El Dios que está: Teología del Antiguo Testamento
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El Dios que está - Pablo R. Andiñach
–Si me preguntan cuál es su nombre, ¿qué diré?
–Dirás: Yo soy el que estoy.
Éxodo 3,13-14
Dame la mano desde la profundazona de tu dolor diseminado...
...traed a la copa de esta nueva vida
vuestros viejos dolores enterrados.
Mostradme vuestra sangre y vuestro surco,
decidme: aquí fui castigado,
porque la joya no brilló o la tierra
no entregó a tiempo la piedra o el grano:
señaladme la piedra en que caísteis
y la madera en que os crucificaron...
Sube a nacer conmigo, hermano...
Pablo Neruda, Canto general, Alturas de Macchu Picchu, XII
Champollion descifró los rudos jeroglíficos egipcios. Pero no hay un Champollion que descifre los misterios de cada persona y de cada rostro humano. La fisionomía, como las demás ciencias, no son más que fábulas pasajeras. Si Sir William Jones, que leía en treinta lenguas, no podía leer en el rostro simple de un campesino sus profundos y sutiles sentidos, ¿cómo un analfabeto como este Ismael espera leer el difícil idioma impreso en la frente de la ballena? Pongo esa frente delante de ustedes: traten de leerla.
Herman Melville, Moby Dick, LXXIX
Índice
Abreviaturas y siglas
Prefacio
Agradecimientos
I
INTRODUCCIÓN
1. Hacia un nuevo paradigma de lectura
2. La teología del Antiguo Testamento: un todo articulado
a) Teología y teologías en el Antiguo Testamento
b) La dinámica entre las secciones de la narración
3. La Palabra se hizo literatura
a) La Biblia como literatura: ¿qué es un texto?
b) El arte performativo de la lectura: ¿qué es leer?
c) La Biblia como canon y Escritura Sagrada
II
EL PENTATEUCO: INSTRUCCIONES PARA CUIDAR LA VIDA
1. La creación de un cosmos
a) El lenguaje de los mitos y los símbolos
b) ¿Por qué dos relatos de la creación?
c) El preámbulo a todo lo demás (Gn 1,1–2,3)
d) Los límites y las transgresiones
e) Del lenguaje mítico al legendario: la condición humana
2. La creación de un pueblo: historias de familia
a) Elección de Abraham y destrucción de Sodoma
b) Elección y protección: Ismael e Isaac
c) Elección y discordia: Jacob y Esaú
d) Elección y competencia: Raquel y Lea
e) Jacob y la creación del pueblo de Dios
3. La opresión y la liberación de los esclavos
a) La dureza del corazón del opresor
b) Las mujeres salvan a Moisés
c) La lucha entre los dioses: las plagas de Egipto
d) La identidad de Dios: el Dios que está
e) El Dios de los padres y el Dios del lugar
f) El Dios que libera
4. La creación de un orden: la Ley
a) La alianza en el monte Sinaí
b) La ley dada a Moisés
c) Las leyes sobre la pureza
d) La teología del Deuteronomio
e) La Ley y la vida
5. Aportes del Pentateuco a la teología bíblica: conclusiones preliminares
a) La creación que no cesa
b) El Dios que elige en un pueblo a todos los pueblos
c) El vínculo entre liberación y alianza
d) La Ley y el Evangelio
III
INAUGURACIÓN DE LA HISTORIA:
LAS NARRATIVAS DEL ANTIGUO ISRAEL
1. Nace la historia
2. La historia del mundo: el Eneateuco
3. Conquista de la tierra y cumplimiento de la promesa
a) Los extranjeros protegidos: Rajab la prostituta y los gabaonitas
b) La ley del jerem o anatema
c) La distribución de la tierra y el Pacto de Siquem
d) Los pueblos cananeos, los pueblos de América y el Dios de Israel
4. Crear la necesidad de un rey: el libro de Jueces
a) El trabajo del redactor deuteronomista
b) Valor hermenéutico de la historia del rey Abimelec (Jueces 9)
5. La monarquía: ascenso y sepultura
a) Saúl, el rey en tinieblas
b) David: una corona con dos reinos
c) Salomón: el poder y la gloria
d) Los reinos de Judá e Israel y los reyes malditos
e) Josías, la reforma insuficiente
f) La tragedia: el templo en llamas y la ciudad desolada
6. Para el Cronista no hay fin de la historia
a) La necesidad de una segunda historia
b) La teología del Cronista
IV
LA VOZ DE LOS PROFETAS: GRITO Y TEOLOGÍA
1. La voz y la escritura
2. Los profetas en la tradición judía, en la cristiana y en ambas
3. Diversidad dentro de la literatura profética
a) Los libros proféticos
b) Los ciclos de Elías y Eliseo
c) Las profetisas
d) Otros profetas
e) Los falsos profetas
4. Isaías: donde las palabras estallan
a) La formación del libro de Isaías
b) El mesías liberador de los oprimidos
c) Una voz que dice: «¡Grita!»
