Posesión
Por JG Millan
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Una mujer guapa, con un buen empleo, con un buen sueldo que le permite gozar de una posición acomodada... Todo se viene abajo cuando fuerzas sobrenaturales irrumpen en su vida.
Poco a poco lo pierde todo: belleza, salud, dinero, amor...
No se explica lo que le ocurre hasta que alguien le dice que una persona le ha deseado el mal. A partir de ahí comenzará a transitar por una espiral descendente que le pondrá al borde del suicidio, ante la alternativa de iniciar una lucha desesperada por la supervivencia frente al peor de los enemigos posibles.
JG Millan
Mis novelas tienen trasfondo. Tienen un mensaje o una moraleja, y en cierto modo, no dejan de ser una especie de fábulas que han sido creadas para que pervivan más allá del tiempo que se tardan en leer, más allá de ser un simple entretenimiento. Todo comenzó durante la Pandemia. Nunca he visto a nadie poner la primera “p” en mayúsculas, aunque seguro que habrá más gente que lo haga. Pero hoy por hoy, en 2023, el lector sabe perfectamente a qué pandemia me refiero. Quizás en el futuro ya no proceda y haya que volver a las minúsculas, poniendo, eso sí, un sufijo que indique el año. El caso es que durante esa época había mucho tiempo libre. El confinamiento, las restricciones de aforo, las medidas anticovid... Teníamos que permanecer muchas horas en casa y escribir fue una magnífica forma de invertir el tiempo y evitar la ociosidad. Y lo que iba a ser solo una novela más, al final, a fecha de hoy, han sido ocho. Ya había escrito dos con anterioridad, aunque eran historias relativamente cortas. Pero “Amor Incondicional” ya tuvo cerca de 300 páginas, y su continuación, “La Fuerza del Amor”, cerca de 500. Estas fueron las dos primeras de lo que se vino en llamar “La saga de Thertonball”. Una saga que se completó con “Pasión Extrema” y “Asesinato en el Grand Hotel”: cuatro obras que son historias independientes, aunque comparten alguno de sus personajes. Después vino “Noa”, “Cita a Ciegas”, “Posesión”, “Las Mujeres...”. Tanto estas como las otras son historias de pasión, de amor y odio, de celos, de envidia, de rencor, de soberbia... sentimientos muy humanos que se plasman en unas novelas que enfatizan la psicología humana sobre cualquier otra consideración. Aquí se trabajan los personajes por encima de los acontecimientos por los que atraviesan, que no son más que un telón de fondo para realzar la escena. Pero no solo es eso. Los libros describen la realidad personal que sufren los individuos en una sociedad decadente y a veces demencial, y que en no pocas ocasiones acaban en locura (El Lucero Oscuro, Pasión Extrema), donde se producen asesinatos (en casi todos mis libros hay alguno), donde existe el acoso escolar, la violencia de género, el maltrato, el fanatismo, el feminismo, la religión... Y por supuesto, el amor. Nunca falta, porque es lo que vertebra las relaciones humanas desde que el mundo es mundo. Un mundo maravilloso, pero también cruel, donde las personas se ven obligadas a vivir una tragicomedia permanente, y así se desarrollan las historias: el humor impregna todas mis obras, aunque traten temas muy duros, a veces demasiado duros. Creo, no obstante, que es una mezcla dosificada en las proporciones justas, y que no debería incomodar demasiado a nadie. Al fin y al cabo son simplemente novelas, aunque es el altavoz que se me ha dado para denunciar hechos que yo considero injustos. A este respecto, hay gente que me ha dicho “no digas eso, no menciones esto, no hables de aquello...”. Es cierto que hay temas “candentes” o “sensibles” sobre los que hay que andar con pies de plomo. Pero es lo bueno que tiene el escribir sin ánimo de lucro: que no me debo a nadie, pues nadie me paga. No escribo con fines comerciales, y eso tiene una gran ventaja, la ventaja de la libertad.
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Posesión - JG Millan
Una mujer guapa, con un buen empleo, con un buen sueldo que le permite gozar de una posición acomodada… Todo se viene abajo cuando fuerzas sobrenaturales irrumpen en su vida.
Poco a poco lo pierde todo: belleza, salud, dinero, amor…
No se explica lo que le ocurre hasta que alguien le dice que una persona le ha deseado el mal. A partir de ahí comenzará a transitar por una espiral descendente que le pondrá al borde del suicidio, ante la alternativa de iniciar una lucha desesperada por la supervivencia frente al peor de los enemigos posibles.
