El corazón de la cortesana
Por Lorraine Murray
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Le entregó su amor al único hombre que supo verla como mujer.
Verónica Allegri, famosa cortesana veneciana, viaja a Edimburgo con una misión: distraer al delegado de Londres para que no interfiera en los planes de restaurar a la casa Estuardo en el trono de Inglaterra.
Mortimer Sinclair es su anfitrión y vela por su seguridad, a petición del conde de Mar. Aunque al principio no le hace mucha gracia, su perspectiva cambia cuando la ve por primera vez.
Verónica conoce a los hombres muy bien y sabe lo que todos buscan en ella. Pero al tratar a Mortimer comprende que está equivocada. Mortimer no puede evitar que ella se adentre en su vida pese a lo que es. Y no vacilará en hacerle ver que ante todo es una mujer a la que está dispuesto a conquistar.
Verónica Allegri era la cortesana más solicitada por todos los hombres, pero ninguno de ellos se preocupó por conocer a la mujer que escondía. Solo aquel introvertido y educado escocés lo consiguió, ajeno a lo que arriesgaba.
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El corazón de la cortesana - Lorraine Murray
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Enrique García Díaz
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
El corazón de la cortesana, n.º 342 - octubre 2022
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1141-353-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
Prólogo
Venecia, 1718
—El cardenal Giulio Alberoni ha venido a verte, Verónica.
El inesperado anuncio provocó que esta detuviera su mano, dejándola suspendida en el aire. Entre sus dedos brillaba un pendiente de oro con un rubí engarzado. Permanecía sentada en el escaño frente a su tocador contemplando el reflejo de su rostro en el espejo. Con parsimonia, terminó de arreglarse sin importarle que una personalidad como el cardenal estuviera en su casa, esperando a ser recibido.
—¿El ministro del rey de España?
—Así es.
—¿Te ha comentado qué es lo quiere?
—No. ¿Quieres que te ayude a terminar de arreglarte?
—No, tranquila, Beatrice. No creo que el cardenal esté interesado en mis atenciones. Ve y dile que en seguida estoy con él. Y no hace falta que me trates con tanto respeto. Somos amigas desde hace mucho tiempo, ¿lo has olvidado? —le recordó con una sonrisa llena de complicidad antes de regresar su atención hacia esta. Una hermosa joven de cabellos y ojos color de la miel, con un pasado agitado como el de ella, y que llevaba tiempo a su lado.
—Como gustes. —Beatrice hizo una reverencia esgrimiendo una sonrisa idéntica a la de su amiga y salió de la habitación.
Verónica se levantó del asiento y se alisó el vestido que en ese momento llevaba puesto. No se cambiaría por nada del mundo para impresionar al cardenal Alberoni. Ni tampoco se recogería el cabello que caía en ondas libres por su espalda y hombros otorgándole una imagen atrevida, salvaje e incluso lasciva. Ni siquiera se preocupó de colocarse los pechos para que sobresalieran más aún por el escote. Sonrió con ironía pensando en cuánto les gustaba a los hombres que sus atributos asomaran como si estuvieran reclamando sus atenciones. Esa piel blanquecina que parecía invitarlos a rozarla o a besarla de manera tibia y delicada.
Caminó hacia las escaleras y descendió hasta la planta baja. La casa era una construcción de hacía varios siglos, muy bien conservada y bien situada en uno de los barrios más tranquilos. Por eso lo había elegido. Por su discreción y su humildad pese a quién era ella. Escuchaba las voces de Beatrice y del cardenal a medida que se acercaba al salón. No podía evitar preguntarse qué querría este.
Giulio Alberoni miraba en todas direcciones tomando nota de la decoración del salón. Jarrones, lámparas de cristales, una mesita estilo francés con las patas de un león talladas en bronce y la repisa de mármol. Y sobre esta una vitrina pequeña que contenía una figurita ecuestre de porcelana. Había dos tapices de considerables dimensiones colgados de algunas de las paredes de la estancia. El techo estaba pintado con un fresco y la lámpara que pendía de este era de bronce y estaba formada por seis brazos de los que colgaba una piedra de cristal. No podía decirse que aquella mujer viviera mal, se dijo frunciendo los labios y asintiendo para sí mismo.