d) El siervo que libera a los oprimidos
e) La teología del cielo y la tierra nuevos como realidad política
5. Jeremías o la seducción de la Palabra
a) El Dios que llama
b) Seducir y dejarse seducir
c) La crisis de Judá y la crisis del profeta
d) Consuelo y esperanza para los cautivos
6. Ezequiel: el profeta mudo
a) El profeta sin voz
b) Más visiones y actos simbólicos
c) El valle donde los huesos secos reviven
d) Después de la ruina, una ciudad nueva
7. La importancia para el canon de la teología de Abdías y Nahum
a) La experiencia de Dios y la crueldad humana
b) Abdías y Nahum en perspectiva teológica
8. El Día de Yahveh en el libro de los Doce Profetas: del juicio a la redención
a) Del juicio a la redención de Israel
b) La redención de los oprimidos
9. La teología profética como respuesta al poder imperial
a) La teología del imperio
b) El problema de la teología del cautiverio: dolor sin proyecto
c) Una teología de la liberación, una teología que libera
IV
LA PALABRA QUE NACE DE LAS ENTRAÑAS:
LA TEOLOGÍA DE LOS SALMOS
1. El himnario de la Biblia: canto y oración
2. La palabra poética: lo estético como mensaje
3. El Dios que está lejos: el silencio de Dios
4. El Dios que está cerca: el encuentro con Dios
5. Los justos y los impíos como categorías sociales
6. La voluntad liberadora de Dios
7. La teología de los salmos: pasión y justicia
a) El Dios creador
b) El Dios poderoso
c) El Dios de justicia
V
LOS TEXTOS DE LOS SABIOS:
TEOLOGÍA Y CONTRATEOLOGÍA
1. Meditación y justicia
2. La sabiduría como acceso a la realidad
3. La creación según los sabios: ver por vez primera
4. La sabiduría y la vida cotidiana en Proverbios
5. La contrateología del Eclesiastés: todo es vapor que se desvanece
a) Vapor de vapores, todo es vapor
b) Las injusticias son la herida que no cierra
c) El tiempo oportuno y el tiempo de la justicia
d) Un cosmos ordenado y desordenado
6. La contrateología de Job: el sufrimiento inconcebible
a) Dos modos de hacer teología
b) Job maldice y se acusa a sí mismo
c) ¿Es Dios inocente?
VII
EL LIBRO INCONCLUSO
1. El libro que continúa
2. El horizonte apocalíptico: teología y el fin de la historia
3. La interpretación cristiana del Antiguo Testamento y la comunidad judía
Bibliografía
Créditos
Abreviaturas y siglas
Prefacio
Esta Teología del Antiguo Testamento es, por varios motivos, excéntrica. Y lo es hasta tal punto que dudamos subtitular este trabajo «Teología del Antiguo Testamento», porque en principio no parece responder a lo que así se ha llamado durante los últimos 250 años. Pero, a la vez, sentimos que la fuerza de esas palabras corresponde al contenido de este libro más allá de que también pueda corresponder a un caudal de obras que –aunque no opuestas a nuestro trabajo– interpretan su tarea desde otro ángulo al que considera normativo y constitutivo de su condición. La apropiación de un título –en este caso del nombre de un género literario– para limitarlo a una particular forma de aproximación al texto bíblico es como una red que lo inmoviliza y que puede llegar a limitar el pensamiento y la reflexión. Todo avance en la comprensión del texto bíblico supone el espacio de libertad necesario para abrir a nuevas aproximaciones y nuevos paradigmas de lectura.
Fue el 30 de marzo de 1787 cuando Johann P. Gabler ofreció su conferencia magistral sobre «la correcta distinción entre teología bíblica y teología dogmática» y con ello desligó una de la otra e inauguró esta flamante disciplina, aunque él nunca escribió una tal obra¹. Desde entonces, la teología del Antiguo Testamento (y también del Nuevo Testamento) ha sido una disciplina que por un lado expone de manera crítica el contenido del texto y por otro discute las diversas aproximaciones que otros autores han aportado. Fue desde un principio un ejercicio intelectual y se desarrolló con exclusividad en el ámbito académico universitario. Si bien hay matices, que comentaremos más adelante, la esencia del género suponía que el autor debía ser un profesor y que el público al que se dirige la obra eran sus pares. No fue posible imaginar un escenario distinto hasta llegados los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. Pero aun así, y sin olvidar una obra como El Dios que actúa, de Ernest Wright², que debe considerarse una excepción a la rigurosidad de la regla, los diversos trabajos publicados no pretendieron superar el ámbito académico de discusión.