Posesión
Karl
Habían terminado de hacer el amor y él se había levantado para darse una ducha. Como casi siempre, ella se había vuelto a quedar «a medias», y, como casi siempre, se había abstenido de pedirle que se esforzara un poco más.
Pero eso no era lo peor. Lo peor era que se había vuelto a quedar otra vez sola.
Porque ella estaba necesitada de compañía, de cariño, de comprensión, de aceptación… Necesitaba encontrar el amor, la ternura, el afecto, la complicidad… y, sobre todo, la estabilidad.
Necesitaba todo eso, pero por más que lo intentaba, solo conseguía que la desearan.
El deseo fue todo lo que halló en los ojos de Karl, aunque tenía la esperanza de que, a lo largo de los meses, ese mismo sentimiento se transformase en algo más. Pero, al igual que en las ocasiones anteriores, tampoco esa vez había habido suerte.
Había estado con multitud de hombres, tanto españoles como alemanes, pero en ninguno encontró el amor ni la complicidad. Aunque esto último, pensó, «sí, esto último lo encontré en Klaus», se dijo.
«Klaus… ¿qué habrá sido de él?», se preguntó. Hacía muchos años que le había perdido la pista, y casi le había olvidado, aunque siempre guardaba su recuerdo en un pequeño rincón de su corazón.
El pensamiento de quién fue su primer amor no logró sacarle de la amargura que ahora sentía tras el chasco de Karl, y descubrió una lágrima que resbalaba por su mejilla y saltaba hacia uno de sus pechos, para bordearlo y finalmente perderse entre las sábanas de su regazo.
Miró hacia la derecha y vio la cajetilla de John Player Special que su amado había dejado en la mesilla, y extrajo uno de los cigarrillos. Ella no fumaba, pero en ese momento no lo pensó dos veces y se encendió uno, mientras todavía permanecía humeante el que él había apagado hacía solo unos minutos.
La mujer guardaba ese paquete para él en la mesita, al igual que la botella de Chivas en el mueble bar. Se determinó a arrojar todo eso a la basura en cuanto él se marchara, y a quitarse ese anticuado esmalte de uñas de color rojo que tanto le gustaba.
Todo había ocurrido minutos atrás, cuando Karl derramó su esperma en la vagina de la chica sin protección alguna. Era lo habitual, y tras hacerlo, en lugar de permanecer abrazados durante unos instantes como solían, él se apresuró hacia los cigarrillos.
—¿Siguen ahí? —preguntó.
—Sí, claro. En el mismo sitio donde los dejaste la última vez.
Tras encenderse el pitillo, lo primero que hizo fue mirar la hora en su teléfono móvil.
—¿Te vas a ir, amor mío?
—Me temo que sí —respondió, sin mirarla—. Mañana voy a tener un día muy ajetreado.
—Pero, ¿por qué no te quedas aquí? No tiene sentido que hagas cincuenta kilómetros hasta Manacor, para después volver a Palma solo unas horas después…
—Claro. Pero es que, mañana no voy a venir a Palma. Tengo una cita con unos proveedores en Alcudia.
—¡Ah!
Él permanecía con la expresión seria mientras se terminaba de fumar el cigarrillo, a la vez que ella le contemplaba ensimismada. Para ser alemán, se parecía mucho a los españoles, y, de hecho, todo el mundo se dirigía a él en castellano cuando trataba con los clientes y proveedores de la cadena de restaurantes que regentaba en la isla de Mallorca.
—Oye, Karl.
—Dime —respondió, lacónico. Los momentos posteriores a hacer el amor no eran precisamente sus mejores.
—Estoy pensando… —se detuvo, casi con miedo a que le dijera que no—, que te podrías venir a vivir aquí, a mi apartamento. Casi siempre trabajas en Palma, y así no tendrías que desplazarte tanto.
Él suspiró y dio una fuerte calada al cigarrillo. A continuación, la miró a los ojos, y después lo apagó para levantarse y marcharse hacia la ducha, sin ni siquiera responder.
Entonces fue cuando lo supo. En ese momento comprendió que la iba a dejar esa misma noche, y además, para siempre. Fue una visión que le vino de repente, totalmente inesperada, como solía ser habitual.
