente inferiores al señor y a la dama. Sus «hombres», según el lenguaje medieval. De ella fluye todo lo que hay de «cortesía». Todo el encanto femenino, de su persona y damiselas. Para la mayor parte de la corte no existe la cuestión del matrimonio. En fin: todas estas circunstancias juntas podrían acercarse mucho a una «causa»; pero no explican por qué, en cualquier otro lugar, condiciones semejantes debieron esperar el ejemplo provenzal para producir iguales resultados. Parte del misterio permanece sin resolver.

    Si abandonamos el intento de explicar el nuevo sentimiento podremos dilucidar, al menos —en parte lo hemos hecho ya—, la forma peculiar que este tomó en un comienzo: las cuatro notas de Humildad, Cortesía, Adulterio y Religión del Amor. Respecto a la humildad baste con lo dicho. Ya antes del advenimiento del amor cortés la relación entre vasallo y señor existía en toda su ardorosa intensidad. Fue un molde en el que prácticamente pudo vaciarse la pasión romántica. Y si además la amada era al mismo tiempo feudalmente superior, todo resultaba tan natural como inevitable. De ahí el énfasis que se puso en la cortesía. Es en las cortes donde el nuevo sentimiento se origina: la dama, aun antes de ser amada, y por su posición social y feudal, es el árbitro de las maneras y el azote de la «villanía». La asociación de amor con adulterio —que ha permanecido en la literatura continental hasta nuestros días— tiene causas profundas. En parte se explica por el cuadro expuesto, pero no se agota allí. Dos cosas impidieron a los hombres de aquel entonces relacionar su ideal de amor romántico y apasionado con el matrimonio.

    La primera, por supuesto, fue la organización concreta de la sociedad feudal. El matrimonio no tenía nada que ver con el amor, y no se toleraba ninguna «tontería» al respecto.²⁰ Todas las uniones eran por interés; y lo que es peor, por un interés cambiante. Cuando la alianza que había funcionado dejaba de hacerlo, el marido procuraba desembarazarse de la dama lo más rápido posible. Los matrimonios se disolvían con frecuencia. La misma mujer que era dama y «el más dulce temor» de sus vasallos solía ser algo apenas mejor que una propiedad para el esposo. Él era el amo en su casa. Así, el matrimonio, lejos de ser un canal natural para el nuevo tipo de amor, fue más bien el pálido trasfondo contra el cual ese mismo amor se estrelló en todo el contraste de su nueva ternura y delicadeza. Por cierto que la situación es muy simple y no peculiar a la Edad Media; pues cualquier idealización del amor sexual, en una sociedad donde el matrimonio es puramente utilitario, comienza por ser una idealización del adulterio.

    La otra es la teoría medieval del matrimonio. Aquello que con un conveniente barbarismo moderno podría llamarse la «sexología de la Iglesia medieval». Un inglés del siglo XIX estimó que aquella pasión —el amor romántico— podía ser virtuosa o viciosa según se orientase o no al matrimonio. Para la visión medieval, el amor apasionado era perverso en sí mismo y no dejaba de serlo si el objeto era la esposa. Para el hombre que alguna vez se había rendido a la emoción no había alternativa entre amor «culpable» o «inocente»: solo el arrepentimiento u otras formas diferentes de culpa.

