Eso no estaba en mi libro de Historia de la Edad Media
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Este libro se aleja de la imagen peyorativa y estereotipada que tenemos de la Edad Media como una larga etapa caracterizada por el oscurantismo y la barbarie «para rescatar y valorar las grandes aportaciones que la Europa feudal nos legó, pero que no siempre han sido justamente reconocidas. Huiremos de esa visión que tiende a magnificar los logros de otras culturas (igualmente destacables) al mismo tiempo que mira con desprecio lo que ocurrió en Europa durante casi mil años, porque fue en esta época y en este Viejo Continente, hoy sumido en una galopante crisis moral, en donde se dieron los primeros pasos para entender lo que realmente somos, nuestras creencias y buena parte de los elementos que nos definen tanto en el plano material como en el espiritual».
En Eso no estaba en mi libro de Historia de la Edad Media emprenderemos un recorrido que nos llevará a visitar sugerentes pueblos, imponentes monasterios y grandiosos castillos; analizaremos los momentos de retroceso, pero también los logros sobre los que se construyeron los pilares de la civilización occidental, porque fue en estos siglos cuando se produce el nacimiento del humanismo cristiano, del parlamentarismo, de la universidad, el auge del comercio, de la vida urbana y la difusión del libro. Tampoco nos olvidaremos del mundo de la magia, de los brujos y las brujas, de los libros malditos, de los tesoros ocultos que aún siguen esperando el momento oportuno para darse a conocer, de las reliquias sagradas con poderes sobrenaturales y de esos legendarios caballeros que recorrieron el mundo para protagonizar gestas que quedaron marcadas en el imaginario colectivo.
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Eso no estaba en mi libro de Historia de la Edad Media - Javier Martínez-Pinna
Introducción
La comprensión de la historia en este ecléctico y convulso siglo xxi está experimentando unas transformaciones que se antojan decisivas. El estudioso de nuestro pasado dispone, cada vez más, de materiales y trabajos de calidad para poder interpretar los hechos pretéritos aunque, por otra parte, el uso masivo de las nuevas tecnologías y redes sociales está contribuyendo a extender una visión de la historia basada en el conocimiento superfluo de unos datos concretos, en muchas ocasiones descontextualizados y casi siempre adulterados por posicionamientos ideológicos muy concretos. La necesidad de inmediatez y la búsqueda de respuestas simplistas para entender fenómenos complejos ha provocado la generalización de explicaciones muy poco rigurosas, hasta tal punto que una buena parte de los interesados en conocer el pasado tienen como referente a un conjunto de «investigadores» con mayor o menor influencia en las redes sociales pero que, en general, no poseen ningún tipo de formación, algo imprescindible si queremos enfrentarnos a una investigación histórica a partir de planteamientos metodológicos adecuados.
En cuanto a las nuevas corrientes metodológicas, en las últimas décadas asistimos a la imposición de los postulados del posmodernismo y de la corrección política, con gran influencia en el caso español desde los años ochenta, cuando se pone énfasis en el subjetivismo, la relativización y en la deconstrucción ideológica, moral y política. Desde este punto de vista, el posmodernismo se caracteriza por no creer en la existencia de hechos objetivos ya que estos siempre dependerán del pensamiento del observador, por lo que todo relato del pasado sería arbitrario y por tanto debería ser deconstruido. Según el filósofo francés Jean-François Lyotard, el rasgo más distintivo de la posmodernidad ha sido el intento de eliminar las antiguas construcciones ideológicas que habían sustentado el edificio moderno. Así ocurre con la propuesta del cristianismo como base de la cultura occidental, también con la Ilustración y su intento de imponer la razón como forma de acceso al conocimiento, con el relato liberal burgués, que pretendió la reducción de la pobreza gracias al libre mercado y, finalmente, con el relato marxista, por haberse convertido en la base de las calamidades sufridas en el interior de las grandes dictaduras comunistas. Frente a este tipo de planteamientos ideológicos el relato posmodernista pretendió deshacer las construcciones teóricas anteriores poniéndose en contra de uno de los principios fundamentales a la hora de entender la evolución del conocimiento, sustentado en experiencias previas y acumulativas.
