3 Libros para Conocer Ficción Detectivesca
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Wilkie Collins
Wilkie Collins (January 8, 1824-September 23, 1889) was the author of thirty novels, more than sixty short stories, fourteen plays (including an adaptation of The Moonstone), and more than one hundred nonfiction pieces. His best-known works are The Woman in White, The Moonstone, Armadale, and No Name.
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3 Libros para Conocer Ficción Detectivesca - Wilkie Collins
Introducción
Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Ficción Detectivesca.
Los cuatro hombres justos por Edgar Wallace.
El sabueso de los Baskerville Arthur Conan Doyle.
La Piedra Lunar por Wilkie Collins.
Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.
Los Autores
Richard Horatio Edgar Wallace (Greenwich, Inglaterra, Reino Unido, 1 de abril de 1875 – Beverly Hills, Estados Unidos, 10 de febrero de 1932) fue un novelista, dramaturgo y periodista británico, padre del moderno estilo thriller y aclamado mundialmente como maestro de la narración de misterio. Además es el autor del guion original de la película King-Kong.
Arthur Ignatius Conan Doyle (Edimburgo, 22 de mayo de 1859-Crowborough, 7 de julio de 1930) fue un escritor y médico británico, creador del célebre detective de ficción Sherlock Holmes. Fue un autor prolífico cuya obra incluye relatos de ciencia ficción, novela histórica, teatro y poesía.
William Wilkie Collins (Londres, 8 de enero de 1824 - ib., 23 de septiembre de 1889) fue un novelista, dramaturgo y autor de relatos cortos inglés. Es considerado uno de los creadores del género de la novela policíaca, a través de una narrativa caracterizada por la atmósfera de misterio y fantasía, el suspense melodramático y el relato minucioso.
Los cuatro hombres justos
Edgar Wallace
Prologo
El oficio de Terrí
Si, partiendo de la Plaza de Mina, bajáis la estrecha calle donde, de diez a cuatro, pende indolentemente la gran bandera del consulado de los Estados Unidos; cruzáis la plaza donde se alza el Hotel de Francia, rodeáis la iglesia de Nuestra Señora y proseguís a lo largo de la pulcra y estrecha vía pública que es la arteria principal de Cádiz, llegaréis al Café de las Naciones.
A las cinco suele haber pocos clientes en el amplio local sostenido por columnas, y generalmente las redondas mesitas que obstruyen la acera frente a sus puertas permanecen desocupadas.
El verano pasado (en el año del hambre) cuatro hombres sentados en torno a una de las mesas hablaban de negocios.
León González era uno, Poiccart otro, George Manfred era un notable tercero, y Terrí, o Saimont, era el cuarto.
De este cuarteto, únicamente Terrí no requiere ser presentado al estudioso de historia contemporánea. Su historial se encuentra archivado en el Departamento de Asuntos Públicos. Allí está registrado como Terrí, alias Saimont.
Podéis, si sois inquisitivos y obtenéis el permiso necesario, examinar fotografías que lo presentan en dieciocho posturas: con los brazos cruzados sobre el ancho pecho, de frente, con barba de tres días, de perfil, con…, pero ¿para qué enumerarlas todas?
Hay también fotografías de sus orejas (de fealdad repelente, parecidas a las de los murciélagos) y una larga y bien documentada historia de su vida.
El señor Paolo Mantegazza, director del Museo Nacional de Antropología de Florencia, ha hecho a Terrí el honor de incluirlo en su admirable obra (véase el capítulo sobre «Valor intelectual de un rostro»); de aquí que considere que, para todos los estudiantes de criminología y fisiognomía, Terrí no necesita presentación.
Estaba sentado a la mesa, visiblemente incómodo, pellizcándose las carnosas mejillas, alisándose las pobladas cejas, toqueteando la blanca cicatriz de su barbilla sin afeitar, realizando todos esos gestos que los de las clases más modestas hacen cuando de improviso se encuentran en términos de igualdad con personas de mayor rango social.
Pues aunque González, de ojos azul claro y manos siempre inquietas, y Poiccart, saturnino y suspicaz, y George Manfred, con su barba salpicada de gris y su monóculo, eran menos famosos en el mundo criminal, cada uno era un gran personaje, como pronto veréis.
Manfred dejo sobre la mesa el Heraldo de Madrid, se quitó el monóculo, lo frotó con un inmaculado pañuelo y se echó a reír quedamente.
—Esos rusos son divertidos —comentó.
Poiccart frunció el entrecejo y cogió el periódico.
—¿Quién ha sido… esta vez?
—El gobernador de una de las provincias del sur.
—¿Asesinado?
El bigote de Manfred se encrespó en un desdeñoso gesto de mofa.
—¡Bah! ¡Cuándo se ha visto eso de asesinar a un individuo con una bomba! Sí, sí; ya sé que se ha hecho antes…, pero es tan chabacano, tan primitivo… Es como minar la muralla de una ciudad para que se derrumbe y mate —entre otros— a tu enemigo.
Poiccart estaba leyendo la noticia dada por el corresponsal del periódico atentamente, sin prisa alguna, de acuerdo con su carácter.
—«El príncipe resultó gravemente herido y el presunto asesino perdió un brazo» —leyó, y frunció los labios con desaprobación. Las manos de González, nunca en reposo, se abrían y cerraban nerviosamente, lo que en él era síntoma de perturbación.
—Nuestro amigo —Manfred indicó a González con la cabeza, sonriendo—, nuestro amigo tiene una conciencia y…
—Sólo una vez —interrumpió León prontamente—, y no por deseo mío, recuérdalo, Manfred; recuérdalo, Poiccart —no se dirigió a Terrí—. ¿Os acordáis de que me opuse a tal medida? —Parecía ansioso por librarse de toda posible acusación—. Fue un asunto deplorable, yo estaba en Madrid, y acudieron a mí unos obreros de una fábrica de Barcelona. Me contaron lo que pensaban hacer, y me quedé horrorizado por su ignorancia de las leyes más elementales de la química. Hice la lista de los ingredientes y sus proporciones, y les supliqué…, ¡oh, sí!, les supliqué casi de rodillas, que empleasen otro método. «Amigos míos», les dije, «estáis jugando con algo que incluso los químicos temen manejar. Si el dueño de la fábrica es un canalla, bien está que lo exterminéis; pegadle un tiro, aguardadlo después de que haya comido y se encuentre amodorrado y torpe, y presentad una petición con la mano derecha y… con la mano izquierda… haced así».
León apretó el puño y lo proyectó contra un adversario imaginario.
—Pero no estaban en condiciones de escucharme.
Manfred agitó la copa de cremoso líquido que descansaba junto a su codo y asintió con la cabeza. Sus grises pupilas reflejaban una chispa de humor.
—Recuerdo… Varias personas murieron, y el principal testigo en el proceso contra el experto en explosivos fue el hombre contra quien iba dirigida la bomba.
Terrí se aclaró la garganta como si fuese a hablar, y los otros tres lo miraron con curiosidad. Había cierto resentimiento en su voz.
—No pretendo ser un hombre tan brillante como ustedes, señores. La mitad de las veces no sé de qué están hablando… Ustedes hablan de gobiernos, de reyes, de constituciones y de procesos. Si un tipo me hace a mí alguna injuria, yo le machaco los sesos —vaciló—. No sé cómo expresarlo…, pero quiero decir… Bueno, ustedes matan a gente a quien no odian, a individuos que no les han hecho daño alguno. Ahora bien, no es ése mi sistema…
Volvió a vacilar como intentando coordinar sus ideas; miró atentamente el centro de la calzada, sacudió la cabeza y volvió a sumirse en el silencio.
Los otros tenían la mirada fija en él.
Finalmente se miraron unos a otros y sonrieron. Manfred sacó una abultada pitillera del bolsillo, extrajo un cigarrillo mal liado, lo desenrolló y volvió a liarlo con destreza, y rascó una cerilla contra la suela de su bota.
