¿Ir al psiquiatra? ¿Para qué?
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No resulta difícil animar a leer este libro; al autor le avala una considerable práctica como psiquiatra en una dilatada vida profesional, donde revela un inicio precursor en pediatría, la lucha para implantar la psiquiatría cuando ni se contemplaba en la sanidad pública ni se aceptaba socialmente la enfermedad mental ni su tratamiento.
En este ensayo, el autor se propone difundir su experiencia de forma generosa. A través de la escritura refleja su espíritu humanista, el mismo que ha sanado a tantos pacientes a lo largo de años. Con rigor ha ido elaborando minuciosamente un valioso legado basado en su profundo conocimiento de la mente humana.
Este, el último de sus lúcidos ensayos, aborda de forma amena, incisiva y también útil, los prejuicios sobre la necesidad de acudir a un profesional de la salud mental, una especialidad la cual, según afirma, no la ejercen ni dioses ni jueces.
Define con claridad si la motivación de acudir a una consulta es visible o la verdadera causa del malestar emocional está oculta, latente entre lo consciente y el inconsciente. Analiza las posibles formas de «hablar» que conectan a un paciente con un terapeuta. Apunta las técnicas profesionales de distintas terapias, desde las que tratan al paciente en fase preventiva hasta las severas que exigen tratamiento clínico. También se cuestiona con valentía algunas terapias alternativas que —para el doctor— no son tales por su falta de criterio científico.
Rosa Vergés
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¿Ir al psiquiatra? ¿Para qué? - Ramon Andreu Anglada
Cuando el psiquiatra llegó a la calle
En nuestros días, ir al psiquiatra o al psicólogo es una práctica habitual comúnmente aceptada, y son residuales y cada vez más exiguos los sectores en los que esto constituye un tabú del que no se puede hablar. Pero esto no fue siempre así. Empezó a serlo en los años setenta; hasta entonces, acudir a un psiquiatra solo estaba al alcance de la clase media alta, y era un tema tabú del que los afectados no se atrevían a hablar.
La popularización de la consulta psiquiátrica se inicia en la década de los setenta a raíz de que la Seguridad Social decide hacerse cargo de la asistencia en salud mental, y establece convenios con centros hospitalarios accediendo a pagar los costes de las consultas. Esto permite, a los hospitales concertados, sufragar las nóminas de personal facultativo, que solo a partir de entonces tiene un contrato laboral de seis horas; era y sigue siendo, compatible con la práctica privada.
Como no soy historiador de la medicina, tan solo puedo contar mi experiencia personal desde que me gradué como médico en 1962. En la década de los sesenta, el llamado Antiguo Hospital de San Juan de Dios de Barcelona, estaba situado en lo que hoy es la Illa Diagonal. Había un servicio de psiquiatría, dirigido por el Dr. Juan Campos Avillar. Los médicos, algunos estudiantes todavía de la especialidad, acudíamos a título de beneficencia, como una especie de voluntariado, y percibíamos una retribución puramente testimonial y simbólica. No había una disciplina horaria ni regularidad de asistencia, dado que todos teníamos que realizar trabajos varios para la subsistencia.
En esa década empezó a construirse lo que se llamó entonces el nuevo Hospital de Sant Joan de Déu, en Esplugues de Llobregat; al parecer, tras vender la orden hospitalaria los terrenos que ocupaban hasta entonces. En 1970, estaba casi terminado, pero faltaba aún el ala de consultas externas, donde se ubicaría el servicio de psiquiatría, dado que no estaba previsto que hubiera camas destinadas al mismo. La orden tenía y sigue teniendo, otras instalaciones en Sant Boi de Llobregat.
Teníamos las consultas en la planta 4ª, con gran pesar de los pediatras, que veían invadido su espacio. A poco de empezar a trabajar allí, en 1972, se inauguró el ala de consultas externas.