Se debe reconocer que el posmodernismo también ha aportado ciertas mejoras, como su intento de ampliar las libertades y la relajación de algunos tabúes, pero entre estas virtudes están empezando a aflorar toda una serie de problemas que la posmodernidad ha extendido, poco a poco, en nuestra sociedad: la desactivación del talante crítico, la imposición de un narcisismo egolátrico, la debilidad de los vínculos de solidaridad y la sustitución de ideologías universales por otras más simples e identitarias. Otro de los aspectos negativos del posmodernismo para comprender la historia es la imposición de la corrección política y la idea del victimismo, desde el que se ha querido ofrecer, en algunas ocasiones y en ciertos lugares, una visión de la historia rayana en planteamientos esquizoides, ajenos a la realidad, al no plantearse desde el punto de vista del periodo histórico al que se refieren los hechos a estudiar sino a partir de un presentismo que pretende extrapolar las normas actuales a conductas del pasado. La doctrina del victimismo rechaza, por encima de todo, las bases de la civilización occidental, a la que se considera opresora, a favor de un multiculturalismo que cae en una evidente contradicción ya que se parte del rechazo a la propia cultura occidental, en cuya valoración no se aplican los mismos criterios con respecto a otras de su entorno que, curiosamente, se caracterizan por haber desarrollado unas estructuras socioeconómicas y políticas contrarias a las de las naciones de la Europa occidental que, especialmente desde finales del siglo xviii, han tendido a la consolidación de las libertades públicas.
El estudio de la Edad Media, periodo en el que se construyen los pilares sobre los que se sustenta la civilización occidental, no ha estado exento de la polémica, tanto que se ha convertido en un objetivo prioritario de la corrección política, recuperando la visión peyorativa que de este periodo tuvieron los hombres del Renacimiento, para quienes la Edad Media habría sido una larga etapa caracterizada por el oscurantismo y la barbarie, opuesta a la cultura antigua que ellos pretendían recuperar. El triunfo de la Ilustración no sirvió para mejorar la perspectiva que hasta entonces se tenía de ella ya que en su conjunto se consideró como una sucesión de siglos marcados por la intolerancia, el fanatismo y la violencia. Tendremos que esperar a la época del Romanticismo para que los historiadores empezasen a ver esta denostada etapa con ojos muy diferentes, aunque, desgraciadamente, desde unos planteamientos metodológicos muy poco convincentes. Esta tendencia se mantendrá con más o menos fuerza durante un tiempo, pero desde mediados del siglo xx se produce una consolidación del medievalismo gracias a la aplicación del método científico y al enriquecedor debate abierto entre distintas escuelas historiográficas que permitirán una mejor comprensión de la época. Lamentablemente este proceso ha entrado en crisis en los últimos años, ya que con la imposición de la corrección política y del posmodernismo se han recuperado antiguas propuestas que ya parecían superadas.
En lo que se refiere a la consideración de la Edad Media, los principales ataques se han dirigido hacia la Iglesia por ser, como tendremos ocasión de comprender, la institución que actuó como elemento aglutinador y cohesionador de las sociedades medievales, por lo que se ha querido interpretar como la quintaesencia del mal al centrar la atención en los aspectos más controvertidos como el de la Inquisición o su papel como legitimadora de un modelo socioeconómico que favoreció la existencia de lazos de dependencia entre los hombres. Efectivamente, la Inquisición fue Iglesia, pero la Iglesia fue mucho más que eso, ya que en su seno surgieron las primeras universidades europeas, al igual que los copistas y traductores que realizaron una labor impagable para conservar la cultura clásica. También fueron Iglesia los pequeños párrocos y curas, muchos analfabetos, que llegaron a ejercer una labor asistencial digna de mención.