No era un presentimiento, ni siquiera una premonición. Era una certeza absoluta. Tenía la misma seguridad en ello, que en el hecho de conocer que estaba allí, sentada sobre su cama, apoyada sobre el cabecero, en aquel exclusivo apartamento de lujo con las mejores vistas a la bahía de Palma de Mallorca.
Ella sopesó esa revelación durante los cinco minutos que el hombre estuvo en la ducha, mientras contemplaba la luz azul que se introducía en la estancia proveniente de la terraza. Era una luz fría, acerada, casi hostil, que emitían los focos que había en el vaso de la piscina.
Ahora ya eran dos las lágrimas que resbalaban por sus mejillas, y procedió a secárselas con el extremo de la sábana mientras él salía del cuarto de baño y se disponía a vestirse.
—¿Por qué, Karl?
—Por qué… ¿qué?
—¿Por qué me dejas?
Nada de lo que había ocurrido aquella noche hacía presagiar que ella sospechara nada. De hecho, él no pensaba decírselo hasta el final, cuando se fueran a despedir. Había incluso pensado en decírselo por teléfono, sin acudir a su casa, pero no se resistió a hacer el amor con ella por última vez.
Había pensado varias formas y momentos para decírselo, y no se había decidido todavía por ninguna. Pero ahora le había descubierto, y ya no tenía sentido seguir con la comedia. Y entre las muchas excusas que había ideado, se decidió por la más extravagante.
—Por eso mismo, Sabrina. Porque adivinas el futuro.
—Yo no adivino el futuro. ¡Ya quisiera hacerlo! No habría salido contigo si eso fuera cierto… —se lamentó.
—Adivinas el futuro y el pasado, y me das miedo. Mucho miedo… —en sus labios, y dicho de esa manera parecía una excusa de lo más pueril, aunque era en parte verdad.
Ahora sus lágrimas comenzaron a brotar de forma más profusa, y un sentimiento de congoja se apoderó de ella. El hombre se compadeció y se acercó a la mujer, e incluso llegó a pensar en prolongar la agonía de su relación durante un poco más de tiempo. Pero ella no estaba dispuesta y le dijo, de forma seca:
—Márchate ya, Karl. No quiero que estés conmigo por pena —su mente era ahora absolutamente transparente para ella, y llegaba casi a leer sus pensamientos. El hombre se dio perfecta cuenta de ello, y ese razonamiento le reafirmó en su decisión. Sin decir nada, se terminó de poner los zapatos y tomó la cazadora que tenía colgada en un extremo de la habitación, y se machó, sin ni siquiera dirigirla una última mirada.
Sabrina oyó cómo se cerraba la puerta y entonces se levantó. Se puso una bata que tenía colgada en el mismo sitio donde él había tenido la chaqueta, se la ató a la cintura, y salió a la terraza.
La noche era fresca y se había levantado algo de aire. Eran los primeros días del otoño, y ya no quedaban muchos turistas en la capital de las islas baleares. La ciudad comenzaba ahora a ser gozada por sus residentes, entre los cuales había casi tantos alemanes como autóctonos. Sabrina bordeó la piscina «infinita» y se apoyó en la barandilla a contemplar la ciudad que se rendía bajo sus pies, mientras el viento mecía su preciosa melena rubia en todas direcciones.
Los cabellos se amontonaban y enredaban alrededor de su cara, y entonces tomó la determinación que se había planteado hacía algún tiempo. Sí, ahora era el momento de apuntarse a ese programa, con la certeza de que ella sería elegida. La cuestión era olvidar a Karl lo antes posible, aunque era probable que no la llamaran hasta dentro de varias semanas.
Suspiró de manera profunda, como intentando acaparar para ella sola todo el aire de la noche, y entonces se sintió algo mejor. «Lo primero, un cambio de look», se dijo, y tomó su teléfono móvil para concertar una cita con su peluquera. «Mañana será otro día, y tengo el presentimiento de que mi vida va a cambiar para mejor».
No se imaginaba cuán equivocada estaba.
El vestíbulo
Victoria le había aconsejado bien, y la verdad es que había acertado con aquella indumentaria. Los pantalones vaqueros blancos ciertamente disimulaban la delgadez de sus piernas, y la camisa de color azul marino le sentaba de maravilla. Una chaqueta de la misma tonalidad le daba un aspecto elegante, y su barba rasurada al dos le confería un aspecto de moda, y además le tapaba algo los huecos de su cara, de forma que esta parecía menos huesuda.