Pero, había un problema: la falta de profesionales especialistas en psiquiatría infanto-adolescente. En aquel entonces, los estudiantes de la especialidad, lo hacíamos en la Escuela Profesional de Psiquiatría de la Facultad de Medicina en el Hospital Clínic de Barcelona, dirigida por el profesor Dr. Ramon Sarró. Los estudios duraban tres años, pero no se impartía ninguna asignatura de psiquiatría infantil. Esto era así en toda España. Por lo que respecta a San Juan de Dios, la orden tuvo el acierto de contratar como director del servicio de psiquiatría, a un catalán formado en París durante siete años, psiquiatra y psicoanalista adherente de la Sociedad Psicoanalítica de París, el Dr. Fernando Angulo Gracia. De vez en cuando, hacíamos un viaje a París y conectábamos con sus maestros: Pierre Marty, Diatkine, Soulé, D’Amuzant, Cristian David. Nos parecía que entrábamos en otro mundo. Tenían una red asistencial perfecta, con centros de barrio, servicios sociales, camas en hospitales para casos psicóticos, asistencia de urgencias, coordinación con escuelas, escuelas especiales, y un largo etcétera. Cuando en España, la Seguridad Social empezó a hacerse cargo de la asistencia, y aún con limitaciones (no teníamos camas para niños psicóticos que precisaban internamiento urgente), en Francia hacía ya cincuenta años que esto funcionaba a la perfección.
Todo esto viene a cuento a propósito del principio de la popularización de la consulta psiquiátrica. Había grandes prejuicios en contra, no solo por parte de la población, si no también por parte de la clase médica. Las escuelas de la época, muy avanzadas y sensibilizadas a la problemática infantil y adolescente nos enviaban niños con problemas de conducta y de rendimiento escolar, sintomáticos de neurosis infantiles. A veces, se trataba de psicosis infantiles, dramas que rondaban la tragedia. Un día, uno de estos niños atravesó corriendo el amplio vestíbulo y se lanzó a través de un ventanal abierto cayendo al vacío, ante la consternación de todos nosotros. Milagrosamente, quedó atrapado en la copa del árbol que quedaba pocos metros por debajo del alfeizar de la ventana, y se salvó. Lo que más me impresionó entonces del sector de población que asistíamos, fue el caso de los falsos subnormales1. Niños diagnosticados y etiquetados oficialmente como subnormales, con certificados médicos (para vergüenza de la clase médica) y becas y ayudas económicas concedidas, nos eran remitidos por escuelas honestas y competentes que, al hacerles una exploración de entrada, descubrían con asombro, que tenían un cociente intelectual (CI) normal. Descubrimos que la clave estaba en la patología de la madre, y que, si bien el niño era recuperable, si la madre no aceptaba tratarse, el caso se perdía.
En aquel entonces, las familias, o mejor dicho, las madres (porque los padres rara vez venían) mostraban gran extrañeza al acudir a la consulta y mirando perplejas en rededor, solían comentar «nos han dicho que viniéramos aquí, pero no estamos locos». Para facilitar el contacto humano visitábamos de paisano, sin bata blanca ni uniforme hospitalario. Teníamos que hacer un doble trabajo: clínico, pero también pedagógico. No solo con las familias. También con los pediatras, neurólogos, otorrinos, cirujanos y demás especialistas, que tenían el mismo desconocimiento de la asistencia en salud mental que las familias… y bastantes prejuicios en contra. Teníamos que hacer consultas de planta cuando éramos requeridos por un pediatra respecto a un niño hospitalizado, y en ocasiones nuestros informes de asistencia eran motivo de risas y burlas. Pero, gracias a nuestra labor, a la receptividad de la mayoría de los pediatras, y al apoyo del director del hospital, el Dr. Plaza Montero, esto fue cambiando. Aprendimos a hablar un lenguaje más comprensible, y ellos aprendieron que toda la medicina, toda la patología, es psicosomática, y lo que esto significa. Colaboramos cada vez más estrechamente, celebramos sesiones clínicas conjuntas y aprendimos unos de otros. Por ejemplo, los neurólogos aprendieron que epilépticos atípicos que tenían una frecuencia de crisis superior al promedio y consumían dosis de medicación muy superiores al estándar sin resultado, mejoraban grandemente con sesiones de psicoterapia, disminuyendo espectacularmente la frecuencia de las crisis y disminuyendo la necesidad de medicación, que podía reducirse a las dosis habituales.
Al inaugurar el Servicio de Maternidad, cuyo primer director fue el ginecólogo Dr. Campos, aprendimos a asistir a las madres con problemas. Los más frecuentes eran las depresiones puerperales, pero, sobre todo, los conflictos con la lactancia. Aprendimos a tratar el asma del recién nacido, por psicoterapia de la madre, además de su hospitalización, que hacíamos conjunta, y varias otras situaciones.
Las familias que acudían a la consulta eran de clase media baja, y clase obrera. De ahí la popularización progresiva de la asistencia psiquiátrica, y el que dejara gradualmente de ser un tema tabú. Poco a poco, la población se fue sensibilizando. Otros centros hospitalarios, como el Hospital de Sant Pau i el Hospital Clínic participaron en la labor.