Todo allí era lujo y esplendor, como cualquiera podía observar. No había duda alguna de la riqueza atesorada por la signora, pensó apoyando las manos en la empuñadura de su bastón de paseo. Escuchó el sonido de pasos sobre el suelo de mármol, tan brillante que uno podría resbalar, y se puso de pie en cuanto ella hizo acto de presencia. Entendía por qué los hombres acudían a su casa a visitarla, a solicitar sus servicios, a pedirle consejo en ciertas materias, a… Su mente se bloqueó cuando ella se detuvo a escasos pasos de él, se inclinó con respeto y sonrió de manera taimada.
—Cardenal Alberoni, ¿cómo usted por aquí? ¿No teme a las malas lenguas? —Verónica empleó un tono jocoso contemplando al ministro de Felipe de España. Le indicó con la mano que tomara asiento y luego hizo un gesto a Beatrice para que los dejara a solas—. ¿No quiere tomar nada? —preguntó en relación a que no veía ninguna copa sobre la mesa baja justo delante de él.
—No, gracias. Es temprano para mí, y, además, tengo algo de prisa.
—En ese caso, soy toda oídos.
El cardenal apretó los labios y asintió. Cruzó sus manos. Verónica se acomodó en su diván dispuesta a escucharlo. Estaba intrigada por su presencia allí. Lo estudió con atención, cada uno de sus gestos y miradas. Vestido de color rojo de los pies a la cabeza, excepto por el cuello de su camisa de un blanco inmaculado. Estaba algo mayor, así lo insinuaba el color grisáceo de su cabello, rizado hasta los hombros. Pero su mirada era la de alguien en quien una no podía fiarse.
—Como usted sabe, la situación política en el continente, así como en las islas británicas, no es la más deseada.
—Para su rey —matizó Verónica consciente de que España estaba perdiendo su hegemonía en Europa en detrimento de una nueva alianza entre Inglaterra, Francia y los Países Bajos.
—Cierto, no corren buenos tiempos para la corona española.
—Lo sé. No hace falta que me ponga sobre aviso. Sé cuál es el papel de España ahora mismo en el viejo continente. Y sé que Francia se ha aliado con Inglaterra después del fiasco escocés en las islas.
—Sabía que me dirigía a la persona más indicada. Conoce lo que ha sucedido con Jacobo Estuardo.
—Que se ha visto obligado a dejar la corte francesa para recalar aquí, en Italia, por mandato del rey Jorge. Cardenal, nadie es ajeno a lo que ha sucedido. El nuevo rey francés, Luis XVI, no quiere enemistarse con Inglaterra, y por eso mismo ha pedido a Jacobo Estuardo que abandone su corte y de paso el país.
—Correcto. Jacobo está en Roma, como imagino que también sabrá.
—¿Qué pretende? ¿Intentar recuperar su trono? Francia no está dispuesta a ayudarlo —comentó ella con un tono de sorpresa.
—Cierto. Pero España sí.
Verónica levantó la mirada con cierto recelo. ¿Qué tramaba el cardenal? ¿A eso se debía su visita?
—Vaya. Presiento una nueva guerra. Si España ayuda a Jacobo a recuperar el trono, no solo Inglaterra, sino Francia y los Países Bajos estarán en frente.
—Sí, eso me temo.
—¿Y aun así su rey pretende…? —Verónica se quedó sin palabras porque no lograba asimilar lo que estaba escuchando—. ¿Y si fracasa?
—No lo hará.
La respuesta tan tajante del cardenal provocó una sonrisa cínica en la mujer.
—Es usted algo pretencioso. Sabrá que los escoceses ya fracasaron hace unos años en su intento por restaurar a Jacobo en el trono.
—Por ese motivo, para no fracasar he venido a verla, signora.
—¿A mí? —El gesto de sorpresa no pareció sorprender al cardenal que no se inmutó. No cambió el semblante. Ni hizo una sola mueca.
—Usted es una entendida en materia política y social. Los hombres le cuentan sus más íntimos secretos, sus anhelos… Se relaciona con la clase social alta. Oficiales del ejército, aristócratas, ministros… ¿Quiere que siga?
—Soy consciente que mi vida privada es casi de dominio público.
—Puede llegar donde un hombre no lo haría. Está versada en todas las artes, tan pronto habla de música como de poesía o de moda para mujeres.
