Breve historia del mundo (versión extendida)
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Acérquese a la vida de las personas corrientes a lo largo de los siglos. En esta historia los protagonistas no son reyes ni generales, sino ciudadanos corrientes con sus diferentes mentalidades, alejada de la perenne visión occidental.
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Breve historia del mundo (versión extendida) - Luis E. Íñigo Fernández
El amanecer de la humanidad
Así, pues, hubo que hacer una nueva tentativa de crear y formar al hombre por el Creador, el Formador y los Progenitores. ¡A probar otra vez! Ya se acercan el amanecer y la aurora; ¡hagamos al que nos sustentará y alimentará! ¿Cómo haremos para ser invocados, para ser recordados sobre la tierra? Ya hemos probado con nuestras primeras obras, nuestras primeras criaturas; pero no se pudo lograr que fuésemos alabados y venerados por ellos. Probemos ahora a hacer unos seres obedientes, respetuosos, que nos sustenten y alimenten. De este modo hicieron a los seres humanos.
Popol Vuh
U
N PROTAGONISTA ESCURRIDIZO
Aunque la literatura, que para eso es arte y no artesanía, no deja de ofrecernos magníficas excepciones, las buenas novelas de aventuras, y esta en el fondo es la mayor de todas, suelen empezar por el principio. Y la lógica impone que ese principio, al menos si se desea ser fiel a los cánones, sea dar a conocer a su protagonista, ese personaje a ratos feliz, a ratos atormentado, que después de sufrir un sinnúmero de peripecias y sinsabores, triunfa sobre sus enemigos, conquista a la chica, o el chico, más popular del pueblo y recibe al fin la gloria y los honores que merece.
Claro que en nuestro caso el protagonista no es un individuo, sino toda una especie, la especie humana, nosotros mismos. Deberíamos, por tanto, conocernos bien, pero para evitar confusiones quizá convenga precisar de qué hablamos. La primera pregunta que debemos responder aquí es, por tanto, y permítasenos, como licencia literaria –y sólo literaria– que usemos el masculino, ¿qué es el hombre?
A primera vista, se trata de una pregunta fácil, de esas que todos desearíamos que nos cayeran en un examen. Sin embargo, no lo es tanto. Durante décadas se ha dicho que nuestra especie posee unos rasgos que la individualizan, que la hacen única en el planeta, lo que, en última instancia, ha hecho que nos consideremos sus dueños absolutos, con pleno derecho a utilizarlo sin otra consideración distinta que nuestro propio interés.
Esos rasgos parecían evidentes hasta hace poco. El hombre es el único ser completamente bípedo, es decir, el único que se desplaza de manera continua –no de forma ocasional como los grandes simios– sobre sus extremidades inferiores. Esta bipedestación le permite liberar sus manos para valerse de ellas en otras tareas, en especial la fabricación de los valiosos útiles e instrumentos que han facilitado su adaptación a cualquier medio físico. Su elaboración y utilidades, además, se transmiten de generación en generación, y con ellas todo un complejo de pautas de comportamiento, tabúes, roles sociales y símbolos, que constituyen, en conjunto, lo que llamamos «cultura». Por último, no podemos dejar de mencionar el gran volumen de nuestro cerebro, no en términos absolutos, pues hay especies con un encéfalo mayor que el nuestro, sino en proporción al tamaño de nuestro cuerpo y, sobre todo, la complejidad de su red neuronal, que nos ha permitido desarrollar un lenguaje articulado y, con él, una organización social de una enorme riqueza.
Sin embargo, la cosa no es tan sencilla como parece. Chimpancés y gorilas, por ejemplo, son capaces de caminar erguidos, aunque no podrían hacerlo de manera continua, porque la forma de su pelvis no es capaz de sostener mucho tiempo sus intestinos en esa posición. Los chimpancés, en concreto, muestran además una evidente capacidad para valerse de utensilios y herramientas diversas, aunque muy sencillas, y transmiten su uso de generación en generación; es decir, poseen, de algún modo, una cultura material. No es extraño, así, que algunos investigadores defiendan su inclusión junto a los humanos entre los denominados homínidos, introduciendo una nueva categoría, los homininos, para englobar en exclusiva a nuestros antepasados directos. Por último, en lo que se refiere al cerebro, resulta complicado trazar una frontera: ¿a partir de qué tamaño puede considerarse humana una especie? El humano moderno, el Homo sapiens, posee un cerebro cuyo volumen medio es de mil trescientos cincuenta centímetros cúbicos. ¿Era más humano que nosotros el hombre de Neandertal, que superaba los mil seiscientos centímetros cúbicos? ¿Lo es menos el dueño del cráneo más pequeño conocido hasta la fecha en nuestra especie, que se ha fijado en ochocientos treinta centímetros cúbicos?
