La alegría de las pequeñas cosas
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La alegría de las pequeñas cosas - Hannah Jane Parkinson
Título: La alegría de las pequeñas cosas
Título original: The joy of the small things
De esta edición: © Círculo de Tiza
De la edición original: Faber & Castle Limited
© Del texto: Hannah Jane Parkinson
© De la fotogafía: Alicia Canter
© De las ilustraciones: @filledusoleil (pag. 13) y @belengmh (pg 45, 106 y 222)
Primera edición: septiembre 2022
Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo
Traducción: María Campos Galindo y Sandra Chaparro
Maquetación: María Torre Sarmiento
Impreso en España por Imprenta Kadmos, S. C. L.
ISBN: 978-84-124820-5-8
E-ISBN: 978-84-124820-6-5
Depósito legal: M-16759-2022
Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.
traducción
María Campos Galindo y Sandra Chaparro
A quienes me han aportado mucha alegría
Prefacio
Es posible que te suene a J. B. Priestley, sobre todo por obras de teatro como Llama un inspector, pero también escribió novelas y guiones y armó su propia teoría del tiempo. (Y, como más tarde me sorprendió descubrir, vivió en la misma casa de Highgate, al norte de Londres, en la que residieron Coleridge y también Kate Moss).
Pero a mí me gusto por un libro que escribió, Delight: una colección de pequeños ensayos en los que habla de las cosas, la gente, los lugares y las sensaciones que al autor más le llamaban, toda una refutación de la fama de cascarrabias que tuvo durante toda su vida. Pues ya veis, ¡me gustan todas estas cosas! «Estas cosas» incluían: las fuentes, cancelar planes para quedarse en casa (muy identificada con esto) o leer sobre el mal tiempo mientras estás metido en la cama.
Alguien me puso este libro en las manos en una época muy inestable de mi vida y me ayudó a sacudirme el polvo de la chaqueta, arreglarme el cuello de la camisa y salir al mundo de nuevo. Me ayudó a identificar las pequeñas cosas que a mí me hacían feliz: el sonido de la última canción de un disco, que dura ocho minutos; la ruta que hace un autobús que nunca había cogido antes, o salir con las pilas cargadas después de haber estado nadando un rato en agua fría.
En 2018 las cosas parecían estar especialmente revueltas (no tenía ni idea de lo que se nos venía encima): las polémicas que surgían en las redes sociales, el trumpismo superándose a diario, el jaleo que supusieron las «negociaciones» del Brexit. Fue entonces cuando decidí volver a refugiarme en el libro de Priestley una vez más. Él dio con aquello que le hacía feliz en 1949, un año en el que el sentir de la gente en general no era precisamente optimista; un periodo de posguerra, con el racionamiento y la austeridad que conllevó, muy parecido a lo que nosotros estábamos viviendo por aquel entonces. Pensé que si un señor gruñón de Yorkshire se había tomado la molestia de sentarse a documentar sus placeres cotidianos, yo, que por defecto tiendo al cinismo desenfadado, podía hacer lo mismo, por mucho que a mi alrededor el mundo se estuviera desmoronando. Sin que importara el caos mundial o los cabreos que se me despiertan a diario (los que escuchan música sin auriculares, los correos de respuesta que se envían a todos los destinatarios, los bares que solo cobran en efectivo).
En estas páginas intento obsequiaros con esas flores que brotan en medio del desierto, el destello lila durante el crepúsculo, la suela más cómoda que pudiera tener un zapato. Una fuente de inspiración para sobrellevar el día a día sin tener que sentir la necesidad de mandarle a un amigo el gif de un contenedor en llamas ni de sentirse identificada con El grito de Edvard Munch.
La bata perfecta
Una de mis palabras favoritas, aparte de la que se usa en alemán para referirse a los manguitos (Schwimmflügel, literalmente «alas para nadar»), es la rusa halatnost, que significaría algo así como batismo. Esta hermosa palabra fue acuñada por Ivan Goncharov, quien se la regaló al pueblo ruso al incluirla en Oblómov, el libro favorito de Tolstoi.