—Las mujeres como yo tenemos que estar abiertas a toda clase de conocimiento. No obstante, ninguna esposa o dama en pretensiones de casarse charlaría conmigo de moda. Puedo asegurarlo. —Arqueó su ceja con suspicacia y sonrió con cinismo.
—Sé que frecuenta las bibliotecas, el teatro, la ópera…
—Voy donde me reclaman, cardenal. Usted mismo acaba de enumerar a las clases de hombres con las que me relaciono.
—Por eso mismo he venido a verla. Quiero que llame la atención de las más altas personalidades inglesas en la capital escocesa. Que sea usted una distracción para ellos.
Verónica permaneció callada asimilando aquellas últimas palabras. Entrecerró los ojos sin apartar la mirada del cardenal, como si esperara que se aclarara. Pero al ver que este no decía nada, fue ella la que se lo preguntó:
—¿Por qué? ¿Con qué fin?
—Porque acabo de decíroslo. Nadie sospechará de alguien como usted, signora.
—¿Qué pretende, cardenal? ¿Qué sea su confidente? ¿Su espía en la sociedad escocesa? —Verónica experimentó un leve pálpito al pensar en esta posibilidad. Nunca había viajado a Escocia, pero había sentido curiosidad por ir, por comprobar in situ lo que contaban de aquella tierra. De sus parajes, de sus gentes, de los clanes escoceses y sus hombres.
—Exacto. He pensado en usted para este trabajo.
—Es peligroso.
—Pero usted sabe moverse como pez en el agua en esos ambientes de la alta sociedad. Puede enterarse de cosas que nos pueden venir de maravilla para que la misión de invadir Inglaterra y sentar a Jacobo Estuardo en el trono salga adelante. ¿Qué le inquieta? Solo tiene que ser usted misma y averiguar si los ingleses sospechan de lo que se fraguará en la sombra. O mejor, estoy seguro de que en cuanto aparezca la primera noche en una reunión, todos los hombres se preguntarán quién es. Y captará la atención de todos ellos.
—Aun así, estaría en constante peligro.
—No se preocupe. En todo momento estará usted vigilada para que nada malo le suceda.
—Vaya, de modo que piensa ponerme un guardián —exclamó sorprendida—. ¿Y pretende que esté cerca de mí en todo momento? —La picardía y la sensualidad brillaron en sus ojos ante esa perspectiva.
—Confío en que usted sepa defenderse en esas situaciones, y que tendrá recursos suficientes para hacerlo.
—Claro.
—Esa persona será su sombra allá donde vaya. Será su anfitrión, mejor que llamarlo… su protector —dijo con toda intención el cardenal sabiendo el posible significado que podía dar esa palabra.
—Entiendo.
—No debe preocuparse por nada. El conde de Mar está al tanto de su llegada a Edimburgo. Así de cuál es su cometido.
—Supongo que una parte de la sociedad escocesa y de sus clanes sigue apoyando el regreso al trono de los Estuardo.
—Sin duda alguna.
Verónica entrecerró sus ojos como si estuviera pensando en todo ello. La verdad era que aquella proposición del cardenal le atraía en modo alguno. Tendría sus riesgos, pero…
—Nunca he estado en Escocia, la verdad. Pero es un país que me atrae, al igual que los escoceses.
—Eso significa que aceptará —dedujo el cardenal, con un toque velado de que lo daba por hecho.
—¿No hay nadie más dispuesto a hacer el trabajo? —Ella empleó un tono jocoso contemplándolo con una ceja elevada.
—Acabo de explicarle las razones por las que considero que es usted la más indicada.
—No me gustan las intrigas políticas, cardenal.
—Entonces, piense en ello como un cambio de aires que desea hacer yendo a Escocia. Marcharse de Italia por una temporada.
—Tengo compromisos que atender.
—Ya no. Han quedado cancelados —le refirió con un tono y un gesto serios, que no dejaba lugar a cualquier duda o especulación al respecto.
Verónica se enderezó en el asiento contemplando al cardenal con inquietud.
—¿Qué significa eso?
—Que me he encargado de hacer llegar la información de que se marcha de Venecia por una temporada. Más en concreto a comienzos de nuevo año, para el que faltan escasos días.