En conclusión, parece que, como mínimo, debemos bajarnos un poco los humos y aceptar que no somos tan especiales como creíamos. Por lo demás, las señas de identidad a las que aludíamos siguen siendo válidas para retratarnos. A grandes rasgos, podemos decir que lo que nos define como humanos, reflexiones filosóficas o religiosas aparte, claro está, es que caminamos erguidos; poseemos un cerebro de gran tamaño que nos proporciona pensamiento simbólico y lenguaje articulado, y nos valemos de nuestras manos para fabricar todo tipo de herramientas y utensilios que integran una cultura material cuyo conocimiento transmitimos de generación en generación. Podríamos añadir también quizá algún rasgo más, pues inequívocamente humanas son nuestra organización familiar peculiar, que se debe a una infancia muy prolongada y a la ausencia de períodos de celo en las hembras, y una tendencia tal vez innata a la búsqueda de lo trascendente, que se manifiesta en la religión, la filosofía e incluso en la propia ciencia. Tendríamos así completo el retrato de nuestro protagonista. Podemos ya, por tanto, comenzar con su historia.
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TORY
Charles Darwin, el padre de la teoría evolucionista, tenía razón. Como él había anticipado, la evolución de la especie humana dio comienzo en África. Fue allí donde nacimos y también el lugar desde el que partimos a la conquista del planeta. Pero, una vez más, la historia no es tan sencilla. El continente en el que se inició nuestra peripecia vital era muy distinto del actual, y el camino que condujo a la aparición de nuestro linaje resultó mucho más tortuoso y largo de lo que cabría esperar de una especie que se considera a sí misma elegida para dominar el mundo.
La historia comienza hace unos siete millones de años. En aquel tiempo remoto, África era mucho más verde y húmeda que en nuestros días. Alimentada por un clima más cálido y lluvioso que el actual, una espesa selva ecuatorial teñía de esmeralda las tierras comprendidas entre el golfo de Guinea, al oeste, y el océano Índico, al este, y flanqueándola al norte y al sur, una densa franja de bosques tropicales alcanzaba territorios que hoy son áridos e incluso desérticos. Y en ese entorno caracterizado por una permanente humedad y una lujuriante vegetación, que ofrecía una gran variedad de alimentos de fácil acceso, vivía un humilde primate de no más de un metro de altura y unos cuarenta kilos de peso que había logrado una perfecta adaptación al medio que habitaba.
Cap1.Fig1.tifA venerable orang-outang, una caricatura de Charles Darwin como simio publicada en The Hornet, una revista satírica británica, en 1871. Su subtítulo, Una contribución a la historia antinatural, expresa bastante bien la opinión de una buena parte de la sociedad de la época.
Con un cerebro bastante grande, de trescientos o cuatrocientos centímetros cúbicos, y un cuerpo ligero y ágil, debía de pasar la mayor parte de su tiempo colgado de los árboles, pero también, de forma ocasional, se erguía sobre sus extremidades inferiores y caminaba así algún breve trecho. Se alimentaba sin dificultad de hojas, bayas, frutos, insectos, pájaros e incluso pequeños animales, que abundaban en su entorno. Piedras y palos le servían de ayuda para encontrar comida, pero también como instrumentos defensivos. Vivía en pequeños grupos unidos por fuertes lazos de parentesco y jerarquía que vagaban por amplios territorios. Su sociedad era compleja y las relaciones entre los individuos ofrecían todos los rasgos que nos resultan tan humanos, pero que en el fondo compartimos con los grandes simios. La cooperación y el individualismo, la alegría y la tristeza, la sinceridad y la mentira le eran tan familiares como lo son ahora para nosotros.