Algo similar ocurre con el feudalismo, especialmente vilipendiado por ser un modelo político y económico que trajo consigo un claro debilitamiento del poder del Estado a favor de una minoría privilegiada que tratará de acaparar todo el poder en los distintos reinos de la Cristiandad durante los siglos centrales de la Edad Media, pero sin tener en cuenta que sin el feudalismo no puede entenderse el origen del parlamentarismo como consecuencia de la evolución lógica de las monarquías feudales hasta formas políticas mucho más modernas y cercanas a nosotros. También se vuelve a imponer la visión de esta época como un momento en el que se extiende la brutalidad, el analfabetismo y el inmovilismo cultural y tecnológico, pero sin tener en cuenta los momentos de expansión y de florecimiento artístico, literario y filosófico que servirán de base para entender la aparición del humanismo cristiano, del que somos herederos. En este libro, trataremos de alejarnos de estos planteamientos ajenos al estudio serio y riguroso de nuestro pasado para tratar de rescatar y valorar las grandes aportaciones que la Europa feudal nos legó, pero que no siempre han sido justamente reconocidas. Huiremos de esa visión que tiende a magnificar los logros de otras culturas (igualmente destacables) al mismo tiempo que mira con desprecio lo que ocurrió en Europa durante casi mil años, porque fue en esta época y en este Viejo Continente, hoy sumido en una galopante crisis moral, en donde se dieron los primeros pasos para entender lo que realmente somos, nuestras formas de vida, nuestras creencias y buena parte de las formas que nos definen tanto en el plano material como en el espiritual.
Capítulo 1
Sexo, hipocrás y danzas de la muerte
De tapas en la Edad Media
Uno de los grandes problemas que tienen los estudiosos de nuestro pasado radica en el hecho de encontrar un modelo humano característico para cada uno de los periodos en los que se divide la historia. En lo que se refiere a la Edad Media la existencia de este modelo solo puede considerarse si antes conseguimos distinguir, dentro de la enorme heterogeneidad social, unas pautas comunes que se adapten al rey y al mendigo, al rico y al pobre o al hombre y a la mujer. Ante esta cuestión se debe de tener en cuenta que en el contexto medieval cristiano se tiene la convicción de la pertenencia a un modelo de existencia definido por la religión. También es importante comprender el espacio en el que se enmarca el día a día del individuo, en un momento en el que ya se han dejado atrás las formas socioeconómicas típicas de la Antigüedad Tardía.
Durante la Edad Media la organización territorial de la sociedad se estructura en torno a cuatro células fundamentales: el castillo, la señoría, el pueblo y la parroquia. El número de castillos prolifera en estos siglos, especialmente en aquellos territorios sometidos a una fuerte presión militar, motivo por el cual se produce una auténtica evolución de las técnicas defensivas a partir de la construcción de altos muros de piedra, que sustituirán a las antiguas empalizadas de madera, y otras estancias con funciones claramente castrenses. El castillo medieval cumple diversos objetivos, porque también actuaba como lugar de residencia de la nobleza e incluso como palacios de los propios reyes, especialmente los que se situaban en contextos urbanos.
Muy relacionado con el área de influencia del castillo estaba la señoría, o lo que es lo mismo: el conjunto de tierras y campesinos que dependían de la autoridad del señor. Comprendía los derechos territoriales y jurisdiccionales que el noble ejercía por su capacidad de mando sobre sus vasallos y feudatarios, entendiendo el sistema señorial como un tipo de organización en el que el señor se sitúa al frente de un feudo concedido por un superior en su condición de vasallo.
Castillo de Loarre, en Huesca. Durante la Edad Media la vida de hombres y mujeres se desarrolla en torno a una serie de células, entre ellas el castillo, que se va a convertir en uno de los elementos más significativos de la época.
Dentro de los feudos y señorías encontramos, por otra parte, agrupaciones de campesinos y súbditos que forman los pueblos medievales. Estos sustituyen el antiguo hábitat disperso típico de la Antigüedad hasta convertirse en uno de los elementos más significativos del paisaje medieval, tanto que en esencia han logrado subsistir hasta nuestros días como símbolo y recuerdo lejano de un pasado remoto pero más cercano a nosotros de lo que podemos imaginar. Esta nueva forma de hábitat se explica por la unión de casas de campo en un núcleo concentrado, para cooperar en la defensa mutua de un mundo que ha perdido parte de la seguridad que le ofreció el Estado romano antes de quedar fragmentado a partir del siglo iv, pero también por la atracción de dos elementos esenciales para la vida del campesino: la iglesia parroquial y el cementerio.
