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El mundo devastado
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Libro electrónico185 páginas2 horas

El mundo devastado

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NUEVA EDICIÓN REVISADA

Todo es caos. El planeta Tierra parece a punto de fenecer: es un mundo arrasado por la superpoblación y la degradación medioambiental. La necesidad de alimentar a la gente ha conllevado a una explotación agrícola destructiva basada en productos químicos que agotan el suelo y convierten las labores del campo en trabajos realizados mayormente por robots. De hecho, la máquinas han pasado a ser más valiosas que los seres humanos. Y, con el colapso del sistema, las gentes se han echado en brazos de extraños y retorcidos cultos, ocupados solo en sobrevivir. El pronóstico de futuro no podría ser peor, el desastre es total... Pero siempre hay un lugar para la esperanza, y, en esta ocasión, toma la forma del carguero nuclear Estrella Trieste, capitaneado por un viajero exconvicto: Knowle Noman.

Nadie como Brian Aldiss es capaz de combinar la profundidad de las ideas con la fuerza arrolladora y el trepidante ritmo narrativo de una gran novela de aventuras. Y nadie tampoco ha sabido, hasta ahora, enfrentar al lector a una situación desesperada que, quizás, en realidad, no esté tan lejos en un futuro como podría parecer, cuando Aldiss escribió la novela.
IdiomaEspañol
EditorialEDHASA
Fecha de lanzamiento12 feb 2022
ISBN9788435048477
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    El mundo devastado - Brian W. Aldiss

    CAPÍTULO I

    El muerto iba a la deriva, arrastrado por la brisa. Caminaba erguido sobre sus piernas traseras, igual a una cabra amaestrada, como lo había hecho en vida; nada impropio, salvo que en su vida nunca había llegado tan lejos fuera del alcance de toda ideología, nacionalidad, pena o inspiración. Unas pocas moscas enormes seguían con él a pesar de que estaba lejos de tierra; viajaba a poca altura sobre la superficie complaciente del Atlántico Sur. Las olas salpicaban a veces los flecos de sus pantalones blancos de seda: había sido un hombre rico, en la época en que los ricos importaban.

    Venía hacia mí a velocidad uniforme, de África.

    * * *

    Con los muertos estoy en buenas relaciones. Aunque ya no hay lugar para ellos en el suelo, como solía suceder antiguamente, albergo a varios de ellos en mi cabeza; en la memoria, quiero decir. Allí están Mercator y el viejo Thunderpeck, y Jess, que sobrevive como una leyenda –y no sólo en mi cráneo–, y por supuesto mi querido March Jordill. En este libro volveré a darles sepultura.

    * * *

    El día que llegó este nuevo muerto las cosas me iban mal. Mi nave, el Estrella de Trieste, se aproximaba a su destino, la Costa de los Esqueletos, en África, pero como acostumbraba a suceder en los últimos días de esos largos viajes, la escasa tripulación humana había desembocado en una especie de mermelada de relaciones, y no cesábamos de sofocarnos unos a otros en el amor y en la furia, en la enfermedad y la familiaridad. Hace tanto tiempo de eso, que recordarlo y describirlo es como tratar de imaginarme en el fondo de una mina de hulla. En esos días sufría aún mis alucinaciones.

    Mis ojos vibraban, la visión se nublaba; se me secaba la boca, la lengua se endurecía. No sentí ninguna simpatía cuando el médico me dijo que Alan Bator estaba encerrado en su camarote con una de sus alergias.

    –Estoy tan cansado de las alergias de ese hombre, doctor –le dije, hundiendo la cabeza en mis manos–. ¿Por qué no lo llena de antihistamínicos y lo manda de regreso a su trabajo?

    –Lo he hecho, pero sin resultado. Venga a verle. No está en condiciones de moverse.

    –¿Cómo es posible que salgan al mar estos inválidos? ¿No me dijo que podía ser alérgico a la salinidad del océano?

    –Ésa era mi vieja teoría –dijo el doctor Thunderpeck alzando las manos–; ahora estoy considerando algo distinto. Empiezo a creer seriamente que puede ser alérgico a los antihistamínicos.