Pero su tranquila vida estaba llamada a sufrir una trágica, aunque no brusca, interrupción. En una fecha comprendida entre los siete y los cinco millones de años antes del presente, el continente africano comenzó a experimentar una metamorfosis que resultaría determinante para el futuro de aquel pequeño simio y, por ende, de nuestra especie. Por un lado, la meteorología terrestre se encontraba inmersa en una fase de enfriamiento global que tendía a hacer más árido el clima de toda África; por otro, la elevación de sus mesetas orientales, iniciada hace treinta millones de años como resultado de la aparición de la gran fractura que conocemos como valle del Rift, alcanzó entonces un nivel lo bastante considerable, hasta 3.000 metros de altitud en algunas zonas, como para bloquear de forma significativa el paso hacia el este de las masas de aire húmedo procedentes del océano Atlántico. Con menos lluvias, la selva empezó a retroceder en el África oriental. Al principio se hizo menos espesa; luego sus márgenes se contrajeron dejando paso al bosque tropical; por último, los claros se multiplicaron y los árboles hubieron de rendir su dominio ante el avance de las praderas herbáceas salpicadas de arbustos.
Aunque el proceso habría de durar millones de años, la suerte estaba echada. Los descendientes de aquel simio de vida fácil que quedaron al oeste de la gran barrera montañosa, conservaron su vida tradicional y siguieron su evolución hasta dar lugar a los actuales chimpancés. Los que quedaron al este, en lo que, con evidente humor, el paleontólogo francés Yves Coppens, que formuló esta teoría en 1994, llamó el «East Side» africano, no tuvieron más salida que adaptarse. El nuevo paisaje ofrecía menos alimento y garantizaba mucha menos protección. Se había terminado para siempre la comida segura y el refugio cierto contra los depredadores que la antaño espesa selva ofrecía con generosidad. Tocaba ahora aventurarse por aquellas planicies cada vez más abiertas donde un pequeño simio resultaba presa fácil de cualquier carnívoro y el alimento era escaso y difícil de encontrar. ¿Cómo sobrevivieron, pues, nuestros antepasados?
Simplemente, se irguieron. Lo que antes, durante millones de años, había sido nada más que un acto ocasional se convirtió ahora en la postura habitual de los simios obligados a sobrevivir en los márgenes de la selva en retroceso. La nueva postura brindaba indudables ventajas. Un cuerpo en posición vertical ofrece menos superficies expuestas a la radiación solar, mucho más fuerte en la sabana, y se calienta menos. Los ojos, al mirar al frente y no hacia abajo, permiten ver más lejos y percibir así antes las posibles amenazas. Y, por último, las extremidades superiores ya no son necesarias para la locomoción, lo que hace posible liberarlas para alcanzar con mayor rapidez y eficacia los frutos de los arbustos, transportarlos a un lugar seguro y, en fin, sobrevivir el tiempo suficiente para reproducirse y perpetuar el propio linaje.
Cap1.Fig2.tifImagen de la sabana africana. En estos espacios abiertos, donde escasean los refugios y los recursos se encuentran dispersos, los antepasados del hombre dieron el salto evolutivo que terminaría por conducir a la especie humana actual.
Pero, ¿cuál fue en realidad nuestro primer ancestro, la primera especie que se separó del tronco común del que habrían de nacer los chimpancés, la especie de primates más próxima a la nuestra, y los humanos? Lo cierto es que no lo sabemos. Hasta la fecha, sólo contamos con un puñado de aspirantes a alzarse con un galardón que ninguno ha recibido todavía en propiedad, pues ni siquiera está aún del todo claro que todos ellos fueran bípedos. Se trata, además, de un club en continuo crecimiento desde los comienzos del siglo
XXI
que no termina de escoger, si se nos permite la licencia, su presidente. El socio hasta ahora más antiguo del club, el denominado Sahelanthropus tchadensis, es decir, ‘hombre saheliano del Chad’, cuenta con unos siete millones de años y su fósil ha sido bautizado con el elocuente nombre de Tumai, que significa en la lengua local ‘esperanza de vivir’. Pero hay otros, como el keniano Orrorin tugenensis, con seis millones de años, conocido popularmente como el «Hombre del milenio» por haber sido descubierto en el año 2000, y los etíopes Ardipithecus kadabba y Ardipithecus ramidus, cuyos fósiles más modernos se remontan a cuatro millones y medio de años. Todos, sin embargo, poseen un rasgo común: en ellos se mezclan características propias de los simios más antiguos con otras que anticipan las propias del género humano. Tanto, que no sabemos aún ubicarlos muy bien en el árbol evolutivo, de modo que ni siquiera podemos estar seguros de que entre ellos se encuentre nuestro primer ancestro. Después de todo, el bosque húmedo no se había retirado aún lo suficiente para forzarles a abandonar su protección. En pocas palabras: necesitamos desenterrar aún muchos fósiles para responder a tantos interrogantes. Un gran vacío preside todavía nuestros conocimientos entre los siete y los cuatro millones y medio de años antes del presente.