Tal y como podemos observar cuando visitamos alguno de estos pueblos actuales que aún desprenden un intenso aroma medieval y que han conservado la fisionomía del pasado (en España tenemos ejemplos verdaderamente sobrecogedores como Besalú en Girona, Albarracín en Teruel, Aínsa en Huesca, Olite en Navarra o Montefrío en Granada, entre otros muchos), las calles eran muy estrechas, lo suficiente como para que pasasen carros y carretas, mientras que los gremios de artesanos conformaban los distintos barrios (o burgos) que formaban el enclave.
La iglesia era el edificio más importante de la localidad, hasta el punto que las formas de vida de sus habitantes estaban marcadas por todo lo que sucedía alrededor de este espacio sagrado. El repicar de sus campanadas marcaba el ritmo de la vida de los feligreses, advertía de un peligro, anunciaba las horas de rezo y convocaba asambleas vecinales. Es el edificio en donde se desarrollan las ceremonias que marcan la vida de los hombres y mujeres de la Edad Media: bautizo, matrimonio y funeral, mientras que por otra parte se encarga de organizar las festividades más destacables del calendario cristiano como Navidad, Semana Santa y los domingos, por ser el día de oración. La iglesia obtenía diversas rentas feudales ya que cobraba el diezmo y recibía muchas donaciones, aunque también desarrollaba una destacable labor social, de asistencia a los pobres, cuidado a los enfermos y la organización de la enseñanza más elemental. Estas funciones fueron asumidas de forma progresiva por lo que la institución parroquial no conseguirá estabilizarse hasta el siglo xiii, cuando ya actúa como una entidad que engloba a un conjunto de fieles puestos bajo la autoridad espiritual de un sacerdote al que se llama cura. En la parroquia, el creyente tiene el derecho de recibir los sacramentos y de convertirse en una parte activa de la comunidad cristiana, por lo que a lo largo de su vida, el aldeano establece un estrecho vínculo con el cura de la iglesia y sus coparroquianos.
Hablamos del pueblo como célula fundamental de organización; la otra es el cementerio. En la Edad Media se producen transformaciones relevantes en lo que se refiere a la relación del ser humano con el mundo de la muerte. Hasta entonces, el hombre y la mujer habían sentido temor y repulsión hacia los cadáveres por lo que a los muertos solo se les rendía culto en las afueras de la ciudad o dentro de la unidad familiar. En Roma los enterramientos eran extramuros y muy habitualmente cerca de los caminos, mientras que en la Edad Media, los vivos trasladaron a sus muertos al interior de los pueblos y ciudades para así fortalecer los vínculos entre unos y otros. El cementerio ocupa una posición central en el espacio urbano y rural, como parte de un proceso de recuperación del culto a los antepasados. Este culto contribuye entre las clases dominantes a la consolidación dinástica de muchas familias reales, algunas de las cuales se esforzarán por levantar necrópolis reales como la de San Isidoro de León y la de San Juan de la Peña en la península ibérica.
San Isidoro de León es uno de los templos románicos más destacados de la Península Ibérica. En su interior encontramos un Panteón ubicado a los pies de la iglesia, con pintura mural románica y capiteles originales, en donde fueron enterrados algunos reyes leoneses.