—Tu-sis-te-ma-mi-que-ri-do-Te-rrí —dijo emitiendo el humo al compás de las sílabas—, es un sistema de necios. Matas por beneficiarte materialmente. Nosotros matamos en pro de la justicia, lo que nos eleva por encima de la masa de matones profesionales. Cuando vemos a un hombre injusto oprimiendo a sus semejantes; cuando presenciamos una ofensa contra Dios o contra los hombres, y sabemos que por las leyes dictadas por los mismos hombres, el autor de ésa ofensa puede escapar a su castigo…, nosotros castigamos.
—Escucha —intervino el taciturno Poiccart—. Hubo una vez por allí arriba —ondeó la mano señalando con infalible instinto hacia el norte— una chica preciosa y un sacerdote (un sacerdote, fijaos). Él, abusando del ascendiente moral que su ministerio le confería, la sedujo… Los padres de la joven hicieron un poco la vista gorda porque el mal ya estaba hecho… pero la muchacha sentía tanto asco de sí misma y tanta vergüenza, que no se atrevía a volver a su hogar, así que él la hizo caer en el lazo y la retuvo en una casa. Cuando el fruto de su unión salió a la luz, la arrojó a la calle, y yo me encontré con ella. La joven no significaba nada para mí, pero me dije: «He aquí una injusticia que la ley no es capaz de enmendar adecuadamente». Así que una noche fui a casa del sacerdote con el sombrero echado sobre los ojos y le dije que quería que asistiese a un viajero moribundo. Él no hubiera venido a aquellas horas, pero añadí que el moribundo era persona rica y de alta prosapia. Montó en el caballo que yo llevaba, y cabalgamos hasta una casita de la montaña… Ya dentro, eché la llave a la puerta y él se volvió en redondo… ¡Estaba atrapado, y lo comprendió! «¿Qué va usted a hacer?», preguntó con voz jadeante. «Voy a matarlo, padre», dije, y él me creyó. Le conté la historia de la muchacha… Chilló cuando me moví hacia él, pero podía haberse ahorrado el aliento. «Permítame ver a un sacerdote», suplicó; y le tendí… un espejo.
Poiccart se detuvo para tomar un sorbo de su café.
—Lo encontraron en la carretera al día siguiente sin ninguna señal que indicase cómo había muerto —concluyó sencillamente.
—¿Y cómo fue? —inquirió Terrí inclinándose anhelosamente hacia adelante, mas Poiccart no respondió, limitándose a sonreír torvamente.
Terrí enarcó las cejas y con suspicacia miró uno a uno a sus contertulios.
—Si ustedes saben matar del modo que aseguran, ¿por qué han recurrido a mí? Yo era feliz en Jerez, trabajando en las bodegas… Allí hay una chica…, Juana Samárez… —Se enjugó la frente y volvió a mirarlos de uno en uno—. Cuando recibí su recado, pensé que me gustaría matarlos (quienesquiera fuesen ustedes). Comprendan que soy feliz… y está por medio la chica… y he olvidado la vieja vida…
—Oye —le atajó imperiosamente Manfred—, no es a ti a quien corresponde pedir explicaciones. Sabemos quién eres y lo que eres; sabemos más cosas de ti que la misma policía, y podríamos enviarte al garrote.
Poiccart asintió con un leve movimiento de cabeza. González miró a Terrí con curiosidad, como estudioso de la naturaleza humana que era.
—Necesitamos un cuarto hombre —continuó Manfred— para algo que deseamos hacer. Hubiéramos preferido contar con alguien animado por el puro deseo de justicia. A falta de eso, hemos de contentarnos con un criminal, un asesino si prefieres.
Terrí hizo un gesto como para decir algo, mas fue incapaz de hablar.
—Alguien a quien con una palabra podamos enviar a la muerte si nos falla. No correrás ningún riesgo. Obtendrás una generosa recompensa. Es posible que no te pidamos que mates. Escucha —prosiguió Manfred al ver que Terrí había abierto la boca para hablar—. ¿Conoces Inglaterra? Ya veo que no… ¿Conoces Gibraltar? Bueno, es la misma gente. Es un país que está hacia allá —las expresivas manos de Manfred señalaron hacia el norte—. Es un país curioso y tristón, con gente curiosa y tristona. Allí hay un hombre, un miembro del gobierno, y hay otros hombres de los que el gobierno no ha oído nunca hablar. ¿Te acuerdas de un tal García, Manuel García, líder del movimiento carlista? Está en Inglaterra. Es el único país donde podría estar a salvo. Y desde allí está dirigiendo el movimiento en España, el gran movimiento. ¿Sabes de qué hablo?
Terrí hizo un gesto de asentimiento.
—Este año, así como el anterior, ha sido un año de hambre. La gente ha estado muriéndose en los portales de los templos, desfalleciendo en las plazas. Han presenciado cómo a un gobierno corrompido ha sucedido otro gobierno corrompido; han visto cómo los millones del tesoro público han ido a parar a los bolsillos de los políticos. Este año algo ocurrirá. El antiguo régimen debe desaparecer. Y el gobierno lo sabe. Sus dirigentes saben dónde radica el peligro, saben que su salvación sólo es posible si García cae en sus manos antes de que la revolución alcance sus objetivos. Más García, por el momento, está a salvo, y lo seguiría estando indefinidamente a no ser por un miembro del gobierno inglés que está a punto de presentar un proyecto legislativo que pronto puede convertirse en ley. Y si esto sucede, García podrá contarse entre los muertos. Tú debes ayudarnos a evitar que el proyecto se convierta en ley. Es por eso por lo que hemos recurrido a ti.
Terrí parecía desconcertado.
—Pero ¿cómo? —tartamudeó.
Manfred extrajo un papel del bolsillo y se lo entregó a Terrí.
—Esto, según creo —articuló con parsimonia—, es una copia exacta de la ficha que la Policía tiene de ti.
Terrí asintió. Manfred, inclinándose más hacia el papel, indicó una palabra situada hacia la mitad del mismo.
—¿Es ése tu oficio? —preguntó.
Terrí parecía intrigado.
—Sí —afirmó.
—¿Sabes de verdad algo de ese oficio? —inquirió Manfred escrutándole el rostro.
Los otros dos se echaron hacia adelante para captar mejor la respuesta.
—Sé todo cuanto hay que saber de ese oficio —aseveró Terrí—. A no ser por una… equivocación, podría haber ganado mucho dinero.
Manfred emitió un suspiro de alivio y dirigió a sus compañeros un gesto de asentimiento.
—Entonces —dijo animadamente—, el ministro inglés es hombre muerto.
I
Una crónica para los periódicos
El 14 de agosto de 19…, apareció un pequeño párrafo al pie de una página interior del periódico más moderado de Londres, diciendo que el ministro de Asuntos Exteriores se sentía sumamente incomodado por haber recibido varias cartas de amenaza, y estaba dispuesto a dar una recompensa de cincuenta libras a cualquier persona que facilitase información conducente a la detención y condena subsiguiente de la persona o personas…, etcétera.
Los escasos ciudadanos que leían el periódico más moderado de Londres pensaron, en su ponderoso estilo Club del Ateneo, que era un hecho notorio que un ministro del Gobierno se sintiese incomodado por algo; más notorio, todavía, que hiciese público su incomodo, y mucho más notorio aún que se imaginase por un solo instante que la oferta de una recompensa pudiera poner fin a dicho incómodo.
Los redactores de periódicos menos moderados pero de mayor circulación, echando cansadamente una ojeada a las insulsas columnas del Old Sobriety, leyeron el párrafo con inusitado interés.
—¡Eh! ¿Qué es esto? —exclamó Smiles, del Comet.
Recortó el párrafo con unas inmensas tijeras y lo pegó sobre una hoja de papel de copia, encabezándolo así:
«¿Quién es el autor de las amenazas contra sir Philip?».