L
OS MONOS DEL SUR
Pero unos cientos de miles de años más tarde las cosas cambian. De repente, los fósiles nos inundan. En torno a cuatro millones de años antes del presente, un nuevo género de primates bípedos surge en el África oriental y, dividido en numerosas especies, parece desperdigarse con rapidez hacia el oeste y el sur del continente. Son los famosos australopitecos o, para entendernos, los «simios del sur».
El número de especies que militan en sus filas no ha dejado de crecer en las últimas décadas. Junto a los más populares, como el clásico Australopithecus africanus, y los más recientes, como el denominado, no sin un notable sentido del humor, Australopithecus garhi (‘sorpresa’, en la lengua de los afar de Etiopía), pasando por el bien conocido Australopithecus afarensis, el linaje al que pertenecía la famosa Lucy, el antiguo Australopithecus anamensis o el también reciente Australopithecus bahrelghazali, un total de cinco especies de Australopithecus hicieron de África entre los 4,2 y los 2,5 millones de años antes del presente su indiscutible hogar.
Pero los australopitecos tuvieron menos suerte que sus predecesores. Por aquel entonces, el clima se había hecho aún más seco y el retroceso de la selva era mayor. Así, no tuvieron otra salida que aventurarse por las peligrosas praderas en expansión, desarrollar sus dientes para triturar con ellos alimentos algo más duros y erguirse sobre sus extremidades inferiores a fin de conjurar sus amenazas e incrementar un poco sus posibilidades de conseguir alimento y sobrevivir. El australopiteco, aunque posee aún largos brazos que le facultan para la vida arbórea, es ya, fuera de toda duda, un primate bípedo.
Si bien el descubrimiento del Australopithecus garhi arrojó una cierta duda sobre la certeza de que los australopitecinos no eran capaces de fabricar herramientas que merecieran ese nombre, aunque quizá sí de utilizarlas, pues junto a sus restos se hallaron útiles de piedra, no existen aún evidencias contundentes que nos permitan cambiar el tradicional consenso entre los paleontólogos. Debemos, pues, mantener la idea de que el frágil y diminuto simio del sur nunca habría poseído esa importante industria que su descubridor, el antropólogo australiano Raymond Dart, bautizó a mediados del pasado siglo con el sonoro nombre de «osteodontoquerática», es decir, elaborada a partir de huesos, dientes y cuernos. Sin duda, como hacen los grandes simios actuales, se habría valido de palos y piedras para romper cáscaras y arrancar raíces, o incluso con el fin de defenderse de sus congéneres o usarlos como apoyo en sus frecuentes alardes sociales. Pero si hubiera contado con una verdadera industria lítica, su vida habría sido sin duda más fácil. Sin embargo, no lo fue en absoluto. Se trataba, con toda probabilidad, de una existencia muy corta, quizá inferior a los treinta años, sometida a los grandes riesgos que le imponía el continuo vagar en busca de alimentos –hojas, frutas, larvas, huevos, raíces, quizá también pequeños animales y carroña– por espacios abiertos donde su frágil cuerpo de ciento cuarenta centímetros de altura y poco más de cuarenta kilos de peso era presa fácil de depredadores más ágiles y fuertes que él, sin que su pequeño cerebro, apenas superior a los cuatrocientos centímetros cúbicos, le sirviera aún de mucha ayuda. Una existencia corta y a veces también solitaria, pues la estación seca, con su inevitable disminución de los recursos disponibles, sin duda dispersaba los grupos en los que vivía, ya de por sí no muy numerosos ni cohesionados.
