Santuario
Por Edith Wharton
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La obra narra la historia de Kate Orme, una mujer joven cuya dicha conyugal se rompe cuando se enfrenta cara a cara con el oscuro secreto que esconde su prometido, Denis Peyton, un hombre de fortuna, pero con un pasado gobernado por las mentiras y por los engaños. Cuando ambos tienen un hijo, y Denis muere, Kate se convence de que el espíritu de su marido permanece en su joven vástago, traspasándole en cierto modo sus vicios morales. Se consagrará desde entonces a luchar para que eso no ocurra...
Escrita mientras redactaba "La casa de la alegría", "Santuario" es una pequeña joya oculta de Wharton, de prosa impecable, con momentos en que el suspense se hace casi insoportable.
Edith Wharton
Edith Wharton (1862–1937) was an American novelist—the first woman to win a Pulitzer Prize for her novel The Age of Innocence in 1921—as well as a short story writer, playwright, designer, reporter, and poet. Her other works include Ethan Frome, The House of Mirth, and Roman Fever and Other Stories. Born into one of New York’s elite families, she drew upon her knowledge of upper-class aristocracy to realistically portray the lives and morals of the Gilded Age.
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Santuario - Edith Wharton
SANTUARIO
Edith Wharton
Primera parte
Capítulo I
RESULTA poco frecuente que la juventud se permita una felicidad perfecta. Da la impresión de que deben realizarse demasiadas operaciones de selección y rechazo como para poder ponerse al alcance del subyugante despertar de la vida. Pero, por una vez, Kate Orme había decidido rendirse a la felicidad permitiendo que ésta impregnara cada uno de sus sentidos como una lluvia primaveral empapa un fértil prado. No había nada que justificara tan repentina placidez. Y, sin embargo, ¿no era precisamente eso lo que la hacía tan irresistible, tan irrefrenable? A lo largo de los dos últimos meses —desde su compromiso con Denis Peyton— nada significativo se había añadido a la suma total de su felicidad y no existía posibilidad alguna, tal y como ella misma habría afirmado, de que nada viniese a aumentar de modo apreciable lo que constituía ya de por sí un saldo incalculable. Las circunstancias de su vida se mantenían inalterables tanto en lo externo como en lo que se refería a su propio mundo interior. Pero mientras antes el aire había estado cargado de alas que revoloteaban a su alrededor, ahora esas mismas alas parecían haberse posado sobre ella, y podía entregarse a su protección.
Muy diversas circunstancias se habían ido combinado hasta llegar a cimentar la base de la melancólica paz en que se hallaba. Su carácter respondía a las más delicadas vibraciones, y al principio su júbilo ante el amor que sentía había sido demasiado inmenso como para no acarrear también con él cierta confusión, una readaptación de todo su paisaje vital. Se hallaba de pronto en territorio desconocido, donde aquel que la había llevado hasta allí resultaba ser el menos indicado para actuar como guía. Hubo momentos en que tuvo la impresión de que el primer desconocido que se encontrara por la calle podría descifrarle su propia felicidad con más destreza que Denis. Luego, a medida que su mirada fue acostumbrándose, cuando las líneas comenzaron a fluir y a armonizar abriendo amplias vistas sobre nuevos horizontes, comenzó a tomar posesión de su reino, a considerar que, realmente, éste le pertenecía. Pero nunca antes había sentido que también ella le perteneciera a él. Y era precisamente ésta última impresión la que ahora llegaba para completar su felicidad, dándole un sagrado sentimiento de permanencia.
Se levantó de su escritorio donde, con una lista en la mano, había estado repasando las invitaciones para la boda, y caminó hacia la ventana de la salita. Todo a su alrededor parecía contribuir a esa extraña armonía, alcanzada gracias a la cuota que cada uno de sus sentidos le había ido aportando: el frescor de la estancia, su magnífica amplitud tan cargada de tradición, sus vistas a los campos y bosques extendiéndose hacia el lago bajo el plateado esplendor de septiembre, el propio aroma de las últimas violetas en un jarrón sobre el escritorio, el montón de hortensias rosadas y malvas dispuestas en maceteros por el balcón, la caída, de vez en cuando, de una hoja por el aire en calma… Todo, de algún modo, se fusionaba para incrementar una sensación de bienestar que, no obstante, hacía que aquellos estímulos parecieran meros montones de algas flotando inermes en la corriente.
Su sonrisa se ensanchó al descubrir que alguien se aproximaba desde las laderas más bajas que daban al lago. Aquel sendero formaba un atajo desde Peyton Place, y ella sabía que Denis tendría que aparecer por allí en cualquier momento. Su sonrisa, sin embargo, no se debía tanto al hecho de que él se estuviera acercando como a la sensación que tenía de que resultaría imposible hacerle saber a su prometido cómo se sentía. Una sensación que no le preocupaba lo más mínimo. No podía imaginarse compartiendo sus más profundos sentimientos con nadie, y el mundo en que vivía con Denis era demasiado brillante y espacioso como para admitir cualquier restricción. Su sonrisa era en realidad un tributo a esa franqueza que había hallado en la clara mirada de él, y que con tanta frecuencia constituía un refugio en el que poder protegerse de sus propias complejidades.