    Me levanté lenta y pesadamente. No quería escuchar más. El médico es un hombre extraño y fascinante cuando se le mira; es pequeño, cuadrado, macizo y su rostro, aunque grande, parece falto de espacio para todos sus rasgos. Cejas, orejas, ojos con bolsas, boca, nariz –quizás especialmente esa poderosa nariz en forma de globo–, son todos del mayor tamaño posible; y la pequeña área facial no ocupada por estos rasgos está cubierta por las huellas de un antiguo acné, como las esculturas medio borradas de un templo. De todos modos, ya lo había contemplado lo suficiente como para todo el resto del viaje. Asentí brevemente y me fui hacia abajo.

    Como era el momento de la inspección matutina y Thunderpeck nunca se ofendía, me siguió sin rechistar. Sus pasos resonaban al compás de los míos mientras bajaba por la escalera hasta la cubierta inferior. En cada cubierta las luces parpadeaban en los tableros de supervisión; yo las controlaba con el robot principal antes de continuar. Y el viejo Thunderpeck me seguía, dócil como un perro.

    –Podrían haber construido estos barcos de modo que se eliminara el ruido –decía, en un tono abstraído que sugería que no esperaba respuesta–. Pero los diseñadores pensaron que el silencio podría resultar desagradable para la tripulación.

    No le respondí.

    Caminamos entre las grandes bodegas. La señal de la número tres tardó en aparecer; anoté el hecho en mi libreta y miré adentro para ver si todo estaba en orden.

    La bodega número tres estaba vacía. Siempre me había gustado contemplar una bodega vacía. Todo aquel espacio libre me hacía sentir bien; Thunderpeck veía las cosas de otro modo; de hecho, esa visión le ponía enfermo. Pero es que yo había sido condicionado para esa apreciación del espacio. El doctor, antes de aceptar su empleo en el Estrella de Trieste porque era demasiado viejo para el alboroto de la ciudad, sólo había conocido la vida urbana. Yo, con mi larga temporada de condena en tierra, me había habituado a la idea de un espacio hecho por el hombre. No es que sintiera nostalgia por la miseria de esos campos emponzoñados: la bodega era lo que me gustaba, de un tamaño tratable y bastante limpia, y bajo mi jurisdicción.

    Me tomé el trabajo de revisarla; una vez, encontré allí abajo a la horrenda Figura, y de sólo pensarlo se me aceleraba el pulso; es agradable desdeñar la aceleración del pulso, especialmente en días en que uno no se siente demasiado enfermo.

    –Salga cuando haya terminado –dijo Thunderpeck desde el portalón; sufría agorafobia, una de las enfermedades más corrientes en las ciudades terriblemente atestadas.

    Se decía –nunca me preocupé por saber si era cierto, pues el cuento me gustaba– que una vez se había encontrado en medio de una bodega vacía como la número tres, y había sufrido un síncope. Cuando íbamos de nuevo por el portalón, le dije:

    –Es una vergüenza, doctor... Todas estas bodegas vacías, todo el barco desierto; un barco hermoso, y ya no vale un centavo. –Era mi discurso habitual.

    Él respondió con el suyo:

    –Eso significa un progreso para usted, Knowle.

    Este relato ya se me está yendo de las manos. Empecemos todo de nuevo. ¡Es increíble cómo aprisionan las palabras! Nos atraviesan, vivimos en ellas y fuera de ellas, y hacen anillos que rodean el universo. Supongo que fueron inventadas para que sirvieran de algo. Todo lo que puedo decir es que me sentía más libre cuando estaba aprisionado en tierra. La escarcha del invierno; el peso de la cama en esas noches oscuras, con todo lo que uno poseía encima, o a su alrededor; el hedor del humo del tractor, casi invisible en el amanecer azul. No es que las palabras no tengan que ver con las cosas, es que al escribirlas se transforman en una realidad diferente, propia. ¿Pero quién soy yo para decirlo?