—El problema son las gafas —le dijo—. Con ellas pierdes sex appeal, pero es mejor así. Si te las quitas... tienes los ojos demasiado hundidos, y cuando miras desde abajo, das como miedo…
La chica tenía razón. Unos ojos que años atrás se hubieran calificado como profundos, ahora no eran otra cosa más que hundidos, sumergidos en aquella cara alargada y angulosa que se le había quedado tras perder tantos kilos.
—Me gustaría acompañarte al plató, pero tengo que ir con Jorge a un evento de su trabajo. También es mala pata que tengan que grabar precisamente hoy…
—No te preocupes, Vicky —respondió él—. He tenido que enfrentarme a cosas más difíciles en mi vida. Esto lo hago... por ti, ya lo sabes.
—Sí, ya lo sé, pero algo me dice que vas a encontrar a alguien que te va a hacer feliz. ¡Ya lo verás!
Teo recordaba las palabras de Victoria mientras esperaba a que alguien le recibiese en aquel inmenso hall que constituía la antesala de los estudios de Telesexta. Había llegado antes de la hora, y tras enseñar su carnet de identidad al recepcionista, este le había conminado a esperar en uno de los sillones que había enfrente del mostrador.
Mientras aguardaba, vio como llegaban otras dos personas. Una de ellas era una chica que no tendría más de 30 años, que tras pasar por un ritual parecido, se sentó a su lado. Tras unos minutos en los que casi ni se miraron, el notó que estaba ciertamente nerviosa, y entonces se dirigió hacia ella, más que nada para tranquilizarla.
—¿Vienes al programa de las citas? —preguntó.
La mujer le miró y puso cara de cierta sorpresa; pero enseguida agradeció que alguien se dirigiese a ella. Estaba comenzando a temblar como un flan, y de esa manera podría descargar las tensiones.
—Sí. ¿Y tú? —respondió, de forma animada.
La chica era ciertamente espectacular. Un ajustado vestido negro marcaba decididamente todas sus curvas, y un escote de vértigo dejaba ver casi todo el pecho. Una gran melena rubia y rizada se abría paso por un bello rostro, y una sonrisa generosa dejaba ver unos dientes blancos como perlas. Vestida de esa manera no podía ir a otro sitio sino al programa de citas que tanta audiencia estaba generando en el prime time de la cadena televisiva.
—Yo vengo también a eso. Mira que si eres tú mi cita...
En ese momento ella soltó una pequeña carcajada, y él sonrió igualmente. Había conseguido que se distendiera un poco, que era lo que pretendía.
—Pues vaya una cita a ciegas, si fuera así —contestó ella—. Si nos conocemos antes de vernos, porque nos hemos visto en la entrada…
—Bueno, mujer, yo creo que a ciegas seguiría siendo. Yo a ti no te conozco de nada.
—Pero entonces, ¿esa pantomima que sale en la tele? Cuando se encuentran las parejas en una habitación… En teoría no se han visto hasta entonces. Al final va a ser verdad que son actores.
—Bueno, yo no soy actor.
—No, yo tampoco, pero nos pueden preparar para que digamos lo que ellos quieren. O al menos darnos algunas pautas. De esa manera parece más natural. ¿No te parece? Bueno… —se detuvo, dándose cuenta de que no se habían presentado—. Yo me llamo Patricia. ¿Y tú?
—Yo soy Teo —dijo, incorporándose un poco, para darle dos besos.
—¿Teo? Eso es un diminutivo, ¿verdad?
—Más bien una abreviatura… de Teófilo.
La chica esbozó una ligera sonrisa y él añadió:
—Cosas de los padres, ¡qué le vamos a hacer! —aclaró— Oye, eres andaluza, ¿verdad? Lo digo por el acento.
—Sí, de Sevilla. ¿Y tú?
—Yo soy de aquí, de Madrid.
—Oye —siguió ella, que estaba muy inquieta— ¿Y si nuestras parejas entran por otra puerta?
—¿Cuál? Yo creo que no hay otra.
—No lo sé… a lo mejor las han citado a otra hora y están aquí ya. O quizás vienen después…
—Podría ser.
—De todas maneras… —continuó Patricia— tú no puedes ser mi cita. Somos demasiado diferentes—. Su cabeza era un torbellino de ideas, que no paraban de bullir.