—¿Por qué lo ha hecho? ¿Quién le ha dado permiso para planificar mi vida hasta ese punto? —Verónica se levantó del diván como si acabaran de clavarle una aguja. Permaneció de pie retando al cardenal con su mirada. Sabía que él era un hombre con influencias y poder en la sociedad italiana, pero ella también conocía gente que podría ponerse de su parte.
—La necesito para este trabajo. Y sabe que una palabra mía es suficiente para que deje de ser la persona influyente que es en Venecia.
La mujer cerró las manos en puños haciendo que sus uñas se clavaran en las palmas, y los pegó a los costados de su vestido. Una oleada de furia crepitaba en su pecho y, de ser otro personaje, ahora mismo pediría a sus criados que lo echaran a la calle a patadas, como a cualquier otro. Pero de nuevo pensó en el poder de aquel hombre y levantó el mentón en claro desafío pese a todo. Sonrió con cinismo para hacerle ver que, pese a todo, ellas querían ganar aquella mano.
—Es usted muy persuasivo, cardenal.
—Me alegra que nos entendamos. No hay ningún peligro, créame. Tanto su dama de compañía como usted estarán protegidas desde su llegada a su nueva residencia a las afueras de Edimburgo. El servicio también es de confianza. Toda la gente cercana a ustedes son leales seguidores de los Estuardo. No tiene de qué preocuparse. Tan solo de averiguar si los ingleses sospechan de nuestros planes. O en otro caso, distraerlos con su presencia para que no miren hacia lo que sucede lejos de Escocia.
—Más le vale que así sea, cardenal, y que no corramos peligro. Yo también soy muy persuasiva cuando me lo propongo. —La frialdad no solo se reflejaba en su tono y sus palabras, sino también en sus ojos ambarinos.
—No me cabe duda, signora. Conozco a la gente con la que se rodea. Estaremos en contacto. —El cardenal hizo una reverencia ante ella y caminó hacia la salida de la casa. Pero se volvió en el último momento—: Acuérdese de estar en la capital de Escocia a comienzos del nuevo año. El propio conde de Mar la estará esperando.
Verónica Allegri no se dignó en acompañarlo a la salida, ni tampoco pidió a uno de sus sirvientes que lo hiciera. Prefirió dejarlo solo para que quedara constancia de que, en su casa, ella decidía quién contaba con respeto y honores y quién no. No le había hecho gracia alguna su presencia. Estaba ofuscada, enrabietada como una gata acorralada. La sangre bullía en sus venas como si estas fueran a estallarle de un momento a otro.
—Verónica, ¿qué te pasa?
La voz de Beatrice la hizo volverse hacia esta al momento. Quiso recomponer su gesto para no alertarla, pero le fue algo imposible. Resopló sacudiendo la cabeza sin querer creer lo que le habían propuesto; o, mejor dicho, lo que le habían impuesto a cambio de echar por tierra su reputación.
—Tenemos que marcharnos de Venecia.
—Bien, ¿cuándo sería? Es para dar orden a los criados de que preparen todo.
Verónica sonrió con dulzura. Beatrice nunca le preguntaba por su vida privada, por sus decisiones, por sus cambios de humor. Solo se limitaba a atenderla en todo lo que precisaba. Por eso la apreciaba tanto. Por eso, y porque sabía lo que había hecho por ella.
—No te preocupes. No será de manera inmediata. Pero debemos estar allí a comienzos del nuevo año.
—¿Tiene que ver con la visita del cardenal?
Verónica la observó entornar su mirada hacia ella con respeto.
—Sí… Quiere que me mueva por la sociedad escocesa para averiguar… Déjalo, es demasiado tedioso como para hablarlo. Tendremos que pasar una temporada en la capital. Solo eso. Tendremos una casa, servicio, gente que nos ayudará a instalarnos… —Verónica trataba de mostrarse entusiasmada ante esa nueva perspectiva.
—Supongo que llevarás tus mejores vestidos, así como los complementos.
—Sí, así será. Pero ya nos pondremos manos a la obra llegado el momento. Por ahora, dejemos aparcado el asunto escocés, ¿quieres? Te pondré al día durante el viaje, querida.
—No hace falta. Sabes que no me inmiscuyo en tus asuntos.
—Lo sé. Pero tengo plena confianza en ti.
—Lo agradezco, mi señora.