    Esto es lo que diría. En este año resonante debo ser el único en esta parte del mundo que intenta escribir algo sobre algo.

    Ahora veo por qué cosas como la escritura y la civilización, es decir, la cultura y los límites que impone, fueron abandonadas: eran demasiado difíciles.

    Mi nombre es Knowle Noland. En la época que trato de recordar, y sobre la que escribo, era un hombre joven, enfermo, sin mujer, y como se decía, capitán del carguero Estrella de Trieste, de más de ochenta mil toneladas, joya de la línea Estrella. En el momento en que escribo –mi ahora, aunque quién sabe dónde y cuándo pueden estar mis lectores– soy Noland aún, con las mejillas enjutas, duro como un leño por las mañanas, pero con la mente bastante clara, con una mujer adorable, sin parientes, orgulloso, desconfiado –ya era orgulloso y desconfiado cuando estaba en el Estrella de Trieste–, pero ahora tengo mejores razones para serlo, y sé de qué razones se trata. Sé mucho, y eso me ayudará a lo largo de esta historia.

    (A veces los viejos libros tienen este tipo de paréntesis editoriales).

    * * *

    De modo que Thunderpeck y yo paseábamos por la nave el día del muerto, como lo hacíamos todos los días, y quizá no vale la pena que trate de recordar en detalle lo que decíamos; en general, decíamos siempre lo mismo.

    –Eso significa un progreso para usted, Knowle –decía él. Lo afirmaba con frecuencia, lo sé, pues le disgustaba el progreso, y todo lo que le disgustaba se lo achacaba al progreso. Al principio, cuando yo no había comprendido todo lo agudo de su aversión, creía que se trataba de una observación perspicaz; pero en aquel momento del viaje ya había llegado a considerarle un idiota. Quiero decir que, cuando se analiza la idea de progreso, se trata sólo de lo que hacen los hombres generación tras generación; ¿y cómo puede culparse al progreso por la suerte del hombre, o culpar al hombre, si uno mismo es un hombre? Lo cual no significa que no apreciase la compañía del doctor.

    –Eso significa progreso para usted, Knowle –decía.

    Hay que decir algo, hacer el esfuerzo de parecer humano cuando se camina por las entrañas de una nave totalmente automatizada que puede –y lo hace– permanecer dos años en el mar sin necesidad de reparaciones o reaprovisionamiento de combustible. Habíamos estado diecinueve meses en el mar, sin detenernos más de un día en la mayoría de los puertos, en busca de carga.

    En los pintorescos tiempos antiguos, los puertos no eran tan eficaces como ahora. Ha habido toda clase de leyes y trabajadores humanos en los muelles, con todos sus extraños sindicatos semireligiosos, y en ellos se reabastecían las naves y se realizaban trabajos que han desaparecido; y entonces uno podía pasarse una semana en un puerto, y se desembarcaba para emborracharse y hacer todo lo que hacían los marineros. Sé todas esas cosas; a diferencia del doctor y de los otros, sé leer. Ahora, los cargueros nucleares son universos-isla que recorren sus cursos predeterminados, y los pocos hombres necesarios a bordo llegan a tener cerebros que funcionan como máquinas, con rutinas lentas como las del caracol. No es de extrañar que yo tuviera dolor de cabeza.

    Entramos en una sala de máquinas, y cuando subíamos miré las cabinas de la tripulación. Allí estaba Alan Bator, recostado en su litera y mirando fijamente el techo de su cubículo. Nos saludamos con una inclinación. Alan tenía un aspecto entumecido y arruinado; sentí como si lo estuviera felicitando por su buena actuación. Y sentí deseos de gritar. A veces mis nervios se acercan a un estallido, aunque no pertenezco a la categoría de las personas sensibles.

    Dejé al doctor atendiendo a Alan y trepé a la popa. Mientras ascendía, el mundo adquirió un hermoso tono pardo oscuro, traspasado por luces de fantasía con colores que no tienen nombre: colores que se encuentran en viejos manuscritos celtas o aparecen en las cavernas. Hay cierto consuelo estético en la enfermedad; cuántas veces he pensado en las palabras del mayor pensador contemporáneo, el programador de computadoras Epkre: «La enfermedad es la contribución de nuestro siglo al tesoro de la civilización».