—Desde luego. Pero ya sabes que a veces hacen parejas totalmente discordantes.
—Ya, para dar más audiencia.
—Eso es. Esto no deja de ser es espectáculo, y Telesexta nació para ganar dinero. Si pusieran siempre parejas que encajan bien la una con la otra, el programa sería un poco aburrido.
—Pues espero que no seamos nosotros la pareja discordante. Yo pienso darte calabazas, que lo sepas —le dijo, con una sonrisa.
—Sí, creo que tú y yo no tendríamos ningún futuro. Pero… ¿Tú has venido a buscar pareja, de verdad?
—Pues sí, Teo.
—Pero, tú… ¿lo necesitas? —preguntó, aunque más que una pregunta era una manera irónica de expresar cierta incredulidad. La chica era desde luego espectacular, y a buen seguro que no le faltarían pretendientes.
—Me apetece probar la experiencia. Salir en la tele, conocer a alguien que haya pasado también por esto… Y tengo mucha curiosidad por ver a quién me traen. Te aseguro que, si me gusta, pienso iniciar una relación seria con él.
—Pues vaya chasco, como yo sea tu pareja…
—Crucemos los dedos. Y yo… ¿Tú saldrías conmigo?
—No —respondió, mirando hacia otro lado. La chica mitigó un tanto la sonrisa, y entonces Teo salió al rescate.
—Pero no es porque no me gustes, Patricia. ¡Eres guapísima! —la consoló—. Pero yo… pues estoy buscando otra cosa. Yo no soy de los que se acuestan con una chica la primera noche. Vamos, ni la primera ni la segunda, vaya. No sé si me entiendes…
—¡Ah! Y entonces, ¿tú piensas que yo soy una chica así? —los nervios ya casi habían desaparecido, y la chica estaba encantada con la conversación.
—Bueno… por tu manera de vestir… pues yo diría que…
—Pues sí, Teo, no te disculpes —interrumpió, saliendo esta vez ella al rescate—. Yo soy una de esas chicas. Eso sí te digo, —continuó, con una expresión más seria—. Yo no me acuesto con cualquiera. Soy muy exigente.
—Bueno, perdóname si te he ofendido.
—No me has ofendido —respondió presta—. Entonces tú, lo que buscas es una relación a largo plazo. ¿No es así?
—Pues sí. Aunque si te digo la verdad, ahora mismo lo que me pregunto es qué estoy haciendo aquí. Creo que no tendría que haber venido.
—¿Ah no?
—Pues no. Ha sido un poco por salir de la rutina, por vivir una aventura. Pero no creo que saque nada en claro de esta experiencia. La gente hoy en día es muy superficial, muy egoísta, y no está dispuesta a darlo todo por alguien.
—Cosa que tú si estás dispuesto a dar, por lo que veo…
—Yo me entrego en cuerpo y alma, Patricia. No puede ser de otra manera.
Ella iba a responder, pero en ese momento se acercó rápidamente una mujer, que se dirigió a ellos con algo de prisa:
—Buenas tardes, chicos. ¿Tú eres…? —preguntó mirando a Teo.
—Teo Martín.
—¿Y tú?
—Patricia Gómez.
La mujer consultó algo en su tableta y luego dijo:
—De acuerdo. Yo soy Silvia —informó, casi sin mirarles—. Perdonad el retraso. Hemos tenido bastante lío con la remesa anterior, y nos hemos atascado un poco. Pero bueno... Tenemos que darnos algo de prisa, pues dentro de media hora va a venir más gente, y os tenemos que pasar a una de las salas. Acompañadme, por favor.
—Pero… —intervino Patricia— entonces, ¿Teo es mi cita?
—¿Tu cita? ¡No, desde luego que no! Tu cita todavía no ha llegado. A las chicas las citamos antes para darles los retoques finales de maquillaje y compostura. No pensarás que os metemos en plató así, tal cual venís de la calle…
—Patricia viene muy bien maquillada y compuesta, Silvia. No creo que tengáis que esmeraros demasiado con ella.
La chica le miró agradeciendo el cumplido y Silvia confirmó lo dicho:
—Desde luego. Pero tendrías que ver cómo vienen algunas. Por cierto, a ti también tendremos que ajustarte un poco ese peinado, y quitarte algunos brillos.