—Y deja de tratarme con tanto respeto cuando estemos a solas. Hay confianza suficiente entre ambas para tutearnos, mujer.
—Lo sé, pero en ocasiones lo olvido y prefiero tratarte como tal.
—Pues no es necesario, querida. Será mejor que vayamos a ver qué ropa nos llevaremos.
Trataba de no asustarla, pero en su interior temía que algo malo pudiera sucederle. No se lo perdonaría en la vida. Por otra parte, ¿quién sería el hombre que debía protegerla? Más le valía estar cerca de Beatrice que de ella. Aunque ambas tenían recursos y sabían cómo moverse en la sociedad, ella prefería ir por libre a tener a alguien pegado a ella como una sombra. Se lo diría nada más conocerlo.
—Suena interesante.
—Sí, la verdad es que así es. Apasionante. —Se quedó contemplando el vacío con su mirada sin querer pensar en nada más por el momento.
Capítulo 1
Edimburgo, comienzos de 1719
Mortimer Sinclair acudió a la llamada de Henry en cuanto este leyó la misiva que acababan de entregarle en su residencia en la capital de Escocia. Todos se habían trasladado desde su casa en Melrose cuando comenzó el otoño.
—¿Qué sucede? Por el gesto de tu rostro deduzco que nada bueno —comentó al entrar en su despacho y verlo de pie tras la mesa leyendo el contenido de un documento con gesto no exento de preocupación.
Este sacudió la cabeza y arrojó furioso el papel sobre la mesa. Apoyó las palmas de sus manos sobre esta y miró a Mortimer.
—Nada bueno, me temo.
—¿Qué contiene el papel?
—Si quieres, puedes cogerlo y leerlo —le invitó a hacerlo señalándolo con un dedo.
Mortimer no vaciló en hacerlo. Lo desdobló, comenzó a leerlo y la expresión de su rostro se fue transformando en un gesto de incredulidad. Levantó la mirada del papel y la fijó en Henry. Este permanecía de pie con los brazos cruzados y una mano bajo su mentón en clara señal de preocupación.
—Eso me temo. A juzgar por el contenido de la misiva.
—España parece dispuesta a apoyar una reclamación al trono por parte de Jacobo Estuardo.
—Tiene que ver con el hecho de que Inglaterra se haya aliado con Francia, Austria y los Países Bajos contra España. Y ahora su rey, Felipe, pretende desquitarse ayudando a la casa Estuardo a reclamar el trono.
—¿Una nueva rebelión con el apoyo de España? El conde de Mar nos ha invitado a asistir esta noche a una velada para aclarar cuál es la situación.
—¿Una velada?
La voz de Edith reclamó la atención de los dos hombres, quienes fijaron sus respectivas miradas al unísono en ella.
—Sí, eso es, querida. John nos ha invitado a asistir a una reunión en su casa esta noche.
—¿John Erskine? —preguntó Edith sorprendida—. Lleva años sin aparecer en la escena política y social.
—Desde el fin de la rebelión anterior, para ser más exactos —matizó su esposo.
—¿Y qué quiere?
Henry apretó los labios y miró a Mortimer con preocupación. Aquel gesto no pasó desapercibido para Edith, quien se apresuró a avanzar hasta este y lo miró con cierta curiosidad; elevando una ceja y sonriendo con astucia.
—¿Por qué quieres saberlo, Edith?
—Porque me interesa todo lo que trame nuestro querido John Erskine. No olvido que es el defensor más acérrimo de la familia real.
—Está bien, de todas formas, acabarás enterándote de una u otra forma. No he olvidado lo perspicaz que puedes llegar a ser —murmuró algo molesto porque ella hubiera aparecido justo en ese instante. No quería que volviera a inmiscuirse en las tramas políticas de Erskine y los Estuardo. Pero no pudo evitar rendirse al encanto persuasivo de ella. Y como le había dicho, tarde o temprano se acabaría enterando—. España está dispuesta a apoyar a Jacobo en su reclamación al trono.
—Pero… ¿España? ¿Por qué le interesa? Y… eso podría conllevar a otra rebelión en el país. —Edith entornó su mirada con recelo.
—Confiemos en que no tengamos que llegar a esa situación, la verdad. Sería nefasto para la nación. Pero nos estamos precipitando en nuestras conclusiones.