En cuanto al ser humano, en la Edad Media se consideraba al hombre como una criatura modelada por Dios. Su esencia, su historia e incluso su destino solo podían entenderse a través de los textos sagrados, especialmente el libro del Génesis, primero del Antiguo Testamento, en el que se narra la creación de un hombre al que Dios le confiere dominio sobre la naturaleza, pero esta posición privilegiada se vio seriamente comprometida cuando Adán, instigado por Eva (seducida a su vez por la serpiente) cometió pecado y desobedeció la voluntad de Dios. Desde este momento, en el interior de todos nosotros dos seres van a enfrentarse y a rivalizar entre sí, el ser humano creado a imagen y semejanza de Dios, y el que es expulsado del Paraíso tras cometer el pecado original. Durante la Edad Media, la Cristiandad tendrá en cuenta la doble naturaleza del ser humano, no tan solo la parte negativa como suelen hacernos creer los grandes detractores de este periodo histórico, sino también la parte positiva. En algunos momentos se insiste más en esta última, especialmente a partir del siglo xi, mientras que en otros, sobre todo durante la Alta Edad Media, predomina la más peyorativa, la del pecador dispuesto a sucumbir ante la tentación y a renegar de Dios.
La condena al sufrimiento impuesta por Dios tanto a Adán como a Eva, en la forma de trabajo manual para el hombre y a los dolores del parto para la mujer, se traduce en el desprecio hacia el trabajo físico, insistiendo en el carácter maldito y penitencial del mismo. Esto trae consigo la valoración de una forma de vida entre las clases superiores en la que el sustento se asegura a partir del pago de unas rentas que proceden del trabajo de las clases menos favorecidas, dedicándose los nobles y el clero a otras ocupaciones, para ellos, más valoradas y dignas. La estructura socioeconómica tiende a consolidar estas diferencias, acentuando la sensación que tenemos de la sociedad medieval como un mundo en el que predominan las contraposiciones explícitas, llegando a asumir esquemas como el planteado por el obispo Aldaberon de Laon hacia el 1030 en su Poème au roi Robert en donde se distinguen los tres componentes fundamentales de la sociedad cristiana medieval (planteamiento ausente en la Biblia): oratores, bellatores y laboratores. Los primeros, los pertenecientes a la Iglesia, especialmente los monjes, son los encargados de rezar y de establecer una relación con el mundo divino, lo que les otorga un gran poder espiritual en la Cristiandad. El segundo grupo, el de los bellatores, está formado por nobles, especialmente los combatientes a caballo, que se encargan de proteger con su fuerza a los otros dos órdenes, mientras que el último grupo está representado por los campesinos, los no privilegiados, que alimentan con el producto de su trabajo a las clases privilegiadas.
Durante los siglos iniciales de la Edad Media, el personaje bíblico Job fue un modelo a seguir, por ser un hombre que aceptaba sin ningún tipo de duda la voluntad de Dios, incluso ante las peticiones más extremas.
Durante la Alta Edad Media, en la que como hemos dicho el ser humano puede ser interpretado como víctima de su propia naturaleza pecadora, uno de los modelos bíblicos a seguir será Job, por ser un hombre que acepta la voluntad de Dios y no busca otra justificación además del arbitrio divino. Job es un ser íntegro y temeroso de Dios que a pesar de sus infortunios renuncia a cualquier orgullo y reivindicación. Es por este motivo por el que la iconografía altomedieval presenta a Job humillándose ante la divinidad, roído en sus entrañas o como un leproso, pero siempre manteniendo su lealtad hacia el Creador. Frente a esta concepción ideal del hombre, desde el siglo xiii predomina un tipo de representación diferente, más acorde a los rasgos realistas de las clases privilegiadas y poderosas. En el arte de esta Baja Edad Media, el ser humano aparece bajo la forma de papas, reyes, grandes señores y poderosos burgueses, siempre seguros de sí mismos, mientras que el sufridor es el mismo Dios, Jesús, que se ha sacrificado para salvar a la humanidad.
Los hombres y mujeres medievales también están implicados en una lucha que a menudo no logran entender, la que Satanás, el espíritu maligno, lleva a cabo contra Dios, pero esta lucha no les lleva a interpretar la realidad de una forma maniquea, ya que en la Edad Media se tiene la certeza de que existe un solo Dios, superior en fuerza a los ángeles caídos, por lo que el creyente tan solo se debe preocupar por resistir al pecado y aceptar la gracia a partir de su libre albedrío. Es en esta batalla entre el poder de los ángeles contra el de los demonios en la que se va a decidir el destino del alma, tal y como representa la imagen de san Miguel pesando con la balanza el alma de hombres y mujeres, mientras Satanás espera impaciente a que el platillo se incline sobre el lado desfavorable, al tiempo que San Pedro está dispuesto a actuar sobre el lado positivo.