Pensándolo mejor (el Comet era de la oposición), redactó un párrafo de introducción en el que sugería, humorísticamente, que las cartas procedían de un electorado inteligente, cansado de los titubeantes métodos del gobierno.
El jefe de redacción del Evening World (un canoso caballero de movimientos deliberados) leyó el párrafo dos veces, lo recortó con cuidado, volvió a leerlo y, colocándolo debajo de un pisapapeles, no tardó en olvidarse del asunto.
El jefe de redacción del Megaphone, que es un rotativo realmente sagaz, recortó también el párrafo después de leerlo, presionó un timbre, hizo llamar a uno de los periodistas, todo sin respirar, por así decirlo, e impartió unas cuantas instrucciones escuetas.
—Vete a Portland Place, procura entrevistar a sir Philip Ramon, y asegúrate de la certeza de lo que dice este párrafo… Averigua por qué es amenazado y con qué lo amenazan. Si puedes, consigue una copia de una de las cartas. Si no logras ver a Ramon, haz la entrevista a un secretario.
Y el obediente reportero se marchó al punto.
Regresó al cabo de una hora con ese estado de misteriosa agitación peculiar de todo periodista que ha conseguido una noticia sensacional en exclusiva. El jefe de redacción, diligente, fue a ver al director del periódico, y este gran personaje dijo: «Muy bueno, desde luego muy bueno»…, que era una alabanza del más alto orden.
He aquí aquello que era «desde luego muy bueno», extraído de las columnas que aparecieron en el Megaphone al día siguiente:
UN MINISTRO DEL GABINETE EN PELIGRO.
AMENAZAS DE MUERTE CONTRA EL MINISTRO DEL EXTERIOR.
«LOS CUATRO HOMBRES JUSTOS».
COMPLOT PARA IMPEDIR LA APROBACIÓN DEL ACTA DE EXTRADICIÓN DE EXTRANJEROS.
REVELACIONES EXTRAORDINARIAS.
Se ha levantado una nube de comentarios a raíz de la aparición, en la edición de ayer del National Journal, del siguiente párrafo:
«El ministro de Asuntos Exteriores (sir Philip Ramon) ha estado recibiendo, durante las últimas semanas, unas cartas de amenazas, al parecer todas procedentes de una misma fuente y escritas por la misma mano. Estas cartas son de naturaleza tal que no pueden ya ser ignoradas por más tiempo por el ministro de Asuntos Exteriores de Su Majestad, quien por dicho motivo ofrece una recompensa de Cincuenta Libras (£ 50) a la persona o personas que aporten alguna información conducente a la detención del autor de estas cartas anónimas».
Era tan desusado este anuncio, teniendo en cuenta que las cartas anónimas y de amenaza forman con frecuencia parte de la correspondencia diaria de todos los hombres de estado y diplomáticos, que el Daily Megaphone inició, inmediatamente, una investigación respecto a la causa de un proceder tan inusitado.
Un representante de este periódico visitó la residencia de sir Philip Ramon, quien muy cortésmente consintió en ser entrevistado.
—En efecto, se trata de una medida poco usual —admitió su excelencia, en respuesta a una pregunta de nuestro enviado especial—, pero se ha adoptado con el consentimiento pleno de mis compañeros de gabinete. Tenemos razones para creer que hay algo detrás de esas amenazas, y me aventuraría a afirmar que el asunto no tardará mucho en estar en manos de nuestra policía… He aquí una de las cartas —y sir Philip sacó una cuartilla de una carpeta, teniendo la amabilidad de permitir a nuestro representante que copiase su texto.
La misiva carecía de fecha, y aparte del hecho de que la escritura mostraba las florituras características de la caligrafía de los latinos, estaba redactada en inglés correcto.
La carta dice así:
Excelencia:
El Acta que la Cámara está a punto de aprobar es injusta… Está calculada para entregar a un gobierno corrompido y vengativo unos hombres que en Inglaterra han encontrado asilo contra las persecuciones de los déspotas y los tiranos. Sabemos que en Inglaterra la opinión pública se halla dividida con respecto a la conveniencia de este Acta, y que sólo de Su Excelencia depende que se vote afirmativamente el Acta de Ofensas de Políticos Extranjeros.
Por consiguiente lamentamos tener que prevenirle que, a menos que su gobierno retire esa ley, será necesario quitar a Su Excelencia de en medio, y no sólo a Su Excelencia, sino a toda persona que insista en la aprobación de esta injusta medida.
(firmado) LOS CUATRO HOMBRES JUSTOS
—El Acta de referencia —continuó sir Philip— es, por supuesto, la de Extradición de Extranjeros (Ofensas Políticas), Acta que, a no ser por las tácticas dilatorias de la oposición, se habría aprobado en la última sesión.
Sir Philip siguió explicando que este Acta estaba destinada a entrar en vigor a causa de la inseguridad de la sucesión real en España.
—Es imperativo que ni en Inglaterra ni en ninguna otra nación se refugien propagandistas que, escudados en la seguridad y la impunidad de su asilo político, puedan encender hogueras en Europa. Por ello, en todos o casi todos los países europeos ha sido propuesta una ley similar a la que pretendo que vote la Cámara. De hecho, se ha acordado que todas ellas entren en vigor simultáneamente a la nuestra, según lo expuesto en la última sesión.
—¿Por qué concede usted tanta importancia a estas cartas? —preguntó el representante del Daily Megaphone.
—Porque estamos seguros, y así lo han afirmado tanto nuestra policía como la policía del continente, de que sus autores son individuos dignos de ser tomados muy en serio.
LOS CUATRO HOMBRES JUSTOS, como se firman, son bien conocidos como grupo en los países más diversos. Nos gustaría mucho saber quiénes son individualmente. Con razón o sin ella, consideran que la justicia, tal como se administra en la Tierra, es inadecuada, y se han propuesto corregir las deficiencias de las leyes. Fueron ellos quienes asesinaron al general Trelovitch, el líder de los regicidas servios; ellos ahorcaron a Conrad, el contrabandista de armas francés, en la Place de la Concorde…, con un centenar de policías en los alrededores. Mataron de un tiro a Hermon le Blois, el filósofo-poeta, en su estudio, por corromper a la juventud mundial con sus razonamientos.
El ministro del Exterior entregó a nuestro enviado especial una lista de los crímenes cometidos por este extraordinario cuarteto.
Nuestros lectores recordarán las circunstancias de cada uno de esos crímenes, y se hará notar que hasta la fecha (tan celosamente ha guardado la policía de las diversas nacionalidades el secreto de los Cuatro Hombres) ninguno de ellos ha sido relacionado con los demás; y ciertamente ninguna de las circunstancias que, de haber sido publicadas, hubieran seguramente revelado la existencia de esta banda, ha sido dada a la publicidad hasta el día de hoy.
El Daily Megaphone se halla ahora en situación de publicar la lista de los dieciséis asesinatos perpetrados por los cuatro hombres.
Hace dos años, después de matar a Le Blois, debido a un pequeño fallo de sus bien coordinados planes, un detective reconoció a uno de los cuatro como a la misma persona que había visto salir de la casa de Le Blois en la Avenida Kléber. El investigador lo siguió durante tres días, con la esperanza de poder capturar a los cuatro juntos. El perseguido acabó por darse cuenta de que lo vigilaban, y escapó en pos de la libertad. Lo acorralaron en una cafetería de Burdeos (venían siguiéndolo desde París). Antes de que lo mataran acabó a tiros con un sargento de gendarmes y dos policías más. Le sacaron una fotografía, que se hizo circular por toda Europa, mas hasta ahora se ignoran todos los datos concernientes a su persona, incluyendo su nacionalidad.
—Pero ¿aún siguen siendo cuatro?
Sir Philip dijo encogiéndose de hombros:
—O han reclutado a otro o el grupo está incompleto.