A pesar de que en el servicio de psiquiatría estaba el departamento de psicología, una innovación revolucionaria en la época, la popularización de la asistencia psicológica fue mucho más tardía, porque apenas había psicólogos. La primera Facultad de Psicología se abrió en Barcelona, en 1975, y la primera promoción fue la de 1980 porque la carrera tenía cinco años. Hasta entonces, había sido una rama de Filosofía y Letras, sin identidad clínica. Desde 1975, pasa a ser una licenciatura universitaria encuadrada en Ciencias de la Conducta. No es una carrera de letras. Es una carrera de ciencias. Nos extenderemos más adelante sobre esto, cuando hablemos de «ir al psicólogo».
Así es cómo empezó todo. Me refiero a Catalunya. Desconozco cómo y cuando empezó en el resto de España.
Tras esta introducción, hablemos ahora de la asistencia. Hay cuatro clases de profesionales en la asistencia en salud mental: el psiquiatra, el psicólogo, el psicoanalista, y el morfoanalista.
Empecemos primero, por definir qué es la salud mental; a continuación, veamos cómo nacieron la psiquiatría y la psicología. Por último, veamos a quien acudir.
Salud mental
Daré aquí, varias definiciones que explican qué es la salud mental de distintas formas. La primera, es la de una profesional del magisterio, la maestra Mercedes Pons Pujol:
Salud mental, es la capacidad de disfrutar de lo bueno (cotidiano), soportar la adversidad (sin hundirse), y afrontar los problemas.
La segunda, es la de un médico catalán, el Dr. Jordi Gol i Gorina, que la dio a conocer en el Congreso de médicos y biólogos de lengua catalana celebrado en Perpiñán, en 1976, en la ponencia «Función social de la medicina».
Salud Mental, es la capacidad de vivir la vida de forma solidaria, autónoma, y con alegría de vivir.
La tercera, es la de la Organización Mundial de la Salud. Dice textualmente:
Salud mental, es, el conjunto de capacidades, por parte del individuo, de establecer relaciones armoniosas con otros, y para participar en modificaciones de su ambiente físico y social, o de contribuir constructivamente a ello; de obtener satisfacción armoniosa y equilibrada de sus necesidades instintivas; de desarrollar su personalidad, en la plena realización de sus potencialidades2.
La cuarta, es la acuñada por mí, como fruto de mi experiencia a lo largo del ejercicio de la profesión, primero como médico internista (1963-1969) y después como psiquiatra (desde 1970 hasta la actualidad).
Salud mental es el poder estar contento y satisfecho con lo que uno es, con lo que uno tiene, y con lo que uno hace.
Es decir, con lo que uno siente ser, con lo que uno tiene, en lo fundamental y en lo accesorio, y con lo que uno hace: profesión, modo de actuar ante la vida y ante los demás. Esto es perfectamente compatible con el afán de superación, aspirar a ser mejor como persona, tener más de lo que se tiene, mejorar la calidad de vida o actuar de forma cada vez más justa, ponderada, y madura.
Nacimiento de la psiquiatría
y de la psicología
El verdadero padre de la psiquiatría fue Jean Marie Charcot (1825-1893), una de las grandes figuras de la medicina de mediados del siglo XIX. Dirigía el Servicio de neurología del Hospital General de París. Era un genio. Los genios ven lo que nosotros no podemos ver. Y Charcot vio que había paralíticos que podrían volver a andar, y otros que jamás andarían. Y que había ciegos que podrían volver a ver, y otros, que jamás recuperarían la visión. En aquel tiempo, sin rayos X, ni TAC, ni resonancias magnéticas, sin oftalmoscopio, ni escáner de retina ni de fondo de ojo, sin poder fotografiar en colores el nervio óptico como hoy en día, se tenía que ser un genio para poder afirmar lo que afirmó. La segunda genialidad, consistió en demostrarlo, mediante el método científico-natural por excelencia: el experimental.
La genialidad fue intuir, que la hipnosis podía ser un método de investigación científica. Hoy nos parece natural, pero en aquel tiempo, la hipnosis estaba condenada por la Iglesia católica como practica demoníaca. Y el poder de la Iglesia y su ascendente sobre la sociedad eran inconmensurables a mediados del siglo XIX. Nadie se atrevió nunca a desafiar su poder. Solo un genio revolucionario podía hacerlo. Y este fue Jean Marie Charcot.