A nuestro entender, esto no es consecuencia de la falta de interés de los lectores no especialistas ni de la altura académica de las obras –que sin duda la tienen–, sino una muestra de que el género fue concebido desde un primer momento de esa manera. La exploración del texto no se hacía en función de mejorar la comprensión que del Antiguo Testamento tenía la comunidad de fe o con la intención de responder a las preguntas que venían de los lectores no iniciados en los vericuetos bastante intrincados de la crítica bíblica; tampoco se buscaba contribuir a difundir el interés y el amor por estos textos; en un sentido distinto, la tarea se planteó como la búsqueda de responder a las demandas de la modernidad, que exigía coherencia interna y disciplina casi científica para que una actividad fuera respetada y aceptada dentro del discurso racional de la época. Aunque en las últimas décadas ha habido reacciones a esa postura, las obras producidas hasta años cercanos no dejan de ser libros para teólogos académicos. Esto se observa en que las preguntas que se asumen y las respuestas o propuestas que cada autor ofrece tienen como referente y como materia prima el contexto de la discusión académica sobre la naturaleza del Antiguo Testamento o sobre el origen y la evolución de la religión de Israel. Los autores se contestan unos a otros y dejan perplejo a quien se acerca al libro porque –atraído por su título– cree que encontrará una obra que le va a ayudar a reflexionar sobre las preguntas que desde su fe se le presentan al encarar las lectura de la Biblia o que le va a conducir a ver con mayor claridad la particular manera que los textos del Antiguo Testamento tienen de presentar a Dios y su relación con la humanidad y la creación. Debemos decir que no rechazamos la densidad de pensamiento ni el carácter profundo de una reflexión que en ocasiones exige un lenguaje que puede resultar arduo para la persona no iniciada, y que de ninguna manera oponemos esas obras a las que se escriben en lenguaje popular o de lectura simple. Ambos niveles tienen su valor, y lo que corresponde es que las segundas difundan el pensamiento complejo de las primeras. Lo que deseamos postular es lo que ya mencionamos: que la teología del Antiguo Testamento tal como en esta obra la entendemos es excéntrica en relación con lo que otras teologías del Antiguo Testamento ofrecen. Esta se propone una doble tarea: por un lado, busca ser una reflexión que surge de la exploración de sus textos para exhibir sus relaciones internas, sus dinámicas y generación de sentidos, la diversidad y la unidad de su teología; y en segundo lugar, y de manera simultánea, busca ofrecer líneas de interpretación que permitan al lector o la comunidad actual releer los textos en el contexto social, cultural y político en el cual ese lector o esa comunidad viven. Con esto que hemos dicho, comenzamos a describir la impronta de nuestro trabajo y la distancia que posee con lo que en general se entiende por teología del Antiguo Testamento. Buscamos en estas páginas recorrer el texto bíblico para desvelar sus misterios y ambigüedades, dejar que nos interpele y abrirnos a reconocer nuestra ignorancia cada vez que ante un pasaje no sabemos cómo digerirlo. No desdeñamos la academia –en realidad, esperamos que nos lea y discuta–, pero estamos convencidos de que la teología del Antiguo Testamento es un discurso que le pertenece en segunda instancia. La primera instancia es el espacio de confrontación del texto con la realidad personal y social, y el de la búsqueda para que este nos ayude a encontrar en sus páginas inspiración y luz para los desafíos de nuestro tiempo. Ese reclamo de una comprensión profunda del mensaje es lo que debe interesarle al teólogo bíblico, y, por lo tanto, se le pedirá que ponga al servicio de ello todo su potencial interpretativo y técnico para contribuir a que el lector vaya más allá de una lectura simple y sin criticidad y le permita acceder a descubrir que el texto dice más de lo que aparenta. Entre las líneas hay secretos que piden ser revelados –y no se niegan a ello–, pero exigen una lectura atenta y paciente, dos condiciones que no abundan en la ajetreada vida de nuestro siglo XXI y que, sin embargo, somos llamados a practicar.
La distancia que expresamos entre nuestro trabajo y lo que se entiende en el mundo académico por teología del Antiguo Testamento no es un mal que padezcamos en exclusividad. El modo de hacer teología tal como hoy se practica en la denominada teología sistemática –lo que se conoce como discurso teológico en sentido escrito– está ausente en el Antiguo Testamento. El Nuevo Testamento incluye algunos tratados teológicos, como la Carta a los Romanos, la Carta a los Hebreos y otros pocos textos de similar factura, pero nada igual a eso se encontrará en el Antiguo. Se puede discutir y estar de acuerdo o no con Pablo, porque sus escritos son tratados teológicos, pero no se puede discutir con Moisés o con Esdras, porque los textos a ellos atribuidos no expresan sus pensamientos personales; no hay una teología de Moisés o de Esdras como la que suele evocarse del apóstol Pablo o de los textos joaninos. En las páginas del Antiguo Testamento soplan otros vientos: se narra, se ora, se imagina, se expresan pasiones amorosas y pasiones deleznables; se registra la palabra de los profetas y las leyes que deben guiar al pueblo; se medita; todo está dicho de un modo testimonial, que imprime en el texto el impacto que produjo en la vida del escritor bíblico y de su comunidad. Al hablar de esa manera, el Antiguo Testamento hace teología sin buscar hacerla. El discurso bíblico quiere dejar asentadas las experiencias de la vida como testimonio para las generaciones venideras, y ese registro es «teológico» porque habla de la relación de Dios con el creyente y con su pueblo. En este sentido, el discurso bíblico está más cerca del arte y de la literatura que de la racionalidad con que a veces se identifica a la filosofía, y por ese motivo su discurso se asemeja más al diálogo entre amigos y confidentes que a una conferencia entre expertos. Es como si esos amigos y amigas se reunieran y en la intimidad se contaran sus alegrías y pesares, compartieran sus historias de familia, los ultrajes a los que fueron sometidos, los hechos de sus antepasados, sus sueños, sus amores, sus infidelidades, las utopías que les entusiasman, sus fracasos y honores, sus humillaciones y sus expectativas para el futuro, los desafíos que los atemorizan. En todos estos relatos, la perspectiva de la fe es un ingrediente natural por la sencilla razón de que es parte de sus vidas, y, por lo tanto, no podría ser de otro modo. De manera que entre las múltiples tareas del teólogo del Antiguo Testamento está también la función de desvelar esa teología no dicha, pero que subyace entre sus pliegues.