—En eso me dejo hacer lo que queráis —dijo él, a la vez que entraban los tres en un ascensor—. Entonces, Silvia, ¿mi cita ya está aquí?
—Sí, ya está aquí. Pero no me preguntes nada, Teo. Ya sabes que tiene que ser una sorpresa.
Sabrina
Sabrina se alegró cuando aceptaron su solicitud para participar en el programa «Cita a Ciegas». Ya sabía que eso ocurriría, pero se llevó una alegría adicional cuando recibió el correo electrónico de confirmación. Lo había hecho sola, sin decírselo a nadie, porque en realidad no tenía a nadie a quién contárselo.
Su trabajo consistía en ser «asistente personal», y trabajaba para una agencia que se dedicaba a gestionar las relaciones de los alemanes que se querían asentar en España. Ella les asistía y orientaba en todo lo referente a los trámites con los ayuntamientos, con Hacienda, con la Seguridad Social, les ayudaba a crear una cuenta corriente, a domiciliar la pensión, en fin, todas aquellas labores burocráticas y papeleos que sus compatriotas no sabían hacer, y para los cuales ella era una ayuda indispensable.
Era un trabajo especializado, y los clientes tenían dinero, con lo cual sus honorarios eran altos; por eso podía permitirse vivir en una de las mejores zonas de Palma. Pero ella, a sus casi cuarenta años, buscaba algo más, buscaba un compañero de vida, y quizás tener hijos, aunque fuera en esa etapa final de su fertilidad.
Y eso era lo que estaba buscando. Compartir vivencias con una pareja, mientras rememoraba los momentos, años atrás, en los que su vida social había sido más intensa.
Con apenas veinte años se marchó de su casa en Alemania, y se fue a vivir con un chico a Ibiza. Una relación tumultuosa que acabó mal, pero que le llevó a vivir una de las experiencias más intensas de su vida. Los dos vivieron en una comuna hippy de esa misma isla, donde experimentaron el amor libre, las drogas psicodélicas y la comunión con la madre naturaleza. Hasta que el dinero se acabó y todos aquellos jóvenes acabaron volviendo a casa de sus padres o buscando trabajo por la zona. Sabrina fue de estas últimas, y terminó trabajando como camarera en un restaurante de Mallorca. Allí aprendió bien el idioma, y después comenzó a labrarse un porvenir como guía turística para alemanes que visitaban aquellas queridas islas del Mediterráneo.
Después consiguió el empleo que tenía ahora en una agencia de relaciones públicas, y ganaba un dinero más que aceptable. Pero, sin embargo, no era feliz.
Le faltaba algo en su vida, y pensó que era el momento de sentar la cabeza y buscar una pareja estable. Ya lo había intentado, desde luego, pero no había tenido éxito.
Los hombres con los que había salido hasta la fecha solo veían en ella un mero objeto sexual, y cuando no era así, la relación no duraba más allá de unos meses. Todos se acaban cansando de ella y de sus obsesiones paranormales, y cuando no la tachaban de loca, la abandonaban por miedo. Por miedo a lo sobrenatural, desde luego, porque lo cierto es que Sabrina era… era vidente.
Siempre lo había sido. Desde pequeña veía la muerte en el rostro de la gente, y llegó a asustarse cuando se enteraba que tal o cual persona en cuya cara había visto a la vieja
como ella le llamaba, en poco tiempo acababa en el cementerio.
Siempre había sentido esa especie de energía que no sabía definir, y experimentaba «presagios» o malas vibraciones en algunos de los sitios que visitaba. No le gustaba estar en espacios cerrados, y cuando lo hacía siempre se aseguraba de que el sitio no estuviera contaminado con la «energía oscura» que le hacía temblar y que le hacía sentir ese dolor en la boca del estómago y en la cabeza que le obligaba a abandonarlo inmediatamente.
Al parecer, eso era un «talento» que había heredado de su padre, un mecánico de la Volkswagen que murió cuando ella era niña, por un accidente en la fábrica.
Siempre le tuvo muy presente, pero cuando falleció su madre, dos años atrás, sus contactos con «lo sobrenatural» se incrementaron. Annika, su progenitora, se le manifestaba con frecuencia, y no siempre de forma «tranquila», se podría decir.