El ministro añadió a modo de conclusión:
—Si hago estas declaraciones a través de la prensa es para hacer constancia del peligro que se cierne, no ya sobre mí, sino sobre cualquier estadista que haga resistencia a esa siniestra fuerza. Tengo una segunda razón, y es que el público pueda, merced al conocimiento de estos hechos, colaborar con los responsables del mantenimiento de la ley y el orden en el cumplimiento de su tarea, así como vigilar para prevenir la comisión de ulteriores actos ilegales.
Las pesquisas que seguidamente se practicaron en Scotland Yard no aportaron nueva información sobre el asunto, a excepción del hecho de que el Departamento de Investigación Criminal se halla en contacto con los dirigentes de la policía continental.
La siguiente es una relación completa de los asesinatos perpetrados por los Cuatro Hombres Justos, acompañada de aquellos particulares que la policía ha logrado descubrir en relación con el móvil de los crímenes. Agradecemos al Ministerio de Asuntos Exteriores el permiso concedido para la reproducción de la lista.
Londres, 7 de octubre de 1899. —Thomas Cutler, sastre, hallado muerto en circunstancias sospechosas. El jurado dictó un veredicto de «homicidio premeditado cometido por persona o personas desconocidas».
(Móvil del asesinato, según la policía: Cutler, individuo con cierta posición social, cuyo nombre verdadero era Bentvitch, era un explotador de carácter particularmente ofensivo. Tres condenas por el Decreto de Factorías. La policía cree que para su asesinato existía una causa más íntima que el trato dado por Cutler a sus empleadas).
Liège, 28 de febrero de 1900. —Jacques Ellerman, prefecto: muerto de un disparo al regresar del Teatro de la Opera. Ellerman era persona de notorio mal vivir, y al investigarse sus asuntos tras su muerte se descubrió que había desfalcado casi un cuarto de millón de francos de los fondos públicos.
Seattle (Kentucky), octubre de 1900. —Juez Anderson. Hallado muerto en su alcoba, estrangulado. A Anderson lo habían procesado tres veces bajo cargos de asesinato. Era el líder de la facción Anderson en la pugna Anderson-Hara. En conjunto, había matado a siete miembros del clan Hara. Las tres veces que se le acusó resultó absuelto. Se recordará que en la última ocasión, acusado de la alevosa muerte del redactor jefe del Seattle Star, estrechó las manos de los jurados y los felicitó.
Nueva York, 30 de octubre de 1900. —Patrick Welch, conocido sobornador y ladrón del erario público. Fue en cierta ocasión Tesorero de la ciudad; espíritu promotor del infame Sindicato de Pavimentación de Calles, puesto al descubierto por el New York Journal. Hallaron a Welch ahorcado en un bosquecillo de Long Island. En un principio la muerte se achacó a suicidio.
París, 4 de marzo de 1901. —Madame Despard. Asfixiada. Su muerte también se consideró suicidio hasta que llegó a manos de la policía francesa cierta información. De madame Despard nada bueno puede decirse. Era una destacada «negociante de espíritus».
París, 4 de marzo de 1902 (exactamente un año más tarde). —Monsieur Lanfin, ministro de Comunicaciones. Hallado muerto en su cupé, en el Bois de Boulogne. Arrestaron al cochero, mas finalmente lo pusieron en libertad. El hombre juró no haber oído ningún disparo ni tampoco grito de socorro de su amo. En aquellos momentos llovía, y había poca gente en el Bois.
(Seguían otros diez casos, todos ellos semejantes a los ya citados, estando entre ellos los de Trelovitch y Le Blois).
Indudablemente era una noticia sensacional. El redactor jefe, sentado en su despacho, volvió a leer el artículo y ponderó:
—Desde luego, muy bueno.
El periodista (que se apellidaba Smith) también lo releyó, enrojeciendo de placer al pensar en las consecuencias de su labor.
El ministro del Exterior lo leyó en la cama, mientras tomaba su té matinal, y se preguntó con ceño fruncido si no habría hablado demasiado.
El jefe de la policía francesa lo leyó (traducido y telegrafiado) en Le Temps, y maldijo furiosamente al charlatán inglés que estaba trastornando sus planes.
En Madrid, en el Café de la Paz, en la Puerta del Sol, Manfred, cínico, sonriente y sarcástico, leyó unos extractos del artículo a tres hombres… dos de ellos muy divertidos, y el otro con la mandíbula apretada, el rostro pálido y el miedo a la muerte retratado en sus ojos.
II
Los fieles congresistas
Alguien —¿tal vez el señor Gladstone?— dejó sentado que no hay nada tan peligroso, nada tan feroz, nada tan terrible como una oveja enloquecida. De manera similar, como ya sabemos, no hay persona tan indiscreta, tan neciamente habladora, tan asombrosamente inhábil, como el diplomático que por un motivo u otro se sale de sus carriles.
Llega un momento, para el individuo que ha sido adiestrado en el arte de caminar con cautela entre las trampas ladinamente tendidas por las potencias hermanas, en que la práctica y los preceptos de muchos años se olvidan, y se comporta humanamente. La gente común no ha conseguido averiguar a qué obedece esto, si bien la minoría de psicólogos que, generalmente, puede explicar los procesos mentales de sus conciudadanos, posee sin duda razones adecuadas y convincentes para justificar esos actos de desequilibrio.
Sir Philip Ramon poseía un temperamento peculiar. Dudo que nada en el ancho mundo lograra disuadirle de sus propósitos, una vez que su mente había tomado una resolución. Era de carácter fuerte, con la mandíbula firme y cuadrada y la boca de generosas dimensiones, y poseía en las pupilas ese matiz azul metálico que uno espera descubrir en los ojos de los criminales más despiadados y, especialmente, en los generales más afamados. No obstante esto, sir Philip Ramon temía, como pocos se lo imaginaban, las consecuencias de la tarea que se había impuesto a sí mismo.
Existen miles de caballeros que son físicamente héroes y moralmente medrosos, hombres que se tomarían a chanza la idea de la muerte… y a los cuales aterra cualquier tribulación. Los tribunales escuchan a diario la relación de la vida de tales personas… y de su muerte.
El ministro del Exterior poseía dichas cualidades a la inversa. Algunos honestos representantes de la especie humana no vacilarían en describir al ministro como un cobarde, pues temía al dolor y a la muerte.
—Si este asunto le preocupa tanto —decía amablemente en aquellos momentos el Premier (el debate tenía lugar dos días después de la publicación del artículo en el Megaphone, en el Consejo ministerial)— ¿por qué no renuncia al Acta? Al fin y al cabo, la Cámara tiene asuntos más importantes en que ocuparse. Además, estamos llegando al término de la legislatura.
Un murmullo de aprobación corrió en tomo a la mesa.
—Tenemos multitud de excusas para renunciar a ella. Se produciría una horrible matanza de seres inocentes… hay que seguir adelante con el Acta de Desempleo de Braithewaite; y en cuanto a la opinión pública, sólo Dios sabe cuál será.
—¡No, no! —El ministro de Asuntos Exteriores hizo retumbar la mesa de un puñetazo—. El asunto seguirá su curso. Estoy decidido. Estamos quebrantando la fe de las Cortes españolas, la fe de Francia, la fe de todos los países en nosotros. He prometido la aprobación de esta medida… y hemos de seguir adelante con ella, aunque haya un millar de Hombres Justos y un millar de amenazas.
El Premier se encogió de hombros.
—Discúlpeme por lo que voy a decirle, Ramon —intervino Bolton, el Fiscal—, pero no puedo sustraerme a la impresión de que al dar tantos detalles a la prensa obró con bastante indiscreción. Sí, ya sé que todos accedimos a darle plena libertad para tratar el asunto de acuerdo con sus deseos, pero lo cierto es que nunca imaginé que se comportaría usted de un modo tan… ¿cómo lo denominaría?… cándido.