En marzo de 1885, un neurólogo llamado Sigmund Freud, obtuvo una beca para ampliar estudios en París, trabajando en el Hospital de La Salpetriêre, a las órdenes de Charcot. Durante ese tiempo, asistió a sus sesiones clínicas, y en una de ellas, memorable por histórica, asistió a la demostración por parte de Charcot, de forma científica y a través del método experimental, de la existencia de patología propia de la mente, y no del cuerpo; aunque pudiera expresarse por síntomas corporales. Ante un paciente afectado de parálisis de las extremidades inferiores (paraplejia) y otro afectado de ceguera, Charcot afirmó, que a diferencia de otros paralíticos y ciegos, aquél, sí podría andar, y el otro, sí podría ver. Aventuró su teoría, sin otros medios que su instinto.
En aquella sesión clínica, utilizando por primera vez en la historia la hipnosis con fines de investigación científica hizo que los dos pacientes intercambiaran sus síntomas bajo las órdenes hipnóticas: el ciego recuperó la visión, pero se quedó paralítico, y el paralítico pudo andar, pero se quedó ciego. Terminada la sesión hipnótica, recuperaron el estado inicial. Quedaba, pues, en evidencia, que no podía existir ninguna afectación de la médula espinal ni del nervio óptico: la enfermedad, no estaba en el cuerpo. Tenía que estar, forzosamente, en esta otra parte de la persona, que entonces empezó a llamarse psique.
Hasta entonces, estas enfermedades eran consideradas neurológicas, y en algunos casos, como manifestación de posesión demoníaca. Tengamos en cuenta, que un parapléjico de los que años después se denominarían «histéricos», no se diferencia en nada, en su apariencia, de un parapléjico por afectación de la médula espinal: los dos tienen atrofia de la musculatura de las extremidades, que aparece como fundida, en delgadez extrema, por la falta de actividad y movilidad. Ni uno ni otro, tienen reflejos; tampoco tienen sensibilidad ni al frío, ni al calor, ni al dolor.
Añadamos, por último, que la parálisis histérica, o psicológica, como algunos la llaman, es real. Nada más falso que la creencia, bastante extendida, de que con un par de bofetadas o con un buen susto, el paciente echaría a andar.
Aunque hoy día tenemos recursos técnicos para hacer desaparecer la parálisis histérica en una sola sesión, si al paralítico histérico se le incendia la casa antes de la sesión, morirá quemado dentro, a no ser que sea rescatado a tiempo. Que quede, pues, claro.
Lo mismo pasa con la «ceguera histérica». Es una ceguera real. Si a este ciego, le hacemos caminar hasta el borde de un precipicio, y le ordenamos seguir caminando, se despeñaría por él.
A partir de ahí, muchos de los asistentes a la demostración de Jean Marie Charcot, empezaron a investigar el enorme campo que de repente se abrió ante sus ojos. ¿Cómo? Pues como les había mostrado el maestro: con el único medio de que se disponía entonces, la hipnosis. De ahí la necesidad del diván: la persona tenía que dormir el sueño hipnótico. Por esto la psiquiatría empezó en un diván, como suele decirse frecuentemente.
Pero, afortunadamente para la psiquiatría y la psicología, Freud era (y así lo reconocía él) muy mal hipnotizador. Un día, una paciente3 se le quejó de que las palabras con las que él trataba de inducirle el sueño hipnótico le interrumpían el curso del pensamiento, y le pidió que se callara y la dejara continuar. Freud, que también era un genio y tenía su humildad, —en una época en la que el médico era un ser endiosado y prepotente—, accedió a sus deseos. Vio que lo que decía en estado de vigilia, tenía mucho más sentido, y relación con lo que le pasaba, que lo que decía en estado hipnótico. Y a partir de ahí dejó de hipnotizarla. Se limitó a invitarla a hablar de lo que le viniera a la cabeza, con total espontaneidad, sin cuestionarios, ni preguntas. Ahí nació el método que diez años más tarde, en 1896, se denominaría «psicoanálisis», y su técnica esencial, que también por aquel entonces se denominaría «asociación libres (En el refranero: «La boca habla de lo que el corazón está lleno».).
Otros asistentes a aquella sesión clínica desarrollaron otros métodos y siguieron sus investigaciones por otros derroteros. Entre todos ellos, destaca, por la importancia de sus aportaciones al desarrollo de la psicología, Pierre Janet.