    El asunto nos demorará un poco, en parte porque nos introduce a las verdaderas relaciones entre amor cortés y cristianismo, y en parte porque ha sido muy tergiversado en el pasado. Ciertas consideraciones permiten concluir que el cristianismo medieval fue una especie de maniqueísmo condimentado de urticaria; otras, que fue una suerte de carnaval en el que los aspectos más alegres del paganismo tomaron parte después de haber sido bautizados, sin perder nada de su jolgorio. Ninguno de estos retratos resulta muy fiel. Dos acuerdos complementarios limitan las visiones de los eclesiásticos medievales sobre el acto sexual dentro del matrimonio (no hay duda, por cierto, sobre el acto fuera de él). Por un lado, nadie sostuvo nunca que el acto fuese intrínsecamente pecaminoso. Por otro, todos estuvieron de acuerdo en que, desde la Caída, algún elemento maligno se hallaba presente en cada instancia concreta de él. Fue en el esfuerzo por determinar la naturaleza precisa de este mal concomitante donde se derrochó saber e ingenuidad. Para Gregorio, a fines del siglo VI, la cuestión era perfectamente clara: el acto es inocente, pero el deseo es moralmente malo. Si se le objeta que su concepción importa un impulso intrínsecamente perverso en una acción intrínsecamente inocente, replica con el ejemplo del reproche virtuoso que vence a la ira. Lo que decimos debe ser exactamente lo que tuvimos el deber de decir; pero la emoción, que es la causa eficiente de lo que decimos, es moralmente mala.²¹ El acto sexual concreto, esto es, el acto más su inevitable causa eficiente, permanece culpable. La visión se modifica si descendemos a la Baja Edad Media. Hugo de San Víctor concuerda con Gregorio al considerar maligno el deseo carnal. Mas no piensa que haga culpable al acto concreto, ya que lo «excusarían» los buenos fines del matrimonio, como la generación de la prole.²² Combatió con ahínco la rigurosa percepción de que el matrimonio causado por la belleza no es matrimonio; recordándonos a Jacob, que desposó a Raquel precisamente por eso.²³ Además, es preciso cuando señala que si permanecimos en estado de inocencia debimos generar sine carnis incentivo. Difiere de Gregorio al considerar no solo el deseo sino el placer. A este lo cree un mal, pero no un mal moral. No es, dice, un pecado, sino el castigo por un pecado; llegando así a la desconcertante concepción de un castigo sobre un placer moralmente inocente.²⁴ Pedro Lombardo fue mucho más coherente. Ubicó al mal en el deseo y dijo que no era un mal moral, sino un castigo por la Caída.²⁵ De esta manera, el acto, aunque presa del mal, será libre del mal moral o del pecado solo si lo «excusan los buenos fines del matrimonio». Cita, con la autoridad de una fuente supuestamente pitagórica, una sentencia importantísima para el historiador del amor cortés: omnis ardentior amator propriae uxoris adulter est: el amor ardiente de un hombre por su propia esposa es adulterio.²⁶ Alberto Magno asume una posición bastante más genial. Barre con la idea de que el placer es malo o resultado de la Caída. Por el contrario: pudo haber sido aún mayor si hubiésemos permanecido en el Paraíso. El verdadero problema del hombre caído no es la fuerza de sus pasiones, sino la flaqueza de su razón: el hombre sin Caída habría disfrutado cualquier grado de placer sin perder la visión del Primer Bien.²⁷ El deseo, según lo entendemos hoy, es un mal, un castigo por la Caída; mas no un pecado.²⁸ De esta manera, y en la medida en que lo orienten causas correctas (el deseo de la prole, el pago de la deuda marital y demás), el acto conyugal no solo es inocente, sino meritorio. Pero si el deseo viene primero («primero» en un sentido que no alcanzo a comprender), resulta un pecado mortal.²⁹ Tomás de Aquino, de pensamiento tan invariablemente firme y claro, es una figura frustrante para nuestro propósito. Siempre parece sacar con una mano lo que ha puesto con la otra. Así, aprendió de Aristóteles que el matrimonio es una especie de amicitia.³⁰ A su vez, prueba que la vida sexual pudo existir sin la Caída argumentando que Dios pudo no haber dado a Adán una mujer como «ayuda», excepto para este propósito. Para cualquier otro, obviamente un hombre habría sido más satisfactorio.³¹ Sabe que el afecto entre las partes involucradas incrementa el placer sexual, y que incluso la unión entre las bestias supone una cierta benevolencia —suavem amicitiam—, pareciendo rozar con ello el borde de la concepción moderna del amor. Pero donde realmente lo hace es en su explicación de la ley contra el incesto. Señala que las uniones entre parientes cercanos son perversas precisamente porque se guardan mutuo afecto, y dicho afecto puede incrementar el placer.³² Esta visión profundiza y agudiza la de Alberto: lo maligno en el acto sexual no es ni el deseo ni el placer, sino la inmersión de la facultad racional que los acompaña. Y a su vez, ella no es pecado aunque sí un mal; un resultado de la Caída.³³

    Se notará que la teoría medieval acepta la sexualidad inocente. Lo que no cabe es la pasión, romántica o de cualquier especie. Casi puede decirse que niega a la pasión la indulgencia que, de mala gana, concede al apetito. En su forma tomista, la teoría exculpa el deseo y el placer carnales situando lo maligno en el ligamentum rationis: la suspensión de la actividad racional. Es casi lo opuesto a la visión —implícita en buena parte de la poesía amorosa romántica— que considera precisamente a la pasión como lo que purifica. Por lo que el cuadro escolástico de la sexualidad no caída —placer físico al máximo, disturbio emocional al mínimo— sugeriría algo más parecido a la fría sensualidad de Tiberio en Capri que a la pureza de Adán en el

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