—Mi discreción en este asunto, sir George, no es materia que me preocupe discutir —replicó Ramon en tono inflexible.
Poco después, en tanto atravesaba Palace Yard con el ministro de Hacienda, de aspecto tan juvenil, el Fiscal de la Corona, picado por la cortante salida de sir Philip, murmuró sin que viniera a cuento:
—El viejo borrico…
Y el juvenil guardián de las finanzas inglesas sonrió.
—A decir verdad —dijo a continuación—, Ramon se encuentra en un terrible aprieto. La historia de los Cuatro Hombres Justos es tópico común a todas las tertulias, y un sujeto con quien me encontré en el Carlton a la hora del almuerzo casi me convenció de que hay realmente algo que temer. Lo dijo con mucha seriedad. Acaba de regresar de Sudamérica y allí ha sido testigo de parte de la labor de esos hombres.
—¿De qué se trataba esta vez?
—Un presidente o algo así de una de esas podridas republiquillas bananeras… Hace unos ocho meses… Bueno, lo publican también en la lista… Lo ahorcaron… La cosa más extraordinaria del mundo. Lo sacaron de la cama a media noche, lo amordazaron, le vendaron los ojos, se lo llevaron a la cárcel, consiguieron entrar, lo colgaron en el cadalso público…, ¡y huyeron!
El Fiscal de la Corona comprendió la dificultad que conllevaban tales actos, e iba a pedir más detalles cuando un subsecretario se dirigió al ministro de Hacienda y se lo llevó.
—Absurdo —musitó el Fiscal, malhumorado.
Hubo vítores en favor del ministro del Exterior cuando su coche cruzó por entre la multitud agrupada en las proximidades de la Cámara. Ramon no se inmutó en lo más mínimo, pues la popularidad no se hallaba entre sus metas más ansiadas, precisamente. Intuía que tales aclamaciones obedecían a que la masa conocía el peligro que le acechaba; y este conocimiento le helaba la sangre, además de irritarlo. Le habría gustado pensar que la plebe tomaba a broma la existencia de aquel misterioso cuarteto… Le hubiese procurado alguna paz mental el poder pensar: «La gente ha rechazado la idea».
Pues aunque la popularidad o la impopularidad quedaba fuera de su esquema esencial de valores, poseía una inquebrantable fe en los instintos primitivos de la masa. En el vestíbulo de la Cámara se vio asediado por una ardiente muchedumbre de individuos de su partido, unos movidos por curiosidad, otros preocupados, todos pidiendo a voces las últimas noticias… y todos también temiendo a la lengua agria del ministro.
—Oiga, sir Philip —le interpeló el parlamentario robusto y falto de tacto que representaba a West Brondesbury—, ¿qué es eso que hemos oído de unas cartas amenazadoras? Supongo que no hará caso de tales menudencias… ¡Yo recibo dos o tres todos los días!
El ministro se zafó impacientemente del grupo, pero Tester, otro de los parlamentarios, lo cogió del brazo.
—Mire… —empezó a decir.
—Váyase al diablo —dijo simplemente el ministro de Asuntos Exteriores, dirigiéndose rápidamente a su despacho.
—Desde luego, ese hombre tiene un carácter imposible —se quejó el honorable parlamentario—. Está claro que el viejo Ramon tiene canguelo. ¡Mira que pregonar a los cuatro vientos lo de las cartas amenazadoras! Oh, yo creo que…
Un grupo de miembros de la Cámara reunidos en el salón de fumadores discutía la cuestión de los Cuatro Justos de modo completamente carente de originalidad.
—Es demasiado ridículo para hablar siquiera de ello —declaró uno en tono grandilocuente—. Aquí tenemos a cuatro individuos, un cuarteto mítico, dispuestos a presentar batalla a todas las fuerzas e instituciones de la nación más civilizada de la tierra.
—A excepción de Alemania —hizo notar Scott, otro de los miembros, prudentemente.
—Oh, por amor de Dios, dejemos a Alemania fuera de esto —rogó con aspereza el otro—. Realmente me gustaría, Scott, poder discutir algún asunto en el que no pudiera sacarse a relucir la superioridad de las instituciones alemanas.
—Es imposible —objetó el entusiasta Scott dando rienda suelta a su tema favorito—. Recuerde que sólo en acero y en hierro, la producción por trabajador se ha incrementado en un cuarenta y tres por ciento, y que sus envíos a…
—¿Piensa que Ramon retirará ese proyecto de ley? —inquirió el anciano parlamentario de Aldgate East, cortando aquella balumba de datos estadísticos.
—¿Ramon? Oh, no, antes preferiría morir.
—Bueno, se trata de una circunstancia realmente anómala —comentó Aldgate East; y tres distritos, un suburbio londinense y una población del interior afirmaron con la cabeza y «pensaron que lo era».
—En los viejos tiempos, cuando Bascoe era un parlamentario joven —Aldgate East señaló a un senador de edad avanzada, encorvado y con el cabello y la barba blancos, que caminaba penosamente hacia una butaca—, en los viejos tiempos…
—Tengo entendido que por aquel entonces el viejo Bascoe vivía con una querida… —dijo un inoportuno.
—En los viejos tiempos —prosiguió el parlamentario de Aldgate East—, antes de la cuestión feniana…
—… hablando de civilización —proseguía por su parte el animoso Scott—, Rheinbaken dijo el mes pasado en la Cámara Baja: «Alemania ha llegado al punto en que…».
—Yo, en el lugar de Ramon —continuaba Aldgate East, siguiendo la línea de sus pensamientos—, sé exactamente lo que haría. Iría a la Policía y les diría: «Oigan…».
Una campanilla sonó furiosa y prolongadamente, y los parlamentarios se precipitaron por el corredor. «Votación… tación».
Tras haber aprobado, satisfactoriamente, la Novena Cláusula del Acta de Mejoramiento de Medway, diciendo las sagradas palabras: «O como podrá determinarse más adelante», añadidas por la triunfante mayoría de veinticuatro, los fieles congresistas volvieron a la interrumpida discusión.
—Lo que yo digo, y lo que siempre he dicho de cualquier miembro del gabinete —sostuvo un destacado individuo—, es que él debe, si es un auténtico hombre de Estado, dejar a un lado toda consideración de sus propios sentimientos personales.
—¡Bravo! —Aplaudió uno.
—Sus propios sentimientos personales —repitió el orador—. Debe anteponer sus deberes para con el Estado a todas las demás…, ejem…, consideraciones. ¿Recuerdan lo que le dije a Barrington la otra noche, cuando discutíamos a fondo el tema de los Presupuestos? Le dije: «Un caballero que se precie de recto y honorable no debe, no puede, dejar de contar con los fuertes y casi unánimes deseos del gran cuerpo electoral. La acción de un ministro de la Corona debe estar gobernada por el fiable criterio del gran cuerpo electoral, cuyos magníficos sentimientos…» no, «cuyos más elevados instintos»… No, no fue esto… En fin, dejé bien sentado cuál es el deber de un ministro —concluyó el renqueante orador.
—Pues yo… —empezó Aldgate East, y en ese momento se aproximó un ujier con una bandeja en la que se veía un sobre gris verdoso.
—¿A alguno de ustedes, caballeros, se le ha caído esto? —inquirió.
Aldgate East cogió la carta y buscó sus gafas.
—«A los miembros de la Cámara de los Comunes» —leyó, mirando acto seguido por encima de sus lentes al corro que le rodeaba.
—Bah, algún prospecto de propaganda —gruñó el corpulento parlamentario de West Brondesbury, que acababa de sumarse al grupo—. Yo recibo cientos… Sólo anteayer…
—Demasiado delgado para ser un prospecto —objetó Aldgate East, sopesando la carta en su mano.