Hoy en día la palabra ha terminado por significar negligencia, pero antiguamente (la novela se publicó en 1859) halatnost hacía referencia a pasarse el fin de semana haraganeando y leyendo la prensa, a deambular por la casa y a no hacer mucho más. Quizá también aburrirse un poco, soñar mucho despierto. En eso consiste la vida de la gente de bien que lleva bata: Oblómov es un noble que no consigue salir de su habitación en las primeras cincuenta páginas del libro de Goncharov.
El halat de halatnost cobra una importancia primordial. Halat significa bata. En la vida uno ha de tomar grandes decisiones: si tener hijos o no, dónde vivir. Pero lo cierto es que, para mí, es dar con la bata perfecta (o, si ya tienes una edad, la bata de guatiné). Si eres de mente cerrada, una bata de baño, pero bien sabemos que eso sería limitar su potencial.
A mí dame una bata enorme, mullidita, con la que sienta que me estoy acurrucando en una nube o bañándome en algodón de azúcar. Una bata con un cinturón que dé tres vueltas a la cintura para así estar bien agarrada. Una que tenga bolsillos grandes, en los que puedas guardar fruslerías (y, en Navidad, los envoltorios de los After Eight). Una bata con capucha que te haga sentirte capaz de enfrentarte al mundo y ganar. Una color salmón que te pongas para leer el Financial Times. Una blanca que te llegue hasta los pies y te recuerde a aquellas noches de sexo maravilloso que pasaste en hoteles caros. O esa bata algo pequeña y llena de pelotillas —de color rojo Liverpool FC— que te ponías para ver los resúmenes de los partidos en Match of the Day hasta que se hacía de día. Un elegante batín estampado, con sus zapatillas a juego, para llevarlo sentado en un sofá Chester colocado frente a la chimenea, con una copa de brandy en la mano. Y cuando llegue el verano, un kimono de seda que estaría mejor en el armario de alguien que tuviese pijamas más sexis.
Cuando la gente se plantea «invertir en una pieza» piensan en un bolso de Mulberry, en una bufanda Burberry. Yo pienso: una bata (y también la bufanda Burberry). Una buena bata, como las costumbres, te puede durar décadas. Una de las primeras veces que se hizo mención por escrito a una bata fue en los diarios de Samuel Pepys, hacia 1660 («mi nueva bata de felpa púrpura, con ribetes dorados, qué bonita»). Pepys sabía de lo que hablaba.
Pero siento informar de que fue en Soho Home, la sección de artículos para el hogar de Soho House, donde encontré la bata perfecta. Me costó sesenta y cinco libras, pero cada penique que invertí en ella mereció la pena. Podría haberme gastado esas sesenta y cinco libras en una noche de la que luego no recordaría nada, pero entonces no habría tenido una bata con la que recuperarme a la mañana siguiente. Tomé la decisión correcta.
Algunas Personas Malísimas (hombres, sobre todo) han intentado desprestigiar a las batas (Hefner, Trump, Weinstein), pero yo no pienso consentirlo. Teniendo en cuenta cómo está el mundo hoy en día, me reconforta saber que tras la puerta de mi dormitorio tengo colgada, básicamente, una manta con mangas comodísima.
Levanta la vista
Te voy a dar un consejo: levanta la vista. ¡Ay, la de cornisas y aleros que te habrás perdido! ¡La de cometas atrapadas en los árboles! La de altos y apuestos desconocidos de cuellos largos y esbeltos. Las nubes con forma de cerdo, ¿o es más bien un oso? O el contorno del Reino Unido, mientras siga unido. Los anuncios antiguos pintados en los laterales de ladrillo de los edificios victorianos. Los grafitis sorprendentemente ocurrentes del puente ferroviario. Las balaustradas de hierro que ascienden formando una espiral.