La necesidad perentoria de encontrar señales que anuncien la propia salvación explica, desde el punto de vista de la antropología cristiana, el nacimiento de la concepción del ser humano como un homo viator, un hombre que está en camino, que siempre está en movimiento hacia la vida y la salvación, o hacia la muerte y la condena. El ser humano durante el Medievo es un peregrino que marcha hacia los lugares sagrados para postrarse ante el poder de una reliquia o un fiel cruzado que se desplaza hasta Tierra Santa para combatir contra los enemigos de la fe y recuperar para la Cristiandad una región en donde Jesús nació, predicó y murió. El camino en la Edad Media puede llevar a la salvación, pero también a la perdición, porque puede alejar al creyente de la estabilidad tan estrechamente asociada a la moralidad, y convertirlo en un ser errante o un vagabundo sin residencia fija, o lo que es lo mismo: una de las peores encarnaciones del ser humano medieval. Otra concepción es la del hombre penitente, ya que la penitencia puede asegurar la propia salvación, aunque para ello no sea necesario (y de hecho no fue tan habitual como se nos ha querido hacer ver) las formas penitenciales extremas, tanto privadas como públicas (como es el caso de los grupos flagelantes que proliferan después de la epidemia de peste del 1348), sino una actividad excepcional para responder a una calamidad o suceso perturbador. En definitiva, el modelo de hombre y mujer de tiempos medievales, está constituido por la unión de dos elementos bien distintos, el alma y el cuerpo.
Durante una parte más o menos extensa de la Alta Edad Media tendió a primar la imagen peyorativa de nuestra parte física, de ese abominable revestimiento del alma que es el cuerpo, en palabras de Gregorio Magno, en el que se materializaban todas nuestras pasiones y debilidades, entre ellas la lujuria, la codicia y, cómo no, la gula. Pero los hombres y las mujeres de la Edad Media no solo se preocuparon por la salvación de sus almas, sino que también quisieron dar consuelo a sus pasiones más mundanas, por eso es importante conocer sus gustos gastronómicos, qué hacían para divertirse o cuál fue su concepción del sexo, y de esta manera tener una visión íntegra, no tan teórica, del hombre y la mujer medieval.
En esta época, más que en otras, las costumbres alimenticias también servían para diferenciar y resaltar el poder de los grupos privilegiados frente al de los más necesitados. Uno de los elementos diferenciadores fue la capacidad que tuvieron los nobles de alimentarse, incluso en épocas de penalidades y hambrunas, con crías de animales que aún estaban en su periodo de lactancia, algo que nunca se le habría ocurrido a un simple campesino obligado a dejar crecer a sus animales para rentabilizar su compra y crianza. En este sentido, en la mesa de los nobles con más recursos no fue infrecuente observar la presencia de lechones o cochinillos, de pequeños corderos sacrificados con veinticinco o treinta días de vida e incluso carne de ternera y otros tipos de animales como cisnes y pavos. Según la historiadora Zoé Oldenbourg en su obra Las Cruzadas:
La carne de ganado no se comía con excepción de la de cerdo y la de corral, pero los nobles, grandes comedores de carne, traían de sus incursiones por el bosque hecatombes de perdices, urogallos, liebres y corzos. El oso, el ciervo y el jabalí muertos se llevaban en triunfo y, en las vigilias de los grandes banquetes, los pájaros pequeños, como codornices y tordos, muertos a centenares, se sacaban de los matorrales y se amontonaban ensangrentados por los suelos de la cocina.