—Entonces, una patente de medicina —insistió el de Brondesbury—. Cada mañana recibo una…: «No queme la vela por ambos extremos…», esa clase de simplezas. La semana pasada un tipo me envió…
—Abra el sobre —sugirió alguien, y Aldgate East obedeció. Leyó unas líneas y se tornó rojo.
—¡Maldita sea! —jadeó, y leyó en voz alta:
Ciudadanos:
El Gobierno intenta aprobar una ley que pondrá en manos del Estado más corrompido de los tiempos modernos a unos hombres que son sólo patriotas y están destinados a ser los salvadores de su país. Le hemos manifestado ya al ministro encargado de adoptar tal medida, el título de la cual aparece en el margen, que a menos que retire dicho proyecto, morirá con toda seguridad a nuestras manos.
Somos reacios a dar este paso extremo, sabiendo que en los demás aspectos es un caballero valeroso y honrado, y es precisamente por el deseo de poder evitar el cumplimiento de nuestra promesa por lo que rogamos a los miembros de la Madre de los Parlamentos que utilicen toda su influencia para obligar al señor ministro a retirar este Acta.
Si fuésemos asesinos vulgares o rudos anarquistas podríamos con toda facilidad tomar venganza ciega e indiscriminada contra todos los miembros de esa asamblea, y en prueba de esto, para que todos comprendan que nuestra amenaza no es vana, les suplicamos que miren debajo de la mesa que se halla junto a la entrada de ese salón. Encontrarán un artefacto suficientemente cargado como para destruir la mayor parte de ese edificio.
(firmado) LOS CUATRO HOMBRES JUSTOS
Postdata: No hemos colocado ningún detonador ni mecha en dicho dispositivo, por lo que pueden manejarlo con toda impunidad.
A medida que la lectura avanzaba, todos los semblantes iban palideciendo.
El tono de la carta resultaba asaz convincente, por lo que todas las miradas se dirigieron instintivamente a la mesa que había junto a la puerta.
Sí, allí había algo, algo cuadrado y negro, y la masa de legisladores se echó hacia atrás. Por un momento permanecieron como hechizados… y luego se precipitaron, como enloquecidos, hacia la salida.
—¿Era alguna broma de mal gusto? —preguntó el Primer Ministro ansiosamente.
El experto de Scotland Yard, llamado apresuradamente, negó con la cabeza.
—Es tal como afirma la carta —aseguró con gravedad—. Incluso falta la mecha.
—¿Y realmente hubiera podido…?
—Hubiera podido hacer volar este edificio, señor —fue la respuesta.
El Premier, con rostro descompuesto, comenzó a pasear de un lado a otro de su despacho privado.
Se detuvo de pronto para mirar contrariado por la ventana, que ofrecía una vista de una terraza abarrotada de excitados y gesticulantes políticos que evidentemente trataban de hablar todos a la vez.
—Muy, muy serio…, muy, muy serio —musitó. Después, en voz alta—: Hemos hablado ya tanto que lo mismo da que hablemos un poco más. Daremos a los periódicos tantos detalles como crean necesario sobre lo ocurrido esta tarde… y también el texto de la carta.
Pulsó un botón y apareció, quedamente, su secretario.
—Escriba al Comisario ordenándole que ofrezca una recompensa de mil libras a quien aporte información válida para el arresto del individuo que dejó ese artefacto en la Cámara, junto con el indulto y una recompensa para cualquier cómplice.
El secretario se retiró y el experto de Scotland Yard permaneció a la espera.
—¿Han podido averiguar sus hombres cómo fue introducido ese dispositivo?
—No, señor; se ha interrogado por separado a todos los policías de servicio, pero no recuerdan haber visto entrar o salir de la Cámara a ningún extraño.
El Premier frunció los labios, pensativo.
—Gracias —dijo simplemente, y el experto se retiró.
En la terraza, Aldgate East y el parlamentario ciceroniano se repartían los honores.
—Yo debía de estar muy próximo a esa bomba —proclamó el segundo en tono impresionante—. Les aseguro que sólo pensarlo me congela la sangre. ¿Te acuerdas, Mellin? Estaba yo hablando de los deberes del Ministerio…
—Yo le pregunté al ujier —decía el parlamentario de Aldgate a un interesado corro— cuando trajo la carta: «¿Dónde la encontró?». «En el suelo, señor», respondió él. Yo creí que se trataría del anuncio de algún medicamento. No tenía intenciones de abrir el sobre, pero alguien…
—Fui yo —afirmó el robusto caballero de Brondesbury, orgullosamente—. Recordarán que estaba diciendo…
—Sabía que había sido alguien —prosiguió Aldgate East en tono indulgente—. Abrí el sobre y leí las primeras líneas. «Bendita sea», dije…
—Dijo usted «Maldita sea» —corrigió Brondesbury.
—Bueno, sé que exclamé algo muy acorde con las circunstancias —admitió Aldgate East—. Lo leí… y, como comprenderán, no logré captar todo su significado, por decirlo así. Bien…
Las tres butacas reservadas en el Star Music Hall, de Oxford Street, fueron ocupadas una tras otra. A las siete y media en punto llegó Manfred, discretamente ataviado; a las ocho se presentó Poiccart, con el aspecto de un próspero caballero de mediana edad; a las ocho y media apareció González, pidiendo en perfecto inglés un programa. Tomó asiento entre los otros dos.
Cuando la totalidad del público atronaba el teatro con vivas y aplausos al término de una canción patriótica, Manfred se volvió sonriente hacia León, y dijo:
—Lo he visto en los periódicos de la tarde.
León asintió al momento.
—Casi hubo problemas —dijo en voz baja—. Cuando yo entraba alguien dijo: «Tenía entendido que el viejo Bascoe vivía con una querida», y uno de los allí presentes estuvo a punto de acercárseme para dirigirme la palabra.
III
Mil libras de recompensa
Decir que Inglaterra se estremeció hasta sus cimientos (para reproducir la expresión de más de un artículo de fondo sobre el tema) a causa del singular acontecimiento acaecido en la Cámara de los Comunes, no es sino exponer el asunto en términos exactos.
La primera noticia de la existencia de los Cuatro Hombres Justos había sido recibida con perdonable irrisión, especialmente por parte de aquellos periódicos que carecían de datos de primera mano.
Sólo el Daily Megaphone había sabido apreciar en su dimensión real el peligro que se cernía sobre el ministro responsable de la abominable Acta de Extradición. Ahora, sin embargo, hasta los más desdeñosos se vieron obligados a reconocer el significado de la comunicación que tan misteriosamente había llegado al corazón de la institución más celosamente custodiada de la Gran Bretaña. La historia del «Ultraje de la Bomba» llenaba páginas y más páginas de todos los periódicos del país, y la última osadía de los Cuatro fue anunciada en carteles a lo largo y lo ancho de las Islas Británicas.
Historias, en su mayoría apócrifas, sobre los hombres responsables de la última sensación, hacían su aparición día tras día, y no había mayor tópico en las tertulias que el tema del extraño cuarteto que parecía tener las vidas de los poderosos en la palma de sus manos.
Nunca, desde la época feniana, se había apoderado del pueblo inglés tanta aprensión como durante los dos días siguientes a la aparición en los Comunes de la «Bomba en Blanco», como la bautizó felizmente cierto diario.
Tal vez dicha aprensión no estaba debidamente justificada, ya que la creencia general, según se desprendía del tono y el texto de las cartas, era que los cuatro solamente amenazaban a una persona.
La primera manifestación de sus intenciones había despertado un interés general. Pero el hecho de que la amenaza hubiese partido de una pequeña población francesa, y que en consecuencia el peligro pareciera remoto, había restado en cierto modo fuerza a la misma. Tal era el vago razonamiento de algunas personas poco versadas en geografía, que ignoraban que Dax, pese a estar en Francia, no se halla más alejada de Londres que, por ejemplo, Aberdeen.