E
L PRIMER SER HUMANO
Sin embargo, los frágiles australopitecos lograron sobrevivir durante más de dos millones de años, e incluso compartieron su existencia con los primeros seres humanos, hasta el punto de que la mayoría de los investigadores los consideran los candidatos más firmes a constituir el último estadio evolutivo de los primates anterior a la aparición de la primera especie humana.
Pero, ¿cómo se produjo la aparición del hombre? Una vez más, la respuesta hay que buscarla en la necesidad de adaptación a los cambios ecológicos. Hace unos 2,8 millones de años, el clima de África oriental sufrió una nueva y más intensa disminución de las precipitaciones. La sabana se convirtió en el paisaje dominante y el bosque denso en una excepción. La naturaleza ensayó una vez más respuestas diferentes ante los nuevos retos. Probó primero a fortalecer el aparato masticador de los homininos, haciéndolo apto para triturar sin dificultad raíces y frutos más duros. Grandes huesos en su mejilla, un sólido reborde óseo en el cráneo y muelas de grandes raíces y esmalte grueso son los rasgos que definen a los denominados parántropos, literalmente ‘al lado de los hombres’. Pero ese camino de la evolución resultó ser un callejón sin salida. Las diversas especies de este nuevo género –Paranthropus aethiopicus, boisei y robustus– se extinguieron no sin antes, como su propio nombre indica, convivir durante mucho tiempo con los primeros hombres.
Con estos últimos ensayó la naturaleza su segunda respuesta a la desecación, esta sí llamada a alcanzar el éxito: un gran desarrollo del cerebro, tanto en tamaño como en complejidad. No obstante, las primeras especies humanas, el denominado Homo rudolfensis, es decir, el ‘hombre del lago Rodolfo’, denominación colonial del actual lago Turkana, y el popular Homo habilis, que vivieron entre 2,5 y 1,4 millones de años antes del presente, contaban con un cerebro no mucho mayor, en proporción al tamaño de su cuerpo, que el de australopitecos y parántropos, setecientos cincuenta centímetros cúbicos en el mejor de los casos. Pero se trataba de un cerebro más eficaz. Las áreas en las que reside la capacidad para la comunicación y la manipulación muestran ya un evidente desarrollo. No fue el único avance. La alimentación de estos primeros humanos incluía ya sin duda la carne, quizá robada de las fauces de voraces depredadores, o con mayor probabilidad simplemente obtenida de las carroñas que estos abandonaban tras sus festines, pero imprescindible para garantizar las proteínas y la gran cantidad de energía que necesitaba un cerebro que no dejaría ya de crecer.
Cap1.Fig3.tifA pesar de las apariencias, el salto necesario para pasar de los meros cantos trabajados (imagen superior) a los bifaces (imagen inferior) es enorme. La talla de estos útiles instrumentos exige poseer una idea previa de la forma que se quiere obtener, lo que supone ya una elevada capacidad de abstracción.
No es, empero, por su cerebro ni por sus preferencias gastronómicas por lo que estos humildes ancestros nuestros son ya considerados los primeros seres humanos. La razón está en sus manos. Con ellas, una y otra especie –para algunos autores son en realidad la misma– eran ya capaces de fabricar herramientas de las que se valían para hacer más sencillas sus tareas cotidianas. No se trataba todavía de útiles muy complejos, sino de modestos cantos trabajados mediante certeros golpes para obtener un filo cortante. Tampoco parece que estos individuos fueran aún capaces de concebir antes en su mente la forma que daban luego a la piedra. Pero se trataba de un avance esencial. Con sus nuevas herramientas, el hombre podía hacerse con esa energía que su cerebro en crecimiento le exigía cada vez más, aprovechando el tuétano de los huesos y las briznas de carne que los grandes depredadores dejaban tras su paso como restos de sus festines. Dos millones de años antes del presente, la humanidad, que había inventado la tecnología, se preparaba para someter a la naturaleza.