Para las clases que no formaban parte de la élite social, la cría del ganado, especialmente de los bueyes y las vacas, era mucho más rentable si se orientaba a su utilización como animales de tiro, por eso solían recurrir a su carne solo cuando ya no podían ser utilizados en las labores agrarias. La dieta del campesino se basaba, por estos motivos, en el consumo de pan, alguna que otra verdura y, muy esporádicamente, carne.
Durante los siglos medios, las costumbres alimenticias nos informan, al igual que en otras épocas, sobre las características de una sociedad marcada por las diferencias entre los privilegiados y los más necesitados.
En lo que se refiere a las costumbres de la mesa, en la Edad Media no solían utilizarse los platos, ni siquiera en los banquetes que era precisamente el momento más habitual en el que los campesinos podían consumir carne y pescado. Durante el banquete, se cortaban hogazas de pan duro y sobre estos se ponía el producto, consumiendo finalmente el pan remojado en las salsas que acompañaban a la carne. El cuchillo podía ser utilizado en la mesa, pero este no se ponía como parte de la cubertería del banquete sino que cada comensal solía llevarlo consigo. En la mesa, las copas se compartían con los comensales vecinos, mientras que los «platos» principales se servían en grandes fuentes ubicadas en el centro de la mesa. El tenedor no fue utilizado en la Edad Media, por lo menos de forma habitual, e incluso parece que en las pocas ocasiones en las que se tiene constancia histórica de su uso no gozaba de mucha popularidad. De hecho, la primera vez que lo tenemos documentado es en el siglo xi cuando la hija del emperador bizantino Constantino Ducas, Teodora, casada con el dux de Venecia Doménico Selva, asombró a sus vecinos utilizando un extraño artilugio formado por dos púas de oro, con el que un esclavo le daba a probar los bocados que había trinchado con anterioridad. El invento de la dogaresa no le hizo mucha gracia a ciertos sectores de la Iglesia (los menos) ya que san Pedro Damián consideró el tenedor como un instrumento diabólico con el que el maligno pretendió tentar, de extraña forma, a los cristianos y cristianas menos decentes.
El pan fue la base de la dieta mediterránea durante este largo periodo de tiempo, al que se tendría que añadir el vino y la cerveza, aunque también el hipocrás, una de las bebidas y de los placeres más comunes de la época y que se consumió, al menos, hasta finales del siglo xviii. ¿Qué era realmente el hipocrás? Para que nos hagamos una idea, una mezcla de vino y miel, aunque en textos como el de Ruperto de Nola (Libro de Cozina) la receta se describe como un preparado con varios ingredientes como la canela, clavos y jengibre, a lo que se añadía vino (la mitad blanco y la otra tinto) y para darle un sabor dulce se utilizaba azúcar y, si no se podía disponer de él, miel. Una vez mezclados los productos se echaba sobre una olla vidriada y se le daba un hervor para finalmente colarlo por una manga hasta quedar claro. El hipocrás se solía tomar caliente y era muy apreciado por sus valores terapéuticos (especialmente para la gripe y las malas digestiones) y porque era un buen estimulante en los fríos días de invierno. Aunque ya no se consume, en algunos lugares de Europa, y también en Sudamérica, se siguen preparando algunas bebidas en las que la base principal es el vino y algún producto endulzante. Tal es el caso de la sangría en España.
Según nos cuentan las tradiciones, Alfonso X el Sabio habría sido el rey
que popularizó la costumbre de tomar tapas en el siglo
xiii
.
Según se dice, Alfonso X el Sabio, un monarca castellano muy relacionado con las costumbres gastronómicas de la Edad Media, padeció una grave enfermedad durante el ocaso de su reinado, lo que le obligó a tomar pequeños bocados acompañados por sorbos de vino, siendo tan positivos los resultados que decidió dictar un decreto por el que se recomendaba la muy castiza costumbre de tomar el aperitivo. Desde ese momento en los mesones castellanos no se despachó vino sin acompañarlo con algo de comida, de unas «tapas» cuyo nombre procede de la costumbre de poner sobre la jarra de vino una loncha de jamón o queso, con la que se tapaba la abertura y evitaba la entrada de impurezas e insectos. Otras versiones, aunque con