—Pero si apenas han pasado tres años desde la derrota de los seguidores del rey en Sheriffmuir… Y en concreto Mar estuvo allí para enfrentarse a Argyll.
El comentario, o más bien el tono de incredulidad de Edith, reflejaban el sentimiento de los dos hombres en la habitación.
—Esperemos que todo se quede en una cortina de humo. Y ahora, sería mejor que fuéramos a ver a la pequeña Catriona —le pidió conduciéndola lejos de allí con una mano en la espalda y dejando a Mortimer a solas.
—La niña está jugando con mi padre.
—En ese caso, no le comentemos nada a este y dejémoslo con la pequeña.
—¿Qué sucederá si el rey en el exilio acepta el apoyo de España para reclamar el trono de las islas?
La preocupación en el tono de la pregunta era palpable, pero Henry se apresuró a despejar cualquier duda de una nueva rebelión en el país.
—No estoy seguro de que se lleve a cabo a la vista de cómo terminó la pasada. Con el rey llegando tarde a su cita con la historia.
—Sí, no lo olvido. Llegó cuando la rebelión en su nombre había sido sofocada por las tropas británicas y holandesas —resumió Edith furiosa por la decepción que había sufrido.
—Por eso mismo lo digo. De manera que acudiremos a la invitación de John sin temer lo que pueda suceder. ¿Quieres que practiquemos un poco? Hace tiempo que no te he visto coger el florete. —Deslizó la mano debajo del mentón de ella y la obligó a contemplarlo. La mirada de Edith refulgía y él no podía saber si era rabia por la noticia conocida o emoción porque él le hubiera mencionado lo del florete—. Y me debes alguna que otra lección acerca de tus golpes maestros y secretos.
Edith estalló en carcajadas.
—Veo que no se te ha olvidado.
—No. Estos dos años largos te has centrado en nuestra pequeña Catriona, y es lógico que no hayas querido seguir practicando, pero creo que deberías retomarlo.
Ella sonrió levantando la mirada hacia lo alto.
—De acuerdo. Pero luego no digas que siempre consigo derrotarte. Quedas advertido. —Le golpeó con un dedo en el hombro a modo de aviso que él pasó por alto.
—Creo que no aprenderá por muchas veces que lo derrotes. No olvides que es el jefe del clan Sinclair —dijo con cierto retintín Mortimer mirando a la feliz pareja—. Os dejo que practiquéis. Ya nos veremos.
Henry Sinclair sonrió ante ese comentario de su amigo. Lo que buscaba era distraer a Edith de la noticia de una posible rebelión en Escocia con la ayuda de España. No quería que sacara sus propias conclusiones antes de tiempo. Ni tampoco le importaba que lo derrotara cada vez que practicaban con el florete.
Verónica y Beatrice llegaron a la costa de Escocia en uno de los muchos navíos que zarpaban desde Francia. Al estar en paz con Inglaterra de nuevo, las autoridades inglesas no prestaban demasiada atención a los barcos galos, ni a quienes viajaban en estos. Por ese motivo, el cardenal Alberoni lo había dispuesto de ese modo. Viajar a Le Havre para zarpar a las islas cruzando el paso de Calais. Además, dos mujeres italianas no despertarían ninguna sospecha estando de visita.
Para hacerlo más creíble, serían invitadas del propio conde de Mar. Este, a su vez, había pensado en asignarle un hombre para que velara por ellas dos: Mortimer Sinclair, la mano derecha del jefe del clan, Henry. Era su mejor baza puesto que este había contraído matrimonio con Edith Moncreiffe, la maestra de armas, como se la conocía en todo Edimburgo, apartándose de toda actividad política. Estaba más pendiente de su nueva familia que de los acontecimientos políticos en la capital. Y Mortimer, por otra parte, estaba soltero y sin compromiso. Esto favorecía los planes del conde ya que este debería pasar mucho tiempo junto a las dos damas italianas.
John Erskine había concebido la idea de introducir a la signora Verónica en la sociedad escocesa y a su acompañante aludiendo a una vieja amistad con ambas desde hacía tiempo. Este era consciente de que ambas mujeres no pasarían desapercibidas para la gente, según palabras del propio Alberoni. Pero eso era lo que todos los interesados pretendían: que se convirtieran en