Lo señalado hasta aquí debe alcanzar para que el lector comprenda por qué en esta Teología del Antiguo Testamento nos esforzamos en mostrar las conexiones semánticas dentro de los textos, en recorrer las líneas de sentido que estructuran cada obra o cada unidad y en poner en evidencia en los relatos las marcas que dejan ver la particular relación con Dios de la que cada texto quiere dar testimonio. Un signo destacado es la pluralidad de lecturas que encontramos en él. Veremos que no hay un concepto que haga justicia a la totalidad del mensaje del Antiguo Testamento y que cuando se pretende esto es porque se busca imponer al todo una visión o un paradigma que suele ser propio de una parte, con lo que se desconoce el relieve del texto y la diversidad entre sus partes. Por el contrario, los elementos aglutinantes que ligan los textos aparecen después de un largo proceso de reflexión, pero no como una idea teológica única que explica la unidad de las distintas secciones de las Escrituras; más bien, en esta obra asumimos que hay una coherencia teológica del Antiguo Testamento que se percibe en la relación dinámica entre las distintas partes del discurso. Esa relación se observa entre textos disímiles que participan de un clima y un sabor comunes que recorren con más o menos énfasis –según el caso– todas las páginas del texto.
El lector notará que en ocasiones no solo citamos a autores teológicos, sino también otras obras que son producto de nuestra cultura y que nos ayudan a estructurar la sociedad y la vida. Esto es porque no se leen los textos sagrados en una esfera distinta de la de otras literaturas que, en la medida en que nos impactan, son también parte de nuestro contexto de lectura. Las incluimos como símbolo, y no deseamos abusar de ellas. El lector sabrá colocar las que son afines a su experiencia. Como es obvio, lo hacemos en la mayoría de los casos no para fundamentar una idea, sino para expandirla y mostrar cómo en ámbitos no explícitamente teológicos ni eclesiales también hay buena teología para alimentar nuestra reflexión y nuestra fe.
El mejor premio es que descubramos una palabra nueva. Si encontramos varias, la fiesta será enorme.
Pablo R. Andiñach
Buenos Aires, mayo de 2014
Agradecimientos
Esta obra comenzó a gestarse en el año 2012, cuando residía en Dallas, invitado por la Perkins School of Theology de la Southern Methodist University. Buena parte de la bibliografía que respalda estas páginas fue consultada en su Bridwell Library, un lugar extraordinario para todo comedor de libros. El trabajo continuó en la Biblioteca de ISEDET, en las discusiones teológicas con los estudiantes y en estudios bíblicos en las iglesias; todo eso está escondido en estas páginas. A ambas instituciones, a sus bibliotecas y a quienes participaron en esos grupos de estudio y reflexión deseo expresar mi sincero agradecimiento.
¹ Ver un resumen de su obra en R. P. Knierim, The Task of Old Testament Theology, Eerdmans, Grand Rapids 1995, 495-556.
² G. E. Wright, El Dios que actúa. Teología bíblica como narración, Fax, Madrid 1978.
I
INTRODUCCIÓN
1. Hacia un nuevo paradigma de lectura
El Dios que está no es un mero espectador del drama de la creación. Las Escrituras destacan que es un Dios comprometido con la vida humana y que, lejos de aislarse, se inmiscuye en los caminos que la humanidad recorre y sigue de cerca el destino de las personas. Esa vocación se expresa en su pertinaz presencia en la historia y en los acontecimientos del mundo y en la forma en que imprimió en su pueblo la experiencia de esa presencia. Ese sentir de que hay un Dios que acompaña y que está atento a los destinos de los suyos generó su palabra, el decir, la voz que cuenta lo que percibe y vive. Con el tiempo y con la maceración de los siglos, esa palabra llegó a ser texto y hoy la tenemos frente a nosotros.
La condición de ser registro de una experiencia que se presenta como íntimamente ligada a los acontecimientos históricos hizo que a partir del siglo XVIII se concentrara el esfuerzo del estudio de las Escrituras en rescatar y reconstruir la historia que le dio origen. El proyecto obtuvo frutos incontestables, pero también alcanzó su límite quizás sin desearlo, al condicionar la interpretación de los textos a la reconstrucción de su contexto histórico, cosa que al cabo de mucho estudio se comprendió como una meta a la que nunca se termina de arribar. En la investigación de los hechos históricos subyacentes a las narraciones bíblicas, la meta se hizo cada vez más compleja y los resultados más provisorios. Cuanto más avanza el saber arqueológico más se descubre nuestra ignorancia sobre el vínculo entre el relato y la historia que se reconstruye a partir de los objetos desenterrados y evaluados por la esa disciplina¹; esto termina por desalentar la búsqueda. Un libro clave en poner en evidencia esta situación es The Collapse of History, de Leo Perdue; en él dice cosas como esta: «la historia no debe ser el único criterio para leer el Antiguo Testamento. La sabiduría, muchos salmos y los textos legales no tienen un vínculo estrecho con la historia teológicamente hablando»². Pero más aún, ahonda en la dificultad de reconstruir la relación entre el texto que hoy poseemos con los eventos que pudieron estar en el origen de ellos. Su obra expone cómo la teología del Antiguo Testamento ha sido incapaz de asumir la historia en toda su complejidad, tal como corresponde a la concepción de los siglos XIX y XX, y cómo trata la historia bíblica de manera acrítica. Lo hace así porque de otro modo se hubiera puesto en evidencia su debilidad. Perdue hace explícita la pérdida de la relación entre los textos bíblicos y la historia como sustento de su veracidad y nos plantea la pregunta de por qué hemos de esforzarnos