Si vives en el campo, contempla las estrellas y las constelaciones, o echa un vistazo a través de las ventanas de las casas de campo para ver esos estudios con las paredes forradas de libros. Si vives en la ciudad, levanta la vista para ver cómo el cristal y el acero se van elevando más y más alto. Me gusta incluso el edificio The Shard. Cuando estés en el extranjero y camines por calles estrechas y polvorientas, levanta la vista para ver los diseños de las alfombras que hay sobre las barandillas de los balcones, colocadas ahí para que se aireen.
Bajar la vista ofrece menos recompensas. Los mismos pies que llevas viendo toda la vida, aunque calces unos zapatos espectaculares. Quizá una preciosa hoja rojiza en otoño, pero levanta la vista y verás mucho más. Al levantar la vista descubrimos nuevas joyas y detalles todo el tiempo.
Tuvieron que pasar unos cuantos años hasta que me di cuenta de la estatua del escultor Antony Gormley que hay en lo alto del Exeter College de Oxford. Tuve que subirme al piso de arriba de muchos autobuses (es la mejor opción) para fijarme en los múltiples murales con mariposas que hay en Camberwell, en el sur de Londres, hasta que me enteré de que las mariposas que representan originalmente eran especies autóctonas de esa zona (levanta también la vista para ver mariposas de verdad). Mientras subía la pendiente de la montaña Snowdon, en Gales, que estaba repleta de unas piedrecitas que me dejaron las rodillas llenas de marcas, puse toda mi concentración en pensar en la cafetería que hay en lo alto para así darme ánimos. Me di de bruces con un árbol en el centro de Londres (en Hyde Park) en el que viven unos hermosísimos periquitos color verde lima. Si les ofreces rodajitas de manzana, bajan directos a picotearlas. En Liverpool, mi ciudad natal, verás otro tipo de pájaro: los Liver Birds, dos aves de cobre que miden cinco metros y medio de alto y más de siete de envergadura. Se llaman Bertie y Bella, están en lo alto del edificio Liver y se encargan de vigilar tanto la ciudad como el mar.
Levanta la vista en los almacenes de Berlín y deléitate con las lámparas estilo Bauhaus (si es que te van este tipo de cosas, como a mí). En Moscú, los famosos techos decorados de las estaciones de metro son tan turísticos como la plaza Roja. Levanta la cabeza para seguir adelante durante una carrera complicada. Dales un respiro a los músculos de los hombros cuando te encojas sobre el teléfono sentado en tu escritorio o te vuelvas un obstáculo en mitad de la acera. A veces, lo único que hace falta para que uno se ubique es levantar la cabeza y contemplar la insoslayable inmensidad del cielo.
Obras de teatro sin descansos
Son aproximadamente las cuatro de la tarde y estoy en la oficina valorando si irme al teatro, mirando en internet si aún quedan entradas para esa misma tarde, sobre todo ahora que cada vez se hace de noche más temprano. Lo bueno de ir sola, que es lo que suelo hacer, es que a veces queda un asiento libre y rebajado. No lo planifico con antelación. Tengo la suerte de vivir a veinte minutos de los mejores espectáculos del mundo.
El verdadero placer está en ver una obra sin descansos. El guionista de televisión Steven Moffat pidió en una ocasión que dejaran de hacerse descansos, algo que merece todo mi aplauso. Los descansos son una basura: interrumpen la narración, las colas del baño se alargan hasta las escaleras (yo, a veces, voy directamente al de caballeros: abro debate) y mis compañeros del público son insoportablemente lentos a la hora de abandonar su sitio y de regresar a él. (Una vez me pareció ver al político Vince Cable en el teatro, pero luego me di cuenta de que todas y cada una de las personas que van al teatro se parecen a Vince Cable). Además, cada vez hacen los descansos más largos, como las películas de Marvel.
Hay que relajarse un poco con lo de hacer descansos. Probablemente no lo hagamos porque los teatros necesitan los ingresos que les suponen: las cinco libras por un taponcito de helado, por ejemplo. Sus partidarios te dirán que un descanso te ofrece una excelente oportunidad de comentar la puesta en escena, como si uno fuera a asistir a un club de lectura a mitad del leerse el libro. También dirán que viene bien para estirar las piernas, como si fuera aquello un vuelo de veinticuatro horas y corriéramos el riesgo de sufrir una trombosis venosa profunda.