El crecimiento del cerebro, la mejora de la dieta y el progreso de la técnica caminaron ya siempre de la mano. Los sucesores del Homo habilis y el Homo rudolfensis aprendieron a cazar, de modo que la carne se convirtió en un alimento cada vez más abundante. Mejor nutridos, gozaron de un cerebro más grande y un cuerpo más fuerte. Más inteligentes, se mostraron capaces de desarrollar útiles más especializados, un lenguaje articulado y una organización social más compleja. Más seguros frente a sus enemigos, vivían más tiempo y podían reproducirse más, colonizando una tras otra nuevas regiones hasta que la mayor parte del planeta fue suyo.
L
A HUMANIDAD VIAJERA
Pero el hombre hubo de recorrer un camino extraordinariamente tortuoso y lento para lograrlo. Varias especies humanas tuvieron su oportunidad y todas ellas terminaron por extinguirse. Como ya había ocurrido antes, fue el avance de la desecación el que impulsó los cambios. Unos 1,8 millones de años antes del presente, el clima africano experimentó un nuevo retroceso de las precipitaciones. La sabana avanzó aún más, los seguros bosques disminuyeron y la respuesta que la naturaleza había ensayado con éxito –la bipedestación y el aumento del tamaño y la complejidad del cerebro– volvió a revelarse adecuada.
El Homo ergaster, que surgió entonces y vivió en tierras africanas hasta hace un millón de años, era ya capaz de concebir previamente en su cerebro, mucho más desarrollado, los pesados bifaces –las famosas hachas de piedra que acompañan en el imaginario popular al hombre primitivo– que tallaba después en sólidos guijarros; conocía el fuego, del que se valía para cocinar la preciosa carne de los animales que había ya aprendido a cazar, y poseía un notable lenguaje simbólico que le permitía una mejor cooperación social. Incluso su cuerpo, más alto y de forma más cilíndrica, con una piel privada ya casi por completo de pelo, de andar ya plenamente erguido, con un rostro de nariz prominente y mandíbula menos robusta, se nos antoja más parecido al nuestro. Quizá por ello el Homo ergaster es el primero de nuestros numerosos ancestros al que todos los paleontólogos consideran, sin discusión, humano.
Al Homo ergaster creíamos deber también otro significativo salto en nuestra paciente marcha evolutiva, pues pensábamos hasta hace poco tiempo que había sido esta especie la primera en abandonar las familiares planicies africanas para colonizar otros continentes. Sin duda, sus características le permitían ya una adaptación más rápida y mejor a su nuevo ambiente, de modo que cuando la comida escaseaba o el grupo crecía en exceso, simplemente se formaba uno nuevo que avanzaba hasta una zona próxima. Así, poco a poco, a un ritmo desesperadamente lento pero continuo, el Homo ergaster habría ido ocupando extensas regiones de África y habría terminado también por salir de ellas. Hace alrededor de 1,7 millones de años, el hombre habría llegado a Asia y hubiera comenzado a dispersarse por ese inmenso continente. Allí –o al menos eso creíamos–, a lo largo de una marcha de cientos de miles de años, hubo de cambiar de nuevo para adaptarse a un medio distinto, dando así lugar a nuevas especies, el Homo erectus, apenas distinto de su antepasado africano, aunque incapaz, por lo que parece, de fabricar bifaces, y el diminuto Homo floresiensis, conocido popularmente como el hobbit, por su similitud con estos pequeños seres de la célebre novela de fantasía épica El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, un endemismo de la isla de Flores, al este de la isla indonesia de Java, que apenas supera un metro de altura y posee un cerebro inferior a cuatrocientos centímetros cúbicos.
Sin embargo, este sencillo panorama ya no convence en la actualidad a la mayoría de los paleontólogos. En primer lugar, no parece que fuera Homo ergaster el primer viajero africano, sino una especie denominada Homo georgicus, que fue hallada en 1999 en el yacimiento caucasiano de Dmanisi y no ha dejado de proporcionar sorpresas desde entonces. Con una antigüedad de 1,7 millones de años, posee un cráneo demasiado pequeño, entre 600 y 780 centímetros cúbicos, para ser descendiente del Homo ergaster, por lo que quizá descienda del Homo habilis, y no cabe duda de que, sin que sepamos aún de dónde procede y cuánto tiempo llevaba allí, ya estaba en Asia cuando llegó el Homo ergaster. En segundo lugar, pocos especialistas en la