Denis Peyton estaba acostumbrado a que le recibieran con una sonrisa. Se le podía perdonar el hecho de que pensara que las sonrisas constituían el ropaje habitual del rostro humano, y que su consideración de la vida y de sí mismo se viera teñida necesariamente por la cordialidad en que ambos términos se habían encontrado siempre. De hecho, desde el principio había pensado que la vida era un negocio excepcionalmente agradable destinado a culminar, de forma bastante apropiada, en su compromiso con la única joven con quien siempre había deseado casarse, y en la aceptación de la herencia de su pobre hermanastro, que le había dejado una fortuna que ampliaría sus horizontes de manera muy grata. Tal combinación de circunstancias podía justificar el que un joven pensara de sí mismo que tenía cierta trascendencia en el universo. Y, en un último toque de idoneidad, resultaba que el luto que Denis todavía llevaba por el pobre Arthur le otorgaba una renovada distinción a su, de otro modo, un tanto enrojecido buen aspecto.
A Kate Orme le hacía gracia la manera de pensar de su futuro marido, pero podía aceptarla gracias a la tolerancia con que se permite la intervención del elemento inconsciente en todos nuestros juicios. No existía, por ejemplo, nadie más sentimentalmente humano que la madre de Denis, la segunda señora Peyton, una mujer fragante y de cabello plateado cuyos modales neutros y colores azul lavanda evidenciaban una mentalidad que había decidido cerrar los ojos ante todo lo desagradable de la vida. No obstante, era obvio que la señora Peyton veía una «dispensa» en el hecho de que su hijastro nunca se hubiera casado y que su muerte le permitiera a Denis, en el momento justo, dar un gracioso paso hacia la opulencia. ¿No era, después de todo, propio de una mente sana aceptar los regalos de los dioses en esta religiosa disposición, hallando pruebas evidentes del «designio divino» en el triste hecho de que Arthur hubiera resultado inmune en el pasado a cualquier tipo de correctivo? La señora Peyton, segura de haber hecho «cuanto estaba en su mano» por Arthur, habría considerado poco cristiano lamentarse por el providencial fracaso de todos sus esfuerzos. Las deducciones de Denis eran, por supuesto, menos directas que las de su madre. Además, él se había encariñado con Arthur, y sus esfuerzos por mantener al pobre hombre en el buen camino habían sido menos jactanciosos y más espontáneos. Los resultados se podían apreciar, si no en un cambio en el carácter de Arthur, sí al menos en los nuevos términos de su testamento, y el sentido ético de Denis se vio gratamente fortalecido por el descubrimiento de que ser un buen tipo era algo que merecía enormemente la pena.
Esa predestinación general en la que la señora Peyton basaba sus creencias se había visto de hecho confirmada por ciertos acontecimientos que redujeron el luto de Denis a un mero gesto de respeto, ya que habría sido una farsa lamentar la desaparición de alguien como el pobre Arthur, que había dejado tras de sí tan indeseable estela. Kate no sabía del todo qué había sucedido: su padre compartía con la señora Peyton el firme convencimiento de que las jóvenes no debían estar presentes en los debates abiertos acerca de la vida. De los silencios y evasivas entre los que se movía, tan sólo pudo adivinar que había una mujer. Una mujer que era, por supuesto, «horrible» y cuya horrible condición incluía una especie de enigmática demanda contra Arthur. Pero la demanda, fuera la que fuese, había sido puntualmente desacreditada. Toda la cuestión se había desvanecido y, con ella, la mujer. Los ojos volvieron a cerrarse ante el lado desagradable de las cosas, y la vida continuó sobre el consenso de que éste, simplemente, no existía. Lo único que Kate supo fue que una oscura nube había surcado el cielo sobre sus cabezas y que luego éste había vuelto a quedar tan limpio como antes.
¿Había sido quizá, se preguntaba, la misma disolución de esa nube —tan remota y poco amenazadora— lo que le aportaba ahora esa nueva serenidad a su firmamento? Resultaba espantoso pensar que la mayor sensación de seguridad tan sólo escondía un mero deseo de huida, que la felicidad no era más que el aplazamiento temporal de un castigo. La malsana obstinación en semejantes ideas se vio acentuada por la proximidad de Peyton. Él poseía el don de devolver las cosas a sus proporciones normales, de franquear los abismos de la vida a través del cerrado túnel de una indiferente alegría. Todo lo que en ella pudiera haber de agitado y dudoso se derrumbaba en su presencia, y se sentía dichosa de contemplar su amor como una bendición que comenzaba justo donde concluían los quehaceres del intelecto. Hoy se encontraba, más que nunca, en este