en comprender la sociedad antigua si no podemos afirmar que la migración de Abraham o el pacto en el Sinaí hayan sucedido en la historia, y si lo fueron nada podemos afirmar sobre los hechos concretos tal como ocurrieron. Perdue ha sintetizado en su pensamiento el producto de saber que los textos bíblicos no son obras unitarias escritas de una vez, sino una colección de fragmentos provenientes de distintas épocas y contextos, la mayoría de ellos ya irrecuperables debido a la acción del tiempo y la desmemoria. Ni Perdue ni nosotros abogamos por abandonar la investigación histórica, pero sí por reconocer que los textos llevan las cicatrices de diversos contextos sociales, culturales y teológicos, de los cuales ya se han independizado. ¿Asumir esta situación hace ilegibles a los textos? ¿Los transforma en meros espectros de un pasado ya olvidado e irrecuperable? La respuesta sería afirmativa si pensamos que la única vía a su mensaje reside en ubicarlos en su contexto original y que reconstruir el momento de su producción es crucial para comprender su mensaje. No lo es si cambiamos el ámbito de aproximación y consideramos que el contexto primero de lectura no debe ser el histórico, sino el lugar literario en el que ese texto se encuentra y nos ha sido legado. Dicho esto, se hace imperioso buscar un nuevo paradigma conceptual donde apoyar la lectura. Cada texto, cada libro bíblico, lo recibimos como parte de un cuerpo mayor de obras que en sí mismas constituyen un universo narrativo, teológico, temático, de muy alta complejidad literaria, pero, a su vez, susceptible de ser investigado y abordado con una mirada que se efectúe desde otro lugar y con herramientas que nos ayuden a abrir sus pliegues. La consideración de los textos como tales y no como fuente de información que alimenta otras disciplinas (la historia, la biografía de un personaje, las costumbres de una época, la lingüística, la historia antigua, etc.) abre nuevas posibilidades de lectura e interpretación y permite valorarlos en su misma condición de textos y no como una obra que auxilia a disciplinas que persiguen otros horizontes. En su condición de Escritura Sagrada para la fe judía y cristiana, el texto bíblico no es reductible a ser un instrumento de información sobre cosas del pasado, sino que pide ser leído como una obra que habla por sí misma y cuyo sentido es discernible a partir de las coordenadas presentes en el texto. Pero aun quien la lea como un documento profano y como un testimonio de la antigüedad encontrará en esta obra una dimensión que le es intrínseca y que la hace ser más que solo un material que informa sobre hechos y culturas que ya no existen.
Lo que más ha cambiado con la irrupción de las nuevas hermenéuticas de liberación –sea que se llamen hermenéutica poscolonial, feminista, ecologista, indigenista, transcultural, queer, etc.– es el descubrimiento de la pluralidad de voces que encierran los textos bíblicos. Si alguna vez se pensó que la experiencia de la fe de Israel era monolítica o al menos que había sido transmitida como monolítica por la clase que dominaba las herramientas intelectuales y sociales como para imponer su opinión y eliminar otras, hoy encontramos que el registro dejado en los textos incluye lo que se ha dado en llamar una polifonía de pensamientos y praxis. Walter Brueggemann ha señalado que «en última instancia, es claro que la forma final del texto, en su proceso de formación del canon, no representaba una victoria hegemónica total para ninguna trayectoria hermenéutica»³. Esto se observa en el hecho de la diversidad de aproximaciones que ofrece el Antiguo Testamento a temas tan cruciales como quién es o cómo será el Mesías, qué significa ser pueblo elegido o cuál es el criterio para discernir entre la profecía verdadera y la falsa, y así tantos otros. Mucho han cambiado las cosas desde los tiempos en que era posible escribir una historia de Israel como la de John Bright⁴, y no solo por su plétora de confianza en la posibilidad de reconstruir «lo que sucedió» en base a la conjunción del texto bíblico con la arqueología bíblica, sino en mayor medida por su confianza en la unilateralidad del pensamiento y la teología que estructuraba esa única historia. Sesenta años más tarde, la historia de Rainer Albertz da cuenta de la complejidad de la conformación del canon que se pone en evidencia al comprobar la presencia en el texto final de un entretejido de ideas, teologías, testimonios y experiencias históricas. Y que ellas no se anulan entre sí, sino que aportan al mosaico que es el relato final⁵.
La tarea que afronta hoy un teólogo bíblico es principalmente descifrar un texto. Lo que el antiguo Israel nos legó como testimonio de su fe y su pasado está contenido en esas páginas, que, fieles a su razón de ser, reclaman ser leídas. Esta tarea, ya se ejerza en el ámbito de la reflexión teórica o en el de la praxis eclesial y comunitaria, debe tomar en serio el objeto que tiene delante. Por eso llama la atención que la exégesis bíblica haya prescindido de una teoría del texto, al menos de exponerla de manera explícita. Eso supone también una teoría de la lectura del texto, y a esto nos abocamos, aunque con brevedad, en el punto 3, «La Palabra se hizo literatura». Por otro lado, la pérdida de la historia como elemento que estructuraba la narración y la teología ha conducido en ocasiones a cuestionar también la propia posibilidad de una «teología del Antiguo Testamento»⁶. Al debilitarse una columna que supo ser vertebral, se produjo cierta fragmentación en el análisis, y esta irrupción de la diversidad de teologías que habitan las Escrituras puede impedir que se distingan los elementos que amalgaman el pensamiento bíblico. A estos aspectos dedicamos el resto de este capítulo.