Madre e hija no habían tenido nunca una buena relación, y ella nunca vio con buenos ojos la vida libertina que había tenido Sabrina. A pesar de que hacía años que había sentado la cabeza de alguna manera, su madre siempre le recriminó su vida licenciosa, y se lamentó de que no hubiera sido abogada, la profesión a la que ella siempre le impulsó.
Pero la hija no quería saber nada de leyes, por mucho que fuera la profesión tradicional de todos los miembros de su familia. La madre se casó con Adler, el padre de la chica, por un error de juventud, a pesar de que era un obrero, y cuando este falleció intentó enmendar el traspiés. En el fondo su madre hubiera deseado haber tenido un hijo, pero no pudo ser. La repentina muerte de su marido le impidió tener más descendencia, y cuando se casó con otro hombre, resultó que el sujeto no quería tener hijos. Finalmente terminó con otro, pero ya era demasiado mayor para la concepción y prefirió no arriesgarse.
Sabrina se quedó sin hermanos, y por eso la madre intentó que ella ocupara el puesto del hijo que nunca tuvo. Finalmente, un infarto cerebral terminó con su vida en la Tierra, pero ella seguía con la hija desde el «más allá». Una presencia que al principio no llevaba mal, pues se sentía de alguna manera en deuda con su madre por todos los desplantes que le había hecho en vida. Pero aquello ya duraba demasiado, y estaba dispuesta a cortar de una vez. Estaba harta de que su madre opinara constantemente sobre todo lo que hacía, y no estaba dispuesta a escucharla más.
Por eso, cuando se enteró de que Sabrina iba a acudir al programa «Cita a Ciegas», Annika intentó por todos los medios que no fuese. Hasta que la hija se hartó y cortó la comunicación. Desde entonces, su presencia se volvió más discreta, y la chica aceptó esa forma suave de manifestarse, siempre y cuando no se entrometiese demasiado. Ya se lo había advertido, y la madre obedeció y se quedó tranquila, por el momento.
Porque la verdad es que le apetecía ir al programa. Lo veía todas las noches mientras cenaba, y siempre se imaginaba qué hubiera respondido ella ante tal o cual pregunta que alguno de los citados hacía a su pareja. Se decía que expertos psicólogos analizaban la personalidad de cada uno de los candidatos e intentaban emparejar a personas afines, aunque obviamente no siempre acertaban. Al final eran más las parejas que no se aceptaban que las que sí lo hacían, sobre todo en el caso de las mujeres. Ellas solían ser más exigentes que los hombres y en casi tres de cada cuatro casos las relaciones no cuajaban porque ellas no querían. Después de un tiempo de emisión, el programa incorporó un concurso en el que los espectadores votaban durante la última pausa publicitaria cuál de las parejas les había caído mejor, y los agraciados eran premiados con un crucero. Eso hizo que disminuyera el número de rechazos, aunque en ocasiones había concursantes, que, al conocerse mejor, terminaran también rompiendo relaciones.
El caso es que Sabrina estaba deseando encontrar a una pareja estable, que fuera «de su cuerda», es decir, una persona «espiritual», y estaba dispuesta a apuntarse a una agencia de profesionales que buscasen a la persona adecuada. Estaba dispuesta a pagar por ello, pues no quería sufrir más fracasos sentimentales. Pero antes de meterse en eso, se decidió a probar suerte en «Cita a Ciegas». ¿Por qué no?, se dijo. No tenía nada que perder, y así podría comprobar de primera mano cómo era por dentro su programa favorito.
Llegó con una remesa de personas, y al igual que Teo y Patricia, se preguntó si alguno de aquellos chicos sería su cita. Y al igual que a ellos, Silvia le aclaró que no era ninguno, y que su cita estaba todavía por llegar.
Pasó junto con otra chica al set de maquillaje y allí le prepararon un poco el pelo, pues lo llevaba algo despeinado y rebelde. Se lo moldearon y peinaron en condiciones, y le dieron algunos retoques en los pómulos para ocultar algunas manchitas que tenía, y entonces Silvia le llevó al pre-plató, donde se encontró con la famosa Paloma Jané, y entonces desapareció de forma discreta.
Paloma había sido una importante vedette, muy exitosa a finales de los años noventa, y ahora, veinte años después y con algunos kilos de más, había sido seleccionada por la productora del famoso show para dirigirlo. Su simpatía y encanto personal hacían de ella la persona idónea para presentar a las parejas, y se consideraba una celestina del amor inigualable.
—¡Hola Sabrina!