Por último, voy a explicar por qué las ciencias de la salud mental son fundamentalmente dos: psiquiatría y psicología, y no una.
Veamos, antes de que ambas nacieran, los únicos profesionales de la salud, eran los médicos. Entendiendo por profesionales, los poseedores de conocimientos científicos adquiridos mediante el estudio. Curanderos, sanadores, y otros especímenes que han existido en todas las épocas, incluida la nuestra, no son más que aficionados, peligrosos por el atrevimiento propio de la ignorancia.
Pero Freud, también revolucionó su época, en este sentido. Se atrevió a afirmar categóricamente, que:
«La salud mental no podía ser patrimonio exclusivo, y monopolio, de la clase médica».
Efectivamente, alguno de sus discípulos y después psicoanalista ilustre, no era médico. Por ejemplo, Hans Sachs era abogado; Carl Furtmüller, maestro de escuela. La lista es extensa.
La postura de Freud le granjeó el odio a muerte de la clase médica de la época. Esta inquina ha persistido hasta nuestros días, y está en el fondo de muchas críticas destructivas que se hacen al psicoanálisis y a Freud, bajo una apariencia falsamente científica.
Así pues, en un principio, tras el histórico experimento clínico de Charcot, nació una sola Ciencia de la Conducta y de la Salud Mental, que en la época de su nacimiento estaba adscrita a la medicina porque médico era su iniciador y fundador, y médicos, los primeros investigadores que siguieron el camino abierto por el maestro.
Pero Freud, al elaborar el cuerpo de doctrina psicoanalítico, rompió esta tradición, dando entrada a profesionales no médicos en el campo de la investigación sobre salud mental y conducta. Este fue el origen del nacimiento de la psicología como ciencia de la conducta independiente de la medicina. Surgió cuando otros investigadores no médicos, se adentraron en esta área, gracias a la apertura iniciada y protagonizada por Freud; unos, siguiendo la metodología y la orientación doctrinal de este; otros, siguiendo métodos de investigación, que nada tenían que ver con el psicoanálisis.
Una vez constituida la psicología como ciencia de la conducta y de la salud mental, ha habido psicólogos que han adoptado la doctrina psicoanalítica como herramienta de trabajo y se han hecho psicoanalistas, y otros que han optado por otras orientaciones doctrinales: la cognitivo-conductual, la constructivista, la gestáltica, etc. De ahí, los diferentes tipos de psicólogos.
Hoy día existen en las universidades facultades de psicología, como entidad, con igual rango que medicina o cualquier otra disciplina. Pero han tenido que sostener una enconada lucha para poder nacer como tales, porque un sector de la clase médica se ha opuesto siempre a que profesionales no médicos, pudieran serlo de esta importantísima rama de la sanidad.
En Barcelona, por ejemplo, la primera facultad de psicología no pudo inaugurarse hasta 1975, coincidiendo (casualmente) con la muerte del dictador. Es curiosa la afinidad de las dictaduras en torno a la psicología y el psicoanálisis: Stalin fusiló tantos psicoanalistas, como Pinochet y Videla, juntos.
Jean Martín Charcot, murió en 1893. Sigmud Freud, murió a las tres de la madrugada del día 23 de septiembre de 1939, veinte días después de haber estallado la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
A quién acudir. ¿Al psiquiatra?
El psiquiatra es un médico que se ha especializado en salud mental. Con el tiempo, nos ha pasado como a los abogados. Ellos han tenido que subespecializarse: derecho mercantil, derecho penal, derecho civil, matrimonial, laboral, y un largo etcétera. No se puede abarcar todo. Nosotros, tampoco. Los hay especializados en la enfermedad mental (psicosis); otros, en la problemática psicológica de la persona no enferma mental (neurosis); otros, en enfermedades psicosomáticas; y, otros, en toxicomanías o adicciones (ludopatía, alcoholismo, drogadicción, etc.).
Empero, aquí hemos de hacer dos clasificaciones: una general y una particular.
Clasificación general
No creo que la clasificación que voy a dar se encuentre en ningún libro de los publicados sobre salud mental, pero, aún así, me parece fundamental.
Partamos de la base real: nadie, absolutamente nadie, de los que hemos llegado esta profesión, lo hemos hecho por el gusto y las ganas. Lo hemos hecho por necesidad. El gusto y las ganas —la vocación— surgieron después. Pero sin la necesidad primera, no habrían surgido nunca. ¿Y cual era la necesidad? Encontrar respuestas a ciertas preguntas, y un equilibrio emocional estable. El profesional de la salud mental que niegue esto, una de tres: o disimula, o no sabe lo que se dice, o miente.