    En la popa pensé, por un espantoso segundo, que había visto esa Figura. Luego las formas se disolvieron en la estructura parcialmente desmantelada del piloto automático. El robot encargado de reparaciones revisaba pacientemente su interior, circuito por circuito. Lo supervisaba Abdul Demone, con una antena de dibujos animados sobre sus ojos. Se la quitó y me saludó.

    –Buenos días, capitán.

    Un hombrecito cortés y silencioso, ese Abdul. Era espástico y nunca quitaba su pie malo del taburete cuando me hablaba.

    –¿Podrá arreglarlo? –le pregunté.

    –El piloto automático funcionará dentro de un par de horas.

    –Más nos vale que así sea. Llegamos esta tarde a la costa.

    Otra vez mis nervios se desbordaban. Un hombre siente más la tensión en un barco que en las ciudades. En las ciudades todo está dispuesto de tal modo que uno puede pasar la vida entera sin pensar; lo cual es una buena medida, pues un hombre enfermo difícilmente acepta la perturbación de una responsabilidad. A bordo, muchas veces he deseado desconectar el capitán automático y dejar que la nave se estrelle contra las rocas, que se destruya, que lo destruya todo.

    Sobre cubierta soplaba una brisa fría. Miré por encima de los muchos metros de cubierta limpia, aunque desordenada; parecía casi desierta y desnuda bajo el sol tropical. Di Skumpsby luchaba contra algo en la borda.

    Tuve un sobresalto. No tenía a nadie contra quien luchar. Aparte del doctor, mi tripulación se limitaba a tres personas: Di, Alan y Abdul. Y sabía dónde estaban los otros. Una vez más volvió a cruzar por mi mente la idea de la Figura. Me pregunté si no se trataría de otra de mis alucinaciones. Pero dominé mis emociones y me acerqué a él para ayudarlo.

    Di no luchaba. Trataba de alzar a la otra persona por encima de la borda. Al acercarme, vi el rostro del extraño. Era negro y flojo, y su boca se abría en una mueca horrible.

    –Écheme una mano, capitán. Este tipo está muerto –dijo Di, y en efecto, pude comprobarlo también yo sin que quedara lugar a dudas. Iba bien vestido, aunque estaba empapado de agua de mar, y el olor era fuerte. Los pantalones blancos de seda se pegaban a su carne. Mi muerto había llegado; puntual a la contraseña del destino, había logrado que nuestros rumbos se entrecruzaran.

    –Vino por el agua –dijo Di–. Erguido, aunque balanceándose. ¡Parecía como si caminase sobre las olas! Me asustó bastante, se lo aseguro...

    En la espalda del hombre había una de esas nuevas unidades antigravitatorias; un aparato molesto, casi del tamaño de un refrigerador. Como ninguno de nosotros sabía cómo desconectarla, nos dio un buen trabajo izar al hombre sobre la borda. Al fin lo conseguimos. Algo –quizás una gaviota– le había comido un ojo. Me enfrenté con su aullido mudo y helado, y estuve a punto de responderle con un grito.

    –Pongámoslo en el compartimento de limpieza número dos –dije.

    Hasta que lo desconectamos, el cadáver siguió flotando. Por el momento parecía mero azar el que hubiera venido a chocar contra un costado del Estrella de Trieste, pero no fue entonces cuando se puso en marcha la cadena de muerte que sobrevino a su detestable presencia.

    El compartimento alojaba a uno de los limpiadores de cubierta que se activaba todas las mañanas, al alba. La máquina estaba allí, brillante y anodina, cuando encerramos a nuestro recién llegado pasajero. No bien aseguramos la puerta, Di se volvió corriendo a la borda y vomitó en el mar. Volví a mi camarote y me acosté. El cerebro me latía como si fuera un corazón.

    Hay cosas racionales que pueden aceptarse, y cosas racionales

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