Shakespeare escribió sus obras sin intermedios. Son los directores quienes los meten, aun a riesgo de cargarse el espectáculo. Yo entiendo que a veces haya que retrasar la acción porque haya que hacer un cambio de decorado y que los actores agradecen un descanso. Pero preferiría mil veces quedarme a oscuras, sin saber qué va a pasar, a ponerme a dar vueltas por un vestíbulo con el suelo pegajoso agarrada a un vaso de plástico con Coca-Cola aguada (léase: más bien Pepsi).
En lugar de eso, dame una noche de nuevas experiencias sin interrupciones. No me dejes sucumbir a la tentación de mirar el móvil a los cuarenta y cinco minutos de haber entrado, de que la política y el trabajo vuelvan a ocupar mis pensamientos. Líbrame de hacer scrolling. Para cuando salga del edificio, quiero que el tiempo atmosférico haya cambiado hasta volverse irreconocible. Quiero a actores ofreciendo su mejor actuación, mientras yo me empapo de cada pequeño cambio en su expresión y en sus movimientos. A mí dame una obra que me cambie el humor y la forma de ver las cosas. Dame a Pinter sin descanso e intervenciones que me resulten inspiradoras. Apaga las luces y no las vuelvas a encender hasta que nos pongamos todos en pie al mismo tiempo.
Besar
¿Te acuerdas del mejor beso de tu vida? Supongo que sí. Es una pregunta que trae muchas cosas a la memoria, de ahí que un prestigioso periódico (The Guardian) la incluya en la sección de Q&A de su suplemento de los sábados.
Una pregunta alternativa sería: ¿te acuerdas de tu primer beso? Pero esa no da tanto juego. En general fue haciendo el tonto con alguien, una noche en la que dormiste fuera de casa a los once años o en alguna zona del parque, apoyada contra una barandilla, bajo la lluvia. Fue mágico, claro que sí. Especial. Edificante. Pero para la mayoría probablemente no fue el mejor de su vida.
Pocas cosas hay mejores que un buen beso. Me refiero a besos románticos, lo que llamamos (y justo me entra un escalofrío) morrearse. Una palabra feísima para referirse a un acto tan maravilloso. Una vez busqué la etimología de morrearse en el diccionario Oxford y no quedaba muy clara. Probablemente porque nadie quiso cargar con la culpa.
Creo que no hay nada más sexy que ese momento en el que conoces a alguien, alguien a quien todavía no has besado, y los ojos os centellean al mirar los labios del otro con deseo. No estoy segura de a quién se le ocurrió la idea de que nos besuqueáramos las caras, pero qué buena fue. Yo no sería capaz de salir con una persona que no supiera besar. O, bueno, seamos justos, que no supiera besarme a mí. Y no entiendo a quienes no dan besos cuando se acuestan con alguien. Es algo que me parece fundamental.
Pero un beso puede ser placentero sin necesidad de sexo ni perspectivas de que vaya a haberlo. Hay personas que besan tan bien, o que son tan compatibles, que el beso puede ser maravilloso incluso aunque no quieras acostarte con ellas. Funciona como un espacio cerrado y compartido de intimidad.
No hay dos besos iguales. Siempre ocurren de acuerdo con la situación y la persona. Pueden ser salvajes, profundos; o suaves y más lentos. Un beso, en su máxima expresión, fluye, es poesía; es la forma de comunicación más elevada, un lenguaje corporal.
¿El mejor beso de mi vida? No me apetece ni compartirlo. Fue casi una conversación. Y, en este caso, fue intraducible.
Fuentes
Ahora mismo estás leyendo la tipografía Adobe Caslon Pro, que es la que ha elegido la editora de Círculo de Tiza. Puede que a esto tú no le des importancia, pero para mí tiene mucha. (La diferencia entre una fuente y una tipografía es que la fuente es un estilo concreto