Pero el Terror Escondido se hallaba en la metrópoli misma. Diablos, reflexionaba Londres lanzando en torno miradas de soslayo, cualquier individuo con que nos cruzamos en la calle puede ser uno de los Cuatro, y nosotros sin enterarnos.
Grandes carteles, de aspecto fúnebre, resaltaban en las paredes y cubrían por entero los tablones de las comisarías.
MIL LIBRAS DE RECOMPENSA
DEBIDO A QUE el 18 de agosto, a las 4.30 de la tarde, fue depositado un artefacto infernal en la Sala de Fumadores de la Cámara de los Comunes, por persona o personas desconocidas.
Y DEBIDO A QUE existen razones suficientes para creer que la persona o personas implicadas en la instalación de la mencionada bomba son los miembros de una organización criminal conocida como «Los Cuatro Hombres Justos», contra la cual existen órdenes de búsqueda y captura por asesinatos premeditados, en Londres, París, Nueva York, Nueva Orleans, Seattle (USA), Barcelona, Tomsk, Belgrado, Cristianía, Cape-town y Caracas.
EN CONSECUENCIA, la recompensa indicada arriba será pagada por el Gobierno de Su Majestad a la persona o personas que den alguna información conducente a la captura de una o todas las personas que se autodenominan «Los Cuatro Hombres Justos» y se identifican con la banda antes mencionada.
Y, ADEMAS, se concederá la recompensa y el indulto a cualquier componente de la banda que aporte esta información, siempre que tal persona no haya cometido ni haya sido cómplice, antes o después, de algunos de los siguientes crímenes.
(firmado) RYDAY MONTGOMERY,
Ministro del Interior de Su Majestad.
J. B. CALFORT, Comisario de Policía.
(Aquí seguía la lista de los dieciséis delitos atribuidos a los cuatro hombres).
DIOS SALVE AL REY
Durante todo el día hubo pequeñas aglomeraciones de personas ante los cartelones, devorando con la vista la sustanciosa oferta.
Era un cartel de reclamo inusitado, diferente a aquéllos a los que estaban tan acostumbrados los londinenses, ya que faltaba la descripción de los encartados; no había retratos por los que pudieran ser identificados, ni frases estereotipadas del estilo de «la última vez que fue visto llevaba un traje de sarga azul marino, gorra de tela y corbata a cuadros», en las que el observador pudiese basar su escrutinio callejero.
Era la búsqueda de cuatro hombres a los que nadie había visto de modo consciente jamás; la caza de una voluta de humo, un tanteo a oscuras de sombras imprecisas.
El superintendente Falmouth, que era persona de hablar llano (en cierta ocasión había dicho con brusquedad a un personaje real que él no tenía ojos en el cogote), expuso al comisario adjunto lo que opinaba de todo el caso.
—No es posible atrapar a unos hombres si no se tiene ni la más remota idea de quiénes son ni cómo son. Por lo que sabemos, lo mismo puede tratarse de mujeres que de chinos o de negros; pueden ser altos o bajos, pueden ser… ¡Ni siquiera conocemos su nacionalidad!… Han cometido crímenes prácticamente en todos los rincones del planeta. No son franceses necesariamente porque hayan matado a un tipo en París, ni yanquis por haber estrangulado al juez Anderson.
—La escritura… —insinuó el comisario, refiriéndose a un manojo de cartas que tenía en la mano.
—Latina; pero puede ser falsificada. Y suponiendo que no lo sea, tanto podría deberse a un francés, como a un español, o un portugués, o un italiano, o un sudamericano… Y, como digo, podría ser una imitación, y probablemente lo es.
—¿Qué han conseguido ustedes hasta ahora? —quiso saber el comisario.
—Hemos arrestado a todos los tipos sospechosos que conocemos. Hemos limpiado a fondo el distrito de la Pequeña Italia, hemos barrido Bloomsbury, hemos despejado el Soho, y buscado en todos los suburbios. Anoche efectuamos una redada en un lugar de Nunhead… Allí hay un montón de armenios, pero…
El rostro del superintendente expresaba desesperanza.
—Cabría dentro de lo posible —prosiguió— que los encontrásemos en uno de esos hoteles donde se aloja la gente pera… si fuesen lo bastante idiotas como para vivir juntos; podemos estar seguros de que viven separados, y se reúnen una o dos veces al día en algún lugar de aspecto inocente.
Hizo una pausa y tamborileó abstraídamente con los dedos sobre la mesa a la que estaban sentados él y su superior.
—Hemos visto a De Courville —prosiguió luego—. Vio a la gente de Soho y, lo que es más importante, a su chivato, que vive entre ellos… No es ninguno de ellos, juraría yo…, o al menos De Courville lo jura, y estoy dispuesto a aceptar su palabra.
El comisario movió patéticamente la cabeza.
—En buena se han metido en Downing Street —comentó—. Nadie está seguro de lo que puede suceder a cada instante.
El señor Falmouth se puso de pie exhalando un suspiro y acarició el ala de su sombrero.
—¿Qué piensa la gente de todo esto? —preguntó el comisario.
—¿No ha leído los periódicos?
El encogimiento de hombros del comisario fue muy poco cortés para la prensa británica.
—¿Quién, en nombre del Cielo, puede tragarse en lo más mínimo lo que publican? —exclamó con petulancia.
—Pues yo soy uno —replicó calmosamente el superintendente—. Los periódicos casi siempre son dirigidos por el público; y por mi parte, opino que el modo más seguro de llevar un periódico sobre ruedas es escribir en él lo que el público va a decir. «Muy agudo… Coincide con lo que yo siempre he dicho».
—Bien, pero ¿ha conseguido formarse una idea de la opinión popular?
El superintendente Falmouth asintió.
—Estuve conversando en un parque con un individuo esta misma tarde…, un caballero, a juzgar por su aspecto, y presumiblemente inteligente. «¿Qué opina usted de ese asunto de los Cuatro Hombres Justos?», le pregunté. «Oh, es algo muy extraño», me respondió. «¿Cree que hay algo cierto en ello?»…, y eso —concluyó el disgustado policía— es todo cuanto opina el público.
Mas si en Scotland Yard reinaba la pesadumbre, todo Fleet Street era un hervidero de placentera excitación. Las noticias eran importantes: podían publicarse en dobles columnas, con grandes titulares; podían pregonarse en carteles; podían ilustrarse, diagramarse y hasta llenarse de estadísticas.
«¿Será la Mafia?», preguntaba chillonamente el Comet, y pasaba a demostrarlo a continuación.
El Evening World, con su mentalidad editorial nostálgicamente anclada en los años sesenta, sugería ligeramente una vendetta, y llegaba a mencionar «Los Hermanos Corsos».
El Megaphone se atenía a la historia de los Cuatro Hombres Justos, y publicaba páginas enteras ricas en toda clase de detalles referentes a sus nefastas acciones. Desenterraba de polvorientos archivos, continentales y americanos, todas las circunstancias de cada asesinato; publicaba los retratos y las carreras de las personas asesinadas y, si bien no paliaba en absoluto la culpabilidad de los Cuatro, sí sacaba a la luz con justeza e imparcialidad las vidas de las víctimas, poniendo en claro la clase de personas que eran.
Aceptaba con reservas la riada de colaboraciones que afluía a su redacción; pues un periódico marcado con el estigma «sensacionalista» obra con mayor precaución que sus competidores más «serios». En el país de la prensa, rara vez se detecta una mentira burda, pero una exageración interesante mueve a los periódicos rivales carentes de imaginación a histéricas denuncias.
Seguían afluyendo raudales de anécdotas sobre los Cuatro Hombres. Pues de repente, como por arte de magia, todo colaborador, todo caballero de letras especializado en notas personales, todo tipo de escritor, descubrió que toda su vida había conocido íntimamente a los Cuatro.
«Cuando estuve en Italia…», escribía el autor de Ven otra vez (Hackworth Press, 6s.: «ligeramente manchado», Libros de ocasión Farringdon, 2d.), «recuerdo haber oído una curiosa historia respecto a esos Hombres Sanguinarios…».