¹ Cf. el artículo de I. Finkelstein, «Archeology and the Text in the Third Millenium: A View from the Center», en A. Lemaire (ed.), Congress Volume Basel 2001, VT Sup, Brill, Leiden 2002, 323-342, con abundante bibliografía sobre este tema; ver más en p. 171, nota 2.
² L. Perdue, The Collapse of History. Reconstructing Old Testament Theology, Fortress Press, Minneapolis 1994, 1-68; nuestra cita es de 113-114.
³ W. Brueggemann, Teología del Antiguo Testamento. Un juicio a Yahveh, Sígueme, Salamanca 2007, 744.
⁴ J. Bright, La historia de Israel, Methopress, Buenos Aires 1966.
⁵ R. Albertz, Historia de la religión de Israel en tiempos del Antiguo Testamento, Sígueme, Madrid 1999.
⁶ Para una exposición sobre el lugar de una teología bíblica en el contexto del pensar teológico, véase el artículo de J. Barr, «The Theological Case Against Biblical Theology», en G. M. Tucker, D. Petersen y R. Wilson, Canon, Theology and Old Testament Interpretation, Fortress Press, Filadelfia 1988, 3-19.
2. La teología del Antiguo Testamento: un todo articulado
a) Teología y teologías en el Antiguo Testamento
Ha sido Gerhard Gerstenberger quien con mayor claridad ha cuestionado la idea de que fuera posible producir una teología del Antiguo Testamento. Su obra se titula Teologías del Antiguo Testamento y con ello busca dar cuenta de la diversidad de opiniones que se encuentran en los textos bíblicos. Su argumento más fuerte lo expone en la introducción cuando dice que «hablar de teología supone declarar un elemento, un estrato, una idea como la dominante de todo el Antiguo Testamento» y que «esos elementos deben subordinarse a una [única] idea»¹. Más adelante expone su comprensión de los textos y su tarea como teólogo bíblico, al decir que los textos muestran «la fe que los israelitas practicaban en su vida cotidiana y en su grupo social» y que la tarea del teólogo es «entrar en conversación con tales expresiones de la fe» (p. 15). Luego el cuerpo de su libro consiste en evaluar los diversos ámbitos sociales donde la fe de Israel se expresa y analizar su significación e implicancias teológicas. Para ello recurre a herramientas de la sociología y a la descripción de las tensiones políticas que subyacen en los textos; luego describe los diversos ámbitos sociales de la comunidad israelita, como la familia, el clan, la tribu, y sus modos particulares de producir «teología». El valor de su trabajo consiste en la indagación de la religión cotidiana y «real» por oposición a la expresada en los textos «oficiales». Gerstenberger no discute la teología de los textos mismos, sino la fe que se descubre en los intersticios de los textos; se puede decir que busca desenmascarar la teología oculta bajo el manto del discurso oficial y consagrado por los sectores que dominaban el pensamiento teológico. Su contribución es muy valiosa, en la medida en que aporta una visión novedosa y una lectura ausente en otras obras del mismo tenor. Sin embargo, no resulta convincente en su crítica a la posibilidad de una teología del Antiguo Testamento. En su propuesta, el autor reduce el valor de los textos al considerar el conjunto de los relatos como un reservorio de teologías –que para este caso podrían ser oficiales o marginales– que hay que extrapolar y exponer. Al concebirlo de ese modo, desconoce el proceso hermenéutico de creación de sentido a partir de la concatenación de textos recibidos, los cuales se potencian unos a otros y se donan sentido. Por cierto que conviven «teologías» en el texto bíblico, pero eso no las hace incompatibles entre sí o incapaces de construir un discurso coherente que las englobe y dé sentido de cuerpo. El mismo hecho de que hayan sido preservadas juntas en una misma obra (la Biblia) habla de la capacidad de la comunidad de percibir la relación que las vincula a pesar de sus notables diferencias. La tarea del teólogo bíblico es, en consecuencia, hurgar en esas páginas y explorar su modo de decir algo relevante para nuestro tiempo, mensaje que se enriquece con la diversidad de experiencias que moran en él. Que el libro de Gerstenberger culmine con un capítulo titulado «Dios en nuestro tiempo» hace evidente su preocupación por mostrar la relevancia del texto para los desafíos de la actualidad y que su proyecto no está lejos del que en estas páginas nos proponemos efectuar.