Este es el criterio que rige esta clasificación general. Psiquiatras y psicólogos nos dividimos en dos grandes grupos: los que primero fuimos pacientes y después escogimos ayudar a los demás de la misma forma en que fuimos ayudados (vocación) y los que nunca han sido pacientes, y creen haber encontrado las respuestas y la estabilidad en los libros y en los conocimientos adquiridos y constantemente ampliados en una formación continuada. Maticemos que tanto unos como otros, necesitamos ineludiblemente, de una formación continuada. Los profesionales de este segundo grupo, empero, han tenido la misma necesidad, pero en ellos, no está concienciada. Está involuntaria e inconscientemente negada.
Como el lector comprenderá, la actitud subjetiva del profesional ante el paciente es muy distinta según haya sido antes paciente o no.
El primer grupo lo constituimos los psicoanalistas y los morfoanalistas. El segundo, todos los demás.
Clasificación particular
Aquí nos interesa diferenciar tres clases o tipos de psiquiatras, según la técnica terapéutica que desarrollen.
La primera son los psiquiatras autodenominados «biológicos». Se caracterizan por enfocar las cosas con un criterio puramente biológico. Se trata de los neurotransmisores, del nivel de serotonina en sangre, de la dopamina, de si se dan antidepresivos serotoninérgicos, noradrenérgicos, o la suma de los dos, y en definitiva, de cual es la psicofarmacología más adecuada para el paciente. Esto es muy útil en la enfermedad mental (esquizofrenia, paranoia, esquizofenia paranoide, psicosis confusional, etc.). Pero la medicación apenas actúa sobre el factor humano. Las personas no enfermas mentales atendidas en estas consultas relatan que al tratar de hablar con el psiquiatra de los problemas y las angustias que les acechan, el psiquiatra les interrumpe diciéndoles que de eso no podrán hablar. Que allí solo se hablará de los síntomas: de si hay crisis de ansiedad, de la intensidad de la depresión, de trastornos del sueño, de crisis de pánico, o de lo que sea. Algunos de estos psiquiatras, suelen colaborar con un psicólogo clínico, a quien derivan al paciente (para que hable con él de sus cosas). Otros, ignoran el factor humano, la psicología, y cualquier técnica psicoterápica.
La persona aquejada de un sufrimiento que su mente no puede controlar ni resolver, quizás necesite una ayuda farmacológica para aliviar los síntomas, o quizás no. Pero, aunque la necesite, no será suficiente. Necesitará hablar y que le hablen tras escucharle, para poder entender, y que esto le permita pensar diferente para llegar a poder sentirse diferente.
Hay psiquiatras que practican una técnica psicoterapéutica determinada. Habrá que ver si es la que el paciente necesita. La mayoría, empero, no practica ninguna. De estos, una minoría, colabora con un psicólogo, y entonces la persona puede ser debidamente asistida.
¿Cómo saber si este es el tipo de psiquiatra que uno necesita? Es el médico de cabecera o de familia, quien tiene la obligación de saberlo y orientar al paciente en la buena dirección. Pero en la práctica, su ignorancia sobre el tema suele ser clamorosa, y las personas nos llegan a la consulta a través del boca a boca, referenciados por pacientes en tratamiento, o que se trataron con anterioridad. Lo primordial, no obstante, es la sensibilidad y la intuición de la persona que siente la necesidad de consultar. Si cree saber lo que le pasa y no encuentra solución, buscará alguien que le ayude a pensar, siempre y cuando esté dispuesto a hacer el esfuerzo que sea necesario para salir del bache. Si no es así, hará como algunos que me han dicho en la consulta, «a mí no me haga pensar, deme pastillas».
La segunda son los psiquiatras «conductistas» o «cognitivo-conductuales». Son los que practican la técnica conductista para modificar conductas o comportamientos. Son especialmente eficaces en el tratamiento de las adicciones. Pueden servirse de la medicación como elemento auxiliar, pero a diferencia de los psiquiatras biológicos, no lo fían todo a la medicación. No obstante, si el paciente no puede efectuar o seguir sus pautas, por bloqueos de origen inconsciente, el tratamiento no puede surgir efecto.
La psicóloga clínica Mari Pau Moreno, a quien