O bien:
«Ningún rincón de Londres resulta más probable como escondrijo de Los Cuatro Villanos que Tidal Basin», escribía otro caballero, que firmaba «Collins» en la esquina superior derecha de su manuscrito. «Tidal Basin, en el reinado de Carlos II, era conocido como…».
—¿Quién es Collins? —se interesó el director del Megaphone, dirigiéndose al sobreatareado redactor jefe.
—Un rellenador —describió el otro indolentemente, dejando así de manifiesto que ni siquiera el periodismo más actual ha logrado expulsar al redactor polifacético de su reñido campo. Añadió—: Se ocupa de juicios, incendios, encuestas y esa clase de zarandajas. Últimamente se ha dedicado a la literatura y escribe cosas como Los rincones pintorescos del viejo Londres y épica inspirada en las Famosas lápidas sepulcrales de Hornsey.
Lo mismo sucedía en las redacciones de todos los periódicos. Cada cable que llegaba, cada informe que llevaban a la bandeja del redactor jefe, estaba ribeteado con los tintes de la inminente tragedia que ocupaba un primer plano en la mente de los ingleses. Incluso los reportajes sobre juicios hacían alguna que otra alusión a los Cuatro. El caso servía de justificación a las borracheras nocturnas y otros desórdenes de conducta.
—El chico ha sido siempre honrado —afirmaba la llorosa madre del joven pecador errante—. Han sido esas horribles historias sobre los Cuatro Desconocidos las que le han trastornado la cabeza —y el magistrado actuaba con benevolencia.
A juzgar por su conducta externa, sir Philip Ramon, el hombre más interesado en el desarrollo del caso, era el menos afectado por el mismo.
Se negó a conceder más entrevistas; rehusó discutir las posibilidades de su asesinato, ni siquiera con el Premier, y su respuesta a las cartas de aprecio que le llegaban desde todas las regiones del país fue simplemente una nota en el Morning Post en la que advertía a sus corresponsales que tuvieran la bondad de dejar de acosarlo con postales y notas que infaliblemente iban a parar a su papelera.
Había pensado añadir una declaración de su intención de seguir hasta el final con el Acta de Extradición, mas se contuvo por miedo a la teatralidad.
Con Falmouth, sobre quien naturalmente había recaído el deber de proteger contra todo mal al ministro del Exterior, sir Philip se mostraba desusadamente condescendiente, y hasta permitía incidentalmente que el astuto policía captara el terror en que vive quien ve amenazada su vida.
—¿Cree que existe un verdadero peligro, superintendente? —preguntó, no una vez sino docenas de veces; y el oficial, firme defensor de la infalibilidad de la fuerza policial, se mostraba muy tranquilizador.
«Porque», argüía para sus adentros, «¿qué se adelanta con atemorizar a un individuo que ya está medio muerto de miedo? Si no ocurre nada, verá que le he dicho la verdad, y si…, si…, bueno, no podrá llamarme mentiroso».
Sir Philip era una constante fuente de interés para el detective, que seguramente había dejado entrever sus pensamientos una o dos veces, pues el ministro, observador agudo, al interceptar una mirada extraña del policía, dijo incisivamente:
—Se pregunta usted por qué todavía deseo que se apruebe el Acta de Extradición, sabiendo que estoy en peligro de muerte, ¿verdad? Bien, quizá le sorprenda saber que no conozco el peligro, ni puedo tampoco imaginármelo. En mi vida, nunca he tenido conciencia del dolor físico, y a pesar de que mi corazón es bastante débil, no he sufrido jamás ni un dolor de cabeza. Ignoro por completo qué es la muerte, o qué angustias o sosiegos puede traerme. Estoy de acuerdo con Epicteto en que el temor a la muerte se debe a nuestra presuntuosa premisa de que conocemos el más allá, y que no existe ningún motivo para temer que nuestra condición futura sea peor que la presente. No, no me asusta morir…, pero sí me asusta el estar muriendo.
—Entiendo, señor —murmuró el superintendente, que no había entendido nada en absoluto.
—Pero —prosiguió sir Philip, que estaba sentado en su despacho de Portland Place—, si no logro imaginarme el exacto proceso de la descomposición del ser humano, sí puedo imaginarme y he experimentado el resultado de faltar a la palabra dada a las cancillerías, y ciertamente no tengo la intención de cerrar los ojos a una serie de futuros embrollos por miedo a algo que, al fin y al cabo, puede ser comparativamente trivial.
Este razonamiento bastaba de por sí para mostrar lo que la Oposición del momento se complacía en calificar como «la retorcida mente del recto ministro del Exterior».
Y el superintendente Falmouth, que escuchaba al ministro con toda muestra de atención, bostezó interiormente y se preguntó quién sería ese Epicteto.
—He adoptado todas las precauciones posibles, señor —aseguró durante la pausa que siguió al recitado del credo del ministro—. Supongo que no le molestará que durante una o dos semanas le sigan algunos de mis hombres. Deseo que permita que haya en su casa dos o tres agentes, cuando esté usted en ella, y que, naturalmente, haya algunos más en el Ministerio del Exterior.
Sir Philip dio su aprobación a tales medidas de seguridad, y más tarde, cuando él y el superintendente se dirigieron en el coche oficial a la Cámara, supo por qué unos ciclistas pedaleaban delante y a cada lado del carruaje, y por qué dos cabriolés seguían detrás hasta llegar al Palace Yard.
A la hora de los debates, con la Cámara muy poco concurrida, sir Philip se levantó de su asiento y declaró que promovería una segunda lectura del Acta de Extradición de Extranjeros (Ofensas Políticas), el martes de la semana siguiente, o sea, al cabo de diez días.
Aquella tarde, Manfred se reunió con González en los jardines de North Tower, y elogió el hechicero esplendor que por la noche adquiere el parque del Crystal Palace.
Una banda de música constituida por guardias interpretaba la obertura de Tannhäuser, y los dos hombres charlaron de música.
Después…
—¿Qué hay de Terrí? —quiso saber Manfred.
—Poiccart estuvo con él todo el día; le está enseñando las vistas.
Ambos se echaron a reír.
—¿Y tú? —inquirió González.
—Yo he tenido un día muy interesante. Hablé con un detective deliciosamente ingenuo en Green Park, y me preguntó… ¡qué opinaba de nosotros!
González hizo cierto comentario sobre un pasaje de la obertura, y Manfred asintió sin dejar de llevar el compás con la cabeza.
—¿Estamos ya preparados? —preguntó quedamente León.
Manfred volvió a asentir, al tiempo que silbaba suavemente la melodía. Finalizado el triunfante «canto de los peregrinos», se unió al aplauso general.
—He alquilado un lugar —murmuró, batiendo palmas—. Estaremos mejor juntos.
—¿Está todo allí?
Manfred miró a su compañero, con un destello divertido en sus pupilas.
—Casi todo.
La banda empezó a interpretar el Himno Nacional y los dos amigos se pusieron de pie, quitándose el sombrero.
La gente que llenaba el descubierto auditorio comenzó a marcharse, fundiéndose en las sombras del anochecer. Manfred y su compañero decidieron imitarlos.
Miríadas de lámparas de gas iluminaban el parque con luces de fantasía. En el aire flotaba un intenso olor a gas.
—Esta vez, no de esa manera, ¿verdad? —afirmó, más que preguntó, González.
—Ciertamente, no de esa manera —corroboró Manfred con decisión.
IV
Preparativos
Cuando en el Newspaper Propietor apareció un anuncio diciendo:
«EN VENTA: una tienda establecida hace años, dedicada a la grabación en cinc, con una maquinaria en perfectas condiciones y existencias de productos químicos». Todos los del ramo pensaron: «Es la tienda de Etherington».
Para los no iniciados,