Ya un autor hoy considerado clásico, como Gerhard von Rad, había organizado su teología prescindiendo de un centro o de un concepto que unificara la totalidad del testimonio bíblico². Su Teología del Antiguo Testamento, publicada en 1952, concibe los textos bíblicos como una sucesión de testimonios de fe que pasaban de generación en generación. En ese proceso, cada nueva generación «agregaba» lo necesario para que el relato fuera pertinente para la nueva situación³. Von Rad considera que la comunidad no asumió como su tarea la preservación de un texto acabado y definitivo, sino la de ser una activa hacedora de una obra en constante producción. Otro clásico, G. Ernest Wright, en su libro del mismo año, El Dios que actúa, expresaba que la teología bíblica «es una teología de la narración o proclamación de las acciones de Dios, al mismo tiempo que de las deducciones que de ellas se sacan». Luego afirma «la teología bíblica es una teología de la narración en la que el hombre bíblico confiesa su fe narrando los acontecimientos que hicieron de su historia la obra redentora de Dios»⁴. Es, como para Von Rad, una teología que se gesta en el devenir de la historia y se expone en un relato. Los autores bíblicos no fueron teólogos en el sentido moderno del término, sino que contaron sus experiencias de vida y dieron testimonio de la acción de Dios en ella. El libro de Wright tuvo una influencia tremenda en el pensamiento bíblico de la mitad del siglo XX no solo en virtud de su brevedad y lenguaje sencillo, sino también porque exponía el contenido de la teología del Antiguo Testamento como un diálogo fluido y constante con los hechos de la historia. No presenta la teología bíblica como la confirmación de un dogma establecido, sino como el producto de interpretar la vida desde una fe viva y en transformación. Hoy consideramos que ambos gigantes adolecieron de cierta criticidad histórica o que confiaron demasiado en lo que en ese entonces era la vanguardia de los descubrimientos arqueológicos, pero los dos fueron conscientes de la diversidad teológica presente en las páginas del Antiguo Testamento y destacaron que la característica de la teología bíblica no era poseer un centro o idea teológica generadora, sino que lo propio era su particular modo de concebir y hacer teología. De manera que el problema planteado por Gerstenberger no debe verse como un desafío a desarrollar una teología del Antiguo Testamento, sino como la denuncia de toda forma de reduccionismo de la complejidad de la teología veterotestamentaria a una idea o principio único. Su propuesta de considerar la diversidad de teologías no es discutible, sino que lo es su inclinación a negarles la coherencia que les permite participar de una misma empresa teológica. Las bibliotecas albergan generaciones de obras tituladas teología de los salmos, de los profetas, del éxodo, de la creación, etc., todas ellas pertinentes y veraces en la medida en que buscan dar cuenta del particular modo de testificar la experiencia de Dios en cada uno de esos libros o secciones de la Biblia, pero eso no significa que deban considerarse compartimentos estancos desvinculados entre sí. La identificación de una obra y su teología, incluso si nos referimos a estratos literarios particulares (por ejemplo, la teología deuteronomista o la del segundo Isaías, textos fragmentarios que no se identifican con un solo libro), lejos de limitar su capacidad de relacionarse con el resto lo enriquece al aportar diversidad de perspectivas al pensamiento bíblico.
b) La dinámica entre las secciones de la narración
El problema que plantea la existencia de diversas teologías en el cuerpo del Antiguo Testamento nos pide que demos algunos pasos más en su consideración. Si la teología que surge del libro de Job es muy distinta de la que se percibe en Levítico; si la teología del Éxodo (o de la narrativa del Éxodo), que es crucial para el discurso de los profetas y muchos salmos, ha influido poco en los libros sapienciales; si los relatos de la creación de Gn 1–2 están casi ausentes en el resto del Antiguo Testamento; si la erótica del Cantar de los Cantares brilla solitaria en el concierto del conjunto de los demás libros, ¿no será que debemos asumir que estamos en presencia de una antología de teologías, en lugar de una teología que da cuenta de todo el Antiguo Testamento? A nuestro criterio, el problema debe plantearse de otra manera.
En primer lugar, debemos considerar el carácter diferente de los textos a comparar. Pero no nos referimos a su variedad de géneros literarios –que ya da coordenadas distintas para cada caso–, sino a su lugar en el esquema de tres partes en que se divide la Biblia hebraica: Torah, Neviim y Ketubim. La primera corresponde a lo que llamamos Pentateuco, la segunda agrupa a los llamados libros históricos y proféticos, y la tercera al resto de los libros del Antiguo Testamento. Estas tres partes no tienen el mismo valor textual y se conciben a sí mismas dentro de una relación dinámica que las une y a la vez las distingue, relación de la que hablaremos más adelante. La Torah o Pentateuco actúa como fuente teológica para el Antiguo Testamento; es la Ley que rige la vida de las personas y el pueblo, e incluye el relato desde la creación hasta la entrega de las leyes a Moisés y su muerte. Todo lo que allí se dice es normativo para la vida de Israel. A continuación de esta primera sección, los Neviim o libros proféticos anteriores (Josué a 2 Re) y posteriores (Isaías a Malaquías) se conciben a sí mismos como su interpretación y aplicación expuesta en las narraciones legendarias de la conquista, los jueces y los reyes, y en las intervenciones de los profetas. En cierta medida, son un ejercicio de lo que luego será la literatura midrásica. Los profetas cotejan las conductas de su pueblo a la luz de la Ley y, al proclamar «vuélvanse a Dios», piden regresar a una sana observancia de los preceptos expuestos en la Torah. El juicio sobre los reyes que con repetición consiste en que «no hicieron lo recto a los ojos de Dios» se refiere en particular a que no cumplieron con el mandamiento que prohíbe la idolatría, el que preside las dos versiones del Decálogo (Éx 20,3-6 y Dt 5,7-10). Los Ketubim son más heterogéneos, pero cuando los sabios aconsejan «no olvidar la Ley» y «guardar en el corazón los preceptos de Dios» están invocando la ley fundamental contenida en la Torah tal como se expresa en Dt 6,3-6:
Oye, Israel, cuida de poner [esta Ley] por obra, para que te vaya bien en la tierra que fluye leche y miel, y os multipliquéis, como te ha dicho Yahveh, el Dios de tus padres. Oye, Israel: Yahveh, nuestro Dios, Yahveh uno es. Y amarás a Yahveh, tu Dios, con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón...
Los sabios, que no se interesan por las historias de los patriarcas, tienen clara conciencia de que apartarse de la Ley es lo que corrompe la vida, y esa Ley se identifica con la que se registra en el Pentateuco. A esto que decimos se puede responder que no hay prueba de esa identidad, pero lo cierto es que es impensable que los sabios tuvieran como referencia un libro del cuerpo profético u otro conjunto de textos normativos. Es a la Torah a la que se refieren, aunque eso no significa que su texto estuviera completo tal como lo estuvo en el siglo I. La relación entre la Torah y el resto de la literatura bíblica se percibe también en que los segundos aluden a la primera, pero no hay casos de lo inverso. En el contexto de esta relación entre las partes cabe esta pregunta: ¿pueden compararse los textos del Pentateuco con los de los profetas o los de sabiduría como si estuvieran en el mismo plano conceptual como para que se pueda decir que exponen teologías distintas? Estamos en una situación similar a la de cuando analizamos un sermón o leemos una exégesis y les reconocemos una distancia respecto al texto bíblico sobre el que se construyen. Esto impide que podamos pensar que esa pieza tenga la misma o distinta teología del pasaje que comenta o analiza; esa distancia nos hace opinar sobre la feliz o aciaga interpretación del texto que se analiza o expone, pero no comparamos sus teologías porque reconocemos la diferente dimensión de ambos textos: una es la fuente y las otras son su interpretación. Del mismo modo, la teología de un texto profético o sapiencial no debe leerse en el mismo nivel que los textos de la Torah, porque aquellos se asumen a sí mismos como interpretación y aplicación de esta última. A esto que exponemos se le puede objetar que el orden de las tres partes de la Biblia hebraica no es cronológico y que al producirse los textos proféticos y sapienciales –al menos buena parte de ellos– es probable que el Pentateuco no estuviera aún conformado. Lo mismo se puede decir de otros casos, y toda la crítica bíblica respalda tal hecho; nosotros mismos compartimos tal afirmación. Pero el vínculo teológico al que aludimos no está en la identidad entre los textos, como si los segundos citaran textualmente al primero, sino en un modo de hacer teología. Los textos de la historia deuteronomista (Josué a 2 Re) «cuentan» la historia, pero no buscan instruir sobre cómo se debe vivir, ni qué reglas deben seguirse para estar en armonía con Dios. Lo mismo sucede con los profetas, que en sus oráculos e imprecaciones invocan una justicia y rectitud que ellos mismos no formulan; estas son parte del acervo ético y religioso de Israel que cristalizó más tarde o más temprano en la Torah. Esto que decimos también pone en evidencia una línea rectora en la formación del Pentateuco. Al construirse ese edificio narrativo y teológico, se tuvo especial cuidado en no dejar fuera de él ningún texto legal de la tradición de Israel. Incluso textos legales tardíos o repetitivos fueron incluidos en la Torah de manera que toda ley apareciera como recibida por Moisés «en el tiempo del desierto» y todo el resto de la Biblia hebraica fuera tenida como «aplicación» de estas leyes, que de ese modo se presentan en el plano de la narración como anteriores a los textos proféticos y sapienciales que las deben aplicar.
En segundo lugar, si bien es un error buscar en el Antiguo Testamento una teología unificadora en el sentido en el que la teología sistemática moderna entiende su tarea, eso no quita que el corpus bíblico no tenga coordenadas comunes. Ya Gabler, en su conferencia fundacional, estableció la independencia de la teología bíblica respecto a los esquemas de la dogmática y, aunque llevó mucho tiempo hacer realidad esa afirmación en los estudios bíblicos concretos, abrió la puerta para que los textos se consideraran en sí mismos y sin la distorsión que genera buscar acomodarlos a una racionalidad prefijada, sea dogmática o filosófica. El Antiguo Testamento se constituyó durante un largo proceso de acumulación y descarte de textos que participaban de un «clima teológico» común, de una fe en una misma divinidad llamada Yahveh y que daban cuenta de un pasado común a los creyentes de ese pueblo. Ese proceso de formación y sus criterios es oscuro y en buena medida desconocido para nosotros. Sin embargo, los textos seleccionados y la construcción literaria que revelan nos permiten afirmar que han buscado dar cuenta y ser testimonio de la presencia de Yahveh en la historia. En este punto, de poco vale decir que a nuestros ojos los criterios históricos que se aplicaron son débiles, que hubo textos profundos y maravillosos que fueron excluidos o que los argumentos para tal exclusión –cuando podemos vislumbrarlos– pueden ser para nosotros falaces y arbitrarios. Lo que interesa es que en el momento en el que se agruparon y reconocieron como Escritura Sagrada fueron vistos como textos que contribuían a la comprensión de la acción de Dios con su pueblo («el Dios que está») y que en nada contradecían la fe que los reunía. Surge de estos que lo que amalgama al Antiguo Testamento no es una idea teológica o un centro temático sobre el que gira todo su pensamiento, sino el hecho de que en cada texto se da testimonio de la experiencia de la presencia del mismo Dios en los más diversos contextos y con una multitud de actores. Y esto debemos comprenderlo no como el producto de una reflexión intelectual, sino como resultado natural de la experiencia de fe del conjunto del pueblo de Israel. El hombre o la mujer judía de finales del siglo I –en el momento en que los textos están casi en su totalidad consolidados– percibe que el Dios que llamó a Abraham en la tierra caldea, que libró a los judíos de la muerte en la historia de Ester en Persia, que perdonó las duras palabras de Job, que dio la Ley a Moisés en el desierto, que oyó el clamor de sus antepasados esclavos en Egipto y los liberó, que prestó oído al llanto presente en numerosos salmos, que hizo caer las murallas de Jericó, que eligió y bendijo